Artículo
Experiencias de tiempo y cambio conceptual en el proceso revolucionario rioplatense (1780 - 1840)
EXPERIENCIES OF TIME AND CONCEPTUAL CHANGE IN THE RIO DEL A PLATA REVOLUTIONARY PROCESS (1780-1840).
Experiencias de tiempo y cambio conceptual en el proceso revolucionario rioplatense (1780 - 1840)
e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 14, núm. 54, pp. 1-20, 2016
Universidad de Buenos Aires
Recepción: 11 Agosto 2015
Aprobación: 10 Noviembre 2015
Resumen: El trabajo analiza desde una perspectiva conceptual cómo las elites rioplatenses procesaron las nuevas experiencias de tiempo provocadas por el proceso revolucionario iniciado en 1810. El examen, que se basó en un corpus documental amplio, se centró en tres puntos: a) la consideración de la revolución como una ruptura con el pasado y el inicio de una nueva época signada por la velocidad e intensidad de los acontecimientos y por tender su mirada hacia el futuro; b) la relación entre temporalidad y política; c) la elaboración de un nuevo concepto de tiempo.
Palabras clave: Historia Conceptual, Temporalidad, Revolución, Río de la Plata, Siglo XIX.
Abstract: From a “conceptual perspective”, this article analyzes how the elites in the Río de la Plata transformed their experiences of Time since the revolutionary process that started in 1810. Based on a comprehensive corpus of documents it examines: a) the Revolution as a break with the past and the beginning of a new era, marked by the velocity and intensity of events and a future-oriented perspective; b) the relationships between Temporality and Politics; and c) the development of a new concept of Time.
Keywords: Conceptual History, Temporality, Revolution, Río de la Plata, Nineteenth Century.
Introducción
En el marco de los festejos por el cuarto aniversario de la Revolución de Mayo realizados en Buenos Aires en 1814, el periódico oficial publicó un artículo cuyo redactor advertía con orgullo que:
Si computamos el tiempo no por su duración abstracta, sino por la calidad y número de los sucesos grandes, hoy debemos celebrar el aniversario de cuatro centurias, al ver que los acontecimientos de nuestra edad han llenado ya el profundo vacío que dejaron en su lóbrego período las generaciones anteriores.[1] (Gazeta Ministerial del Gobierno de Buenos Ayres n° 108, 25/5/1814)
Estas palabras, más que ser el resultado de una reflexión sobre la temporalidad, buscaban expresar la intensidad que tenía la experiencia revolucionaria signada por una sucesión de hechos tan inesperados como vertiginosos. Este inédito e incierto estado de cosas requirió movilizar y reformular los recursos intelectuales y simbólicos disponibles, así como también la creación de otros novedosos. Se trataba de una necesidad imperiosa para poder interpretar a cada uno de los sucesos y, sobre todo, para tornar inteligible el sentido del proceso revolucionario. Tal como se desprende de la cita, esto también implicaba hacerse cargo de una nueva experiencia de tiempo o, al menos, de una alteración en lo que hasta ese entonces podía considerarse como su curso y ritmo natural.
En este trabajo me propongo analizar desde una perspectiva conceptual cómo las elites rioplatenses lidiaron con esa nueva experiencia de tiempo haciendo foco en las transformaciones de orden político[2]. Esto no implica desconocer los cambios tecnológicos, científicos, económicos, sociales y culturales ocurridos entre los siglos XVIII y XIX. Pero más allá de las apreciaciones que puedan hacerse al respecto, su abordaje requeriría contar con estudios sobre una variedad de temas poco tratados, siendo además necesario considerar un período más amplio para poder calibrar su impacto.
Antes de avanzar, y dado que es un problema que casi no ha sido considerado en los estudios sobre las revoluciones iberoamericanas, quisiera precisar algunos desafíos planteados por la investigación, además de las hipótesis que la animaron.
El primer desafío, de carácter heurístico, fue la construcción de un corpus que permita abordar el análisis de un concepto caracterizado por un alto nivel de abstracción como tiempo (Koselleck, 2012: 97). Se trata, asimismo, de un concepto que suele ser expresado por una diversidad de voces, y cuyo examen requiere aún más que en otros casos considerar sus campos semánticos y metafóricos. La revolución rioplatense presenta una dificultad adicional -aunque probablemente también haya afectado a otros procesos contemporáneos-, y es la escasa reflexión que suscitó el concepto, a diferencia de lo ocurrido con otros de carácter político como patria, pueblo . nación (Goldman, 2008). Esto pudo obedecer al hecho que el grueso de la producción discursiva del período tuvo un carácter coyuntural -documentos oficiales, prensa, poesía cívica, sermones-, mientras que un concepto de esta naturaleza suele ser tratado en obras de mayor aliento como ensayos filosóficos, teológicos o científicos.
El segundo desafío, de carácter analítico, se debió a la necesidad de distinguir fenómenos que pueden confundirse cuando se examinan las relaciones entre experiencias de tiempo y revolución en los siglos XVIII y XIX. El primer fenómeno, expresado en sintagmas como antiguo régimen o nuevo orden, es la consideración de la revolución como una ruptura entre dos épocas cualitativamente distintas en términos sociales y políticos. El segundo fenómeno es la caracterización de esas épocas por tener una diversa dinámica y por mantener otra relación con el pasado y con el futuro. El tercer fenómeno es la elaboración de un nuevo concepto de tiempo como consecuencia de la ruptura revolucionaria.
Esta distinción dio lugar a tres hipótesis. La primera sostiene que en esos años se produjo una temporalización de la política y una politización del tiempo (Fernández Sebastián, 2013). La segunda es que la revolución afectó la percepción del tiempo al considerarse que se estaba viviendo una nueva época signada por la aceleración y por la apertura de un nuevo horizonte de expectativas orientado hacia el futuro. La tercera es que este impacto, aunque agudo, fue una condición necesaria más no suficiente para que se forjara un nuevo concepto de tiempo. Si bien excede las posibilidades de este trabajo avanzar en el análisis de esas otras condiciones, quisiera plantear dos conjeturas que retomaré en las consideraciones finales. La primera es que los contemporáneos no tenían en claro si la aceleración era una anomalía provocada por la revolución, por lo que cabía esperar que, cuando ésta concluyera, el tiempo también volvería a su curso natural. La segunda es que recién en la década de 1830 los miembros de la generación romántica dispusieron de un dispositivo conceptual capaz de dotar de sentido a las novedades, pero sobre todo a su proceso de producción al que consideraban parte del movimiento histórico regido por una temporalidad inmanente a los sujetos sociales.
Tiempo de cambios: entre la ilustración y la crisis de la monarquía
Para poder calibrar cómo impactó el proceso revolucionario en las experiencias de tiempo, resulta necesario considerar el estado de cosas previo. Desde la llegada de los europeos a comienzos del siglo XVI, y durante más de dos siglos, el área rioplatense había sido un territorio situado en la periferia del imperio español y con un escaso desarrollo demográfico, económico, institucional y cultural. La vida de sus habitantes transcurría lejos de la metrópoli, pero también de los centros de poder americanos como México y Lima. Esta condición marginal, sumada a la escasez de instituciones letradas y al hecho de que buena parte de la producción textual permaneciera inédita hasta los siglos XIX y XX, dificultó la conformación de una tradición intelectual con cierta densidad. La reorientación atlántica de la economía producida en la segunda mitad del siglo XVIII promovió el rápido crecimiento del litoral rioplatense y un mayor interés en la región por parte de las potencias europeas. Este nuevo estado de cosas se afianzó a partir de 1776 con la creación del Virreinato del Río de la Plata con capital en Buenos Aires. El desarrollo económico y demográfico, sumado a una creciente conexión con el mundo, a la creación de nuevas instituciones y a la mayor presencia de funcionarios imbuidos de ideas reformistas, promovió una moderada modernización de la vida cultural y una revalorización de la región en clave ilustrada que ponía su mira en un futuro imaginado como promisorio.
Este proceso dio lugar a un incipiente debate público cuyos protagonistas se proponían suplantar las prácticas que juzgaban arcaicas por aquellas que fueran útiles y tuvieran un fundamento racional. Uno de los principales animadores de este movimiento fue el futuro líder revolucionario Manuel Belgrano quien, ante la ausencia de instituciones letradas en Buenos Aires, decidió utilizar su cargo como Secretario del Consulado de Comercio para difundir las ideas reformistas. En 1796 presentó una Memoria “Sobre los medios generales de fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio en un país agricultor” que en clave fisiocrática daba cuenta de una temporalidad propia de la naturaleza:
(…) aun la misma naturaleza parece que se ha complacido y complace en que los hombres se destinen a la agricultura, y si no ¿por quién se renuevan las estaciones? ¿Por quién sucede el frío al calor para que repose la tierra y se reconcentren las sales que la alimentan? Las lluvias, los vientos, los rocíos en una palabra, este orden admirable e inmutable que Dios ha prescripto a la naturaleza no tiene otro objeto que la renovación sucesiva de las producciones necesarias a nuestra subsistencia. (Belgrano, 1954: 65)
Si bien no cuestionaba ese orden natural, también consideraba que existía una temporalidad humana de carácter mudable, tal como lo sostuvo en la Memoria que leyó dos años más tarde:
(…) que ni el labrador, ni el comerciante ni el artista ignore lo que les corresponde, que unos y otros procuren no apegarse tan íntimamente a los pensamientos de sus antepasados, los cuales sólo deben adoptarse cuando convienen, y cuando no, desecharlos y abandonarlos: lo que fue útil en otro tiempo, ahora es perjudicial, las costumbres varían, los usos igualmente, y todo, de tiempo en tiempo cambia, sin que en esto haya más misterio que el de la vicisitud de las cosas humanas. (Belgrano, 1954: 108)
La publicación de periódicos a partir de 1801 favoreció la difusión y la discusión de estas ideas que promovían transformaciones sociales, económicas y culturales. En ese marco cobró forma un tópico que tendría una larga vida: augurarle un destino de grandeza a la región. Esta consideración halagüeña fundada en la economía política, dio lugar a un nuevo horizonte de expectativas, sin que esto implicara poner en cuestión el vínculo con España. Claro que para ese entonces la monarquía estaba atravesando una crisis cuyo desenlace, entonces inimaginable, trastocaría todas las expectativas a uno y otro lado del Atlántico. Es por ello que ese futuro promisorio tendió a atribuirse a la providencia, a las cualidades del territorio, a la difusión de las luces y al esfuerzo de su población, más que al accionar de la corona y de sus funcionarios.
Todas estas cuestiones -la creciente importancia de la región, el sentido protagónico de sus habitantes, la creación de nuevas expectativas y la crisis de la monarquía-, quedaron dramáticamente en evidencia con la ocupación inglesa de Buenos Aires y Montevideo en 1806/7. Ante la defección de las autoridades y el fracaso de las fuerzas regulares, se organizaron milicias que expulsaron a los ocupantes y resistieron otro ataque logrando la rendición y la retirada total de los invasores. La consolidación de las milicias criollas provocó un cambio en las relaciones de poder entre españoles europeos y americanos, en el marco de una aguda crisis institucional que derivó en la destitución del Virrey Sobremonte.
La reacción ante las invasiones inglesas hizo que en distintos sectores arraigara la convicción de haberse constituido en protagonistas de sucesos trascendentales y merecedores de recuerdo. Martín de Álzaga, un próspero comerciante de origen vasco que además de ser Alcalde de primer voto tuvo un rol destacado en la defensa de Buenos Aires, señalaba pocos días más tarde que ese triunfo debido a un pueblo que sacrificó sus intereses y sus vidas “(…) formará una época memorable en la historia que servirá de modelo de fidelidad y patriotismo a todos los que tienen la dicha de ser vasallos del mejor de los monarcas y gobernados por las más sabias leyes del mundo” (Williams Álzaga, 1972: 215).
Estas palabras optimistas no podían ocultar las dificultades que atravesaba la monarquía, aunque nadie podía imaginar aún la aguda crisis que desatarían en breve las Abdicaciones de Bayona y la ocupación francesa, cuyo desenlace tras años de revolución y de guerra sería la independencia de buena parte de sus dominios americanos y la creación de nuevas comunidades políticas.
La revolución: un tiempo nuevo
Los cambios en el orden político local provocados por las invasiones inglesas, no fueron suficientes para promover una ruptura con la metrópoli tal como comenzaría a plantearse a partir de mayo de 1810. Esta diferencia radical, y su consideración en términos temporales, fueron señaladas en 1812 por Manuel Moreno en la biografía de su hermano Mariano, quien había fallecido el año anterior en circunstancias dudosas tras haber sido desplazado de la Junta de Gobierno. La biografía sostenía que como consecuencia de las invasiones inglesas:
Se había acabado la docilidad absoluta al régimen antiguo, mas todavía los límites de una separación completa estaban muy remotos; estaban sólo más cerca de la edad presente. En una palabra, Buenos Aires, después de sus victorias, no podía continuar en ser el teatro del capricho de la metrópoli, pero debía ser siempre una parte del imperio español. (Moreno, 1968: 92/3)
Al analizar en forma retrospectiva el proceso revolucionario, Moreno advertía que el poder logrado por las fuerzas locales tras las invasiones inglesas, no había logrado cuestionar el orden colonial. Si bien el tiempo había comenzado a acelerarse acercándose así a la “edad presente”, también entendía que estos pasos por sí solos hubieran sido insuficientes para llegar a ella.
Más allá del renovado horizonte de expectativas que informó el discurso ilustrado, de la modernización de la monarquía y de los sucesos que estaban cambiando al mundo -la independencia de las colonias inglesas en América del norte, la revolución francesa, las guerras napoleónicas, la revolución industrial, los numerosos avances tecnológicos y científicos-, en el área rioplatense recién comenzó a plantearse que se estaba viviendo una nueva época como consecuencia del movimiento iniciado en mayo de 1810, que rápidamente devino en una revolución y en una guerra de independencia que promovió la movilización, la politización y la ideologización de vastos sectores sociales. Esta ruptura fue una condición de posibilidad absoluta para reflexiones como las de Moreno que, además de reevaluar el pasado y el presente, convertían al futuro en el nuevo norte de la vida pública.
Si la revolución había inaugurado un tiempo nuevo orientado hacia el futuro, esto se debía también a que era vivido y concebido como la contracara del pasado colonial. En ese sentido era usual culpar al despotismo español por haber oprimido a sus colonias, manteniéndolas en un estado de miseria, ignorancia y sumisión que era expresado con imágenes que denotan oscuridad e inmovilidad. Esta valoración fue un tópico central en el discurso revolucionario, cuyos protagonistas creían estar alumbrando una nueva era en la que quedaría enterrado ese pasado que sólo podía merecer repudio y olvido. Asimismo implicó una ideologización y una temporalización de lo que hasta entonces se concebían como sociedades o unidades políticas: España pasó a ser considerada como el pasado, mientras que América era presentada como un emblema del futuro en el que primarían nuevas relaciones sociales y políticas (Souto, 2009: 71).
El juicio negativo del vínculo con España y su temporalización casi no admitían matiz alguno. El orden colonial era valorado como una totalidad opaca bajo cuyo nombre quedaba compactada una trayectoria multisecular y diversa. De ese modo, los revolucionarios podían hacer referencia a esa experiencia con sintagmas como antiguo orden, trescientos años o tres siglos que, además de incluir indicadores de temporalidad, tenían un carácter autoevidente al poder transmitir su sentido sin que fuera necesaria ninguna explicación adicional. El pasado opresivo y el presente de lucha que propiciaba un futuro regido por nuevos valores, constituían asimismo dos caras de una misma moneda. Es por eso que la comparación entre ambas experiencias apelando al formato “antes…; pero ahora…”, se convirtió en un recurso habitual, tal como lo hizo el redactor de El Censor en un artículo publicado el 1° de septiembre de 1815 en el que se refirió a los:
Infelices siglos en que han transcurrido tantas generaciones sin que el virtuoso haya podido serlo impunemente! En que la menor queja se reputaba un delito, y una resignada sumisión se interpretada soberbia! Pero en el día, representantes del pueblo, podréis laborar sobre otras bases distintas. Ya no es un crimen de lesa majestad el nombre adorable de la patria; y aunque nos falta una sólida instrucción para penetrar el lleno de nuestros intereses en todos sus respectos, porque nuestros padres y maestros nos extraviaron en pos de sus costumbres, sin embargo, nos sobra el deseo de atinar con medios adecuados. (Senado de la Nación, 1960: t. VIII, pp. 6487/8)
La historia del tiempo presente
Una evidencia de la radicalidad que tuvo la ruptura con el pasado colonial, es la casi total ausencia de relatos históricos sobre esa etapa que sólo parecía merecer repudio o desdén. En ese sentido resulta revelador cómo se presentaba la más importante historia de la región realizada en esos años: el Ensayo de la Historia Civil de Buenos Aires, Tucumán y Paraguay que publicó el deán Funes en 1816/7. Al igual que sus contemporáneos, Funes consideraba a la historia como un repertorio de enseñanzas, razón por la cual señalaba en el Prólogo que iba a omitir los hechos carentes de utilidad para concentrarse en “(...) aquellos que nos hagan conocer las costumbres, el carácter del gobierno, los derechos imprescriptibles del hombre, el genio nacional y todo aquello que nos enseña a ser mejores”. Sin embargo, no parecía creer que hubiera fenómenos de esta naturaleza en el pasado local. Por eso concluía resignado que, a diferencia de otros casos, “Mi trabajo es mucho más limitado y estéril. Guerras bárbaras casi de un mismo éxito, crueldades que hacen gemir la humanidad, efectos tristes de un gobierno opresor, este es mi campo.” (Funes, 1816: IX-X). Para el clérigo cordobés, la utilidad de esa empresa que le había demandado años de esfuerzo, se limitaba a sumar juicios críticos sobre el dominio español, sin que pudieran encontrarse en ella episodios y figuras dignas de emular. Esto no quiere decir que éstos no aparezcan, particularmente en lo referido al accionar de los jesuitas. Pero precisamente por eso sus consideraciones resultan aún más significativas, pues evidencian el peso que tenía el juicio negativo sobre la experiencia colonial.
En ese mismo sentido se pronunciaría el poeta Juan Cruz Varela en una Oda escrita en 1821 para celebrar la ocupación de Lima por las fuerzas al mando de José de San Martín:
Sus hijos, sus derechos recobrando,
¡Cuál se goza la América, elevando
cada vez más y más su digno trono
sobre las ruinas de ambición ibera!
Sus hijos, sus derechos recobrando,
el nombre abominable de colono
para siempre borraron. Nueva era,
nuevo tiempo se cuenta. La memoria
de nuestra antigua servidumbre, hundida
en el olvido yazca. Si en la historia
debe ser repetida,
que solamente sea,
porque nuestra justicia allí se lea. (Varela, 1824: 343)
El poeta evidenciaba así el total desinterés que tenía el pasado colonial, pero también la función precisa que debía cumplir cualquier referencia al mismo ya sea poética, histórica o retórica: legitimar a la revolución por haberle puesto fin.
A diferencia del pasado colonial del que nada merecía ser rescatado, la revolución había inaugurado una “nueva era” que la hacía acreedora de una historia digna de ser transmitida a las futuras generaciones, tal como lo explicitó el gobierno cuando en octubre de 1812 le encargó al domínico Julián Perdriel que redactara una “(…) historia filosófica de nuestra feliz revolución, para perpetuar la memoria de los héroes, las virtudes de los hijos de la América del Sud, y la época gloriosa de nuestra independencia civil” (Wasserman, 2008 b: 161). Esta comisión le sería transmitida más tarde a Funes, quien concluiría su Ensayo con un Bosquejo de la Revolución cuyas páginas estaban animadas por un presupuesto compartido con otras empresas similares que dieron forma a la noción de historia contemporánea: lo sucedido en los últimos años era más rico en enseñanzas que toda la historia anterior. (Zermeño, 2009: 574)
Tiempo en revolución
La única historia que merecía ser contada era la del presente. Pero ésta no sólo se refería a un proceso animado por principios e intereses contrarios a los que habían dominado en el pasado colonial: también debía dar cuenta de una nueva experiencia de tiempo signada por la aceleración.
Esta experiencia tendió a procesarse de dos maneras que no siempre se distinguen con claridad en los enunciados. La primera planteaba que en un plazo corto se podían producir los mismos fenómenos que en el pasado habrían requerido de varios siglos, y que es a la que remiten el concepto cíclico de revolución y el de historia como repetición utilizados para sostener que la revolución francesa había verificado en muy pocos años las teorías clásicas sobre los cambios en las formas de gobierno. La segunda era considerar que los hechos, además de sucederse con mayor rapidez, también podían tener un carácter inédito y, por lo tanto, formaban parte de un curso irrepetible de la historia. Esta es la concepción que terminaría imponiéndose sin que la primera desapareciera del todo.
Son numerosos los testimonios que, en uno u otro sentido, aluden a una nueva experiencia de tiempo. En general, y al igual que en el binomio nueva era / antiguo orden, tenían un carácter comparativo, ya que una forma de tornarla inteligible era puntualizando su diferencia con el pasado. Es el caso del artículo de la Gazeta citado en las líneas iniciales y según el cual en cuatro años se había producido una vivencia equivalente a cuatro siglos. El clérigo chileno Camilo Henríquez, por su parte, comenzaba una nota en El Censor del 13 de marzo de 1817 con motivo de la victoria de Chacabuco, señalando que la revolución “(…) trae días alegres, grandes y gloriosos que importan por siglos de los tiempos olvidados” (Senado de la Nación, 1960: t. VIII, p. 7013).
Ahora bien, el proceso revolucionario no era necesariamente percibido como un fenómeno enteramente positivo, ni siquiera por quienes adherían al nuevo orden. En efecto, la consideración de la revolución como creadora de innovaciones favorables a la sociedad, coexistía con valoraciones de signo contrario que la ponían en entredicho. Es que muchas de esas novedades expresaban conflictos, cambios de gobierno o de políticas que provocaban incertidumbre, perplejidad o desasosiego. Esta valoración negativa se fue extendiendo con el correr de los años y la profundización de las luchas facciosas, ideológicas y regionales, afectando al concepto revolución que expresaba al proceso que debía traer la libertad e independencia y, a la vez, a las disensiones que impedían lograr esos objetivos (Wasserman, 2008 a y b).
En el marco de una discusión sobre la forma de gobierno que debía adoptarse tras la declaración de independencia de las Provincias Unidas en Sudamérica, el publicista Vicente Pazos Kanki publicó un artículo en La Crónica Argentina n° 26 del 16 de noviembre de 1816, en el que además de expresar este malestar, proponía una aguda reflexión sobre las relaciones entre experiencia, temporalidad, conocimiento y política:
Una de nuestras mayores desgracias en el curso de la regeneración de estos pueblos ha consistido en que la multitud de los varios sucesos no nos deja experiencia alguna. Tal vez nuestro ánimo demasiado susceptible de novedades, o siempre ocupado de objetos que no son del interés común, ha divagado en una esfera que no pertenece a la huella de los sucesos mismos, y los vestigios de estos, tan débiles como plantados en la arena, se escapan o confunden en nuestra memoria alterada. Podría decirse que sin pensar bastantemente en lo presente, siempre entramos en lo futuro ignorantes de lo pasado, y que el tiempo no tiene entre nosotros bastante imperio para mesurar su existencia. Él pasa sobre nuestras cabezas como el pie fugitivo sobre un terreno que no cede a impresiones. De aquí la gran facilidad con que se extienden ciertas falsas doctrinas, sin hacernos más cautos para lo sucesivo. Con la misma facilidad vuelven a renovarse cuando han pasado algunos meses, y vuelven también a sorprendernos. Aunque quejosos de los males, cuyas fuentes no alcanzamos a ver sino en algunos visos de luz, jamás nos detenemos a considerar la historia de nuestros propios días, en que nos mostramos totalmente extranjeros, (…). (Senado de la Nación, 1960: t. VII, p. 6372)
Para Pazos Kanki el tiempo avanzaba tan rápido que los cambios no lograban procesarse y los hechos no dejaban experiencia alguna. Si bien no podía explicar del todo las causas de este fenómeno, arriesgaba que podía atribuirse a un “ánimo demasiado susceptible de novedades”. Más allá del peso que pudo haber tenido esta disposición subjetiva, lo que la sociedad estaba experimentando era el descubrimiento de la política y, con ella, de la contingencia. De ahí el carácter imperioso que tenía una “historia de nuestros propios días”, no sólo como celebración o como modelo a seguir, sino más bien como materia a ser pensada y procesada. Pero por eso mismo se hacía difícil escribir una historia del presente, pues ésta era constantemente rebasada por hechos nuevos que impedían darle un cierre capaz de dotarla de un sentido pleno.
Entre la Providencia y el Progreso
La rápida sucesión de hechos controversiales dificultaba la posibilidad de otorgarles sentido. ¿Cómo debían interpretarse? ¿En qué serie se inscribían? ¿Podía asignárseles un carácter trascendente que atenuara su contingencia o, en palabras de la época, la casualidad?
Dado que la religión era un eje vertebrador de la sociedad, no resulta extraño que el proceso revolucionario fuera considerado por muchos de sus adherentes como obra de la providencia (y por muchos de sus enemigos como obra del diablo). Los clérigos, que tuvieron un rol decisivo en ese sentido, solían apelar en sus sermones a pasajes bíblicos que, a modo de anticipación, permitían explicar los sucesos del presente (Di Stéfano, 2003). Asimismo era usual interpretar a la revolución en clave apocalíptica (Cid, 2014). Además de la consideración de Napoleón como el Anticristo, esa veta milenarista pudo activarse por la nueva experiencia de tiempo, cuyo acortamiento es considerado como una de las señales que anuncian la parusía. De ahí el interés despertado por textos como la Venida del Mesías en gloria y majestad escrito por el jesuita chileno Manuel Lacunza a fines del siglo XVIII y cuya edición londinense de 1816 fue gestionada por Belgrano. No se trataba tan sólo de una estrategia propagandística, ya que Belgrano también sostenía en privado que los avances de la revolución eran fruto de la voluntad divina. Así, el 20 de octubre de 1812 le envió una carta a su amigo Pedro García, afirmando en relación al triunfo que había obtenido el mes anterior en la batalla de Tucumán que “(…) nuestra causa nada tiene que agradecer a los hombres; ella está sostenida por Dios, y Él es quien la ha salvado.” (Epistolario Belgraniano, 2001: 188).
Pocos meses antes, y al desbaratarse en Buenos Aires un complot liderado por Álzaga, el redactor del periódico oficial había invocado a “(…) la causa santa de la libertad, que con tanta gloria sostiene el pueblo americano”, añadiendo que “(…) la providencia especial, con que la protege, el Altísimo” debería hacer desistir a quienes quieren destruir “el orden admirable de los sucesos”. Tras reseñar los triunfos y adelantos producidos en esos meses, se refirió al:
(…) paso majestuoso con que caminan a la independencia las provincias del Río de la Plata, destruyendo con energía los obstáculos que le han opuesto la ambición y el despotismo en el curso de 26 meses. ¿Quién no ve en la naturaleza, y en las circunstancias de estos acontecimientos el brazo fuerte del Eterno? (Gazeta Ministerial del Gobierno de Buenos Ayres n°14, 10/7/1812)
Otros ejemplos podrían sumarse con facilidad, pues durante décadas siguió apelándose a la providencia para explicar los sucesos políticos, tal como se puede apreciar en la presentación de un periódico federal mendocino publicado en 1849:
(…) lo que más detenga nuestras miradas será el variado espectáculo del mundo político; de sus cambios repentinos, de sus vicisitudes asombrosas, de sus grandes sacudimientos, en fin, bajo cuyo terrible impulso vemos desmoronarse cada día el antiguo edificio de las instituciones, de las leyes, de las costumbres, y hasta de las condiciones de la vida misma y que parecen impulsar a la humanidad hacia los fines ignorados de la providencia! (La Ilustración Argentina n° 1, 1/5/1849: 1).
Ahora bien, este enunciado puede ser engañoso si se lo considera en forma literal. Tras varias décadas en las que se había ido amalgamando con explicaciones que atribuían esos cambios a la voluntad humana y al cumplimiento de leyes históricas, la invocación a la providencia podía estar aludiendo a una temporalidad profana y a expectativas que aspiraban a realizarse en y por la propia Historia. De hecho es lo que hacía el mismo periódico pocas páginas más adelante en la sección “Historia” que explicaba los rudimentos de la cronología desde una perspectiva secular al proponer una periodización basada en los avances de la libertad y la civilización con hitos como la revolución americana o las que sacudían a Europa desde el año anterior (La Ilustración Argentina n°1, 1/5/1849: 25-32).
Si bien la revolución fue considerada desde sus inicios como expresión de los progresos de la humanidad en el marco de una filosofía ilustrada de la historia, debieron pasar algunos años para que esta concepción cobrara consistencia y fuera capaz de ser invocada para procesar sus males y sus retrocesos. En 1820, mientras permanecía en Chile acompañando a San Martín, Bernardo de Monteagudo publicó dos artículos que proponían una extensa interpretación en esa clave. En el primero, “El siglo XIX y la Revolución”, sostenía que su siglo se caracterizaba por difundir los avances del conocimiento que en el anterior habían estado al alcance de pocos. Asimismo destacaba el papel de las revoluciones norteamericana y francesa, añadiendo que “La América española no podía sustraerse al influjo de las leyes generales que trazaban la marcha que deben seguir todos los cuerpos políticos, puestos en iguales circunstancias”, para luego detenerse en las particularidades locales:
En los diez años de revolución que llevamos, hemos experimentado calamidades y disfrutado de bienes que antes no conocíamos: el patriotismo ha desarrollado el germen de las virtudes cívicas, pero al mismo tiempo ha creado el espíritu de partido, origen de crímenes osados y de antipatías funestas: nuestras necesidades se han aumentado considerablemente, aunque nuestros recursos sean inferiores a ellas, como lo son en todas partes; en fin, todo prueba que hemos mudado de actitud en el orden social y que no podemos permanecer en ella, ni volver a tomar la antigua sin un trastorno moral (…). A nadie es dado predecir con certeza la forma estable de nuestras futuras instituciones, pero sí se puede asegurar sin perplejidad que la América no volverá jamás a la dependencia del trono español. (…) No pretendemos librar nuestra felicidad exclusivamente a una forma determinada de gobierno y prescindimos de la que sea: pero estamos dispuestos a seguir el espíritu del siglo y el orden de la naturaleza que nos llama a establecer un gobierno liberal y justo. Conocemos por experiencia los males del Despotismo y los peligros de la democracia; (…). (Monteagudo, 2005a: 91/2)
Si bien no podía precisar cómo sería el nuevo orden, la experiencia de diez años de revolución le permitía delinear el sendero por el cual debía marcharse para poder alcanzarlo. Asimismo se hacía cargo de sus males y sus retrocesos que, según alegaba, no afectaban su sentido y dirección, pues consideraba inadmisible retornar al pasado. En el segundo artículo, “Estado actual de la Revolución”, profundizaba su análisis al sostener que su valoración no sólo dependía del punto de vista de quien la hiciera, sino también de las consideraciones sobre la situación previa y la actual, que además debían contemplar las expectativas dominantes en cada uno de esos momentos:
El estado actual de la revolución ofrece un cuadro de temores y de esperanzas, de energía y de debilidad, que impone al que lo contempla ansioso de saber los resultados. Fácilmente se encuentran argumentos para concluir por cualquiera de aquellos extremos; según la propensión del que discurre y el interés que anima al que busca en los hechos, no lo que ellos prueban precisamente, sino lo que él intenta demostrar. Pero si se quiere deducir una consecuencia general del conjunto de las reflexiones que sugiere el estado presente, la empresa es de las más arduas, porque ella se dirige a resolver el problema, de si nuestra marcha es progresiva o retrógrada en la carrera que emprendimos diez años ha. La exactitud de este examen depende de la comparación que se haga entre nuestro estado actual y en el que nos hallábamos al principio de la revolución: (…). Nos persuadimos que el mejor método para formar este análisis es hacer un doble paralelo entre las necesidades intelectuales y físicas que teníamos entonces y las que sentimos ahora; y entre los medios de satisfacer las que estaban a nuestros alcances bajo el sistema colonial y los que hoy contamos a pesar de la imperfección de nuestro régimen. (…) El corto espacio de diez años ha bastado para causar una transformación tal entre nosotros, que si un viajero observador hubiese examinado antes estos países y volviese a ellos ahora, después de haberse ausentado en la víspera del día que parecimos hombres por la primera vez, con dificultad se persuadiría que estas eran las regiones que había visitado anteriormente. (Monteagudo, 2005 b: 93)
A continuación desarrollaba un extenso examen de esos cambios que confirmaban su juicio y le permitían concluir que “(…) hemos sufrido y aun tenemos que sufrir grandes conflictos, pero ya estamos en marcha a nuestro nuevo destino y no podemos retrogradar, sin que se extingan las impresiones físicas y morales que han dejado en nosotros diez años de revolución y de experiencia”. (Monteagudo, 2005b: 102).
Para Monteagudo la revolución no era tan sólo una suma de sucesos más o menos afortunados, sino la expresión de una fuerza histórica universal, progresiva e irreversible. Por eso entendía que todo retroceso sólo podía ser parcial y transitorio. Asimismo había creado un nuevo estado de cosas en el orden social, político, económico, cultural y moral, articulado con un renovado horizonte de expectativas al promover necesidades intelectuales y materiales que hasta hacía poco ni siquiera podían ser imaginadas.
Desde esta perspectiva, que iba concitando nuevos adeptos, se estaba produciendo una progresiva homogeneización de la humanidad al permitir que las regiones periféricas se acercaran a las centrales. La aceleración del tiempo también implicaba una contracción del espacio, pues se suponía que ambos se acortaban a medida que se expandían las luces y la civilización como consecuencia de la circulación de personas, bienes e ideas. En ese sentido solía destacarse el papel de los medios de transporte y comunicación, y en particular el de la imprenta por su capacidad para transmitir conocimientos y ampliar el público capaz de acceder a los mismos.
En mayo de 1822, el poeta y profesor de filosofía Juan Crisóstomo Lafinur anunciaba la aparición del periódico mendocino El Verdadero amigo del país, alabando a “Este arte sublime [el tipográfico, FW] que aprisiona el tiempo en su carrera veloz para hacernos conversar con los que existieron doscientos años antes de nosotros, es el mismo por cuyo medio nosotros podemos dar nuestra historia y prevenir la conducta de nuestros hijos” (Roig, 1968: 53/4). Lafinur también consideraba a la humanidad como el sujeto de un proceso de cambios progresivos e irreversibles cuyo fin era la emancipación. Asimismo entendía que para alcanzar ese destino debía ponerse fin a toda rémora del pasado que pudiera obstaculizar el progreso, tal como lo hizo explícito en un artículo que publicó el 19 de noviembre de 1822:
Tenemos pues que combatir preocupaciones con el carácter de respetables por su antigüedad, proscribir errores recibidos por verdades y destruir habitudes de tres siglos, consagradas por la ignorancia. La escena ha cambiado y es menester cambiar nuestro modo de existir y obrar en sentido contrario al de nuestros padres. Si se exceptúa la Religión, (...), es preciso olvidar todo lo que aprendimos de ellos, (...). Si queremos ser libres es menester romper todos los hilos de esta espantosa trama y preparar el camino hacia la prosperidad por una nueva educación”. (Roig, 1968: 48).
Un mes más tarde afirmaba que no sólo era posible sino también necesario acelerar la marcha de la historia promoviendo nuevos cambios:
Llegó el siglo 19 en que todo hombre puede raciocinar e investigar lo que sus antepasados no descubrieron. Su espíritu es hacer libres los hombres y conducirlos por senderos más amplios y menos oscuros, que cada uno obre por el conocimiento de su razón y no por rutinas apolilladas; inflamado el corazón humano con tan risueño prospecto, cada hombre es una revolución (…) Solo los que componen las miserables y carcomidas reliquias de una edad que ya no existe, idólatras del quietismo y de la estupidez, acostumbrados a mandar sobre los espíritus y los cuerpos sin otros títulos que la ignorancia y la hipocresía, se oponen a la marcha que el Omnipotente ha delineado y quieren hacer retrogradar ese orden de la naturaleza, cuyos secretos ignoran. ¡Insensatos! ¡Pretenden volver a las tinieblas a los que han visto la luz y a la esclavitud a los que han gustado de la libertad! (…) La opinión que en el siglo pasado era de pocos es hoy la opinión general: a ésta, jamás hubo un poder que la esclavizase. Adviertan esos pigmeos que quieran hacer prevalecer sus caprichos, que no es un pueblo, no es una nación sola la que ha echado el fallo a las rutinas y a los rutineros, es el mundo entero. (Roig, 1968: 67)
Más allá del optimismo por esa marcha progresiva que convertía a “cada hombre” en “una revolución”, el artículo evidencia que no todos acordaban con esa perspectiva y que se estaba trabando una lucha entre el pasado y el futuro. Pero esos “pigmeos” y “rutineros” que se oponían al rumbo trazado por el “Omnipotente”, ya no eran los enemigos de la revolución, sino los adversarios políticos de Lafinur, cuyo reformismo radical le valió tener que dejar la provincia de Mendoza para exiliarse en Chile adonde moriría poco tiempo después.
El tiempo de la política
Expresiones como las de Lafinur son las que permiten sostener que la revolución produjo una temporalización de la política. Se trata de una cuestión que sin embargo merece mayores precisiones, pues tiende a considerarse como un fenómeno distintivo de las sociedades posrevolucionarias, cuando toda acción o reflexión política presupone una concepción del tiempo con la que está entramada. Lo que la revolución provocó, en todo caso, fue la conversión del tiempo en motivo de disputa al considerarse que pasado y futuro expresan distintos valores, intereses, sensibilidades o modelos políticos y sociales. Asimismo se puso en discusión la posibilidad de intervenir en su marcha, cuando hasta ese entonces prevalecía la convicción de que ésta debía ser respetada por considerarse inconveniente realizar acciones que la forzaran. Pero esto no era todo: si bien para algunos la revolución había producido cambios que en otras circunstancias habrían tardado siglos en concretarse, también comenzaba a plantearse que éstos no eran meras repeticiones, sino hechos inéditos. Con lo cual, además de ponerse en cuestión la posibilidad de acelerar o de frenar el ritmo del tiempo, se hacía cada vez más evidente que resultaba imposible hacerlo retroceder o que retornara de modo cíclico.
Este proceso de temporalización dejó numerosas marcas en el discurso político. Mientras que algunos conceptos incorporaron el sufijo “ismo” que constituye un indicador de movimiento histórico, se fue extendiendo la valoración e identificación de fuerzas, facciones, instituciones, prácticas e ideas con calificaciones temporales como progresivas, innovadoras, reaccionarias, conservadoras, retrógradas. Asimismo se fue incrementando el uso y la carga polémica de expresiones como espíritu de novedad, novadores, la moda, o el siglo que, además de ser utilizadas para designar fenómenos sociales y culturales, también eran invocadas en las disputas producidas en torno a la valoración de lo nuevo (Goldgel, 2013). Con el correr de los años, la temporalización fue adquiriendo un carácter cada vez más abstracto que favoreció su utilización como un esquema para interpretar las disputas políticas e ideológicas, tal como lo hizo Domingo F. Sarmiento en 1841:
Y dejaré a este conjunto de hombres que imprimen su pensamiento al momento presente, y que llaman una generación, ocuparse de la idea dominante de su época, o seguir su impulsión sin comprenderla; o bien, mal aconsejados, resistirla, queriendo que el día de hoy se someta al que ayer pasó, como si el tiempo no fuese una escala, por donde corre la humanidad, dejando atrás los siglos que son sus tramas, y los días, cual escalones que de progreso en progreso la llevan ascendiendo a su misteriosa mesa. Veré de paso a lo pasado y lo presente llamarse partidos, a fin de poder asirse mejor; encarnarse en las personas para darse formas materiales con que disputarse el imperio de las sociedades y conducirlas cada uno a su modo, al porvenir que les preparan. (Sarmiento, 1948: 26/7 -el destacado en el original-)
La valoración de lo nuevo se convirtió en un motivo de disputa que, según las circunstancias, enfrentó a revolucionarios y contrarrevolucionarios, liberales y conservadores, progresistas y reaccionarios. Podría objetarse en ciertos casos el uso de estas etiquetas por ser inadecuadas, anacrónicas o generalizadoras. Pero más importante para los problemas aquí tratados es el hecho de que estos clivajes no logran dar cuenta de una de las tensiones constitutivas de la vida política posrevolucionaria: el hecho de que la valoración positiva de la ruptura con el pasado se conjugara con el temor a los cambios y a la aceleración que podían socavar todo intento por erigir un orden social, moral y político. El 19 de agosto de 1816, unas pocas semanas antes de que Pazos Kanki lamentara el “ánimo susceptible de novedades” que afectaba a sus compatriotas, el jurista Manuel Castro iniciaba la publicación de El Observador Americano refiriéndose a los errores cometidos por la revolución que:
En la mayor parte han sido causados por el espíritu de novedad, que temerariamente extendió su influjo a todos los ramos de la administración. Pudiera decirse que los primeros gobernantes ocupados de la grandeza del objeto, olvidaron algunos medios y algunas precauciones; dejaron de prevenir el momento más peligroso de toda revolución, que es aquel tránsito de un término a otro término, es decir, del antiguo gobierno, que se destruye al nuevo, que se establece, el cual no puede hacerse sin correr los riesgos de la anarquía, y sin un desquiciamiento general de los principales resortes de la máquina social. No advirtieron que sería mejor levantar el nuevo edificio sobre algunos muros antiguos, de los que no estuviesen débiles o ruinosos. No se contentaron con hacer las alteraciones y reformas en la parte pecante, en la parte que había ocasionado nuestros males, nuestra humillación, nuestra servidumbre, en la parte que estaba en oposición con nuestra libertad, sino quisieron descomponer, y reducir al estado de materia informe toda la masa política y civil, para combinar de nuevo los primeros elementos de la sociedad. (Senado de la Nación, 1960: t. IX, 7656)
Para Castro, la revolución había extraviado su rumbo “por el espíritu de novedad” que amenazaba arrasar con todo lo establecido. Por eso proponía una transición en la que debían equilibrarse las novedades y las tradiciones. ¿Pero cuáles innovaciones eran válidas? ¿Cuándo y cómo debían implementarse? Estos interrogantes, centrales en las disputas políticas e ideológicas, también se planteaban en su reverso: ¿qué hacer con las tradiciones e instituciones heredadas? ¿Debían ser resguardadas sin más; tenían que modificarse en forma paulatina; o, como predicaba Lafinur, había que erradicarlas de cuajo cambiando “nuestro modo de existir” salvo en lo relativo a la religión?
Esta salvedad no era casual, pues algunas de las novedades más conflictivas fueron las religiosas. Al cumplirse el séptimo aniversario de la revolución, el clérigo Felipe Iriarte pronunció un sermón en Tucumán criticando a quienes dejaban de lado el dogma para “(…) adoptar ciegamente los extravíos de la razón siempre inquieta y nunca infalible”. Así sorprendían “(…) la sencillez del pueblo y se presentan como unos oráculos de ilustración y reforma. La ociosidad los contrae a tomar de memoria párrafos pomposos de los herejes, para repetirlos con aire libertino en las tertulias y en los estrados”. En ese sentido sostenía que “Es justo gloriarnos de haber nacido en el siglo de las luces; pero es una extravagancia persuadirse que toda novedad es ilustración” (Iriarte, 1907: 207-8 -destacados en el original-). Pero la cuestión religiosa no se reducía al escándalo que pudieran provocar algunos espíritus volterianos. Mucho más importante era la disputa por el rol que debían tener las instituciones eclesiásticas y sus miembros en el nuevo orden. No resulta extraño entonces que esa fuera la reforma más resistida entre las tantas que emprendió Bernardino Rivadavia como Ministro de Gobierno al constituirse Buenos Aires en provincia soberana tras la disolución de las autoridades nacionales. En 1822 presentó un proyecto que las ponía bajo el control del Estado, además de disolver algunas órdenes y de suprimir el diezmo y los fueros. La propuesta provocó un áspero debate que permite apreciar cómo se había temporalizado la política. El 4 de agosto de 1822, el diario oficialista El Centinela reprodujo críticamente algunos argumentos de los opositores, como el hecho de que el pueblo estuviera imbuido por “las preocupaciones en que se le ha sumido por siglos enteros” por lo que concluían que “no es tiempo de la reforma eclesiástica”. Ante esas críticas, el redactor se preguntaba “¿Y por qué no lo es de ésta, como lo ha sido de las demás clases? ¡El tiempo!”. Por el contrario, según argüía, no se trataba de una reforma “intempestiva” ya que aún se mantenía el impulso revolucionario que desde hacía más de una década había puesto en movimiento a la sociedad promoviendo todo tipo de innovaciones. (Senado de la Nación, 1960: t. IX, 7939-40)
Los reformistas celebraban que la revolución hubiera creado un nuevo estado de cosas, pero lamentaban que aún coexistieran fenómenos pertenecientes a distintos estratos del tiempo. De ese modo, y a diferencia de quienes se mostraban cautelosos ante los cambios, promovían la urgente adecuación de las leyes al nuevo orden social y político. El mismo diario sostenía el 20 de octubre de 1822 que “Los cuerpos legales que nos rigen llevan en mucha parte, por no decir en todo, el sello del tiempo en que nacieron. Necesitamos otros que estén subordinados al progreso de las luces, y en conformidad con las prerrogativas de nuestra creación.” (Senado de la Nación, 1960: t. IX, p. 8114).
Éstas u otras reflexiones del mismo tenor se produjeron en un marco de conflictos que impedían consolidar un orden estable capaz de ser considerado legítimo por todos los actores en pugna. Esto hizo que fracasara el proyecto de organización nacional promovido por los unitarios en el Congreso Constituyente reunido entre 1824 y 1827 y que eligió a Rivadavia como Presidente. Sus medidas centralizadoras concitaron rechazo, desatando una guerra civil en la que triunfó el partido federal y, dentro de éste, la facción liderada por Juan Manuel de Rosas que gobernó la provincia de Buenos Aires a partir de 1829, logrando extender su hegemonía hacia el resto de las provincias durante los años siguientes.
La evaluación negativa que los federales hacían de la experiencia unitaria los llevaba a sostener la necesidad de dejar que el paso del tiempo creara condiciones para organizar a las provincias soberanas en una nación: “No pensamos ocuparnos de cuestiones por su naturaleza inoportunas. Hablar de congreso, de constitución, es desconocer la verdadera situación del país. Todo tiene su tiempo, y la fruta más saludable, fuera de sazón, es a veces un veneno muy activo” (El Lucero n° 586, 24/9/1831). Pero los federales no sólo culpabilizaban a los unitarios por haber promovido políticas erradas. También les achacaban su carácter extemporáneo, alegando que aún en el caso de que pudieran ser beneficiosas, la sociedad no estaba aún en condiciones de adoptarlas. En esto coincidirían los jóvenes románticos de la Generación del 37, así como también en la crítica a los unitarios por haber intentado imponer reformas extemporáneas prolongando los errores de la revolución. Es que si bien la reivindicaban por haber puesto a América en la senda del progreso, también lamentaban que se hubiera producido cuando aún no estaban dadas las condiciones sociales, morales e intelectuales, tal como lo señaló Juan B. Alberdi al inaugurar el Salón Literario en 1837:
Un día, señores, cuando nuestra patria inocente y pura sonreía en el seno de sus candorosas ilusiones de virilidad, de repente siente sobre su hombro una mano pesada que le obliga a dar vuelta, y se encuentra con la cara austera del Tiempo que le dice: está cerrado el día de las ilusiones; hora es de volver bajo mi cetro. Y entonces conocemos que mientras los libres del Norte y de la Francia no habían hecho más que romper las leyes frágiles de la tiranía, nosotros nos empeñábamos en violar también las leyes divinas del tiempo y del espacio. (…), el movimiento general del mundo, comprometiéndonos en su curso, nos ha obligado a empezar nuestra revolución por donde debimos terminarla: por la acción (...) De modo que nos vemos con resultados y sin principios. De aquí las numerosas anomalías de nuestra sociedad: la amalgama bizarra de elementos primitivos con formas perfectísimas; de la ignorancia de las masas con la república representativa. Sin embargo, ya los resultados están dados, son indestructibles, aunque ilegítimos: existen mal, pero en fin existen. ¿Qué hay que hacer, pues, en este caso? Legitimarlos por el desarrollo del fundamento que les falta; por el desarrollo del pensamiento. (1957: 130-1).
Estas palabras eran tanto un diagnóstico como un programa, pues los jóvenes románticos entendían que eran ellos quienes debían desarrollar ese pensamiento determinando el ritmo y la dirección en la que debían darse los cambios. Su intención original era realizar una revolución en las ideas y las costumbres para luego promover innovaciones en el orden político. Esto permite entender por qué Alberdi pudo aspirar a convertirse en guía del régimen rosista, al que entonces consideraba una expresión genuina del estado social rioplatense. Esta posición sin embargo fue desechada a partir de 1838, cuando además de hacerse evidente que Rosas los ignoraría, se desataron una serie de conflictos internos a los que se les sumó la intervención francesa que auguraban el fin del régimen. En esa coyuntura, que creyeron una ocasión única, dieron un golpe de timón y pasaron a ejercer una franca oposición radicalizando su apuesta por la política.
De ahí en más los románticos oscilaron entre esas dos posiciones que también implicaban una diversa consideración sobre la relación entre tiempo y política y, más precisamente, sobre la conveniencia de acelerar su marcha. En apariencia se trata de posturas similares a las reseñadas en las líneas anteriores. Su sentido, sin embargo, ya no era el mismo, pues fueron planteadas en el marco de un lenguaje historicista y de una nueva conceptualización del tiempo como tiempo histórico.
Consideraciones finales: el tiempo histórico
La revolución rioplatense dio lugar a una nueva experiencia de tiempo orientada hacia el futuro y signada por la ruptura con el pasado, la aceleración y la temporalización de la política. En lo inmediato, sin embargo, no implicó que se forjara una nueva conceptualización de tiempo. Dilucidar por qué recién se produjo avanzada la década de 1830 excede los alcances del trabajo, por lo que en estas líneas finales sólo esbozaré sus principales rasgos y propondré algunas conjeturas sobre sus condiciones de posibilidad.
La primera cuestión a considerar es la expectativa generada por la revolución en relación a la dinámica de cambio que la animó. El hecho de estar viviendo un tiempo nuevo que debía dar lugar a una sociedad organizada bajo principios no menos novedosos, era un proceso que muchos juzgaban irreversible. La aceleración, en cambio, podía ser un fenómeno coyuntural atribuible a los trastornos provocados por la revolución, más que una cualidad del tiempo o una que lo informaría de ahí en más. De hecho ese estado de convulsión era precisamente lo que para algunos impedía que la revolución pudiera finalizar con éxito, tal como lo sostuvo Funes al conmemorar su cuarto aniversario:
Verdad es que esas tempestades a que está expuesto todo Estado que se escapa de las manos de un opresor y ese espíritu de turbulencia y de desorden inseparable de toda revolución que corrompiendo el juicio aun de los más sabios, se extiende como una especie de contagio, han estado hasta aquí en oposición de nuestro común designio, y han impedido que aparezca sobre nuestro horizonte ese día claro de abundancia, de justicia y de prosperidad. (Funes, 1907: 66).
Casi diez años más tarde, el redactor de El Centinela defendía la reforma eclesiástica alegando que ésta era tan legítima como oportuna, ya que la inscribía en el movimiento que había venido creando cosas nuevas desde 1810. Pero también daba a entender que esa marcha concluiría cuando se cumplieran los objetivos de la revolución: “(…) el resultado final de todo lo que ha precedido, es el blanco que Buenos Aires busca con anhelo, el punto en que únicamente puede consentir el detenerse” (Senado de la Nación, 1960, t. IX, 7940). Cabría argüir entonces que ese “día claro de abundancia, de justicia y de prosperidad” anunciado por Funes, debía ser a la vez el “punto” en el que detendría su marcha el movimiento que permitiría alcanzarlo. Y así también concluiría ese vertiginoso proceso de aceleración que cautivaba a algunos y asustaba a otros.
Esta expectativa, aunque referida al proceso local, formaba parte de una concepción animada por la idea de que la humanidad marchaba hacia su emancipación, presuponiendo la existencia de un horizonte último en el que reinaría la libertad, la justicia y la razón. Los románticos rioplatenses también sostenían que la humanidad está regida por leyes progresivas, aunque entendían que este movimiento ya nunca detendría su marcha. Pero más decisivo aun fue el hecho de haber dejado de concebir al tiempo como algo abstracto y externo a los procesos históricos que sólo permite medir el movimiento de la humanidad y sus cambios o progresos, para pasar a considerarlo como una fuerza inmanente que informa a los sujetos sociales y motoriza su evolución. Desde esta perspectiva no habría tiempo sin sujeto: el tiempo sólo podría ser tiempo histórico.
Las diferencias entre ambas concepciones se pueden apreciar con mayor claridad cuando se examinan los cambios producidos en el concepto Historia. En el marco de la ilustración y del proceso revolucionario, el concepto cobró mayor densidad, a la vez que se le dieron nuevos usos ligados a sus funciones pedagógica, pragmática y crítica (Wasserman 2009 y 2010). Ahora bien, a pesar de estos cambios y de la ruptura con el pasado, siguió considerándose a la historia como un repertorio del cual podían extraerse enseñanzas dada la presunción de que todo suceso podía ser reducido a otro ya acontecido. Es por ello que cuando Funes quiso explicar las divisiones que aquejaban a los revolucionarios, no dudó en recurrir a un texto sobre la revolución francesa que a su vez la interpretaba tomando a los clásicos romanos, concluyendo que “(…) cuando fijamos la consideración en nuestras disensiones, no parece sino que Cicerón, Tácito y Salustio escribieron para nosotros.” (Funes, 1817, 492). Si bien la revolución había producido una brecha irreparable entre pasado y presente, las novedades siguieron procesándose en el marco de una concepción de la Historia como magistra vitae tal como sucedió en otras experiencias revolucionarias contemporáneas (Hartog, 2007: 112). Esa concepción se fue horadando a medida que se extendía la certeza de que el presente no podía reducirse sin más al pasado, a la vez que se apelaba a una filosofía de la historia que explicaba los cambios como progresivos avances de la humanidad desde las tinieblas hacia la luz. Los efectos de esa ruptura entre pasado y presente que terminaría por deshacer el concepto tradicional de Historia, cobrarían forma poco tiempo después en el discurso de los románticos. Esto se puede apreciar en el uso que hacían de conceptos singulares colectivos como Progreso o Historia que contienen y explican a cada uno de los avances como expresiones del movimiento histórico, así como también a los sujetos que los protagonizan y las leyes que lo rigen. Pero a diferencia de los ilustrados, no creían que se tratara de una evolución única guiada por una razón trascendente de alcance universal: “(…) cada pueblo, pues, tiene y debe tener su civilización propia, que ha de tomarla en la combinación de la ley universal del desenvolvimiento humano, con sus condiciones individuales de tiempo y espacio” (Alberdi, 1957: 129). Desde su perspectiva, los pueblos, en tanto sujetos sociales, son portadores de una temporalidad inmanente que preside su evolución orgánica y los singulariza. Ahora bien, que la humanidad y los pueblos estén regidos por leyes no implica necesariamente un sometimiento ciego a las mismas, ya que consideraban al hombre como un ser libre y dotado de voluntad. Esta voluntad, sin embargo, tampoco la concebían incondicionada. Y éste es uno de los núcleos de su crítica a los ilustrados, a quienes acusaban de haber querido introducir novedades sin tener en cuenta a esas “condiciones individuales de tiempo y espacio”. Para los románticos, por el contrario, sólo serían legítimas las intervenciones que expresaran las posibilidades contenidas en el desarrollo orgánico de su sociedad. Y esto requería a su vez de un trabajo de interpretación para poder dilucidar las leyes que guían su movimiento.
Más allá de las precisiones que puedan hacerse al respecto, lo que aquí interesa es que los románticos desarrollaron una concepción del tiempo como tiempo histórico expresado en un lenguaje historicista y en conceptos como el singular colectivo Historia. De ese modo, las nuevas experiencias de tiempo, el cambio constante y la aceleración, pudieron dejar de considerarse anomalías propias de la coyuntura revolucionaria para pasar a concebirse como expresiones legítimas de la Historia que, en su diversidad y guiada por las leyes del progreso, se orientaba en forma irreversible hacia un futuro desconocido pero al que no dudaban en imaginar promisorio.
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Notas