¿Existe la obsolescencia programada en la gestión de recursos humanos?
Does exist the planned obsolescence in human resource management?
¿Existe la obsolescencia programada en la gestión de recursos humanos?
Aposta. Revista de Ciencias Sociales, núm. 79, pp. 109-138, 2018
Luis Gómez Encinas ed.
Recepción: 13/03/2018
Aprobación: 16/05/2018
Resumen: En el sistema actual de producción capitalista la empleabilidad es el resultado de un programa de planificación de la vida laboral. Cuando las personas se convierten en recursos del sistema y bajo ciertas condiciones demográficas, puede llegar a ser un excedente a regular antes de una obsolescencia planificada en su ciclo de vida laboral. Un rasgo característico del sistema se basa en su necesidad de crecimiento a través de la innovación. Esta innovación exige un contingente de profesionales con un alto nivel de competencia o, en otras palabras, que garanticen una alta cualificación profesional. Estos trabajadores cualificados se encargarán de fomentar nuevas innovaciones. La paradoja de esta situación es cómo la innovación segmenta el mercado en dos tipos de trabajadores: por un lado, aquellos que se benefician, y, por otro, los que están condenados a un futuro incierto. Con independencia de cada colectivo, la filosofía del sistema obliga a planificar la obsolescencia en las cualificaciones profesionales del profesional en el intento de procurar continuidad, crecimiento y expansión al sistema.
Palabras clave: Ciclo de vida, competencia, cualificación, innovación, obsolescencia.
Abstract: In the actual system of capitalist production the employability is the result of a planification program of working life. When people become resources of the system and under certain demographic conditions, may become an surplus to be regulated before a planned obsolescence in their working lifespan. A characterist feature of the system is based on its need for growth through innovation. This innovation demands a contingent of professionals with high levels of competence or, in other words, to ensure a high professional qualifications. On the other hand, these skilled workers will be responsible for fostering new innovations. The paradox of this situation is how innovation, segments the market into two types of workers, on the one hand, those who are benefiting and, on the other, those who are doomed to an uncertain future. Irrespective of each group, the philosophy of the system requires planning of the obsolescence in the professional qualifications of the worker in the attempt to ensure continuity, growth and expansion to the system.
Keywords: Life cycle, competence, qualification, innovation, obsolescence.
1. INTRODUCCIÓN
Nos encontramos en una sociedad en la que los “propios” hábitos de consumo nos “invitan” a practicar casi de forma compulsiva el trinomio comprar-usar-tirar, y a un ritmo tan vertiginoso en el que reparar o sustituir una pieza de un producto es algo que ni tan siquiera se intenta, entre otras diferentes razones porque no existen (o es difícil localizarlas). El coste de reparación (coste de oportunidad desde una perspectiva económica) es más elevado que el de una nueva compra y hasta puede que no existen personas cualificadas –al menos en teoría– para poder realizar una posible reparación.
El concepto de lo desechable o eliminable está asociado a su reposición y si esto es así, sin duda tiene que ver con la vida útil del producto y, cómo si “las cosas ya no sirven”, se debe a que las especificaciones técnicas del producto nos lo aconsejan, esto es, han cumplido su ciclo de vida y deben reponerse en su integridad por otro modelo –en su mayoría una versión mejorada– que haga las veces de la anterior pero aportando nuevas utilidades (no especialmente necesarias) que, en su mayoría, están creadas como si de una necesidad cierta se trataran.
Estos productos, como todos nos podemos imaginar, van desde la simple maquinilla de afeitar, a las bombillas, teléfonos móviles, lentillas oculares, toda suerte de pequeños y grandes electrodomésticos, sin olvidar a los vehículos y elementos tan habituales como nuestra propia indumentaria en la que caben desde las camisas, pantalones y hasta nuestra propia ropa interior tienen sus días contados.
Cuando la innovación –entendida inicialmente como una mejora incorporada a la funcionalidad del producto– es casi materia obligada, en un sistema de producción en masa, para favorecer el consumo de compradores, usuarios y clientes, surge inevitablemente la gestión de estos excedentes y, quizás, lo que es peor, ver el modo en que modo pueden ser absorbidos por el sistema en ese frágil equilibrio entre oferta y demanda. El problema adquiere otra dimensión cuando en este esquema, ideológico y pragmático, la persona se “cosifica” y, desde ese momento, comienza a ser “otro producto” sujeto a una obsolescencia programada. En ese contexto, la cualificación profesional entendida como expresión de un conjunto de competencias se ven arrolladas por el tren de la innovación que no hace sino transitar por las vías de la obsolescencia programada.
En este trabajo se reflexiona sobre cómo la empleabilidad de las personas no escapa a una planificación selectiva y cómo, de algún modo, la obsolescencia programada codifica la existencia y vida útil del trabajador. Las personas al cosificarse y convertirse en excedentes, deben gestionarse para que cumplan con su función antes quedar obsoletos en el trascurso del tiempo asignado. Con la obsolescencia de los colectivos (trabajadores cualificados y no cualificados) y del individuo –a la sombra de la innovación– la cualificación y el desarrollo competencial es clave en la comprensión del proceso. Paradójicamente los trabajadores cualificados responsables de crear innovaciones contribuyen a acortar la vida útil de los profesionales –hasta la de ellos mismos– en un esquema de producción capitalista.
Este artículo comienza realizando una primera aproximación a lo que significa la innovación y sus repercusiones en las personas y más concretamente en su nivel de cualificación. Para ello, se revisarán los diferentes enfoques que se han pronunciado sobre este tema como son la escuela del capital humano, la bravermaniana y la contingentalista. A continuación, se profundiza en las relaciones existentes entre el concepto de cualificación profesional y competencia para detenerse en cómo la primera no podría entenderse sin la segunda, en un intento por comprender las asimetrías de un mercado laboral donde la innovación hace aflorar profundas desigualdades en materia laboral por razón de cualificación. Bajo estas coordenadas, se indaga en algunas cuestiones de índole demográfica, poniendo de manifiesto las dificultades a las que debe enfrentarse el sistema de producción capitalista a la hora de gestionar los excedentes de recursos humanos. Por último, se analiza la relación entre el concepto de innovación y el de competencias en el contexto del mercado laboral como explicación al análisis de la obsolescencia programada en la gestión de recursos humanos, sobre las que finalmente se presentarán las oportunas conclusiones.
2. UNA APROXIMACIÓN AL TÉRMINO INNOVACIÓN
El término innovación desde hace tiempo se ha incorporado a nuestro vocabulario y cotidianamente lo utilizamos –algunas veces inadecuadamente– a cualquier ámbito de nuestra realidad, aunque este constructo presenta diferentes aristas y perfiles.
Según Godin (2008), la innovación se encuentra ligada a los productos a través de la tecnología, pero también al mundo de la ciencia, desde las experimentales a las sociales como es el caso de la sociología y la economía. Además, la innovación es también una idea clave en el imaginario colectivo, en los mass media y hasta en la política pública. En definitiva, y siguiendo las reflexiones de este autor, la innovación es un emblema de la sociedad moderna y la panacea universal con la que resolver muchos problemas engendrados en nuestra sociedad (Godin, 2008).
Al hablar de innovación resulta obligado hablar de Schumpeter (1934), quien la definió en su Teoría del Desarrollo Económico a través de diferentes acepciones, tales como: La introducción de un nuevo producto; la introducción de un nuevo método de producción (tecnología del proceso); la apertura de un nuevo mercado; la “conquista” de una nueva fuente de suministro de materias primas o bienes semimanufacturados y, también, la reorganización de una industria (v.g. la constitución ruptura de una posición de monopolio). Schumpeter, siempre atento al entorno, describió la denominada tormenta de destrucción creativa, por la que la innovación genera un doble efecto. Por un lado, añade valor, pero, a su vez, puede generar un “efecto destructivo” debido a que nuevos desarrollos transforman los modos de hacer y gestionar determinados comportamientos y prácticas organizativas.
Tiempo más tarde, Tushman y Nadler (1986) relacionan la innovación con la creación de un producto, servicio o proceso que es nuevo para una unidad de negocio. Otros autores, como Damanpour y Gopalakrishnan (1998), emparentan a la innovación con el hecho de incorporación una nueva idea o comportamiento en el conjunto de una organización. Damanpour (1991) distingue entre innovaciones tecnológicas e innovaciones administrativas. Con respecto a las primeras señala como éstas se refieren a tecnologías, productos y servicios, mientras que las de carácter administrativo se alinean con nuevas políticas o formas de organización (Daft, 1978; Kimberly y Evanisko 1981; Zmud 1982; Damanpour y Evan 1984).
En cuanto a las innovaciones tecnológicas, son a su vez divididas en innovaciones de producto e innovaciones de proceso (Abernathy y Utterback, 1978). Damanpour y Gopalakrishnan (2001) señalan las innovaciones de producto como la incorporación de nuevos productos o servicios para satisfacer una necesidad externa del usuario y/o del mercado y a las innovaciones de proceso como elementos de nueva incorporación en la producción de una organización o en sus procesos de trabajo. La innovación de productos necesita de una orientación de mercado que contemple la capacidad de detectar y, por consiguiente, asimilar las necesidades de los clientes y la capacidad de diseñar, fabricar y vender el producto (Gopalakrishnan y Damanpour, 2000). Por otro lado, las innovaciones de proceso vienen condicionadas y determinadas por la adquisición de nuevas operaciones tecnológicas para la organización (Collins et al.,1988) lo que comporta cambios en los modos en los que son realizados o presentados (Tushman y Nadler, 1986) lo que en definitiva comporta un menor coste y mayores beneficios.
Las segundas grandes innovaciones administrativas, también se subdividen en las denominadas innovaciones sociales, las que afectan directamente a la función de recursos humanos, y en innovaciones en métodos de gestión, caracterizadas por estar más directamente relacionadas con escenarios organizativos, financieros y comerciales, contribuyendo cada una de ellas –por la parte que les toca– a una perspectiva innovadora de la empresa de un modo global.
En suma, la innovación podría entenderse, según Freeman (1988), cuando ideas sobre productos, procesos, comercialización y nuevos modos organizativos pasan de ser un concepto a algo tangible y explotable. Queda por ver cuál es el impacto de la innovación sobre las personas y cómo su grado de cualificación puede ser un elemento clave en la comprensión de los efectos y causas sobre los individuos.
3. CAMBIOS EN LA INTERPRETACIÓN DE LA CUALIFIACIÓN PROFESIONAL
Toffler (1970) señaló en el Shock del Futuro como el ritmo de aceleración histórica en el que se encuentra la sociedad requiere en cantidad y calidad un mayor número de conocimientos, sin los cuales, la capacidad de asimilación y adaptación al nuevo sistema, hace de los trabajadores seres más vulnerables en un entorno competitivo y cambiante. En otras palabras, parece desprenderse cierta correlación entre cualificación y cambios en un sistema sometido a un ritmo acelerado. Bajo las premisas de un escenario mutante, diferentes escuelas han abordado el modo en el que los recursos humanos y, en concreto, cómo su cualificación profesional puede entenderse en acomodación a su entorno.
Las siguientes líneas intentarán profundizar en como el concepto de cualificación profesional se encuentra sometido a la intensidad de la innovación y al enfoque interpretativo de tres grandes escuelas de pensamiento: Escuela del Capital Humano, Escuela Bravermaniana y Escuela Contingentalista.
La Escuela del Capital Humano, nace en un momento histórico en el que, durante la Administración Kennedy, la elevación de las cualificaciones profesionales responde al desarrollo expansionista de la economía norteamericana. En ese momento existía un enorme optimismo y confianza sobre las ventajas que ofrecía la planificación para superar el atraso y el subdesarrollo social y económico. Este aparente buen momento, sin embargo, planteaba una curiosa paradoja, que enunció Bowman (1963: 446): “Nunca ha habido tanta educación, y, sin embargo, nunca se ha hablado tanto de la escasez de personas cualificadas o de la necesidad de expandir la educación como una inversión en capital humano.”
Los trabajos centrados en el capital humano han subrayado, desde las obras pioneras de Schultz (1961) y Becker (1964), el concepto de inversión en educación. Más concretamente Schultz (1981) fue uno de los autores que mayor visibilidad proporcionó a esta escuela al vincular el capital humano, no sólo con la educación formal y las destrezas o habilidades (skills), sino, además, con otros factores tales como el cuidado infantil, la experiencia laboral, la mejora de la salud y otros tantos aspectos. Al revisar las críticas realizadas a la teoría del capital humano, existe un debate en economía laboral entre los defensores de las fuerzas del mercado, como principal determinante de las variables del mercado de trabajo, y los defensores de las instituciones en dicho proceso.
Michael Piore, heredero de esta escuela y primer autor que criticó a la escuela institucionalista de la que procedía, cuestiona a sus antecesores por su desmesurado empirismo y su falta de sistematización teórica. Ataca, por tanto, su método, no cuestionando los supuestos de base cuyo realismo no se rechaza, sino por la capacidad para deducir hipótesis empíricamente contrastables, y aproximarse a la visión que proporciona la economía neoliberal de Milton Friedman. Todas estas cuestiones no hacen sino apuntar a algunas de las debilidades del moderno Estado del Bienestar, donde la descompensación entre los recursos de sistemas y el grado de efectividad proyectado al entramado social no es el más adecuado.
Siguiendo este hilo argumental, no conviene olvidar las reflexiones que hace Finkel (1994), en sintonía con los planteamientos de Bell, acerca de la sociedad postindustrial. Según esta autora, ésta debe entenderse como un tipo ideal o un constructo analítico, que presenta cinco características: En primer lugar, en la esfera económica, se aumenta la relevancia del sector servicios en detrimento del sector productivo, puesto que la mayoría de la fuerza de trabajo desarrolla sus actividades en los servicios (que abarca los subsectores de comercio, finanzas, transporte, sanidad, ocio, investigación, educación y gobierno); en segundo lugar, se produce un cambio en la estructura potencial, dado que los trabajadores de cuello blanco (no manuales) superan cuantitativamente a los de cuello azul (manuales) creciendo rápidamente una nueva clase técnico-profesional, cuyo poder está basado en el conocimiento y la experiencia y no en la riqueza o la propiedad. De este modo, los trabajadores semicualificados, que predominaban en la sociedad industrial, van a ser progresivamente reemplazados por los cualificados, propios de la sociedad postindustrial; en tercer lugar se observa la primacía del conocimiento teórico y abstracto (opuesto al conocimiento empírico) como condición fundamental para el desarrollo de la innovación tecnológica y, finalmente los dos últimos rasgos de la sociedad postindustrial se refieren a la capacidad de planificar y controlar el cambio tecnológico y la creación de lo que Bell denominada Tecnología Intelectual, capaz de tomar decisiones racionales por sí misma, a través de programas informáticos que contengan la información necesaria.
La segunda gran escuela está encabezada por el desarrollo teórico de Harry Braverman, quedando implícito el mensaje de que en el sistema capitalista, tras un proceso de desarrollo histórico degenerativo, llega a un estadio que él denomina Capitalismo Monopolista. Es en esta fase donde el mercado se universaliza como consecuencia de su propia esencia: se expande a otros mercados orientándose deliberadamente hacia nuevas formas de dominación, a través del uso de todo tipo de bienes y servicios. Efectos no deseados como un trabajo deshumanizado, degradado y copado por seres itinerantes faltos de motivación y entregados a su propia suerte y destino, son algunas de las “caras” negativas de esta fase. Braverman (1974), ya convertido en un clásico de la literatura marxista contemporánea, trata de la distinción básica de la que parte el análisis del mercado de trabajo, o mejor dicho, el análisis del proceso de trabajo: la distinción entre Fuerza de trabajo que es la mercancía que se compra y se vende en el mercado y Trabajo que es el factor de producción que entra en el proceso productivo. Las innovaciones que introduce el taylorismo buscando la eficiencia del proceso, en opinión de Braverman, no tenía otro objetivo que dejar al trabajador sin poder de decisión sobre su propio trabajo, controlando el modo en que cada proceso, procedimiento, tarea y actividad debía realizarse, no sólo desde una perspectiva de eficacia sino de eficiencia operativa. De algún modo la innovación en un proceso de trabajo provoca ciertos efectos. Según Braverman (1974: 255), “los trabajadores no sólo pierden control sobre los instrumentos de producción, sino que también pierden control sobre su propio trabajo y la manera en que lo desarrollan”.
Esto daría lugar a diferenciar entre proletarización técnica e ideológica. Derber (1982) distingue entre estos dos conceptos y señala como la proletarización técnica implica pérdida de control sobre el conocimiento del proceso de trabajo y la proletarización ideológica alude a la pérdida de control sobre los objetivos y propósitos del propio trabajo. Tras esta lectura se esconden una serie de principios más o menos razonables: disociar el proceso de trabajo de las habilidades de los trabajadores, separar la concepción y la ejecución del trabajo en el propio empleado y por último, emplear el monopolio del conocimiento para controlar cada paso del proceso de trabajo y su forma de ejecución por parte del empleador. Siguiendo este esquema, el trabajo administrativo pasa de ser un trabajo cualificado, a degradarse convirtiéndose en un puesto descualificado, similar al de un operario de una empresa fabril, donde no hay opción a ejecutar el trabajo con una mínima capacidad de autonomía.
De todo este planteamiento, varias son las críticas que pueden reflejarse, no obstante y en honor a la verdad, dentro de su teoría hay un rasgo que, cuanto menos, atempera parte de sus afirmaciones y define a su modelo como no determinista al entender que la innovación y más concretamente la tecnología por sí sola no produce descualificación, sino que es necesario que exista una ideología sobre la organización del trabajo que permita que los cambios tecnológicos generen efectos. En este sentido, McDerment (1985: 66) indica que “es la política general de la empresa la que determinará las medidas a tomar y, sobre todo, la revalorización o la desvalorización de las cualificaciones como consecuencia de la introducción de nuevas tecnologías”.
Entre la Escuela de las Relaciones Humanas y la Bravermaniana se posiciona una tercera escuela de pensamiento conocida por la Teoría Contingente. Como su propio nombre indica, en el debate acerca de los efectos de las nuevas tecnologías –como expresión de la innovación– sobre las cualificaciones, esta teoría mantiene que entre la cualificación y la descualificación existe una posición que lejos de ser ambigua, pondera a cada una de ellas en su justa medida.
Uno de sus principales representantes, Spenner (1985), señala que la tecnología tiene un efecto mixto sobre las cualificaciones. En algunos casos, los estudios empíricos demuestran la existencia de tendencias descualificadoras, mientras que en otros es posible aducir que ciertos trabajos se recualifican profesionalmente. Por ello, según Spenner, los impactos de las tecnologías en los niveles de cualificación no son simples, directos, ni constantes en distintos ámbitos y empresas y, por tanto, no pueden considerarse aisladamente, esto explica que la misma innovación en dos empresas diferentes puede alterar las cualificaciones de forma totalmente distinta.
Otros autores, como Milkman y Pullman (1991), al hilo de las investigaciones de Spenner, indican cómo este fenómeno es más complejo de lo que aparentemente parece. Estos señalan como los factores (innovadores) de naturaleza organizativa explican la polarización de las cualificaciones, más que la innovación tecnológica en sí misma.
Dentro de esta tradición contingentalista, Penn y Scattergood (1978) defienden su Teoría Compensatoria de las Cualificaciones, en la que se definen cinco cuestiones claves: en primer lugar, la teoría sugiere que el cambio tecnológico –expresión de la innovación– genera al mismo tiempo cualificación y descualificación; en segundo término, en las sociedades capitalistas desarrolladas, estos efectos se amplifican a escala internacional; en tercer lugar, los cambios tecnológicos tienden, por un lado, a la descualificación en las tareas directas de producción, pero al mismo tiempo desarrollan y estimulan las tareas auxiliares asalariadas con la instalación, mantenimiento y programación de la maquinaria automatizada; un cuarto elemento se basa en que el cambio tecnológico tiende a favorecer a ciertos grupos, mientras que perjudica a otros; y por último, este modelo advierte que el cambio técnico afecta a las formas tradicionales de la división del trabajo y por ello comporta simultáneamente amenazas y oportunidades para las organizaciones de representación sindical.
Teniendo en cuenta las escuelas de pensamiento antes mencionadas, aunque el consenso no sea su principal rasgo distintivo, puede apreciarse cómo los procesos de innovación y concretamente los de naturaleza tecnológica comportan en mayor o menor medida un efecto sobre la cualificación profesional de los trabajadores.
4. LAS COMPETENCIAS COMO SUSTRATO DE LA CUALIFICACIÓN PROFESIONAL
Si la cualificación profesional es, además de una necesidad, un reto para la sociedad innovadora en la que nos encontramos, no es menos importante el papel que representan las competencias como sustrato sobre la que ésta descansa. Un breve recorrido histórico por sus diferentes acepciones e interpretaciones permitirán justificar esta afirmación.
McClelland (1973) define inicialmente el término competencia como aquello que realmente causa un rendimiento superior en el trabajo, anteponiendo su significado y dimensión al enfoque educativo para ponerlo en correspondencia con otros elementos alternativos como el género, etnia o clase social para medir el rendimiento laboral de la persona en el contexto organizativo.
Bloom et al. (1975), desde una óptica educativa, afirman que la enseñanza basada en competencia se asienta en cinco postulados: todo aprendizaje es esencialmente individual; el individuo, al igual que cualquier sistema, se orienta hacia la consecución de un conjunto de metas a lograr; el proceso de aprendizaje es más fácil cuando el individuo sabe qué es exactamente lo que se espera de él (algo no tan sencillo como pudiera parecer); el conocimiento preciso de los resultados contribuye a facilita el proceso aprendizaje. Estos principios se convierten en la referencia a partir de la cual se construyen los modelos de educación y formación basados en competencias tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña. Fue precisamente en este último país, donde el modelo fue aceptado, consolidándose hasta hoy en día. La competencia era entendida como el resultado necesario de la formación (Tuxworth, 1989).
Según Boyatzis (1982) el término competencia se define como una “característica subyacente de la persona, que esta causalmente relacionada con un criterio que permite medir una actuación exitosa en el puesto de trabajo”.
En España, los trabajos realizados por Pereda y Berrocal (2001) inspirados en de Le Boterf et al. (1993) describen cinco elementos que definen la naturaleza de la competencia. Estos elementos se corresponderían con cinco tipos de saberes: saber o conocimientos que posee la persona y que le permitirán efectuar los comportamientos incluidos en la competencia; saber hacer o la capacidad que tiene esa persona para aplicar aquellos conocimientos orientados a la solución de problemas o conflictos; saber estar o la realización de esos comportamientos en función de los procedimientos propios de la organización; querer hacer o querer llevar a cabo los comportamientos que articulan a la competencia, lo que alude a la motivación del individuo y, finalmente poder hacer o las características organización que permiten al individuo disponer de los medios y recursos pertinentes necesarios para desarrollar su competencia.
Más recientes son los estudios epistemo-metodológicos de De Haro (2004), en un intento por clasificar la infinidad de modelos que se han ido sucediendo en el transcurso del tiempo. En este sentido, la propuesta que realiza se basa en la comprensión del término competencia, según sea entendida como variable dependiente o independiente. Es en este segundo caso, al ser caracterizada como variable independiente, la competencia es contemplada como causa u origen del desempeño o resultado. A su vez, las causas que determinan el desempeño eficaz y eficiente de los trabajadores es de varios tipos: el que se basa en rasgos, en conductas o en una combinación de ambos. Concluye señalando como la competencia es un constructo con el que se califican comportamientos relacionados entre sí, siendo éstos los responsables directos de un resultado excelente en el desempeño del puesto de trabajo.
A la vista de lo anterior, cabe preguntarse si finalmente puede establecerse una relación entre el concepto de competencia y de cualificación. Aunque intuitivamente pueda resolverse este aparente conflicto, no está de más revisar algunos de los comentarios, que diferentes autores, sobre todo, en la década de los 90 del pasado siglo han realizado.
Alex (1991) resuelve esta conexión señalando qué si la cualificación responde a una dimensión personal, la competencia forma parte de ella (de la cualificación) y responde a una dimensión social. En esta misma línea, Alaluf y Stroobants (1994) señalan como la competencia forma parte de la cualificación y como sirve para demostrarla o ponerla a prueba. En este sentido, son oportunas las reflexiones que Stroobants (1991) realiza cuando profundiza en la innegable construcción social de la cualificación Estos aspectos nos llevan a reflexionar acerca de la naturaleza estática o dinámica de ambos conceptos.
Autores como Gallart y Jacinto (1996) y Stroobants (1999) coinciden en señalar un carácter más estable o estático para la cualificación y más variable o dinámico para la competencia. Colardyn (1996) profundiza en matices especialmente singulares, que le llevan a plantear el escenario de la cualificación con lo formal, mientras que el competencial con lo no “formal” o, si se prefiere, con lo “informal” (cuadro I).
Le Boterf (2000), en una visión más estratégica, aborda el necesario maridaje entre competencias y cualificación, que facilitaría la desigualdad social y la posibilidad de contribuir de un modo cierto a la empleabilidad del sistema.
Bajo estos supuestos puede desprenderse que la innovación y de un modo especialmente relevante la tecnológica, repercute sobre las cualificaciones y competencias profesionales de las personas no siempre en la dirección, sentido e intensidad deseada, produciéndose un mercado de “dos velocidades” dónde unos pocos trabajadores se benefician y otros muchos quedan sometidos a un proceso de precarización profesional.
5. LA REALIDAD DEMOGRÁFICA
Tras cualquier análisis socio-laboral siempre se encuentra como telón de fondo una realidad demográfica. En demografía existen dos vías de análisis, la más inmediata es aquella que relaciona a la sociedad con el número de individuos, y la otra con las características o atributos propios de ésta como, por ejemplo, el nivel de cualificaciones de sus integrantes. Cara y cruz de la misma moneda.
Por otro lado, abordar la demografía manejando un solo patrón basándose en el número de habitantes y no advirtiendo que los individuos son recursos del sistema que producen y consumen bienes y servicios es obviar parte de la realidad.
En España destacan algunos elementos especialmente singulares a considerar en el análisis:
La configuración demográfica actual de la sociedad española, caracterizada por el envejecimiento de la población, unida al desarrollo de un Estado del Bienestar tardío, conforman una de las candentes reformas de la política social.
Debido a la crisis económica, la esperanza de crecimiento demográfico se ha visto parcialmente frenado, retardando un posible rejuvenecimiento de la población autóctona, si bien ha podido suavizarse merced a la mayor tasa de fecundidad de la población inmigrante.
El tiempo de trabajo o vida laboral de los españoles se ha ido acortando paulatinamente a lo largo de los últimos años como consecuencia de dos efectos combinados, por un lado, el retraso en la entrada en el mercado de trabajo y, por otra, la salida anticipada de éste (jubilaciones anticipadas principalmente).
La combinación de estos factores está provocando replanteamientos en el ámbito laboral (como la reciente propuesta de retraso en la edad de jubilación de los 65 hasta los 67 años). Una vía, en definitiva, que garantice el mantenimiento de una política social expansiva a través del alargamiento en el tiempo de trabajo y cotización.
Los efectos de la situación contractiva de la economía a nivel mundial, que aún tienen impactos importantes pese al cambio de ciclo, junto al particular contexto europeo y la realidad concreta de nuestra economía, provocan un escenario donde las expectativas, más allá de los comportamientos estrictamente racionales, hacen cuestionarse el actual modelo de Estado del Bienestar, donde la intervención coordinada de las autoridades gubernamentales, junto a las instituciones públicas, se convierten en ejes fundamentales de la reactivación del modelo.
Muchas cosas han pasado desde que en la década de los 70 y, de nuevo, a la crisis como principal foco de atención, los países y gobiernos de turno diseñaron e implementaron políticas de prejubilaciones y jubilaciones anticipadas –sobre todo en sectores industriales– con el firme propósito de contribuir a un “ajuste” del sistema e intentar crear empleo destinado a jóvenes y nuevos profesionales. Este “aviso a navegantes” evidenciaba que muchos se sentaban a la mesa ante un pastel cada vez más pequeño. En otras palabras, resultado de los cambios demográficos y del envejecimiento de la población se producía una inadecuación en el mercado laboral.
La política de prejubilaciones comienza a ser habitual en los procesos de redimensionamiento de las empresas (especialmente de las de mayor tamaño) y su práctica ha llegado hasta épocas recientes. Personas con 55 años y 35 cotizando a la Seguridad Social se convierten en personas “sospechosas” de seguir trabajando, mientras que otras mayores de 60 y 70 años desarrollan labores en los Consejos de Administración de estas grandes empresas. Este cortoplacista enfoque aritmético-contable se vio agravado por las cuantiosas transferencias del sector público, materializadas por amplias prestaciones por desempleo, fáciles condiciones para acceder a la pensión de jubilación y, por si esto fuera poco, favorecedoras ayudas fiscales.
Bajo este esquema de análisis, entendiendo a la población como un recurso del sistema y con un ciclo de vida predefinido y anticipable ¿es posible entender la obsolescencia programada en las personas?, y, en ese caso, ¿es posible entenderla como un mecanismo regulador de excedentes? Quizás la respuesta tenga que ver con el particular modo en que se ha construido el sistema de producción capitalista.
6. EL ESQUEMA DE PRODUCCIÓN CAPITALISTA
Bajo unas determinadas coordenadas demográficas, según hemos visto, y en un esquema acelerado de producción capitalista, la cualificación profesional de la sociedad se convierte en elemento clave en el mantenimiento y desarrollo del proceso socio- económico.
Mucho tiempo después de que Adam Smith comenzara a hablar del principio de la mano invisible, el mercado se ha convertido en el principal asignador de los recursos necesarios para el desarrollo económico. Tras el “libre” juego entre la oferta y la demanda que caracteriza al mercado, gracias a su autorregulación es posible encontrar situaciones de equilibrio donde estas fuerzas converjan en un proceso armónico, algo muy deseable cuando puntualmente pueden generarse excedentes o si se quiere y con otras palabras un exceso de oferta en la producción de bienes y servicios que no es posible digerir por los demandantes del sistema. Estos principios y sus posteriores desarrollos economicistas nos han llevado a entender la ciencia económica como un conjunto de disciplinas, más o menos articuladas, donde poco espacio queda a la improvisación y a la arbitrariedad, es decir, la racionalidad del productor y del consumidor –sin olvidar la inteligencia autorregulatoria del propio mercado y, por qué no decirlo, del sistema– revelan una casi perfecta sincronía que evitarían posibles desequilibrios y, en caso de darse, serían transitorios y cortoplacistas.
El obligado y tantas veces repetido, además de estudiado en las facultades y escuelas de negocio, modelo de competencia perfecta se inspira en la existencia de un gran número de compradores y vendedores, productos homogéneos o similares, información transparente, empresas y consumidores sin capacidad para influir sobre el precio (es fijado por el mercado) y, por último, inexistencia de barreras de entrada o salida a las empresas. Es evidente que estos principios, sin ser inciertos, no pueden certificarse que se cumplan en la realidad. Siempre pueden existir elementos que contradigan lo expuesto y, por tanto, la teórica racionalidad del sistema económico, del empresario y el consumidor están comprometiendo sus decisiones de antemano.
Con el desarrollo del sistema de producción capitalista y su paso de ese estadio inicial primitivo a otro donde la revolución industrial y la división social del trabajo propiciaron su desarrollo a gran escala incorporando nuevos paradigmas productivos como el taylorismo, basado en la autodenominada dirección científica del trabajo. Más tarde la continuación del modelo en el enfoque fordista ha propiciado cambios tanto los ajustes entre oferta y demanda, como el tamaño del mercado, todo ello sin olvidar una nueva variable explicativa: el consumo.
Pero, hablar de un nuevo marco económico –también social e ideológico– implica hablar de otro aspecto fundamental como es de los excedentes. Henry Ford, a principio del siglo XX, siendo consciente de ese capitalismo inspirado en un creciente consumo de masas empezó por ver como dentro de su propia factoría esos coches excedentarios deberían ser retirados (comprados). Nadie mejor que sus propios empleados para de paso implicarles en una mejor y más esmerada dedicación en la fabricación de unos vehículos que luego podrían conducir ellos mismos.
Así, el desarrollo de este nuevo modo de producción masivo, caracterizado por productos homogéneos, con un creciente número de demandantes y en mercados más extensos que los hasta entonces conocidos y bajo el amparo de la Ley de Say (1803) (principio por el que no hay demanda sin oferta), permite entender el crecimiento económico de las grandes economías capitalistas y, en especial, de la de EEUU, hasta que llegado el momento del crack de la Bolsa de New York y el inicio de la mayor recesión económica del capitalismo planteó el problema de qué hacer con las excedentes.
Es en 1932 en plena gran depresión cuando Bernard London propone terminar con ella por la vía legislativa –algo que nunca ocurrió– a través de lo que él denominó obsolescencia planificada: “Los muebles y la ropa y otros productos básicos deben tener una duración al igual que los humanos la tienen. Cuando se utilizan para un tiempo asignado, deben ser retirados y reemplazados por nuevas mercancías. Debe ser el deber del Estado como regulador de los negocios quien vea que el sistema funciona sin problemas, decidiendo sobre que asuntos atañen al capital y al trabajo y ver que todo el mundo se encuentra suficiente empleado. El Gobierno tendrá la facultad de extender la vida útil de los artículos durante un año o dos (en las condiciones convenidas), si se pueden seguir usando tiempo después de que su tiempo haya caducado y si el empleo se puede mantener en un nivel alto sin su reemplazo” (1932: 4).
Bajo la regulación intervencionista del Estado, acortando la vida útil de los productos que genera el sistema capitalista, se consigue vía consumo “tirar” de la demanda agregada y fomentar la producción empresarial y, a partir de ahí, entrar en un círculo virtuoso en el que la economía proveerá de recursos más baratos a un consumidor ávido de nuevos y más eficientes productos. Las técnicas de obsolescencia programada fueron sofisticándose, al igual que las campañas de marketing y publicidad, generando una nueva “racionalidad” del consumidor que favorecía las compras. Si los productos no se fabrican para durar, la calidad pasa a un segundo plano. Se impone la utilización de materiales de inferior calidad, reducciones en el tiempo de diseño y desarrollo del producto, así como la reducción en el control del proceso de fabricación. Son, por tanto, los excedentes la piedra angular del sistema y como la innovación es un componente clave en el comportamiento del consumo.
En este esquema, la innovación sin cualificación resulta imposible de entender; más concretamente, la cualificación aparece como un conjunto de competencias, esto es, conocimientos, capacidades y habilidades. Desde otra perspectiva, las competencias generan un tipo de cualificación en las personas que desencadenan innovaciones en productos y / o servicios –bajo los principios rectores de la obsolescencia programada– que los hacen más atractivos y dispuestos para un consumo que es la razón del sistema. Lo curioso de este tema es que la innovación hace aflorar las competencias o la carencia de éstas en los trabajadores, segmentando el mercado en trabajadores cualificados y descualificados, pero también sometidos por razón de la innovación a una obsolescencia programada.
7. LA RELACIÓN ENTRE LA INNOVACIÓN Y LAS COMPETENCIAS EN EL CONTEXTO DEL MERCADO LABORAL
A la vista de lo expuesto hasta aquí, cabe preguntarse por el modo en que interactúan innovación y competencias. El cuadro II refleja el maridaje entre innovación y competencias o, en otros términos, cómo los RRHH se vinculan –en mayor o menor grado– con la innovación productiva. Del resultado de esta interacción se genera un singular comportamiento que comienza en el cuadrante 1 (C1) y finaliza en primera instancia en el 4 (C4).
En un momento inicial (C1) los RRHH aportan su cualificación al sistema a través de un conjunto de competencias (conocimientos, capacidades y habilidades) como elemento diferencial para iniciar nuevos proyectos de transformación social y empresarial. De algún modo, el sistema organizativo se vale de personas con un singular perfil competencial adecuado para proponer ideas innovadoras.
Tras este período inicial en una segunda etapa (C2) los RRHH que incorporan las competencias al sistema se terminan traduciendo en proyectos de innovación con las consiguientes mejoras y ventajas, esto es, absorción de excedentes e incremento del consumo, tirón de la demanda agregada y desarrollo de la nueva oferta de productos y servicios. Desde otra perspectiva, el sistema aprovecha al máximo –“explota”– el potencial competencial para ponerlas al servicio de la innovación y una mayor expansión del sistema en su conjunto.
Tras finalizar la anterior etapa, en la tercera (C3) los RRHH comienzan a agotar su límite competencial acomodándose a las innovaciones que cada vez más se han afianzado y consolidado como tales. En otro espectro de análisis es como si el sistema empezara a necesitar de nuevos recursos humanos, dotados de mayores y mejores competencias (conocimientos, capacidades y habilidades) para reiniciar nuevos proyectos de transformación social y empresarial. En definitiva, nuevas ideas que permitan insuflar oxígeno a un modelo que comienza a presentar signos de obsolescencia.
En la cuarta etapa (C4) los RRHH han llegado a su agotamiento competencial y es necesario reponer en cantidad y calidad a las personas para que sus competencias promuevan una innovación ajustada a los nuevos tiempos y horizontes que toca vivir. La ausencia de innovaciones mermadas por competencias obsoletas o agotadas en su desarrollo demandan acreditar nuevas personas cualificadas competencialmente lo que situaría el modelo nuevamente en el primer cuadrante (C1).
En resumen, los recursos humanos como motor de innovación quedan finalmente sometidos a un ritmo por parte del sistema que les conduce a ser reemplazados ante su “agotamiento” debido a la necesidad de incorporar nuevas innovaciones que eviten la paralización del sistema.
De este análisis cabe entender que, de no ser por una mejora de los aspectos competenciales, no puede hablarse de innovación, y, si no es por la innovación, tampoco puede hablarse de mejora competencial (por lo menos en un sector concreto de la población). El problema viene cuando el individuo se cosifica y es sometido a una obsolescencia programada, por parte de otros individuos, en un ejercicio canibalista de supervivencia laboral y en un mercado de trabajo extraordinariamente competitivo.
8. LA OBSOLESCENCIA PROGRAMADA
Desde la perspectiva del mercado laboral, ¿hasta qué punto los recursos humanos pueden estar sometidos a un proceso de obsolescencia programada? Antes de responder a esta pregunta quizás sea necesario establecer una pequeña comparativa con lo que sucede en productos fabricados y comercializados en el mercado. Cuando hablamos de productos el término “reparar” prácticamente ha desaparecido del diccionario por el de “sustituir”. Lo que se produce no puede arreglarse o sencillamente resulta costoso el repararlo. En clave sociológica, además, hay que subrayar que sustituir algo comporta solvencia, prestigio, actualidad y, en el colmo de la vanidad, “descubrir y abrir tendencias”.
Hablar de obsolescencia, no obstante, permite distinguir una doble etiología: la programada objetiva (o funcional) y la subjetiva (o interpretativa). Con respecto a la primera, la denominada objetiva, se basa en la vida útil o duración real del producto o mercancía, que ha sido previamente estimada, esto es, el consumidor se ve obligado a comprar un nuevo producto cuando el que posee ya no le sirve. En este caso, es hasta altamente probable que se deje “envejecer en un rincón” a estas consideradas antiguas mercancías con escaso valor de mercado. En relación a la segunda, la subjetiva o interpretativa, se fundamenta en estudios mercadotécnicos, es decir, el producto sigue siendo útil pero el usuario en su particular interpretación de la realizad quiere renovarlo por otro de nueva generación más atractivo que, por ejemplo, también le permita mejor su estatus. En este segundo caso las empresas, aun a sabiendas de su validez, sacan al mercado menos repuestos y piezas auxiliares, mientras los mass media comienzan a hablar de la bondad de las nuevas versiones a comercializar.
Al final, el usuario adquiere nuevas versiones del producto –muchas veces sin analizar sus teóricas nuevas ventajas si es que las hubiera– desechando las ya consideradas viejas versiones por otras de “mejor gusto” y significado social.
Es posible pensar que, en la medida en que a las personas se las cosifica, se reproducen los mismos planteamientos antes comentados, pero en el ámbito laboral. Desde un punto de vista objetivo, las jubilaciones (sobre todo las anticipadas) constatan la finalización de la vida laboral y a la contratación de profesionales de “nueva generación” que, a menudo, son un apetecible reemplazo mileurista. Desde una perspectiva subjetiva, la obsolescencia planificada puede verse en determinados oficios de “cara al público” donde la contratación de determinadas personas con aspecto juvenil –durante un determinado y a menudo corto periodo de años– sigue vigente hasta que un nuevo reemplazo de personas más “juveniles” se posicionan, quedando las primeras “invitadas” a abandonar ese puesto y hasta la organización.
Estos dos tipos de pueden combinarse y situarse en diferentes entornos en los que operan diferentes factores: globales, de mercado, sectoriales y organizativo- empresariales. Veamos a continuación cada uno de ellos:
A escala global, el trabajo experimenta diferentes comportamientos según el mundo en el que se observe su desenvolvimiento. En las sociedades avanzadas, los procesos de aceleración en la obsolescencia programada en materia de recursos humanos comportan que la vida útil de un trabajador se acorte cada vez más, no solo al adelantarse la edad de jubilación –casi una constante en empresas transnacionales– que también, sino por las dificultades que supone encontrar un trabajo a edad temprana y en caso de encontrarse se realice en un contexto de precariedad. Si a este aspecto se une el que los jóvenes mejor preparados completan cada vez más su formación con títulos de grado y másters retrasando su incorporación al mercado laboral, la vida laboral de un trabajador que tiempos atrás se cifraba en cincuenta años ahora queda reducida a menos de la mitad. En los países en vías de desarrollo, sin embargo, la óptica cambia, ya que los períodos de vida laboral se extienden desde la infancia hasta la vejez. En estos países la innovación y el tradicional modo de realizar el trabajo, con un alto componente manual, motiva en muy buena parte la escasa necesidad de renovar el parque de recursos humanos cuando los procedimientos de trabajo requieren de una escasa cualificación de la fuerza de trabajo.
En este contexto, los demandantes de empleo (empresas) requieren perfiles laborales en los que desde el minuto uno los trabajadores deben desarrollar su actividad a plena satisfacción de los objetivos de la empresa. Esto comporta el que los trabajadores seleccionados –con independencia del grado de complejidad que presenten– vengan dotados de las competencias necesarias para asimilar los procesos de innovación según se vayan produciendo. La innovación es la que de algún modo evidencia, delata o resalta el desarrollo competencial de las personas y, por tanto, las que se encargarán de introducir criterios de segmentación en el mercado laboral estableciendo, si se permite el símil, una primera y segunda división.
En la primera jugarán los más aventajados y con aspiraciones clasificatorias hasta el más alto nivel de supervivencia personal, profesional y laboral. La segunda división quedará para dar juego a los más rezagados que, en sus últimas categorías, estarán condenados incluso a la desaparición. Tampoco debe olvidarse el caso de aquellos trabajadores que en edades próximas a los 45 años al perder su empleo son invitados a una indefinida salida del mundo laboral. Los oferentes de empleo (trabajadores) conscientes del papel que tienen las competencias como elementos moderadores del impacto de la innovación, harán lo posible por intentar “tutearla” hasta que llegado el caso extremo ejecuten su propia auto-obsolescencia convirtiéndose en trabajadores desanimados, es decir, personas que en edad de trabajar y que, por tanto, forman parte potencial de la población activa, sin embargo, no entran a formar parte de ella, esto es, permanecen como inactivas al no registrarse como parados.
Sectorialmente, la obsolescencia programada también puede contemplarse, aunque las causas litigantes de fondo tengan que ver con los ciclos de producción-demanda y consumo. Desde los contratos por obra, las uniones temporales de empresas hasta otras modalidades menos sofisticadas, la estacionalidad de determinados productos y servicios cumple una regularidad que no por previsible evita la planificación para contratar y, más tarde, cesar a los recursos humanos con los que se ha contado. Si además de una campaña a otra se introducen innovaciones puede que los recursos se minimicen al máximo amparándose en una política de costes. Esta estacionalidad y el ciclo de vida termina trasladándose a la persona cuando se la cosifica como otro elemento más con el que contar para desarrollar el proyecto empresarial. En algunos casos la fecha de inicio y fin están prácticamente definidas (campañas navideñas, de verano, etc.), mientras que en otras se maneja el que llamaremos el principio de saturación. Este principio se basa en la idea de que la persona contratada finaliza su actividad cuando no es posible cubrir objetivos comerciales por la propia configuración de su entorno. Un ejemplo permitirá explicarlo un tanto mejor. En el ámbito sectorial de la banca y seguros con una elevada presión comercial y dependiente de la captación de clientes, las personas contratadas para estas funciones –a menudo con más vocación y/o necesidad que conocimientos comerciales– cumplen su cuota de venta de productos entre sus círculos de allegados. Cuando estos han quedado colmados ante la falta de competencias para ampliar su círculo, cesan en la consecución de objetivos y, en consecuencia, de su actividad laboral siendo sustituidos por otros nuevos relevos que “peinarán” otros espacios geográfico-afectivos.
Por último, los aspectos empresariales, y más si cabe, los aspectos culturales de determinadas organizaciones también ayudan a entender la obsolescencia programada.
Existe una infinidad de criterios clasificatorios relacionados con el concepto de cultura, de entre ellos, Cameron y Quinn (1999) mencionan en su tipología como en culturas orientadas a la consecución de resultados, es la propia cultura de la organización quien promueve y empuja a que los perfiles de sus miembros sean competitivos. En este escenario, el estilo directivo promueve la agresividad de sus componentes como resorte para alcanzar objetivos ambiciosos. Los valores compartidos con sus miembros se basan en la agresividad, el espíritu ganador y, en última instancia, la materialización en objetivos concretos en un mercado donde la estrategia se concibe como un juego de “suma cero”. Así pues, la feroz competencia desarrollada termina convirtiéndose en el ser o no ser de la organización. En otras palabras, la conquista del objetivo lleva a la contratación de recursos humanos, pero nunca al revés, esto es, a través de la selección de personas se programan los objetivos. Esto significa que las personas se ponen al servicio de los resultados y cuando éstos no se cumplen por esa inadecuación entre los aspectos competenciales y las innovaciones, las personas salen expulsadas y eso es conocido desde las propias organizaciones que sabe de la disponibilidad de un ejército de reserva disponible.
9. CONCLUSIONES
El actual modelo de mercado capitalista se encuentra patrocinado por un comportamiento compulsivo de crecimiento a cualquier precio. Lo importante es no cesar en la actividad cortoplacista aun cuando el horizonte sea incierto y hasta desolador. El sistema económico basa buena parte de su razón de ser en un obligado crecimiento continuo, lo que unido a una inadecuada gestión de los excedentes (expresión de los desajustes existentes entre la oferta y la demanda) y a unos hábitos de consumo inspirados en la triada comprar-usar-tirar generan tensiones en el marco social.
En esta dinámica, las personas al cosificarse se convierten en excedentes que deben ser gestionados y, por tanto, programados para que cumplan su función antes de quedar obsoletos en el trascurso del tiempo asignado. Se programa la obsolescencia del colectivo y del individuo, esto es, el período de vida útil asignado y que irremediablemente, a la sombra de la innovación, reclama personas con mayor nivel de desarrollo competencial.
Un “ejército de reserva” cualificado sirve como stock de reposición y, a través de un perpetuum mobile, es capaz de desarrollar innovaciones productivas y en consecuencia cubrir puestos que sean capaces de interpretarlas y ponerlas en explotación. Lógicamente esto comporta que los individuos competencialmente desarrollados se afiancen asegurando la mejor rentabilidad en los procesos de trabajo.
A escala micro, si estas competencias ya vienen “incorporadas” por parte del trabajador, tanto mejor para el empresario que de este modo se ahorra costes formativos desde el minuto cero de la contratación. Cuanto esto no es así, los trabajadores no competencialmente desarrollados, ante un esquema innovador son “invitados” a abandonar el sistema. No obstante, los que sí lograron subirse al tren de la innovación, por razón de su cualificación competencial, podrán permanecer, pero no de un modo indefinido, solo hasta que una nueva generación de personas competencialmente dotadas, al albur de una innovación previa, desarrolle otra más completa innovación y con ello se comience a programar una obsolescencia de la que irremisiblemente formarán parte.
Lo paradójico de este tema es como la innovación, entendida como producto o resultado de un grupo de profesionales excelentemente cualificados, en base a un desarrollo competencial, segmenta el mercado en dos tipos de trabajadores: la de aquellos que salen beneficiados y la de otros, los más, abocados a un fin incierto en materia de continuidad laboral. Lo singular de este análisis es como el colectivo de “victoriosos”, designado para introducir nuevas innovaciones, terminarán por “depurar” nuevamente el mercado y hasta en poner en peligro su propio puesto de trabajo al nacer un nuevo contingente de profesionales competencialmente encargados de desarrollar un nuevo ciclo innovador.
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Notas de autor
Información adicional
Formato de citación: Olaz, A. (2018).
“¿Existe la obsolescencia programada en la gestión de recursos
humanos?”. Aposta. Revista de Ciencias Sociales, 79, 109-138, http://apostadigital.com/revistav3/hemeroteca/aolaz4.pdf