Artículo de investigación
Recepción: 23 Noviembre 2016
Aprobación: 05 Marzo 2017
DOI: https://doi.org/10.21501/22161201.2207
Resumen
Método: Se revisaron las bases de datos Scopus, Redalyc, Sage, Taylor, & Francis, Scielo y Dialnet. Se recopilaron artículos en ciencias sociales y otros textos sobre memoria colectiva, con el fin de identificar las formas a través de las cuales el arte es un vehículo y vector para la conservación, transmisión y expresión de memorias subalternas. La información se analizó según el método de análisis categorial por matrices, siguiendo un procedimiento intratextual de coherencia, uno intertextual y una codificación teórica que permitió cruzar las categorías con el marco geográfico de las acciones.
Resultados: Se partió de investigaciones sobre las producciones artísticas en relación con los denominados “lugares de memoria”, concernientes a la iconografía, la mitología y la historia oficial del Estado-Nación, para avanzar hacia expresiones de memoria en las que el arte formal y los artistas profesionales se vinculan a la construcción mnemónica en sus propios países, aportando nuevos elementos para la recordación, la representación de la historia y la elaboración de horrores y traumas colectivos.
Conclusión: La relación entre arte y memoria posibilita resistencias a las historias oficiales, en la reivindicación de los derechos de las víctimas, en la reconstrucción del tejido social o la lucha por la justicia. © Revista Colombiana de Ciencias Sociales.
Palabras clave: Memoria colectiva, Resistencia, Arte, Lugares de memoria.
Abstract
Methods: In the process were reviewed Data Basis like Scopus, Redalyc, Sage, Taylor, & Francis, Scielo and Dialnet. There were collected Social Sciences articles and other texts about collective memory with the final purpose of identifying the forms through which art has been a vehicle and a vector for the conservation, transmission and expression of subaltern memories. All the information was analyzed according to the method of category analysis by matrices, following an intratextual procedure of coherence, an intertextual procedure and a theoretical codification that allowed to intersect categories with the geographic frame of the actions.
Results: It started from researches about the artistic productions in relation with the called “Memory spots”, related with the iconography, the mythology and the official History of the nation-state, to go forward to expressions of memory in which the formal art and the professional artists are linked to the mnemonic construction in their own countries contributing with new elements to the remembrance, the representation of the history and the elaboration of horror and collective traumas.
Conclusion: The relation between art and memory enables resistance to the official history, in the vindication of the victim’s rights, in the reconstruction of the social tissue or the battle for justice. © Revista Colombiana de Ciencias Sociales.
Keywords: Collective memory, Resistance, Art, Memory Places.
Introducción
Este artículo de revisión tiene como objetivo recoger y hacer una sistematización preliminar de investigaciones y textos de reflexión teórica o investigativa sobre las memorias colectivas en contextos de conflicto armado, dictaduras y represión política, que han transitado desde lugares y ubicaciones fijas en el espacio, signadas en los denominados por Nora (1997) “lieux” de memoria; hacia la expresión en el cuerpo, la danza, la música, la plástica, como un modo de tramitación colectiva y subjetiva, lo que puede cristalizarse, transmitirse y consolidarse de forma más sólida mediante el arte formal.
El texto inicia con una breve exposición del método desarrollado para la selección y análisis de los artículos y textos. Después presenta los resultados de este proceso en tres momentos: el primero, se centra en trabajos clásicos que permiten ubicar el lugar de memoria como monumento y museo, y lo que eso ha implicado en términos prácticos y políticos; para en un segundo momento, dar el giro hacia la expresión del arte popular que posibilita la expresión de comunidades, sujetos y pueblos en dinámicas de resistencia y transformación social; posteriormente se pasa al arte formal que conecta lo monumental y museístico con la expresión estética, como posibilidad memorialista de largo aliento, comprometiéndose con procesos de memoria colectiva y convirtiéndose en vehículo para asegurar que las vivencias del pasado puedan transmitirse, contarse y narrarse para nuevas generaciones. Finalmente se presenta una breve conclusión sobre la importancia de la relación entre memoria y arte como mediación simbólica, al mismo tiempo política y lúdica, para promover resistencias de comunidades, colectivos y movimientos sociales frente a lógicas de opresión, explotación y violencia.
Método
El proceso de investigación documental y revisión partió de realizar un barrido por las bases de datos Scopus, Redalyc, Sage, Taylor, & Francis, Scielo y Dialnet, con el fin de recopilar artículos de investigación en ciencias sociales y otros textos de reflexión teórica e investigativa sobre memoria colectiva. Esta revisión nos permitió recoger cerca de 350 textos que permitían diferenciar dos líneas: la primera centrada en los lugares de memoria, los museos y los monumentos, como cristalización de memorias colectivas que recogen políticas de los Estados en torno a la memoria, en la configuración de la identidad nacional; 104 artículos fueron utilizados para otro texto de revisión, en proceso de publicación (Villa Gómez y Barrera Machado, 2017), donde se profundiza en estas investigaciones. De la revisión total, 161 textos se han incluido entre los artículos que establecen una relación entre memoria y arte, con el propósito de identificar las formas a través de las cuales el arte es un vehículo y vector (Feld, 2000) para la conservación, transmisión y expresión de memorias subalternas y resistentes.
En este sentido, y siguiendo a Rabotnikof (2010), pueden diferenciarse tres registros de producción en las investigaciones sobre memoria colectiva: el primero es el identitario, relacionado con la construcción del Estado-Nación como configuración simbólica y comunidad imaginada (Anderson, 1993).2 Un segundo tópico de las investigaciones sobre memoria se centra en los procesos de lucha y reivindicación desarrollados por los movimientos sociales de derechos humanos y de víctimas, buscando que las memorias de los grupos sociales excluidos o victimizados puedan emerger en el escenario social; uno de los vehículos para ello es el arte, en el cual se centra la presente revisión. Finalmente, un registro terapéutico, que es abordado por Villa Gómez (2014) en el estado de la cuestión del libro “Recordar para Reconstruir”, capítulo 3, y que se centra en las posibilidades que tienen las acciones de memoria para generar transformaciones subjetivas en quienes participan de estos espacios.
Para la revisión total se tuvo como fondo el método hermenéutico y se utilizó en el proceso un análisis categorial del discurso, desarrollado por matrices, procediendo de manera analítica, combinando procesos inductivos y deductivos hasta llegar a interpretaciones que relacionan categorías permitiendo, en un primer momento, realizar un procedimiento analítico de coherencia o intratextual que posibilitó ubicar los aportes fundamentales del texto dentro de la matriz categorial según unidades gramaticales y conceptuales de sentido, al interior de cada texto. El segundo paso permitió hacer un análisis intertextual, donde las categorías se cruzaron en dos niveles: uno teórico para identificar textos siguiendo las macro-categorías utilizadas: “lugares de memoria”, “memoria performativa y arte popular”, para centrarnos al final en expresiones de “memoria y arte formal”. Dentro de esta última distinguimos, a manera de subcategorías, algunas de las principales artes: cine, literatura, teatro, plástica, música, entre otros; no siempre de manera exhaustiva, puesto que el objetivo del trabajo no se centra tanto en la dimensión de los procesos formales del arte, como en las implicaciones que este tiene para ser canal (Yerushalmi, 1982) o vector de memoria (Feld, 2000) en procesos de resistencia a la opresión, la exclusión y la violencia.
En este proceso se relacionaron contenidos, agrupándolos según sentido y significado para la codificación teórica, en un procedimiento axial (Flick, 2004) y se intentó que el cruce se hiciera con un marco de categorías geográfico. Primero, en el ámbito mundial (investigaciones en contextos diversos al latinoamericano), un segundo grupo recogió el marco latinoamericano, para finalizar con el contexto colombiano, puesto que es el escenario fundamental desde el cual realizamos nuestra reflexión y sobre el cual planteamos nuestros principales aportes. Por último se procedió a la codificación final y a la redacción del texto que permite ir hilando lo enunciado y lo resaltado de las investigaciones y artículos referenciados con nuestro propio proceso interpretativo, siguiendo la línea demarcada al definir las macro-categorías.
Resultados
Del “lugar de memoria” al arte como expresión del recuerdo resistente
El trabajo de Anderson (1993) permitió evidenciar que la construcción de identidades nacionales fue cristalizada en lugares simbólicos (Nora, 1997; Puente-Valdivia, 2013), que portaban sentidos fundamentales para una comunidad imaginada alrededor del Estado-Nación y sus instituciones: monumentos, relatos, héroes, plazas, vías, museos, se convirtieron en recipientes de memorias y en referentes simbólicos de nacionalidad y cristalización de relatos de carácter identitario. Para Nora (1997; 1998), lo que hace significativos estos lugares es el relato que les subyace y que ha constituido un referente histórico, que puede ser un espacio físico, una persona, un objeto, un patrimonio inmaterial: remite a una singularidad que se elige, una especificidad que se asume, una permanencia que se reconoce.
Investigaciones como las de Mellon (2008) y Duclos (2009) en Francia, Varvantakis (2009) en Alemania, Rigney (2008) en Irlanda, Spunar (2009) en Canadá y Schwartz (1987; 2000; 2016) en los Estados Unidos, han evidenciado la manera cómo los lugares de memoria, los monumentos, ciertos puntos de las ciudades, se convierten en referentes identitarios fundamentales para los procesos de consolidación de relatos comunes, narrativas históricas, identificaciones posibles con la mitología del Estado-Nación. Savelsberg y King (2005) en una revisión de las memorias colectivas de Alemania y Estados Unidos, a partir del análisis de sus fiestas, monumentos y memoriales, afirman que las narrativas de memoria colectiva y de trauma colectivo, se cristalizan no solamente en estos eventos, sino también en la institucionalización de leyes e incluso en la forma como las fuerzas del orden actúan para prevenir “crímenes de odio” que causan traumas culturales. Cuando se trata de museos nacionales, estos portan tanto parte de la historia, como las narrativas de memoria que constituyen las identidades de esa nación (Rowe, Wertsch, & Kosyaeva, 2002) o la cristalización de relatos oficiales sobre conflictos padecidos (Arboleda-Ariza y Morales Herrera, 2016).
Por su parte, Puente-Valdivia (2013) plantea que hay objetos y dispositivos explícitamente utilizados por las sociedades para evocar el recuerdo: museos y otros edificios que son artefactos referentes de eventos pasados, que recuerdan o propician olvidos en torno a la historia colectiva y a la definición de un nosotros. Sin embargo, Puente-Valdivia (2013) devela que detrás de cada memoria cristalizada en el imaginario social del Estado-Nación, se encubren y silencian horrores que no se han dicho ni nombrado, que construirían formas de silencio y olvido, a través de los cuales se tejen impunidades desde el poder, clausuras a relatos emergentes, bloqueos y represiones, que constituyen lo que Mendoza García (2005, 2007) denomina: “olvido social”, y permite retomar a Benjamin (1996) cuando afirma que detrás de cada monumento de la civilización hay un monumento de la barbarie.
Jelin y Langland (2003), Huffschmid y Durán (2012), entre otros, desarrollan para América Latina una reflexión que ahonda en la concepción de Nora (1997) sobre los “lugares de memoria”. Estos escenarios y monumentos han sido claves para la construcción de las naciones latinoamericanas, especialmente en lo que se refiere a identidad nacional; lo que terminó siendo un olvido monumentalizado, base para la construcción de una historia oficial (Montalbetti Solari, 2013), como es el caso de Colombia, donde, incluso hoy, los entes estatales buscan realizar “actos de memoria” solo por mantener una imagen ante la comunidad internacional y demostrar que cumplen con su deber en el esclarecimiento de la verdad del conflicto armado, pero excluyendo relatos subalternos de estos espacios (Rueda Arenas, 2013; Arboleda-Ariza y Morales Herrera, 2016).
De allí que muchos movimientos de víctimas y de derechos humanos se han opuesto a esta lógica de museo y monumento para poder mantener viva la memoria (H. Achugar, 2003; M. Achugar, 2007; Alonso, 2013), reivindicando, a su vez, las memorias desde abajo y sus luchas políticas que buscan representar los “huecos de lo indecible”. Para Brett, Bickford, Sevenko y Ríos (2007), Cortés Severino (2007; 2013), Puente-Valdivia (2013) y Vecchioli (2014), los vencidos, los excluidos y silenciados necesitan abrir estos escenarios para expresar esa memoria, preguntándose por el potencial de olvido que tienen estos “lugares de memoria”. En efecto, ya Nora (1997) afirmaba que se construyen, por lo menos en Francia, cuando la memoria como transmisión viva se ha perdido, como un lugar de cristalización de la historia, producto de una institucionalización histórica (Arboleda-Ariza, 2013; Cortés Severino, 2013; Puente-Validivia, 2013), ya que “el problema no es en sí la conmemoración, sino la impostura histórica sobre la cual subyace” (Jaramillo Marín, 2012, p. 50), por lo cual es necesario preguntarse también: ¿qué se conmemora?, porque
el mayor riesgo que se corre es que este deber de memoria quede eclipsado por la lógica de la musealización de la experiencia traumática, que se confine el dolor, que se exhiba como una simple pieza de museo, que termine dramatizado al extremo y que colapse bajo un dolor ritualizado (Jaramillo Marín, 2012, p. 51).
Por esta razón, algunos autores (H. Achugar, 2003; M. Achugar, 2007; Brett et al., 2007; Mendoza García, 2005; 2007; Sarlo, 2009; Montalbetti Solari, 2013; Vecchioli, 2014) reconocen que pueden existir estrategias de monumentalización para “pasar” más rápido la página o para desviar la atención sobre los hechos. Por ello, afirman que la memorialización debe estar vinculada estrechamente con la remembranza social (Arboleda-Ariza, 2013), con el testimonio, con los movimientos sociales y las víctimas, de tal manera que el “lugar de memoria” sea al mismo tiempo un lugar de conciencia, un imperativo ético, que establezca un puente tanto con el pasado como con el presente y el futuro (Mendoza García, 2005; 2007; Mora, 2012; Agostino, 2013), superando el riesgo de convertirse en memoria domesticada, que “normaliza” lo acaecido, el horror vivido y paraliza incluso a los movimientos sociales resistentes (Alonso, 2013).
Por esta razón, la memoria debe ser viva, expresada por un grupo; sus lugares deben estar impregnados de sentido vital, de ahí que más allá del monumento y el museo, las fiestas, las artes y las acciones performativas, al igual que testimonios y narraciones, son formas que resisten a esta lógica de fosilización (Lira Kornfeld, 1998; 2009; Brett et al., 2007; Piper Sharif, 2009; Jaramillo Marín, 2012; Arboleda-Ariza, 2013; Arboleda-Ariza y Morales Herrera, 2016). Esto implica voces subalternas que se escuchen en espacios ciudadanos, visibles frente a lo que quiere ocultarse, públicas frente al horror y la violencia, evidenciando resistencias, búsquedas de no repetición y elaboración de los duelos colectivos (Brodsky Zimmerman y Galende, 2012), pero además la manifestación de grietas, de lo espectral, versiones subterráneas de una poética cultural de resistencia a modelos hegemónicos y homogeneizadores (Mendoza García, 2005; 2007; Cortés Severino, 2007; 2013; Di Filippo, 2012).
De esta forma, el “lugar de memoria” o “memorial” permite una reflexión crítica del pasado en el presente, desarrollando una dimensión plural que pueda recoger múltiples sentidos y vivencias para constituir espacios educativos y formativos (Guixé i Coromines, 2009). Este proceso de dotar de sentido un lugar, pasa por el trabajo de “emprendedores de memoria” que discuten y debaten tanto la emoción y la compasión propia de lo testimonial, como el relato crítico en una discusión democrática (Iniesta González, 2009; Mir Curcó, 2009). Para Brett et al. (2007) y Villa Gómez (2014), desde un registro terapéutico (Rabotnikof, 2010), son fundamentales en una sociedad que pasa por procesos de transición: se les reconoce un sentido reparador en términos de salud mental, elaboración de duelo y transformación individual del dolor generado por la victimización, un papel educativo frente a las nuevas generaciones y uno confrontador de versiones oficiales que pretenden ocultar la historia. Aquí es clave el papel de la sociedad civil como portadora de la fuerza para generar estos espacios, mientras se mira con desconfianza al Estado. Por esto se debe tener siempre en cuenta el contexto local, sus necesidades y formas de expresión: para que el memorial, incorporando dinámicas artísticas, dialógicas, pedagógicas y constructivas, tenga el impacto requerido (Brodsky Zimmerman y Galende, 2012; Brodsky Baudet, 2015).
Según Piper Sharif (2009), Cienrojas y Paz Silva (2009), una forma de contrarrestar el silencio, el olvido y la evasión en la sociedad es “reapareciendo” lugares3 que se pretendían desaparecer, para que vuelvan al escenario público y expresen, con sentido y significado las vivencias de quienes pasaron por allí; para ir más allá del memorial, la placa o el museo, cortos en su capacidad de expresión, sin caer en una representación morbosa que reproduciría el horror. Se trata de lenguajes sugerentes que permitan múltiples sentidos, que estimulen la democracia, abiertos, disponibles para que hayan múltiples interpretaciones y evitar la petrificación y la momificación (Brodsky Zimmerman y Galende, 2012), como el producido por el Colectivo de Acciones de Arte (CADA) en Chile: una forma de resistencia a la opresión política y social vivida en la dictadura, que logra pasar del museo a la calle, llevando reflexión a los transeúntes en sus obras (Vega Neira, 2013).
Es en este marco donde puede afirmarse que el arte es una forma de expresión simbólica de situaciones que no pueden ser manifestadas por medio de otros tipos de lenguaje, desarrollando un papel de transformación y denuncia social, sirviendo como forma de resistencia, reparación y memoria (Sierra León, 2014; Uribe Alarcón, 2016). Los hechos de desigualdad, opresión, injusticia social y violencia son evidenciados en pinturas, esculturas, piezas musicales, teatrales, literarias, “lugares de memoria”, espacios performativos y otras formas de representación que se hacen portadoras de relatos subalternos, caminos de expresión de lo que no puede ser nombrado (Aguirre Calleja, 2012; Martínez Quintero, 2013a; 2013b; Gargallo Celentani, 2014).
Desde este punto de vista, las representaciones artísticas no están solo en manos de quienes se han formado para esta tarea, los artistas, quienes se encargan de hacer una reflexión que se convierte en denuncia, resistencia y memoria; sino también de las comunidades afectadas, que encuentran su forma de tomar voz y hacer memoria; y en una construcción social, especie de desvío poético del imposible duelo, sustitución simbólica que da un lugar a lo perdido, evocación que se resiste a una situación de ruinas, un grito que enuncia la supervivencia y la resistencia (Diéguez, 2013; Uribe Alarcón, 2016).
Además de utensilios y materiales utilizados para la creación, también se invoca al cuerpo como instrumento declarativo de denuncia, comunicando un saber social y una memoria compartida; esto es el performance (Gómez-Peña, 2005; Lucero, 2014). Su principal objetivo es realizar resistencia desde abajo, con países, pueblos y comunidades ahogados por políticas económicas injustas, guerra, violaciones de derechos humanos. El performance articula narrativas personales con el discurso institucional, implica el deseo transgresor de la agencia y la acción (Aguirre Calleja, 2012).
El performance y el arte popular
Desde una perspectiva resistente de la memoria, las manifestaciones artísticas, si bien no son expresiones de un proceso que implique acciones jurídicas o responsabilizantes, son escenario de transmisión de sentidos y develación de relatos, manifestaciones de lo no nombrado y lo no dicho.
Ahora bien, son también vehículos que portan sentidos en torno a la vida cotidiana, relaciones de poder, luchas sociales y transformaciones soñadas (Gómez-Peña, 2005; Martínez Quintero, 2013a). Por tanto, el vínculo entre arte y memoria valida metodologías emancipadoras para realizar incluso intervención psicosocial (Sierra León, 2014).
Diana Taylor (2003) plantea que las acciones resistentes de memoria pueden tener dos formas de representación: lo que denomina la memoria documento, que puede recogerse en los archivos, en los documentos y en el testimonio -los estudios y procesos que se centran sobre lugares, fechas, archivos, tienen que ver con este tipo de forma: “documento”-. La otra es la memoria de repertorio o memoria performativa (Cortés Severino, 2007; Grupo de Memoria Histórica, 2009; Uribe Alarcón, 2009; Villa Gómez, 2009; 2014).
Ahora bien, Taylor (2003) sugiere que esta forma de memoria puede ser en efecto una poderosa forma de romper lógicas homogenizantes, porque permite ver las diferencias y resaltar los relatos de grupos minoritarios o excluidos como mujeres, víctimas, minorías étnicas, homosexuales y demás, que afrontan la exclusión (Lucero, 2014). Por su parte Gaborit (2007) y Reátegui Carrillo (2009) afirman que son una forma propicia para expresar aquellas experiencias de horror que no pueden ser nombradas de forma narrativa o archivística, por ello tienen una dimensión ritual, icónica o artística. Son procesos de elaboración que incluyen la dimensión estética.
Gómez-Peña (2005), Connerton (2009) y Martínez Quintero (2013a), reafirmarán este punto de vista al decir que la memoria performativa trasciende lo espacial, textual e histórico y se ubica en la dimensión corporal y emocional, evocando significados, construyendo hábitos, generando comprensiones y una forma de transmisión. Por tanto, las ceremonias conmemorativas se convertirán en memoria social solo si son performativas, lo que implica la inmersión corporal y emocional en el evento, yendo más allá del monumento y el museo.
Estos escenarios incluyen manifestaciones estéticas, más allá del “arte formal”: procedimientos, materiales de carácter colectivo que hacen parte de una intervención más directamente política (Jelin y Longoni, 2005; Ramos Pérez y Ríos Rincón, 2014). Por ello, cuando se realizan trabajos de recuperación de memoria colectiva con comunidades o grupos sociales, es clave que estos se involucren de lleno en el proceso, desde sus propias dinámicas; ya que desde arriba, aunque sea un objeto artístico que involucre la dimensión estética, puede no tocar la vida de la gente y el monumento u obra de arte quedarse también en el olvido.
Algunas investigaciones dan cuenta de estos procesos: por ejemplo, Karen Till (2008) presenta experiencias como Art workshop, un taller de arte que sensibiliza sobre el problema de la migración en la frontera entre México y Estados Unidos; el proyecto SITES en Australia, que pretende con mapas interactivos, movimiento corporal y danza, recrear la memoria del proceso de colonización australiano. Presenta además experiencias de Sudáfrica (en el distrito 6 de Ciudad del Cabo) y Berlín, donde las acciones de memoria performativa han generado preguntas y transformaciones en la gente, permitiendo una comprensión compleja de la participación y las consecuencias sobre sujetos y colectivo social.
En esta línea, Annette Kuhn (2010) realizó un análisis del performance en los procesos de memoria, especialmente desde las artes visuales, la fotografía y la pintura, estudiando recursos audiovisuales de Escocia, Inglaterra, Canadá y China; afirmó que este tipo de trabajo tiene fuerza porque logra conectar lo privado, desde el nivel más íntimo de la expresión personal, con lo público, que se pone en el escenario y que porta una palabra de denuncia, de resistencia o de identidad. De la misma forma, Young (2000) y Melendo Carrascón (2013) plantean la discusión que tuvieron los artistas alemanes para expresar la memoria del holocausto: plasmar la ausencia, el vacío y la perspectiva de una mirada abierta que vincule al espectador, lo cuestione y establezca un diálogo con él, manteniéndola viva; es la mejor manera de evitar el olvido y conservar activa la memoria: superando una perspectiva monumental que cristaliza un único sentido y la momifica.
Numerosas publicaciones en América Latina, en particular en los países del sur, han tratado de comprender la relación entre arte y memoria. Por ejemplo, la productora artística del Parque de la Memoria en Buenos Aires, Florencia Battiti, propone dos aspectos: (a) la función del arte es la trasmisión intergeneracional de un hecho específico que produce una memoria específica, y (b) tiene la función de ser crítica ante la memoria hegemónica o establecida (Gómez Müller, 2009). De allí la importancia de no perder de vista en lo social el proceso de concreción relacional e interaccional, en el que a partir de la vida cotidiana se pueden desarrollar estrategias artísticas, lúdicas, representacionales, que conducen a enunciaciones resistentes: las arpilleras en Chile (Lira Kornfeld, 1998, 2009), performances callejeros en Argentina (Oberti, 2008; Pastoriza, 2009; Sarlo, 2009), las múltiples acciones artísticas de los jóvenes y otros sectores sociales: grafitis, murgas, conciertos de rock, obras de teatro (Rojas y Canavese, 2000; Molas y Molas, 2006; De la Puente, 20154). Dentro de las acciones de Madres de Plaza de Mayo resaltan algunas que han tomado un cariz estético y performativo: la pañoleta blanca, la siluetada que llenó las calles de Buenos Aires, manifestando la presencia de una ausencia, entre otras (Jelin y Longoni, 2005).
El trabajo con fotografías en Guatemala, las fiestas mayas, la cruz en el cerro del Filo o en Xelabé (Lykes, 2001) o la exposición fotográfica en resistencia a la dictadura en Brasil llamada Cosmococas de Helio Oiticica (Lucero, 2014), la lavada de la bandera en las plazas centrales de las ciudades en Perú en el año 2000 en contra del gobierno represivo de Alberto Fujimori (Vich, 2005), entre otras, son una muestra de este tipo de expresión resistente de la memoria en distintos contextos latinoamericanos.
También pueden referenciarse expresiones culturales desarrolladas en Colombia: María Victoria Uribe Alarcón (2009) afirma que las formas y procesos de memoria de comunidades en recuperación de su cotidianidad y en rituales de duelo, se convierten en resistencia y afrontamiento del horror: realizan una reparación colectiva al reincorporar las almas de los muertos al tejido social; se resisten al mandato de los actores armados que han ordenado su olvido y desaparición (Diéguez, 2013). Otras acciones como telones, murales, jornadas culturales, fotografías, marchas simbólicas, arreglo de cementerios, son mencionadas por el Grupo de Memoria Histórica (2009), por Rojas Ochoa (2015) en El Salado, y el equipo de investigadores del Centro de Memoria Histórica en varios contextos de Colombia: Mampuján, Bahía Portete, San Carlos, entre otras.
Por ejemplo, en Bojayá se recogen experiencias de danza y música que en el sector del Medio Atrato tienen una oferta muy variada: vallenatos, bundes, ragas, chirimías, rap, reguetón y champeta. Un grupo de jóvenes de la región de Vigía del Fuerte, llamado Záfate, tiene como propósito invitar a la reflexión sobre situaciones violentas y otros problemas sociales vividos en la región (Grupo de Memoria Histórica, 2010), pero como este, pueden existir cientos en Colombia. Se pueden añadir las acciones de memoria realizadas por las mujeres en el Oriente antioqueño, reportadas por Villa Gómez (2014) y Marulanda, Valencia y Londoño (2009): jornadas de la luz, marchas, multimedias, rincones de memoria, monumentos comunitarios, obras de teatro, y un largo etcétera cumplen también con este papel desde abajo. Además de las resistencias de los jóvenes en comunas como la 13 y la 8 en la ciudad de Medellín, donde la música, el hip-hop, el breakdance, los grafitis, entre otras manifestaciones, logran expresar las resistencias, la memoria, pero también los anhelos de un futuro diferente en el que la vida prime sobre la muerte (Restrepo Marín, 2013).
Es importante destacar el papel que el teatro popular ha tenido en Colombia, puesto que ha posibilitado procesos y dinámicas para que las mismas comunidades se empoderen y puedan dar cuenta de su historia enunciándola de manera viva y eficaz al resto de la sociedad. En Bojayá, el proceso El Atrato juega al teatro documentó la creación de ocho obras realizadas y la participación de toda la comunidad (Grupo de Memoria Histórica, 2010). Cabe destacar el trabajo realizado por Patricia Ariza y la Corporación Colombiana de Teatro (2016), quienes vienen desarrollando actualmente y desde hace más de 20 años un trabajo con grupos culturales en teatro, danza, y músicas populares campesinas y urbanas, así como en la realización de performances y videos. Desarrolla un trabajo muy importante en la equidad de género, a partir de la cultura y el teatro con grupos y proyectos del movimiento social de mujeres (…) además de una serie de proyectos puntuales como “Mujeres arte y parte en la paz de Colombia”, que ha posibilitado la organización de 12 grupos de teatro en la periferia, siete de los cuales funcionan en Bogotá (Corporación Colombiana de Teatro, 2016, p. 2).
Sobre estas formas de memoria, tanto en Colombia como en el resto de América Latina, Gaborit (2007), Reátegui Carrillo (2009) y Lucero (2014) afirman que tienen características propias: tienden a ser memorias locales, con poco alcance nacional; se circunscriben a casos y circunstancias en un tiempo localizado, pero en definitiva portan una resistencia a poderes establecidos y a lógicas de dominación local; van formando un proceso expansivo, según van madurando, puesto que entran en red con otros procesos, configurando lentamente un movimiento social y una resistencia más amplia, que al final puede conducir a una memoria más explicativa, de tipo documento o archivística.
Arte formal
En España, pero también en el Cono Sur, donde las memorias alternativas, subalternas y resistentes estuvieron coartadas, silenciadas y reprimidas durante varias décadas, las expresiones artísticas y performativas han sido complementadas por algunos trabajos que han explorado las voces de la memoria en diferentes expresiones artísticas formales: cine, literatura, música y demás (Olaziregi Alustiza, 2009; Vilavedra, 2015). Un ejemplo de ello es el trabajo de Colmeiro (2005), quien realiza un análisis de tipo semiológico, develando signos de memoria resistente en España desde las etapas primeras del franquismo, expresiones en cine, literatura y canciones populares, en un contexto de silenciamiento. De la misma forma, De Moraes y Machado (2013) presentan la capacidad de la música para portar memorias e identidades del pueblo brasilero; Viz Quadrat (2005) aborda una reflexión sobre las letras del rock brasilero como forma de resistencia en los años de la dictadura, y Arda (2013) enuncia cómo la música ha sido uno de los portadores fundamentales de la resistencia kurda frente a la dominación turca.
También puede resaltarse el papel de la música afrontando violencia, injusticia social y represión en Latinoamérica: creaciones que cantautores como Mercedes Sosa, Piero, Víctor Heredia, León Gieco, entre otros, les dedicaron a las Madres de Plaza de Mayo, hicieron contrapeso en el juego de relaciones de poder durante la dictadura (Suárez Bautista, 2010). También en Chile se utilizó la música como forma de denuncia y protesta social: varios artistas decidieron hacer y difundir sus creaciones de manera clandestina contra la dictadura, denunciando la represión vivida (Jordán González, 2009). Algunos son conocidos: Víctor Jara, asesinado por el régimen, Inti-Illimani, Quilapayún y Violeta Parra (Robayo Pedraza, 2015); Soy y Lluvia y mucho después, Los Prisioneros (Uranga Harboe, 2011).
Robayo Pedraza (2015) recuerda que Cuba aportó grandes artistas que dieron luz a canciones con alto contenido social, de memoria y denuncia, quienes crearon un movimiento llamado La Nueva Trova Cubana, del cual fueron parte Pablo Milanés, Silvio Rodríguez, Lázaro García y Noel Nicola; sus letras y ritmos se centraron en diversos actos ocurridos en la revolución cubana. En Venezuela encontramos artistas como Soledad Bravo y Alí Primera. En Colombia, los hermanos Ana y Jaime Valencia, además Pablus Gallinazus, Eliana y Luis Gabriel, entre otros, que utilizaron la música como dispositivo de denuncia de la miseria, la represión y la violencia sociopolítica vivida en el país (Robayo Pedraza, 2015). En la actualidad cabe destacar el trabajo de Marta Gómez, quien además de recrear elementos de memoria, siempre la combina con una dosis de esperanza en búsqueda de nuevos sentidos para un país que requiere de luces y perspectivas de transformación de la injusticia histórica y la guerra casi perpetua.
Desde el cine, Tzvi Tal (2005) analizando Machuca y Kamtchaka, Anderson y Keller (2010) profundizando en Hotel Ruanda, intentan construir conciencia en la sociedad mediante una memoria fílmica, considerando que los testigos no solamente se expresan en manera literal, sino a través de imaginar otras formas y sentidos de su relato. Xudong Zhang (2003), al analizar las películas Adiós a mi concubina y The Blue Kite, descubre un lenguaje de resistencia al lenguaje dominante en China, acudiendo a imágenes de un pasado remoto, retoma temas para deconstruir la gran narrativa de la revolución y su lenguaje idealizado.
Owen Evans (2010) revisa la película La vida de los otros (Henckel von Donnersmarck, 2006) recogiendo los diversos sentidos implicados en el análisis del papel de la Stasi (la policía secreta) en la antigua República Democrática Alemana; según el autor, este drama posibilita una memoria de la injusticia, pero también de la redención. En otro contexto, Neil Narine (2010) compara tres películas (Sophie’s Choice, Shoah y La lista de Schindler) y tres formatos de construir memoria acerca del holocausto, analizando de estas tres producciones: representación, música y relación con la fantasía; actualizando el debate entre quienes piensan que es fundamental una memoria y un testimonio que represente la realidad, o una memoria que reconozca la imposibilidad de nombrar el horror y acuda a la ficción como único camino de nombrar lo que parece innombrable e indecible. Es así como Marianne Hirsch, desde su concepto de post-memoria, desarrolla un estudio donde las artes visuales (como la fotografía y el cine) serían importantes objetos de reflexión para las segundas generaciones después del Holocausto (Hermosilla Z., 2012).
Una discusión similar plantea Nelly Richard (2005) en torno a los documentales La Batalla de Chile y La memoria obstinada de Patricio Guzmán, en los cuales se plasman las imágenes de la memoria del 11 de septiembre y las formas como la sociedad chilena actual responde a estos hechos, de tal manera que lo sepultado emerja de algún modo en el escenario social. Esto se ve más claro en el documental Nostalgia de la luz (Guzmán, 2010), en el que el desierto de Atacama sirve para condensar en un solo espacio memorias del universo, de culturas andinas prehispánicas y de campos de concentración y desaparecidos durante la dictadura chilena; marcadas por el silencio: emergen voces ocultas que develan historias del universo, de culturas ancestrales y de un pasado reciente magullado por la represión y la violencia5.
Graell Reis (2005) hace seguimiento a las obras de teatro en Brasil para presentar los trabajos que han decidido hacer memoria y analizar cuáles son los dispositivos sociales que posibilitan que allí las obras de teatro sobre el pasado, la represión y la dictadura, apenas se visibilicen; mientras en Argentina puede haber más de 20 obras en cartelera durante un año. Para Jelin y Longoni (2005) esto tiene que ver con la forma como se vivió la dictadura, como con el proceso de transición a la democracia en ambos países. También en Perú, el colectivo artístico Yuyachkani da vida a la obra teatral Adiós Ayacucho, en la cual muestran situaciones sucedidas en el gobierno represivo de Fujimori, posibilitando una reflexión sobre la desestructuración ética, social y política vivida durante el régimen (Martínez Quintero, 2013a).
En Colombia también se puede resaltar la obra teatral del autor chileno Mario Opazo exiliado en Colombia, quien en Olvido de arena (2005) muestra su crítica en torno a la memoria de la inhumanidad, basado en las negociaciones con los paramilitares y en el ocultamiento de la verdad promulgado indirectamente en la Ley de Justicia y Paz (Gómez Müller, 2009)6, que se puede complementar con la obra En los dientes de la guerra (2005) del Teatro Experimental de Cali, escrita por Enrique Buenaventura y dirigida por Jacqueline Vidal, que intenta comprender la profundidad de nuestra propia tragedia como nación en medio de una guerra impúdica que no cesa y permanece en el tiempo (Garzón Marín, 2016).
De otro lado, Rossana Nofal (2006) considera que, en el caso de la transmisión de las memorias para niños, una literatura testimonial centrada en el horror podría producir más parálisis y silencio que transformación. Para ello apela a lo fantástico como una posibilidad de transgresión de lo real y a la ficción como una forma de elaboración y enunciación que puede decir verdades y transmitir memorias más allá de la literalidad de los hechos. De ahí considera fundamental la creación literaria como una forma de elaboración. Esto se evidencia de manera sublime en la poesía de Juan Gelman que logra decir lo indecible en palabras y hacer arte de una historia de horror, para nombrar lo que muchas veces no pudo nombrarse (Dalmaroni, 2003).
Una línea similar sigue Jorge Semprún (2007), quien consideraba que solamente la ficción podría dar cuenta de un horror indecible e innombrable como el vivido en los campos de concentración. Adorno (1962), quien inicialmente se negaba a cualquier representación del holocausto y negaba cualquier poesía al respecto, afirma más adelante, que solo a través del arte, la poesía y la expresión de ficción se le puede dar voz al sufrimiento, aún sin palabras. Allí se puede hallar consuelo, en una forma de expresión que está más allá de la política. Es la expresión de la verdad, de otra verdad que no pretende la correspondencia entre enunciado y realidad (Melendo Carrascón, 2013). Por esta razón, Orsini-Saillet (2006), al analizar el libro Los girasoles ciegos de Alberto Méndez, reconoce que uno de los juegos más importantes de este libro de cuentos se da en torno a la verdad. Los relatos no son ciertos, pero son verdaderos, con lo cual subyace una concepción de verdad que no es de correspondencia o adecuación entre hecho/realidad y enunciado, sino de carácter ético, donde prima la rectitud y la verosimilitud de lo dicho (Habermas, 1988). Así pues, lo importante en la memoria no es que los hechos se adecúen a lo realmente sucedido, sino que porten sentidos que posibiliten la identificación con experiencias que o bien no han sido reconocidas, o bien han sido excluidas explícitamente desde lugares de poder.
Por su parte, María Teresa López de la Vieja (2003), desde una perspectiva ética y política, observa que la literatura puede cumplir el papel de discurso emergente, testimonio estético, para construir relatos alternativos de memoria incluyente, en contra de una historia oficial; por esto afirma que la novela termina siendo un transmisor subversivo, que vehicula la voz de víctimas y vencidos, movilizando sentidos y significados en el imaginario social. En esta línea se mueven López de Abiada y López Bernasocchi (2004) cuando analizan las variaciones en torno a la transición española en cuatro novelas, entre 1985 y 20007; Luis García Jambrina (2004), al examinar tres novelas sobre la guerra española, afirma que la literatura es una forma de lucha contra el olvido y la impunidad8; María Malusardi (2003), al observar varias novelas en torno a la represión, la dictadura y el exilio argentinos9 y Alfonso de Toro (2011), cuando estudia la memoria colectiva de la tortura y el terror vivido en la dictadura chilena10.
Rainer Schulze (2006) invoca la novela de Günter Grass, Im Krebsgang, como una forma de recuperar del olvido la memoria de los millones de refugiados alemanes, luego de la II Guerra Mundial y considera que es una memoria que también necesita ser evidenciada como rechazo a cualquier guerra, precisamente para contradecir la lógica neoconservadora que ve en estos hechos un bastión para un discurso nacionalista. Siguiendo esta línea, Jayasuriya (2016) nombra poetas como Cheran, Nuhman, Bahri y novelistas como Ganeshananthan y Naomi Munaweera, que en sus versos y prosas plasman el horror, el dolor, y la tristeza que causó el conflicto en su natal Sri Lanka, como forma de no dejar que este se olvide en el tiempo. O el caso de Chimamanda Adichie, quien trae en sus escritos elementos de la historia y la memoria de su natal Nigeria, en un marco donde es fundamental reconocer siempre diversas versiones de la historia para evitar imposiciones culturales y ejercer una resistencia que respete la propia identidad (Simonovis-Brown, 2011). Pero también la literatura es portadora de sentidos, nostalgias y memorias cotidianas en torno a los lugares de origen, las culturas, el hogar, el pasado, tal como lo afirma Houlden (2010) en su estudio de la novela The Chosen Place, The Timeless People, de Paule Marshall.11
En Colombia, algunos poetas de la Generación desencantada12, se caracterizan por sus constantes referencias a las crisis sociales, y sus posiciones y proposiciones críticas desde la literatura (Bolaño Sandoval, 2014). De la misma manera, Vargas Valencia (2013) plantea que la poesía debe ir más allá del esteticismo, comprometerse con procesos emancipadores y transformadores en pro de la construcción de una conciencia que rompa el sentido común de las sociedades latinoamericanas marcadas por la dominación; debe ser medio para que la memoria, la resistencia y el cambio social se puedan dar la mano. Para ello, retoma a poetas latinoamericanos como Luis Vidales, Roque Dalton, José Lezama Lima y Jesús “Chucho” Peña, porque “si la poesía nombra la herida es para que dejen de sangrar los cuerpos” (Vargas Valencia, 2013, p. 195).
Por otro lado, novelistas como Fernando Soto Aparicio y Gabriel García Márquez en La rebelión de las ratas, Cien años de soledad (1967), La hojarasca (1955) y La mala hora (1962), relatan la violencia sociopolítica y la desigualdad vivida en el país (Robayo Pedraza, 2015); o José Eustasio Rivera, que denuncia la construcción de un orden que se fundamenta en la destrucción y la degradación, creando una relación entre literatura y emancipación (Vargas Valencia, 2013). Cabe destacar novelas como El Cristo de espaldas y Siervo sin tierra de Eduardo Caballero Calderón (1952, 1954), o Cóndores no entierran todos los días13 de Gustavo Álvarez Gardeazábal (1972), que recogen elementos de la injusticia y la violencia de los años 40 y 50 en Colombia, que conectan con una memoria histórica que ha sido borrada. En definitiva, para Astrid Erll (2012): “la literatura se caracteriza por el hecho de que remite a versiones del pasado y conceptos de memoria de otros sistemas simbólicos y codifica el saber cultural en forma estética (…) y lo conceptualiza de forma precisa” (p. 100), permitiendo nombrar lo innombrable y develar lo que ha sido borrado.
Desde otra perspectiva, la literatura testimonial puede marcar con insistencia el retorno de lo ausente, en un género que está entre la ficción y lo periodístico, entre la veracidad factual y la elaboración subjetiva, como una voz que se erige contra el olvido obligatorio impuesto, y enuncia la corporalidad y la materialidad del sujeto que expone su experiencia, generalmente de dolor, produciendo su verdad (Nofal, 2003; Suárez Gómez, 2011). Algo que Primo Levi (2008) resuelve buscando hacer una narración “objetiva” y desapasionada, de carácter descriptivo; con lo que también se identifica al texto Sin destino de Imre Kertesz (1975) y la narración de Margarette BuberNeumann (1967) Prisionera de Stalin y de Hitler, entre muchos otros de este género.
En Colombia, esta perspectiva de literatura testimonial ha estado más vinculada a las investigaciones que desde la historia oral se han realizado con sobrevivientes del conflicto armado. Investigadores y autores14 presentan testimonios e historias de vida de personas y comunidades que han resistido al horror de la violencia y se han convertido en signo de esperanza, fortaleza, resiliencia, compromiso con la vida y transformación social. De igual forma, en el Cono Sur han proliferado este tipo de trabajos, investigaciones y textos testimoniales. Sin embargo, la profundización en estos textos escapa a los límites de la presente revisión.
Romero Torres (2013) y Hermosilla Z. (2012) afirman que la fotografía ha sido quizás uno de los elementos fundamentales en las luchas políticas y sociales en América Latina, especialmente porque en el tema de la búsqueda de los desaparecidos y la denuncia de crímenes de lesa humanidad, ha sido la portadora de la presencia de una ausencia y un material flexible para adaptar a otros formatos artísticos, performativos y de movilización social y política. Un ejemplo de esto es el texto Políticas y estéticas de la memoria editado por Nelly Richard (2000), que dedica un capítulo a la fotografía como forma de resistencia y memoria durante la dictadura chilena.
En trabajos fotográficos sobre memoria en Colombia podemos resaltar al fotógrafo Jesús Abad Colorado, quien con su lente registra los procesos de resistencia y reivindicación de las comunidades afectadas en el conflicto armado, como forma de denuncia de lo que sucede en el país. Algunas de sus obras se encuentran en el informe general ¡Basta Ya! del Centro Nacional de Memoria Histórica (2013), que según Duarte Pardo (2016a), son otra forma de hacer posible la memoria, otro lenguaje mediante el cual recuperamos lo que la palabra no puede expresar. En esta misma línea, se inscribe el trabajo de Patricia Nieto Nieto y Natalia Botero (2011), cuya cámara se convierte en ojo testigo de lo acaecido y en una voz que enuncia y denuncia para no dejar los hechos en el olvido. Sin embargo, estas fotografías tienen una dimensión más cercana a lo periodístico e investigativo, que a lo puramente artístico.
Cabe resaltar además el trabajo de Erika Diettes, quien desde la fotografía ha representado simbólicamente en su obra Río Abajo la presencia/ausencia de los desaparecidos (Rubiano Pinilla, 2014), con la que busca devolverles su identidad y otorgarles la posibilidad de una alternativa al duelo en el encuentro con la imagen. Obra que podríamos relacionar con Treno de Clemencia Echeverri (Pérez Moreno, 2016a), que deja entrever una camisa que flota en las aguas del río Cauca, en una instalación de vídeo, que emerge de la nada, como una presencia que flota como ausencia en el agua, de manera similar a las imágenes que danzan en las fotografías de Diettes.
También puede profundizarse en el rostro sufriente de las víctimas, el silencio que se toca, en su obra Sudarios, en la que la imagen es una oda no solo a un dolor que tiene cara de dignidad, sino también a la expresión de los testigos, de los que nos habla Primo Levi (2008), quienes tienen una posibilidad de enunciación, más allá de la palabra; en Sudarios, la vida y la muerte se entrelazan de manera profunda en la vitalidad de los rostros sufrientes de mujeres víctimas y resistentes (Diéguez, 2013; Duarte Pardo, 2016b; Villa Gómez, 2014). Además, Diettes nos regala el recuerdo de los seres queridos, en su obra Relicarios15, toda una posibilidad de resignificación del dolor y recuperación de la dignidad de las víctimas, plasmando una memoria que transmite historias de vida, de cotidianidad, de relaciones afectivas y personales, en los objetos que quedan inscritos para siempre en esos “bloques de ámbar”, donde la memoria no fenece, queda clistalizada en un “parasiempre” que evita el olvido, la desidia, la deshonra y la mentira; nos dice: sí existieron y allí están fijados los objetos que testifican su existencia, y que nos sobrecoge cuando entramos a la sala y con una sola mirada contemplamos la magnitud del horror vivido en Colombia, del cual la obra es una denuncia y una invitación a la reflexión íntima y profunda.
Martínez Quintero (2013b) reporta los procesos que enuncian, denuncian y posibilitan el afrontamiento de la violencia en las obras Campo Santo de Juan Fernando Herrán y 342 de Rodrigo Grajales, que hace alusión a la masacre de Trujillo; en estas, el arte expresa la resistencia y la elaboración colectiva del duelo. En la misma línea, Rubiano Pinilla (2014) y Acosta López (2016) analizan la obra Requiem NN de Juan Manuel Echavarría sobre los no identificados en el cementerio de Puerto Berrío, donde la muerte evidencia una presencia que es ausente en algún otro lugar, mostrando en las grietas de la memoria una manifestación de resistencia y de dignificación de quienes perdieron hasta la dignidad de un funeral. También la “Galería Partes” de ASFFADES pretende que emerja la imagen de los desaparecidos entre el rostro y el rastro en una comparación entre la acción de la comunidad desde abajo y el papel del artista, que permite que este horror pueda ser enunciado desde unos significantes transformadores (Rubiano Pinilla, 2014).
Además, María del Rosario Acosta López (2016) nos presenta la instalación Proyecto para un memorial de Oscar Muñoz, en el que el arte, más que reparar, se convierte en una forma de enunciación y denuncia de lo acaecido, que no se queda inmóvil, sino que trasciende y mira la perspectiva de la reconstrucción y del futuro. Otra obra de este artista, Línea del destino, es retomada por Gualdrón Ramírez (2016) para dar cuenta de la fragilidad y la evanescencia de la memoria que no se fija en un solo espacio y lugar, sino que se crea y se recrea de diversas maneras en relación con el futuro.
Otros investigadores han realizado análisis o seguimientos a trabajos de artistas plásticos, que en su obra han plasmado situaciones límite, que se convierten en testimonio por la vía de la expresión manual. López de la Vieja (2003) define los grabados de Goya como testimonio de una época que porta un sentido ético frente a la violencia misma. Y Ticio Escobar (2005) analiza los performances y montajes de Osvaldo Salerno, donde se recogen las memorias de la dictadura y las falacias de la transición paraguaya. Por su parte, Larnaudie (2005) evidencia la forma como las obras de varios artistas uruguayos en torno a la dictadura, la tortura y los desaparecidos, son un grito de resistencia y una oda a la lucha por la justicia y la transformación social. En chile, Mora (2012) y Brodsky Baudet (2015) analizan el performance Geometría de la conciencia de Alfredo Jaar, sobre la dictadura chilena, que utiliza un juego de luces en un recinto y siluetas de personas desaparecidas y personas contemporáneas. Su fin es mostrar cómo la dictadura se ha llevado algo de todos, así no se haya vivido directamente.
En Colombia, Ramos Pérez y Ríos Rincón (2014) realizan el estudio de las pinturas de Eliseo Velásquez, Alipio Jaramillo, Fernando Botero y Nirma Zárate, demostrando cómo en estas se recuerda que las manos campesinas se vieron obligadas a empuñar las armas, en defensa de sus vidas y su territorio, contra un Estado empeñado en acabar con todo vestigio de oposición, dando comienzo a la larga guerra vivida por el país. También se resaltan los trabajos de Pedro Nel Gómez y Débora Arango sobre la llamada época de la violencia (Schuster, 2011). Además, obras de la artista Doris Salcedo, como Sumando ausencias y 6 y 7 de noviembre, A flor de piel, en las que se rescata la memoria de los ausentes por la guerra, de los desaparecidos, en un intento de clamar por su presencia, por hacerlos visibles en medio de su invisibilidad, en un marco estético que clama justica y paz. Estos trabajos son un referente de memoria que sale del museo y se descentra hacia la calle y la vida cotidiana, produciendo una discusión sobre la percepción de la “víctima” como ausente, en diversos hechos traumáticos, y generando empatía, ya que ubica al espectador ante el evento y experiencia vívida y le confronta con la realidad del horror, que en Colombia nos desborda, haciendo del arte una forma de expresión y manifestación política (Hermosilla Z., 2012; Supelano-Gross, 2013; Acosta López, 2016; Pérez Moreno, 2016b).
Conclusión
A la luz de la relación entre memoria y poder, puesto que los poderes de todas las sociedades intentan apropiarse de la memoria como una manera de ejercer control sobre la sociedad -lo que se cristaliza en lugares, monumentos y museos de memoria, con los que se pretende una historia oficial y una línea unívoca de sentido-, es importante afirmar que el arte y los modos performativos son formas alternativas y eficaces de ejercer resistencia, confrontar y transformar los relatos dominantes. Esto implica comprender los fenómenos históricos y sociales en complejidad, de manera que permite superar situaciones inaceptables como el culto a las víctimas o memorias cristalizadas al servicio de una historia oficial (Arboleda-Ariza, 2013).
El discurso de la memoria es complejo, la constitución de memorias con sus narrativas, performances, obras de arte, rituales y monumentos debe ser un espacio abierto, plural, democrático y público, para que no sea el “territorio de unos cuantos”, no importa si estos son políticos, clases dirigentes, instituciones como la iglesia o un partido, o incluso las víctimas. Siempre es necesario el debate y la discusión pública, lo cual no representa ni una afrenta ni una falta de reconocimiento a las víctimas, sino la posibilidad de su reivindicación histórica, de tal manera que la memoria sea siempre una acción incluyente y facilitadora de transformaciones sociales y subjetivas que permitan decir un no rotundo a la violencia, la injusticia y la exclusión; esa es su función fundamental, que la inscribe como portadora de resistencias y propiciadora de cambios sociales, con efectos terapéuticos en las personas, familias y comunidades.
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