Artículo

La problematización latinoamericana del cesarismo: un análisis de las contribuciones de Ernesto Quesada (1858-1934) y Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936)

The Latin American problematization of Caesarism: an analysis of the contributions of Ernesto Quesada (1858-1934) and Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936)

Victoria Haidar
Universidad Nacional del Litoral, Argentina

La problematización latinoamericana del cesarismo: un análisis de las contribuciones de Ernesto Quesada (1858-1934) y Laureano Vallenilla Lanz (1870-1936)

e-l@tina. Revista electrónica de estudios latinoamericanos, vol. 19, núm. 74, pp. 35-55, 2021

Universidad de Buenos Aires

Recepción: 02 Octubre 2019

Aprobación: 11 Abril 2020

Resumen: El artículo revisita las contribuciones que Ernesto Quesada y Laureano Vallenilla Lanz realizaron en La época de Rosas (1899) y Cesarismo Democrático (1919), respectivamente, a la problematización del cesarismo. Se argumenta que ambos intelectuales contribuyeron a delinear, en sus rasgos principales, una de las modulaciones que tal forma política asumió a lo largo de la historia, y que en este trabajo denominamos “liderazgo caudillista-cesarista”. Así, se reconstruyen los argumentos a partir de los cuales los autores: a) explicaron el surgimiento de los caudillos, b) caracterizaron las condiciones que posibilitaron la emergencia y actuación de los caudillos-Césares, así como las funciones que estos últimos desempeñaron c) abordaron la cuestión de la legitimidad de los gobiernos cesaristas a los que se refirieron y d) pusieron en discusión sus dimensiones autoritarias.

De ese modo, el artículo procura contribuir a que los usos que los investigadores hacen, en la actualidad, del concepto de cesarismo, en el marco de los debates que conciernen a diversos temas de la política latinoamericanas, se vuelvan más fundados; así como brindar herramientas para la realización de investigaciones que comparen los modos en que se han pensado los liderazgos cesaristas en los países del “Norte” y del “Sur”..

Palabras clave: cesarismo, liderazgo, caudillismo, América Latina.

Abstract: The article revisits the contributions that Ernesto Quesada and Laureano Vallenilla Lanz made in La época de Rosas (1899) and Cesarismo Democrático (1919), respectively, to the problematization of Caesarism. It is argued that both intellectuals contributed to delineate, in their main features, one of the modulations that such political form assumed throughout history, and that throughout the work we call “caullista-Caesarist leadership”. Thus, the article reconstructed arguments from which the authors: a) explained the emergence of the “caudillos”, b) characterized the conditions that made possible the emergence and performance of the caudillos-Caesars, c) addressed the question of the legitimacy of the Caesarist governments to which they referred and d) discussed their authoritarian dimensions. In this way, the article seeks to contribute to the use that researchers make of the concept of Caesarism within the framework of the debates that concern issues of Latin America politics become more grounded, as well to provide tools for conducting research that compares the ways in which Caesarist leaderships have been thought in the “North” and “South” countries.

Keywords: Caesarism, leadership, caudillismo, Latin America.

Introducción

Perteneciente a una constelación de conceptos políticos y sociales en la que se inscriben vocablos como “bonapartismo”, “imperialismo”, “caudillismo” y “dictadura”, “cesarismo” es el término que estudiosos modernos y contemporáneos han utilizado para referirse a fenómenos políticos que comparten ciertas características con el régimen establecido en Roma por Julio César (49-44 aC).

Como tal, designa una forma política ambigua que combina elementos contradictorios: un gobierno fundado en una estructura de poder personalista pero que no se erige (o no totalmente) al margen de las instituciones; que tiene un impulso autoritario pero que, al mismo tiempo, reivindica una legitimidad democrática.

Tales contradicciones se encontraban presentes, ya, en su forma clásica: el régimen de César combinaba un liderazgo militar personalista con una dimensión autoritaria e imperial. Para mantener y legitimar su poder, el líder apelaba a la conquista pero, al mismo tiempo, contaba con un fuerte apoyo popular, el cual se expresaba a través de plebiscitos o aclamaciones. Por otro lado, si bien su poder solía predominar por sobre el orden constitucional y legal (César fue dictador en muchas ocasiones y sus cargos excedían el límite de seis meses autorizado por la Constitución de Roma), el mismo era preservado.[1]

Los usos que a lo largo de los siglos XIX y XX se hicieron del término también reflejan esas ambigüedades. Así, aunque históricamente el cesarismo se ha asociado con las “tiranías” (y, con ello, con la significación que la “dictadura” adquiere a partir de la modernidad)[2], también ha sido movilizado, por ejemplo, por Max Weber, para caracterizar fenómenos políticos comprendidos en los márgenes del estado de derecho y de las democracias.[3]

En Europa el concepto tuvo su apogeo entre los historiadores y científicos sociales del siglo XIX, siendo utilizado, fundamentalmente, para describir a las democracias que degeneraban en formas de despotismo militar (Crespo, 2013). Sin embargo, de la mano de las controversias que generara, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, la caracterización política del nacionalsocialismo y del régimen autoritario implantado en la ex Unión Soviética (la cual pivoteó en torno de las nociones de “fascismo”, “dictadura” y “totalitarismo”), el mismo cayó gradualmente en desuso (Baehr y Richter, 2004:19).

En América Latina, el concepto de cesarismo se empleó, con mayor frecuencia, para aludir a los regímenes populistas emergentes en la primera y la segunda posguerras. Lejos de haber sido abandonado, en la actualidad continúa utilizándose para echar luz sobre una serie de “nuevos” y “viejos” interrogantes que conciernen a la realidad política latinoamericana. Así, la figura del “gendarme necesario”[4], afín al concepto de cesarismo, resulta invocada en una bibliografía historiográfica que se encuentra abocada a la tarea de revisar la concepción clásica del caudillismo (Lynch, 1993).[5]

Y también aparece en el marco de los debates que suscitara, tanto en el periodismo como en las ciencias sociales, la nueva oleada de gobiernos populistas que ascendieron al poder en varios países latinoamericanos a partir de la década de 1990.[6] Así, el cesarismo es una de las categorías a las que se ha apelado para aludir a los liderazgos de los ex presidentes argentinos Carlos Menem y Néstor Kirchner (Martínez, 2009) y, particularmente, del venezolano Hugo Chávez (Kaplan, 2001; Cupolo, 2007; Eastwood, 2007; Martínez, 2009).

En tercer lugar, registramos otro uso del concepto en el análisis histórico comparado del desarrollo político del Poder Ejecutivo en Hispanoamérica que realiza Victoria Crespo (2013) en su libro Del rey al presidente: poder Ejecutivo, formación del Estado y soberanía en la Hispanoamérica revolucionaria, 1810-1826.[7]

Si bien transcurren por carriles relativamente independientes, las tres discusiones comparten la preocupación por algunas de las diversas manifestaciones que asume el “poder personal” en Latinoamérica[8] y se encuentran conectadas. Así, mientras el interés sociohistórico por reconsiderar la cuestión del caudillismo y reconstruir las procedencias y transformaciones de la institución presidencial resulta instigado por los debates contemporáneos en torno al populismo y al presidencialismo, las categorías de “caudillo” y “caudillismo”, caras a los abordajes historiográficos, son permanentemente invocadas por los cientistas sociales para interpretar las prácticas que configuran los liderazgos “fuertes”, “carismáticos”, “centralizados”, etc. que surcan la política latinoamericana en el presente.

Más allá de los cruces antes puntualizados, lo que aquí nos interesa remarcar es que sin que falten referencias a autores como Max Weber y Carl Schmitt,[9] la alusión, en el marco de tales debates, a la categoría de cesarismo y a la figura del gendarme necesario, trajo aparejada la puesta en circulación de una bibliografía latinoamericana acerca del cesarismo que, aunque menos conocida que su par europea, no por ello resulta menos relevante para la comprensión del fenómeno. En efecto, en algunos trabajos el uso de tales términos resulta apuntalado con remisiones a Cesarismo democrático (1991a), el libro que el intelectual venezolano Laureano Vallenilla Lanz publicó en 1919 y a La época de Rosas(2011a) [1898], el estudio que el argentino Ernesto Quesada dedicó a elucubrar el régimen comandado por el caudillo argentino Juan Manuel Rosas.

Así, encontramos referencias al trabajo de Vallenilla Lanz en la bibliografía sociológica y politológica que se ha servido del concepto de cesarismo para interpretar el chavismo (Kaplan, 2001; Cúpolo, 2007;Eastwood, 2007); no menos que en el ámbito del periodismo (Martínez, 2009). En relación con la misma temática pero por fuera de los debates acerca del populismo, en The color of citizenship (obra que interroga el papel que desempeñó la cuestión de la “raza” en la teoría política latinoamericana a lo largo de los siglos XIX y XX) von Vacaro (2012: 190) sostuvo que la conducción de Hugo Chávez podía ser elucidada usando la idea de cesarismo democrático planteada por Vallenilla.

Yendo al campo de los estudios historiográficos y socio-históricos, en el capítulo que dedica al tema del cesarismo, y en especial al liderazgo de Simón Bolívar, Crespo (2013:174) advierte que Vallenilla consideraba tal desarrollo político como la “única forma viable de gobierno en Hispanoamérica” y encuentra en su propuesta relativa al cesarismo democrático, una representación y una defensa del liderazgo y de las instituciones bolivarianas.

Por su parte, en una contribución dedicada a rediscutir la concepción clásica del caudillismo, la socióloga argentina Maristella Svampa (1998) llama la atención sobre el hecho de que, con anterioridad a Vallenilla, fue el sociólogo argentino Ernesto Quesada quién atribuyó a Juan Manuel de Rosas la función de gendarme del orden social.

En relación con lo anterior, en un trabajo en el que compara el pensamiento del intelectual argentino con el del chileno Alberto Edwards y el de Laureano Vallenilla Lanz, ya la historiadora chilena Teresa Pereira Larraín (1980), se había referido al ascendiente que Quesada había tenido, no sólo en la construcción que el venezolano esbozara, en su Cesarismo democrático, del general Gómez, sino, asimismo, en la caracterización que Edwards realizara del líder chileno Portales en su libro La fronda aristocrática. En realidad, como apunta Blanco (2009:21), fue Quesada quién ya en su libro trazó el paralelismo entre Rosas y Portales.

Teniendo en cuenta lo anterior, en este artículo se revisitan ambos textos con el propósito de elucidar sus aportes a la problematización del cesarismo. El análisis se encuentra organizado de la siguiente manera: el primer apartado pone el foco sobre algunos aspectos de las trayectorias profesionales, los climas intelectuales y las coyunturas sociopolíticas que condicionaron los modos en que Quesada y Vallenilla abordaron la cuestión del liderazgo cesarista. En el segundo apartado se plantea la idea de que los dos autores inscribieron esta última temática en la discusión, más general, acerca del poder de los caudillos. Seguidamente, se consideran los factores que en la visión de los mismos permitían explicar tanto el surgimiento de los caudillos como de aquellos que asumieron el rol de Césares. Por su parte, en el tercer apartado se reconstruye las funciones que ambos intelectuales atribuyeron a tal clase de líderes. Tras presentar, en el cuarto apartado, las perspectivas desde las cuales Quesada y Vallenilla abordaron el problema de la legitimidad de los gobiernos cesaristas, en el último tramo se analiza el tratamiento que otorgaron a los aspectos autoritarios de tales gobiernos. El trabajo se cierra con unas breves conclusiones.

1.Un panorama del contexto de producción de los textos

Proveniente de una familia aristocrática, Ernesto Quesada es una de las figuras representativas de la “cultura científica” (Terán, 2000) que caracterizó las producciones de los intelectuales argentinos de fines del siglo XIX. Hijo del diplomático Vicente Quesada, quien tuvo una influencia decisiva en su formación intelectual, en 1873 viajó con destino a Europa, oportunidad que su padre aprovechó para hacerlo ingresar como estudiante de liceo en la ciudad de Dresde. Tal experiencia marcó el estrecho vínculo que Quesada mantuvo, a lo largo de toda su trayectoria, con la lengua y la cultura alemana. Entre 1879-1888 volvió a residir en Alemania, esta vez como asistente libre de los cursos universitarios en Berlín y Leipzig, condición que le permitió tomar contacto con las obras de Wilhelm Roscher, Wilhelm Wund y Karl Lamprecht, entre otros (Duve, 2002).

De regreso a la Argentina, se graduó como abogado en la Universidad de Buenos Aires. Definiéndose a sí mismo como “polígrafo” (Canter, 1936), además de cultivar la labor intelectual en los ámbitos del derecho, la historia y la sociología, Quesada trabajó durante décadas como fiscal y juez de Cámara y se dedicó, asimismo, al periodismo y la docencia universitaria. En relación a esto último, en 1904 accedió al cargo de profesor de sociología en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, mientras que en 1906 fue designado profesor titular de economía política en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Nacional de La Plata.

Reputado como uno de los intelectuales que impulsaron el desarrollo de la sociología moderna en la Argentina (Pereyra, 2008), desde su cátedra en la Universidad de Buenos Aires dedicó cursos enteros, tanto a la enseñanza de las teorías sociológicas de Comte, Spencer y Marx, entre otros, como a la sociología aplicada.

En su obra, el conocimiento sociológico estaba imbricado al conocimiento histórico, y ambos enfocados al estudio de lo que denominaba los “fenómenos americanos” (Blanco, 2009:51). Producto de la integración de ambos puntos de vista, en La época de Rosas se advierten las huellas del pensamiento tanto de Comte como de Taine (Devoto y Pagano, 2009:95).

En 1923 Quesada decidió retirarse del Poder Judicial y de la docencia universitaria. Instalado en Alemania, durante los últimos años de su vida colaboró como profesor en la Universidad de Berlín; centro de estudios que aloja el nutrido fondo documental y bibliográfico que poseía.

Por su parte, oriundo de una familia que registra una destacada participación en la vida política de su país, la formación intelectual de Vallenilla Lanz estuvo marcada, al igual que la de Quesada, por el influjo de su padre, quien poseía una muy voluminosa biblioteca en la que el joven Laureano descubrió a varios de los pensadores europeos que influyeron en su obra (von Vacaro, 2012:85).

Autodidacta, a lo largo de su vida combinó el periodismo con la labor de creación intelectual, produciendo, como el intelectual argentino, una obra que está a horcajadas de la sociología y la historia. Pero mientras Quesada procuró mantener sus producciones lejos de la política, Vallenilla fue un “hombre público” plenamente inmerso en la política de su país (Pereira Larrain, 1980: 255).

Con la llegada al poder de Cipriano Castro, caudillo procedente de la zona andina de Venezuela, fue designado para ocupar un cargo consular en Amsterdam, trasladándose a Europa en 1904. Durante su primera estancia en el viejo continente, asistió como oyente a cursos en la Sorbonne y en el Collège de France, donde se adentró, entre otras muchas influencias, en las ideas de los dos fundadores del positivismo historiográfico, Langlois y Seignobos. Asimismo, su nombramiento, en 1907, como cónsul venezolano en España, le permitió ahondar en el conocimiento de la historia de dicho país. Vallenilla consideraba que tal aproximación le permitiría apreciar, en justa medida, la evolución social del continente hispanoamericano (Harwich Vallenilla, 1991: xxiii), temática en la que enmarcaba el libro que planeaba escribir sobre Venezuela. Si bien tal proyecto nunca se llevó a cabo, con el material que reunió, tanto a partir del trabajo de archivo como del estudio de las obras de Taine, Durkheim, Worms, Le Bon, Gil Fortoul, entre otros muchos autores, publicó dos libros: Cesarismo democrático, en 1919 y Disgregación e Integración en 1920.

El arribo al poder del general Juan Vicente Gómez[10] marca para el autor un período de intensa participación política. Además del apoyo que, a través de su labor editorial en el Nuevo Diario, brindó al dictador, durante el gomecismo, Vallenilla fue director del Archivo Nacional y senador. En 1931 fue nombrado Ministro Plenipotenciario ante las Legaciones de Venezuela en Francia y Suiza, cargo al que renunció en 1935, tras la caída de Gómez y a solo un año de su propio fallecimiento.

Pertenecientes a una misma generación de intelectuales latinoamericanos, tanto Quesada como Vallenilla se inscriben en el clima cultural del “positivismo” que impregnó la vida intelectual de sus respectivas naciones entre 1890 y el estallido de la I Guerra Mundial. Equívoca e imprecisa como es, tal expresión connota una filosofía que “sacraliza” el método científico al entender que el mismo suministra las herramientas necesarias para el progreso ilimitado de la humanidad (Pinto, 1998:19). Asimismo, aplicada a la producción de un corpus de conocimiento sociohistórico, la misma implicaba una actitud “científica” ante el conocimiento del pasado (Devoto y Pagano, 2009:75). En la obra de los autores de los que nos ocupamos aquí, tal actitud se expresaba en la rigurosa labor de archivo que confería rigor a sus análisis históricos, en la movilización de categorías para el examen crítico de los documentos y en la búsqueda de explicaciones generales o regularidades que permitieran organizar el conocimiento del pasado.

En relación a esto último, tanto Quesada como Vallenilla pensaban la transformación de las estructuras de las sociedades en clave de un prolongado y progresivo proceso de “evolución social”.[11] Tal concepción involucraba el rechazo de la noción de rupturas bruscas y un énfasis en la continuidad que los llevaba a desconfiar, en clave conservadora, de las transformaciones programáticas del statu quo.

Común a la impronta positivista que surcaba sus producciones era, asimismo, la devaluación de la importancia que la acción de los individuos tenía en la explicación del curso de la historia. Así, en la visión de Quesada, la historia debía sustentar la interpretación del pasado, no en base al estudio de los personajes, sino por la vía inversa: entendiendo a éstos y sus conductas a partir del contexto social, geográfico, institucional, cultural e histórico en que desenvolvieron su acción (Canavesi, 2008).

Por su parte, a lo largo de su obra Vallenilla se ocupó de mostrar que las causas del cambio social residían en la acción colectiva, la cual resulta condicionada por una constelación específica de factores geográficos, psicológicos e históricos.

Al mismo tiempo, la importancia que para la comprensión de los fenómenos políticos ambos autores conferían a la tradición y al conocimiento empírico de la realidad, operó como punto de apoyo de la crítica que dirigieron a las ideas del constitucionalismo liberal-ilustrado, a partir del cual las elites independentistas imaginaron la organización político-jurídica de las nóveles naciones hispanoamericanas.

Si bien el radio expansivo de tal operación alcanzaba, en los dos casos, las concepciones “doctrinarias”, “abstractas” e “idealistas” de instituciones como “la República” y el “federalismo”, el ataque que Vallenilla dirigió a la ideología de la Ilustración fue más radical. Al igual que intelectuales de la talla de Burke y Taine, el venezolano arremetió contra la concepción idílica de la naturaleza humana desarrollada por Rousseau, y la contrapuso a la pintura descarnada de los personajes concretos, movidos por intereses egoístas e instintos, que protagonizaban la tragedia histórica de su país: las masas llaneras, los caudillos, pero también los “políticos profesionales”.

Considerada bajo la lente cientificista y a la vez realista con la que ambos autores se aproximaron a su objeto de estudio, la historia política de las naciones hispanoamericanas pierde el tono “teológico-moral” con el que aparecía revestida en las narraciones establecidas, revelándose como el producto, contingente, de fuerzas sociales y psicosociales personificadas por líderes caudillistas.

En esta dirección, Quesada movilizó la verdad sociohistórica labrada al calor del trabajo de archivo para demostrar, en contra de la leyenda negra instalada por los unitarios, adversarios políticos de Rosas que estaban a favor de subordinar a las Provincias del Río de la Plata a la autoridad de un gobierno centralizado, que el rosismo fue una expresión de la cultura política de su tiempo. Por su parte, al poner en valor la aventura caudillista del general José Antonio Páez[12], exhumando la “parte maldita” de la biografía del “estadista” que la memoria conservadora oligárquica tendía a negar, Vallenilla apuntó a demostrar el rol constructivo que los líderes representativos de las “fuerzas brutas” de los llanos, habían desempeñado en la historia de Venezuela.

Como veremos, el alegato que este último esboza a favor del gendarme necesario no está menos fundado, teórica e históricamente, que la justificación de los gobiernos fuertes que se desprende del trabajo de Quesada. Sin embargo, los juicios que merecieron las posturas que uno y otro intelectual asumieron frente a experiencias históricas que nadie dudaría en calificar de autoritarias fueron diferentes.

Mientras Quesada fue reputado, retrospectivamente, como un “polemista pionero del revisionismo” (Cagni, 2014), muchos intelectuales coetáneos al venezolano lo acusaron de apologista de la dictadura de Juan Vicente Gómez.[13] Ciertamente, Vallenilla reivindicó la figura del dictador, a quién consideraba un elemento “necesario” para clausurar la etapa del caudillismo y las guerras civiles en su país. Sin embargo, tal acusación resulta matizada si se considera que el controvertido capítulo de Cesarismo democrático que tituló “El gendarme necesario” apareció publicado originalmente en 1911, esto es, en una coyuntura en la que el caudillo venezolano, ya encargado del Ejecutivo, todavía no había asumido los poderes dictatoriales que lo mantendrían al frente de Venezuela durante veintisiete años (Harwich Vallenilla, 1991:xxii).

2. El cesarismo se inscribe en la problematización del caudillismo

La época de Rosas . Cesarismo democrático echan luz sobre el surgimiento y funcionamiento de liderazgos autocráticos fundados en el poder personal de hombres que, imponiéndose por sobre los grupos que se disputaban el poder en las sociedades argentina y venezolana de la post-independencia, consiguieron dar respuesta a problemas extraordinarios, contribuyendo, de ese modo, a cimentar la unidad y el orden social.

Para aludir a dicho fenómeno político los autores usaron vocablos distintos.

Quesada se refirió al caudillo argentino Juan Manuel de Rosas con las expresiones “gobernante fuerte” y “estadista”. Correlativamente, prefería aludir al régimen político que el mismo instauró como un “gobierno fuerte”. Aunque no emplea el término “cesarismo” para referirse al gobierno de Rosas, el siguiente párrafo incluido en el capítulo IX (entre otros elementos que iremos desglosando a lo largo de este trabajo) cuenta como “indicio” de que el autor inscribía al caudillo argentino en la estirpe de los Césares: “No juzguemos, pues, a Rosas con el criterio de hoy (…). Sería como juzgar a Luis XIV con el cartabón de una constitución de monarquía parlamentaria; o pesar y juzgar los actos de César con arreglo a los deberes de un rey de nuestro tiempo” (Quesada, 2011a:131).

A diferencia del argentino, Vallenilla se inclinó por nominar la versión caudillista y plebeya de cesarismo sobre la que discurrió. La llamó, como sabemos desde el título de su libro, “cesarismo democrático”. Como en otros aspectos, el ecléctico bagaje de lecturas que irrigan su libro dejó huellas en la elección del nombre, el cual constituye una derivación de la fórmula “César democrático”, que el venezolano halló en los escritos que el jurista y político francés Édouard Laboulaye dedicó a la historia de los Estados Unidos.

Si bien difirieron en la terminología, tanto Quesada como Vallenilla convergieron en inscribir la reflexión sobre el cesarismo en la problematización del caudillismo latinoamericano. Según la fina mirada a la que sometieron el problema de la conducción y organización política de los pueblos de Latinoamérica, el poder caudillista deriva de una constelación compleja de factores geográficos, etnosociales, psicosociales e históricos.

Consideremos, en primer lugar, la incidencia de la geografía. Desde el punto de vista de Vallenilla, en la urdimbre de tales líderes late el determinismo del “medio” físico y telúrico, el cual es definitorio, a su vez, de una serie de caracteres “psicosociales” que se expresan colectiva e individualmente. En la sociedad venezolana, la conjunción entre el paisaje de los llanos y la disponibilidad de caballos engendra en las masas que lo habitan un repertorio específico de orientaciones subjetivas que incluyen: aspiraciones de igualación social, rechazo a las jerarquías y tendencia a sustraerse a la sujeción a toda forma de autoridad regular y estable; amor a la libertad entendida como independencia individual, culto al coraje e, incluso, impulsos hacia el pillaje. Como señala Harwich Vallenilla (1991), en la forma en que el intelectual las entiende, tales orientaciones resultan ambivalentes: fungen como “caldo de cultivo” de prácticas que amenazan la tranquilidad y el orden público pero, a la vez, son fuerzas vitalizadoras que empujan a los pueblos en dirección a la evolución social.

De acuerdo a una forma de razonamiento que insiste a lo largo del libro, tales disposiciones hacen que las masas se muestren proclives a adquirir y cultivar un conjunto particular de hábitos políticos que favorecen el desarrollo de los gobiernos personalistas y patriarcales de los caudillos y dificultan, al mismo tiempo, la constitución de gobiernos fundados en los principios “abstractos” de la alternancia en el poder y el respeto al estado de derecho.

Tampoco Quesada pasó por alto la incidencia que el “desierto” y la disposición de caballadas tuvieron sobre los modos de vida de los diferentes grupos que ocupaban la pampa argentina. Por el contrario, encontró en la inmensidad del territorio y en el aislamiento impuesto por las distancias que separaban a los asentamientos humanos tanto la cifra explicativa del individualismo y de la contumacia de las poblaciones criollas para someterse a la autoridad, como del desarrollo de la vida comunal y el amor al “pago chico”. Reforzado por el arraigo que había adquirido durante el período colonial la institución hispana del municipio, tal desenvolvimiento comunitario constituía el germen de la “tendencia federalista” que desde el punto de vista del autor estructuraba la “constitución real” de la nación argentina. Si bien el análisis que le sugiere a Quesada la geografía de la pampa es tan determinista como aquel que suscitaran los llanos a su colega venezolano, al considerar los efectos psicopolíticos que causó, en los diversos grupos que habitaban aquel territorio, la presencia de caballadas, la lectura se historiza. Según explica en La evolución social argentina, un ensayo que escribió en ocasión al centenario de la Revolución de Mayo, y que apareció publicado en la edición de 1923 de La época de Rosas, la multiplicación del yeguaje, introducido originalmente por los españoles, ocasionó una transformación en las costumbres de aquellos grupos etnosociales a partir de los cuales se formaron las montoneras que seguían a los caudillos (Quesada, 2011b). Mientras los indios se apoderaron del caballo para recorrer las pampas, integrándolos a su modo de vida, los criollos comenzaron a rivalizar por su dominio.

Así, el control del caballo era una de las proezas que cimentaban el prestigio del que los caudillos gozaban entre las poblaciones rurales. Sin embargo, en la concepción de uno y otro autor, la construcción del liderazgo caudillista no dependía, exclusivamente, de determinaciones geográficas o de la acumulación, por parte de ciertos hombres, de recursos simbólicos que cimentaban su autoridad entre las masas, sino que era un producto de la “excepcionalidad” de la guerra (Svampa, 1998:55).

De manera aun más significativa para el tratamiento de la cuestión que nos ocupa, fue en el contexto de las guerras civiles que se suscitaron en Argentina y Venezuela tras la disolución del orden colonial, dónde los dos autores encontraron configurados los elementos de la situación dilemática que explicaba el surgimiento del “César”: del “Caudillo”, el “Jefe” o el “Gran Caudillo” como denomina alternativamente Vallenilla (1991:148) a aquellos líderes con vocación nacionalista que por la “superioridad de su carácter” y la “fuerza de su brazo” consiguieron someter a su autoridad a los “caudillos tradicionales” (Quesada, 2011a:91), líderes rurales que encarnaban los intereses particulares de las comunidades locales de las que procedían.

En la perspectiva de uno y otro autor los procesos revolucionarios habían actuado como agente catalítico de una serie de conflictos de larga data. Así, en las guerras civiles que siguieron a la independencia respecto de España, en las que despuntaron los líderes caudillistas, Vallenilla Lanz percibía la continuidad de los conflictos étnicos y sociales que socavaban la sociedad colonial. Al destruir el misoneísmo e inmovilismo que sustentaba la jerarquización social, el movimiento revolucionario había generado las condiciones para que brotaran “como cizañas”, los “gérmenes anárquicos” (Vallenilla Lanz, 1991a:33) que ya estaban presentes en aquella sociedad; propulsando tanto los sentimientos revanchistas de los sectores subordinados como sus anhelos de elevación social.

En el pensamiento de dicho intelectual, entonces, las contradicciones que atravesaban la sociedad venezolana, y en particular aquellas derivadas de la “cuestión racial”, contribuían a explicar el surgimiento de los caudillos. Es que al ponerse al frente de las luchas que implicaban una sublevación contra la autoridad, ciertos hombres hicieron de la guerra y la anarquía las condiciones propicias para construir su autoridad.

Sin embargo, en la visión de Vallenilla, la política caudillista no se derivaba como “atributo” de la heterogeneidad racial, sino que era un efecto de procesos sociales siempre historizados. Ello se explica porque, por un lado, en la obra del autor la “raza” no es una entidad biológica sino social, que muta a partir de la incidencia tanto del “medio” como de la “historia”: así, de peripecias tales como la guerra y el amor. Y, por otro lado, porque los hábitos y orientaciones subjetivas (el individualismo, el culto al coraje, la resistencia a someterse a formas impersonales de autoridad) que, según el mismo argumentara, resultaban afines a la constitución de vínculos políticos de carácter patriarcal, eran el producto de la influencia combinada del medio, la “raza” y las circunstancias sociohistóricas.

Retomando una idea planteada por Scipio Sighele en sus escritos sobre la psicología de las multitudes criminales, y en línea con el pensamiento político-militar de Simón Bolívar, el autor remontaba al contexto bélico, y más precisamente a la “necesidad de vencer”, la génesis de los vínculos patriarcales, de obediencia “ciega” y “personal” de “todos” a un “jefe único”, que ejerce el poder en forma despótica y personal.

Quesada también vinculaba el período de guerras civiles que asoló a la sociedad de la cual provenía, y en consecuencia el surgimiento de los caudillos, con tensiones sociales y aspiraciones democráticas que se remontaban a la época de la colonia. Pero mientras el intelectual venezolano prestó atención, sobretodo, a los conflictos raciales, el sociólogo argentino hizo lo propio con los conflictos de clase y con la oposición campo-ciudad. Particularmente, en La época de Rosas puso el foco sobre la rivalidad entre la tendencia centralista que representaba los intereses y aspiraciones de las elites de Buenos Aires, la ciudad-puerto, y la tendencia federalista asociada a las costumbres y tradiciones cívicas de las poblaciones rurales del interior de aquel país; la cual basculó, política y militarmente en las afamadas luchas entre unitarios y federales.

De acuerdo al razonamiento del autor argentino, las elites metropolitanas, organizadas en el partido unitario, habían pretendido erigir un país a espaldas de los hábitos y de la cultura política de las masas rurales, las que vegetando durante largos años en un “estado de fermentación sorda” (Quesada, 2011a:125): encontraron en la anarquía y el liderazgo caudillista una oportunidad para expresar su inclinación federalista y sus impulsos igualitarios.

Instigada por los conflictos raciales o por las tensiones entre unitarios y federales, ambos autores confirieron a la guerra civil una productividad que resulta central para entender tanto la emergencia de los caudillos-Césares, como el papel “salvífico” que, según explicaremos en el apartado siguiente, les atribuyeron en el contexto de las sociedades hispanoamericanas de la post-independencia.

3. El caudillo-César como “solución”

Tal como venimos desarrollando, conforme la perspectiva desde la que tanto Quesada como Vallenilla explicaban el surgimiento de los liderazgos caudillistas y, más específicamente, de aquellos que asumen una impronta cesarista, las guerras civiles desempeñaron un papel crucial. De allí que ambos se esforzaran en retratarlas del modo más verosímil posible.

Persuadido de la utilidad del método comparativo para producir conocimiento sociohistórico, el intelectual argentino optó por establecer un contrapunto entre la anarquía argentina de 1820 y la edad media europea. En esa dirección, comparó a los caudillos locales con los barones feudales y a las montoneras que seguían a los primeros con las “invasiones de los bárbaros”, atribuyéndoles consecuencias socioeconómicas y políticas destructivas: desorganización, inestabilidad política, pobreza generalizada, inseguridad material y, en fin, un estado de vida estancada.

Asimismo, común a la descripción que los dos autores proponen de las guerras que asolaron a sus respectivas sociedades es el uso de una retórica en la que proliferan los motivos y temas históricamente asociados a la figura del estado de necesidad. Interesados en transmitir a sus lectores el horror que encerraba la escena en la que habían hecho irrupción los gendarmes necesarios, tanto Quesada como Vallenilla la describieron en términos que evocan la caracterización que el autor del Leviathan realiza del “estado de naturaleza”:

Cada provincia se concentra en sí misma (…) retrogradando hacia la barbarie, sin gobierno regularmente organizado, sin más voluntad que las gauchadas de su respectivo mandón y las lanzas de sus secuaces: las escuelas se cerraron, las familias se refugiaron dentro de los muros de las casas…la pobreza reinante, sin industrias, sin comercio, era rayana en la miseria (Quesada, 2011b:299).

La mayor parte de la población (…) vivía en los montes como las tribus aborígenes (…) los llaneros realistas (…) andaban en caravanas robando y asesinando (…) las sublevaciones de la gente de color se sucedían a diario (Vallenilla 1991a:96).

Si hobbesiano era el problema -así, una situación de anarquía y riesgo generalizada- hobbesiana fue la función que, en el entendimiento de los autores, desempeñaron los gobernantes fuertes para conjurarlo.[14] Menos una institución que “un hombre”, fue quien consiguió, sino echar por tierra, al menos controlar los conflictos que habían dominado las guerras civiles, sobre-imponiendo a las numerosas líneas de tensión que amenazaban con fracturar lo social, el efecto de sutura que produce la “nación”.

En la lectura propuesta por ambos intelectuales, en las sociedades hispanoamericanas del siglo XIX el papel de los caudillos-Césares se encontraba íntimamente ligado del proceso de constitución de los Estados-nación, y ello en varios sentidos.

En primer lugar, está la cuestión de la unificación territorial y la constitución de una autoridad central enmarcada ya (es decir, durante el proceso mismo de organización del Estado) en una institucionalidad[15]; que ciertos caudillos consiguieron producir por medio del dominio militar y político de los caudillajes locales.

En la visión de Quesada (2011a:90), tal fue la misión “salvífica” que Rosas cumplió en la historia argentina “apaciguando primero, dominando después y disminuyendo por último los caudillajes localistas y acostumbrándolos al principio al acatamiento de la entidad moral que se llamó Confederación Argentina para imponerles al fin la preeminencia del gobierno nacional”. Por su parte, si Vallenilla reputó a Páez como un caudillo genuinamente nacional fue tanto por la capacidad que demostró para contener a las “hordas llaneras” como para unificar bajo su autoridad a los distintos núcleos de las clases más encumbradas, incluyendo a los sectores independentistas como a aquellos que, aun con posterioridad a la caída del rey, apostaban a dar continuidad a las jerarquías que preexistían a la Independencia.

Otro de los rendimientos que los autores asocian al liderazgo cesarista de los “caudillos centrales” (Vallenilla, 1991:126) en miras a la construcción de la nacionalidad estaba dado por el establecimiento de las condiciones necesarias para el progreso económico de sus respectivos países. Así, entre los problemas más graves de los que adolecía la nación argentina se encontraba, en la opinión del intelectual argentino, aquel del estancamiento económico. El de Rosas había sido uno de esos “gobiernos fuertes” que aspiraban a ver constituidos en los “países nuevos” los diplomáticos de las naciones imperiales, esto es, un gobierno que, al proveer seguridad, permitía a los capitales extranjeros obtener un mayor resultado con el menor riesgo (Quesada, 2011a:165).

Al exaltar el papel que el caudillo argentino había cumplido en relación al desarrollo económico, Quesada (2011a:250) tenía en vista, sobre todo, el objetivo de hacer de la Argentina una “nación grande, sólida y poderosa”.

Vallenilla también conectaba la constitución, en los países hispanoamericanos que aun no habían completado su proceso de evolución social, de liderazgos cesaristas, con el problema del estancamiento económico del que dichos países adolecían. Sin embargo, menos que por su connotación geopolítica, valoraba el aporte que los líderes fuertes podían hacer en miras al crecimiento económico porque consideraba que este último era una condición necesaria para hacer efectiva la democracia. De este modo, al conducir al país hacia el crecimiento, el César velaba por el bienestar de los sectores desventajados de la sociedad.

Esta última articulación resultaba imaginable porque otro de los rendimientos que tanto el intelectual venezolano como el argentino derivaban de los gobiernos fuertes estaba dado por la contribución que los mismos habían hecho a la integración de las masas.

En esa dirección, Quesada destacó el rol que el caudillo argentino había cumplido en la democratización de la sociedad argentina al incorporar a las masas rurales al orden político y ampliar la participación de sectores históricamente postergados, como los afrodescendientes.

Por su parte, en la opinión de Vallenilla la contribución de los caudillos-Césares a la democratización de la sociedad venezolana estribaba en la significación que su emergencia y actuación, tanto militar como política, habían tenido de cara a los conflictos que atravesaban el tejido social de dicho país, esto es, a la cuestión racial y a la cuestión social.

Así, como destaca von Vacaro (2012:100) según el modo de razonar del intelectual venezolano el César constituía, en sí mismo, la respuesta pragmática a la inestabilidad y a las tensiones que generaba, en la sociedad de la que el mismo procedía, la heterogeneidad racial. Así, si bien la resolución de los problemas políticos y de integración que generaba la mixtura etnosocial en una sociedad como la venezolana estaba por fuera de las posibilidades de la acción política, Vallenilla confiaba en que el brazo fuerte de un presidente vitalicio era capaz de controlarlos.

Paralelamente a la preocupación por las consecuencias problemáticas que la cuestión racial traía aparejadas para el orden político, el autor también se mostró sensible frente al factor de inestabilidad que significaba en su país la pobreza de masas. Así, en Por qué escribí cesarismo democrático, uno de los textos que consagró a polemizar con los intelectuales que lo acusaban de apologista de la dictadura de Gómez, Vallenilla (1991b) exaltó la función de “protección” que los gobiernos fuertes podían desempeñar en relación a los sectores populares, al intervenir, directamente, para mitigar la miseria.

Tal ligazón con el bienestar de las masas, que confiere al cesarismo una impronta popular, se explica porque, según el modo de razonar del autor, el César es un líder plebeyo. Además franquearle el conocimiento de las “necesidades de su pueblo” (Vallenilla, 1991: 120), tal procedencia social permite entender las posibilidades inmejorables en las que dicha clase de jefe se encuentra para “expresar” y a la vez “controlar” a las fuerzas democráticas de sus sociedades. Como veremos en el apartado siguiente, sin dejar de considerar la productividad política del “carisma”, ni el apoyo que confirió a sus jefaturas el hecho de estar encuadradas en una legalidad, en la visión de los dos autores, la “legitimidad” de los gobiernos de los caudillos-Césares se explicaba, principalmente, por su correspondencia con la “constitución real” de las sociedades de las cuales los mismos provenían.

4. La cuestión de la legitimidad de los gobiernos ejercidos por los caudillos-Césares

Sin adentrarse en la discusión relativa a los tipos de regímenes políticos, tanto Vallenilla Lanz como Quesada convergieron en plantear la cuestión de la legitimidad de los gobiernos de los caudillos-gendarmes. Mientras las elaboraciones del primero apuntaron a mostrar la legitimidad de aquella versión del cesarismo que denominó cesarismo democrático, el segundo hizo lo propio con el “gobierno fuerte” de Rosas.[16]

Al explorar las respuestas que, tanto en un plano teórico-abstracto como histórico-concreto, proporcionaron a aquella pregunta, se advierte la centralidad que, en consonancia con el evolucionismo, ambos atribuyeron a la tradición. Uno y otro autor destacaron el valor que las prácticas que se remontan al pasado y a las cuales los grupos enlazan significaciones compartidas, tenían a la hora de explicar la obediencia. Quesada puso el acento sobre ciertas inercias que, aunque ligadas a valores y sentimientos colectivos remitían, sobre todo, a una trama de mecanismos e instituciones políticos. Por su parte, Vallenilla mostró más interés por los automatismos psicológicos que modelaban las prácticas políticas latinoamericanas.

En la visión del autor argentino, la legitimidad del gobierno rosista se debía a su consonancia con el desarrollo político federal que había caracterizado al país ya desde los tiempos de la colonia. Mientras la facción unitaria, según leemos en el libro de Quesada, no había sido capaz de reconocerla, el mérito de Rosas estribaba en haber conseguido integrar tal tendencia federal a la organización del Estado.

Vallenilla también vinculó el arraigo que el “mecanismo federal” tenía en los pueblos de Latinoamérica con tradiciones políticas de más largo alcance. Sin embargo, en su escritura, la fuerza centrífuga del “Cesarión”, su poder centralizador, conseguía (y debía) imponerse en oposición a aquella tradición, que el autor consideraba fuente de disgregación, anarquía y atraso (Bohórquez, 2002:126).

Así, lejos de extraer su legitimidad del acuerdo con una cultura política desarrollada en torno al vínculo con la “comunidad”, el cesarismo democrático encontraba fundamento en un conjunto de instintos políticos que ligaban a las mayorías populares con “un hombre”. Fraguado al calor de la incidencia del medio, de la raza y de las costumbres municipales hispanas, Vallenilla reconocía en las masas el hábito de obedecer por razones de “lealtad personal”.

Fungiendo como una suerte de sentido común, que orientaba los comportamientos y preferencias políticas del pueblo venezolano, tales hábitos habían dado pie, en los tiempos de las guerras, a un “patriarcalismo militar” el cual, según el modo de razonar del autor, declinaba, históricamente, en la figura del “presidente vitalicio”, fuerte y poderoso, con facultad para elegir a su sucesor, que Simón Bolívar previó en la Constitución de la República de Bolivia (1826).[17]

Entonces, además del anclaje que constituía la tradición, los poderes del César se enmarcan en una legalidad, más precisamente, en el republicanismo constitucional delineado por Bolívar.

Ya con anterioridad a la publicación de Cesarismo Democrático, Quesada había llamado la atención sobre el hecho de que el gobierno de Rosas había estado inscrito en un marco jurídico legítimo, dado por los pactos celebrados entre las Provincias del Río de la Plata y por leyes sancionadas por la Legislatura de Buenos Aires. Particularmente, en el intento de comprender la dimensión autoritaria que confería, según veremos en el apartado siguiente, a la administración rosista los rasgos de una dictadura, el autor insistió en torno a la idea de que los poderes ilimitados de los que Rosas gozó durante ciertos períodos de su gobierno estaban previstos en figuras jurídicas (así, las “facultades extraordinarias” y la “suma del poder público”) que ya habían sido usadas, en el pasado, por los gobernadores de Buenos Aires y de otras Provincias. Asimismo, enfatizó el hecho de que fue la Legislatura porteña la que confirió a Rosas tales poderes de excepción.

No menos empeñado que Quesada en producir conocimiento sociohistórico revestido de rigor científico, Vallenilla llegó a la conclusión que los liderazgos que tendían a concentrar el poder y a ejercerlo en forma enérgica, respondía a una auténtica “ley sociológica” que daba cuenta de la incidencia que la tradición y la geografía tenían sobre las prácticas políticas. Más aun, encontraba verificada dicha ley en el hecho de que la figura bolivariana del “presidente fuerte” se había ido imponiendo, a lo largo de la historia, en los países del subcontinente que respondían a una misma determinación geográfica.[18]

Ahora bien, en la forma de razonar del autor venezolano, lo que se predica como resultado del análisis científico se entrecruza con la pregunta relativa a cuál era el “buen gobierno” para las sociedades hispanoamericanas durante el período de transición que las mismas experimentaron entre el orden colonial y la organización de los Estados nacionales.

En esa dirección, de sus escritos surge una teoría político-jurídica que se caracteriza por estar fundada en una teoría social. Así, según las ideas de Vallenilla (1991a:110), lejos de emanar de la voluntad de los “ideólogos fabricantes de constituciones”, estas últimas eran expresión de los instintos políticos de cada pueblo en un momento dado de su evolución.[19]

A horcajadas entre lo que se imponía por la fuerza de las determinaciones y el voluntarismo político, el venezolano hallaba en los líderes fuertes que permanecían largo tiempo el poder un “canon invariable” de la constitución efectiva de los pueblos latinoamericanos y un modelo político deseable para los períodos de transición.

En contrapunto con tales ideas, Quesada veía en la figura del gobernante fuerte una respuesta transitoria frente a lo que concebía -en términos consonantes con una acendrada tradición de pensamiento liberal- como un déficit de ciudadanía destinado a ser superado cuando, educación y mejoramiento socioeconómico mediante, la masa inmigratoria que había arribado a la Argentina entre fines del siglo XIX y comienzos del XX comenzara a interesarse por la “cosa pública”.

Carecía nuestro país (…) [escribía el autor] de ese sentido político que, en los países viejos de Europa, permite el funcionamiento eficiente de las instituciones liberales. La masa de la población no se interesaba ni podía interesarse en el complicado ropaje del sufragio libre y de las cuestiones de principios, porque le faltaba educación política (Quesada, 2011: 203-204).

Mientras en su forma de razonar el intelectual argentino tendía a reproducir la concepción idealista y eurocéntrica del sujeto político, que presupone que el ciudadano advenía, para Vallenilla lo que justificaba el cesarismo no era una carencia, sino un dato insoslayable de la realidad: la psicología de las mayorías populares a partir de las cuales los caudillos habían construido su autoridad.

Como mencionamos anteriormente, el autor enfatiza, en su discusión sobre el cesarismo, dicha procedencia popular del líder. Tal aspecto se vincula con el tratamiento que, sin perjuicio de la incidencia que tiene el evolucionismo en su obra, el mismo otorga a la cuestión del “carisma” del líder.

Es que, en su visión, el caudillo ejercía sobre las masas el mismo tipo de sugestión que otrora ejercía la realeza, siendo la figura llamada a restaurar la autoridad bajo una nueva forma (Vallenilla, 1991a:127), “secular”. De allí que para explicar por qué en un momento dado de las sociedades aparecía un caudillo que galvanizaba las fuerzas en pugna y conducía la acción, el autor no dejó de considerar la incidencia que, en tal desenlace, tenían las cualidades personales del individuo que asumía, históricamente, el papel de César (Bohórquez, 2002).

Así, aunque estaba lejos de atribuir el cambio social a la actuación providencial de ciertos individuos, para el sociólogo venezolano el César era un “hombre representativo” de su sociedad en un momento dado de su evolución. Siendo la “democracia personificada, la nación hecha hombre” (Vallenilla, 1991a:145) el líder expresaba “personalmente” no sólo las pasiones, instintos y necesidades del medio en el que había surgido o dónde se había consagrado como tal,[20] sino, asimismo, la “mezcla racial” que caracterizaba a la sociedad venezolana y que operaba como fundamento de la identidad igualitaria de la nación.

Resulta comprensible, por otro lado, que el venezolano atendiese a la personalidad del líder, siendo que, según la descripción que propone, “César” es el que domina por la sola virtud de su carácter y de sus excepcionales dotes de mando (Vallenilla, 1991a:117). Considerando la biografía de José Antonio Páez (que le sirve como modelo e ilustración del tipo de “César democrático” al que alude), el mando en el que este se inicia es el del “guerrero”, un conductor de caravanas. Luego, asume el rol del “comandante militar” para desempeñar, finalmente, el papel (civil) del “Magistrado”.

Lejos de reconducirse a un repertorio esencialista de rasgos personales, el liderazgo cesarista es una relación sujeta a toda una serie de vicisitudes. Para erigirse en “representante de la sociedad”, el “rudo llanero” que comenzó siendo Paéz experimenta una transformación: no sólo deja de halagar las “pasiones ‘innobles’ de la turba” (Vallenilla, 1991a:89), perdiendo, en consecuencia, algo de su carisma, sino que se socializa en los hábitos de la ciudad y se desapega del “pago chico” para cultivar el patriotismo.

Si bien su foco de interés no estaba depositado en la persona del líder, Quesada (2011a:97) no dejó de considerar las “innegables aptitudes” que secundaban a Rosas en su gobierno, considerándolo el prototipo de un “gobernante de carácter”. Con este último concepto (con el que buscaba sustituir tanto el recurso al mito del “genio” como la explicación médico-biológica que equiparaba la figura de Rosas a la de un neurótico), el autor aludía a una cierta “cualidad soberana” común a los hombres que se distinguían en la historia y en la vida y que en Rosas se traducía en la conciencia en la propia fuerza, la fe en sí mismo y la capacidad para influir decisiva y, en cierto sentido, inconscientemente, sobre los demás.

Tradición, ley y carisma: en este apartado mostramos cómo los dos autores se explayaron en torno de las razones en que se fundaba la autoridad de los caudillos-Césares. El hecho de postular la legitimidad de tal forma política no les impidió, no obstante, percibir la dimensión autoritaria que la misma entrañaba. Frente a la necesidad de ser consecuentes con la primera afirmación ambos se esforzaron en caracterizarla adecuadamente. Ello los condujo, entre otras cosas, a poner en relación los gobiernos autocráticos de los caudillos “centrales” con la forma de gobierno que constituye la “tiranía”. Como veremos en el punto siguiente, mientras Quesada optó por problematizar la idea, comúnmente aceptada, que identificaba el régimen de Rosas con tal figura, Vallenilla encontró en la tiranía una serie de elementos que respaldaban su propia caracterización del cesarismo.

5. El César como “demonio necesario”

La tiranía se ha relacionado históricamente con una forma de gobierno ilegítima, en la que el absolutismo está dado por la forma personalísima y arbitraria en la que se ejerce el poder.[21] Por ello, es dable pensar que al entablar una polémica con quiénes calificaron de esa manera el régimen rosista, Quesada haya tenido en miras dos propósitos: desplazar tal gobierno del ámbito de la ilegitimidad y comprender, mediante un racconto preciso de sus razones sociológicas, políticas e históricas, el uso que el mismo hizo del terror con la finalidad de perseguir a los adversarios y disciplinar a la población.

Si se atiende a la forma que el autor imprime a la escritura de su libro, se advierte ya que su intención había sido tomar distancia respecto de aquello que, para la época en el que el mismo apareció publicado, era una suerte de slogan: la “tiranía de Rosas”. Recorriendo sus páginas, vemos que los términos “tiranía” y “tirano” aparecen frecuentemente entrecomillados o escritos con cursivas.

Consciente de que los mismos se usaban en un sentido polémico y de que, por la carga emotiva y valorativa que tenían su sola invocación bastaba para hacer del nombre “Rosas” un sinónimo del “mal” en política, Quesada reivindicaba el derecho a examinar el caso; esto es, a estudiarlo (para, en consecuencia, evaluarlo) de un modo objetivo e imparcial. En ese sentido, convocaba a sus lectores a no tener miedo de utilizar la palabra “tirano”, puesto que, si tal fuese el caso, “bastaría (…) lanzar ese mote a la frente de un adversario, para ponerle por ese solo hecho fuera de la ley y de la humanidad”. Por el contrario, entendía que nada era más peligro que ese tipo de sentencias condenatorias, que implicaban “aquiescencia ciega y renuncia al derecho de examen (…)” (Quesada, 2011a:127).

“¡Ah! la tiranía de Rosas(Quesada, 2011:57): tal es la actitud distanciada e irónica que el intelectual argentino asumía frente a lo que considera un “argumento falaz”. A tal conclusión arribaba tras ponderar, por un lado, que todos los crímenes, abusos y excesos en nombre de los cuales el rosismo era considerado una tiranía habían sido ordenados o consentidos por el Gobernador en virtud de las facultades extraordinarias o de la suma del poder público que las legislaturas provinciales le acordaban periódicamente. Y, por otro lado, luego de haber descubierto, análisis sociológico mediante, que tal gobierno ordenancista había sido sostenido “por el elemento conservador, por esas clases sociales que claman siempre por tranquilidad y que prestigian cobardemente los gobiernos fuertes” (Quesada, 2011:57).

En virtud de todo lo anterior, proponía limitar el uso del término “tiranía” para designar las fases “degeneradas” o “corruptas” del mismo.

Por su parte, Vallenilla se sirvió de los comentarios que Fustel de Coulanges vertiera en La ciudad antigua (1953) [1864] en torno a las tiranías de la antigüedad griega para apuntalar la orientación plebeya y democrática que su juicio tenían los liderazgos de los caudillos-Césares latinoamericanos. Del fragmento de aquel libro que cita en su propio texto, se desprende el origen y naturaleza completamente “humanos” del poder de los tiranos, los cuales habían conseguido imponerse, al igual que el “caudillo-Cesarión”, de la mano del deseo de las clases inferiores de liberarse del yugo de la aristocracia. Asimismo, otro de los rasgos que Coulanges atribuye a las tiranías, y que explican su comparecencia en el texto del intelectual latinoamericano, residía en la orientación a la vez autoritaria y popular que los tiranos imprimían a sus gobiernos. Basándose en la autoridad que les confería el pueblo, tales líderes recurrían a la violencia para dominar a la aristocracia y producir efectos de igualación social.

Con independencia de las reflexiones que les suscitara la “tiranía”, para referirse a los gobiernos fuertes de los caudillos que, en América Latina, propendieron a la unificación nacional, uno y otro autor recurrieron a conceptos que, sin dejar de connotar formas políticas autoritarias, gozan, en la tradición política occidental, de una valoración positiva; por lo menos en algunas de sus configuraciones históricas.

En esa dirección, con el propósito de aludir al papel de unificación y centralización que ciertos hombres representativos habían tenido en las sociedades hispanoamericanas que evolucionaban hacia la consolidación de la individualidad nacional, Vallenilla tomó prestada de la obra del sociólogo y jurista peruano Francisco García Calderón la figura del “déspota bienhechor”; mientras que, ponderando la legalidad en la cual encontró amparo la dimensión autoritaria del rosismo Quesada (2011a: 214) se refirió al mismo como un “absolutismo rayano en la autocracia”.

De manera más consistente, el autor argentino encontró en la “dictadura romana” una figura dotada de suficiente prestigio en la cual encuadrarlo. Así, según la descripción que propone, la actuación “salvífica” de Rosas compartía con aquella de los dictadores romanos el contexto de “crisis” en la que había surgido y a la cual procuraba dar respuesta, así como la disposición de poderes de excepción que se encaminaban a realizar el bien común. Sin embargo, puesto que la dictadura tenía en Roma una duración limitada, el mismo se vio en la obligación de aclarar que la de Rosas había sido una “larga dictadura” que, tanto por las vicisitudes de la coyuntura como por la aplicación generalizada del terror, había degenerado en tiranía (Quesada, 2011a:181).

Por otro lado, los dos autores procuraron comprender el uso que los gobernantes fuertes habían hecho de la violencia en los contextos en los que actuaron. Para ello, Quesada apeló tanto a una perspectiva histórica, argumentando que la práctica de eliminación de adversarios políticos a la que había sido afecto Rosas procedía de la época de la Revolución de Mayo, como a la tradición, sosteniendo que la venganza era una práctica usual y de largo arraigo en la sociedad rioplatense, a la cual apelaban, sin distinción, unitarios y federales.

Asimismo, en los planteos que tanto el intelectual argentino como el venezolano esbozaron respecto de la dimensión autoritaria del cesarismo encontramos argumentos de realismo político de inspiración maquiavélica. Ello, en la significación más superficial que se atribuye al realismo y que reduce tal doctrina a la idea de que el “fin” (el bien común, la victoria en la guerra, etc.) justifica la utilización de cualesquiera “medios”. Así, mientras Quesada (2011a:131) sostuvo que, para afrontar los peligros internacionales que amenazaban la existencia misma de la patria, Rosas había echado mano a “todos los medios posibles, sin analizar su mayor o menor moralidad”, Vallenilla (1991a:85) argumentó en torno a una suprema necesidad de orden y unidad que había motivado a los caudillos-Césares a utilizar medios coercitivos tanto para contener los instintos brutales de las masas como para imponerse a las ambiciones personalistas que animaban a los partidos que se disputaban el poder y perpetuaban la anarquía.[22]

Pero en su libro Quesada también puso en juego aquella significación más sutil y compleja del realismo que en lugar de entenderlo en términos de la neutralidad moral de la acción política, lo encuentra condensado en la doctrina del doble patrón de moralidad, esto es, en la idea de que es distinta la moral para el gobernante que para el ciudadano privado (Sabine, 1990 [1937]:256). Así, si la posesión de virtus es clave para el éxito del príncipe, la revolución que, como destaca Skinner (2008:60), introdujo Maquiavelo en el género de los libros de consejos al príncipe, consistió en redefinir la noción central de virtù, entendiéndola no como el conjunto de virtudes cardinales y principescas, sino como la disposición a hacer siempre lo que la necesidad dicta -sea mala o virtuosa la acción resultante- con el objetivo de alcanzar sus fines más altos.

En consonancia con esta (otra) significación del realismo, Quesada (2011a:129) sostuvo lo siguiente:

Preciso es juzgar a Rosas como hombre de gobierno, con el criterio de estadista, y sería hasta cierto punto una hipocresía quererlo medir con el cartabón de la moral privada. Un gobernante tiene, ante todo, la responsabilidad del país que dirige; se encuentra obligado a actuar con fuerzas, con situaciones, en las cuales la moral del individuo no solo nada tiene que ver, sino que gobernar exclusivamente con ella sería quizá la más indisculpable de las ingenuidades (Quesada, 2011a:129).

Reflexiones finales

Entre los múltiples materiales que engrosan el campo de los estudios sociohistóricos sobre los problemas políticos latinoamericanos en este artículo recuperamos las elaboraciones relativas al cesarismo que produjeron, entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, dos intelectuales que pertenecieron a la misma generación. Lo hicimos con dos propósitos.

En primer lugar, pretendimos brindar herramientas que coadyuvaran a que los usos que en la actualidad se hacen del concepto de cesarismo en el marco de los debates que conciernen a algunas de las diversas manifestaciones que asume el “poder personal” en América Latina, se vuelvan más fundados y, con ello, más precisos.

Repusimos los desarrollos sociológicos e históricos que suscitaron el análisis del régimen rosista y del liderazgo del general Páez en las obras de Quesada y Vallenilla, respectivamente, considerándolos como recursos para abordar las cuestiones del presente. La reactivación de tales contenidos históricos resulta pertinente una vez que se constata que hay varios aspectos de la forma caudillista-cesarista de liderazgo problematizado por aquellos autores que continúan siendo discutidos en la actualidad en el contexto de los estudios sobre el populismo latinoamericano como de los trabajos que aspiran a comprender el desarrollo “vigoroso” que ha tenido, históricamente, la institución presidencial en la región. Así, la mezcla de popularidad y autoritarismo que entrañó tal versión del cesarismo, el modo en que los caudillos “genuinamente nacionales”, como los llamaba Vallenilla, se sirvieron de ambos resortes tanto para contener y regular el poder de las masas como para someter a las elites a su autoridad, el carácter patriarcal de los vínculos sobre los que se fundaba, en la opinión de este último autor, la obediencia al Cesarión (fuera este un jefe militar o un presidente), los aspectos carismáticos y tradicionales de su liderazgo, la orientación igualitarista e incluso anti-aristocrática que caudillos-Césares como Rosas y Páez imprimieron a sus gobiernos, la caracterización del escenario de “crisis” que condicionó la emergencia de tales liderazgos fuertes en términos de estado de necesidad; el papel salvífico que, según la lectura de los autores considerados, dichos líderes desempeñaron en las coyunturas en las que actuaron, son algunos de los tópicos sobre los que Quesada y Vallenilla avanzaron y que, bajo diversas formulaciones, forman parte del núcleo de cuestiones que se debaten en la bibliografía acerca del populismo y del presidencialismo.

En segundo lugar, al revisitar La época de Rosas y Cesarismo democrático aspiramos a contribuir a la realización de investigaciones de carácter comparado que pongan en relación los modos en que se han pensado los liderazgos cesaristas, y más en general las formas de ejercicio “personal” del poder, en los países del “Norte” y del “Sur”. Sin pretensión de adentrarnos, aquí, en un tal ejercicio comparativo, pensamos que hay ciertos aspectos de la caracterización que Quesada y Vallenilla efectuaron de los liderazgos de los caudillos-Césares que sería útil retener a los efectos de ponerlos en contrapunto con otras modulaciones históricas de los gobiernos fuertes, con dimensiones populares y autoritarias que, sin estar por afuera del orden legal, mantuvieron, con el mismo, una relación de tensión.

Así, para comparar la versión latinoamericana y decimonónica del cesarismo con aquellas formas teorizadas, entre otros autores, por Max Weber y Carl Schmitt, cabe tener en cuenta los siguientes aspectos que Quesada y Vallenilla se ocuparon de acentuar: así, el modo en que en las sociedades hispanoamericanas tales liderazgos contribuyeron a establecer las condiciones para la formación e institucionalización de la nación; el hecho de que, lejos de ser, como en otros casos históricos, formas degeneradas de la democracia, los gobiernos cesaristas de Rosas y Páez promovieron la democratización de sus sociedades tanto como la circunstancia de que, mediante su intervención, tales líderes coadyuvaron a suturar los conflictos que las atravesaban, destacándose, entre ellos, los conflictos etnosociales que constituían, como bien sabía Vallenilla, una fuente de desorden e inestabilidad política.

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Notas

[1] Al presentar tal forma política subrayando sus rasgos contradictorios tomamos en cuenta la caracterización que realiza Victoria Crespo (2013), tanto del cesarismo entendido en términos de “tipo ideal” como del régimen encabezado por Julio César. Asimismo, nos inspiramos en la discusión que Claude Nicolet (2004) plantea sobre la dictadura romana.
[2] En la historia europea la palabra “dictadura” ha tenido, al menos desde Cromwell, dos sentidos diferentes. Por un lado, siguiendo el modelo de la dictadura romana “clásica”, la misma refiere a un poder excepcional pero regular o cuasi-constitucional acordado, en circunstancias críticas, a un magistrado, siempre de acuerdo a procedimientos precisamente definidos, con la finalidad de confrontar, en nombre del “bien común”, un estado de emergencia interno o externo. Por otro lado, desde el siglo XVIII, y más específicamente desde el advenimiento de la Revolución Francesa, el mismo término ha servido para designar a los gobiernos despóticos o tiránicos que, a espaldas de toda forma de legitimidad, se constituyen por vía de la “usurpación” de poderes, conseguida a través de la fuerza o del engaño. El carácter “tiránico” de una dictadura, entendida en este segundo sentido, suele asociarse con la idea de un poder abusivo y arbitrario, ejercido generalmente por un solo hombre, que deroga los derechos políticos y las libertades individuales, gobierna a través del terror y no retrocede ante la más extrema violencia (Nicolet, 2004:263).
[3] Para Weber (1964:1109), toda democracia activa de masas tiende a la selección cesarística de los jefes. Justamente, el peligro que la democracia de masas entraña para el Estado reside en que deja abierta la posibilidad del predominio, en política, de elementos emocionales; situación que constituye un terreno fértil para el desarrollo de trayectorias políticas basadas en cualidades meramente “demagógicas” (Weber, 1964:1116). De manera más general, desde el punto de vista del autor, tanto el principio parlamentario como la legitimidad monárquica hereditaria podían convivir, y en consecuencia verse amenazados, por el surgimiento, sea por vía militar o bien por votación, de líderes demagógicos. La tensión entre esta clase de fenómenos y aquellas formas de legitimidad se explica porque, tal como argumenta Weber (1964:1109), toda posición de fuerza cuyo poder resulte irrigado, directamente, por la confianza de las masas, se encuentra “en el camino” hacia una forma “pura” de aclamación cesarística.
[4] En el volumen dedicado al análisis del antiguo régimen, el historiador alude a la figura del “gendarme” de mano dura que mediante el uso de la coerción inspira temor entre las masas, consiguiendo mantener, de ese modo, la paz social. Vallenilla Lanz (1991a [1919]:89) tomó prestada de Taine tal expresión para dar título a su ensayo “El gendarme necesario”. Publicado en 1911 e incluido, posteriormente, en su libro Cesarismo democrático (1919), el mismo le valió la acusación de apologista del régimen del dictador venezolano Juan Vicente Gómez. Al igual que el intelectual francés, a quién cita en su polémico escrito, el venezolano era de la idea de que solo mediante la violencia ejercida por un “Caudillo” (con mayúsculas), que desempeñara la función de “gendarme de ojo avizor” (Vallenilla Lanz, 1991a:94), resultaba posible hacer frente a la anarquía derivada de la acción de grupos humanos en los que las necesidades materiales, los prejuicios hereditarios, las pasiones e instintos animales primaban por sobre la razón; situación que entendía se había verificado entre las masas hispanoamericanas luego de la disolución del orden colonial.
[5] En contraposición a la concepción clásica que piensa a los caudillos como elementos desintegradores y vincula su emergencia al vacío institucional derivado de la disolución de la disciplina colonial, Lynch (1993) se ha servido de la figura del “gendarme” para resaltar el hecho de que, por el contrario, tales líderes cumplieron la función de garantes del orden político y social, dando pasos decisivos para la centralización del Estado en sus respectivos países.
[6] Un panorama general de la bibliografía acerca del populismo y de los debates que dicha problemática plantea en la región se encuentra en Dockendorff y Kaiser (2009). Con posterioridad a la aparición de este último trabajo, el libro de Esperanza Casullo (2019) avanza en la discusión del concepto teniendo particularmente en cuenta los gobiernos populistas latinoamericanos de las últimas décadas.
[7] Crespo considera que el cesarismo influyó en la creación de la institución presidencial en las sociedades hispanoamericanas entre 1814 y 1822, incidencia que, en su interpretación, estuvo mediada por la estela que, durante ese período, dejó la experiencia napoleónica en el continente americano.
[8] Graciela Soriano de García Pelayo (1993) se ha referido al “personalismo político” como un rasgo recurrente de la política latinoamericana desde el siglo XIX.
[9] La remisión a Carl Schmitt se explica porque la discusión relativa a la “dictadura” que el autor propuso en el libro del mismo nombre y que continuara desarrollando en escritos posteriores, intersecta la problematización del “cesarismo” en varias direcciones, las cuales conducen ora a la distinción entre ambos conceptos, ora a su solapamiento. Así, por un lado, en el libro de 1921 Schmitt se esforzó por separar, en términos teórico-históricos, la figura de la “dictadura comisarial”, proveniente de la república romana, de aquella de la “dictadura soberana”. La primera connota, conforme la definición incluida en la nota n° 2, un poder excepcional que suspende temporalmente una Constitución que se encuentra amenazada para proteger la misma Constitución en su existencia concreta (Schmitt, 1968 [1921]:181-182). En cambio, la segunda carece de parámetros temporales, funciones y jurídicos que la constriñan, caracterizándose por invocar la representación de la totalidad o del “auténtico” pueblo con el fin de abrogar un orden anterior y establecer un orden completamente nuevo (McCormick, 2004). En términos de Schmitt (1968:182), la dictadura soberana “no suspende una Constitución existente valiéndose de un derecho fundamentado (…) sino que aspira a crear una situación que haga posible una Constitución, a la que considera como la Constitución verdadera”. Si en dicha vertiente de argumentación, (a través de la cual el intelectual pretendió revalorizar el papel de la “dictadura” como herramienta destinada a custodiar el Estado de derecho frente al avance de las posiciones revolucionarias), las nociones de “dictadura” y “cesarismo” resultan diferenciadas, en la teoría de la dictadura que el propio autor formula, entre otros escritos, en Teología política (Schmitt, 2009 [1922]), ambas tienden a confundirse. Ello es así porque, desgajada de la tradición del absolutismo, la teoría de la dictadura schmittiana hace del soberano la fuente de absoluta de toda decisión moral y legal en la vida política (Negretto, 1995: 51). A diferencia de la versión del cesarismo que, según argumentaremos, emerge de los escritos de Vallenilla Lanz, lejos de encontrar anclaje en algún tipo de legitimidad jurídico-formal, el César schmittiano se define a partir de su autonomía respecto del orden normativo. En efecto, la recuperación que el intelectual alemán realiza, a partir de su enfoque decisionista, del poder político del soberano, involucra la defensa de una decisión jurídica y política que, en última instancia -en el caso extremo o de necesidad- carece de marco normativo y decide de manera autónoma (Attili, 2003:145).
[10] Gómez gobernó de manera autoritaria Venezuela entre 1908 y 1935.
[11] Blanco (2009:23) encuentra que el “evolucionismo” es una categoría que se aproxima mejor al “hilo conductor” del pensamiento de Quesada que aquella de “positivista” con la que suele identificárselo. Por su parte, Harwich Vallenilla (1991) precisa que, en la obra del sociólogo e historiador venezolano, el concepto de “evolución” no se deriva específicamente del pensamiento de Spencer o Darwin, sino que equivale a la idea de desarrollo histórico.
[12] Páez, quién desempeñó un papel relevante en las guerras de la independencia, fue el líder a cuyo alrededor se aglutinó el sentimiento separatista en Venezuela de cara a la Gran Colombia. En el análisis de Lynch (1993) funciona como prototipo de los caudillos latinoamericanos.
[13] Así, el intelectual venezolano Rómulo Betancourt lo llamó “Maquiavelo tropical”, expresión que Vallenilla recibió con agrado. Laureano Gómez se refirió al mismo como “filósofo de la dictadura” (Vallenilla, 1991b [1926]: 205) y Eduardo Santos (1991 [1920]:168), con quien mantuvo una afamada polémica, aludió al libro del venezolano como una “tentativa interesante para dar pensamiento y razón a la fuerza ciega de los guerreros andinos”. Contra sus detractores, Vallenilla (1991b:207) sostuvo que lo que lo había motivado a escribir Cesarismo Democrático había sido la intención de contribuir a la elaboración, en su país, del “sentimiento nacional”.
[14] Por función “hobbesiana” aludimos a un modo de producir orden social en el que, como destaca Ansaldi (1989) los beneficios de la paz sólo son asegurados en una sociedad totalmente sujeta a una autoridad absoluta. En la prosa de los intelectuales latinoamericanos, tal autoridad recaía sobre los caudillos que habían conseguido imponer su hegemonía sobre otros caudillos locales y constituirse como líderes nacionales.
[15] Así, los poderes que Rosas ejerció durante sus gobiernos se enmarcaron en dos figuras legales: las denominadas “facultades extraordinarias” y la “suma del poder público”. En el caso de José Antonio Páez dicha institución fue la “presidencia”.
[16] Ello sin perjuicio de que concibió al rosismo como un caso, entre otros, de “gobierno fuerte”, etiqueta que usó en forma laxa para referirse a otras experiencias políticas latinoamericanas y europeas.
[17] Como señala Elena Plaza (2001), desde el Congreso de Angostura (1819) y hasta el fin de su vida, Bolívar postuló la necesidad de un gobierno fuerte y centralizado, capaz de responder rápida y eficazmente a los problemas de toda índole que debían afrontar los gobernantes en las nuevas repúblicas.
[18] Encuentra verificada tal ley en el “unipersonalismo presidencial” del general argentino Julio A. Roca, en el régimen de los dos López y de Francia en Paraguay, en el régimen de Portales en Chile y en la influencia que José Batlle Ordóñez tuvo sobre la política de Uruguay. Incluso, en una nota que agregara en la segunda edición de su libro afirmó que la elección del presidente argentino Hipólito Irigoyen era la “comprobación más elocuente de que los instintos políticos del pueblo argentino” imponían, aun entrado el siglo XX, a la forma de gobierno de dicho país, el patriarcalismo que en la perspectiva del autor era característico de los pueblos pastores (Vallenilla, 1991b:130).
[19] Sin bocetar una teoría constitucional, también Quesada (2011a:58) denuncia, en su libro, el error en el que había incurrido el partido unitario en Argentina, al no reconocer la fuerza de las costumbres federales y pretender “poner a la nación la camisola de fuerza” de un régimen centralista.
[20] Según leemos en el texto de Vallenilla (1991a:68), Páez participaba del “valor heroico”, el “espíritu aventurero” y la “legendaria ferocidad” del medio en el actuó como “jefe lógico”.
[21] Ello la distingue del despotismo que conforma una forma legítima de gobierno, en el que el absolutismo del poder se conecta con el carácter de los súbditos (Bobbio, Matteucci y Pasquino, 1997).
[22] Más allá de tal justificación realista del autoritarismo, es menester destacar que, en la medida en que se encuentran fundadas en hechos sociales y no en principios éticos, las propuestas políticas de Vallenilla (quien no casualmente ha recibido el mote de “Maquiavelo tropical”) se inscriben en el linaje realista maquiavélico y, de un modo más general, en una tradición materialista de pensamiento.
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