Artículo

La raza reverso de la nación: un balance urgente, doscientos años después

Race as the reverse of nation: an urgent balance two hundred years later

Dana Rosenzvit
CONICET, Argentina

La raza reverso de la nación: un balance urgente, doscientos años después

e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 16, núm. 62, pp. 19-32, 2018

Universidad de Buenos Aires

Recepción: 12 Octubre 2017

Aprobación: 12 Diciembre 2017

Resumen: En Nuestra América la ruptura del nexo colonial dió inicio a los procesos de creación y formación de la nación y del estado. Ambos procesos fueron dirigidos por las clases dominantes en situación de dependencia de los países centrales, buscando mantener la estructura social que garantizara su situación de poder, y en ambos las poblaciones preexistentes fueron mantenidas en una posición de dominación, subalternización y explotación. La descolonización latinoamericana, fue heredera y continuadora de los mecanismos de producción de identidad y diferencia coloniales. Se generó así una reconfiguración (más no una transformación) de la jerarquía étnico-social anterior base de los flamantes estados-nación, sobredeterminados por el mito de la comunidad imaginada europea, idealmente monocultural y ficticiamente homogénea. En este trabajo nos proponemos analizar la relación entre la idea de “raza” y la idea de “nación” al interior del proceso de formación de las naciones hispanoamericanas.

Palabras clave: Nación, raza, período independentista, Hispanoamérica.

Abstract: In “our America” the end of the colonial relation entailed the processes of Nation´s creation and state´s formation. Both of these were lead by the dominant classes dependent on the central countries and trying to maintain the social structure which would guarantee their privileged situation. In addition in both processes, the pre-existents populations were kept in a position of domination, subalternization and exploitation. Latin-American decolonization inherited and continued the mechanisms by which, in the colonial period, identity and difference were produced.

In this sense a reconfiguration (but not a transformation) of the former ethnic and social hierarchy took place, and it operated as the base of the brand new nation-states. There were over determined by the European “imaginary community” myth, ideally monocultural and fictitiously homogeneous. Our objective in this essay is to analyze the relation between the ideas of “race” and “nation” inside the hispanic-american nation´s creation process.

Keywords: Nation, race, independence period, Hispanoamerica.

La raza reverso de la nación: un balance urgente, doscientos años después

La ruptura del nexo colonial en el Nuevo Mundo Hispanoamericano y la consiguiente independencia de las repúblicas americanas, dio inicio al proceso de formación de los estados-nación[1] latinoamericanos. El Manifiesto del Congreso de las Provincias Unidas de Sud América por el cual se declaró la independencia de la República Argentina, evidencia el espíritu conservador de aquellos años de radicales transformaciones políticas, al declarar “el fin de la revolución y el principio del orden”. Este proceso que tuvo como principal objetivo “ordenar el cambio” (Funes, 2006: 20) se centró en la necesidad de crear la nación y conformar el estado. A diferencia de los casos de los estados-nación europeos y de los (futuros) estados-nación africanos y asiáticos, en América Latina el surgimiento de la nación fue posterior al surgimiento del estado. Los contenidos de la Nación fueron creados desde la dirigencia del estado (Ansaldi y Giordano, 2012), tomando como modelo a las “comunidades imaginadas” europeas (Anderson, 2013) idealmente monoculturales y ficticiamente homogéneas.

Si para el caso de Europa la homogeneidad era ya una ficción, o como explica Anderson, el producto de la imaginación y de la creación (2013: 22, 23), en el caso latinoamericano la heterogeneidad estructural de sus poblaciones, tiempos, culturas y lugares implicaron un desafío aún mayor, frente a la tarea de adaptar la organización social colonial, basada en una jerarquía étnico-social, a los ideales de comunidad y patria necesarios para la transformación de los virreinatos hispanoamericanos en sus continuadoras (¿o rupturistas?) naciones.

El objetivo de este trabajo es describir el contradictorio y conflictivo proceso de formación de las naciones hispanoamericanas a partir de su relación con la raza como constructo discursivo y performativo (Butler, 1988). En este sentido se analizarán las rupturas y continuidades de esta relación a través de la ruptura del nexo colonial, presentando como hipótesis que la raza, como efecto de la subalternización y dominación, representa en nuestro continente un elemento estructural de larga duración en términos de Braudel (1970). Sostenemos que la raza funcionó como categoría ordenadora tanto en la Colonia como en la conformación de las naciones, de las cuales se constituyó como reverso y fuente de legitimidad y significación.

Para una cartografía de los signos en cuestión

En el artículo “Historizando Raza”, Julio Arias y Eduardo Restrepo (2010) advierten sobre la necesidad de distinguir entre la categoría analítica y la construcción social a la hora de analizar los procesos que tienen en el centro a la “raza”. Yendo aún más lejos dan cuenta del hecho de que las categorías analíticas son también construcciones sociales situadas. En la misma línea y evidenciando esta tensión en la pluma de nuestros propios intelectuales Nelson Manrique (1999) da cuenta de las necesidades de analizar el contexto de producción para entender el significado y la circulación de las categorías de “raza” y “etnia” en los escritos de José Mariátegui. En palabras del autor: es imprescindible poner en su contexto sus elaboraciones intelectuales, situándose en el horizonte de los conocimientos entonces existentes, en los debates politico ideologicos, en la trama de las relaciones sociales y correlaciones de fuerzas entonces imperantes (1999: 60) -lo decible y lo pensable al interior de una episteme dada diría Foucault (1999)-. En este sentido, sostenemos que tanto la raza como la nación, son ideas que a través de discursos dominantes (y luego contrahegemónicos) producen realidades en términos de Althusser (1979). Distanciándonos de lo teorizado por Anderson (1983) según lo cual “el nacionalismo y la raza ocupan espacios conceptuales diferenciados, el primero como pensamiento de los destinos históricos y el otro por fuera de la historia, sostenemos, en cambio, que ambos dos son constitutivos e históricamente contingentes” (Appelbaum, Macpherson y Rosemblatt, 2003, IX, traducción realizada por quien escribe).

Así estamos frente a la dificultad de analizar un proceso discursivo y performativo que es situado y que se reproduce generando efectos a través del habla. Al nombrar la raza, al buscarla en nuestra historia para describir sus usos y sentidos, estamos siempre nombrandola otra vez, dándole un lugar en nuestro discurso y repitiendo de alguna forma sus efectos. Elegimos en este sentido realizar un estudio marcado por la especificidad histórica y el contextualismo radical, dando cuenta de las formas de decir y producir raza en un tiempo y espacio determinado, analizando sus efectos desde su contexto de producción y circulación.

Nos inscribimos así en la sociología histórica análitica para analizar la relación entre los discursos sobre la raza y sus efectos en la construcción de las naciones hispanoamericanas del sur. Excluimos deliberadamente los casos de Brasil y del Caribe porque aún con lógicas similares -a excepción del caso de Haití[2]- la historización del proceso en estas naciones es marcadamente disímil a los casos que aquí estudiamos y preferimos no caer en anacronismos conceptuales a la hora de tratar con conceptos que son siempre situados espacial y localmente. Siguiendo a Mignolo (2007) realizaremos una lectura de la historia que analice “la simultaneidad de acontecimientos en las metrópolis y en las colonias con el objetivo de dar cuenta de los vínculos histórico- estructurales heterogéneos entre las dos caras de cada acontecimiento y por consiguiente entre las dos caras de la modernidad colonialidad” (p.78).

Nos dedicaremos entonces a la relación entre raza y nación en el período independentista hispanoamericano, tomando como punto de partida las Cortes de Cádiz para situarnos del otro lado del Atlántico y quedándonos más acá del siglo XX, sobre el cual sostenemos existe vasta bibliografía[3]. Aunque para el período de análisis la raza fue el instrumento por el cual se biologizó la desigualdad social marcando tanto a las poblaciones originarias del continente como a las poblaciones esclavizadas[4] en África e importadas a América y a sus descendientes, nos dedicaremos a éstos dos últimos grupos poblacionales.

Dado que entendemos a la raza como un “componente estructural de larga duración, una realidad que el tiempo tarda enormemente en desgastar y que es sin embargo dinámico determinando el transcurrir de la historia” (Braudel, 1970: 70, 87) nos moveremos también en el tiempo estructural analizando las continuidades con el período colonial y arriesgando reflexiones en cuanto a sus efectos en nuestra realidad actual y cotidiana. A modo de posfacio daremos cuenta de la manera en que la emergente declaración de plurinacionalidad de los estados de Bolivia y Ecuador tensionan la idea del estado-nación decimonónica.

Entendemos con Almario (2009) al periodo de la independencia como un campo de fuerzas en el que convergieron distintos proyectos, actores y guerras, pero agregamos para este análisis, las distintas y contrapuestas representaciones e imaginarios que se enfrentaron en este campo de fuerzas. Realizaremos entonces una lectura que de acuerdo con Batjin o Voloshinov (1992), tenga en cuenta que las significaciones de una sociedad están configuradas siempre por discursos socioculturales que luchan por la definición en cada signo, siendo éste último unidad de identidad y diferencia (Rosenzvit, 2016a). Entendiendo que lo que está en juego es la acentuación y valoración que los grupos enfrentados otorgan al mismo signo en su intento por hegemonizar su sentido. Para el periodo en cuestión nos centraremos particularmente en las luchas que subyacen a las ideas de “raza” y “nación”.

Cuando el verbo se hizo carne

Al decir que la raza constituye en nuestro continente un elemento estructural de larga duración, estamos sosteniendo que ésta, como signo, ha operado de manera performativa y ordenadora de la estructura social del continente desde la Colonia hasta nuestros días. Así, y siguiendo a Braudel (1970), se ha convertido en un esquema mental constituyendo una cárcel de larga duración. La raza, como categoría ordenadora, ha sido desde su “invención” (Quijano, 2000) un elemento jerarquizante tanto de poblaciones como de continentes enteros. Creada discursivamente - y sostenida tanto científica como religiosamente- por los colonizadores en América ha servido de soporte del naciente capitalismo y del consecuente orden colonial. De hecho según Segato (2005:100) la idea de raza es la primer categoría social de la modernidad. Ésta se constituyó en el elemento principal a través del cual los colonizadores nombraron y fijaron violentamente a los colonizados -americanos y africanos- en su posición subalterna. En el mismo movimiento los colonizadores se nombraron a sí mismos como europeos, blancos y dominantes.

La producción de materias primas y la extracción de metales preciosos en América implicó la necesidad de cuantiosa mano de obra, en primer lugar los colonizadores implantaron “la esclavitud o semi-esclavitud de los indígenas, así como mano de obra europea, generalmente proveniente de deudores “incobrables” o de condenados por diversas clases de delitos” (Grüner, 2015: 83), sin embargo estos métodos de control del trabajo pronto encontraron obstáculos y dificultades. Principalmente la resistencia de ambos colectivos, pero particularmente de los pueblos indígenas quienes contaban con lazos territoriales y sociales. En consecuencia y haciendo muestra de las siniestras tramas de las acciones europeas de ultramar, los colonizadores encontraron la manera de hacer converger sus afanes de colonización y explotación en América y África en pos de su propio enriquecimiento y desarrollo.

La importación de mano de obra esclava, alrededor de quince millones de almas importadas violentamente desde África a América entre el siglo XIV y el siglo XIX (Davidson, 1968; Grüner, 2010), representó “el punto de inflexión en el paso de un pequeño sistema-mundo basado en el mediterráneo al moderno sistema mundial” (Grüner, 2010: 215). La trata atlántica se convirtió en el modelo de los intercambios comerciales dentro del sistema-mundo capitalista (Ibid: 220). Según Anibal Quijano (2000) el desenvolvimiento histórico del capitalismo se construyó sobre procesos de clasificación social (2000), así la esclavitud moderna precisó de la invención de la raza y de la instalación del racismo como sustento ideológico y cultural legitimizante (Gruner, 2010; Quijano, 2000). La raza, signo denigratorio de subalternización fue el “más eficaz instrumento de dominación social inventado en los últimos 500 años” ya que sobre ella se fundó el ​eurocentramiento ​del poder mundial capitalista y la consiguiente distribución mundial del trabajo y del intercambio” (Quijano, 2014: 275 citado en Rosenzvit, 2016b).

Así a través de la raza y la esclavitud “el colonialismo transformó las dialécticas constituidas del continente -América Latina- en dialécticas constituyentes en el marco de la economía mundo capitalista (Ansaldi y Giordano, 2012: 102). A través de la raza se estructuró el rígido sistema étnico-social en las colonias, al interior del cual, en palabras de Frantz Fanon (1983): “la infraestructura es igualmente una superestructura. La causa es consecuencia: se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico” (Fanon, 1983).

El patriarcado violento (Segato, 2016) que impusieron los colonizadores en América generó un proceso de mestizaje de hecho, que a pesar de las reticencias morales y jurídicas que se le enfrentaron, fue creciendo demográficamente (y culturalmente) a través de las generaciones. Así, a pesar de las fuertes barreras raciales que estructuraban el sistema colonial, nos encontramos con la evidencia de la existencia de un grupo creciente de descendientes de africanos que de una manera u otra consiguieron trepar en la escala social. Aún manteniendo un status jurídico y social marcado negativamente a través de la raza, este grupo que recibió el nombre de “libres de color” ganó visibilidad y ciertas cuotas de poder en las sociedades coloniales. De hecho en los siglos XVII y XVIII, se crearon para ellos y otros grupos en situaciones similares, las tarjetas de gracias al sacar en pos de lograr un blanqueamiento legal. Sin embargo, a pesar de la situación disonante de este grupo social en particular, las sociedades coloniales estuvieron definidas por la traducción de las diferencias sociales en diferencias raciales y por su soporte político y jurídico. En 1776 se promulgó en España la Pragmática Sanción con el objetivo de prevenir matrimonios inter-raciales y fortalecer el control estatal sobre los mismos, dos años después su ámbito de competencia fue ampliado a todo el Imperio español.

Las Cortes de Cádiz y la consecuente Constitución de 1812, por las cuales se constituyó el estado-nación español representan una clara evidencia de los intereses españoles y criollos de mantener a las poblaciones afrodescendientes en una posición subalterna tanto social como jurídicamente. A la hora de declarar la igualdad de derechos de los habitantes de las colonias, éstas fueron excluidas. Las palabras en las Cortes del representante limeño Morales Duárez son claras al respecto: “los negros no son oriundos, son africanos, por lo tanto quedan excluidos en la proposición, así como se excluye a los mulatos” (O´phelan Godoy, 2007: 169). En los debates en cuestión, el problema de la esclavitud ocupó un lugar preponderante, cuestión lógica considerando que era la institución fundamental sobre la que reposaba tanto el orden político como el sistema económico (Fradera, 1999) de la España colonial. La esclavitud se ubicaba entre la cuestión nacional en cuanto a los asuntos de identidad entre españoles y americanos y las consiguientes formas jurídico-políticas del nuevo ordenamiento estatal; y la cuestión social en relación a los objetivos liberales para desmontar el régimen feudal a ambos lados del Atlántico (Almario, 2009: 207).

Sin embargo la esclavitud no fue abolida en las Cortes de Cádiz, aún a pesar de su carácter nominalmente modernizador, por el contrario se negó la ciudadanía a los afrodescendientes, a través de factores raciales. Tampoco se generó un marco normativo que pusiera en pie de igualdad a criollos y peninsulares, sino que se mantuvo la desigual representación de americanos y españoles. Para explicar ambas tres negativas es necesario pensar en las consecuencias que su aprobación hubiera tenido para la estructura política y social española en relación con sus territorios de ultramar, teniendo siempre en cuenta las pesadillas diurnas que generaba todavía el fantasma de la revolución haitiana en los grupos dominantes peninsulares y criollos.

La nación en su laberinto



Si hoy un meteoro arrasara con la humanidad y una cultura posterior quisiera comprender su historia, no tendría más remedio que obsesionarse en explicar qué fue para esa civilización la nación moderna

Fuente: Hobsbawm, 1998 en Rufer, 2016

Frente a las negativas de los españoles en las Cortes de Cadiz a otorgar representación igualitaria a los americanos, a la crisis de las guerras europeas y al miedo a la revolución social, los grupos dominantes hispanoamericanos asumieron la soberanía en pos de mantener el orden, declarándose autónomas frente a cualquier cuerpo de gobierno o constituyente en el que no estuvieran representadas de manera proporcional, directa y autorizada. Así comienza en hispanoamérica a partir de 1810 el proceso de invención de las naciones, sobredeterminado por la forma de los estados-nación europeos, idealmente monoculturales y ficticiamente homogéneos. Proceso que implicó “el difícil intento de integrar poblaciones caracterizadas por la heterogeneidad, (...) cruzadas por líneas de jerarquización social, enraizadas en prácticas seculares de dominación de una etnia sobre las restantes (Quijada, 2003: 14).

Rufer (2016) propone pensar a la nación como un enunciado performativo hablado por las elites dominantes desde el estado-nación como lugar de enunciación. De hecho Quijada sostiene que “si en algún proceso de construcción nacional hubo auténticos "nation-builders", individuales e individualizables, esos fueron los hispanoamericanos” (Quijada, 2003: 2). Con el objetivo de mantener su posición hegemónica, y a través de acciones metonímicas, las elites criollas hicieron pasar su posición particular por una universal, vinculando una definición restringida de la nación a la legitimidad de los nacientes estados-nación.

Este ejercicio de consolidación hegemónica es la cara invisible del proceso de diferenciación y racialización por el cual el estado se entronizó a través de la creación de naciones alterofóbicas y alterofílicas (Briones, 2005; Segato, 2007). En palabras de Butler, interpretando a Hannah Arendt: “el estado-nación deriva su legitimidad de la nación, ésta (entonces) debe ser producida expresando determinada identidad nacional singular y homogénea a través de modos de pertenencia normativos y clasificatorios” (Butler y Spivak, 2009: 65).

La necesidad de crear una identidad nacional para legitimar al estado-nación devino en una “lucha por determinar los fundamentos históricos de la conciencia criolla que no podía reclamar para sí el pasado de los españoles, ni de los indios, ni de los africanos, (sino que) era una conciencia definida a la negativa” (Mignolo, 2007: 87, 89), inmersa en la colonialidad del ser (ibid.). En este sentido sostenemos que “en todo proceso de descolonización el pasado es un asunto en disputa” (Cumes, 2015) cuyo modo de ser recordado, no es otra cosa, sino poder político (Esquit, 2005). Así con el objetivo de hacer de su dominación de clase una dominación nacional (Funes y Ansaldi, 2004) las élites criollas dirigieron el proceso de selección de la memoria histórica (Quijada. 2003) necesario para narrar la nación (Bhabha, 2010), a través de procesos de reliteración de la historia colonial y precolonial. A estos efectos inventaron tradiciones (Hobsbawm y Ranger, 2016), olvidaron (Renan, 1882) guerras y genocidios, esencializaron costumbres, y se reapropiaron de mitos, de pasados indígenas y de ideas importadas, en un juego de inclusión y exclusión del pasado y de la otredad (interna y externa).

En su análisis sobre la invención y producción de las naciones poscoloniales -y siguiendo a Said (2004)- Homi Bhabha (2010) define a la nación como una formación discursiva, una narración inherentemente ambivalente, que da cuenta del narcisismo de la autogeneración, manteniendo a la cultura en su posición más productiva en pos de la unidad de la nación como fuerza simbólica (citado en Rosenzvit, 2016b). Según el autor es la perspectiva ambivalente de la nación como narración la que establece sus fronteras culturales para que éstas pueden ser reconocidas como umbrales de contención de significado a través de los cuales se negocian los significados de la autoridad política y cultural (Bhabha, 2010). En sus propias palabras:

Es la marca de la ambivalencia de la nación como estrategia narrativa y (como) un aparato de poder que produce un deslizamiento continuo en categorías análogas- incluso metonímicas- como el pueblo, las minorías o la diferencia cultural, lo que se superponen continuamente en el acto de escribir la nación (p.386)

Así, en el periodo independentista hispanoamericano la narración dominante de la nación fue inseparable de la producción de las formaciones nacionales de alteridad (Briones 2005, Segato 2007). Definidas como “representaciones hegemónicas de nación que producen realidades” (p.29), enfatizando el predominio discursivo por el cual desde el estado se propaga la imaginación de las elites que genera a la matriz nacional como matriz de alteridades organizadas y jerarquizadas (p.30). Entendemos aquí a la hegemonía como un “marco material y cultural común para vivir en, hablar de y actuar sobre los órdenes sociales caracterizados por la dominación” (Roseberry 1994:26 siguiendo a Gramsci). En esta línea Mario Rufer (2016) sostiene la importancia de:

reconocer continuidades miméticas silenciadas, parodiadas bajo el aparente quiasma del “sujeto nacional”, amparadas por las disciplinas que a su sombra se construyeron, asumidas y practicadas como “nuevos órdenes políticos”, metamorfoseadas en la singularidad histórica del ser nacional. Continuidades escudadas en las sinécdoques productivas que supieron sustituir –bajo poderosas ficciones políticas– casta por mestizajes, racialización por inequidades, diferenciación por reconocimientos (p. 276)

Así los inventores de las naciones hispanoamericanas, de sus fundamentos, pasados e historias, consolidaron su poder político a través de la “rearticulación de la diferencia colonial, en una nueva forma que los convirtió en colonizadores internos de los indios y los negros” (Mignolo, 2007:109), lo cual se constituyó en un “sello del continente americano después de la independencia estrechamente vinculado con la construcción de los estados-nación” (ibid.). De esta forma la ruptura del pacto colonial político no implicó la transformación de las relaciones sociales de dominación basadas en criterios raciales herederos de la colonia. Esta paradoja es definida por Aníbal Quijano (2000) como colonialidad del poder y por Santiago Castro-Gómez (2007) como colonialidades heterárquicas del poder, destacando así las múltiples, moleculares y localizadas relaciones de poder que persisten en América Latina más allá de la Colonia. Resaltando también las continuidades que nos unen al período colonial, Rivera Cusicanqui (2015) define al colonialismo interno como un modo de dominación inscripto en las propias subjetividades, el cual persiste todavía hoy (83).

La construcción de los estados-nación latinoamericanos implicó entonces, el pasaje de una historia otrificadora que construyo a la raza para constituir a Europa, como idea epistémica, económica, tecnológica, y jurídico moral, distribuyendo valor y significado (Segato, 2005: 23), a la construcción de las formaciones nacionales de alteridad configuradas por la producción y el trazado de líneas de fracturas continuadoras de las fronteras raciales coloniales (Segato, 2005: 29). En este sentido la autora define al proceso de construcción de la nación como el proceso de producción - y reproducción (nos permitimos agregar en clave de continuidad)- de raza, afirmando que los grupos raciales fueron construidos como una función de unidad de la nación, esperándose de ellos que se comportaran como un componente étnico, en oposición al elemento no étnico dominante.

En esta clave, podemos decir que las clases dominantes criollas (re)impusieron procesos de marcación de mismisidad y diferencia deshistorizantes y esencialistas que mantuvieron las diferencias raciales y su traducción en desigualdades sociales (y viceversa), consolidando la heredada jerarquía étnico-social anterior en la que ahora los criollos ocuparon la posición dominante y dirigente. Se entiende así que el proceso de “imaginación” de las naciones hispanoamericanas estuvo fundado en la violencia originaria (Vernik, 2010) racializante y subalternizante, y en la (re)invención de una tradición (Hobsbawm y Ranger, 2016) oligárquica, blanca y criolla.

Se produjo entonces, en hispanoamérica, el aplazamiento de la invención de la moderna nación cívica y la consiguiente persistencia de las castas raciales. Las clases dominantes mantuvieron el monopolio representativo de lo nacional considerándose las herederas legítimas de la gesta independentista (Almario, 2010: 39-40), excluyendo al resto de las castas de la participación en el diseño de las instituciones, apropiándose moral, política y simbólicamente del proyecto independentista y republicano (Almario, 2009: 212).

En palabras de Almario (2010) (para el caso de Nueva Granada pero lo mismo puede decirse para el resto de los espacios en cuestión) entre el imaginario colonialista propio del dominio hispánico y el nacionalismo de estado como ideología del proyecto republicano, la mentalidad señorial de sus sectores dirigentes, estructurada según criterios socio-raciales representaba a la vez una continuidad y una reconstrucción del orden social proyectado por la modernidad. De ésta síntesis nacieron las ficciones fundacionales en las que se basaron las naciones latinoamericanas postulando al mestizaje como régimen de verdad.

Sin embargo, y a pesar de contar con los medios de producción simbólicos de la nación, las clases dirigentes no pudieron darse el lujo de excluir a las poblaciones negras del proceso de la independencia: en el caso de los libres de color, por el poder económico y político que habían reunido para sí durante la colonia; y en el caso de los esclavizados por la enorme cantidad de hombres que representaban, necesarios a la hora de enfrentar a las fuerzas realistas en el campo de batalla. De hecho en su libro “Simón Bolivar”, Lynch (2010) explica que la guerra de la independencia como fenómeno social puede ser vista como la competencia entre los criollos republicanos y los criollos realistas por conseguir ganarse la lealtad de los pardos y reclutar a los esclavos.

En este sentido Bolívar promovió a la revolución como una coalición contra España, formada por criollos, pardos y esclavos. La participación de éstos últimos, bajo la promesa de su liberación, generó grandes dilemas en la población criolla. En primer lugar por la posibilidad de una revolución esclava heredera de la haitiana lo cual aparecía como una grave amenaza. En segundo lugar por el fuerte rechazo de los esclavistas frente a la necesidad de otorgar libertad a lo que consideraban su propiedad, cuestión que se convirtió durante las cortes republicanas en una postura política organizada. El otro miedo compartido entre las elites blancas criollas, derivaba de la gran cantidad de población de pardos libres de color, y de la posibilidad de que, logrando una representación igualitaria en las cortes, el nuevo estado deviniera en una pardocracia. Aún así, y por los mismos motivos -su gran cantidad y su poderosa posición- resultaba imposible excluir a los libres de color del proyecto independentista, generándose la necesidad de crear en contra de España una alianza patriótica entre pardos y criollos la cual fue narrada como el nacimiento de un nuevo pueblo revolucionario liberado de las jerarquías sociales coloniales (Lasso, 2013).

Los miedos a perder el privilegio y la posición hegemónica, tanto de parte de los criollos como de los pardos, se mantuvieron a lo largo de todo el periodo independentista generando el enfrentamiento entre los ideales cristianos y republicanos que éstos decían defender, con el objetivo de transformar la sociedad en su forma poscolonial; y la mentalidad aristocratizante y conservadora a través de las cuales construirían el orden nacional. Así es que en la constitución de los estados-nación latinoamericanos y como soporte de la legitimidad del poder criollo se enfrentaron “dos antropologías: la de la igualdad de nacimiento y la de la desigualdad hereditaria que permite volver a naturalizar los antagonismos sociales” (Balibar, 1991 citado en Funes y Ansaldi, 2004: 37). En el proceso de invención de las naciones latinoamericanas los sectores criollos y pardos se inscribieron al interior de lo que Balibar define como racismo de clase (Funes y Ansaldi, 2004).

Los ideales de la Revolución Francesa que los criollos quisieron importar quedaban eclipsados (tanto como lo habían estado en la misma Francia, recordemos el caso de la esclavitud en Haití) por sus intereses económicos. En un artículo dedicado al análisis de “la impronta de Jean-Jacques Rousseau en los procesos independentistas latinoamericanos, particularmente de su propuesta de una libertad igualitaria” (Ansaldi, 2012: 87), Waldo Ansaldi explica que la igualdad, -y nosotros podríamos agregar para nuestro caso la libertad- fue más de las veces aceptada en términos políticos y jurídicos, mientras en la práctica fue negada apelando a factores religiosos cuando no naturales-positivistas (Ansaldi, 2012: 91). Para el autor el resultado de este proceso fue la conjugación del liberalismo doctrinario con el autoritarismo instrumental, generando una ciudadanía política que es objeto de restricciones (de clase, género y etnia) cuando no deviene en una mera enunciación formal pero no de facto. De esta forma, en América Latina la universalidad de los principios devino en la singularidad de los derechos efectivos, donde importantes actores sociales quedaron excluidos del acceso a la modernidad (Ansaldi, 2012:105).

Según Almario, y siguiendo la lectura heterogénea y dialógica que propone Mignolo (2007), varias de las cuestiones discutidas en las sesiones de las Cortes de Cádiz (soberanía, orden jurídico-político, representación y sistema electoral, propiedad, libertad, castas e igualdad) se trasladaron directamente o se asumieron en América (Latina), dando origen a múltiples cuerpos constitucionales municipales, provinciales o nacionales. En este sentido, y más que nada en América, la cuestión indígena y el problema de la esclavitud constituyeron temas que pusieron a prueba la capacidad de los sectores dirigentes para mantener vigente su proyecto y legitimarlo como humanitario y progresista.

En el proceso de trasladar y legitimar las ideas de las Cortes de Cádiz a Hispanoamérica se configuró un auténtico complejo ideológico e identitario, resultado de la superposición de varios proyectos y sus respectivos agentes: el del nacionalismo de estado en ascenso, el de las elites regionales aristocratizantes y el de la etnogénesis de negros e indígenas resistentes a la esclavitud y el servilismo y excluidos de hecho del proyecto nacional (Almario, 2009: 199-200).

Las experiencias históricas de la restauración del absolutismo, la reconquista española de América, las guerras de la independencia y la formación temprana del estado nacional, obligaron a los sectores vencedores a construir nuevas representaciones de la realidad social. Éstas precisaron del reemplazo de las tradiciones hispánicas y liberales por corpus discursivos diferentes aunque formados en esas matrices culturales, con el objetivo de construir instituciones modernas en las condiciones americanas, en las que las ideas dominantes fueron las de raza, estado y orden (Almario, 2010:211). En este sentido las clases dirigentes se enfrentaban a la necesidad de establecer un marco de integración y exclusión al mismo tiempo a través de la representación de la mayoría y la exclusión de los grupos inferiores como dos variables del mismo problema (Fradera, 1999: 61).

En sus idearios en torno a la exclusión ciudadana y a su institución fundamental, la esclavitud, se enfrentaban a la contradicción entre los principios (morales y cristianos) y la pertinencia política y económica. El alegato del representante de Antioquia José Félix de Restrepo en el Congreso de Cúcuta da cuenta de esta tensión: “no conceder la libertad es una barbarie; darla de repente es una precipitación” (Almario, 2010: 218). Los alegatos de Bolívar van en la misma dirección, defendiendo fuerte e institucionalmente la incorporación de negros y pardos a los ejércitos bajo la consigna de que debían luchar por la libertad que se les negaba constitucionalmente, pero manteniendo cautela en cuanto a su liberación al interior del nuevo estado. En este sentido frente al miedo a la revolución esclava la leva obligatoria de esclavos decretada por Bolívar respondía también a la estrategia de debilitarlos demográfica y territorialmente ignorando el tratado que había realizado con Alexandre Petion[5]. Las palabras del Libertador en este sentido dan cuenta de las tensiones que a través de la cuestión racial atravesaban al proyecto independentista y a la construcción de los nacientes estados-nación signados por la alteridad interna y externa: “una rebelión negra es mil veces peor que una invasión española” (Lynch, 1973: 192)

¿Cinco siglos igual?

El proceso de construcción de las naciones hispanoamericanos implicó la creación de ficciones fundacionales marcadas por la violencia, el olvido y la fabricación de mitos e historias. La invención de la nación, como fuente de legitimidad del estado, incluyó la búsqueda de identidades colectivas que se encontraban atravesadas por el pasado colonial, las ideas provenientes de la metrópolis y la heterogeneidad radical de las poblaciones de las Américas. La operación hegemónica por la cual las elites criollas invistieron su particularidad postulándola como la encarnación de la plenitud mítica de la nación, en términos de Laclau (2005), tuvo como fin la persistencia de la jerarquía étnico social heredada de la Colonia.

En América Latina las posiciones y disposiciones socio-raciales dan cuenta de un juego de continuidades y rupturas a lo largo de los dos siglos que nos separan de las independencias de nuestras naciones. La “nación cívica” se enfrentó a las ideas de la “nación homogénea” así como a la de “nación civilizada[6]” (Quijada, 2003), y luego a la de la nación integracionista. Al interior de estos modelos de naciones las poblaciones racializadas, fueron exterminadas, teorizadas, cientifizadas y educadas -según los modelos eurocéntricos y colonizantes-. En el siglo XX cambalache[7] tanto se las invisibilizó como se escribió sobre ellas (Funes y Ansaldi, 2004), se las declaró inexistentes (Frigerio, 2008) como se las buscó integrar en pos del desarrollo (Escobar, 2007).

En las últimas décadas del siglo anterior y en convergencia con las transiciones a la democracia en la mayoría del continente, la raza y la etnia volvieron a ocupar el centro de la agenda política (y de los discursos políticos) a nivel regional (Hale, 1997; Segato, 2007; Wade, 2005). Al interior de un proceso global de (re)politización de la diferencia étnica y racial, los movimientos sociales afrodescendientes se reapropiaron de la raza como signo, haciendo de ésta el fundamento de sus demandas por reparaciones y reconocimiento. La movilización de las poblaciones históricamente subalternizadas a través de la raza y la etnia (primero las indígenas pero luego también las afrodescendientes con diferentes resultados[8]) implicaron una transformación sustancial de las formas de enunciación de la diferencia cultural al interior de los estados-nación. Así se modificaron los modos de enunciación, los discursos y las representaciones” (Rojas y Castillo, 2005) en torno a la relación entre la nación y sus formaciones nacionales de alteridad. A partir de 1985 el multiculturalismo -histórico y realmente existente- fue plasmado en políticas públicas y en constituciones nacionales[9], juridizando a la raza desde el lenguaje soberano del estado, en un renovado ejercicio de consolidación hegemónica (Briones, 2005; Segato, 2007).

Ya entrado el siglo XXI en Bolivia y en Ecuador, la acción colectiva y organizada a nivel nacional y regional de los movimientos sociales indígenas y afrodescendientes, en convergencia con gobiernos dispuestos a renegociar las fundacionales representaciones nacionales, llevaron a la declaración legal del fin del binomio estado-nación. La raza, signo corporizado de una historia de desposesión (Segato, 2007), fue el enunciado a través del cual se interpeló al estado como locus de enunciación en torno a la nación, su primordial enunciado legitimizante. Así, a través de la raza como discurso, las poblaciones afrodescendientes hicieron (inter)irrumpir el tiempo heterogéneo de la nación (Chatterjee, 2016) opuesto al tiempo homogéneo de las comunidades imaginadas del siglo XIX, sostenido bicentenariamente por los estados criollos y racializantes. Volviendo sobre lo teorizado por Cumes (2015) y Esquit (2005) según los cuales: en todo proceso de descolonización el pasado es un asunto en disputa cuyo modo de ser recordado, no es otra cosa sino poder político; sostenemos que en Bolivia y Ecuador las poblaciones afrodescendientes han disputado poder político generando movimiento decoloniales

De esta manera las declaraciones de plurinacionalidad se enfrentan a la idea impuesta y paródica de un “sujeto nacional quiasmático” (Rufer, 2015) por el cual se invisibilizaba la continuidad de las relaciones de dominación raciales coloniales. En un sentido muy preciso las declaraciones de plurinacionalidad implican estrategias de la suplementariedad por las cuales “agregar no supone sumar, sino alterar la articulación, intentando no negar las contradicciones del pasado sino en cambio renegociar los signos de la historia refutando las genealogías del origen (Bhabha, 2010, 404). Sin embargo, en esta renegociación el sujeto mestizo ha mantenido el monopolio del poder de nombrar y nombrarse, así en las declaraciones de plurinacionalidad constitucional, éste continúa ocupando el lugar del sujeto nacional por antonomasia, el cual no forma parte de ninguna de las “nuevas” -y racializadas- nacionalidades (Rivera Cusicanqui, 2015: 97).

Entendemos así, a través de esta historia de marchas y contramarchas que enfrenta al modelo lineal del tiempo eurocéntrico, que para alcanzar una nación -incluyente y decolonial- en América Latina, hace falta reescribir nuestras historias a contrapelo, deconstruir el modelo eurocéntrico (falsamente) homogéneo y crear de manera dialógica un espacio nacional determinado por la heterogeneidad incontenible de la América nuestra.

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Notas

[1] A lo largo de este trabajo y siguiendo la propuesta de Abrams (1998) escribiremos las palabras nación y estado comenzando con letra minúscula para enfrentar el proceso de mistificación que atraviesa a ambas nociones.
[2] Para un análisis detallado de la Revolución de Haití véase: Grüner, E (2010) y Martinez Peria, J.F.
[3] Para análisis dedicados a la relación entre la raza y la nación en el siglo XX, recomendamos ver específicamente Funes y Ansaldi, 2004; Segato, 2007; Briones, 2005; Quijano, 2000.
[4] A lo largo de este trabajo nos referiremos con el término “esclavizados” a los africanos robados de África para ser comercializados en América durante el período de la Trata Atlántica. Evitaremos, en cambio, utilizar el término “esclavos” a través del cual se podría inferir que dichas poblaciones fueron ontológicamente esclavos, invisibilizando el proceso violento de cacería y venta de humanos sobre el cual se sostuvo el colonialismo a ambos lados del Atlántico.
[5] En 1816 Bolívar y Petión se encontraron personalmente en Puerto Príncipe, en esta entrevista el presidente haitiano se comprometió a apoyar militarmente a la causa independentista hispanoamericana, a cambio el Libertador prometió otorgar emancipación a los esclavizados de las zonas por él liberadas. Para un análisis detallado de la relación entre Petión y Bolivar véase Martínez Peria. (2016).
[6] En un artículo dedicado a las transformaciones en el imaginario de nación hispanoaméricano durante el siglo XIX, Mónica Quijada (2003) explica que la idea de “nación cívica” dominante en el período independentista fue mutando hasta convertirse (no sin tensiones y continuidades) en la “nación homogénea” de mediados del siglo XIX. En sus propias palabras: “entre la "nación cívica" y la "nación homogénea" existían diferencias conceptuales y visiones distintas sobre los instrumentos idóneos para la realización de la comunidad imaginada. Los procesos no eran automáticos y naturales, sino que precisaban de la intervención consciente de las instituciones. No bastaba con la integración política, ni siquiera con la social; era imprescindible alcanzar la integración cultural plena. Además de la extensión efectiva de los derechos cívicos -aspiración incumplida del imaginario independentista- la nación homogénea se fundaba en una educación orientada a configurar una "cultura social" que borrara la heterogeneidad y unificara los universos simbólicos (p.25).
[7] Referencia a un tango argentino de autoría de Enrique Santos Discépolo, en cuyo estribillo se repite: Siglo veinte cambalache problemático y febril.
[8] El disímil éxito obtenido por los movimientos afrodescendientes y los movimientos indígenas en el reconocimiento de derechos colectivos y especiales es explicado a través de factores históricos y representacionales de cada nación, así como por la desigual fuerza de movilización, organización y captación de recursos de ambos movimientos (véase: Hooker, 2005; Rojas y Castillo, 2005). Sin embargo, más allá del complejo análisis que este fenómeno requiere, es un hecho fácil de demostrar: de los diecinueve países latinoamericanos que declararon su carácter multicultural y reconocieron derechos especiales y colectivos a las poblaciones indígenas, solo nueve lo hicieron para el caso de las poblaciones afrodescendientes. Yendo aún más lejos, en todos los casos de reconocimiento de derechos a las poblaciones afrodescendientes durante las décadas de 1980-1990 éstos estuvieron sobredeterminados por los derechos reconocidos a las poblaciones indígenas.
[9] En nuestra América Latina este proceso generó que Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Guatemala, Honduras, México, Nicaragua, Panamá, Paraguay, Perú y Venezuela redactaran nuevas constituciones nacionales que transformaron el carácter del Estado Nacional y el vínculo con las poblaciones que lo preexisten. En los casos de Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, Guatemala, Honduras y Nicaragua se reconocieron y otorgaron derechos colectivos y especiales a las poblaciones afrodescendientes.
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