La crisis del héroe: una autoetnografía sobre la pérdida de la masculinidad hegemónica
The crisis of the hero: an autoethnography on the loss of hegemonic masculinity
La crisis del héroe: una autoetnografía sobre la pérdida de la masculinidad hegemónica
Aposta. Revista de Ciencias Sociales, núm. 80, pp. 98-108, 2019
Luis Gómez Encinas ed.

Recepción: 12/03/2018
Aprobación: 01/06/2018
Resumen: Este artículo aborda la temática de la masculinidad en un contexto de carencia (la pérdida de la salud y el empleo del varón a cargo de una familia), y es producto de un trabajo de investigación más amplio, que reflexiona sobre la problemática de las “nuevas” masculinidades en el contexto latinoamericano. Específicamente en la ciudad de Córdoba, Argentina. En este escrito utilizo la autoetnografía, situada en el marco de la etnografía performativa, y describo mi propia experiencia como hija de un hombre que, dada una enfermedad crónica, debió alejarse de su actividad laboral siendo muy joven. Finalizo proponiendo una reflexión en torno a la masculinidad hegemónica así como respecto de la autoetnografía, como método analítico e interpretativo.
Palabras clave: Autoetnografía, masculinidades, estudios de género, disconfort de género.
Abstract: This paper addresses the issue of masculinity in a context of deprivation (the loss of health and employment of the "family boss"), and is the product of a research work that reflects on the problem of "new" masculinities in Latin America. Specifically, in the city of Córdoba, Argentina. I apply autoethnography, within the framework of performative ethnography, to describe my own experience as the daughter of a man who, being diagnosed with a chronic illness, had to quit his job at a very young age. I reflect on hegemonic masculinity as well as on autoethnography as an analytic method.
Keywords: Autoethnography, masculinities, gender studies, gender discomfort.
–¿Por qué tu papá no trabaja? –preguntan las amiguitas del barrio.
–Porque está enfermo... –responde la niña, de escasos ocho años.
–¿Enfermo de qué? –insisten ellas–. ¿Cómo puede estar enfermo todo el tiempo?
La niña tampoco lo entiende. Todos los días se hace las mismas preguntas, y no encuentra respuestas.
1. Introducción
Este escrito, que reflexiona sobre la masculinidad en un contexto de carencia (la pérdida del varón de su salud y empleo), es producto de un trabajo de investigación que he realizado durante los últimos años, abordando la problemática de las “nuevas” masculinidades en la ciudad de Córdoba, Argentina. Entre otras cosas, me motiva la necesidad de comprender cómo experimentan los varones los cambios sociales asociados a la búsqueda de la igualdad entre los géneros, en el marco de una familia heterosexual.
Desde el año 2004, he tomado sistemáticamente entrevistas en profundidad a mujeres y varones, he realizado observación participante y no participante y grupos de enfoque, y he abordado desde diversas perspectivas teóricas los discursos obtenidos en diferentes trabajos de campo. Sin embargo, pocas instancias han resultado más esclarecedoras y explicativas para mí, como investigadora social, que el abordaje de esta temática desde el método autoetnográfico. Esto implicó tomar como punto de partida el autoanálisis y reflexión en torno a mi propia experiencia como hija de un hombre que, dada una enfermedad crónica, debió alejarse de su actividad laboral siendo muy joven.
Decidí emprender este ejercicio a partir del contacto con la propuesta epistemológica denominada etnografía performativa (Denzin, 2003, 2014), y específicamente con la autoetnografía, una línea analítica e interpretativa cuyas características y fines describiré en el próximo apartado. A diferencia de otras técnicas cualitativas, que han resultado fundamentales a lo largo de mi trabajo de investigación, esta modalidad me ha permitido capturar sentidos emergentes que no había identificado antes, y arribar a nuevas conclusiones así como a generar preguntas que no me había planteado.
El resultado de tal búsqueda es el presente artículo, en el que describo el sufrimiento de mi padre, un hombre que cayó enfermo a los 32 años y debió retirarse del ámbito público y laboral. Su dolor no tuvo fundamento solo en el hecho de haber perdido la salud, sino que fue en gran medida producto de una educación de género rígida, que le exigía demostrar su valía siendo un hombre fuerte y exitoso, que alcanza el –viril– destino de proteger a su familia.
Las regulaciones de género que se le inculcaron a mi padre, desde su nacimiento en la década de los 50, fueron más rígidas que las inculcadas a los varones de las siguientes generaciones, y mucho más que las que padres y madres les transmiten hoy a sus vástagos (aunque esto depende enormemente del país y ciudad en donde estas personas residan). Aun así, y de acuerdo a los estudios que he realizado a lo largo de estos años, me es posible afirmar que el peso de la normativa de género, aquella que le exige al varón ser fuerte, violento y exitoso económicamente, siguen vigentes, y tienden a reproducirse a pesar de los esfuerzos de diferentes colectivos sociales por lograr la igualdad (Martínez, 2015, 2017).
Al final de este escrito me referiré al disconfort de género, una categoría que he desarrollado para reflexionar sobre la “incomodidad” que produce en los agentes sociales el alejarse del polo simbólico que reúne las exigencias recibidas de acuerdo a su sexo biológico. En este caso, solo me referiré a la situación de los varones, pero esta categoría también aplica a vivencias de mujeres que he entrevistado (Martínez, 2010, 2012, 2017).
2. Abordar la realidad social desde la autoetnografía
No es simple definir a la autoetnografía, pues se trata de una modalidad investigativa en permanente evolución. Sin embargo, es plausible decir que se trata de un subgénero literario-científico que surge en el marco de la crisis de representación de las ciencias sociales a comienzo de los 90 (Denzin, 2009, Denzin y Giardina, 2008).
Entre tantos esfuerzos que se hicieron entonces para legitimar diferentes maneras de aplicar la investigación cualitativa, la autoetnografía se instaló como una perspectiva que no ansía la objetividad ni la distancia neutral del objeto conocido, sino que busca plasmar la subjetividad del sujeto cognoscente (Vasilachis de Gialdino, 2009). Así, se vuelve prueba viva del vínculo entre la experiencia individual del sujeto y la cultura. En este subgénero “las distinciones entre lo personal y lo cultural se vuelven borrosas” (Ellis, 1999: 673).
A través de la autoetnografía, en este artículo me referiré a situaciones que involucran a mi padre, mi familia y a mí misma, siendo una niña de ocho años de edad, y de ese modo invitaré a las/os lectoras/es a introducirse en la escena (Ellis, 2004) para que evoquen situaciones –que fueron vividas como traumáticas– a partir de mi propia experiencia (Ellis en Adams, 2006). Al escribir autoetnografía me insertaré en el pasado, y buscaré crear las condiciones que me permitan re-experimentar y reescribir los eventos que he vivido (Denzin, 2006). La historia que relataré aquí tuvo lugar en la ciudad de Córdoba, Argentina, en la década de 1980, pero sin dudas podría haber ocurrido en cualquier otro momento y lugar.
Quien escribe autoetnografía debe cambiar su manera de concebir la producción científica. Debe abandonar el pedestal que la/o aleja de sus lectoras/es, y permitirse una escritura emotiva, en la que habrá de verse inmersa/o, para entonces “entregarse” al texto y reflejar su propio punto de vista (sentimientos, percepciones, ideas, juicios previos). Al escribir autoetnográficamente, asumirá que no es posible garantizar una absoluta certeza metodológica en las ciencias sociales, que cualquier investigación refleja el punto de vista de quien investiga, que toda observación está cargada de teoría y que no hay posibilidad de construir un conocimiento libre de valores. La autoetnografía demanda tomar conciencia de que la investigación social implica cuestiones políticas, morales y éticas (Denzin, 2014).
El punto de partida siempre es la imbricación entre lo contextual y lo personal, en la búsqueda de realizar un aporte al área del conocimiento. El fin de la autoetnografía es comprender los fenómenos sociales aplicando en cada paso de la producción de sentido una reflexividad y autoanálisis permanente.
La perspectiva epistemológica que da marco a la autoetnografía, sostiene que la experiencia de un sujeto “puede dar cuenta de los contextos en los que vive la persona en cuestión, así como de las épocas históricas que recorre a lo largo de su existencia” (Blanco, 2012: 170). El formato autoetnográfico pretende mostrar cómo lo social se imprime en el cuerpo, y es un modo privilegiado de capturar el sentido que los agentes sociales le dan a sus prácticas. Sin embargo, la relación individual/social no es entendida como en equilibrio o inmovilidad. La autoetnografía es un diálogo producto de la reunión entre investigación, escritura y método. Describe un escenario social y cultural cambiante, que vincula historia y contexto, así como lector y autor (Denzin, 2014; Ellis, 2004; Ellis y Bochner, 2003). Desde esta perspectiva, un relato debe incluir introspección, acción, emoción, conciencia de sí mismo y el propio cuerpo. Sugiere, además, el uso de un estilo de comunicación narrativo-literario, que el autor deberá preocuparse por cultivar (Stacy Holman Jones, 2008).
Este es un género que demanda el habla en primera persona. El/la autor/a se muestra, expone sus sentimientos, sus temores y experiencias, convirtiéndose en un agente social semejante al que observa. La autoetnografía es un intento de arrojar luz sobre lo determinado socialmente por agentes e instituciones consideradas legítimas, y provocar en quienes leen una chispa de reconocimiento.
3. Sobre varones y regulaciones sociales
La masculinidad se construye relacionalmente. Se define y redefine en relación a un contexto y los varones la reciben en un proceso no consciente. De esta manera, la virilidad no es consecuencia de la genitalidad sino un conjunto de definiciones culturales e históricas, todas ellas construidas por las estructuras sociales y, por lo tanto, cambiantes (Oliffe et al., 2013; Pelias, 2007; Hensley, 2011). La masculinidad, por ende, no se gesta en la biología del varón y “sube a la conciencia”, sino que significa cosas diferentes según cada época (Kimmel, 1987). Lo mismo sucede con la construcción social de la femineidad. Como ya sabemos, masculinidad y femineidad son dos conceptos inherentemente relacionales.
El significado de cada uno se produce en relación con el otro “como una demarcación social y una oposición cultural”, y esto tenderá a mantenerse en el tiempo “a pesar de los contenidos cambiantes de la demarcación en diferentes sociedades y períodos de la historia”. Según Cáceres et al., “la masculinidad como un objeto de conocimiento es siempre masculinidad-en-relación” (2005: 43).
Para demostrar su valía, desde muy temprana edad los varones se ven obligados a actuar de maneras que supuestamente responden a “su naturaleza” (Lindemann, 2012). Como ejes fundantes, Valcuende del Río y Blanco López sostienen que las prácticas masculinas implican “acción frente la pasividad, fuerza versus debilidad, firmeza contra pusilanimidad” (2002: 12).
Coincidiendo con lo antedicho, Montoya se refiere a la realidad latinoamericana describiendo los atributos que él entiende forman parte de la masculinidad tal como es entendida: “la heterosexualidad obligatoria, el ejercicio de una ocupación remunerada, ser adulto, ser agresivo y capaz de ejercer la violencia” (en Cáceres et al. 2005: 27). También se incluye la práctica (exitosa) de deportes, que es un espacio en el que se espera que los varones expresen y reafirmen su virilidad (Sparkes 2012; Hensley, 2011). La socialización masculina requerirá del paso del varón por pruebas reiteradas de virilidad relacionadas con los espacios mencionados: “una hombría que nunca se logra irreversiblemente y que siempre (sobre todo en la juventud) puede perderse” (Cáceres et al., 2005: 31).
Entre las clases más bajas los varones suelen ser reconocidos a partir de su fuerza física, su capacidad de resistir las adversidades que se presentan, privilegiándose “la supervivencia en un mundo entendido como duro” y valorándose “la fortaleza física y la animalidad” (Cáceres et al., 2005: 33), y entre las clases medias, el valor masculino se asocia al progreso personal, el acceso a niveles elevados de educación “en un contexto con necesidades básicas relativamente satisfechas y con muchas necesidades simbólicas a satisfacer (estatus, “decencia” en el sentido de honorabilidad)” (2005: 32).
Pero por más esfuerzos que los varones realicen, y “ritos de iniciación” a los que se sometan, el ideal de masculinidad es un modelo social inalcanzable. Los varones de todas las épocas, y a lo largo de toda su vida, han debido poner a prueba sus fuerzas para demostrar y reafirmar que poseen las capacidades requeridas para quienes nacieron con su sexo biológico. Según Valcuende del Río y Blanco López, “esta posición hay que mantenerla día a día, ya que siempre existe el riesgo de contaminación de ‘lo femenino'” (2002: 14). El proceso de alcanzar la masculinidad dura toda la vida comenzando con la infancia, en la que se comienza a segregar a los niños varones del universo femenino (Guasch Andreu, 2002; Moisio et al., 2013).
Según Bourdieu (2000), quien quiera ser considerado un “verdadero” hombre deberá sostener y defender un honor entendido como masculinidad, que le sirve para reafirmarse ante las mujeres pero, fundamentalmente, ante otros hombres (Patti, 2012; Collins, 2012). En dicho esfuerzo, es posible que un varón, por preservar su imagen de “verdadero hombre”, ponga en riesgo su integridad física realizando actividades que revisten peligro (tales como pelear, conducir arriesgadamente, participar de diversos “ritos de iniciación”, entre otros) (Gilbert and Gilbert, 1998). De estas actitudes nace el mito del héroe, que se define como la explicación de las razones “que llevan a los varones a exponerse intencionalmente a situaciones que ponen en riesgo su propia vida, en procura de legitimarse como varones” (Figueroa Perea, 2005: 48). Una legitimación que, como antes mencionábamos, se encuentra siempre en riesgo.
Cualquier evento que prive a un varón de estos bienes simbólicos asociados a la masculinidad, hará tambalear las bases más fundamentales de la construcción de su habitus. Esto es así aun hoy, a pesar de los avances que se han producido en materia de igualdad de géneros, y sobre todo en contextos sociales conservadores, tal como el argentino, país en donde sitúo el caso que describiré a continuación.
Este recorrido teórico sirve como marco al relato autoetnográfico que describe el proceso de enfermedad de mi padre, y las consecuencias que tuvo en nuestra familia y en mí misma. Quienes leen podrán reconocer los conceptos antes presentados en los diferentes momentos que describiré, en torno a la vida de un hombre forzado a abandonar un lugar socialmente respetado, para ingresar en otro, desvalorizado. Quizás las/os lectoras/es también encuentren en el texto alguna cercanía con sus propias experiencias, y desde ese lugar de su interpretación puedan aportar sentidos que enriquezcan las ideas que a continuación expongo.
4. La masculinidad bajo amenaza
4.1. Mi padre, el héroe
No es mi intención mostrar a mi padre de manera negativa, aunque comprendo y asumo que sólo tengo una cantidad limitada de control de la imagen que quienes lean este escrito puedan hacerse de él (Adams, 2006). Fue para mí un enorme desafío decidir qué decir y que callar en relación con su vida y su enfermedad. A diferencia de los entrevistados, cuyos nombres modifico en salvaguarda de su identidad, cuando me refiero a mi propia vida no puedo ocultar quienes son aquellos sobre los que hablo. Sin embargo, “escribir sobre uno mismo siempre implica escribir sobre los demás” (Ellis, 2004: 261) y estoy de acuerdo con Blew cuando sostiene “soy dueño de mi pasado y mi presente” y por supuesto “sólo puedo hablar por mí mismo”. Como Blew, escribo sobre mi propia historia, que consiste en escribir acerca de los demás: “aquellas personas que han compartido y que han dado forma a mi pasado” (en Denzin, 2003: 53).
El otro desafío que se me ha planteado a la hora de relatar sucesos de mi niñez es que los recuerdos toman cuerpo desde el lugar ocupado en el presente, y no como un conjunto de imágenes concretas, “reales”, y materiales. Así, en mi memoria yo tenía cierta edad, cuando quizás tenía un año menos o un año más. De igual manera, lo relevante no son los detalles específicos sobre cómo fueron “en realidad” las cosas, sino cómo se presentan en mi vida actual y de qué modo han afectado mi modo de concebir el mundo y también lo masculino. Eso influirá en cómo yo analice la masculinidad en los otros (mis entrevistados y sus discursos), ya que como para cualquier investigador social, me resulta imposible escindirme de mi propia subjetividad y modos de entender la realidad. Dicho esto, y una vez más, sostengo que hacer autoetnografía implica un sinceramiento y un alejamiento de las concepciones de neutralidad y objetividad que se supone deberían impregnar el producto de la ciencia social.
Me resulta, por tanto, difícil presentar a mi padre. El discurso que él construyó sobre sí mismo –y que yo como hija, sobre todo en mis años infantiles, no cuestioné– me dificulta poder decir con cierta certeza quién es realmente, así que he decidido describirlo como yo lo veía antes de su enfermedad: un deportista destacado, el vendedor de autos más exitoso de la ciudad, un talentoso piloto de carreras, una persona con un coeficiente intelectual superlativa, un trabajador incansable y un Don Juan. Ese padre-héroe (Patti, 2012; Collins, 2012) (joven, incansable y lleno de potencial) pareció dejar de existir cuando se le diagnosticó una enfermedad crónica.
Mi padre tenía 32 años, quizás menos incluso, cuando el psiquiatra le indicó que sufría de agorafobia, un trastorno de ansiedad que produce, en quien lo padece, terror a permanecer en espacios abiertos o públicos. Estando en su espacio de trabajo, un ataque de pánico repentino hacía que él se sintiera al borde de la muerte. “Agorafobia” sería una palabra –reiterada, repetitiva– que con el tiempo se ocuparía de dinamitar la “normalidad” de nuestra pequeña familia.
La enfermedad mental obligó a mi padre a recluirse en nuestra casa, mientras él y mi madre de veintiséis años, y hasta entonces un ama de casa sin estudios ni experiencia laboral, se preguntaba cómo íbamos a sostenernos económicamente. Era 1982 y yo tenía ocho años.
Con mi padre impedido de trabajar, el ingreso económico para nuestra familia cesó. Pese a ello, no recuerdo que me faltara nada. Soy capaz de revivir la honda tristeza de aquellas pérdidas y la densa angustia que impregnaba el ambiente familiar, pero no creo haber sufrido la carencia de aquello que me permitió vivir, jugar y estudiar cada día en la escuela primaria. Había algunos ahorros, según recuerdo, ocultos detrás de un cuadro del comedor. Un resguardo que mi padre se había ocupado de acumular, en un esfuerzo por asegurar el futuro de su mujer y su hija.
4.2. El sufrimiento por no ser “normal”
Con el paso de los meses el dinero se agotó, el estado de salud de mi padre se agravó, y mi madre –hasta entonces ocupada de la casa, tal como lo demandaba la norma social de la época– debió comenzar a trabajar para que pudiéramos mantenernos. Con el apoyo de sus hermanos, comenzó a vender libros de manera independiente, y así, poco a poco, logramos salir adelante, no sin dificultades1. Unos años más tarde, mi padre logró acceder a una magra jubilación por invalidez con la que aún hoy se mantiene. Desde mi punto de vista infantil, habíamos dejado de ser una familia “normal”.
La pérdida de la “familia normal”, tal como es concebida en las representaciones más tradicionales, sin duda puede ser efecto de que el varón se vea privado del empleo (también se produce en casos de fallecimiento o ausencia permanente de alguno de los dos cónyuges, separación con abandono del hogar, entre muchos otros), y en consecuencia, su rol de proveedor y protector del hogar (Pelias, 2007; Oliffe et al., 2013). En la búsqueda de paliar la situación es habitual que la familia venda sus bienes o acuda a otros por ayuda, ya sea pidiendo dinero prestado, o reestructurando el esquema familiar al introducirse la mujer y/o los hijos al mercado laboral (Martínez, 2012). Así, la rutina familiar varía drásticamente, y poco a poco se asienta la idea de que la situación del varón –y en consecuencia, la de todo el grupo– podría volverse permanente.
Kilmartin sostiene que los hombres tienden a definirse a sí mismos de acuerdo a sus puestos de trabajo y que “la evaluación de su valor se da a partir de su empleo, en ámbitos públicos y privados, sea este remunerado y no remunerado” (en Oliffe et al., 2013). Según Oliffe et al. las formas subordinadas de la masculinidad encarnan prácticas asociadas con la hegemonía fallida, por ejemplo, la falta de autoridad, “la debilidad, la domesticidad, y estados asociados con lo femenino, como la enfermedad y la dependencia” (2013: 1627).
Mi padre, enfermo como estaba, y recluido en el hogar, se encontraba incapacitado para desempeñar la masculinidad hegemónica (Hensley, 2011). Eran los años 80, y en la Argentina de esa época nadie hablaba, como actualmente, de “nuevas masculinidades”. Los considerados “verdaderos” hombres eran los que salían a trabajar para mantener a su mujer, hijos e hijas. Por ello, el distanciamiento de mi padre de la vida laboral significó para mi madre y para mí la ruptura de un sentido percibido de normalidad (Pearce, 2008). Ya no éramos una familia regular, ni para los otros (parientes, vecinos y amigos) ni para nosotros mismos.
4.3. La vergüenza
En mi mente infantil sufría mi propia angustia, la incertidumbre, la incapacidad de comprender cómo sería el futuro y si estaríamos o no a salvo, pero comprendo que mi padecer era insignificante en comparación a la clase de sufrimiento que vivían mis padres.
Incluso ante nuestro entorno afectivo, la enfermedad que inhabilitaba a mi padre era considerada una muestra de debilidad. Dado que los padecimientos anímicos son mucho menos palpables que los físicos, suelen despertar en el entorno sospechas sobre su legitimidad. Recuerdo la queja de mi padre cuando alguien le instaba a “poner voluntad” para superar su situación. El demandante sería alguien que –sin duda– jamás había sufrido de depresión o alguna otra patología emocional.
Mi sentimiento de entonces era de vergüenza, ya que desde mi punto de vista, al verse desvalorizado (y hasta desplazado) el jefe del hogar, poco a poco nos convertíamos en una familia digna de lástima. Y estas sensaciones coinciden con las que surgen en expresiones que he obtenido en los trabajos de campo que he realizado. La vergüenza familiar de ver desplazado al varón de su espacio “legítimo” se manifiesta en los discursos de las mujeres con justificaciones diversas que siempre apuntan a señalar que aquella es una situación pasajera, y que en realidad el varón está a punto de regresar al espacio laboral y en mejores condiciones de las que antes tenía (Martínez, 2010; 2012).
“¿Por qué tu papá no trabaja?”, “¿De qué está enfermo?”, ¿Cómo puede estar enfermo todo el tiempo?”. Eran preguntas que me hacían mis amigas del barrio y yo me encogía de hombros porque no sabía qué responder. Nadie me lo había explicado. A los ocho años yo sabía que mi papá no podía trabajar, y que casi no salía a la calle, pero nadie me había hablado sobre lo que provocaba aquella situación. La angustia me corroía las entrañas desde la mañana hasta la noche.
Un día mi madre me dijo: “si alguien te pregunta, tenés que decir que tu papá tuvo un surmenaje ¿entendiste?” (“¿un qué?” no me animé a preguntar). “Sí, mamá”, respondí. Surmenaje no era una palabra fácil de pronunciar ni de recordar. Tampoco sabía qué significaba.
Ese fue el mejor intento de mi madre para ofrecerme alguna protección social. Disfrazar una enfermedad mental con el manto protector del efecto de un exceso de trabajo era lo único que podíamos hacer. Era nuestra manera de evitar que el estigma de tener un marido y un padre enfermo, e incapaz de mantenernos económicamente, continuara creciendo (Moore, 2013).
Para mi padre, sentirse menospreciado, debilitado por la enfermedad, no tener dinero propio y depender de mi madre (incluso para poder salir a la calle, desafiando su fobia), sin dudas significó perderse a sí mismo.
4.4. Una pequeña muerte
Imagino la pérdida de mi padre como la vivencia de una pequeña muerte. Enfermo como estaba, no quedaba en su horizonte esperanza ni propósito (Lindemann, 2010). En este punto, rescato la afirmación de Sparkes en relación a la enfermedad de su padre: “antes, él hacía que las cosas sucedieran. Ahora las cosas le suceden a él”. También mi padre se volvió cada vez más “aislado, pensativo y solitario” mientras la depresión “anidaba cada vez más profundamente en él” (2012: 175).
Recuerdo los primeros años de la enfermedad de mi padre con gran dolor. Debo reconocer que me avergonzaba que él no trabajara, que pasara todo el día en la casa y se levantara al mediodía, cuando los padres de otras niñas volvían a almorzar, vestidos con traje y corbata. También me avergonzaba que mi madre fuera la única mujer del barrio que sostenía una familia, que fuésemos los únicos que nunca salían de vacaciones y que la gente sintiera pena por la situación de mi madre y la mía (Lindemann, 2010; Pearce, 2008). A mi padre lo miraban con recelo, como si fuera el culpable de no poder superar su enfermedad y así sumirnos a todos en la incertidumbre.
Poco se hablaba de las enfermedades mentales entonces, y los incipientes estudios de género poco aportaban a una familia de clase media. Los beneficios devenidos de la Segunda Ola del feminismo de los 60 y los 70 aún no tenían ningún efecto mitigante en nuestra situación. Incluso avanzados los años 90 nos veíamos como una familia diferente a las demás. Mi madre trabajaba, yo estudiaba y mi padre se quedaba en casa, fumando y buscando su vida perdida a través de la ventana.
5. Palabras finales
Las/os investigadoras/es sociales han observado que anida una infelicidad profundamente arraigada entre las personas que no son capaces de asumir y/o actuar según las normas de género hegemónicas (Lindemann, 2010; Sparkes, 2012; Collins, 2012; Pearce 2008). Yo he llamado a ese sentimiento de inadecuación “disconfort de género” (Martínez, 2012).
El disconfort de género se produce cuando las prácticas de un agente social contrastan con las normas de género que fueron incorporadas por esa persona durante la infancia, y se magnifica cuando un cónyuge se desplaza en el eje de sentidos que divide lo femenino de lo masculino, ocupando el espacio propio del otro género (Martínez, 2008; 2009; 2012). Esta lógica se basa en la idea de que los sentidos hegemónicos asociados a cada género son producidos y reproducidos social y culturalmente, y que se perciben como normales a partir de un largo proceso de naturalización.
En el caso de mi padre, el disconfort de género se puede observar de dos maneras: a) internamente, como un conflicto que se produce entre los roles tradicionales de género, aprendidos desde muy temprana edad, y una incapacidad para llevar a cabo la masculinidad hegemónica (dada la enfermedad), y b) externamente, depositado en las voces de otras personas (familiares, amigos y vecinos) quienes señalan el incumplimiento de las normas de género a través del ridículo, el insulto o la recriminación.
Al escribir este artículo, utilizando la autoetnografía como método, he comprendido que el disconfort de género también afecta a las familias de quienes lo sufren. La expectativa social para cumplir con los modelos tradicionales de género produce infelicidad en los que son incapaces de hacerlo, y también a quienes los rodean.
Cuando un agente social falla en cumplir con las demandas de la masculinidad (o feminidad) hegemónica, esta falencia tiene un impacto directo en el cónyuge y también en las hijas e hijos. Esta sensación de inadecuación afecta la forma en que la familia se ve a sí misma y es percibida por los demás. Cuando las normas de género tradicionales se rompen, la necesidad de conformar una familia “normal” se vuelve urgente.
La historia de mi padre, y de nosotros como familia, sucedió en Argentina en la década de 1980, pero podría suceder en cualquier otra parte del mundo occidental y en cualquier momento. El reto para las/os científicos sociales, y la sociedad en general, es continuar denunciando un modelo social y cultural que produce sufrimiento en las personas, si ellas/os o sus seres queridos se desvían de los modelos hegemónicos de género.
Y el convencimiento y compromiso para alcanzar un cambio concreto y permanente debe iniciar en el ámbito privado (en el seno de la familia, fundamentalmente), que es en donde abonan las representaciones de femineidad y masculinidad más tradicionales. Desde mi punto de vista, nada cambiará si no se produce una toma de conciencia profunda por parte de los padres y madres que están criando a los niños y niñas, que en la sociedad futura compartirán el hogar y el espacio laboral y público.
A modo de nota al pie, y ya hablando sobre el método que he escogido para producir este escrito, propongo un desafío, dirigido a quienes hacemos investigación social, que es –al menos por un momento– intentar apartarnos de un formato de construcción de conocimiento que nos sitúa lejos y por encima de los fenómenos que observamos.
Un posicionamiento comprometido por parte de quien investiga resultará en efectos internos potentes, que también acompañarán movimientos subjetivos en las personas que leen. A la vez, dicho posicionamiento, y las acciones que lo acompañan, conducirán a procesos de toma de datos y análisis más profundos, ya que proveerán una nueva mirada respecto del sujeto conocido, a partir de la transformación del sujeto cognoscente. Hay que mostrar antes que decir, tal como lo afirma Norman K. Denzin (2014), pero para ello antes debemos vernos a nosotros mismos. Es decir, permitirnos ser humanos.
6. Bibliografía
Adams, T. (2006). “Seeking Father: Relationally Reframing a Troubled Love Story”, Qualitative Inquiry, 12(4), 704-723.
Andreatta, M. y Martínez, A. (2017). “Alimentación cotidiana y normas de género en Argentina: un etnodrama”, Aposta Revista de Ciencias Sociales, 73, 9-29.
Bourdieu, P. (2000). La dominación masculina. Barcelona, Anagrama.
Collins, C. (2012). “Dancing into the Desert”, Qualitative Inquiry, 18(2), 186-190.
Denzin, N., Giardina, M. (2015). Qualitative Inquiry and the Politics of Research. Walnut Creek, CA, Left Coast Press
Denzin, N. (2014). Interpretive Autoethnography. Thousand Oaks: Sage.
Denzin, N. (2006). “Pedagogy, Performance and Autoethnography”, Text and Performance Quarterly, 26(4), 333-338.
Denzin, N. (2003). Performance Ethnography. Critical Pedagogy and the Politics of Culture, Thousand Oaks, Sage.
Hensley, B. (2011). “Performing Heteronormativity, Hegemonic Masculinity, and Constructing a Body from Bullying”, The Florida Communication Journal 26, 55-65.
Kimmel, M. (1987). Changing men: new directions in research on men and masculinity, London, Sage.
Lindemann, K. (2010). “Cleaning Up My (Father's) Mess: Narrative Containments of 'Leaky' Masculinities”, Qualitative Inquiry, 16(1), 29-38.
Martínez, A. (2015). “Man Up! On Masculinity and Childhood”, Cultural Studies-Critical Methodologies, 15(6), 435-439 https://doi.org/10.1177/1532708614562902
Martínez, A. (2014). “No Longer a Girl: My Female Experience in the Masculine Field of Martial Arts”, International Review of Qualitative Research, 7(4), 442-452.
Martínez, A. (2012). “Continuidades y rupturas en representaciones de género y familia. Un análisis desde las condiciones objetivas de existencia”. En Celton, D.; Irigoyen López, A., Miradas históricas sobre familias argentinas (pp. 263-293), Murcia, Editum.
Martínez, A. (2010). “Normatividad y género: la perdurabilidad de las representaciones tradicionales en mujeres y varones argentinos”, Revista Teoria & Pesquisa, 19(2), 11-27.
Martínez, A. (2009). “La investigación cualitativa en el ámbito de las comunicaciones: un estudio en recepción en niños, a partir de la adaptación de la técnica del grupo de enfoque”. En Merlino, A., Investigación cualitativa en ciencias sociales: temas y problemas (pp. 175-192), Buenos Aires, Cengage.
Martínez, A. (2008). “Representaciones infantiles en torno a las normas de género: la doble subalternidad de las mujeres pobres en la ciudad de Córdoba, Argentina”, Aposta Revista de Ciencias Sociales, 36, 1-18.
Martínez, A., Merlino, A. (2009). "Masculinity, poverty and violence in Argentina. Analyzing children’s discourse", Amsterdam Social Science, 1(4), 21-30.
Moisio, R.; Arnould, E.; Gentry, J. (2013). “Productive Consumption in the Class- Mediated Construction of Domestic Masculinity: Do-It-Yourself (DIY) Home Improvement in Men’s Identity Work”, Journal of Consumer Research, 40, 298-316.
Oliffe, J.; Rasmussen, B.; Bottorf, J.; Kelly, M.; Galdas, P.; Phinney, A.; Ogrodniczuk, J. (2013). “Masculinities, Work, and Retirement Among Older Men Who Experience Depression”, Qualitative Health Research, 23(12), 1626-1637.
Patti, C. (2012). “Split Shadows: Myths of a Lost Father and Son”, Qualitative Inquiry, 18(2), 153-161.
Pearce, C. (2008). “World Interrupted: An Autoethnographic Exploration into the Rupture of Self and Family Narratives Following the Onset of Chronic Illness and the Death of a Mother”, Qualitative Sociology Review, IV(1), 131-149.
Pelias, R. (2007). “Jarheads, Girly Men, and the Pleasures of Violence”, Qualitative Inquiry, 13(7), 945-959.
Rubin, G. (1998). “El tráfico de mujeres: notas sobre la 'economía política' del sexo”. En Navarro M. y Stimpson C., ¿Qué son los estudios de mujeres? (pp. 15-75), Buenos Aires, F.C.E.
Sparkes, A. (2012). "Fathers and Sons: In Bits and Pieces", Qualitative Inquiry, 18(2), 174-185.
Vasilachis de Gialdino, I. (2009). Estrategias de investigación cualitativa, Barcelona, Gedisa.
Wainerman, C. (2002). Familia, trabajo y género. Un mundo de nuevas relaciones, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica.
Notas
Notas de autor
Información adicional
Formato de citación: Martínez, A. (2019). “La crisis del héroe: una autoetnografía sobre la pérdida de la masculinidad hegemónica”. Aposta. Revista de Ciencias Sociales, 80, 98-108, http://apostadigital.com/revistav3/hemeroteca/amartinez3.pdf