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El otro en clave liberadora. Una aproximación desde la perspectiva dusseliana

Alberto Staniscia
Universidad Nacional de San Martín (UNSAM), Argentina

El otro en clave liberadora. Una aproximación desde la perspectiva dusseliana

e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 14, núm. 56, pp. 60-73, 2016

Universidad de Buenos Aires

Recepción: 02 Agosto 2016

Aprobación: 24 Agosto 2016

Resumen: El otro en clave liberadora. Una aproximación desde la perspectiva dusseliana

La centralidad de la idea del Otro en gran parte de los filósofos latinoamericanos de la liberación es innegable. Enrique Dussel no solo no es la excepción sino que dicha idea se presenta como pilar fundamental en la integridad de su obra. Nuestro escrito aborda la noción dusseliana de Otro, exclusivamente desde su estatus antropológico, presentando algunas de sus principales características y orientando la exposición hacia aquellas categorías de análisis susceptibles a una interpretación de índole liberadora.

Palabras clave: Otro, exterioridad, pueblo, liberación, profeta.

Abstract: The other in liberating key. An approach from the dusselian perspective

The centrality of the idea of the Other, present in most of the Latin-American liberation philosophers, is undeniable. Enrique Dussel is not the exception and that idea is presented as a main foundation on the completeness of his work. Our writing deals with the dusselian notion of Other, exclusively from its anthropological status, presenting some of its main features and targeting to those analysis categories susceptible of a liberating interpretation.

Keywords: Other, exteriority, people, liberation, prophet.

Palabras introductorias

Esto no es más que un escrito parcial, limitado, inconcluso, acerca de la noción de Otro en la filosofía de Enrique Dussel. Hemos renunciado aquí a la pretensión de agotar la temática –como si tal cosa pudiera hacerse-, así como a la tentación de ofrecer un estudio comparativo que desarrolle sus mutaciones en las diferentes etapas evolutivas del autor. El espacio no nos lo permite; tampoco nuestras intenciones. Sin embargo, dada la centralidad que la materia en cuestión ha tenido en el devenir de la obra del filósofo argentino-mexicano, el abordaje de la idea de Otro supone, extrañamente, inmiscuirse en el conjunto de su pensamiento, o, por lo menos, en los cimientos teóricos desde donde se erige. Si esto último ha ocurrido con el presente escrito, véase en ello una consecuencia y no un objetivo consumado.

No hemos cercado la exposición a un momento específico de la obra dusseliana, así como tampoco a un escrito en particular; lo que decidimos fue tomar aquellas nociones acerca de la temática seleccionada que conservan, estimamos, cierta coherencia conceptual. Por este motivo, se hallarán citas de publicaciones separadas entre sí por décadas –e incluso enmarcadas por giros profundos en el posicionamiento de nuestro filósofo-, apoyando el mismo argumento. Lo que ofrecemos son permanencias, no rupturas. Además, cabe aclarar que, aunque reconocemos la influencia de diferentes filósofos sobre nuestro pensador, nos centramos –dadas las limitaciones espaciales- en trabajar sobre este último sin abocarnos a evaluar tales influencias. En otras palabras: no resulta relevante aquí, lo acertado o no de la versión acogida por Dussel en cuanto las categorías teóricas provenientes de Marx o Levinas, por mencionar dos ejemplos capitales. Empero, esto no significa desatender las fuentes originales de donde abreva, sino precisar un ámbito de estudio.

Hechas las acotaciones debidas y advirtiendo desde ahora que circunscribiremos nuestro análisis a la dimensión antropológica, presentamos aquí un esbozo de la idea de Otro en la filosofía dusseliana, lo cual nos exigirá adentrarnos en nociones afines a dicha idea – exterioridad, pueblo y liberación-, desarrolladas cada una individualmente, pero en movimiento progresivo de subsunción y complejidad en los apartados que siguen.

Exterioridad

La filosofía exige un comienzo, aunque más no sea en la exposición. Pero aquí las palabras mienten, pues nadie expone simplemente lo ya pensado: exponer es en sí un nuevo pliegue del filosofar. Hay un comienzo –o varios- que es primero y que sin llegar a ser ajeno al tiempo, encuentra su verdadera magnitud en figuras espaciales: es un comienzo porque es punto de apoyo, cimiento y también suelo. El filósofo tendrá el suyo y sabrá o no hacerlo explícito, o tendrá la dignidad de aguardar a quien sepa interpelarlo. Enrique Dussel es –creemos- un filósofo afincado abiertamente en su comienzo, un comienzo discutible –como todo en filosofía-, pero acerca del cual no podrá negarse la grandeza y fecundidad de lo pensado.

En el libro Filosofía de la Liberación Dussel afirma de manera inequívoca que la noción de “exterioridad” es la categoría más importante de su propia filosofía -su comienzo, si se nos permite- (2011: 76), lo que conlleva que cualquier tentativa de abordar alguna de las temáticas desarrolladas por el filósofo argentino-mexicano demande la remisión constante hacia aquélla. El asunto que convoca el presente escrito no es –y quizás como ningún otro asunto- la excepción, y tanto es así que la idea de Otro se desvanecería en el aire si se la pretendiera comprender al margen de la exterioridad:

“El otro (en cuya expresión se incluye siempre a la otra) es la noción precisa con la que denominaremos la exterioridad en cuanto tal, la histórica, y no la meramente cósmica y físico-viviente” (2011: 81).

La exterioridad es entonces lo que define al otro, lo que lo “constituye” en su alteridad, en su ser dis-tinto[1]. Ahora bien, poco se avanzaría en la profundización de estas ideas si intentáramos comprenderlas truncando la referencialidad que las mismas comportan. En efecto, y con las salvedades que haremos luego, no se es en sí otro y exterior, sino ante aquello por lo cual se erige y sostiene la exterioridad. No es este el lugar para interrogarnos si la exterioridad agota o no el ser del otro, como si éste no fuese nada más que aquélla; pero sí es el momento de introducir la categoría de análisis que permite adentrarnos en el significado pleno de lo que se está abordando: la categoría “Totalidad”. Así, las cosas, los objetos, los entes en definitiva, nos dice nuestro filósofo, no están simplemente dispersos, aislados en una indiferencialidad monstruosa, pues los entes son ya con sentido, situados en algún orden gracias al cual la cosa es esto, sirve para aquello o no sirve en absoluto; los entes nos aparecen en el marco de un sistema, un horizonte simbólico que abarca y unifica lo que enfrentamos y hace que nada, en algún punto, nos sea ajeno. Esto, gracias a lo cual la integridad de lo que hallamos en la vida se devela en un plexo de indicaciones recíprocas y aparentemente inagotables, es lo que Dussel llama Totalidad.

La exterioridad empieza a dibujar sus contornos ante una Totalidad que la “enfrenta”, conformando una pareja conceptual inescindible a punto tal que difícilmente podamos penetrar en un término sin remitirnos al otro. Por este motivo, será necesario continuar ahondando en lo que venimos diciendo acerca de la Totalidad a fin de delimitar adecuadamente la noción opuesta que la acompaña. En primer lugar, debemos tener presente que hay Totalidad y hay totalidades, es decir que existen todos específicos que demarcan parcialmente un sector particular de la realidad, y existe una Totalidad que se abre como horizonte de sentido dentro del cual las totalidades parciales son comprendidas. El ser humano no percibe sin más aquello que lo rodea, como si captara omnisciente la integridad de su entorno; sino que recorta, abstrae, selecciona, descarta de la multiplicidad de objetos y acontecimientos cotidianos, en función de cierto marco conceptual que los abarca y orienta. Así, por ejemplo, cuando vamos a un bar ya “sabemos” que el tipo de vínculo que mantendremos con el mozo responderá a una visión muy diferente a la asumida con respecto a nuestra pareja: en un caso será normal ejecutar un ritual de intercambio donde prima el aspecto económico; en el otro, mediatizar la relación conforme a la lógica implementada con el mozo (servicio-paga), sería absurdo y contraproducente. Vemos entonces que nos disponemos cotidianamente de acuerdo a ciertas totalidades que limitan una porción de la realidad. A estas totalidades (cuya impronta levinasiana es evidente) nuestro filósofo, apoyándose en Bourdieu, las llamará campos: “Denominaremos campo a una totalidad de sentido gracias a lo cual el ser humano recorta la infinita complejidad del mundo cotidiano, en su más amplia extensión, en alguna dimensión específica” (Dussel, 2015: 26-27).

Nos hallamos entonces atravesados por una serie de totalidades o campos, es decir, “cortes” de sentido (económico, político, estético, familiar, etcétera) que prefiguran nuestro modo particular de ver y actuar en la vida. Además, dentro de los campos se incluyen diferentes sistemas (capitalismo, socialismo, etc.) que a su vez integran instituciones (micro-sistemas o sub-sistemas), y todo en una compleja arquitectura dinámica de entrelazamiento constante o factible, dado que así como los sistemas se pueden cruzar dentro de los mismos campos, éstos entre sí también pueden hacerlo. Instituciones, sistemas y campos conforman una secuencia ascendente de totalidades múltiples e interconexiones variantes, sin que ninguno de sus elementos sea la mera sumatoria de sus componentes. No obstante, por debajo o por encima de estas parcialidades de sentido, un horizonte más amplio opera como continente, punto de partida y fundamento, una Totalidad de totalidades que Dussel denomina Mundo cotidiano o, simplemente, Mundo. He aquí la primera nota de lo que llamamos Totalidad.

La segunda característica que vamos a abordar ahora se desprende, en parte, de lo dicho anteriormente. El asunto que posibilita avanzar en el terreno que estamos transitando es la reflexión acerca del estatuto ontológico de la Totalidad. Veamos cómo es esto. Afirmar que la Totalidad es fundamento y punto de partida de las totalidades (campos) que comprende, supone establecer cierto vínculo de subordinación e implica que el hecho de que las cosas sean dentro de la Totalidad depende de la Totalidad misma, dado que sin el ser de esta última los objetos, los entes que se presentan o aparecen de una u otra manera, simplemente no serían. En efecto, dentro de esta lógica argumental el fundamento es desde-dónde surgen y se mantienen los entes, el origen posibilitante de aquello que la Totalidad ciñe. En este marco, más allá de la heterogeneidad con la que creemos toparnos en la vida, las cosas encuentran su unidad indiscernible en una Totalidad que les da su ser, una especie de diferenciación interna por la que todas las entidades no son en definitiva, más que lo mismo:

Esta Totalidad, como todo todo, es, en cuanto totalidad (no en cuanto abierta), siempre lo Mismo. “Lo Mismo” (tò auto, das Selbe, le Même) indica que desde dentro, desde la interioridad, desde la propia identidad proceden los momentos diferenciales […]. “Lo Mismo”, como Totalidad, se cierra en un círculo que eternamente gira sin novedad (Dussel, 2012a: 97).

El movimiento que se despliega en la lógica de la Totalidad solo avanza por el camino de la identidad, una lógica que piensa “lo otro” a partir del fundamento, del ser, y por tanto incorpora lo ajeno y lo torna “lo mismo”. La Totalidad es totalitaria. Así lo “nuevo” que surge en la Totalidad de “lo Mismo” no es más que el desarrollo de una potencialidad ya presente en el interior del Todo, por lo cual aquello que se asume como “novedad” no pasa de ser repetición, actualización de lo que estaba en germen. En este sentido, puesto que “lo otro” es pensado desde una identidad originaria (el ser, el fundamento), no pasa de ofrecerse como “algo diferente” afirmando una lógica que cuando se enfrenta con alguien, un hombre o una mujer, un Otro, se vuelve cosificante. Es importante remarcar el término diferente pues es el mismo Dussel quien se encarga de reservarlo para conceptualizar al “otro” cuando éste es concebido desde la Totalidad; empleando, por su parte, la palabra dis-tinto cuando el otro es Otro y su abordaje es ya desde la categoría de exterioridad, como veremos inmediatamente.

Tomemos un caso. En la vida de cada uno de nuestros días, solemos toparnos con una gran variedad de entidades que sin embargo son las mismas. Ahí estamos como siempre en el mismo bar de ayer y de la otra semana, y seguramente de la próxima; sentados en la mesa, nuestra mesa, junto a la ventana, la misma de otras veces, mirando hacia nuestra calle favorita, hacia ese paisaje que nos vuelve tan únicos. El mozo es nuestro mozo, el mismo de otras tardes, de todas las tardes, a quien solo hará falta un gesto furtivo para que traiga lo mismo de siempre. A nuestro alrededor se dibujan borrosas las caras de una multitud que continúa la comedia diaria y ambienta la escena infinitamente repetida y de la que nos creemos protagonistas; ahí están, cumpliendo su papel de forma tan eficaz como los muebles, las tapas de revistas viejas y las fotografías de personas ilustres que decoran los muros. El mozo llega y ejecuta su guión como buen personaje sartreano; deposita en la mesa nuestra cerveza, la de siempre, y el plato minúsculo de maníes salados que jamás tocamos; acomoda el vaso helado, lo llena del preciado líquido, dice “esas palabras” y se despide hasta el próximo acto, que ya será el último. Todo en ese sitio se ha vuelto brumoso, incluso el tiempo, desarrollándose una eterna historia en la que no pasa nada. Sin embargo, algo ocurre. Una leve presión en el brazo nos distrae sacándonos de “nuestras líneas”. Nos volvemos con la mirada hacia un costado: la escena ya se ha modificado y parece no responder a ningún guión. La bruma comienza a disiparse y un rostro, por fin un rostro, emerge. Es una niña, sucia, hambrienta, encarnación de todo dolor posible, quien desde un “más allá” nos mira a los ojos y, señalando el minúsculo plato de maníes, nos dice: “¿Me da?”. El mundo se ha evaporado.

Lejos de ser un hecho meramente pintoresco o accesorio, la situación recién apuntada se ofrece como prueba de que existen momentos extraordinarios en que la mismidad se rompe, en que la Totalidad se desnuda y muestra su verdadera naturaleza. Un rostro aparece, irrumpe, se resiste a ser comprendido dentro de un Todo y se revela ante la normalidad de lo constituido. Aquello que creímos algo nos interpela, nos obliga a mirarlo cara-a-cara o mejor aún, a escuchar una voz sacudiendo el eterno guión de una vida vacía, desde otro mundo de nuestra Totalidad por siempre la misma nos interroga (“¿Me da?”) y en su pregunta se impone como Alguien, como dis-tinto, como impugnación al orden vigente que lo ha hecho víctima. Así, el sentido de la exterioridad que define al Otro se entiende ahora con mayor hondura: el Otro fundamentalmente es ante la Totalidad que lo hostiliza y avasalla, y a la cual se enfrenta negándose a ser deglutido como algo más, pero sobre todo -y como veremos mejor- ofreciéndose como “lugar” y punto de partida de una verdadera transformación, sujeto activo de donde surja la auténtica novedad. Otro dis-tinto a “lo Mismo”. En fin, hombres y mujeres libres.[2]

Profundicemos.

Pueblo

El empleo que hemos dado al término “exterioridad” encierra la posibilidad de caer en dos malentendidos: por un lado, considerar que el Otro en cuanto “más allá” de la Totalidad estaría inhabilitado para cualquier forma de intervención dentro de la misma; por otro, concebir la Alteridad exclusivamente desde la perspectiva de la Totalidad negándole a aquella todo contenido positivo, viéndola tan solo en términos del “vacío conceptual” dejado por el Todo. Respecto a la primera alternativa, es necesario aclarar que la exterioridad del Otro no implica forzosamente estar fuera de la Totalidad, sino más bien un plus, un ser-más desbordante de cuanto límite quiera atraparla, una especie de “ajenidad” del Otro que existe aun dentro de cualquier orden o estructura construida: “Ninguna persona, en cuanto tal, es absolutamente y sólo parte del sistema. Todas, aun en el caso de las personas miembros de una clase opresora, tienen una trascendentalidad con respecto al sistema, en el interior del mismo” (Dussel, 2011: 88).

Es importante no perder de vista este aspecto de la exterioridad dado que, como se verá, cumple un papel fundamental en la praxis liberadora. Por el momento dejemos esto aquí y pasemos al segundo posible malentendido[3].

El Otro como dijimos, no debe ser concebido exclusivamente en términos de “resto” de la Totalidad, negándosele un contenido positivo propio, como si su ser se limitara a no ser, precisamente, aquella. Es cierto: el Otro en cuanto exterioridad, es lo que no es Totalidad; sin embargo, esto es tan solo un momento –necesario- en el esclarecimiento de la Alteridad, dado que comprenderse como sujeto-objeto de la Totalidad, como entidad no reconocida en su dignidad, es el punto de partida para revertir semejante estado de cosas. Así el Otro más allá de su no-ser, contiene una serie de peculiaridades que lo definen positivamente y dentro de las cuales se halla una prioritaria para nuestro planteo: el Otro, por encima de su innegable existencia singular, presenta un marcado carácter social.

El encuentro con el Otro no se circunscribe nunca a un contacto individual. Un gesto, una broma, la ceremonia del encuentro, cada instante sacro del ritual celebrado, asumido y ya normalizado, manifiestan en su ocultamiento un pasado en el que siempre hay alguien; ese extraño acontecimiento en el que aparentemente intervienen solo dos personas, evidencia la historia de cada sujeto, la clase social a la que pertenecen, sus géneros, la región del planeta en la que les tocó vivir, el país en el que se han radicado, las vivencias de sus padres, abuelos y la integridad de una estirpe. El rostro de cada uno revela a todo un pueblo. Empero, llegados a este punto, será necesario no apresurarnos en la conceptualización del término “pueblo”, de no ser precavidos correríamos el riesgo de caer en graves malentendidos, especialmente tratándose de un vocablo acerca del cual, a remedo de la noción agustiniana del “tiempo”, damos por sabido su significado aunque jamás nos hallamos puesto a pensar seriamente en el asunto.

Lo primero que debemos indicar es que pueblo, desde la perspectiva dusseliana, no es una categoría sociológica ni económica sino una categoría rigurosamente política (Dussel, 2012b: 112), debiéndose encuadrar su análisis en el campo (o totalidad) correspondiente. Ahora bien, ¿qué es dicho campo? Nuestro filósofo lo define de esta manera:

Todo campo político es un ámbito atravesado por fuerzas, por sujetos singulares con voluntad, y con cierto poder. Esas voluntades se estructuran en universos específicos. No son un simple agregado de individuos, sino de sujetos intersubjetivos, relacionados desde siempre en estructuras de poder o instituciones de mayor o menor permanencia. Cada sujeto como actor es un agente que se define en relación a los otros (Dussel, 2012b: 22).

El campo político se especifica como un ámbito de interacción, en el que se encuentran estructuras e instituciones que nos permiten operar, dado que cada campo y sus sub-sistemas correspondientes poseen un “saber” determinado, interiorizado por los sujetos intervinientes. Sin embargo, no debe entenderse que dichos sujetos son meros instrumentos de Totalidades que los superan y anulan en su autonomía; por el contrario, el campo político –como cualquier campo- pone límites, establece lo que está dentro y fuera de sí, organiza las prácticas que están permitidas, es decir aquellas que son de su incumbencia; pero siempre enmarca tales prácticas en el terreno de la lucha, de las relaciones de poder, de conflictos y acuerdos que condicionan las mismas pero que no las determinan en una u otra dirección. Así el campo político nunca deja de ser un espacio estratégico de resistencia, libertad y transformaciones posibles. Es aquí donde la categoría de pueblo se inscribe.

Una de las observaciones prioritarias que debemos realizar a fin de profundizar en nuestro asunto es que, desde el posicionamiento filosófico de Enrique Dussel y contrariamente a lo que suele pensarse, el pueblo no somos todos sino un “bloque social ‘de los oprimidos’ y excluidos” (2012b: 115). En este sentido pueblo lejos de postularse como categoría integradora, se afirma como concepto rupturista de la comunidad política. Comprender esto cabalmente nos exige de un pequeño rodeo. En principio, circunscribiendo el análisis al plano internacional podríamos abordar la temática en función del tipo de vínculo que se establece entre los diferentes países, comprobando que un conjunto de estos mantienen al resto en una situación de dependencia y/o explotación, conservando una posición hegemónica y dibujando un esquema global con centro -EEUU y parte de Europa- y periferia -América Latina, Asia y África-. Así, algunas naciones se ubican respecto al orden mundial imperante -“sistema-mundo” la llamará nuestro filósofo, siguiendo con variantes a Immanuel Wallerstein-[4] en su exterioridad, y en este sentido, como Otro. Un “espacio” político se construye como una multiplicidad de “[…] tensiones que luchan por el control, el poder, la dominación de un cierto ámbito bajo el Imperio de una voluntad orgánica” (Dussel, 2012a: 778); de forma tal que cuando un Estado o un conjunto de Estados conforman una Totalidad “espacial”, se erige como centro y establece sus fronteras, su periferia, los límites fuera de los cuales ya no se es pero en cuyo interior y como marginal se torna cosa, entidad manipulable por el centro. Desde esta perspectiva y en el marco de las relaciones entre naciones o algunas de ellas, las oprimidas y excluidas, constituyen el pueblo.

En una línea de interpretación acorde con lo que venimos afirmando, aunque limitando aún más el objeto de análisis, el pueblo aparece no ya como periferia de un centro de poder sino como entidad situada fronteras adentro de un país. Así el pueblo se concibe en relación con las clases dominantes dentro de un mismo Estado dependiente, en el cual la sociedad se divide entre quienes detentan el poder (elites, oligarquía, burguesía, etc.) y aquellos que lo padecen, los oprimidos y excluidos, el no-ser político de una Totalidad nacional. Es precisamente a este último sector, en la dimensión específica en que abordamos el asunto, al que nuestro filósofo denomina pueblo. Ahora bien, más allá de que se trata de dos niveles de exterioridad diferentes (pueblo-centro; pueblo-clases dominantes), no debemos descuidar la estrecha relación entre ambos, puesto que: 1) las condiciones internas de un Estado dependiente (pueblo en el primer nivel de exterioridad) son establecidas en gran medida por los centros de poder hegemónico mundial; 2) el factor determinante por el cual las naciones periféricas como totalidades son asumidas como pueblo se encuentra en sus sectores oprimidos y excluidos (pueblo en el segundo nivel de exterioridad) (Dussel, 2011: 121). Empero, lo dicho hasta aquí aún no clarifica la noción que estudiamos. Avancemos unos pasos más.

Ha definido Dussel al pueblo como el bloque social de los oprimidos y excluidos, es decir como el Otro del orden político vigente; en este sentido el pueblo se encuentra en una extraña situación respecto a la Totalidad dado que: “Por una parte, es el bloque social ‘de los oprimidos’ en el sistema (por ejemplo, la clase obrera), pero al mismo tiempo son los excluidos (por ejemplo, los marginales, los pueblos indígenas que sobreviven en la auto-producción y el auto-consumo, etc.)” (2012b: 118).

En efecto, el pueblo como Otro del sistema político imperante es, en parte, quien está fuera de la Totalidad cerrada, es el abandonado a su propia suerte -que siempre es poca-, el sector social que no dispone siquiera de la paradójica ventaja de ser explotado en un empleo remunerado. Sin embargo, el oprimido, incluido como engranaje forzoso que lo mantiene como tal, es decir, el oprimido como oprimido en el sistema no deja de conservar cierta exterioridad, dado que posee dos dimensiones que lo constituyen: por un lado cierta positividad que Dussel llama meta-física, una positividad que va más allá del ser de la Totalidad; tiene su realidad, su dis-tinción, su memoria histórica atravesada por triunfos y derrotas heroicas, una anterioridad –no necesariamente temporal- al sistema que se obstina en negar su alteridad. Pero por otro lado, también es una porción funcional al orden dominante, hombres y mujeres alienados que han introyectado el deber-ser de una normalidad injusta, que han sido totalizados en “lo Mismo”, volviéndose entidades insulsas y nada temibles para el estado de cosas existentes. Ambas dimensiones como se dijo, están incluidas en la noción de pueblo, las cuales no deben perderse de vista dado que la posibilidad de la liberación de este sujeto se asienta en gran medida, en estas consideraciones.

El pueblo en cuanto Otro, además de ser la exterioridad de la Totalidad política dominante, es libre. No nos referimos, cabe aclarar, a la libertad del mercado, a la posibilidad de vender y comprar mercancías; aunque tampoco estamos hablando de la libertad de un sujeto pleno en un orden perfecto resultado de un acto revolucionario -orden imposible, dicho sea de paso, pues todo orden, según nuestro filósofo, siempre genera sus propias víctimas-. Indicamos simplemente que el Otro en su exterioridad frente a la Totalidad dadora del ser de los entes que totaliza, es nada-de-ser y por consiguiente origen de materialidades aún no pensadas, aurora de proyectos verdaderamente nuevos y no subsumidos en el devenir de “lo Mismo”. El pueblo humillado como nada, como inculto, bárbaro e incapaz de toda creación proba, es precisamente en su nulidad quien abre las grietas del ser imperante y ofrece por su condición, las posibilidades genuinas de lo inesperado. El pueblo es creador y lo es justamente desde la nada; no desarrolla potencialidades en germen halladas en la Totalidad, sino alternativas reales, im-pensables desde el orden reinante pues provienen de la negación misma de dicho orden. Hay un plus de ser, como ya dijimos, una trascendentalidad jamás comprendida ni racionalizada por el Todo que impide la saturación del sometimiento del Otro; este conserva, inclusive en las peores situaciones de opresión -y con mirada cómplice al pensamiento sartreano-, un “espacio” de ininteligibilidad, de resistencia en cuanto exterioridad por la que irrumpe, crea, provoca y clama justicia. El Otro, el pueblo, la víctima, es el único hontanar legítimo en la construcción de un mundo dis-tinto. Saber escuchar su voz interpelante será la clave de una liberación auténtica.

Liberación

Lo expresado hasta el momento acerca de la noción de Otro nos permite abordar una categoría fundamental y estrechamente vinculada con ella en el pensamiento de Enrique Dussel: la idea de liberación. En efecto, lo esbozado conduce casi naturalmente a ver en el Otro el “lugar” propicio para el devenir de un acontecimiento, o si se quiere, el sujeto protagónico del mismo, puesto que la Alteridad en cuanto exterioridad se nos abre como única vía posible ante una Totalidad cerrada, incapaz por sí de crear algo nuevo. En este sentido el Otro ofrece una alternativa real para la construcción de un mundo dis-tinto, es decir, para la auténtica liberación. Sin embargo, aproximarnos de manera adecuada a esta categoría exige que nos detengamos por separado en ciertos aspectos esenciales de la reflexión dusseliana sobre el asunto, diferenciando liberación de emancipación así como destacando al profeta y al filósofo como figuras intervinientes de la praxis liberadora. Profundicemos.

a) La emancipación

Una de las primeras aclaraciones que debemos realizar es que, pese a la identificación que suele hacerse de ambos términos, “liberación” y “emancipación” tienen significados muy diferentes en el marco teórico desde donde nos estamos situando. Tributario en este aspecto de Antonio Negri, Dussel nos aclara:

[…] la emancipación (usada hoy corrientemente en la filosofía hegemónica) enuncia el hecho de que el sujeto del derecho puede llegar a ejercerlo como lo que ya estaba en potencia […], mientras que la liberación alcanza un estado en el que nunca estuvo (como el esclavo que se libera y gana el estatuto de libre, que era una imposibilidad en el proyecto de la totalidad vigente)(2015: 251).

La diferencia entre ambas expresiones es clave, no por cierto prurito académico –necesario en muchos casos- sino y fundamentalmente por razones de fondo que hacen a la praxis misma de la liberación. La emancipación desde esta perspectiva y contrariamente al empleo habitual del término, carece de poder revolucionario, dado que mantiene intacto el orden donde se despliega el acto emancipatorio y no es más que una posibilidad real y legal dentro del orden constituido. Obtener un título habilitante para ejercer una profesión, acceder a un ingreso económico que permita solicitar un préstamo caudaloso, llegar a cierta edad para participar en comicios eleccionarios, etcétera, únicamente actualizan potencialidades ya presentes –y aceptadas- en la Totalidad dominante sin cuestionar dicha Totalidad: esto es emancipación. Un suceso emancipatorio, en este sentido, no ofrece verdadera novedad; es el devenir de “lo mismo”, el ejercicio de un derecho que se tenía, acto funcional al estado de cosas existentes; en definitiva, ser lo que ya se era.

La liberación contrariamente, apunta a la construcción de una realidad nueva, a la instauración de un orden im-pensado por la Totalidad (vieja) y por esto mismo, a la destrucción de dicha Totalidad. La liberación es un movimiento realizado desde la exterioridad del Otro y que abre una hendidura profunda en la “mismidad” del Todo, proyectando una utopía factible para un horizonte insólito de sentido, pero utopía imposible –negada, menospreciada y perseguida- en el orden reinante. La liberación así concebida, remite a un núcleo teórico semita y no helénico, nos aclara Dussel, y se despliega en función de la idea de “salida” o “salir” (hatsalah) cuya expresión literaria la encontramos en el Éxodo: Egipto sería la Totalidad opresora y la salida de él representaría, precisamente, la liberación del pueblo esclavizado, su éxodo hacia la Tierra Prometida. En este marco, la liberación consistiría en el pasaje que va de una tierra (Totalidad opresora) a otra (Totalidad nueva creada por el antiguo esclavo), en el que se ponen en juego una serie de momentos primordiales: 1) la Totalidad imperante -Egipto-, niega la exterioridad -el esclavo- afirmándose como dicha Totalidad; 2) la Totalidad debe ser negada por el Otro –quien es negado-, pero esto bajo la condición de la afirmación del Otro -el esclavo-, es decir el reconocimiento por parte del oprimido de su propia exterioridad, de su anterioridad histórica y futuro imaginado frente a la opresión; 3) la negación de la negación de la Totalidad dominante y construcción de una Totalidad que afirme la exterioridad antes negada (pasaje a la tierra que mana leche y miel). La liberación así entendida, lejos de ser un suceso actualizador de lo ya existente en la “paz” del tirano –emancipación- representa verdaderamente una crítica a la Totalidad dominante, una praxis de cuestionamiento y destrucción de lo viejo y producción de algo novedoso y justo. El término que mejor define esta praxis perpetrada por el Otro, dirá nuestro filósofo, será la expresión semita habodáh que significa “trabajo” y “servicio”: la liberación es una tarea que no se cumple por contrato, coaccionados por el temor a ser desechados, sino una faena solidaria y responsable por la que se erige un mundo dis-tinto en el que se crean y pro-crean hombres y mujeres inéditos, imprevisibles para la Totalidad vencida (Dussel, 2011: 108-111; 2012a: 231-232; 2012b: 138-139, 149-150; 2015: 249-251; ).

b) El profeta

Una vez aclaradas algunas de las características capitales del proceso de liberación, y retomando las ideas desarrolladas en el apartado III, se desprende con facilidad que el sujeto protagónico de dicho proceso, especialmente en el campo político, es el pueblo, el bloque de oprimidos y excluidos, la víctima de una Totalidad que lo niega. No es menor esta aserción y conviene retenerla, dado que, a nuestro criterio, Dussel se ha mostrado un tanto ambiguo al respecto en algunos pasajes de sus obras, aunque ha saldado esta posible vaguedad en sus últimos escritos.[5] En efecto, no es extraño que a pesar de la afirmación explícita respecto al rol preponderante del pueblo como artífice de su propia liberación, el desarrollo ulterior de la argumentación dusseliana nos incline a pensar, en varias ocasiones, que la liberación es fundamentalmente obra de aquel a quien Ricoeur llama “profeta”, es decir el intelectual, especialmente el filósofo. Empero, no es este el lugar para incursionar en semejante digresión, así que continuaremos desarrollando aquellas nociones que juzgamos definitivas o, por lo menos, aún vigentes en nuestro autor.

Entre el Otro -el pueblo, la víctima- y el profeta se establece un tipo de vínculo muy particular en vías a la liberación de ambos y es vital retener esto: la liberación es conjunta. No debe perderse de vista este detalle, dado que de hacerlo podríamos caer en una visión paternalista, salvífica, donde el pueblo asume, exclusivamente, un rol pasivo. En efecto, si bien es acertado declarar que el profeta “escucha” la “voz” del Otro, esto no acontece de modo espontáneo ni mucho menos se reduce a la posesión de virtudes extraordinarias –que las tiene- por parte de aquél. El profeta oye pero tan solo porque previamente fue interpelado, y esto bajo la condición de que las víctimas operaran antes sobre sí mismas:

[…] hay todo un proceso anterior, desde la toma-de-conciencia del Otro (oprimido-excluido), que inicia el proceso de re-conocimiento y solidaridad primera (entre los Otros mismos como víctimas, entre los oprimidos, en el pueblo excluido entre ellos mismos) desde su propia re-sponsabilidad [sic] originaria de ellos mismos como sujetos de nueva historia (Dussel, 2006: 421).

El Otro, la víctima, trabaja sobre sí mismo en un camino que integra, por un lado, el reconocimiento positivo de la propia idiosincrasia, de aquella sabiduría, valores e historia que lo constituyen y definen; y por otro, la compresión dialéctica de que el momento afirmativo se constituye en relación a una Totalidad que lo niega, explota y margina. Así, la toma de conciencia de la negatividad -ser oprimido- en la que se dibuja la positividad -sabiduría popular hija de un pasado compartido-, se ofrece como condición capital para la elaboración de un proyecto de vida distinto al establecido. Ahora bien, esto requiere que primero, como cuerpo organizado y militante, el Otro esté preparado para hacerse oír, es decir, para interpelara quien esté dispuesto a escucharlo. Es aquí donde entra el profeta.[6]

La figura del profeta representa, fundamentalmente, al sujeto que posee conciencia ética, es decir, a quien está en condiciones de oír al Otro (Dussel, 2011: 105). En este punto la actitud del profeta es pasiva, aún no tiene nada para decir dado que, simplemente, no sabe acerca de ese Otro que lo está interpelando. Se trata del respeto hacia quien le habla, un respeto que acepta la exterioridad del Otro, que lo reconoce en su libertad y, por consiguiente, en su misterio. Ante él solo cabe guardar silencio y obedecer.

El profeta se abre a la víctima, al pueblo sufriente que clama de dolor y asume una responsabilidad, un compromiso –anterior a cualquier decisión, a cualquier elección nacida del análisis- que se le presenta irrecusable. La palabra del Otro, ese grito del torturado, ese llanto de la mujer violada, ese lamento de la trabajadora explotada, halla al sujeto capaz de asumirla (como) propia. El profeta ya es Otro, y en cuanto tal, escucha el llamado interpelante a subvertir el estado de cosas existentes. Empero, un alto precio tendrá que pagar aquel que ose escuchar al pueblo, pues quien lo haga se enfrentará indefectiblemente a una Totalidad cerrada que jamás habilitará las voces disonantes al discurso de “lo mismo”, que nunca aceptará la posibilidad de lo dis-tinto, de la novedad, pues eso implicaría –y lo sabe- su propia aniquilación. Así el profeta será traidor, enemigo y acaso, mártir.

El interpelado, el hombre o la mujer que se han hecho capaces de oír la voz del Otro, pueden ahora decir lo suyo, estableciendo un diálogo en vías a la liberación, es decir, trabajando las líneas de ruptura de la Totalidad dominante, abriendo las grietas en la normalidad instituida y anunciando la novedad de un mundo más justo, ajeno, impensable, utópico diría Freire, desde la “mismidad” opresora. No obstante, y es necesario insistir en el asunto, la edificación de esta novedad no es obra exclusiva del profeta sino, fundamentalmente, producción del pueblo, de las víctimas que se han revelado -y rebelado- y que desde su nada de ser, desde la exterioridad, se erigen como fuente de la negación que los niega -Totalidad vigente, Egipto- y crean una comunidad inapelablemente otra, es decir, una nueva Totalidad. El profeta (el científico, el filósofo, el experto en cierta disciplina, etc.) que ha vivenciado la irrupción de ese Otro y que se ha visto conmovido radicalmente en su propia existencia, se transforma así en una conciencia ético-crítica en condiciones de laborar sobre la interpelación lanzada y restituir, de acuerdo a las herramientas teóricas propias de su campo de estudio, dicha interpelación –diríamos, reelaborada-, colaborando responsablemente con las víctimas para la construcción de un verdadero sujeto histórico anti-hegemónico, hontanar de un proyecto alternativo (Dussel 2006: 324; 2015: 169-170). La voz del Otro como la palabra divina, al pronunciarse crea y lo que crea es liberación.

c) El filósofo.

El filósofo encarna como nadie la figura del profeta. No es el único, pero su tarea lo torna privilegiado. Dussel afirma explícitamente: el filósofo es el primer profeta del futuro (2012a: 365). Lejos de enquistarse en la Universidad buscando ascensos individuales y reconocimiento internacional y distante de todo aquello que no huela a documento raro y antiguo, el filósofo dusseliano (sin renegar de la rigurosidad y la formación académica) es un sujeto comprometido con su pueblo; así, la filosofía tiene un marcado carácter social y se une inexorablemente con la política. De no hacerlo, la filosofía caería en la vaciedad, el utopismo y, en muchos casos, la confabulación con el opresor.

Una nueva imagen se exhibe aquí: el Rey, como representante de la esfera política. El Rey y el profeta ofrecen metafóricamente el vínculo necesario entre el filósofo y el político: este sin aquel es incapaz de escuchar la voz del Otro, volviéndose tirano, gobernante de una Totalidad cerrada, injusta y asesina. El filósofo sin Rey es delirante, constructor de proyectos irrealizables. Empero, la unión adecuada de ambos cambia radicalmente el asunto:

El “profeta” ejerce su acción liberadora sobre el rey […]; el “rey”, para ser éticamente justo, debe oír la voz del profeta y lanzar dialécticamente la Totalidad hacia nuevas posibilidades históricas. La profecía se hace real por el “rey”; la obra del Todo se abre al futuro y la justicia por dicha profecía (Dussel, 2012a: 253).

El filósofo, en cuanto profeta que ha escuchado la voz sufriente del Otro, posibilita con su tarea responsable la apertura de la Totalidad imperante, viabiliza la praxis liberadora que arroja el orden establecido hacia un futuro realmente novedoso, hacia una Totalidad dis-tinta donde las injusticias que padecen las víctimas de hoy desaparezcan. Sin embargo, y es substancial aclararlo, quien construye la Totalidad del porvenir no es el filósofo, sino el pueblo y el político. Este, cuando escucha a aquel al prestar oídos al profeta y acusa la interpelación del rostro sufriente de la víctima, se compromete en la edificación del nuevo Todo, superando la normalidad vigente y trazando el camino exigido por el conjunto de oprimidos y excluidos. No obstante, la tarea del filósofo para lograr asentarse en su verdadero fin, debe atravesar un proceso de conversión, un vínculo entre aquél y el Otro planteado en términos de maestro-discípulo. La filosofía se torna pedagógica. El filósofo será maestro del Otro, pero para serlo antes deberá ser su discípulo. La confianza en la veracidad de la víctima, la fe en su magisterio, será el punto de partida. El “tema” lo pondrá el Otro, y el filósofo, el auténtico filósofo, escuchará atento su revelación. De no ser así, más que de una praxis liberadora nos hallaríamos frente a un mero acto de imposición cultural. El filósofo, educando respetuoso de la sabiduría del pueblo, hace silencio, ese silencio que, como afirma Freire, no es el del terror y el autoritarismo –y agregaríamos, el de la demagogia-, sino el silencio activo de quien está pensando en lo que se le dice. Este será el primer paso hacia la liberación del filósofo, hacia la “salida” de la Totalidad cerrada y opresora; será el comienzo de su magisterio ante un pueblo que lo ha interpelado, y la devolución al llamado desgarrador que lo ha estremecido. En fin, será el inicio de un nuevo filosofar.

La filosofía en el marco de lo expresado hasta aquí, nacida del grito sufriente del pobre, la viuda, el huérfano, el extranjero y el desarrapado, de la periferia del sistema-mundo, de la exterioridad del Otro, no podrá ser sino Filosofía de la Liberación, una filosofía que se erige casi como respuesta al planteo de Salazar Bondy (1968)[7], Enrique Dussel, entre otros, compartirá el diagnóstico del filósofo peruano, pero acentuará el carácter situacional de todo pensador, el reconocimiento explícito de la circunstancia en que se halla el sujeto filosofante; y será dable precisamente desde ahí, la elaboración de una filosofía propia. En este sentido, es el compromiso con el llamado del pueblo sufriente y la responsabilidad asumida con él para destruir el escenario de opresión y la construcción de un orden justo, lo que posibilitará la aparición de una filosofía realmente original. Así, este proceso de liberación del Otro es también, y no podría no serlo, un proceso de liberación de la misma filosofía.

La Filosofía de la Liberación es un contradiscurso, es una filosofía crítica que nace en la periferia -desde las víctimas, los excluidos- con pretensión de mundialidad. Enfrenta concientemente [sic] a las filosofías europeas, o norteamericanas […], que confunden y aun identifican su europeidad concreta con su desconocida función de «filosofía-centro» durante cinco siglos (Dussel, 2006: 71).

La filosofía de la que aquí hablamos es una filosofía que no puede descuidar su propia segregación del discurso hegemónico, puesto que no se trata de un prurito academicista en búsqueda de la notoriedad, el galardón y los aplausos, sino de la presencia de una voz por siempre acallada y no partícipe –como protagonista, pero sí padeciéndola- en la “comunidad filosófica”, un silenciamiento alienante y encubridor de la muerte pues lo que se silenciaba y se silencia no es más que el clamor de los pueblos. Esta filosofía, que primero fue de la liberación latinoamericana, hoy se erige como filosofía de la liberación de todos los oprimidos y excluidos del mundo. La tarea del filósofo, en este escenario, será –si se nos permite volver a Sartre- condena, pues elegir no es, nunca lo fue, una opción. El Otro persiste en su doloroso llamado interpelante. Veremos si somos capaces de oír… o de volvernos cómplices.[8]

Palabras finales

Hemos llegado al final de nuestro recorrido. Las dificultades sorteadas son heterogéneas; las problemáticas abiertas, innumerables; las objeciones que se nos puedan realizar, una esperanza y un deseo. No nos es ajeno que centrándonos en una temática muy específica, debimos rozar otras cuyos abordajes exigirían de un espacio con el que no contamos. Sin embargo, creemos que lo expuesto aquí satisface los objetivos apuntados al inicio. Ahora será el lector quien lo juzgue.

La obra de Enrique Dussel ha sido blanco de múltiples observaciones críticas, de las cuales nuestro filósofo –con mayor o menor tino- se ha encargado.[9] No obstante y más allá de los reparos al planteo dusseliano, estimamos no solo positivo su aporte sino también –y especialmente- necesario. La realidad vivida, sufrida por los pueblos periféricos, por el Otro excluido, por nosotros mismos en el actual orden mundial, nos exhorta a un claro posicionamiento en todos los ámbitos de la vida, y la filosofía desde luego no es una excepción. Es evidente que la propuesta aquí esbozada pone en debate nuevamente un asunto prácticamente olvidado –pero no ingenuamente olvidado- a partir de la década del ochenta, y que no es otro que la cuestión de la “neutralidad” en el campo de las humanidades y las ciencias sociales. Por sólo hablar de América Latina el pensamiento más original y crítico de los años sesenta y setenta –bastaría con mencionar a las denominadas Teorías de la Dependencia-, fue objeto de una persecución atroz, ora por los regímenes militares instalados en la región, ora –e impulsado por lo anterior- por la asonada neoliberal que invadió al subcontinente. Ante la posible acusación de inmiscuir elementos ideologizados que sesgaran la mirada sobre la realidad estudiada, comenzó a imponerse en el ámbito académico latinoamericano un discurso que identificaba rigurosidad, cientificidad y neutralidad, lo que desechaba de plano cualquier opción no digamos revolucionaria ni reformista, sino acompañada del rumor de un eco lejano e incierto con tufillo a compromiso político. Intelectual militante se volvió mala palabra.

Hoy la realidad de nuestros pueblos latinoamericanos es la prueba más clara de que esa supuesta “asepsia ideológica” no era otra cosa que la legitimación seudo-científica del avance de la derecha. Empero, algunas cosas se aprendieron y prueba de ello fue la llegada al poder de gobiernos de tinte progresista que apuntaban a mejorar la situación injusta de las clases sociales más postergadas de la región, así como la propuesta de re-pensarnos desde una visión más crítica a como lo veníamos haciendo –el llamado “giro descolonial” quizás sea una muestra de ello-. Esta nueva coyuntura que se está erigiendo gracias a la consumación de los denominados “golpes blandos” así como del revés eleccionario de los proyectos “populistas”, nos conmina a apropiarnos conscientemente del posicionamiento desde el cual se llevará adelante nuestra labor como intelectuales, cientistas o como quiera designársenos. Escogeremos el camino a seguir; optaremos por esta o a aquella estrategia; decidiremos freireanamente, a favor de qué y de quién, y en contra de qué y de quién; jugaremos las cartas, aunque jamás hayamos aceptado entrar al juego. No elegir, es elegir perder. No comprometerse, es comprometerse con el opresor. La neutralidad es inviable.

La filosofía de Enrique Dussel toma partido a favor del Otro y nos invita a hacer lo nuestro. La víctima exige, interpela, lucha y aguarda. Oír o no su voz será el escenario donde se definirá el porvenir. Nuestra tarea se asume como una forma de intervención sobre el mundo. No necesariamente es la decisiva –creemos que está muy lejos de serlo-, pero negar su incidencia y alegar desinterés, en el contexto socio-económico y político en que nos hallamos, es algo bastante parecido a la connivencia. La propuesta dusseliana representa una invocación a tornar evidente esta extraña circunstancia en que nos encontramos quienes nos dedicamos a estas faenas. El compromiso es condena, no posibilidad. Elegir ante el llamado convocante resulta hoy ineluctable. Cada quien decidirá de qué lado se pone.

Bibliografía

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Notas

[1] Nótese que empleamos la expresión “dis-tinto” y no “diferente”. Lo diferente haría referencia a una unidad original; lo dis-tinto no (Dussel y Guillot, 1975: 25). Volveremos sobre esto.
[2] La influencia de Emmanuel Levinas en Enrique Dussel es innegable, especialmente en lo que respecta a las categorías “exterioridad” y “Totalidad”. Sobre la interpretación dusseliana del pensamiento de Levinas pueden consultarse, entre otras, las siguientes obras: Dussel, (1999: 80;2006: 359-368; 2012a: 97-156; 2015: 39-40, 147-152); Beorlegui (1997a: 243-274;1997b: 347-371); García Ruiz (2003: 173-237); García Ruiz (2014).
[3] El lector interesado en profundizar en esta temática puede consultar: Dussel (2011: 88-23;2012a: 119-123; 2014: 211-212).
[4] Para una profundización de la interpretación dusseliana del “sistema-mundo”, pueden consultarse: Dussel, E. (2004; 2006: 19-86).
[5] Por citar un ejemplo: “[El profeta] llamará por su parte al Otro para mostrarle el camino de la liberación” (Dussel, 2012a: 232).
[6] La idea de interpelación puede ahondarse en las obras que empleamos en este apartado, pero se encuentra especialmente desarrollada en Dussel (1993: 33-65).
[7] En esa obra Salazar Bondy niega la capacidad de América Latina de crear obras verdaderamente originales mientras subsistan las condiciones socio-económicas dependientes. Cfr. Salazar Bondy (2006: 77, 85-86). Respecto a la relación entre Salazar Bondy y la Filosofía de la Liberación, pueden consultarse: Beorlegui (2010: 597-602, 622-637, 686-690); Cerutti Guldberg (2006: 263-273); Sobrevilla (2014: 11-28). Sobre la mención explícita de Salazar Bondy por parte de Dussel (1999: 27;2006: 84, Nota 123; 2011: 256; 2012a: 323)
[8] Para una visión amplia e introductoria del pensamiento de Enrique Dussel pueden consultarse, entre otras, las siguientes obras: García Ruiz (2003); Cerrutti Guldberg (2006); Beorlegui (2010: 730-754).
[9] Como indicación, cabe recordar algunas: 1) déficit de interculturalidad en la argumentación sobre el Otro (Fornet-Betancourt); 2) enmarcar la concepción del Otro dentro de categorías de análisis modernas y pretender, desde ahí e ingenuamente, la superación del paradigma moderno (Castro Gómez); ubicar al filósofo dentro de una elite en contraposición al pueblo (Otro-masa), cayendo en la descalificación de éste por sobre la excelencia de aquél (Cerutti Guldberg). Véase: Cerutti Guldberg (2006: 341-354; 372-388; 410-426); Castro-Gómez (1996: 12; 36-37; 39-40; 73-75; 166-170);Fornet-Betancourt (2004: 50-56).
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