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Apuntes para el estudio de la salud mental en Chile actual

Gabriela González
Universidad de Chile., Chile

Apuntes para el estudio de la salud mental en Chile actual

e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 18, núm. 71, pp. 21-36, 2020

Universidad de Buenos Aires

Recepción: 21 Enero 2019

Aprobación: 23 Agosto 2019

Resumen: Apuntes para el estudio de la salud mental en Chile actual

La sociedad chilena actual ha demostrado en diversos sondeos poseer una pésima salud mental a nivel general. El siguiente texto es una revisión bibliográfica que propone algunos ejes teóricos sobre los cuales analizar la salud mental en Chile y comprender el aumento del malestar subjetivo en el contexto neoliberal actual, historizando elementos del período 1973-2019, para concluir reflexionando en torno a los mecanismos de exteriorización del malestar que podrían frenar su aumento a nivel individual, invitando a continuar los estudios sobre el tema desde la interdisciplinariedad.

Palabras clave: neoliberalismo, subjetividad, malestar, memoria, posdictadura.

Abstract: Notes for the study of mental health in post-dictatorship Chile

The current Chilean society has shown in diverse surveys to have a bad mental health at a general level. The following text is a bibliographic review that proposes some theoretical axes on which to analyse mental health in Chile and understand the increase of subjective discomfort in the current neoliberal context, historicizing elements from the period 1973-2019, to conclude by reflecting on the mechanisms to externalize the discomfort that could stop their increase at an individual level, inviting to continue the studies on the subject around an interdisciplinar perspective.

Keywords: neoliberalism, subjectivity, discomfort, memory, social trauma.

Introducción

El Chile que hoy habitamos presenta un aumento considerable en lo que se reconoce como enfermedades mentales, de acuerdo con estudios epidemiológicos en salud mental. Ha existido un resurgimiento del debate sobre salud mental en 2019, rastreable en los medios de comunicación, a propósito del aumento de suicidios en la tercera edad, aumento de diagnósticos en estudiantes universitarios y como un eje a considerar en la discusión parlamentaria sobre la reducción de la jornada laboral. Si entendemos que en ello influyen variables como la economía, las relaciones sociales, el género y la edad, los conflictos en salud mental resultan entonces indisociables de los procesos acontecidos en la historia reciente del país, como la dictadura cívico-militar que trajo consigo la imposición de un nuevo modelo económico que, a su vez, cambió radicalmente la forma de relacionarnos con los demás y construyó una nueva identidad en los sujetos. Si bien los padecimientos a nivel psíquico son anteriores a este período, en distintos contextos sociohistóricos, los datos han arrojado que es durante este período contemporáneo del capitalismo y su expresión neoliberal cuando éstos se han llevado al extremo.

Para ello, se ha elegido hacer un breve repaso histórico del Chile actual (1973-2019), relacionado a un proceso de transición posdictatorial no superado. Es decir, se aborda la institución dictatorial propiamente tal y los cambios a nivel social, cultural, político y económico que de ella se desprenden, lo mismo que el período de retorno a la democracia que le sucede. El énfasis en la “posdictadura” se lee desde una democracia que no ha sido capaz de revertir el elemento fundamental de la dictadura, la Constitución de 1980, sobre la cual se erigen los pilares de este Chile actual; entendemos este eje temporal como un proceso transitorio, no acabado. De esta manera, se busca establecer un puente entre neoliberalismo y salud mental, en un intento por comprender las razones que han motivado el incremento del malestar a nivel subjetivo, lo mismo que la construcción de nuevas subjetividades. Junto a ello, además de proponer la historización general de este período, a nivel social y cultural, en un Chile que se pretende ahistórico, mencionaremos algunos ejes desde los cuales se puede comprender este aumento del malestar.

Por otro lado, mediante la identificación de las cifras oficiales en materia de salud mental entre 1990 y 2019, se establecen las consecuencias inmediatas y a largo plazo una vez finalizado el período dictatorial, así como los gobiernos posteriores que profundizaron el modelo neoliberal. Al mismo tiempo, evaluando los cambios realizados en los planes nacionales de salud mental en 1993, 2001 y 2017, se comprende de qué manera la institucionalidad ha buscado abordar esta problemática, así como los ejes a través de los cuales ha intentado darle solución. En general, esta investigación se levanta como una revisión bibliográfica que propone algunos ejes teóricos sobre los cuales analizar los problemas propios de los sujetos en el contexto del Chile neoliberal, entendiendo la salud mental tanto en su dimensión institucional, como en sus expresiones alternativas en la dicotomía bienestar/malestar subjetivo.

Memoria social y trauma transgeneracional

A 46 años del golpe militar en Chile y 29 desde el retorno a la democracia, en una sociedad que continúa rigiéndose bajo los planteamientos de la Constitución de 1980 instaurada en dictadura, con gobiernos que se han mostrado incapaces de realizar cambios reales que le devuelvan a la sociedad los derechos y garantías eliminados, al tiempo que dejan caminar impunes a asesinos y torturadores, entendemos que se ha ido construyendo un relato a nivel social respecto al período transcurrido entre 1973 y 1990, lo mismo que las causas que motivaron el levantamiento militar, provocando aún hoy una profunda polarización entre los individuos. En este sentido, se establece que un elemento decisivo de este Chile es la compulsión al olvido, lo mismo que el consenso como acto fundador del Chile actual (Moulián, 1996).

Esta construcción de memorias colectivas influye en la forma en que recordamos los procesos históricos recientes, tanto las generaciones que la vivieron, como las que provinieron después, afectando las relaciones sociales, la producción de subjetividades, creando simbolismos, discursos y significados. A propósito de ello, un eje central es la transgeneracionalidad del trauma social e individual que, en la práctica de recordar, se define desde la psicología social de la memoria como un acto en el cual “se entrelazan palabras, silencios, imágenes, cuerpos y lugares, entre otros, y es precisamente la relación entre ellos la que contribuye a construirlos” (Piper et. al., 2013: 23), siendo este el eje que le otorga a la memoria el poder de construir verdades hegemónicas, que coexisten con las memorias alternativas, silenciadas, de los sobrevivientes y los familiares, en un acto que podríamos comprender como memoria en disputa (Pollak, 1986). En este sentido, la memoria transgeneracional se levanta en una sociedad que mantiene vivo el trauma social que significó el período dictatorial, donde circulan actualmente las memorias de quienes fueron actores del período 1973-1990 y las de generaciones más jóvenes que no fueran testigos directos, que conviven con la retórica del triunfalismo (Pino-Ojeda, 2011), que ofende las memorias de dichos sujetos.

Hablamos de un Chile que mantiene vivos los recuerdos de ese proceso que se erigió como un quiebre institucional con consecuencias que perduran hasta hoy. Un país donde el mercado y el flujo de capitales se constituyeron en los ejes principales de la política, convirtiendo al Estado en un mero garante de sus transacciones, obviando sus obligaciones a nivel social, dejando a miles de ciudadanos y ciudadanas al alero de los vaivenes de la economía, en una sociedad donde prima la ley del “sálvese quien pueda” (y como pueda). Este Chile que es heredero del régimen del terror que duró 17 años, que institucionalizó la tortura como método de control social y político, que se instrumentaliza luego para causar miedo en el conjunto de la población, produciendo una convivencia marcada por la amenaza y la desconfianza hacia el otro, en un clima general de inseguridad. De esta manera, se buscó destruir “la capacidad de resistencia moral, física, psicológica y política del cuerpo social para oponerse al régimen gobernante” (Faúndez y Cornejo, 2010: 34), y en este sentido, desde la perspectiva psicosocial, se entiende que el origen del trauma y sus consecuencias se hallan en las relaciones sociales y no exclusivamente en quien es víctima de esta experiencia (Ibíd.).

Dictadura, transición y retorno a la democracia

Otro elemento importante, como hemos mencionado anteriormente, es la historización del período de la dictadura propiamente tal, así como la neoliberalización de la economía hacia 1980, lo mismo que el período de transición y el retorno a la democracia. En esta línea, los ejes principales tienen relación con el carácter de “pacto” entre la oposición y los militares, así como el aparecimiento en escena del empresariado, que pasará a ser un actor principal en la política del Chile posdictadura. Asimismo, dado que continuamos rigiéndonos bajo la Constitución de 1980, se plantea la pregunta respecto al fin del período transicional: no hay certeza respecto a si estamos aún en proceso de transición o este ya finalizó, pero lo cierto es que las modificaciones hechas en dictadura se mantienen vigentes aún casi sin variación, y los cambios hechos en los últimos años de democracia son solo superficiales. El tema aún permanece presente en el dialogar de diversos sujetos, no hay consenso respecto al pasado e incluso pareciera que ya no hay más alternativas de cambio.

Actualmente nos encontramos frente a una normalización a nivel estructural de las prerrogativas de 1980, y a nivel individual por parte de la ciudadanía, además del recelo que genera, el cual proviene de la sensación de traición de la institucionalidad, en una convergencia de un triple conflicto: la crisis de representatividad del sistema político, aspecto que se ve incrementado por su origen ilegítimo, es decir, haber sido pensado, administrado y cedido desde la dictadura; y finalmente la falta de voluntad demostrada por los gobiernos de la izquierda para lograr equilibrar la distribución de la riqueza (Pino-Ojeda, 2011). Aquí comienza a manifestarse una nueva forma de ser de los sujetos, elaborada durante diecisiete años, caracterizada por una adaptación a nivel conductual, con un malestar interiorizado y ánimo de resignación. Respecto a ello, se señala la existencia de una alta disconformidad con el orden existente, pero baja tolerancia al conflicto y baja politización, seguida por un creciente individualismo que desmoviliza, y una ausencia de armonía de intereses entre las distintas clases, condición que aumenta el malestar y que deja “bastante clara la configuración de la sociedad de los últimos veinte años” (Mayol y Azócar, 2011: 3).

Como mencionamos, el reposicionamiento del empresariado, como miembros de la élite, en la esfera pública y política es fundamental en tanto actores a analizar para comprender el período actual, siendo esta recuperación de su sentido de protagonismo histórico el principal legado del régimen militar para las élites económico-sociales, puesto que la refundación capitalista les devolvió la confianza en sus propias capacidades, “en la práctica sino en las intenciones, el verdadero poder social seguiría bajo el firme control de las elites de siempre” (Pino-Ojeda, 2011: 126).

En términos de movilización social, se distinguen dos períodos dentro del mismo proceso de transición y retorno a la democracia, los cuales son necesarios de historizar para entender el despliegue de las movilizaciones en el Chile actual. Por un lado, se encuentra el período inmediato desde el retorno a la democracia, entre 1990 y 2005, marcado por una baja participación a nivel social, como devela una encuesta realizada por el Centro de Estudios Públicos (2016), donde se afirma que solo un 17% de la población asistió a marchas durante ese año y el anterior, dos puntos porcentuales más que la encuesta sobre el mismo tema realizada en 2005, correspondiente a un sexto de la población. Y, por otro lado, un segundo período desde 2006, caracterizado por un resurgimiento de los actores sociales en la esfera pública y política, el cual comienza con el movimiento de los estudiantes secundarios en 2006, seguido de un nuevo movimiento en 2008, junto al gran movimiento estudiantil de 2011 que logró permear otras esferas sociales, al cual se adhirieron diversos actores políticos y sociales, para constituirse luego en un movimiento familiar por el derecho a la educación. Es en este segundo proceso donde se ven resurgir simultáneamente otros movimientos sociales: por el derecho a la salud, a la educación, por los derechos de la diversidad sexual, en contra de la contaminación, movimientos por los derechos de los pueblos indígenas, de los animales, de la niñez y, más recientemente (2018), un resurgimiento de los movimientos de mujeres y feminismos en pos de los derechos de las mujeres, la igualdad de género, el derecho al aborto, el reconocimiento del trabajo doméstico, etc.

Este resurgir de los movimientos sociales, aunque incipiente y en un contexto de amplísimo individualismo y desconfianza, con la juventud principalmente a la cabeza, está haciendo tambalear los cimientos sobre los que se ha ido construyendo el Chile de hoy, que como hemos revisado, no es más que una continuación del Chile pensado en dictadura. En general, se presentan como ejemplos del malestar social y disconformidad con el orden existente, luego de veintiocho años desde que asumieron los líderes de la democracia del arcoíris, que no han logrado realizar cambios sustanciales. Al mismo tiempo, nos habla de una generación que no tiene el recurso del miedo tan adentrado en sus psiques, puesto que la amplia mayoría nació ya en democracia. Aún así, estos movimientos sociales no logran convocar al grueso de la población, pese a su masividad en comparación a años anteriores. Esto a razón de lo que hemos visto como el conformismo que se ha instaurado a nivel subjetivo en la ciudadanía, a quienes se les ha negado en reiteradas ocasiones la posibilidad de un cambio real, a nivel estructural y una reconquista de los derechos eliminados.

En general, este proceso de transición y democracia entendido en clave neoliberal se ha traducido como una nueva forma de administración del presente, en el cual el saber auxilia a la política en la tarea de controlar lo público, para evitar que su exceso deteriore el acuerdo que sostiene a la transición, que está caracterizada por la política de sustituir lo social por lo moderno, cambiar la participación por el acceso, homologar la justicia con la estabilidad, y garantizar la continuidad de la denominada clase política (Ossa, 1999), con una ilusión de integración social a través del crédito, pero con pilares neoliberales muy marcados como la fexibilización y tercerización laboral. De ello se desprende, por ejemplo, la relación entre clase social, riesgo psicosocial y salud mental (Briones et. al., 2014; Pérez-Franco, 2016), por el aumento de la desigualdad, los cambios en las relaciones interpersonales y la poca participación política y social (Reyes et. al., 2015) y el hecho de que, también en clave neoliberal, se aborden estas problemáticas entendidas en su dimensión de carga económica, puesto que en Chile los trastornos depresivos se han convertido en uno de los principales problemas de salud, con un 17,2% de la población mayor de 15 años presentando sintomatología depresiva (Andrade, 2015).

Construcción de subjetividades en el neoliberalismo

Como hemos visto, el modelo neoliberal ha trascendido la esfera de lo público-económico, adentrándose en estructuras más complejas como lo son las subjetividades, constituyendo a su vez una nueva forma de entender la sociedad y la manera en que nos relacionamos al interior de ella, subjetivando el sufrimiento psíquico de los individuos y la población, expresado en los altos índices de depresión sobretodo en países desarrollados, como expresión de nuevas formas de vida actuales (Castro, 2019). En relación a ello, pese a que el desarrollo de este modelo se dio a nivel local en Chile, éste se enmarca dentro de un contexto global de construcción de una nueva modernidad donde, en general, luego de la caída de la Unión Soviética que antaño fuera una de las últimas alternativas al capitalismo, se ha buscado establecer que este último es la única posibilidad de mundo, entendiendo la relación entre capitalismo (y su actual expresión neoliberal), globalización y homogeneización como distintas aristas de un mismo sistema, cuya consecuencia es la introducción de un nuevo conjunto de valores como el individualismo, la competencia, la desconfianza y el egoísmo; “lo comunitario” se tensiona con dichas características, puesto que el sistema tiende a demandar conceptos como autonomía y resiliencia, institucionalizando la individualidad por sobre los esfuerzos colectivos, sin reflexionar sobre la co-responsabilidad en el bienestar común (Reyes et. al., 2019).

De acuerdo a Iván de la Mata (2017), el gobierno neoliberal se puede entender simplemente como una actualización de la teoría liberal clásica, que presupone que el libre mercado es el motor de la riqueza de los ciudadanos y sobre el cual el Estado no puede intervenir, y entendiendo que al laissez faire económico clásico le corresponde, a su vez, un poder disciplinario represivo, añade que el poder neoliberal no es por tanto solo un poder represivo, sino que es un poder creador de subjetividad, un poder seductor en el que la razón general de la competencia que preside la economía se introyecta en cada individuo y en las relaciones sociales. En la sociedad neoliberal lo que opera, más que la explotación, es la exclusión, aunque la explotación no ha desaparecido, y es en ese sentido que esta época representa un deterioro respecto de la anterior, pues se han sumado nuevas estrategias alienantes: la salud mental se convierte en un problema global, asociada a condiciones psíquicas que van desde el estrés, el cansancio, hasta condiciones psiquiátricas más complejas (Castro, 2019)

En cuanto al contexto social de las subjetividades en Chile, también es necesario comprender que la imposición del modelo neoliberal en contexto dictatorial y su profundización luego en democracia, afectaron de manera negativa y enajenante a nivel subjetivo, dadas las nuevas formas de (auto)explotación, exclusión y subjetivación, de manera violenta y sin derecho a oponerse, puesto que la réplica era cruelmente castigada, y sin tiempo para sopesar el trauma que esto produjo, lo que implicó una nueva forma de relacionarnos con el pasado reciente y entre nosotros mismos. En general, a nivel colectivo, aunque especialmente entre aquellos que conforman la primera y segunda generación de sobrevivientes a la dictadura, existe un sentimiento de traición en relación con los políticos y la institucionalidad, aquellos que llegaron al poder con una serie de promesas en temas sociales y sobretodo en reconocimiento y reparación para las víctimas directas. Sin embargo, se encontraron con un Chile radicalmente opuesto al que recordaban de antaño, donde el empresariado ha logrado posicionarse como actor principal en el escenario político. Y en este contexto, se habla de impunidad, de desigualdades en cantidades catastróficas, de falta de responsabilidad, de corrupción, promesas incumplidas y la permanencia de una sociedad aún atemorizada por los militares, razón por la cual la desmovilización se mantiene, y a ella se añade una doble impunidad en el Chile posdictadura, por un lado la impunidad legalizada por la ley de Amnistía de 1978, y por el otro, la de facto que cubre la mayor parte de los crímenes posteriores, con efectos sobre la atmósfera de crisis política, impunidad que es manifestación de la desigualdad, de la capacidad de los poderosos de sobrepasar la ley sin temor al castigo (Moulián, 1996).

Retomamos el aspecto de la desigualdad a nivel socioeconómico, pues constituye este uno de los aspectos esenciales del Chile de hoy, que le ha hecho merecedor del título de campeón en desigualdad entre países miembros de la OCDE (Espinoza, 2017), debido a la mantención de un sistema tributario que favorece a los más ricos y reduce las posibilidades de movilidad social. En este sentido, al contexto dictatorial chileno que legalizó el autoritarismo y la represión, se añade una estrategia de dominación neoliberal en el contexto mundial, bajo cánones de imperialismo financiero, donde aparece el endeudamiento de las economías latinoamericanas, el debilitamiento de los sindicatos, el aumento de las tasas de interés y la desaparición del Estado como garante, donde al interior de los dispositivos de saber que tejieron el desarrollo de nuevos métodos de subjetivación y sometimiento, se ve que la libertad individual depende de los vaivenes macroeconómicos dirigidos por las grandes economías, transformando al individuo en un ser carente de voluntad propia (Quitral, 2017).

Como se ha revisado hasta ahora, las elaboraciones a nivel subjetivo van mucho más allá de una evolución propia y natural de la sociedad chilena, reflejando una serie de mecanismos pensados desde la institucionalidad para descomponer la cohesión social y revertir el anterior giro hacia la izquierda de la sociedad, cuyo sentido de la colectivización era el eje principal. De esta manera, se constituyen nuevos grupos de sujetos que miran con recelo las reformas sociales, sin conciencia de clase y menos solidaridad ente ellas, propiciando la construcción de individuos competitivos, individualistas, exististas y orientados hacia el mérito individual, que no se cuestionan y naturalizan elementos como la opresión, la desigualdad y la represión, que ven a todo aquél que se presente como Otro extraño como una amenaza, ahora convertidos en microempresarios del lujo y del placer personal, que interfieren negativamente en la construcción de redes sociales, mercantilizando las que ya tiene. Este vínculo entablado en base a alguna ganancia material por sobre la solidaridad colectiva fomenta a su vez el aislamiento, la desconfianza y la incertidumbre, “escenario sociopolítico que refuerza la explotación y limita la libertad” (Quitral, 2017: 21).

En este sentido, el neoliberalismo y sus mecanismos de control ideológico, cultural y contravalórico, siguiendo lo dicho por el psiquiatra Carlos Madariaga (2003) a propósito del caso chileno, constituyen una influencia importante en la construcción de subjetividades, cada vez más vulnerables ante la influencia disruptiva de los procesos psicosociales traumáticos que yacen en el inconsciente colectivo. De esta forma, un modelo de sociedad basado en la absolutización del consumo y el colapso del sujeto, al tiempo que mantiene viejos y nuevos mecanismos de impunidad, es el escenario histórico en el que se despliegan las formas actuales de trauma psicosocial.

¿Nueva cuestión social?

Dentro del contexto de producción del individualismo, que impide la politización colectiva y otorga un carácter negativo a la movilización social, se da el fenómeno de la interiorización del malestar, que se traduce luego en el aumento del malestar a nivel psíquico, reflejado en patologías mentales como la depresión, la ansiedad, las fobias; en situaciones también psíquicas de dependencia de drogas y alcoholismo, y en el aumento en las tasas de suicidio que se presentan como la culminación de procesos de interiorización de los malestares y agobios producidos por las exigencias de la sociedad neoliberal, como la autoexplotación frente a la incertidumbre. La importancia de la liberación del malestar, en tanto, ha estado presente en toda la historia de la humanidad y ha sido uno de los ejes sobre los cuales se ha construido la conciencia política y los proyectos sociales (Mayol y Azócar, 2011), y la ausencia de vías para su exteriorización han conformado la crisis actual en cuanto a la salud mental.

Volviendo al período que antecede a la dictadura militar, encontramos un país cuya tradición histórica es la de someter a las mayorías a los quehaceres de una élite minoritaria. Recién hacia el centenario de la República esta élite comienza a ser cuestionada, y surge la preocupación por la denominada cuestión social, que tenía a un amplio número de chilenos sumergidos en la pobreza y la marginalidad: ese sería el puntapié inicial para la politización de las masas pobres, campesinas y trabajadoras, que encontrarían en la organización social, el mutualismo y la sindicalización los métodos para exteriorizar el malestar y enfrentarse a las elites, poniéndola en entredicho y posibilitando la llegada al poder de sujetos con mayor interés en solucionar conflictos sociales, más orientados hacia la creación de un Estado de Bienestar. Ante la negativa de solucionar dichos conflictos vendrían luego nuevos gobiernos, más democráticos e integradores, pero insuficientes, que culminarían con la llegada al poder de la Unidad Popular en 1970, debido al fracaso de las alternativas menos radicales para solucionar los problemas crónicos del país, en sus esferas social y económica (Winn, 2013).

De alguna manera, en esta sociedad posdictadura, se ha recaído en aspectos que se creían solucionados a nivel societal, que fueran protagonistas hacia el centenario de la República como la marginalidad y la exclusión, la incertidumbre y el pesimismo, la desigualdad y la pobreza por concentración de riqueza de unos pocos, esto bajo una democracia de baja calidad, que no representa las necesidades y desafíos de la sociedad, aunque ex colaboradores de Pinochet hayan confabulado para hacer creer a los individuos que hacia el bicentenario seríamos una nación desarrollada, buscando justificar por la vía económica los horrores del golpe (Quitral, 2017). Y ha sido esa intención de justificar los horrores en pos del progreso económico la que ha permeado a un sector importante de la sociedad, la misma que se vio atravesada por un conjunto de transformaciones en la medida que se desplegaba el proyecto político, económico y social que hoy conocemos como neoliberalismo. En esta línea, preguntarse por el individuo producido a nivel estructural en Chile, implica preguntarse por las dos grandes revoluciones del proceso modernizador: la constante tensión entre una “revolución neoliberal incompleta” y una “revolución democratizadora inacabada” (Aceituno et. al., 2012). Para este individuo, la producción del malestar ya no reside en la estructura social, sino más bien en las competencias individuales, y es este el eje principal sobre el cual se promueve una interiorización del malestar.

En este contexto es que hace un tiempo se habla, tanto en Chile como en otros países latinoamericanos que atravesaron dictaduras militares con procesos neoliberales, de una nueva cuestión social, que a diferencia de la primera ya no tiene como expresión la confrontación política o incluso moral, sino que se expresa en términos psicológicos individuales en una sociedad que se presenta en general, como hemos visto, conformista y sin ánimo de lucha. Esta cuestión social contemporánea engloba a sujetos que no se sienten pobres, ni incluidos, en un contexto de fractura a nivel social por la crisis de expectativas de promoción social. Es decir, continúa presente una estratificación social profundamente marcada, que de igual manera se exacerbó luego de la dictadura, pese a las promesas de un proyecto más económicamente inclusivo (Canales, 2007; Peña, 2016). Esta metamorfosis de la cuestión social demuestra que se trata de un conflicto que trasciende a la pobreza “clásica”, constituyéndose en una categoría teórica que intenta explicar la desigualdad y la exclusión que es inherente al capitalismo, en forma de una “nueva pobreza”, frente a la escasez de posibilidades de movilidad social (Simoes da Mota, 2009).

De esta manera se han construido nuevas mentalidades desde donde se justifica la opresión y la desigualdad, con base en el desempeño individual, reduciendo el sentido social de la pobreza, con la idea de que quien es pobre o está desempleado lo es por voluntad propia o por deficiencias personales. Se piensa que para salir de la pobreza basta garantizar condiciones mínimas, y se naturaliza la precariedad laboral, como afirman datos de la encuesta ENETS 2009-2010, que muestran la precariedad como característica relevante del trabajo actual (MINSAL, 2011), es decir, la inestabilidad del empleo, los bajos ingresos y la carencia de seguridad social (Pérez-Franco, 2015). Y en concordancia con ello, de acuerdo con las encuestas nacionales sobre calidad de vida y salud, presentes en el Plan Nacional de Salud Mental (2017) se da cuenta de que los problemas y trastornos mentales afectan en mayor medida a las personas con menor nivel educacional, a los más jóvenes, a las mujeres y a personas de pueblos originarios. Esta elaboración de nuevas mentalidades, sin embargo, no ha sido casual. De acuerdo con el estudio de Rolando Álvarez (2015) sobre el giro que tuvo el empresariado chileno en dictadura y la profundización de su rol en democracia, menciona la existencia de un proyecto elaborado por el nuevo empresariado neoliberal, que buscaba naturalizar esta hegemonía neoliberal, separando la política de la economía para obtener una revolución cultural, que implicaría una transformación de la mentalidad a nivel social, resocializada en torno al libre mercado. De esta manera, la hegemonía del capitalismo no estaría basada solo en la coerción, sino en el respaldo mayoritario de los habitantes.

Género, neoliberalismo y salud mental

Otro elemento fundamental para comprender los conflictos en salud mental en Chile actual es la vinculación entre género y neoliberalismo, puesto que las mujeres son las principales usuarias de los servicios de salud mental, y las más diagnosticadas, de acuerdo a la Encuesta Nacional de Salud (2010), donde un 25.7% de las mujeres encuestadas afirmó haber tenido sintomatología depresiva el último año, en relación a un 8.5% de los hombres; por otro lado, en lo respectivo a haber tenido depresión alguna vez en la vida, las mujeres presentaron un 33.1% y los hombres encuestados un 9.7%. Si bien en ello influyen diversos aspectos como la construcción de una subjetividad femenina cargada hacia la emocionalidad en relación con la subjetividad masculina que en general reniega de este elemento, lo cierto es que las mujeres se desenvuelven en una realidad aún más compleja, donde inciden aspectos como la inestabilidad laboral, la maternidad, el trabajo doméstico no reconocido, la desigualdad salarial y las violencias por razón de género.

En esta misma línea, la importancia del ámbito privado y familiar en la vida de las mujeres tiene aún hoy la misma relevancia que en épocas anteriores, cuando no solo se les prohibía la participación en la esfera pública, sino que en su calidad de mujeres-madres debían dedicarse exclusivamente a las labores del hogar, a diferencia de la amplia inserción laboral de las mujeres en la actualidad. Siguiendo a Joan Scott (1986), según quien la inclusión de las mujeres en la historia implica necesariamente la redefinición y ampliación de nociones, a fin de abarcar la experiencia personal y subjetiva lo mismo que las actividades públicas y políticas, debemos considerar que existe una relación entre el malestar psíquico y las exigencias sociales en relación al comportamiento humano, las cuales son más evidentes en el caso de las mujeres, por la relación entre disturbio psíquico y la rigidez de las reglas de comportamiento (Basaglia, 1983).

Actualmente, a las exigencias por roles de género hay que agregar las violencias a las que están expuestas por el solo hecho de reconocerse mujeres. Salirse del esquema tradicional implica un castigo en la esfera pública, y como demostró la Encuesta nacional de victimización intrafamiliar y delitos sexuales (2013), también en la esfera privada. En esta encuesta, la violencia a nivel general tuvo un resultado del 31,9%, siendo los agresores familiares, parejas y exparejas, seguida por la violencia a nivel psicológico vivida por un 30,7% de las encuestadas, mujeres entre 15 y 65 años. Además, se determinaron los motivos principales por los cuales las mujeres no denunciaban las violencias sufridas, donde desde la violencia psicológica un 34,5% mencionó que no fue algo serio, sobre violencia física un 24% afirma haber tenido miedo y sobre violencia sexual un 40% reconoció sentir vergüenza por lo sucedido. El femicidio, en este contexto, se erige como la culminación de procesos cotidianos de violencia que las mujeres viven en diversas formas y escenarios. A ello hay que agregar que, de acuerdo con el Plan nacional de salud mental de 2017, estas violencias de género aumentan el riesgo de sufrir depresión al doble, en 87% de sufrir trastornos por consumo de alcohol y en cuatro veces el riesgo de morir por suicidio entre mujeres que la padecen.

Ya en la década de los setenta, con el auge de los estudios de género y de las mujeres, diversas autoras coincidieron en considerar que los criterios aceptados como saludables para las mujeres, que consistían en una subjetivación acorde a la feminidad tradicional, resultaban insalubres en la práctica. Para las mujeres trabajadoras, cuya inserción laboral ha ido en aumento desde la misma época, la situación es aún más compleja: a nivel porcentual, desde 1970 hasta hoy, las mujeres como fuerza productiva aumentó de un 24,1% (Stiepovich, 1998) a un 48,5% según datos del Instituto Nacional de Estadísticas al 2017. Al considerarse factores como la fertilidad y por ende la posibilidad de la maternidad, se encarece la salud, se entablan dificultades en la previsión y en ocasiones dificulta el acceso al trabajo estable. La consecuencia inmediata es lo que se reconoce como feminización de la pobreza (Baeza, 2015; Cárdenas, 2017).

Hoy en día se reconoce que hay coincidencias, en términos temporales, entre el enfoque de género y el de derechos humanos en salud mental, pues ambos ubican su desarrollo con el retorno a la democracia. (Tájer, 2018). Anterior a ello, ninguno de los dos enfoques existía como posibilidad de análisis dentro de las denominadas ciencias Psi, los cuales adquieren un rol importante en el Chile de principios de siglo XXI, que perduran hasta la actualidad. Ello ha sido útil en la medida que ha permitido explicar por qué son más comunes en las mujeres algunos tipos de conflictos mentales; es decir, el abordaje desde la perspectiva de género ha permitido evidenciar que, en el malestar femenino, prima el carácter social antes que exclusivamente biológico, puesto que se vincula con una incapacidad a nivel subjetivo de sobrellevar la carga que significa habitar en una realidad hostil con las mujeres.

Abordaje institucional del malestar social y subjetivo

Para comenzar a describir el abordaje institucional brindado a los conflictos del malestar a nivel social e individual, debemos señalar los ejes en torno a los cuales se han edificado las políticas públicas en salud mental, desde el enfoque biomédico. La salud mental es entendida dentro de la esfera de la salud en general, que según lineamientos de la Organización Mundial de la Salud es “un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades” (OMS, 1946), siendo recientemente incorporado “lo social”, es decir, las determinantes sociales en salud y salud mental, en el desarrollo de estrategias para el abordaje de la salud mental, luego de constituirse en un paradigma oficial de los organismos internacionales (Nilo, 2015). Aún así, y pese a la incorporación de la esfera de lo social en los Planes Nacionales de Salud Mental y Psiquiatría, existe una variable institucional que considera el explosivo aumento en la tasa de suicidios y consumo de antidepresivos desde 1990 como una transición epidemiológica acelerada (CEP, 2016).

En esta misma línea, las propuestas desde la institucionalidad en salud son exigir mayor presupuesto para la salud mental, que se traduce en más fondos para psicoterapia y farmacoterapia individual, dentro de la lógica biomédica del malestar subjetivo. Se han elaborado tres planes nacionales de salud mental por parte del Ministerio de Salud, en 1993, 2001, luego de que el Programa de las Naciones Unidas para el desarrollo (1998) estableciera la idea de “paradojas de la modernización” para explicar la coexistencia de crecimiento económico y desconfianza; y el más reciente y ambicioso en 2017, con proyecciones hasta 2025. En ellos se aborda la esfera de lo bio-psico-social, y aunque evidencian la influencia de las condiciones del medio en que se desarrollan los individuos, reconociendo la “carga psicosocial” de la vida moderna, en general las propuestas apuntan a la individualización, como la prevención y la detección temprana de las patologías mentales. Se habla también de los costos sociales y económicos que significa a nivel estatal tener un amplio número de individuos enfermos y por tanto incapacitados, en el mismo enclave neoliberal de mercado.

Así, se ve un aumento en el malestar a nivel subjetivo que, desde el abordaje en salud mental, se traduce en mayor número de personas diagnosticadas, y dado el enfoque de prevención y detección temprana, nos encontramos con un número importante de niños y niñas diagnosticados con alguna patología, destacando aquellas que pertenecen al espectro autista. Pese a ello, más allá de mantener o no funcionales a los sujetos diagnosticados mediante la contención química (y en ocasiones, física), las intenciones desde la institucionalidad no han logrado traducirse, ya a 26 de propuesto el primer Plan, en una efectiva disminución de estos malestares, puesto que las condiciones socioeconómicas estructurales del mismo se han mantenido casi sin variación, es decir, en un contexto de desigualdad que destaca incluso entre los países OCDE, donde chile alcanza un valor de 0.73 en el índice de Gini, muy cerca del 1 que equivale a la concentración de riqueza en una sola persona, donde al mismo tiempo el quintil más rico concentra un 72% de la riqueza (Banco Central, 2017).

Además, dado que prevalece el paradigma científico y el enfoque biomédico en salud mental, se engloban áreas como la subjetividad de los individuos en relación con el funcionamiento del cerebro, cuyo máximo exponente es la psiquiatría moderna. Y dado que la clasificación es una de las principales actividades del método científico, el comportamiento humano y sus pretendidas anomalías se han integrado a la clasificación y su consiguiente diagnóstico y tratamiento. En este escenario nacen los manuales diagnósticos de las enfermedades mentales, siendo el más difundido el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, por sus siglas en inglés), de origen estadounidense, que estrenó su quinta edición en 2013, y al cual en cada edición se agregan nuevos criterios de clasificación y mayor número de comportamientos considerados anormales, razón por la cual las críticas al formato son diversas (Pérez, 2012;Sánchez, 2014; Echeburúa y Esbec, 2015). Si entendemos que cada sociedad posee un sistema simbólico, y dentro de él, los comportamientos se constituyen en algún tipo de simbolismo, las creencias que pueda haber en torno a ellas van a variar según cada sociedad. En este sentido, pretender aplicar una misma fórmula para entender el malestar subjetivo, patologizando conductas que bien podrían ser consideradas normales en otras sociedades y culturas, resulta altamente dañino para los individuos, pues a lo que se tiende es a la homogeneización, imponiendo formas de concebir el mundo y desarrollarse en él, condenando las diferencias.

Si bien en la historia reciente de Chile el enfoque comunitario en salud mental y psiquiatría es el que ha prevalecido, buscando dar un trato humanizado a la persona psiquiatrizada, en lo concreto ha perseguido la misma lógica de la psiquiatría tradicional, con una relación vertical entre el médico y el paciente, que en casos graves tiende a su infantilización y a anular su participación en forma de ciudadanía activa. Además, al entender la psiquiatría el síntoma en tanto desviación respecto a ciertas normas clínicas, biológicas o sociales, el tratamiento tiene el objetivo de suprimir esa desviación mediante métodos farmacológicos o de manejo conductual, sin contemplar las variables externas de ese malestar individual (Aveggio, 2017); es decir, el enfoque comunitario depende de las disciplinas validadas socialmente como expertas en la subjetividad, métodos que configuran al sujeto con algún padecimiento mental en un objeto que oculta su dimensión cultural, social y política (Cea-Madrid, 2015).

En lo que se refiere a una crisis de la subjetividad moderna y la construcción del sujeto moderno en sí, Carlos Pérez (2009) concluye que, en esta dialéctica, el sujeto operativo es expresión de un mundo que se niega, o que es impotente, para trascender, siendo expresión de la crisis de la subjetividad de todo un mundo cultural que se construyó sobre la certeza de la acción consciente y el dominio del mundo, sobre la naturaleza y la razón. En este mundo moderno, siguiendo también a Rafael Huertas (2017), el homo oeconomicus se convierte en el paradigma del individuo alienado de la sociedad capitalista, siendo una especie de resultado fallido de aquél nuevo hombre concebido por la Ilustración, para luego irrumpir, en la sociedad actual, un homo neoliberal, donde el ser humano es concebido como empresario de sí mismo. En este contexto, resulta contradictorio que una política pública en salud mental tenga como objetivo el bienestar, donde el Estado con su proceso de modernización, ha consolidado y profundizado su enfoque de subsidiariedad y no de bienestar (Aveggio, 2015).

Como revisamos anteriormente, en cuanto a la movilización social, aunque si bien con un leve aumento en el transcurso de la última década, ésta no ha logrado reposicionarse como un mecanismo útil para exteriorizar el malestar y exigir una mejor administración a nivel gubernamental; por ende, se ha introyectado a nivel individual. Además, en esta misma línea se puede ubicar el explosivo aumento de la abstención electoral, como un símbolo del malestar social, lo mismo que la creciente desconfianza de la ciudadanía respecto al sistema democrático. Además, se develan otros aspectos, como la idea de poca capacidad de incidencia de la ciudadanía en las decisiones políticas, la desconfianza sobre las figuras políticas y las instituciones a propósito de la corrupción, la apatía y el desinterés, entre otros elementos. Aún así, se dice que, a pesar de la evaluación negativa respecto al funcionamiento de la democracia en el país, casi la totalidad de los chilenos respalda los principios democráticos como forma de gobierno (PNUD, 2016).

Alternativas sociales al enfoque institucional

Para comenzar este apartado es necesario resignificar el concepto de locura, en rechazo a las categorías diagnósticas contemporáneas, como hicieran los psiquiatras del movimiento de la antipsiquiatría en los 60’. Esta palabra, que posee múltiples acepciones, fue siempre utilizada sin rigurosidad alguna, pero con la mayor naturalidad; definirla era complejo, pero tampoco era necesario, porque no se trataba de un concepto técnico-científico, sino más bien de un concepto popular y ambiguo, que cualquiera podía (y puede aún) entender (González, 2002). Y si establecemos la relación entre locura y persona psiquiatrizada, resulta que hoy en Chile hay muchos locos y locas en las calles, en los colegios y en los trabajos. A diferencia de la locura “clásica”, donde el delirio crónico era el eje central, hoy en día los sujetos son diagnosticados por la más amplia gama de posibilidades, posibilitando la existencia de una neurodiversdidad, y sometidos a tratamientos químicos que no necesariamente van acompañados de encierro, contención física o la imposibilidad de desenvolverse de forma natural en la sociedad. Además, este exceso de diagnósticos psiquiátricos trasciende las fronteras etáreas, sexuales y de clase, puesto que el alza es transversal: en niños, adolescentes, adultos, ancianos, hombres y mujeres, y las razones son siempre las mismas, es decir, facilitar la productividad y el orden, pues sin el equilibrio mental baja la productividad y el rendimiento, y al ser la salud mental entendida en clave neoliberal, como bien lo señalan los ejes en torno a los cuales se levanta AVISA (Años de Vida Saludable Perdidos), que relaciona “años de vida perdidos” con años de vida en los cuales no se pudo trabajar por razones médicas, dentro de las cuales se encuentran las licencias médicas por patologías mentales.

Existen organizaciones civiles de personas usuarias y ex usuarias de dispositivos de salud mental, así como de familiares y cuidadores, que no son responsabilidad del Estado, sino que responden a iniciativas particulares y aisladas con escaso nivel de participación y, por ende, de influencia en las decisiones políticas relativas a la salud mental (Nilo, 2015). Si bien el Plan Nacional de Salud Mental y Psiquiatría cambia un poco este esquema, al considerar para su redacción a usuarios y familiares, como mencionamos anteriormente la lógica sigue siendo vertical y asimétrica entre el usuario y el profesional. En contraposición a esta lógica existen las metodologías participativas, la ciudadanía activa y el enfoque de derechos.

Las metodologías participativas, en el campo de la salud mental, son una alternativa ante la exigencia por mayor democratización del Estado, y en la búsqueda por una desinstitucionalización de las relaciones sociales en torno a los problemas de salud mental, por parte de los movimientos sociales. En este sentido, reconocer la participación de las personas que se atienden en los dispositivos de salud mental es una premisa básica para concebirlos como agentes de cambio, para que puedan desarrollar sus propios espacios y construir con conocimiento, emanciparse socialmente y promover la horizontalidad entre usuario y profesional (Cea-Madrid, 2015). Si entendemos, por otro lado, la necesidad de ejercer la ciudadanía activa por parte de aquellos que padecen patologías mentales (o sus familiares) implica reconocer que nadie mejor que ellos puede representar sus demandas e intereses de manera más concreta. El eje debe ponerse, entonces, en evitar las políticas asistencialistas y fomentar la autonomía, la autogestión y la capacidad de organización ciudadana de estas personas, pues la ciudadanía activa no puede pensarse como una tarea del Estado, sino que referida al protagonismo de la comunidad y los ciudadanos (Nilo, 2015).

Repensar la organización autónoma de las personas con diagnósticos psiquiátricos y su capacidad de agencia e incidencia, implica repensar el contexto sociocultural en el cual estamos inmersos, el cual, como hemos visto, carece de un lazo social sólido entre quienes lo conforman. En esta línea, es necesario repensar la mentalidad tanto de los equipos en el replanteamiento de su rol de expertos hacia un enfoque interdisciplinar, así como instar un cambio en la mentalidad de los usuarios y convencerlos de la necesidad de empoderarse y participar activamente; para ello, es necesario “desbiomedicalizar” las intervenciones y reforzar el sentido de lo colectivo (Reyes et. al., 2019). Por otro lado, si bien existe una “graduación” en relación a lo que se reconoce como patologías psiquiátricas, y existen (como han existido siempre) personas que están manifiestamente locas, hay que reconocer también que este explosivo aumento de los diagnósticos y las manifestaciones a nivel subjetivo responden a un enclave socioeconómico que los ha ido tensionando y reproduciendo, y desde ahí reactivar la organización y la movilización social, como se ha manifestado a lo largo del 2019 al denunciar la precaria salud mental universitaria, el exceso en la jornada laboral de los trabajadores, y las pésimas pensiones para los adultos mayores que terminan conduciéndoles al suicidio.

Reflexiones finales

Como se ha logrado esbozar anteriormente, el problema del malestar a nivel social y a nivel subjetivo, tiene su origen en un conflicto estructural mayor, que se relaciona con una nueva forma de entender el mundo y las relaciones interpersonales, con consecuencias a nivel social, cultural, político, económico y subjetivo, luego de ser Chile el país pionero en instaurar el modelo neoliberal en el contexto de dictaduras militares en América Latina, durante la época del derrocamiento del socialismo a escala global. Además, como se ha revisado, hay algunas características propias de la dinámica al interior del país que han posibilitado la perduración del modelo de forma ininterrumpida durante ya casi cincuenta años, perdurando ese proyecto de sociedad. En esta línea, se ha intentado describir el carácter social de las subjetividades, al proponer como elementos de análisis, desde la interdisciplinariedad, los aspectos que las han ido constituyendo en el Chile actual, como la memoria, la noción de trauma psicosocial, las nuevas formas de concebir el trabajo, la economía y las relaciones sociales, las diferencias de género a la hora de hablar de enfermedad mental, el cuestionamiento al modelo biologicista de esta última, así como el abordaje brindado desde la institucionalidad en estos últimos 29 años desde el retorno a la democracia en el país.

Esta aumento del malestar a nivel subjetivo, como hemos revisado, se debe en gran medida a los cambios experimentados a nivel social, que también dentro de la propia institucionalidad médica es consecuencia del aumento en el espectro de categorías diagnósticas, dentro de las cuales coexisten diversas formas de entender la realidad y desenvolverse en ella, cuyo objetivo común es hacer al individuo el único responsable de su propia infelicidad, y de proveerle soluciones temporales también desde un contexto mercantil. No se ha tratado, en general, de comprobar si existe o no una vinculación estrecha entre neuroquímica y malestar subjetivo, sino de develar la forma en que la institucionalidad ha trasladado el problema a nivel individual, centrándose en apaciguar sintomatologías en lugar de indagar en la objetividad del malestar, que nace de un sistema y un modelo económico desiguales, que genera inestabilidad e incertidumbre a nivel emocional, poniendo el énfasis en la productividad de las personas aunque eso signifique una sobrediagnosticación: aunque multicausal, habría que continuar analizando a fondo las implicancias que ha tenido a nivel subjetivo el modelo económico en su conjunto.

La fractura social que supuso el paso de un enfoque comunitario al enfoque individualista de la sociedad actual, producida durante diecisiete años de dictadura militar, produjo un malestar generalizado que antes podría haberse manifestado en la calle, en la huelga o en la revolución. Luego del golpe de Estado y la instauración del miedo como método de control social, los mecanismos de manifestación antes mencionados, como se ha revisado, pierden fuerza y, por ende, el malestar social ya no tiene una vía de escape. La preocupación y la culpa se trasladan de la esfera social/pública a lo privado/individual, haciendo al individuo el responsable principal de la forma en que se desenvuelve en la sociedad, y de las consecuencias inmediatas de ello, quien, sin poder manifestar su descontento, ve nacer dentro de sí un malestar que le dificulta aún más la vida. En este sentido, la importancia de estudiar cómo se ha ido conformando el malestar subjetivo, así como el abordaje de la salud mental en general es una tarea que queda pendiente de profundizar desde la historia y las ciencias sociales. Y entender, como eje central, que lo psicológico también es político, y es muy probable que la solución a los conflictos mentales no sea de carácter individual y médico, sino colectivo y autogestionado.

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