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Indianidad y regionalismo en la construcción de la identidad nacional peruana: la celebración del IV centenario de la fundación del Cusco

Indianness and regionalism in peruvian nation building: the celebration of the fourth centenary of Cusco´s foundation

Cecilia Wahren
Universidad de Buenos Aires, Argentina

Indianidad y regionalismo en la construcción de la identidad nacional peruana: la celebración del IV centenario de la fundación del Cusco

e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 18, núm. 71, pp. 79-94, 2020

Universidad de Buenos Aires

Recepción: 13 Junio 2019

Aprobación: 16 Septiembre 2019

Resumen: El presente artículo reconstruye la celebración del IV Centenario de la fundación del Cusco en 1934, una festividad que brindó la posibilidad de mostrar una imagen de la ciudad como foco cultural del Perú, y durante la cual hubo una intensa preocupación por delimitar y mostrar hacia el exterior y hacia los propios cusqueños las diferentes identidades sociales. Focaliza en el modo en que los debates en torno a la imagen del Cusco desplegados en la celebración contribuyeron a cristalizar una noción de indianidad que fue central a la hora de definir la identidad cusqueña y su papel en la construcción de la peruanidad.

Palabras clave: indianidad, nación, Cusco.

Abstract: This article reconstructs the celebration of the IV Centennial of the foundation of Cusco in 1934, a festivity that offered the possibility of showing an image of the city as the cultural center of Peru, and during which there was an intense concern to delimit and show the different social identities to the exterior and to the Cusco people themselves. It focuses on the way in which the debates around the image of Cusco deployed in the celebration contributed to crystallize a notion of indianity that was central at the time of defining the identity cusqueña and its role in the construction of “peruanidad”.

Keywords: indianness, nation, Cusco.

El Perú contemplará al Cuzco para sentirse grande (El Comercio 5-9-1933).

A comienzos del siglo XX los estados latinoamericanos en proceso de consolidación encararon el proyecto de construir una identidad nacional homogénea capaz de generar cohesión al interior de sociedades que presentaban profundas diferencias sociales y culturales (Alonso, 1994, Briones, 1998, De la Cadena, 2004). Este proceso se desarrolló en un contexto en el cual se estaban reconfigurando las relaciones de dominación coloniales en el marco de las nuevas repúblicas. Esta es, en efecto, la especificidad que presentan los países latinoamericanos a la hora de “inventar una nación”: una herencia colonial que ha dejado no sólo una diversidad étnica profundamente segmentada, sino, y principalmente, una elite que al mismo tiempo que profetizaba un cuerpo nacional homogéneo buscaba reproducir los vínculos de poder materiales y subjetivos existentes (Favre, 1994: 32). Esta ambigüedad se expresó en las oscilaciones que sufrieron las estrategias legitimadoras que desplegaron los diferentes estados.

En Perú, durante las primeras décadas del siglo XX este proceso estuvo signado por dos conflictos: los ciclos de movilizaciones indígenas de la década de 1920 y las disputas regionales entre Cusco y Lima. La confluencia de ambos factores determinó el surgimiento de un indigenismo que se fusionó con un regionalismo que demandaba una mayor descentralización y autonomía por parte del Cusco, en contraposición a las propuestas de mestizaje que los intelectuales limeños forjaron desde fines del siglo XIX. La historiografía sobre la construcción del estado nación peruano ha dado cuenta de la interrelación de estos fenómenos. Así, ha focalizado tanto en las tensiones entre los ámbitos nacional y regional como la relación entre estado y comunidades indígenas (Flores Galindo, 1986; Kapsoli, 1984; Kapsoli y Reategui, 1972; Kristal, 1991; Lauer, 1997; López Lenci, 2007; Renique, 2015).

El presente estudio parte de dichos análisis pero aborda la problemática desde el rol que tienen las conmemoraciones en la conformación de las identidades sociales. En ellas, el estado busca siempre ofrecer a la comunidad nacional una imagen prestigiosa en la que se supone que todos pueden identificarse. Es una “memoria supuestamente compartida” la que es seleccionada, evocada, invocada y propuesta a la celebración en un proyecto integrador que, de este modo, apunta a forjar una unidad (Candau, 2001: 144, 145). En esta misma línea de análisis, Corrigan y Sayer plantean que los rituales cívicos, en tanto encarnación de las representaciones, tienen un rol fundamental en la constitución y regulación de identidades sociales y en la delimitación de las fronteras de la nación. Asimismo, los han definido como terrenos de lucha en los cuales se puede observar la disputa por las representaciones de la comunidad nacional y la consecuente actividad del estado en pos de controlar y silenciar las identificaciones en términos de diferencias (Corrigan y Sayer, 1985: 83). En este sentido, el abordaje de los rituales cívicos permite acceder a las manifestaciones materiales de las producciones discursivas, así como también a otros tipos de representaciones que entran en conflicto con las representaciones emanadas desde la elite letrada. La fiesta y el ritual público se vuelven así un terreno muy importante para analizar el modo en que se dirimió la reconfiguración de las nociones de indianidad, cusqueñidad y nación a comienzos del siglo XX. El presente artículo aborda este proceso a partir de la celebración del IV centenario de la fundación del Cusco en 1934, una festividad que brindó la posibilidad de mostrar una imagen de la ciudad como foco cultural del Perú, y durante la cual hubo una intensa preocupación por definir y mostrar hacia el exterior y hacia los propios cusqueños los roles que jugarían las diferentes identidades sociales. Particularmente estudia el modo en que los debates en torno a la imagen del Cusco que esta celebración se propone construir traslucen, también, una noción de indianidad y contribuyen a cristalizar una representación de ella a la vez que definen su vinculación con la cusqueñidad.

Realizar un análisis histórico de las prácticas y políticas culturales, tales como la conmemoración que estudiaremos, requiere el abordaje de un conjunto heterogéneo de fuentes. Esta investigación se basa en publicaciones periódicas del diario El comercio[1] extraídas del Archivo de la Biblioteca Municipal del Cusco, expedientes de la Prefectura de los departamentos de Cusco y folletería, extraídas del Archivo Regional del Cusco, y el film Inca Cuzco, presente en el Archivo Peruano de Imagen y Sonido.

En primer lugar expondremos algunas reflexiones conceptuales en torno a los conceptos de indianidad e indigenismo así como contexto en el cual se despliegan en Perú a comienzos del siglo XX. En los siguientes apartados, abordaremos el estudio específico de la celebración del IV Centenario de la fundación del Cusco, para, finalmente, analizar el rol que la indianidad adquiere en este evento.

Indianidad e indigenismos en Cusco a comienzos del siglo XX

Pensar la categoría de indianidad remite al carácter colonial que presenta el proceso de construcción de las identidades sociales en América Latina. En este sentido, los procesos de construcción de los estados nacionales se vieron atravesados no sólo por una tendencia homogeneizante y creadora de vínculos horizontales (Anderson, 1993; Gellner 1991), sino también por procesos que construyen también la diferencia de manera activa (Wade, 2008, p. 376), recreando jerarquías de carácter colonial al interior de la comunidad nacional (Alonso, 1994). Tal como plantea Aníbal Quijano, la invención de la noción de raza fue el mecanismo que permitió presentar estas jerarquías como diferencias de naturaleza y de este modo, logró invisibilizar su carácter histórico (Quijano, 1992). Siguiendo esta perspectiva de análisis, la diferencia entre colonizador y colonizado concebida en términos raciales constituye un elemento estructural indispensable dentro del sistema de dominación y de hecho la permanencia de la categoría de indio es testimonio y agente de la reproducción de la matriz colonial de poder en contextos de estados-nación independientes. Así, si las elites criollas que controlaron los estados republicanos aspiraron, por un lado, a construir una nación según la experiencia europea, es decir, buscando la homogeneización de una población encerrada en las fronteras del Estado; por otro lado, reconfiguraron las clasificaciones raciales heredadas de la colonia en función de las cuales la gran mayoría de la población designada como negros, indios o mestizos quedó impedida de tomar alguna participación en la generación y en la gestión del proceso estatal (Quijano, 2007, p. 18).

El indigenismo desplegado en América Latina a partir de los años 20 marcó un momento de redefinición de la noción de indianidad. En sus diferentes vertientes (política, literaria, académica) así como en sus diferentes espacios nacionales, el indigenismo comparte un objetivo final que es la integración de los indios (Bonfil Batalla 1988). Este objetivo aparece como una de las soluciones que a lo largo del siglo XIX y principios del XX se proponen para resolver el “problema del indio”, enunciación que expresa, en realidad, la contradicción en la que se encuentran sumergidos los Estados latinoamericanos al constituirse en Estados independientes con sociedades coloniales (Quijano 1998). La aspiración integradora del indigenismo deviene, entonces, de la necesidad de “ensanchar” los límites de la nación incorporando al “otro” antes excluido, en un contexto de movilización social que exigía buscar principios alternativos de legitimidad ante la aparición de nuevos sectores sociales que amenazaban como potencialmente disruptores del orden (Funes 2006: 137, 324), pero sin renunciar a la idea de nación exclusivista y étnicamente homogénea.

Los indigenismos en Perú emergieron en un contexto signado por la disputa existente entre las elites limeñas y cusqueñas en torno a la definición de la representación de la nación. La derrota frente al ejército chileno en la Guerra del Pacífico en 1883 y la gran magnitud que tuvo la crisis de posguerra condujeron a la búsqueda de sus causas poniendo en el centro del debate la profunda fragmentación económica, étnica y regional que caracterizaba al país. Los proyectos de nación que se forjaron a fines del siglo XIX por la intelectualidad criollo-mestiza limeña comenzaron, entonces, a construir una imagen de una Lima criolla y moderna, frente a la cual se contraponía la sierra atrasada y predominantemente indígena. La tarea de la primera era, así, construir un estado nación fuerte que irradiara la modernidad a la periferia (De la Cadena 2004, Klaren 2000). Esto es lo que se propuso el Partido Civilista que mantuvo la hegemonía política entre 1895 y 1919 dando lugar a lo que Basadre denominó la “República Aristocrática” (Basadre 2005). Cuando Augusto B. Leguía asume la presidencia en 1919, le adjudicó a su gobierno el nombre de “Patria Nueva” transmitiendo una idea de refundación que fue acompañada de promesas de reformas que abarcaban todo el espectro social. Al poco tiempo de asumir su gobierno disolvió el parlamento y terminó desembocando en una dictadura que se prolongó hasta 1930, conocida como el “oncenio”. Tras barrer del gabinete a los civilistas, intentó difuminar las tensiones de la clase trabajadora urbana decretando reformas como la jornada laboral de ocho horas, el arbitraje obligatorio y el salario mínimo. Asimismo, amplió la inversión en obras públicas y a través del crecimiento del empleo público canalizó algunas demandas de la clase media. Como respuesta a los conflictos con las comunidades indígenas creó el Patronato de la Raza en 1924 y reconoció constitucionalmente la legalidad de la propiedad comunal (Klaren 2000: 268-272). La articulación con el indigenismo le permitió abarcar los dos frentes que resultaban conflictivos para la construcción de un estado nación fuerte: el regional y el étnico. El indigenismo había comenzado como un movimiento cusqueño establecido como una alternativa al mestizaje modernizante propuesto desde Lima, y se había constituido en una suerte de nacionalismo regional (De la Cadena 2004). Al mismo tiempo, venía adquiriendo un desarrollo en la intelectualidad limeña, principalmente por parte de integrantes de la Universidad de San Marcos que delinearon indigenismos alternativos. Tal fue el caso de José Carlos Mariátegui que, desde las páginas de su revista Amauta, colocó en el centro del debate la crítica a la estructura económica y social republicana identificando al “problema del indio” con el “problema de la tierra”. Por su parte, el indigenismo oficial de Leguía desplegó una representación de los indígenas como almas perdidas, agraviados por los mestizos, atrapados en haciendas feudales y necesitadas del apoyo del Estado limeño. Sus políticas respecto del indio enunciadas anteriormente fueron acompañadas de otras de carácter simbólico como el establecimiento del “Día del indio” como festividad nacional y el pronunciamiento de discursos en quechua, idioma que desconocía (Funes 2006, Larson 2002).

De este modo, el indigenismo quedó entrelazado con la definición de identidades regionales. Los regionalistas demandaban una participación directa en el gobierno de sus regiones y acusaban a los limeños –defensores del centralismo- de concentrar en Lima las funciones políticas y los beneficios económicos. En el Cusco, las elites locales redenominaron el regionalismo con el apelativo de cusqueñismo y a mediados de los años 20, se articuló con el indigenismo convirtiéndose en una nueva doctrina académica y política de gran importancia para los políticos cusqueños (De la Cadena 2004: 62). El indigenismo sirvió a la elite cusqueña no sólo para deslindarse de las elites limeñas sino también de los indígenas serranos. A través de una noción ambiental y culturalista de raza, elaboraron un discurso de la decencia que distinguía a mestizos e indígenas como “otros” en términos morales. El énfasis en la pureza moral/sexual distinguió a la “gente decente” de la “gente del pueblo” (indios y mestizos) a pensar de sus similitudes fenotípicas (De la Cadena 2004: 82). Por otra parte, la exaltación cusqueñista del pasado histórico del país -que se sustentaba en los estudios arqueológicos- representó un desafío para los limeños modernizadores, cuyo discurso estaba regido por una clara dicotomía que identificaba el pasado con el atraso y el futuro con el progreso de la sociedad. Así, una de las tareas que los gobernantes locales asumieron como esencial para el cusqueñismo, en plena conformidad con los afanes políticos regionales, fue la de proyectar su ciudad como el centro de la cultura nacional. En términos históricos, el Cusco estaba ciertamente legitimado para ocupar esta posición; en tanto capital del imperio incaico y como una importante ciudad colonial. Se desplegaron, entonces, distintas políticas culturales tendientes a crear un acervo cultural definido como autóctono. Intelectuales redactaron guías turísticas en las que describieron los monumentos incaicos y coloniales, folkloristas se abocaron a compilar melodías y relatos en el ámbito rural, y se impulsaron procesos de patrimonialización de restos arqueológicos.

En este contexto, y atravesado por estas tensiones, es que se levanta el proyecto de conmemorar el IV Centenario de la fundación española del Cusco. El proyecto de la celebración tuvo su origen en el año 1929, tras la iniciativa del Padre salesiano Carlos Pesce, de nacionalidad argentina. La idea fue bien acogida por el presidente Leguía, y desde ese entonces se iniciaron los preparativos que, durante cinco años, delinearían detalladamente los festejos.

Rápidamente el evento adquirió resonancia internacional. Tuvo eco en los periódicos La Razón, de la Paz, La Prensa, de Buenos Aires, y en la agencia internacional The United Press. En esta última el propio Leguía se encargó personalmente de la difusión, otorgando una entrevista en la que dijo que “La exposición Internacional del Cuzco será un hecho de mi gobierno; el turista podrá desembarcar con su automóvil en el Callao y por una hermosísima pista recorrer los valles de la Costa, internándose en la Sierra, llegando al Cuzco” (El Comercio, Cusco, 14-10-1929). Uno de los motivos de esta conmemoración era fomentar el turismo en el Perú, especialmente en la ciudad del Cusco, es por eso que también el Congreso Internacional de Turistas reunido en Lima incorporó en su agenda las tareas que era necesario emprender para garantizar el acceso y estadía de extranjeros (El Comercio, Cusco, 26-12-1929 y 28-10-1929).

Con esta iniciativa Leguía se ganó el agradecimiento de los cusqueños. En una de las primeras reuniones realizada por los jefes de instituciones, vecinos notables y miembros de entidades sociales y comerciales con objeto de tratar los puntos preliminares referentes a la organización de la exposición de 1934, se tomó la resolución de enviarle al presidente un telegrama de agradecimiento (El Comercio, Cusco, 6-11-1929). El radiograma decía lo siguiente: “Gratitud que esta vieja capital le tributa por la Exposición Internacional de 1934, que devolverá a la ciudad de los Incas, su antiguo esplendor de Capital del Nuevo Mundo” (El Comercio, Cusco, 12-11-1929). La nota fue entregada en el Palacio de Gobierno por una comisión especial de la Cámara de Diputados compuesta de todos los representantes cusqueños. En respuesta, Leguía pronunció un elocuente discurso en el que dijo “Aun cuando no he tenido el honor de nacer en el Cuzco, me siento cordialmente cuzqueño (…) Haré todo esfuerzo junto con ustedes para hacer del Cuzco la primera ciudad del continente, devolviéndole su pretérito esplendor”. Y a continuación planteó que “la exposición de Cuzco será un hecho. Denla ustedes por hecha. Cueste lo que cueste será ella la obra cumbre, la coronación de la enorme obra nacionalista de la Patria Nueva” (El Comercio, Cusco, 6-11-1929).

En pos de la celebración el ejecutivo asignó un presupuesto de seiscientos mil soles que se considerarían desde el año 1930 (El Comercio, Cusco, 5-11-1929). La disposición de realizar en el Cusco una exposición internacional, tanto como la asignación de tan importante presupuesto, dio lugar a una proliferación de proyectos que proponían cosas tan disímiles como la organización de ferias artesanales e industriales, muestras folklóricas, efectuar la pavimentación e higienización de la ciudad, reorganizar el servicio de policía, construir estadios, casinos, salones de té. Estas propuestas heterogéneas muestran la diversidad de visiones sobre el Cusco que se dirimieron en el festejo y que analizaremos a continuación. ¿Cómo se presentaría el Cusco ante los grandes contingentes de extranjeros que arribarían con motivo de la celebración? ¿Cómo se colocaría en el ámbito nacional? ¿Cómo sería representada la población indígena del Cusco en este contexto?

Delineando la Imagen de un cusco arcaico

La intelectualidad cusqueña rápidamente buscó interceder en el contenido simbólico que tendría la celebración del IV Centenario. Luis E. Valcárcel en una conferencia marcaba la importancia de la ocasión “para decir al mundo que sigue siendo el Cuzco la capital del Tahuantinsuyo” argumentando que así como “Roma no ha abdicado de su capitalidad Latina, Cuzco no abdicará jamás de su capitalidad indoamericana”. El mejor símbolo de esta afirmación lo constituía, para Valcárcel, la arquitectura de la ciudad: “son las piedras miliares, los monolitos incaicos, la base y el sentimiento de la edificación de la ciudad, sobre ellos levantase el muro de adobes del Coloniaje, pintarrajeado en la República. El tiempo disgrega la obra de los modernos pero nada puede ante la voluntad de persistir de los antiguos” (El Comercio, Cusco, 12-11-1929).

Un sentido similar le adjudicaba a la celebración Luis Varela y Orbegozo, bajo el seudónimo de Clovis. Para él la elección del Cusco como sede de una exposición internacional no podía haber sido más acertada en tanto el Cusco era la “capital del imperio incaico, emporio de la civilización colonial” y como tal reunía “todas las condiciones para ser foco de atracción ardiente y vivaz”. Este sentido estaba legitimado por la renovación de los estudios incaicos que “ha permitido establecer, con toda plenitud, la importancia decisiva de la capital en los días más florecientes del imperio y aumentar el interés por conocerlas y estudiarlas”. Pero sin embargo la “verdadera joya” la constituía, para el autor, el Cusco colonial. Todo ello era lo que volvía al Cusco un “museo” y una “joya encantadora” (El Comercio, Cusco, 12-11-1929).

La imagen del Cusco como un museo es muy elocuente. Un reservorio de la historia, un objeto de contemplación. Su herencia incaica y colonial era reivindicada y puesta al servicio de la mirada de propios y extranjeros, de turistas y científicos. Era ella la que resistía al paso de los siglos, a diferencia de la superficialidad de lo moderno. Era ella, finalmente, la que le adjudicaba no sólo la posibilidad de constituirse en sede de una exposición internacional sino en “capital indoamericana”.

Este sentido otorgado a la conmemoración del IV Centenario de la fundación del Cusco se tradujo en diversos proyectos. Un importante impulsor de la organización de la celebración fue el diputado cusqueño Manuel Frisancho. En octubre de 1929, a poco tiempo de anunciado el festejo, envió al ejecutivo algunas consideraciones. Entre ellas estaban:

  1. 1. Reconstrucción del local de la Prefectura, de la época colonial con aprovechamiento de los muros incaicos.
  2. 2. Compra de Palacio Almirante y Hatum Rumiyoc, para dedicarlos al establecimiento de un museo o alojamiento para las distinguidas personalidades.
  3. 3. Refacción de todos los templos de la ciudad, limpieza y conservación de todos los monumentos incaicos y coloniales, tanto de la ciudad como de los que se encuentran en provincias, tales como Pisac, Ollantaytambo, Machu Picchu, y arreglo de los caminos que los haga cómodamente accesibles.
  4. 4. Instalación de un conservatorio de música autóctona y de arte coreográfico para el cultivo de esas manifestaciones del espíritu regional (El Comercio, Cusco, 14-10-1929).

Asimismo, en 1929 El Comercio anunciaba la promulgación de que abarcaba puntos tales como “Exposición de Arte Antiguo, Incaico y Colonial, Exposición de Arte Moderno, Exposición del Tejido Indígena, comparando el tejido indígena peruano con el del mismo género argentino, chileno, paraguayo, boliviano, ecuatoriano, centroamericano, colombiano, y mejicano. Exposiciones regionales de traje, habitación y folklore nacional”. A la par, se proponía allí la organización de eventos científicos e intelectuales. Entre ellos un congreso nacional de música, un congreso internacional de música indígena, y otros de arqueología y antropología, botánica y flora medicinal de los Andes. Finalmente, se exponían programas recreativos: un circuito automovilístico incaico que atravesara el Cusco, Sacsayhuaman, Pisac, Yucay, Ollantaytambo, Machupicchu y Canchis, la implantación de un Parque Incaico en Sacsayhuaman y el restablecimiento de fiestas y deportes de la época incaica y colonial, que irían acompañados de bailes típicos (El Comercio, Cusco, 1-10-1929).

La organización de la exposición era vista como la posibilidad de obtener los recursos para concretar aspiraciones de las más variadas características que los intelectuales cusqueños perseguían desde hace tiempo. Valcárcel desde 1919 venía impulsando la compra del Palacio Hatun Rumiyoc para destinarlo al Museo de Arqueología, así como desde los primeros años del siglo XX se buscaba la conformación de academias de música que dieran un carácter institucional al movimiento artístico que se desplegaba en el Cusco. Respecto de las ruinas, se pretendía concretar su limpieza y excavación pero también darles más visibilidad ante el público local, nacional y extranjero a través de actividades recreativas como el circuito automovilístico o el Parque Incaico. Pero también se esperaba aprovechar esta ocasión para dar lugar a la difusión y producción de conocimiento a través de congresos que abarcaban todas las áreas ligadas a la noción de folklore que venía desarrollándose desde las décadas previas.

Estos proyectos tuvieron eco en Lima y el 13 de septiembre de 1933 el ejecutivo promulgó la ley 7798 que establecía el carácter de fiesta nacional para el cuatricentenario de la fundación española de la ciudad del Cusco y ratificaba la asignación del fondo de seiscientos mil soles postulado en la ley 7103. En ella, se formalizaban los proyectos previos. En sus artículos establecía la organización de un certamen histórico, artístico y cultural y una feria para la venta de los productos de aquella región; la fundación e inauguración de un Instituto Arqueológico y la construcción de un camino carretero de las ruinas de Machu Picchu a la ciudad del Cusco. Asimismo, ordenaba la inauguración oficial del Cusco como Capital Arqueológica de Sud América (El Comercio, Cusco, 26-9-1933).

A raíz de la promulgación de esta ley se formó en Cusco el Comité Central Ejecutivo, integrado por el Prefecto del departamento (que lo presidia), el Alcalde del Concejo Provincial, el Obispo de la Diócesis, el Comandante General de la IV Región, el Presidente de la Corte Superior de Justicia, el Rector de la Universidad, el Presidente de la Junta Departamental Pro-desocupados, el Director de beneficencia y el presidente del Rotary Club (El Comercio, Cusco, 8-11-1933). Rápidamente, el Comité se manifestó en torno al modo en que debía distribuirse el presupuesto asignado para la celebración. Enunciaron en uno de sus primeros comunicados que debía destinarse la “mayor suma a las urgentísimas reparaciones de los monumentos arqueológicos e históricos del Cuzco como sede del turismo universal”. Argumentando que “convertida la ciudad del Cuzco en un gran centro turístico la afluencia de viajeros significará para el Perú un considerable incremento de sus recursos económicos” y que tal disposición se encontraba “en consonancia con el carácter continental que adquiere el Cuzco al ser declarado Capital Arqueológica de Sur América” (El Comercio, Cusco, 26-9-1933).

Asimismo, Valcárcel envió una carta a El Comercio en la que exponía “la necesidad de que sean amparadas las exploraciones arqueológicas y de que se despliegue la debida cautela en las reparaciones de los monumentos precolombinos”. Planteaba, también, que era perentorio “estudiar, explorar, dar a conocer el material preciso con que cuenta el Perú para sostén de su legítimo título de pueblo milenariamente culto, con una historia tan rica como la del Egipto, la China o la India”. A la vez que denunciaba la falta de recursos asignados para ello, planteaba que dicha misión requería fuertes gastos así como el trabajo de numerosos obreros y de un equipo técnico especializado. Es por ello que solicitaba se designara un setenticinco por ciento del presupuesto para poder así desenterrar Sacsayhuaman y Ollantaytambo, limpiar de vegetación y restaurar Machu Picchu, Wayna Picchu, Pukara y Tampomachay, reparar las veinticuatro iglesias de la ciudad del Cusco, las casonas coloniales, los conventos y monasterios, y, finalmente, realizar las expropiaciones necesarias así como gestionar la fundación del Instituto Arqueológico (El Comercio, Cusco, 28-9-1933).

Los Comités distritales también se manifestaron enviando al Comité Central sus proposiciones para la distribución del presupuesto. El Comité de Ollantaytambo, que se había formado a iniciativa del Patronato Arqueológico, proponía un plan de acción que abarcaba ciertos intereses locales tales como la ampliación y apertura de caminos a las ruinas allí localizadas (Fortaleza, Intihuatana, Incamisana, Mutccapucyo, Pumamarca), la limpieza de las ruinas y de los muros incaicos situados en el pueblo, y la construcción de locales escolares (Comunicación de la Prefectura, Cusco, 20/9/1933, Archivo Regional del Cusco (ARC/PC), Leg. 10). La provincia de Canchis transmitió asimismo su voluntad de participar de la celebración, marcando la importancia que tenía esa provincia para la exposición por sus monumentos históricos y por tener “bailes, danzas y música actuales entre los indígenas de Pitumarca, Checcacupe y Combapata, ejecutantes vernáculos de arpa y violín” que constituían parte importante del “folklore nacional” (El Comercio, Cusco, 6-11-1929).

El presupuesto finalmente fue distribuido de la siguiente forma: 150.000 soles para las obras de limpieza, restauración, caminos de acceso, expropiación de terrenos en que existían ruinas; 120.000 para el Hospital del Cusco; 50.000 para la reparación y reconstrucción del Cabildo; 40.000 para aseo y reparación de construcciones coloniales, específicamente la Catedral y la Compañía; 120.000 para obras municipales tales como pavimentación, canalización del rio Huatanay, mejoramiento de la ciudad y las calles de acceso a los monumentos históricos; 25.000 para exposiciones, ferias y certámenes; 80.000 para el local y museo del Instituto Arqueológico; y 5.000 para el haber del Comité Central (El Comercio, Cusco, 8-11-1933).

Esta distribución, si bien luego se vería revisada a partir de las partidas parciales que fue enviando el ejecutivo, otorgó una prioridad a las obras de recuperación de ruinas, monumentos y arquitectura colonial. Esto dio la posibilidad de concretar proyectos que las instituciones locales venían persiguiendo desde años atrás y que retomaron a la hora de tener que definir el modo de presentarse ante la comunidad internacional. Delinearon, así, minuciosamente la imagen de un Cusco-museo, testimonio y reservorio de la grandeza del incario así como del refinamiento arquitectónico colonial. Pero sin embargo, desde la prensa limeña estas iniciativas eran presentadas como inéditas e impulsadas por el gobierno central. Una editorial de la revista limeña Variedades caracterizaba al presidente Leguía como portador de la “voluntad creadora (que) es el eje y el nervio de este resurgimiento cuzqueño”. Asimismo postulaba que “El establecimiento del régimen político inaugurado el 4 de julio de 1919 sacude la inercia y el olvido temerario en que se había tenido a un sector territorial tan importante del país como lo es el Cuzco”. Ahora, en la exposición internacional del año 1934, el Cusco sería por fin objeto de un “soberbio esfuerzo material, que dejando intactas sus riquezas históricas, las haga, por el contrario, resplandecer, y a la vez, será sede de las más brillantes y fecundas lides intelectuales”. El gobierno nacional, de este modo, “promoviendo, en la forma en que lo hace, el resurgimiento cuzqueño” cumplía a la vez “una alta y justa función nacionalista y demuestra claramente que inspira su política administrativa en un patriótico principio de integración, que atiende por igual a todas las circunscripciones territoriales de la república” (El Comercio, Cusco, 5-11-1929). El régimen de Leguía tomaba, así, al Cusco como emblema de lo nacional, adjudicándose un “resurgimiento” que se identificaba con la idea de refundación de la Patria Nueva y, de esta forma, opacaba los programas culturales de la intelectualidad y las instituciones cusqueñas que habían comenzado a desplegarse desde tiempos previos.

Sin embargo, la celebración del IV Centenario de la fundación del Cusco también dio lugar a voces que expresaban los intereses regionales cusqueños. Valcárcel denunciaba en una nota publicada en El Comercio que “Nunca el estado quiso invertir la más pequeña suma en la conservación de las maravillas artísticas del Cusco” y planteó (refiriéndose a la iniciativa del Padre salesiano Carlos Pesce de impulsar la celebración del centenario) que había sido necesario que “desde la capital moderna de Sudamérica, la enorme Buenos Aires, una anfictionía de sabios, lanzara la aclamación estentórea de nuestra capitalidad arqueológica para que las gentes volteen el rostro y comiencen a contemplar al Cusco”[2]. Denunciando la indiferencia limeña, y amparado por la interpelación internacional, volvía a postular una singularidad cusqueña definida por sus ruinas y construcciones coloniales, que eran las que la convertía, ante el ámbito nacional y extranjero, en “la inextinguible fuente de auténtica peruanidad” (El Comercio, Cusco, 5-9-1933).

Industria, ganadería y urbanización: construyendo el cusco moderno

De la mano de la imagen de un Cusco que enfatizaba un componente atávico, el anuncio de la celebración dio lugar a otras aspiraciones de constituirse y presentarse como una ciudad a la altura de las metrópolis modernas. En este sentido, apareció como imprescindible encarar tareas de pavimentación e higiene urbana para poder recibir a los contingentes de extranjeros, así como la extensión de las vías de transporte y la construcción de una hotelería adecuada. La importancia de la exposición no sólo se debía a la resonancia mundial que tendría, y que por lo tanto haría conocer el país en todo el globo, sino especialmente la de ser un factor que “tendrá influencia decisiva en el destino del Cuzco, pues aparte de atraer una intensa corriente de turismo al departamento, le dará un aspecto de ciudad culta y progresista” (El Comercio, Cusco, 6-12-1929). Con las obras adecuadas, el Cusco se vería convertido en “una tacita de plata, por su limpieza y el asfaltado de sus calles, pues el adoquinado no da idea de gran ciudad, y no es higiénico” (El Comercio, Cusco, 1-10-1929). Es por esto que del presupuesto asignado para los festejos, 120.000 soles fueron utilizados para la construcción de dos pabellones del nuevo Hospital del Cusco, y otros 120.000 para “obras municipales indispensables” tales como “pavimentación, canalización del río Huantanay y demás obras conexas para mejorar la ciudad y las calles de acceso a los monumentos históricos” (El Comercio, Cusco, 8-9-1933).

Asimismo, junto a los certámenes que se armaron en torno a prácticas folklóricas, visitas a las ruinas y monumentos coloniales, se organizaron exposiciones de industria, agricultura, ganadería y minería. El volante que sirvió de difusión de estas exposiciones presentaba al “Gran Torneo Productor Pro-Conmemoración del IV Centenario del Cuzco” como la ocasión que exponía “al pueblo de una manera evidente, el poderío industrial, agrícola i ganadero con que cuenta la región del Sur Perú i especialmente la comarca de que es metrópoli la Capital Arqueológica de la América del Sur”. Se invitaba a participar a “comerciantes, ganaderos, industriales, agricultores, negociantes, a las diferentes clases sociales i público en general”. Las fiestas del cuatricentenario español eran, así, “una lección objetiva de nuestra riqueza y capacidad productiva, que servirá para cooperar a la labor en pro de una hegemonía económica de una de las regiones del país que mejor caracteriza la nacionalidad, cuya plaza de transacciones i negocios debe ser la ciudad del Cuzco” (Comunicación de la Prefectura, Cusco, 23/3/1934, ARC/PC, Leg. 12). El Cusco era proclamado, así, como una de las regiones que mejor caracterizaban la nacionalidad no sólo por ser el reservorio de su historia, sino también por ser sede de un gran foco productivo. En pos de ello es que se organizaban estas exposiciones que constituían un aliciente para los distintos sectores productivos tanto por la difusión que adquirirían y las oportunidades que ofrecía la feria para vender sus productos, así como por los premios que podían recibir si ganaban el concurso.

Los festejos se iniciaron el 23 de marzo de 1934. Junto a las exposiciones de arte colonial, de artes plásticas y los intensos trabajos de arqueología que redundaron en excavaciones y obtención de reliquias, tuvo gran resonancia la exposición de industria, agricultura y ganadería. Para participar se cobraban 20 cts., pero a pedido de la Sociedad de Artesanos del Cercado del Cuzco se exoneró a los obreros, artesanos y pequeños industriales de todo derecho que se cobraba para tomar parte en el certamen mencionado, lo cual facilitó la participación de amplios sectores sociales (El Comercio, Cusco, 12-5-1934).

La exposición se desarrolló de la siguiente manera. La inauguración se dio en el local de Kuichipunco con asistencia de las autoridades, representantes de las instituciones y el público en general. El presidente de la Comisión Organizadora de la Exposición dio un discurso, luego de lo cual se permitió que la concurrencia visitara los diferentes pabellones. Durante toda la semana se realizó el examen y calificación de los productos agrícolas, industriales y ganaderos exhibidos. Finalmente, se otorgaron las insignias a los campeones y animales premiados por los Jurados, e igualmente a los productos industriales y agrícolas (Comunicación de la Prefectura, Cusco, 23/3/1934, ARC/PC, Leg. 12).

El cierre de la exposición industrial dio lugar a un replanteo acerca de las características y necesidades económicas de la región. En la entrega de premios quedaron exhibidas y jerarquizadas las industrias locales. Los primeros premios fueron para fábricas de tejidos (Huascar, La Estrella, Marangani) y de alimentos (El Inca, Florencio Ponce, La Continental). Los segundos premios fueron entregados a industrias cerámicas y farmacéuticas (El Comercio 7-8-1934). A continuación, en el discurso de clausura fue enunciada la ardua tarea que correspondía a los representantes en relación a las diversas ramas industriales que habían sido vistas en la exposición y que reclamaban “su ayuda para salvarlas del fracaso”. Se planteaba la necesidad de una legislación específica para la Sierra, que contemplara las especificidades de la mediterraneidad y sus diferencias respecto de la Costa (El Comercio 7-8-1934). Ante el grito fuerte de “Industrialicemos al Perú”, el orador aprovechaba la ocasión de la Exposición Internacional para plantear los intereses de una región que, así como reclamaba el reconocimiento de su centralidad histórica, también aspiraba a alcanzar el aspecto material propio de las urbes modernas.

Entre la invisibilización y la esencialización: la indianidad representada

¿Cómo aparecía la indianidad en el marco de esta tensión en la representación de un Cusco a la vez arcaico y moderno? La editorial del 12 de noviembre de 1929 de El Comercio expresaba con gran elocuencia los componentes que se proyectaba mostrar en la exposición. “Todos estamos conformes de que en el Cuzco tenemos cosas que podemos mostrarlas con orgullo”, comenzaba la nota. Tales eran “nuestros monumentos y nuestros panoramas y paisajes; es decir, obras hechas por hombres de edades pasadas y naturaleza en que no ha intervenido el esfuerzo humano”. Para el caso de los hombres contemporáneos acaso se podían mostrar “las mejoras en las condiciones de salubridad e higiene y uno que otro edificio” que se haya preparado. “Lo que no podremos mostrarles, pero que se mostrará por sí, cubriéndonos de confusión y de vergüenza si es que tenemos capacidad de avergonzarnos de nuestras faltas que tocan las lindes de la criminalidad culpable y de la desidia monstruosa”, proseguía, “será el indio”. “Como ahora, transitará entonces por nuestras calles arreando sus pobres llamas cargueras o sus borricos miserables, rumiando su coca, indiferente a todo. Y cuando nuestros visitantes nos pregunten qué apariencia de seres humanos son esos, tendremos que decirles; -Por favor admiren nuestros monumentos”. La nota continúa denunciando la falta de medidas tomadas por el gobierno en pos de solucionar la “cuestión indígena”, que el Cusco, “por sus condiciones de centro de las masas indígenas más compactas, por sus antecedentes históricos y por la actual circunstancia de tener que ser sede de una exposición internacional, (es) el sitio en donde de preferencia debe tratarse de solucionar este problema” (El Comercio, Cusco, 13-11-1929). De este modo, la editorial delataba que la celebración del cuatricentenario bloqueaba la participación de la población indígena (cuestión que se desprende también de los certámenes que hemos analizado en los apartados anteriores), a la vez que enarbolaba lo incaico como cuna de la cusqueñidad y, por extensión, de la peruanidad.

En este mismo sentido se manifestaba Luis Felipe Aguilar, uno de los delegados de provincia de la Asociación Pro Indígena liderada por Pedro Zulen, cuando planteaba que entre los miles de proyectos, programas y sugerencias que auguraban la llegada de comisiones variadas de todas partes del mundo y representantes de todos los “pueblos y razas del orbe, sin que falten ni el negro ni el chino (…) por una cruel ironía, en todo y a todo faltará solamente el indio”. Y sin embargo este planteo se componía como parte de una denuncia que distancia el planteo de Aguilar respecto de los anteriores. El indio, postulaba, “legítimo dueño de casa, el único con derecho a ser festejado (…) i es a él a quien se olvida, a quien se pretiere, a quien se desdeña y menosprecia, a quien no se le hace el honor de tomarlo en cuenta”. Denunciaba que en todos los fastuosos proyectos, en las pomposas sugerencias que se elucubran “no hay un sitio, no se asigna un solo número para el indio”. Solo actuarían “los señoritos, los mestizos y cholos; el indio está rotundamente excluido (…) no hay un solo numerito destinado a recordarle, a hacer alusión si se quiere de él en cualquier forma, no obstante que es el alma mater de la nacionalidad y que forma las tres cuartas partes de la población del Perú” (El Comercio, Cusco, 30-9-1933). De este modo Aguilar contribuye a develar la ausencia de la participación indígena en le festividad, aunque manifestando su crítica de dicha exclusión, en consonancia con los planteos de la Asociación Pro indígena.

Hay una fuente documental que, sin embargo, permite analizar la presencia indígena en la celebración. Es la película de Pedro Sambarino Inca-Cuzco, que se proyectó especialmente para la Exposición internacional de 1934. El folleto que publicitó la película (imagen 1) recrea la estética incásica: ruinas, llamas, la sierra en el fondo, y el dibujo de dos indígenas, uno al frente, con su mano en alto y con la mirada dirigida hacia un futuro lejano, utópico; y otro más pequeño, como una sombra, sin rostro, inmerso en la ruina, en el pasado. En el interior, el folleto contiene fotos de diferentes elementos abordados en el documental, con sus respectivos epígrafes escritos en inglés: Machu Picchu, Ollantaytambo, Sacsaihuaman, un indígena integrante de la etnia uru y un muro incásico. Finalmente, el reverso contenía un resumen de la película, enmarcado por más dibujos de indígenas, uno de los cuales aparece sobre el Trono del Inca. Es notorio que siendo la presentación de una película y, por tanto, contando con la posibilidad de obtener numerosas imágenes fotográficas (que de hecho aparecen luego en el interior) no se haya escogido una para la portada del folleto, sino la figura de un indio recreado a través de un dibujo, como si fuera ese el único recurso que permitía representar una civilización que ya no existe y que no mantiene vínculo con el indígena contemporáneo. Este elemento es reforzado por la frase que secunda al título: “Los misterios de una civilización desaparecida”.

Finalmente, se anunciaba que el documental contenía “música típica incaica” y que había sido producido por los Estudios Pedro Sambarino. Pedro Sambarino, de nacionalidad italiana, había llegado al Perú tras una larga estadía en Bolivia, país al que migró en 1923. Allí fundó la S.A. Cinematográfica Bolivian. Realizó varios documentales para el gobierno boliviano tales como Por mi patria, en 1924. En 1925, presentó Corazón Aymara y El centenario de Bolivia, por encargo del presidente Hernando Siles. Al Perú arribó en 1929 y continuó allí con su carrera, estrenando en 1930 El carnaval del amor.

Inca-Cuzco es el último filme realizado por Sambarino antes de su muerte, ocurrida dos años después. El documental fue realizado en 1934 y es el primer largometraje peruano en utilizar sonido óptico. Para su realización se retomaron materiales rodados en el período previo, principalmente extraídos de En el país de los Incas, que data de 1928. De Inca-Cuzco han sobrevivido tan sólo dos rollos, recuperados por el Archivo Peruano de Imagen y Sonido. Estos se corresponden con dos escenas, la primera titulada “La arquitectura colonial del Cusco” y la segunda “Las Fiestas del Santuario de Copacabana”, y constituían la tercera parte del documental. La parte que precede estas escenas nos es posible reconstruirla a partir del resumen presente en el folleto analizado anteriormente. En él se describe como la película

Recorre (…) todos los lugares del Cuzco Incaico Colonial, las ruinas de Sacsahuaman con su fortaleza, la asombrosa Ciudad de Machu-Picchu descubierta por el Senador Hiram Bingham en el año 1911; Ollantay el pueblo y la fortaleza que lleva el nombre del famoso guerrero Ollanta; Pisac, el observatorio solar que se considera el más antiguo del mundo; Tambo-Machay, el palacio famoso de las ñustas; El Lago Titicaca, la vida de los Indios Uros, la Isla del Sol y de la Luna y otras ruinas muy importantes (Folleto de difusión, Cusco, 1934, ARC/PC, Leg. 12).

Todo esto iba “acompañado de bailes y fiestas que dan una idea de la vida y costumbres de los indios que habitan hoy esos lugares y que conservan aun las tradiciones de sus antepasados los Incas, su música típica y antigua que acompaña las características danzas”, y de las cuales las Fiestas del Santuario de Copacabana eran un ejemplo. Estos bailes y fiestas generaban “un efecto maravilloso adornando los majestuosos paisajes andinos (y) haciendo de esta película una novedad única en el mundo” (Folleto de difusión, Cusco, 1934, ARC/PC, Leg. 12).

Uno de los fragmentos de la película que han sobrevivido, “La arquitectura colonial del Cusco”, comienza por mostrar la Catedral en la que, describe el narrador, “los misioneros tenían que catequizar a los indios”; continúa con el Templo del Triunfo, “llamado así porque está construido donde resistieron a las feroces acometidas por el Inca Manco Segundo”; el Palacio del Almirante Fradique de Castilla, que contiene un “escudo esculpido sobre un monolito incaico”; el Templo de las Nazarenas, para el cual fueron utilizados bloques de templos incaicos; La Iglesia y Convento de la Merced, “joya del arte colonial en Sudamérica” que “presenta claustros de granito rosa esculpidos a mano que no solamente sorprenden por su belleza arquitectónica sino por haber sido tallados por indios, indios que trabajaban año tras año con entusiasmo con fe y cariño (ya que) sabían que les esperaba un premio, sabían que les pagaba dios en la otra vida”; el Convento de la Compañía de Jesús, “hoy Universidad del Cuzco”; y finalmente Las ruinas de Colcampata (Sambarino, Pedro, Inca Cuzco, 1934. Archivo Peruano de Imagen y Sonido).

Los planos de esta sección son tomados de tal forma que sólo captan a las construcciones desde sus ángulos superiores, de modo que aparecen deslindadas del movimiento típico de la ciudad cusqueña de los años 30. Las únicas personas presentes en los templos son dos monjes que caminan entre los grandes arcos, componiendo una representación atemporal. La excepción es la filmación de la Universidad, para cuyo enfoque la cámara alcanza la parte inferior del edificio mostrando el torrente de gente que concurre a ella. Todo ello, por otra parte, es ambientado por música española, que oscila entre música popular y religiosa.

La escena “Las Fiestas del Santuario de Copacabana” muestra las fiestas que se realizaban en honor a la virgen de la Candelaria, en Copacabana, un pueblo de Bolivia situado en el límite con Perú, y al cual concurrían diferentes comunidades indígenas de este país para adorar a la virgen. La filmación comienza con una imagen encabezada por un sacerdote que oficia la ceremonia y luego se suceden imágenes de los festejos de las comunidades indígenas. Esta parte es ambientada con música que venía definiéndose desde la década anterior como folklórica, con letra en quechua y descripta por el narrador como una “música triste”. Durante varios minutos se observan los bailes indígenas con la música folklórica de fondo que sólo es interrumpida brevemente para dar lugar a la voz del relator que viene a explicar lo sucedido allí: “el indio ama las flores, pero a esta altura escasean y sus fantasías realiza con plumas y fibras de brillantes colores”, “Otros construyen estas sombrillas hechas de finísimas fibras de totora”, “Otra tribu prefiere para su adorno pieles de fieras que ellos mismo cazan con tal objeto”, “Y todos ellos durante días y días continúan bailando incansables con esa resistencia que solo los hombres de las alturas tienen” (Sambarino, Pedro, Inca Cuzco, 1934. Archivo Peruano de Imagen y Sonido).

Las imágenes son captadas de modo que logran una fantasía de externalidad de la cámara, hasta que un hombre se para ante ella curioso y cuestionador del hecho fílmico. Otros momentos denuncian también su presencia: algunas miradas de reojo de los bailarines, algunas mujeres que desde el público miran hacia ella extrañadas. Dos escenas dan la pauta de que la festividad no sólo está siendo intervenida por la presencia de la cámara, sino que también los actos que ésta capta están delineados especialmente para ella. Una es una escena que presenta en primer plano a dos hombres tocando la quena, con miradas esquivas que expresan incomodidad. Otra, en la que los bailarines se detienen, ante lo cual bruscamente un hombre criollo les indica que continúen bailando.

La filmación de las fiestas finaliza con la coronación de la Virgen, cuya estatuilla es una reliquia del siglo XVI. Esta escena se encuentra acompañada por música ceremonial y presenta una cadencia más lenta. La ceremonia funciona, así, como una amalgama que enmarca la festividad indígena en la herencia española y católica, al igual que el relato del primer fragmento de la película, que exponía que los indígenas tallaban “con entusiasmo y fe” pues sabían que “les pagaba dios en la otra vida” (Ibíd).

¿Constituye esta película una participación efectiva de la población indígena en la celebración del IV Centenario de la fundación del Cusco, tal como lo reclaman las editoriales que mostramos al comienzo del apartado? En primer lugar, es necesario resaltar que su presencia es ubicada no en las ruinas incásicas, las cuales son exhibidas en escenas previas de la película, sino en Copacabana, sitio al que si bien concurrían comunidades indígenas provenientes del Perú, está localizado fuera de allí, en Bolivia. Por otra parte, si bien exhibe un festejo que efectivamente se realizaba, hay una clara intervención en él en pos de las imágenes que se quieren tomar. Finalmente, la elección del director es presentar unos festejos enmarcados por una celebración religiosa. Lo que se exhibe como folklórico, desde la danza, la música y la vestimenta, queda signado así por un contenido colonial. El indio evangelizado, ahora como antes, dista de la grandiosidad de las ruinas y del centro de la ciudad del Cusco, representado como eminentemente español. Su presencia se ubica a lo lejos, en el país vecino, al que peregrinaba cumpliendo la función de generar un “efecto maravilloso adornando los majestuosos paisajes andinos” (Sambarino, Pedro, Inca Cuzco, 1934. Archivo Peruano de Imagen y Sonido).

Conclusiones

La celebración del IV Centenario de la fundación española del Cusco por un lado agudiza intereses y preocupaciones que se venían desarrollando desde comienzos del siglo XX en la ciudad. El interés por las ruinas, por las danzas y las músicas folklóricas, y por las reliquias coloniales recibe aquí una especial atención, a la vez que la celebración es vista como la oportunidad de otorgar la visibilidad que los cusqueños consideraban que debía dársele a estos elementos a nivel nacional e internacional. Desde su perspectiva, si el Cusco había perdido, hacía siglos, el carácter de centro político, continuaba siendo el centro simbólico, el reservorio de la auténtica peruanidad, lo cual la dotaba del atributo de “Capital indoamericana”. Como tal, por otra parte, debía alcanzar, también, los estándares de urbanización propios de una ciudad moderna.

Por otra parte, si bien la recepción de los elementos culturales cusqueños como nacionales se venía produciendo en Lima este evento les otorga una mayor centralidad y revela el modo en que fueron tomados por el gobierno de Leguía como material para resaltar la distintividad de la Patria Nueva respecto de los gobiernos anteriores. Se empalman así, en esta celebración, el indigenismo cusqueño con el indigenismo oficial que, en pos de construir una idea de tradición alternativa al civilismo, comienza a reivindicar también lo serrano como símbolo de la identidad peruana. La celebración, de todos modos, no llega a hacerse bajo el mandato de Leguía, pero el entonces presidente del Perú, el General Oscar Benavides[3], lleva a cabo lo programado en torno al festejo en 1934.

Si bien la ciudad del Cusco también fue objeto de discursos y prácticas modernizantes, sus intentos por enarbolar un proyecto nacional que compitiera con la capital peruana desembocaron en un mayor énfasis en una identidad atávica. Esta fuerza de lo atávico albergaba, sin embargo, una segmentación en su interior. Jerarquizaba sus estratos históricos y esta segmentación servía a su vez para reordenar los vínculos del pasado incaico con el presente, al mismo tiempo que opacaba la presencia de la población indígena contemporánea. Aparecía así, una tensión entre el sentido otorgado a la indianidad como entidad perenne y una voluntad de deslindar el pasado incaico respecto del indígena contemporáneo

A cuatrocientos años de la fundación española de la ciudad del Cusco, éste se presenta con una fuerte herencia colonial, con aspiraciones de modernidad y con unas construcciones monumentales incaicas que la colonia no ha podido destruir y que contienen en sus muros la grandiosidad de la antigua raza. El indio contemporáneo, sin embargo, no es objeto ni sujeto de esta festividad. La grandiosidad de las ruinas del Cusco aparece desligada de las comunidades indígenas, las cuales, si aparecen, lo hacen en territorios lejanos y a través de una pantalla de cine.

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Fuentes documentales

El comercio/Archivo de la Biblioteca Municipal del Cusco (ABMC- Cusco)

Comunicaciones de la Prefectura/Archivo Regional del Cusco (ARC- Cusco)

Inca Cuzco, 1934. Archivo Peruano de Imagen y Sonido

Notas

[1] El Comercio, fundado en 1876, es el diario de mayor antigüedad del Cusco. Al igual que otros periódicos regionales, fue conformado por la intelectualidad cusqueña con el objetivo de otorgar representación a los eventos e intereses locales y como contrapeso de los periódicos limeños que circulaban a nivel nacional.
[2] Se refiere al título honorífico de “Capital arqueológica de América” que adquiere el Cusco en el XXV Congreso Internacional de Americanistas celebrado en ciudad de La Plata (Argentina) en 1933.
[3] Oscar Benavides fue presidente provisional del Perú entre 1933 y 1939.
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