Artículo
La penitencia durante y después de Rosas ¿El gran quiebre punitivo en la historia argentina? Entre la realidad y el concepto
The punishment during and after Rosas. The great punitive break in Argentine history? Between reality and concept
La penitencia durante y después de Rosas ¿El gran quiebre punitivo en la historia argentina? Entre la realidad y el concepto
e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 19, núm. 74, pp. 33-50, 2021
Universidad de Buenos Aires
Recepción: 09 Mayo 2019
Aprobación: 31 Marzo 2020
Resumen:
La penitencia durante y después de Rosas ¿El gran quiebre punitivo en la historia argentina? Entre la realidad y el concepto
La batalla de Caseros habilitó la construcción de una narrativa liberal en la que una frágil e imprecisa nación, por oposición a una barbarie anarquista, pretendía inaugurar una marcha segura hacia la modernidad y su progreso. En línea con Foucault, el poder de castigar y controlar que se da en el interior de una sociedad no podría comprenderse sin atender al lugar, la circulación y la exposición a la que se somete la riqueza y su producción. Utilizando esta metodología analizaremos cuánto de esa narrativa liberal supuestamente dialéctica fue, históricamente, una negación. La historia del gobierno sobre los cuerpos quizás nos muestre, a pesar del cambio en la legitimidad que ofrece el discurso de la coerción pública después de 1852, una profunda continuidad que puede incluso prolongarse hasta nuestros días, por lo que podría ayudarnos a comprender la realidad carcelaria argentina presente. Con este fin intentaremos sacar a la luz los componentes que nos permitan, siguiendo el método foucaultiano, analizar las particularidades y límites de la aplicación de ese método al proceso que tuvo lugar en nuestro contexto suramericano.
Palabras clave: castigo, fuerza pública, Rosas, punitivismo.
Abstract:
The punishment during and after Rosas. The great punitive break in Argentine history? Between reality and concept
The Battle of Caseros made possible the construction of a liberal narrative in which a fragile and imprecise nation, in opposition to anarchist barbarism, tried to inaugurate a safe march towards modernity and its progress. In line with Foucault's analysis, the power to punish and control that exists within a society could not be seen without understanding how wealth circulates, it is produced, and what risks it is subjected to. From this strictly methodological proposal, we will analyze how much of that supposedly dialectical liberal narrative was, historically, a negation. The history of the government of the bodies of those who submit to public force may show us, despite the change in legitimacy offered by the discourse of public coercion after 1852, a profound continuity that may even continue to this day, so that could help us understand our current prison situation in Argentina. With this objective we will try to show how much of the method Foucault used for European punitivism can be applied to study the process that took place in our South American context.
Keywords: Punishment, public forces, Rosas, control.
Introducción
¿Cómo aproximarse al estudio de la realidad social carcelaria para el caso de la Argentina? La obra de Michel Foucault, alternativa evidente, debe sin embargo considerarse como un estudio conceptual sobre el desarrollo y la instalación de un tipo de aparato represivo, pero ante todo para los casos de Francia e Inglaterra. Aplicar sus conclusiones teóricas a cualquier realidad latinoamericana no puede ser evidente, sobre todo si se analiza el desarrollo histórico de las políticas públicas destinadas a la ejecución de las penas en Latinoamérica. Los aportes de Foucault para acercarse a la comprensión del fenómeno carcelario no deben ser buscados, quizás, en sus avances teóricos, sino en la metodología que él mismo le copió a Nietzsche para analizar “genealógica” y “arqueológicamente” la historia del control sobre los cuerpos. Para ofrecer un breve adelanto de los aspectos más importantes de la aplicación de una metodología de este tipo, podremos decir que se basa principalmente en: a. Desplazar el foco de análisis para abordar el derecho: analizarlo no desde su fundamentación jurídico-soberana (teorías de la obediencia legítima) sino desde sus efectos físico-coercitivos (la historia del control sobre los cuerpos); b. Concebir al Estado no como el fruto de un ordenamiento civil originario y contractual, sino como la prolongación de una relación de fuerzas signada bajo una lógica belicosa; c. Entender no el lugar que la prisión ocupa dentro de la sociedad, sino analizar en qué tipo de sociedad puede llegar a existir una institución de ese tipo; d. Comprender el aparato represivo no como un instrumento destinado a terminar con los “ilegalismos”, sino como una manera de administrarlos para que coincidan con la maximización de un modelo productivo, y e. Comprender, para analizar las prácticas castigadas o perseguidas, la forma en la que, en una sociedad, se produce y circula la riqueza.
En este trabajo intentaremos dar cuenta de los procesos gracias a los cuales, en resumidas cuentas, se pacificó el Estado Argentino, lo que significa ausencia de “guerras” intestinas, y la consolidación definitiva de una frontera. Estudios abstractos pueden suponer al “Estado” como algo ya dado, pero precisamente después de la Revolución de Mayo, lo único que realmente se tenía era la crisis de un modelo productivo basado en la plata altoperuana (Míguez, 2008: 93), y un clima social basado en la efervescencia popular que fue necesario encender para pelear la independencia, pero que se volvía incompatible con la idea de un gobierno único y central: un gobierno basado en la ley (Myers, 1998: 92; Ternavasio, 1998: 159; Garavaglia 1999). A esos ánimos populares es preciso sumar la resistencia de los propietarios de los años posrevolucionarios para delegar el poder de control y castigo que ejercían discrecional y arbitrariamente en sus dominios con sus esclavos y/o peones (Caimari, 2004: 32; Garavaglia 1999). Desde esta perspectiva, nuestro trabajo se permite proseguir la senda que inauguraron otros, y que explora la idea que comprende la experiencia rosista como fundamental para atravesar ese período histórico de transición entre un mundo rural colonial basado principalmente en el derecho consuetudinario castellano, y una república liberal moderna.
Lo interesante de dicha propuesta radica principalmente en tres aspectos; el primero nos permite acercarnos al accionar efectivo de la “justicia” antes de la batalla de Caseros, para analizar, más allá de lo novelesco, cómo puede ser que Rosas sea visto como un déspota sanguinario por algunos, y como un santo restaurador de las leyes heredadas por el espíritu independentista de 1810 por otros (Salvatore, 2010: 32, 92; Salvatore, 1998: 192; Di Meglio, 2008); el segundo, nos permite analizar si el control y la violencia que el gobierno posterior a 1852 ejercía contra sus “enemigos” era realmente diferente, en su fundamentación y/o en su práctica, del que se presentaba como contramodelo superador; finalmente, lo que nos quedará será no solo la historia de la lenta y tortuosa imposición de una única ley para un territorio (un gobierno nacional), sino también y principalmente una contranarrativa desde la que alimentar y comprender actuales procesos de resistencia, en un interés “no solo [por] estudiar los procesos hegemónicos en su capacidad para imponerse, sino en percibir los límites humanos a esos avances” (Bohoslavsky y Di Liscia, 2005: 67).
La historia del control social requiere también de un análisis de los receptores de esas políticas, que eran cualquier cosa menos sujetos pasivos e inertes de decisiones diseñadas y ejecutadas exclusivamente desde arriba” (Bohoslavsky y Soprano, 2010: 22).
¿Por qué el castigo?
Ahora, es necesario revisar los fundamentos que, a nivel de filosofía política y del derecho, los Estados se han dado para que toda forma de castigo pueda pretenderse, sino legítima, cuanto menos perdurable. Más allá del capital de violencia que puede poseer cualquier sistema coercitivo, la coerción en sí misma no hará nunca derecho, lo que equivale a fragilizar y anular cualquier sistema productivo susceptible de generar mercados, por menores y arcaicos que sean (Hobbes, 1979: 225). Ese estado de guerra implica que el monopolio de la fuerza está en disputa, y por ende no habrá ni derecho ni justicia otros que los de la fuerza, y toda conquista estará siempre bajo amenaza y en estado de fragilidad (Hobbes, 1979: 227). En este sentido, la fuerza no hace derecho ni el derecho del más fuerte llega a ser derecho (Rousseau, 1976: 67): quien obedece a la fuerza por temor a las consecuencias que podrían derivar de su desobediencia no contempla sino prudencia, la misma que, al observar que dicha amenaza física ya no existe, posibilitará, atendiendo al mismo principio, la desobediencia.
Esto merece ser dicho si se desea comprender la figura de Rosas un poco más allá del patrón de estancia impiadoso (Gelman, 1998: 224; Di Meglio, 2008: 70), o al caudillismo en general como un sistema de gobierno basado exclusivamente en la fuerza y el capricho de hombres despiadados (Goldman y Tedeschi, 1998: 155; Gelman, 1998: 224). Incluso el más “bárbaro” –en querer de Sarmiento- de los caudillos, Facundo Quiroga, han sido documentadas sus intenciones por no quedar por fuera de la órbita de las instituciones públicas (Goldman y Tedeschi, 1998: 136, 155). Como veremos, una cosa será la “Mazorca” como brazo de acción parapolicial de acción urbana contra enemigos específicamente políticos (Di Meglio, 2008), y otra la actuación “legal” que podía pasar desde los fusilamientos ordenados por Rosas hasta los castigos implantados por los jueces de paz, como barrer la plaza del pueblo o contribuir con la construcción del templo (Garavaglia, 1999: 78).
“Lo que distinguió a los mazorqueros no fue que estuvieran dispuestos a llevar su fervor por Rosas hasta las últimas consecuencias sino que casi todos ellos eran a la vez parte de la Policía” (Di Meglio, 2008: 78). Vemos así como se trata de dos caras (una legal y pública; otra clandestina y reservada para los pocos –comparativamente- enemigos políticos) del mismo fenómeno coercitivo funcional al régimen rosista. La famosa violencia de la Mazorca es un fenómeno que puede explicarse con la misma matriz de sentido que posee la actual lucha “democrática” contra la “inseguridad”: la persecución y la violencia que ejercía este brazo fuerte del sistema rosista no poseía como blancos a los habitantes “normales” de la campaña, ni intentaba interferir en sus costumbres rurales; era en ámbitos urbanos y frente a los enemigos “políticos” del régimen que sus operaciones se montaban (Di Meglio, 2008: 70).
El modelo de “arbitrariedad despótica” es sólo comparable con la lucha de los estados nacionales modernos frente al “terrorismo”, pero exclusivamente frente a sus enemigos “estructurales”; para el resto existían las levas como forma prácticamente exclusiva de castigo (Salvatore, 2010: 77). En relación con las levas, Caimari (2004: 41) y Garavaglia (1999) notan una continuidad que comienza en la colonia y llega hasta los gobiernos porteños de después de 1852. Las levas dependían en tiempos de Rosas de los jueces de paz, que oficiaron como uno de los elementos históricamente primeros mediante los que un derecho público centralizado en Buenos Aires pudo entrar y hacerse sentir en la campaña. El juez de paz por un lado, reclutaba hombres (errantes y sin propiedad) para los ejércitos de línea federales, por otro, el de un rector moral que había respetar la ley, el catolicismo, la familia, el trabajo, y los valores federales (Salvatore, 2010: 64). Par la defensa de estos valores federales, “se castigaban más las omisiones que las acciones” (Garavaglia, 1999: 161) como no utilizar la divisa punzó, o rehusarse a engalanar la casa en ocasión de fiestas federales. Estos jueces de paz, las más de las veces habitantes de los pagos en los que ejercían sus funciones, hacían de mediadores entre el poder “público” y los habitantes rurales; esto se veía facilitado por la estructura del derecho castellano, cuya ingeniería indagatoria el juez de paz mantenía y los pobladores conocían (Garavaglia, 1999: 80).
(...) la mayor parte de los que componen el personal de los juzgados de paz son miembros de lo que podríamos llamar un ‘sector medio’ rural, integrado por pastores pequeños y medianos y por labradores y chacareros (Garavaglia, 1999: 62).
Sumemos a esto la contribución inestimable que para la “centralización” del aparato de gobierno el juez de paz representaba cuando por poner un ejemplo, a partir de 1831 y por pedido de Rosas, deberán elevar informes sobre “las opiniones políticas” de los hombres “más influyentes” de su jurisdicción (Garavaglia, 1999: 100).
En ese sentido, para el mundo rural de la Confederación Argentina, la experiencia rosista no pudo sino apuntalar los fundamentos principales de la organización política republicana, sin por ello despreciar o imponerse violentamente sobre un derecho rural consuetudinario, con el que muchas veces debió negociar en un pie de igualdad, no solo como Restaurador, sino también como propietario y estanciero en sus propias tierras (Salvatore, 1998). De estos cimientos republicanos merecen destacarse cuatro: el voto, la igualdad frente a la ley, la limitación a los abusos de las tropas de ocupación, y la “centralización” del poder punitivo.
De hecho, Rosas es el primero en efectivizar el cumplimiento de normas promulgadas en tiempos de Rivadavia (Salvatore, 2010: 99), así como fue uno de los responsables históricamente más relevantes de la implementación de la cultura republicana, esencial para el liberalismo (Ternavasio, 1998: 161). Se destaca el sentimiento de igualdad frente a la ley, la importancia que se le daba al sufragio (Ternavasio, 1998: 185) (más allá de su efectividad en tanto expresión de las voluntades libres), la mitigación de las arbitrariedades de los jefes militares y los caudillos en las zonas que se veían atravesar por los ejércitos federales (Ternavasio, 1998: 161), y la implantación de un sistema de justicia que no dependiera de los estancieros propietarios, sino de funcionarios públicos nombrados con ese fin. Existía el sentimiento, por parte de las personas incluso de la “frontera”, que frente a una injusticia o arbitrariedad, se podía escribir una misiva directamente a S.E. (Rosas) que, intolerante frente a la menor de las injusticias, subsanaría la inequidad, “en varios casos, Rosas hizo lugar a esos petitorios” (Salvatore 2010: 112). Por estas cuestiones, la narrativa que se instala después de Caseros puede resultar susceptible de recibir la crítica de ser el “mito del vacío institucional” (Goldman y Salvatore, 1998: 8).
El modelo no se impuso en los campos mediante la pura fuerza, sino mediante una lenta y muchas veces resignada negociación con las formas de reproducción social que los habitantes rurales tenían por costumbre, y por justas (Garavaglia, 1999: 80), así como con la tolerancia y amistad con tribus “indias” amigas (Míguez, 2008: 107; Ratto, 1998). Esto se debe, además, a que en tiempos de Rosas la frontera se encontraba en estado de disputa, y también en ese sentido es necesario reconsiderar el gesto de Rosas como contribuyente a los procesos de modernización, apropiación productiva, y afianzamiento de un Estado nacional (Garavaglia, 1999: 66-74), debido a que mediante los pobladores (Gelman, 1998: 231) e indios (Ratto, 1998: 244), si bien a precio de incesantes concesiones y negociaciones, se pudo mantener y desarrollar la propiedad y la explotación estancieras. Anotaremos de paso como otra minoría históricamente despreciada, los afrodescendientes, encontraron en su “padre” Rosas, un protector (Salvatore 2010: 124; Di Meglio, 2008: 78). El aspecto de reivindicación “clasista” (Di Meglio, 2008: 88) que el gobierno de Rosas significó para varios grupos y subgrupos marginados y/u olvidados históricamente, ha sido también rescatado como elemento a recordar para repensar la legitimidad social del rosismo. La “sociedad popular restauradora” –espacio embrionario de muchos de los que más tarde serán mazorqueros-, representaba al mismo tiempo el caso históricamente extraordinario de un “club” cuyos miembros no formaban parte de las elites urbanas (Di Meglio, 2008: 72). Estos aspectos “democratizadores”, sin embargo, también han sido analizados desde el punto de vista de la “pacificación instrumentalizadora” de las clases populares y de la reducción de su agitación a manos de un gobierno que supo reencauzar y sobre todo controlar dichas energías, preocupado ante todo por imponer un “orden” (Halperin Donghi, 2014). Es bella –aunque un poco literaria- la idea que Garavaglia (1999: 169) ofrece al comparar la devota idolatría con la que se adoraba el retrato de Rosas en la campaña y en contextos eclesiásticos, con la necesidad, por parte de los habitantes rurales, de ponerle “un rostro”, una imagen a ese concepto abstracto que es “la nación”, del que eran y quedaban “sujetos”.
Durante nuestro período, es preciso recordar que “la estructura productiva era mucho más un compromiso entre fuerzas diversas que una imposición vertical de la gran propiedad” (Míguez, 2008: 111-112). Cuando los afanes modernistas posteriores a Rosas ya hayan “pacificado” el territorio (léase erradicar la forma de vida originaria hasta la Tierra del Fuego) e intenten “disciplinar” a las fuerzas públicas, ni su presupuesto ni su legitimidad estarán a la altura de imponerse frente a los “ilegalismos” populares cometidos por las propias fuerzas, y que el “paradigma punitivo anterior” toleraba (Flores, 2015: 58).
Lo interesante de la “transición” rosista es que esa imposición de la ley común no se produjo como consecuencia del resultado de una batalla, sino mediante una pedagogía rural disciplinaria (Garavaglia, 1999: 76; Salvatore, 2010: 97) y una política de propaganda política (Salvatore 2010: 92), que sin desatender sus objetivos específicamente transformadores de las costumbres rurales, debieron acomodarse y muchas veces recurrir a ellas. “Tan es así, que aun el más poderoso de los propietarios (nada menos que J. M. de Rosas) se vio en ocasiones obligado a tolerar ocupantes de hecho en sus tierras o a pagarles para que se fueran” (Míguez, 2008: 98). Esto da cuenta del respeto a un aparato normativo consuetudinario que no poseía “fuerza” pero que se hacía respetar “derechos” que no iban directamente a favor de los intereses de la explotación estanciera (Goldman y Tedeschi, 1998: 136, 155; Gelman, 1998: 237).
(...) las adhesiones más profundas [en oposición a los estancieros, peones y jornaleros] se encuentran entre los pequeños propietarios, el grupo social que contribuyó más que proporcionalmente al núcleo de ‘federales netos’ (Salvatore, 1998: 211).
Esto no exime a Rosas de ser interpretado como el gestor de un modelo productivo estanciero que se instalaba gracias al derecho penal, pero no cabe dudar que, si algo cambió después de Caseros, fue principalmente la suerte de los pequeños propietarios.
Contrariamente a la versión tradicional, la justicia rural del período tuvo mayor apoyo entre los pequeños y medianos propietarios que entre los grandes hacendados o entre los trabajadores rurales itinerantes. (…) La limitación de los fueros militares, la persecución de ‘abrigadores’ y ciertos actos de rechazo al favoritismo y al nepotismo contribuyeron a consolidar la fama de Rosas como el ‘Restaurador de las leyes’ (Salvatore, 2010: 48).
En ese sentido y para este caso, parecería volver a mostrarse de actualidad para nuestra propia revolución burguesa, lo que Foucault observaba para Europa:
Al finalizar el Siglo XVIII, la propiedad de la tierra cae bajo el régimen del contrato simple (…) la propiedad se vuelve menos accesible a la masa campesina, mientras es el objeto de compras más o menos masivas (…) el nuevo régimen de propiedad hace desaparecer los derechos comunitarios y tiende a una explotación de la tierra mucho más concentrada (…) ese bosque [monte] que había sido un espacio de refugio y supervivencia, se volvió propiedad explotable, y por ende puesta bajo vigilancia (Foucault, 2013: 161).
Asistimos de esta suerte a una posible ejemplificación más del “fin de la historia” que, en palabras de Marx (2004), se pretende inaugurar en ese momento en el que la violencia popular debe desaparecer frente a un derecho común que garantiza, en su igualdad abstracta a las posibilidades de acceso a las tierras y sus recursos, la desigualdad social de hecho. Evidentemente, para que la historia (léase el conflicto) puedan detenerse, lo que hará falta será el “derecho” que, en su igualdad, vendrá a legitimar su enorme poder coercitivo pretendiéndose “natural y racional”, a tal punto que quienes no pudieran practicarlo podrían ser automáticamente asociados con “anormalidades, enfermedades y desviaciones”, que justificaran no sólo su institucionalización, sino principalmente su legitimidad “científica”, que de esta manera puede presentarse a sí misma desvinculada del resultado de una relación de fuerzas. De tal suerte, se genera un principio “objetivo” (por su pseudo-cientificismo), que habilita al castigo e institucionalización de todos aquellos que no se ajusten a lo normal (definido en forma de normas por una minoría). Esta “objetividad” habilitaría la clausura de un discurso histórico basado en relaciones dialécticas debido a que no es una relación de fuerzas, sino una relación de conocimiento –una relación con la verdad-, la que ahora estaría legitimando el funcionamiento de los aparatos represivos. En los Estados modernos, todo conflicto debe ser mediado y solucionado por el derecho: lo que lo convierte en el único triunfador posible de toda diferencia, de toda “guerra”. En este sentido, es perfectamente coherente advertir una continuidad no sólo de Rosas respecto del modelo de Rivadavia (Salvatore, 2010: 99; Salvatore, 1998: 192; Myers, 1998: 92; Barreneche, 2006: 69 y ss.), sino incluso la continuidad del aparato penal que el gobierno de después de Caseros representó en relación al rosismo; “el ejército y la guerra, principal expresión punitiva del rosismo, siguieron teniendo un sesgo penal muchos años después de su caída” (Caimari, 2004: 42). Rosas, cuya restauración normativa aludía evidentemente a un bagaje legal anterior a su gestión (Ternavasio, 1998: 161) ̶ y que por ende la legitimaba como continuación de un proyecto nacional- (Fradkin, 1997), podría entonces verse como ese elemento indispensable para que el liberalismo, después de 1852, pueda imponer esa igualdad ante la ley que garantizaba la desigualdad frente al acceso de los bienes. En la transición hacia “fijar las normas de propiedad en sentido moderno” las facciones “explícitamente liberales” se encontraron sin oposición por parte del “complejo híbrido que llamamos federalismo” (Míguez, 2008: 106).
Orientado por la labor “arqueológica” (definida como el rescate de las narrativas alternativas y acalladas por el advenimiento del Estado moderno) el análisis de “memorias locales” no solo permitirá a la empresa genealógica mostrar la diferencia entre el “origen” y el “invento” del Estado (Erfindung) (Foucault, 1983: 21), sino que habilitarían una forma de cuestionarlo, resistirlo, enfrentarlo, vulnerarlo, “(...)tornan[do] a los sujetos subalternos de meros sujetos pasivos de la justicia en agentes que reclaman derechos y ‘justicia’” (Salvatore, 2010: 19).
Este será otro de los grandes cambios de enfoque que nos habilita la perspectiva metodológica de Foucault: el aparato represivo del Estado no es fruto de un sometimiento racional a nada, sino de un ejercicio de disciplinamiento pedagógico; la guerra no es la continuación del derecho por otros medios, sino que el derecho es quién perpetra la guerra entendida como resultado de una relación de fuerzas (Foucault, 1997: curso del 7 de enero). Esto posee una ventaja enorme para nuestro objeto de estudio: nos permite comprender esa aparente contradicción esencial de las cárceles “modernas”: las unidades penitenciarias son compatibles con la violación de derechos constitucionales y no aportan en nada a la “re”inserción social. Más allá de la fundamentación jurídico-científica posterior al resultado de las batallas, la prisión es el escenario último (pero común) de todas las instituciones públicas que nacieron junto con las revoluciones burguesas y copiaron su esquema biopolítico. Si la cárcel no se vincula con el derecho, sino con una prolongación del estado de guerra frente a los enemigos del modelo productivo, es perfectamente racional, coherente y lógico, que dentro de sus muros (que son obra íntegra del Estado) no penetren ni las leyes, ni el respeto por la vida y la dignidad. De esta suerte, en la cárcel no hay ciudadanos, no hay personas, sino enemigos mortales, de la misma manera que los unitarios “salvajes e impíos”, no requerían de una justicia “ordinaria”. Así las cosas, comprender la prisión dentro de esta perspectiva biopolítica equivale a comprender a la sociedad como un elemento en guerra contra sí mismo. Es fragmentando a la sociedad mediante discursos biológico-racistas que el poder es ejercido sobre unos y a favor de otros: para que algo pueda vivir, algo debe morir, reprimirse, o desaparecer (Foucault, 1997: curso del 21 de enero).
Proyectos de formación política
Un aspecto interesante de nuestro problema descansa sobre los hombros de Carlos Tejedor, redactor del Código Penal de la Nación Argentina, y por tanto responsable directo de toda política de definición, (producción) y administración de la “marginalidad”. Tejedor, enemigo acérrimo de Rosas, exiliado en Chile hasta después de Caseros y representante ilustre de los intereses autonomistas antifederales de Buenos Aires, redactó un código penal basándose en los modernos principios de la igualdad que supone la fundamentación contractualista de la obediencia y el castigo. Huelga mencionar que entre 1852 y 1864 hubo alrededor de cuarenta ejecuciones públicas, en nombre del nuevo orden liberal (Salvatore, 2010: 165), lo que nos muestra que, en verdad y más allá de la narrativa con la que se viste el derecho penal, la violencia pura y dura seguía estando en la base de todo sistema de gobierno.
(...) hasta 1860 hubo fusilamientos públicos con pendición prolongada de los cuerpos (…) mantener la pena de muerte como opción era una manera de reconocer que reemplazarla requería estructuras demasiado complejas (Caimari, 2004: 40, 32).
Ese desfase entre ideas y proyectos importados de países ricos y realidades de países pobres puede, incluso, ayudarnos a comprender nuestra propia realidad social a nivel jurídico y punitivo (Wacquant, 2004; Macaulay, 2013: 370).
La generación del ‘37 (Sarmiento, Echeverría, Alberdi, entre otros) representaba el molde intelectual del enemigo del proyecto federal. A esto debemos también que la forma de castigo ejercida en tiempos de Rosas no sea la del secuestro, la reforma y los saberes médico-sociológico-normalizadores: la prisión era una herramienta política represiva contra los opositores, basada en la neutralización (Aguirre, 2009: 240).
Si bien no se darán casos en los que se formen saberes muy complejos, ni encuestas, ni grandes tribunales de especialistas, encontramos en tiempos de Rosas un intento de alcance efectivo no sólo por hacer penetrar la ley hasta el más capilar de los reductos rurales, sino también por extraer, desde esos rincones, una información, un saber, un poder.
Dicho de manera más concreta, difícil era implementar el proyecto de un orden social liberal en una sociedad de campesinos y peones/paisanos, dispersos y aislados, y sin un Estado que contara con los recursos para hacer sentir su presencia de manera eficaz (…) esto ya no ocurría en la segunda parte del S. XIX (Míguez, 2008: 147).
Este deseo de “conocer para controlar”, en el nuevo modelo de legitimidad objetiva anti-“barbarie”, será garantizado por las “ciencias del hombre”, pero gozando de una cultura política de respeto a la ley que posibilitó Rosas de una forma mucho más grandiosa de lo que el mismo Rivadavia podría haber soñado (Salvatore, 2010: 99), y que fue posible mediante continuas negociaciones y tensiones (Gelman, 2004; Fradkin, 1997: 145) con los sectores “subalternos” que se basan en su derecho rural “premoderno” (Myers, 1998: 92). “Rosas mantuvo la ingeniería institucional de Rivadavia” (Ternavasio, 1998: 186).
A pesar de esto, y tal como veremos en el último apartado, la teoría del pensador francés mal parece poder explicar, incluso accidentalmente, nuestro proceso nacional, y por eso insistimos en utilizarlo exclusivamente como método.
Veremos a continuación el “concepto” que se intentó poner en marcha para la “marginalidad” del territorio argentino después de la caída de Rosas, para analizar más tarde, en el tercer capítulo, lo que finalmente terminó sucediendo a nivel histórico. El último apartado intentará cuestionarse sobre los motivos que llevaron a abrazar un concepto que ni la realidad política ni la presupuestaria estaban capacitados para actualizar. Finalmente nos interrogaremos sobre los aspectos de la teoría de Foucault que pudieron, o no, habernos ayudado a abordar todas estas cuestiones.
Concepto
Volviendo al período posterior a 1852, Ruiz Diaz señala mediante los pares conceptuales de civilización y barbarie, y teniendo especial cuenta de elementos arquitectónicos asociados al gobierno que Rosas ejercía desde Palermo, la forma en la que se intentó meticulosamente reemplazar la infraestructura y el recuerdo de la “barbarie” rosista por una modernidad con un paradigma radicalmente renovador de lo antiguo (Ruiz Diaz, 2016: 135; Gorelik, 1998).
La historia de la arquitectura nos ofrece numerosos ejemplos de esta estrategia de sustituir un elemento arquitectónico de una etapa que se considera superada por un nuevo edificio símbolo del nuevo orden, remitiéndonos inclusive hasta la antigua Roma. Concretamente en nuestro caso de estudio vemos como el Hospicio de las Mercedes se ha colocado sobre lo que antes era uno de los cuarteles de La Mazorca, grupo que respondía al caudillo federal. Lo mismo puede decirse de la cárcel superponiéndose sobre los Mataderos del Sur, edificio asociado a la figura de Rosas por autores como Esteban Echeverría en el siglo XIX, y por José Ingenieros y Ramos Mejía a principios del XX (Ruiz Diaz, 2016: 135).
Las penas crueles y humillantes debieron abandonarse (como espectáculo público), ante todo para dar muestras de aquello que Salvatore y Aguirre llamaron “castigo civilizado”, lo que no era en modo alguno incompatible, sino antes bien renovadoramente funcional, para justificar y reivindicar jerarquías elitistas raciales y sociales (Salvatore y Aguirre, 2017: 8). La influencia de las “corrientes ideológicas del Siglo”, encontró, de este modo, en el horizonte político de después de Caseros un escenario oportuno y pragmáticamente fértil en el que prender su discurso (Tau Anzoátegui, 1977: 71 y ss.)
De hecho, no es razonable pretender que una disciplina supuestamente ‘nueva’ o ‘científica’ como la criminología positivista destruya prejuicios raciales tan arraigados sobre las actitudes y las propensiones de las clases bajas, sobre todo aquellos que operaban dentro de los Estados-nación cuya configuración institucional no garantizaba la igualdad frente a la ley ni el tratamiento justo y humanitario de grupos subalternos (Salvatore y Aguirre, 2017: 15).
Como vimos para el caso de Europa con la cita de Foucault, después de la caída de Rosas, el acceso a la tierra se volvió prácticamente imposible para lo que prácticamente pasa a conformar una suerte de protoproletariado que no tardaría en buscar oportunidades en los centros urbanos, con las consecuentes repercusiones a nivel de marginalidad, control y castigo. En ese sentido también puede decirse que Rosas allanó el camino, intentado fijar las poblaciones móviles sin propiedad a los aparatos de producción, cosa que consiguió muy eficazmente (Garavaglia, 1999: 80); la relación que existía entre la caza de nutrias, el acopio de leña ilegal y el carnear animales ajenos con el delito principal del período, la deserción, es evidente. La identificación y arresto de los desertores constituía un objetivo central del sistema de justicia. Aun cuando eran detenidos por causas de peleas o robos, se les preguntaba por su pasado militar (Salvatore, 2010: 78)
Esto funcionará como “forma de control social” para las clases bajas (Míguez, 2008:105). Estas masas protoproletarias sin acceso a tierras o formas de subsistencia serán aquellas que, mediante los saberes sociales que comienzan a generarse y producirse desde la sociología, la criminología, la medicina, etc., intentarán ser conocidas y controladas en una empresa cientificista y positivista en la que las elites invirtieron fondos y esperanzas (Salvatore y Aguirre, 2017: 10; Salvatore, 2010: 51). Como lo señala González Ascencio (2018: 537-538) respecto de México, en el campo penal también se dejó sentir ampliamente la influencia del positivismo que encontró la “etiología del crimen en los atavismos propios de la raza y la dotó de racionalidad científica”.
En esto las elites argentinas no fueron diferentes a las peruanas (Aguirre, 2000) o chilenas (Matus Acuña, 2007; León León, 2003), cuya modernidad criminológica se basaba en la idea de la ofensa a la sociedad y al bien público, fundamentado en un concepto de “peligrosidad” construido por una mezcla de diversas “ciencias humanas” de raigambre positivista. Se trata del mismo concepto que Luciano (2015: 100-101), rescata de Pratt (2006), al caracterizar la prisión moderna desde la “burocratización punitiva”, que esencialmente inscribe al castigo en una compleja red de interdependencias de saberes, magistrados y fuerzas armadas, que hace orbitar todo este complejo mundo alrededor de una administración unificada, en la que los profesionales de la salud y la normalidad terminan poseyendo más poder que los magistrados del aparato penal. Podemos ver, de este modo, aflorar otra de las esenciales contradicciones de la institución carcelaria debido a que jurídicamente (tal como la definen Beccaria, Brissot y Bentham), la pena debe fundamentarse en el concepto de daño a la sociedad, concepto que brilla por su ausencia en los discursos normalizadores y productores de sujetos, debido a que no se castiga, institucionaliza ni reprime fundamentalmente a quienes dañaron a la sociedad, sino principalmente a quienes ofrecen resistencia a sus mecanismos normalizadores (Foucault, 2013: 111, 236). El paradigma penitenciario habilita –de manera antijurídica- que las “amenazas” públicas lo sean antes de haber cometido la menor de las infracciones, e incluso lo sigan siendo después de haber “cumplido” su “pena”.
Recordando una vez más nuestro epígrafe, y para pasar al próximo capítulo, repasamos aquellos aspectos fundamentales que, en principio, definirían las diferencias entre el modelo penitenciario positivista y moderno del paradigma colonial-federal implantado emblematica y novelescamente hasta la derrota de Rosas en Caseros. Lectores y lectoras notarán hasta qué punto seguimos, en 2020, sin satisfacer los ideales abstractos de estos positivistas que vivieron entre los siglos XIX y XX.
A esto es preciso sumar que sólo un enfoque demasiado estructuralista, basado en reconocer una capacidad de agencia social enorme a los aparatos institucionales, debe suponerse para aceptar que el penitenciarismo pudo haber sido una realidad política: pensamos, así, que la historiografía del control social les ha asignado [a las instituciones penitenciarias/sanitarias/educativas] una capacidad desmedida para reordenar la realidad (Bohoslavsky y Di Liscia, 2005: 10). “Lo cierto es que cuando se trata de pensar la historia del castigo en nuestro país, el estudio de las ideas y el de las prácticas han ido por caminos separados” (Caimari, 2004: 17).
En primer término, la privación de la libertad en el modelo penitenciario debe quedar en un ámbito explícitamente independiente de la policía, no pudiendo cumplirse ni condenas ni castigos en establecimientos que no hayan sido ostensiblemente diseñados con ese fin. Esto se relaciona con un segundo punto: el aislamiento. Las poblaciones que deban purgar una pena de privación de la libertad deberán hacerlo en lugares aislados, y su contacto con el exterior deberá ser cuidadosamente controlado por los profesionales (guardias, médicos, criminólogos, juristas, etc.) que, en adelante, serán prácticamente los únicos individuos de la sociedad “civil” con los que habrán de interactuar. El tercer aspecto prescribe la separación de la población carcelaria; ya no se tolerarán enormes jaulas en las que se mezcla todo tipo de transgresiones, sino que, en el modelo penitenciario, ni procesados, ni niños, ni mujeres, habrán de convivir, y los hombres penados serán a su vez ubicados según sus perspectivas de reinserción social y la gravedad de sus crímenes. La consecuencia de esta política de gestión de los cuerpos será también un tratamiento individualizado, una pedagogía atenta a las particularidades de cada caso. Lo recientemente mencionado se vincula con un cuarto punto: si el Estado priva de la libertad a un individuo es para normalizarlo: entelequia gracias a la que se sujeta al cuerpo para reformar la mente del anormal, al mismo tiempo que se protege al cuerpo social de una peligrosidad. El quinto punto, al indicar la imposibilidad de torturas o tratos inhumanos o degradantes, lo que vendrá a hacer es mostrar que violencia solo es aquello que el individuo ejerce contra la sociedad pero que la sociedad no castiga ni es violenta, sino que, en su infinita equidad, llega incluso a financiar una costosa y larga tarea de reconversión, para lo que se necesitan específicos edificios y profesionales muy variados e idóneos. Como sexto punto, la criminalidad es algo que se debe explicar atendiendo a su carácter ya sea de hecho social, ya de herencia o predisposición biológica, y, por ende, hace que los individuos encuentren sus comportamientos explicados por leyes científicas que ellos ignoran pero que los gobiernan, lo que los presenta como ineptos frente a un sistema público coercitivo de sabios.
Realidad presupuestaria y humana
Esos grandes ideales que las elites argentinas copiaron de buena gana de los modelos de los Estados Unidos y Europa (Levaggi, 2002: 60; Salvatore y Aguirre, 2017: 9-10; Luciano, 2015: 100), no estaban sin embargo a la altura de los fondos que el gasto público destinó jamás para su realización. En muchísimas provincias puede afirmarse que no se trató más que de un cambio de palabras, por lo menos hasta bien entrado el Siglo XX (Levaggi, 2002: 64; Salvatore y Aguirre, 2017: 9). Como expresa León León (2010: 150) “(...) más allá de la discusión política sobre abolir un derecho que establecía la desigualdad entre los hombres, (...) las necesidades de financiamiento, para poder mantener estas instituciones de defensa social, eran en no pocas ocasiones más poderosas que lo establecido por una autoridad nacional o territorial”.
El aspecto presupuestario, que nunca estará a la altura de las demandas del modelo penitenciario, será una condición fundamental para comprender por qué el giro punitivo no llegó a poder aplicarse a la sociedad argentina que se asomaba al Siglo XX desde otro lugar que el de un discurso cercenado de cualquier práctica, de cualquier política efectiva (González Alvo y Núñez, 2015).
Analizar estas cuestiones nos podrá orientar hacia la comprensión de ese fenómeno tan característico de las unidades penitenciarias argentinas hasta hoy: su anomia, el hecho de presentarse como pequeños feudos que albergan abandonos y tiranías locales (Caimari, 2009: 143). Ahora, la pregunta que puede surgir y que abordaremos en su momento, es si el modelo foucaultiano puede ajustarse a sociedades que, literalmente y por cuestiones ante todo de recursos, no pudieron financiar un sistema de control efectivo. En palabras de Caimari (2009: 137) “A fines del siglo XIX, las prioridades de construcción estatal estaban en otras esferas, como lo estaban las conveniencias presupuestarias”. Estos aspectos serán relevantes para el análisis local: en tanto institución total (Goffman, 1988), la prisión en la Argentina se muestra como espacio dónde aflora y se multiplica un mercado informal de bienes y servicios, tal como hemos observado en nuestro trabajo de campo (Gialdino, 2017,2019: 147-152). Los vacíos que deja el Estado, y que deben ser satisfechos por los internos, terminan por generar y consolidar un terreno extraordinariamente fértil para la creación y recreación de sistemas informales de obediencia, en el seno mismo de “la” institución pública legal para “desobedientes”.
Las descripciones sobre la miseria presupuestaria y las contramarchas a las que se someten todos los proyectos provinciales de penitenciarias como los de Mendoza, San Juan, San Luis, Buenos Aires, las Provincias del Litoral, Salta, Tucumán, son copiosas (Levaggi, 2002: 66, 69, 74, 77, 85) en la misma línea que el artículo que ya citamos de Luciano (2015) para el caso de La Pampa. A nivel presupuestario, es interesante la discusión política de esos años, sobre todo para saber si la Nación debería costear la construcción de penitenciarías para las regiones que no podían permitírselas. Cuando entra en vigencia el Código de Tejedor, sólo Mendoza y Buenos Aires tienen penitenciarías, que bien pronto se encuentran sobrepobladas, no son funcionales, y se encuentran en perpetuo ahogamiento presupuestario (Levaggi, 2002: 72). Vemos como, antes que un proyecto de “reforma”, se trata de una empresa principal y casi exclusivamente represiva. Salvatore y Aguirre (2017: 11) sostienen que “(…) desde limitaciones económicas hasta falta de personal adecuado, los gobernadores no pudieron establecer ni sostener cárceles modernas”. Para el caso de la región nor-patagónica, hay autores que plantean que no llegaron ni los conceptos criminológicos modernos (Bohoslavsky y Di Liscia, 2008).
Todo esto nos muestra “la coexistencia entre ese afán modernizador con aquel otro castigo visible y ordinario en cárceles superpobladas que se hallaban desparramadas por toda la geografía latinoamericana” (Barreneche, 2015: 21). Hablando en un nivel estrictamente represivo, no podemos ver más que una continuidad recrudecida del aparato de gobierno implementado por Rosas, en un contexto en el que la supervivencia de quienes no poseyeran ningún medio de producción quedaba prácticamente asociada con la marginalidad (Fradkin, 1997).
En 1868 una ley provincial multiplicaba el tiempo máximo de castigo mediante encierro por dos (Levaggi, 2002: 59), en respuesta no tanto al ideal “reformador” de la institución, sino al de cubrir el espacio de vacancia que la muerte, como castigo máximo, había dejado libre. Esto sumado a que en la “readaptación” los tiempos de condena se alargan muchas veces indefinidamente y se purgan en instituciones que no fueron o no están a la altura de generar dicha “readaptación” por la moral, el trabajo o la educación, y cuyo resultado, palpable ya para los contemporáneos de nuestro período, no es más que generar una reincidencia fruto de la convivencia ociosa de personas cuya única característica común es el haber entrado (o de estar procesadas para determinarlo) en contradicción con el derecho, sobre todo el de propiedad, lo que termina desarrollando el mundo de la marginalidad delictiva: “escuela de perversión” (Levaggi, 2002: 81, 82; Bretas, 1996).
Surgieron varias alcaldías que pretendían descomprimir la situación de saturación de la cárcel, sin embargo estos edificios no respondían de ninguna manera a los cánones en materia penitenciaria, siendo estos los lugares de convivencia entre criminales de carrera y los primerizos, las llamadas universidades del crimen por distintos medios de la época (Ruiz Diaz, 2016:146).
Como se apreciará, en nuestros días el diagnóstico no ha cambiado, y nos contentamos con mantener fuera de las calles durante largos períodos de tiempo a los “delincuentes”, lo que se traduce en el crecimiento del encarcelamiento, todo lo cual representa un cambio significativo en el marco del castigo en el mundo moderno (Pratt, 2002: 64-66). Ya ni siquiera se habla de re-adaptar, habiéndose convertido ese encarcelamiento de facto en una forma de tratamiento a la vez cruel y habitual, con la que la sociedad convive y a la que no cuestiona, incluso sabiendo su repercusión en la multiplicación de las infracciones (Wacquant, 2002: 379). De esta manera, en lugar de criticar a la institución, nos encontramos al racismo biopolítico que habilita a que parte de la opinión pública concluya, no que la cárcel no debería funcionar del modo en que lo hace, sino que sus internos son ya irreformables, ya merecedores de la muerte. Los discursos contemporáneos que argumentan para bajar la edad de punibilidad, o la necesidad de la pena de muerte, son muestra clara no sólo del fracaso de la humanización científica de las penas, sino principalmente de ese odio que legitima la destrucción lenta o fulgurante de quien vemos como amenaza.
Deseo y sistema foucaultiano
Pese a estos obstáculos señalados, concluye Silva, la idea positivista “continuó siendo el corpus central en el pensamiento de los cuadros burocráticos del Estado y una influencia notable dentro de las instituciones de control social” (Silva, 2013: 243) que les permitió mantener el control sobre la población pero contando con una legitimidad que viniera no solo a negar dialécticamente el federalismo rosista, sino que pudiera a la vez encarnar los valores de modernidad, civilización y progresismo que todo Estado debía poder presumir para ser invitado a participar del intercambio y comercio con las naciones ricas y civilizadas de occidente puertas afuera, y para darse una justificación objetiva para imponer su aparato represivo, puertas adentro (Salvatore y Aguirre, 2017: 13; Caimari, 2004: 17).
La ciencia se mostró, de este modo, como un discurso que, en su “objetividad”, permitía hacer pasar la práctica represiva por canales “no” políticos, esto es, independientes de las luchas de poder, la guerra, el conflicto social y la violencia institucional. De ahí también el interés por desvincularlo de todo aparato religioso. Vale la pena señalar, como lo hace Caimari (2004: 95), que los enemigos más importantes que tuvo la criminología positivista se contaban entre las filas del catolicismo, reactivo contra el “liberalismo secularizador, materialista y determinista”. En vistas al rescate de esas narrativas que quedan acalladas bajo el despliegue de “la” verdad pública, es interesante ver como el catolicismo puede encontrar en suramerica una historia políticamente rica, y que en la década del 60’ pudo hermanar ministros de la iglesia con marxistas revolucionarios, a nivel continental. Al respecto, es elocuente que gobiernos perfectamente conservadores y reaccionarios como el de Justo (1932-1938) o el de Ortiz (1938-1942), hayan invertido esperanzas y fondos históricamente extraordinarios para la construcción y gestión de las estructuras punitivas “modernas” (Caimari, 2004: 122).
Esto, sumado al concepto libertario de “igualdad ante la ley”, que como ya vimos no hace más que “blanquear” la desigualdad de hecho, nos va a permitir pasar a la consideración sobre la posible fertilidad de aplicar los análisis de Foucault para comprender nuestro proceso nacional, comenzando por compartir la idea que la penitenciaría moderna solo vino a encarnar dos postulados contradictorios: la reforma y el castigo (Salvatore y Aguirre, 2017: 34-35; Barreneche, 2015: 23). Debemos decir, sin embargo, que esa contradicción se da solo a nivel discursivo, y esto principalmente debido a que, tal como lo hemos advertido, cuando Foucault analiza la sociedad desde lo biopolítico, la cárcel resulta una institución de encierro y sufrimiento para los enemigos de la sociedad, enemigos de los que no se espera un cambio o una integración. Se trata de elementos esencialmente diferentes de los que solo queda protegerse y hacer desaparecer, por arte o por fuerza. Casi podríamos pensar que, si en tiempos de Rosas la violencia desnuda de la Mazorca discriminaba entre el enemigo político del sistema, y la conducta desviada de quién no representa una amenaza al modelo de gobierno, después de Caseros toda conducta desviada va a pasar a considerarse una amenaza para la “vida” total del estado. “Todas las sentencias de muerte pronunciadas entre 1855 y 1864 involucraban casos de asesinato con agravantes, a veces homicidio en combinación con asalto y robo” (Salvatore, 2010: 170).
Esto no quita nada al hecho que el Estado siga valiendo como ente que discrimina los ilegalismos populares de aquellos cometidos por los sectores propietarios (Foucault 2013: 269; 1978: 254). Sin embargo, estas afirmaciones vienen a poner en duda otros aspectos de la adecuación de la perspectiva foucaultiana, sobre todo porque, como ya estuvimos analizando, no puede decirse que el proyecto de control penitenciario haya tenido jamás los fondos y las voluntades políticas capaces de ponerlo realmente en práctica y, por tanto, parece nuestro horizonte histórico nacional más lleno de abandonos y olvidos que de complejas estrategias de control de los cuerpos: “resumir esta evidencia a la categoría de ‘tecnologías del poder’ resultaba casi grotesco” (Caimari, 2009: 143).
De hecho, aun en casos en los que no estamos frente a la desidia pública, vemos documentos de época que vienen a contradecir científica y formalmente los beneficios del “modelo panóptico” para construir la que será la penitenciaria de Buenos Aires (Ruiz Diaz, 2016: 144), ambicioso y faraónico proyecto, cuyo fracaso fue igualmente espectacular.
Levaggi (2002: 48), inscribiéndose en la opinión de Salvatore y Aguirre (2017), aporta otro elemento para apreciar la enorme distancia que hay entre los análisis del autor francés y nuestra historia: el surgimiento del modelo penitenciario se desarrolla en un momento en el que la Argentina no estaba industrializada, y por ende buena parte de los análisis que Foucault realiza principalmente para el caso inglés, no pueden servirnos para ser aplicados en nuestro estudio. Esto no quita nada al hecho de que se pudiese compartir un mismo clima de ideas relativo al modelo penitenciario, ideas que no pasaron de este estadio en nuestro caso.
Con este diagnóstico estará de acuerdo Flores (2015: 70) quien expresa: “coincidimos con Caimari al considerar la prisión panóptico como un ideal utópico frente a la prisión pantano que constituyeron las cárceles territoriales de fines de siglo, donde los ideales de recuperación y modernización no se veían reflejados en la realidad cotidiana”.
Recién cuando Buenos Aires comience a verse inundada por masas de inmigrantes y por ese “protoproletariado” campesino se pondrán en marcha aparatos de disciplina, control y vigilancia (Ruiz Diaz, 2016: 138). La implantación de la antropometría –en 1889 y por iniciativa del jefe de la policía (Caimari, 2004: 86-87)- y del sistema dactiloscópico pueden ser vistos como respuesta al problema de un gobierno nacional preocupado por la vagancia, el ocio, el vagabundaje, y el desempleo que, a su vez, es necesario para que las sociedades industriales puedan generar plusvalía y encontrar un mercado de trabajo a muy bajo precio (Luciano, 2015: 108). Desde estos aspectos sí puede decirse que las ciencias sociales y la medicina comienzan a perfilarse como elementos fundamentales de una sociedad disciplinaria: “minuciosas ‘biografías científicas’, con fotografías y huellas dactilares, estos documentos eran la encarnación misma del poder de exclusión de la ciencia asociada al Estado” (Caimari, 2009: 139).
Una cuestión no menor que presenta Caimari (2004: 105-107) es el conflicto de intereses que existió entre la administración penitenciaria y los representantes del positivismo científico, debido a que sus nociones sobre el tratamiento de los cuerpos entraban varias veces en contradicción, contradicción que, según la misma autora, no tardó mucho en resolverse a favor del paradigma del servicio penitenciario. Este solapamiento entre el deber de “controlar y ordenar” que tiene el servicio penitenciario, y todo el bagaje discursivo-jurídico-científico legitimador que envuelve la prisión, oculta una contradicción constante hasta el día de hoy en la que vemos siempre que, en las cárceles, “la menor de las sospechas vale más que el mayor de los derechos”: esto puede explicar también como el cumplimiento efectivo de las medidas cautelares en instituciones penitenciarias pueda ser peor que una condena firme (Gialdino 2017). “En la Argentina no hubo cárceles de encauzados propiamente dichas” (Caimari, 2004: 114)
Parecería, por su parte, que la concepción foucaultiana de la “biopolítica” sí podría parecer provechosa al aplicarse a la comprensión del fenómeno carcelario. Ella indicaría simplemente que el aparato represivo no tiene otro fin que suprimir el enemigo biopolítico, y en ese sentido tenemos una fértil continuidad de 1810 a esta parte. Si esto es así, se puede “explicar” cómo es que en pleno siglo XXI los centros penitenciarios sigan siendo lugares insalubres, de los que, con suerte, se sale con vida o con salud. Si la “Mazorca”, como brazo parapolicial que actuaba contra enemigos específicamente políticos podía permitirse el degüello, las cárceles de hoy pueden permitirse los tratos inhumanos y degradantes. Históricamente, la prisión fue un lugar de formación profesional, cultural y político a partir de la llegada de los “presos políticos” (comunistas, socialistas y anarquistas); al respecto, uno de ellos señalaba, en 1908: “esas mazmorras revelaban la verdadera esencia de la oligarquía del frac: la supervivencia mazorquera detrás del barniz civilizatorio” (Caimari 2004: 125).
Para el tratamiento de las mujeres, podemos encontrar ecos foucaultianos, y no en vano hemos de recordar que las primeras instituciones de reclusión para mujeres del país estuvieron en manos de monjas pertenecientes a congregaciones de origen francés, en las que se trataba ante todo de reformar comportamientos, hábitos y costumbres, aspiraciones en clara sintonía con los aportes del autor de La Sociedad Punitiva (Levaggi, 2002: 86; Caimari, 2009: 136-137). Repetiremos, sin embargo, que dichas empresas no dependían de grandes gestos públicos sino de las pequeñas voluntades de privados y congregaciones, que simplemente ocupaban un espacio de vacancia.
“Esa anacrónica expresión de la continuidad de las nociones católicas de culpa y castigo había nacido más por omisión que por políticas deliberadas” (Caimari, 2009: 137).
Esto mismo se observa hoy frente al retroceso del Estado en contextos de encierro, y la explosión de los pabellones evangélicos (Gialdino, 2017).
Conclusiones
Después de Caseros la Argentina se apresuró por abrazar el paquete (narrativo) modernizador seguido por las potencias de occidente. Si nos acercamos al pasado para comprender el presente (León León, 2010: 147) quizás podamos entender mejor las contradicciones que, hoy más que nunca, reviste nuestra institución penitenciaria. Al analizar las prisiones y el aparato de castigo que las sociedades esgrimen contra sus amenazas, lo que queda al descubierto es el sistema de valores de dicha sociedad, que en el caso argentino se muestra funcional a que, para castigar mediante el encierro una falta al código penal (o para procesar a un sospecho legalmente inocente), se violen a diario y sistemáticamente derechos humanos de jerarquía constitucional, y no para los responsables de delitos contra lo público como la evasión fiscal, el lavado de dinero, la corrupción, etc., sino para quienes atentaron sobre todo contra la propiedad privada (León León, 2010: 147). En este sentido, a pesar que Foucault (2013: 269; 1978: 254) quizás nos ayude a comprender que todo el aparato punitivo tiene por objeto discriminar los ilegalismos populares de aquellos cometidos por las elites para insertar en el círculo de la reincidencia carcelaria a los primeros, vemos más bien en nuestro caso penitenciario nacional un “vacío de poder” (León León, 2010: 151), que alternativamente es ocupado ya por instituciones “moralizantes” ya por “abandonos y pequeñas tiranías locales” (Caimari, 2009: 143).
Esto conlleva grandes repercusiones ontológicas y epistemológicas, especialmente desde una perspectiva atenta a las particularidades latinoamericanas. Comprender lo que son los aparatos represivos de los Estados no habría de ser una empresa teórica, abstracta y jurídica. Antes bien, debería tratarse de un estudio basado principalmente en la historia y el presente del efecto del paso, sobre los cuerpos, de la institucionalización forzada en nombre de la legitimidad del derecho y el bien público: en nombre de una verdad.
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