Artículos de reflexión derivados de investigación

ALGUNAS VICISITUDES DEL ODIO Y DE LA INTOLERANCIA A LA ALTERIDAD EN EL DISCURSO FREUDIANO

SOME HATE AND INTOLERANCE VICISSITUDES TO THE OTHERNESS IN THE FREUDIAN DISCOURSE

Mario Orozco-Guzmán
Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, Mexico
Jeannet Quiroz-Bautista
Universidad Michoacana de San Nicolás Hidalgo, Mexico
Hada Soria-Escalante
Universidad de Monterrey, Mexico

ALGUNAS VICISITUDES DEL ODIO Y DE LA INTOLERANCIA A LA ALTERIDAD EN EL DISCURSO FREUDIANO

Revista Colombiana de Ciencias Sociales, vol. 10, núm. 1, pp. 155-186, 2019

Universidad Católica Luis Amigó

Recepción: 12 Diciembre 2017

Aprobación: 02 Octubre 2018

Resumen: En el presente artículo se hace un análisis teórico desde el discurso de Freud acerca de las vicisitudes de las posiciones subjetivas del odio insertadas en dinámicas de intolerancia a la alteridad y a la diferencia. El método utilizado fue la revisión teórica documental y la desconstrucción de los textos como apertura de sentido, haciendo un recorrido por la obra de Freud, así como por otros referentes del pensamiento psicoanalítico. El objetivo consiste en analizar las incidencias del odio como problemática de actualidad, enlazando al psicoanálisis con las dimensiones sociales y culturales. Como resultado se puede revelar el papel fundante del odio en las relaciones con la alteridad inserta en el mundo exterior y se vislumbra la ilusoria alteridad amable del narcisismo; así como también se detectan los efectos delirantes del rechazo de la identidad amorosa homosexual. Se concluye el despliegue de la diferencia como riesgo y amenaza al narcisismo de la posición fálica o del amor de sí, mostrando un escenario del odio a las pequeñas diferencias bajo el moldeamiento de un estado de suspicacia feroz volcado en una postura de intransigencia que se extiende desde el mítico padre primordial hasta el Dios celoso de su unicidad.

Palabras clave: Odio, Intolerancia, Alteridad, Violencia, Narcisismo.

Abstract: In the present article it is done a theoretical analysis from Freud's discourse towards the vicissitudes of the subjective positions from hate inserted in intolerance dynamics to the alterity and the indifference. The method used was the theoretical documental review and the <deconstruction> of texts as an opening sense doing a path of Freud's work, as well as other referents of the psychoanalytic thinking. The objective consists in analyze the hate incidences as a current problematic, linking the psychoanalysis with the social and cultural dimensions. As a result, it can reveal the founding paper of hate in the relations with the alterity inset in the outer world and it dazzles the illusory kind alterity of the narcissism. As well as is detected, the delirious effects of the homosexual loving identity rejection. It concludes the deployment of the difference as a risk and threat to the narcissism of the phallic position or the self-love, showing a hate scenario to the little differences, under the shaping of a fierce suspicion status overturning in an intransigence posture that extends from the mythic primordial father until the jealous god of his uniqueness.

Keywords: Hate, Intolerance, Alterity, Violence, Narcissism.

INTRODUCCIÓN

El presente trabajo se propone un abordaje desde el discurso freudiano de la relación entre odio e intolerancia a la diferencia. Desde la posición intolerante del yo a las representaciones emanadas de una experiencia sexual abusiva por parte de un otro -revestido de autoridad-, hasta la figura del padre primordial de la horda se objetiva la presencia de un odio destructor. Este odio se plasma antes que el amor en la posición de un yo que, en su afán de autosuficiencia narcisista y de satisfacciones autoeróticas, rechaza todo ese mundo del afuera proveedor de demandas que condiciona en su ser mismo una posición de falta.

Lo intolerable, eso que el yo está lejos de admitir como perteneciente a su propio conglomerado de pensamientos, se destina y toma cuerpo en el otro. Se lleva a cabo una dinámica de la proyección que purifica al yo de sus fallas, en el que la represión se encarga de una función narcisista apuntalando dicha proyección. Aquello que altera al yo, lo que le hace devenir en un otro a destruir, es el deseo indestructible. Por eso la alteridad amenaza, encarna el peligro de destrucción del yo de plenitud narcisista, y se ve plasmado en la presencia de la niña castrada. Desde entonces la corporeidad de la mujer, refutando la imagen fálica de un varón, la hace temblar de angustia. En este trabajo se señala de qué manera esa corporeidad extendida al ser mismo de una mujer desgarra el tejido social de la comprensión solidaria. Esa pequeña diferencia, o esa diferencia que plasman las mujeres desde pequeñas o las mujeres empequeñecidas, impide los lazos de identificación y marca el combate entre los sexos, especialmente el combate de los hombres contra las mujeres. El narcisismo de las pequeñas diferencias es el motor del análisis de la relación entre odio e intolerancia. El designado como diferente es el opositor al narcisismo del pleno contento de sí. No se pueden exponer estos avatares del odio sin tensar su relación con el amor con el cual hace confluencia ambivalente, pero al cual remplaza en caso de romperse el lazo amoroso. El odio se vuelve delirante, perseguidor, celoso, así como apetencia destructiva, en la medida en que se constituye como extremada compensación de un amor intolerable.

MÉTODO

La propuesta investigativa radica en una lectura que tensa el discurso freudiano paradójicamente distendiéndolo en torno a las nociones de odio e intolerancia. Es un proceso de tejer-destejer algunas de sus diversas relaciones conceptuales. Es una posición que supone "pensamiento crítico, hipercrítico y, sobre todo, <<desconstructivo>> que exige ceder lo menos posible a los dogmas y las presuposiciones" (Derrida, 2011, p. 48). Desconstruir constituye un esfuerzo por dar apertura a un discurso en riesgo de clausurarse. Lo abrimos en el momento en que podría dar pauta para el dogma, la creencia saturada, y la presuposición, como anticipación de sentido.

RESULTADOS

El cuerpo. La alteridad del sexo intolerable y el odio primordial al objeto

Para Freud la intolerancia encontró una sede en la dinámica del conflicto psíquico: el yo. De entrada, para Freud la experiencia de la histeria da cuenta de un cuerpo sometido a dos condiciones intolerables que se articulan entre sí. Una vivencia sexual que altera y enajena y un síntoma que perturba y disloca al yo. Ese cuerpo que suministraba representaciones inconciliables resultaba ser de alguna forma presencia de lo "otro" para el yo del sujeto. Es decir, un cuerpo ajeno, un "cuerpo extraño" (p. 32), como Freud y Breuer (1893/2006) lo señalaban al referirse a la presencia del recuerdo traumático en el sujeto. Era una especie de presencia invasiva o avasalladora de un otro que habría introducido en la infancia lo real del sexo mediante sus abusos. El yo del sujeto, en la conceptualización de Freud sobre la seducción patógena del adulto, no toleraba las representaciones sexuales en tanto eran una reproducción de la imposición de un otro investido de poder y autoridad, el cual había tomado abruptamente posesión de su cuerpo. Este otro abusivo se había metido en y con su cuerpo como la figura de un extraño. Lo sexual parecía algo ajeno e impuesto intempestivamente por un otro, constituyendo de este modo el núcleo de lo intolerable.

Lo sexual, entonces, quedaba adscrito a lo extraño, ajeno y disruptivo, respecto de un yo que para Freud es situado en el campo de la consciencia cuya disposición defensiva "depende de toda la formación moral e intelectual de la persona" (Freud, 1896/2006, p. 209). Es este yo que no admite que ciertos contenidos de lo reprimido-sexual se abran paso a través de la censura en la experiencia de los sueños. El yo reacciona con angustia y empuja al despertar cuando el cumplimiento de deseos se expone sin la exigencia de encubrimiento propia de la censura. La angustia es producto de esa intolerancia a dicho cumplimiento de deseo, pero al mismo tiempo revela la impotencia y el desvalimiento del yo del sujeto. En la intolerancia el yo se muestra, a la vez, en condiciones de fuerza, fuerza de oposición y rechazo; y de fragilidad, en su capacidad de control sobre el deseo. Freud (1900/2006) remite la angustia a deseos sexuales cuya participación en "el proceso onírico es tolerado" (p. 573). Se ha tolerado lo que no debe ser tolerado y entonces irrumpe la angustia que toma el sitio propio de la censura. Es decir, dicha angustia despoja a la censura de su capacidad de dominio.

En su trabajo sobre Tres ensayos de teoría sexual,Freud (1905/2006) plantea cómo se deben erigir diques anímicos, resistencias, como prolongación de la intolerancia a lo sexual, lo cual se plasma como disgregación autoerótica mediante pulsiones que buscan la consecución de placer. Los placeres del cuerpo, los placeres orales, anales, voyeristas, exhibicionistas y de sometimiento violento al otro o proveniente del otro, constituyen eso que el yo rechaza, siendo el negativo de su síntoma; la represión deriva de esta intolerancia del yo a estas exigencias erógenas representadas por pulsiones parciales. Dichas pulsiones se presentan como un territorio de lo no dominable para el yo del sujeto. Configuran estas pulsiones el territorio corporal-sexual del inconsciente en movimiento de fuerza de empuje constante, de injerencia de lo corporal erógeno en lo anímico. La represión hace que la satisfacción pulsional resulte paradójicamente displacentera y que los síntomas sean "la práctica sexual de los enfermos" (Freud, 1905/2006, p. 148). Es decir, nos encontramos con la paradoja de un ejercicio sufriente del sexo o de un sufrir que se impregna de satisfacción.

Para Freud, en ese momento de revelación de la sexualidad fundamentalmente infantil, lo agresivo se plasma como un componente de su configuración pulsional al cual responde el sadismo. Freud (1905/2006) propone, en ese momento teórico, un "aparato de apoderamiento" (p. 144) o una "pulsión de apoderamiento" (p. 171) que delata un afán de posesión plena del objeto. El yo se puede manifestar cruel con un objeto del cual disfruta al verlo sometido a su violenta voluntad. Freud sitúa esta voluntad cruel en el engranaje de pulsiones que aspiran al placer independientemente unas de otras. El afán de apoderarse del objeto es tal que ya se muestra desde lo caníbal de la pulsión oral (incorporación) y desde lo retentivo-expulsivo de la pulsión anal. Se bosqueja este componente destructivo de la pulsión en este afán de poder total sobre el objeto. El yo ha erigido los límites anímicos del asco, la vergüenza, el dolor, la moral, y se encuentra también en los límites de su poder ante el poder pulsional y la pulsión de apoderamiento. Lo sexual está hecho también de componentes de agresión y violencia que lo convierten en una instancia aún más extraña e intolerable.

La metapsicología, puesta en operación por Freud (1915a/2006) para abordar las cuestiones tópicas, dinámicas y económicas del inconsciente, inscribe un fenómeno de alteridad e intolerancia:

Deberá decirse que todos los actos y exteriorizaciones que yo noto en mí y no sé enlazar con el resto de mi vida psíquica tienen que juzgarse como si pertenecieran a otra persona y han de esclarecerse atribuyendo a esta una vida anímica. La experiencia muestra también que esos mismos actos a que no concedemos reconocimiento psíquico en la persona propia, muy bien los interpretamos en otros, vale decir, nos arreglamos para insertarlos dentro de la concatenación anímica. Es evidente que nuestra indagación es desviada aquí de la persona propia por un obstáculo particular, que le impide alcanzar un conocimiento más correcto de ella (p. 166).

La interpretación de los actos del otro está ligada al desconocimiento de sí, a la falta de reconocimiento de actos no susceptibles de asociar como propios y como pertenecientes al propio yo. Es la dinámica de la proyección sustentada en el afán de preservar una supuesta coherencia y estabilidad del yo, al precio de adjudicarle al otro lo que el sujeto a nivel imaginario de su yo está lejos de reconocer como propio. Algún otro, según esta perspectiva imaginaria, debe ser responsable de estos actos y exteriorizaciones que al sujeto resultan intolerables al no poder reconocerse en ellos y ellas. La alteridad de la imagen, incluso la propia, es fluctuante, vacilante, en la medida en que implica al deseo:

Cada vez que el sujeto se aprehende como forma y como yo, cada vez que se constituye en su estatuto, en su estatura, en su estática, su deseo se proyecta hacia afuera. Su consecuencia es la imposibilidad de toda coexistencia humana (Lacan, 1981, p. 254).

Empero, la convivencia con el otro no se reduce a este plano imaginario de proyecciones de deseos, pues sería sumamente problemática en las posibilidades de entendimiento a nivel intersubjetivo.

Posteriormente, en el momento en que Freud (1915b/2006) aborda desde la misma dimensión metapsicológica la condición originaria de las pulsiones, encontraremos otra formulación sobre la correlación intolerancia-alteridad. Lo que denomina "yo-placer purificado" (p. 130) se instituye como una posición primordial que recusa al objeto, es decir, al otro, como una instancia que suministra estímulos que contradicen la ilusión de autosuficiencia del autoerotismo. Mientras el yo, narcisista y autoerótico, se desmigaja en la búsqueda de satisfacciones en el cuerpo propio, el objeto captado como instancia externa le hace saber que sin su asistencia no puede sostenerse en la vida. Entonces, si todo lo placentero debe introyectarse y hacerse propio del orden narcisista del yo, lo que queda excluido del placer resulta tanto motivo de odio como de ajenidad:

El yo odia, aborrece y persigue con fines destructivos a todos los objetos que se constituyen para él en fuente de sensaciones displacenteras, indiferentemente de que signifiquen una frustración de la satisfacción sexual o de la satisfacción de las necesidades de conservación. Y aun puede afirmarse que los genuinos modelos de la relación de odio no provienen de la vida sexual, sino de la lucha del yo por conservarse y afirmarse (Freud, 1915b/2006, p. 132).

El odio proviene de esta circunstancia donde el otro es un recurso indispensable para conservarse y afirmarse en la vida. Lo displacentero, lo doloroso, para este yo primordial de placer purificado, no se identifica como emanando del cuerpo propio, sino como algo que viene de afuera, del otro. Por eso para Freud el odio antecede al amor como algo que surge del rechazo primordial de la organización narcisista hacia un afuera, hacia una otredad que hace llegar sensaciones no introyectables, displacenteras e intolerables. Esta prevalencia y anticipación del odio como fundamental en la conservación de la vida y como fundamento vital es lo que hace a un psicoanalista como Jean Bergeret (2014) proponer lo violento como acto "precursor" (p. 4), más que opositor, del amor.

Una supuesta alteridad amable

El yo en su lucha por afirmarse y conservarse se reviste de una libido que lo idealiza a través de la obtención primordial de un estado donde "se contentaba a sí mismo" (Freud, 1921/2006, p. 103). Es el denominado narcisismo primordial. El cual introduce una forma inédita de alteridad cuando Freud (1914/2006) encara el proceso de elección amorosa desde la vía y el modelo narcisistas. El otro aparece desplegado como el sí mismo idealizado; pero también puede ser el sí mismo denigrado. Este es un aspecto que Freud no menciona pero que configura un sentido negativo del yo-ideal señalado por Bleichmar (1980), el cual tiene un papel determinante en los episodios depresivos. Dentro de una trama simbólica constituida por pares de opuestos, se podría argüir que junto a una representación de máxima valoración debería existir una de mínima valoración; no obstante, Freud enfatiza en este momento de su desarrollo teórico sobre la relación entre narcisismo y amor, la alteridad amable, después de haber subrayado su incidencia primordialmente odiosa. La alteridad amable se sitúa en lo que Freud propone como mecanismo psicogenético de la homosexualidad masculina. Bajo este esquema se privilegia la elección amorosa de otro que plasme y reproduzca una imagen de sí mismo amada por la figura materna en un paisaje infantil idílico. Aquí nos encontramos ante el narcisismo de las grandes semejanzas; es decir, se dibuja un amor ceñido a las enormes semejanzas entre este otro y cierto sí-mismo adorable. No obstante, los homosexuales, según este paradigma, serían intolerantes a la diferencia sexual que plantea la presencia de una mujer; no tolerarían una alteridad de diferenciación sexual. No necesariamente supone un odio hacia esa alteridad adjunta al sexo femenino, pero sí una intolerancia relativa a su proximidad sexual que remite a la experiencia subjetiva de la angustia de castración.

Cabría señalar que estos planteamientos sobre el papel del narcisismo en la elección amorosa, particularmente de tipo homosexual-masculino, conducen a pensar en el papel de la alteridad en la estructura del mismo narcisismo. Si lo que se busca es reencontrar una imagen de sí mismo, amada por la madre, entonces la consecución de ese pleno contento de sí depende de esta por cuanto encarnación primordial de la alteridad. Lacan (1999a) habla de la madre como "aquel primer Otro" (p. 194) que a la vez plasma una primera forma de poder de ley, aunque veleidosa en el ejercicio de su voluntad y poder. Por lo cual, lo primordial podría ser que la madre esté contenta con su criatura; e incluso con ella misma en relación con su criatura. Entonces, no está por demás cuestionarse acerca de si la criatura produce en la madre, en principio, contento o descontento, satisfacción o insatisfacción también con ella misma, es decir, satisfacción narcisista, lo cual puede dictar posibilidades y niveles de tolerancia respecto a su criatura y sus vicisitudes de desarrollo.

Era indispensable, para Freud, ubicar a la represión como un proceso narcisista que posibilite identificar allí la intolerancia del yo. A instancias del ideal del yo se pone a funcionar la represión. El rechazo a lo reprimido muestra en qué medida se avizora la ruptura de la unidad narcisista del yo por la irrupción de lo reprimido. La represión misma como empresa del narcisismo marca diferencias entre sujetos:

Las mismas impresiones y vivencias, los mismos impulsos y mociones de deseos que un hombre tolera o al menos procesa conscientemente, son desaprobados por otro con indignación total o ahogados ya antes que devengan conscientes. Ahora bien, es fácil expresar la diferencia entre esos dos hombres, que contiene la condición de la represión, en términos que la teoría de la libido puede dominar. Podemos decir que uno ha erigido en el interior de sí un ideal por el cual mide su yo actual, mientras que en el otro, falta esa formación de ideal. La formación de ideal sería, de parte del yo, la condición de la represión (Freud, 1914/2006, p. 90).

Es decir, la formación del ideal determina la condición tanto de la discordancia como de la discordia entre sujetos. Lo que un sujeto admite sin problemas, el otro lo rechaza de forma radical. De este modo un sujeto puede representar para otro aquellas mociones de deseo que le causan indignación y repudio; es decir, un sujeto podría encarnar para otro los impulsos de deseo que más le causen rechazo y odio.

Es posible que el propio sujeto se dirija a sí mismo un terrible odio, en condición de objeto, precisamente el odio no reconocido ni admitido conscientemente destinado al otro amado e idealizado, y cuyo vínculo se ha perdido. Es así como explica Freud (1915-17/2006) que un sujeto se ensañe consigo mismo hasta intentar destruirse dentro de la experiencia de la melancolía; el sujeto ha llegado a perder "el respeto por sí mismo" (p. 245) que determina el proceso represivo, nada lo detiene en su denigración y repudio de sí; sin embargo, "todo eso rebajante que dicen de sí mismos en el fondo lo dicen del otro" (p. 246). Pero estos sujetos sometidos al trabajo de la melancolía no lo dicen de modo explícito, no le dicen al otro sus críticas, no cuestionan al otro elegido bajo el modelo de idealización narcisista; no le dicen al otro su odio y este se constituye en acto y atentado contra sí mismos. Precisamente en la auto-tortura, en el martirio que el sujeto se aplica a sí mismo, a ese sector de sí mismo que carga con la identificación con ese otro amado, aparece un goce sádico; aunque también se podría hablar de un goce masoquista, dado este desdoblamiento imaginario propio de la melancolía. Lauru (2015) propone de qué manera el odio contra sí mismo en la adolescencia puede devenir un pasaje al acto donde el sujeto busca "borrar su existencia real de ser en el mundo" (p. 63); en lugar de odiar y borrar del mundo a ese otro que lo borró de su valoración y estima amorosa, el sujeto cree cumplir un deber imperioso cancelando su propia existencia.

Diferencias ínfimas y consecuencias máximas en el narcisismo

Del narcisismo de las grandes y amables semejanzas nos trasladamos al narcisismo de las pequeñas y odiosas diferencias en esta reflexión sobre la conexión entre intolerancia y alteridad. Freud abre terreno a una pequeña pero trascendental diferencia que puede impresionar quizás como odiosa: la que supone la presencia o ausencia de pene en la corporeidad. Freud articula esta situación en relación con la dialéctica del complejo de Edipo; para los varones poseedores de pene, la insistencia en la posesión incestuosa de la madre tendría como consecuencia la pérdida de este órgano revestido de valoración narcisista, pero también su anhelo de hacerse poseer por el padre supondría la renuncia a dicha posesión y posición narcisista; la castración es inevitable, pues acompaña los afanes libidinales incestuosos dirigidos a la madre o al padre.

Dice Freud (1924/2006) que los chicos optarían por abandonar esos afanes para no salir perdiendo y sostener su propiedad y posición fálica; empero, en las niñas de entrada se impone lo real de una carencia que se interpreta de varias maneras, pero predominantemente como un despojo, como una privación que hace mella en la valoración narcisista de la niña y su cuerpo. Esa privación como despojo de algo de alta estima narcisista se habría verificado primero en la madre, en ese Otro primero, por lo que este Otro del amor primero marcado por la castración se convertiría en un primer Otro odioso. Se transita de la madre a la altura de una diosa a la madre considerada odiosa; esta transformación radical en la apreciación de la figura materna opera por mediación de la castración. El cuerpo de las niñas privado de falo, privado de valoración narcisista, representaría para los niños un alter ego intolerable pues es aquello que se avizora como castigo o condición por la pasión amorosa prohibida, incestuosa, castigo como consecuencia del deseo dirigido a la madre, condición, premisa, para ser amado libidinalmente por el padre. El cuerpo de la niña es un cuerpo extraño para los varones, es decir, un cuerpo amenazante, peligroso y ominoso; en contraste, Freud propone que el cuerpo de los varones, con su atribución fálica, es envidiable para la niña. Del mismo modo habría que decir que, siguiendo los avatares de este discurso, el cuerpo castrado de la niña configura el espectro de la no renuncia al amor incestuoso, al amor interdicto; es un cuerpo castigado por un amor que se debió resignar por mandato de una interdicción cultural.

Cada condición corporal designa un conjunto de prerrogativas. La mayor valoración de lo masculino, lo activo, por sobre lo femenino intolerable que integra una posición de "objeto y (...) pasividad" (Freud, 1923/2006, p. 149). Como decíamos, la máxima valoración inscrita en lo fálico y lo activo es de idealización entramada con una mínima valoración de lo castrado y pasivo en el aspecto negativo de la idealización. La intolerancia envidiosa en las niñas se desprende, por tanto, de este tipo de posicionamientos valorativos. Depaulis (2008) comenta el caso de una niña llamada Jackie, de nueve años, que después de haber recibido a su hermano menor, Alexander, con mucha gentileza y actitud maternal comienza intempestivamente a mostrarse intolerante hacia él. ¿En qué momento? Precisamente cuando el pequeño logra avances hacia su autonomía, al cumplir cuatro años. Es el momento mismo en que advierte una diferencia corporal, un rasgo genital distinto al propio que, al herirle en su imagen de estimación narcisista, no deviene fácil de asimilar.

En el caso de la niña, la intolerancia impregnada de envidia respecto del posicionamiento fálico del niño culmina, como lo sugiere Milmaniene (2010), en "desconfiar del orden simbólico mismo, en tanto supone que este podría ser, como tal, una mera ilusión perceptual. Perdura como testimonio de su percepción de la falta cierto realismo radical" (p. 25). Diríamos que ella se atiene a los hechos y pone en entredicho fórmulas discursivas que se le presentan como una promesa esperanzadora. Esta actitud no se presenta sin diferencias de mujer a mujer, desde luego, aunque el hecho de ilusionarse en el plano amoroso integra para una mujer un posible horizonte de compensación fálica. Y la desilusión amorosa duplica o reproduce para una mujer la desilusión de la falta; de allí su actitud de franca intolerancia respecto a esta. Para los niños, la expectativa angustiante de la pérdida se sitúa en el cuerpo de la niña, en ese real corpóreo de lo otro frente a lo cual es reconfortante y venturoso para ellos, en su proceso formativo, apegarse al "valor de la palabra y de los discursos teóricos abstractos" (p. 25). El valor de la palabra le da también posiblemente valor, coraje, para tolerar lo que parece intolerable de la alteridad radical encarnada en el cuerpo de las niñas.

Del amor abominable a la alteridad delirante

El narcisismo se despliega en elecciones amorosas como reencuentro con la condición fálica. Es una alteridad que se presenta apetecible para el deseo sexual. Parece que este otro no hace diferencia o no hace gran diferencia. No obstante, el intenso rechazo a este presunto amor de sí mismo, narcisista, volcado en otro varón que no parece hacer diferencia, puede llevar al delirio. Nos tropezamos en este caso con el colmo de la intolerancia. Freud (1911/2006) propone que diversas modalidades de paranoia derivan de una intolerancia a una posición de amor hacia el semejante fálico. En el delirio de celos se refuta tan radicalmente el enunciado de "yo lo amo" (p. 58), relativo a ese otro del reflejo fálico, que este se convierte en el rival que disputa la posesión de la amada. En el delirio de persecución, este otro que reproduce la imagen fálica amablemente narcisista es el perseguidor que anda siempre detrás de él, pero no con intenciones de búsqueda pasional amorosa, sino de daño y destrucción. El odio destinado a este otro, producto de la metamorfosis de un amor imposible e impensable, viene a señalar una diferencia ostensiblemente marcada por el sujeto. El rival, o el perseguidor, es la prueba suprema de que el otro es una verdadera amenaza, un enemigo mortal. La megalomanía se constituye en la posición extrema de la abominación de toda alteridad que podría concebirse como amable. El sujeto, en la cumbre narcisista de su delirio, no ama a nadie; nadie merece su amor, sólo su propio yo no marcado por la castración. Aunque también parece haberse erradicado el odio de sí mismo que circula proyec-tivamente en las posiciones delirantes de celos y de persecución. El odio no podría ser parte del yo, puesto que está concentrado, de nueva cuenta en el afuera, donde habitan los extraños que sólo suministran estímulos dolorosos a un yo que vive y reina en el presunto contento de sí, en la plenitud, la perfección y la grandeza.

El delirio paranoico lleva al extremo y radicaliza la relación con la diferencia. Para Freud (1921-22/2006) los celos paranoicos se despliegan en función de lo que concibe como "una homosexualidad fermentada" (p. 219). Es decir, un proceso donde la homosexualidad como expresión de amor por lo idéntico estaría siendo repudiada. Habría que agregar que este repudio es expansivo en la medida en que se opone tajantemente a toda fermentación de deseos que bullen en el interior. El desprecio a esta interioridad que vulnera la identidad viril se reafirma en el desprecio por el otro que en la exterioridad encarna dicha vulnerabilidad:

Pero este repudio de la interioridad, esta necesidad de una proyección cada vez más radical y cada vez más simple es también uno de los motivos por el cual en todo Occidente se afirma el populismo, ruidoso atavío de la plebe. Sus formas agresivas e intolerantes no constituyen solo un rechazo de los inmigrantes, de la complejidad del mundo multiétnico que acarrea la globalización: constituye ante todo un rechazo de la complejidad interior, que a su vez es una consecuencia de la laicización y psicologización de todos los tiempos (Zoja, 2013, p. 472).

La proyección es un mecanismo implementado para intentar simplificar psicológicamente las cosas y la relación con el interior. Resultan tan perturbadores los complejos internos que se hace indispensable ponerlos fuera, desvirtuando su origen. El yo se sueña en un narcisismo de homogeneidad y de "orgullo puritano" (Zoja, 2013, p. 132) aborreciendo las diferencias y las mezclas.

Una divergencia que acarrea agravio narcisista

El "narcisismo de las pequeñas diferencias" (Freud, 1917-18/2006, p. 199), como concepción de anclaje de odio, aparece por primera vez en el texto de Freud denominado "El tabú de la virginidad"; este se sustenta en una experiencia de horror suscitada porque la mujer, en su diferencia corporal-genital del hombre, "parece eternamente incomprensible, misteriosa, ajena, y, por eso, hostil" (p. 194). Freud señala que la mujer representa una figura fundamental de diferencia respecto a una configuración narcisista de la comprensión y lo semejante. Representa la figura de un poder contrario al lazo comprensivo del amor y a la claridad viril, lo que se correlaciona con el hecho de que odio y feminidad se alían para sacudir, para refutar el precepto de "amarás a tu prójimo como a ti mismo". "La mujer no es nuestro prójimo", diría el orgullo narcisista, el orgullo de lo viril, en la medida que contradice el narcisismo de la igualdad absoluta; en ese sentido, no se comprometen con ella sentimientos de solidaridad. Se destaca así la condición de la mujer como enemiga del hombre, como encarnación misma de un "tabú" (Freud, 1917-18/2006, p. 194) que se extiende desde la experiencia del primer coito sostenido con ella. Recíprocamente podría señalarse al hombre como adversario de la mujer al mellarle, por la desfloración, el narcisismo concentrado y afirmado en la valoración genital. De este modo se devela un odio desplegado desde una diferencia que une y desune a hombres y mujeres. Nos encontramos, así, con la unión sustentada en la seducción del misterio y lo extraño, así como con la desunión desprendida de la amenaza y el riesgo que atraviesa el orden fálico.

Este narcisismo de las pequeñas diferencias resurge en el planteamiento de Freud (1921/2006) respecto a una condición de "amor de sí" (p. 97) que precisamente se hace reveladora como afirmación de unidad libidinal del yo ante la presencia diferenciada del otro. Es decir, que el amor de sí se plasma en los lazos sociales no como disposición altruista, sino como disposición repulsiva hacia el otro. Freud, en su estudio acerca del fenómeno de las formaciones de masas, extiende y profundiza estos vínculos de amor-odio que atraviesan toda experiencia de alteridad:

En las aversiones y repulsas a extraños con quienes se tiene trato podemos discernir la expresión de un amor de sí, de un narcisismo, que aspira a su autoconservación y se comporta como si toda divergencia respecto de sus plasmaciones individuales implicase una crítica a ellas y una exhortación a remodelarlas. No sabemos por qué habría de tenerse tan gran sensibilidad frente a estas particularidades de diferenciación; pero es innegable que en estas conductas de los seres humanos se da a conocer una predisposición al odio, una agresividad cuyo origen es desconocido y que se querría atribuir a un carácter elemental (p. 97).

Es decir, el yo narcisista se predispone a odiar todo lo que pueda ser o suponer una divergencia a su imagen de extremo poder y perfección. El extraño configura una amenaza a esta imagen excelsa de amor de sí. Su presencia de "divergencia" implica un cuestionamiento a este pleno amor de sí mismo, a su omnipotencia y grandeza, por eso no puede ser tolerado. No es igual la otredad que puede llevar al pleno contento de sí, o que lo implica en su ser mismo, que la otredad del particularmente divergente o de la divergencia particular; esta representa una amenaza para ese pleno contento de sí como satisfacción que se supone compartida y confluyente con la figura materna. El divergente, el extraño, viene a ser la primera presencia ominosa pues porta la puesta a distancia, en lejanía, de lo más familiar, cercano y conocido, corporizado en el ser materno que suministra la supuesta felicidad de completud absoluta.

Para Lacan (2003), la alteridad aparece como una cuestión fundamental en su abordaje sobre la familia como institución organizada en función de complejos (del destete, de intrusión y de Edipo) que determinan su basamento cultural. El pequeño entra en las redes vinculantes con los otros por la intensa y tensa vía dramática de los celos; más que un tema de rivalidad es una situación de lazos de identificación. El otro, el semejante, se ofrece como alguien cuya imagen "está ligada a la estructura del propio cuerpo" (p. 48). Entonces se trata de una figura que envuelve la pasión como posición subjetiva de un amor confundido con la identificación; es decir, con la supresión del otro. Por eso la identificación sirve de soporte a la agresividad, la cual deja de plegarse a supuestas condiciones instintivas; el semejante, como el propio cuerpo, no se somete a la voluntad de dominio del sujeto, aunque idealmente debería hacerlo. Idealmente el cuerpo y el otro, o el cuerpo como otro, deberían plegarse al yo, deberían entrar en el orden de la obediencia, como lo sugiere Lacan (1969) en el seminario De un Otro al otro. La identificación conduce al sujeto a implicarse con ese semejante en condiciones de privilegio; dicho semejante, en tanto alter ego, posee y ha adquirido cierta posición que el sujeto ya perdió, identificarse con él marca aún más el agravio. No se entienden los celos sin el amor o este sin la pasión celosa puesto que su estructura es tríadica; un tercer elemento puede tener, y ha tenido, lo que el yo supone tener de más valioso en el terreno del amor: me puede hacer perder lo que convalida el amor de sí. De modo que la alteridad, en el caso de los celos, se hace un asunto de tres elementos donde se juega una prueba de tolerancia, la cual también se plasma en la dialéctica del complejo de Edipo; dicha dialéctica se despliega no a partir de un deseo del sujeto respecto a un objeto específico, sino en función de lo que otro desea (Lacan, 1999a); el Otro, que hace antesala como lugar de la palabra, también se inscribe como alguien que constituye un deseo primordial en el cual se aliena el sujeto.

Los lazos de homogeneidad de un grupo cancelan por un momento la intolerancia hacia sus pequeñas diferencias. Los sujetos en grupo se conciben iguales unos respecto de otros. Se admite esta restricción del narcisismo, lo sugiere Freud (1921/2006), por los enlaces libidinales, por el amor, entre los compañeros, siempre y cuando inhiban la meta sexual directa. Es posible que los intereses en común, los intereses unificados, den pauta a la tolerancia, a la alteridad. Dichos enlaces libidinosos se elevan y transforman en una condición de concordancia identificatoria, uno de los dos nexos que tejen la urdimbre de un colectivo. El otro es el factor de la idealización que se dirige a un jefe o dirigente. La rotura de esos dos nexos lleva al estado de pánico, como Freud (1921/2006) lo destaca en el desenlace atroz de una formación de masa artificial como puede ser el ejército; Freud sustenta algo así como un pasaje del amor de sí, del narcisismo del individuo, al narcisismo del colectivo, es en este sentido que investimos de amor narcisista a los que son parte de nuestra comunidad. El narcisismo se prolonga a los semejantes, por el momento alejados de la pasión celosa, en el enaltecimiento de la confusión entre amor e identificación -nudo de la pasión, siguiendo a Lacan-, para que se vuelva a encontrar la correlación entre intolerancia y alteridad:

Una religión, aunque se llame la religión del amor, no puede dejar de ser dura y sin amor hacia quienes no pertenecen a ella. En el fondo cada religión es de amor por todos aquellos a quienes abraza, y está pronta a la crueldad y la intolerancia hacia quienes no son sus miembros (Freud, 1921/2006, p. 94).

Amin Maalouf (2010) ratificaría este planteamiento freudiano al señalar la histórica relación de rivalidad entre las religiones cristiana y del Islam: "Ninguna religión está libre de intolerancia" (p. 76). Cada religión compromete el amor de sí de manera apasionada y comunitaria. No hay amor de sí que no sea también hacia quienes comparten nuestras creencias y que no se vuelque en odio hacia quienes difieren de las mismas. Quienes difieren aparecen como las figuras del hereje o del infiel, como objeto hacia el cual se encauza la intolerancia y el sentimiento de destrucción. La pasión narcisista, volcada en el lazo de la creencia religiosa, germina como un orgullo que, como tal, "se ha vuelto una meta más elevada que la satisfacción" (Green, 1999, p. 101); esto se explica porque dicha creencia lleva consigo algo supremo y elevado: los ideales de grandeza, omnipotencia, de unidad plena y perfección.

Intolerancia de sello divino

La intolerancia hacia la alteridad religiosa, ilustrada desde la postura extremadamente celosa de un Dios como Jehová y de una autoridad arbitraria y despótica como la del padre primordial mítico, inventado por Freud (1913/2006) a partir de sus vestigios totémicos, también encuentra su lugar en el campo político: "Si otro lazo de masas remplaza al religioso, como parece haberlo conseguido hoy el lazo socialista, se manifestará la misma intolerancia hacia los extraños que en la época de las luchas religiosas" (p. 94). El lazo socialista podría tener algo de lazo religioso en este sentido portentoso de la intolerancia a lo divergente; igual que todo lazo religioso convoca elementos políticos al involucrar pugnas de ambición y poder. El extraño resulta ser aquel que difiere y discrepa respecto a nuestras creencias religiosas y políticas, se sitúa en ese lugar de la otredad divergente donde primordialmente localizamos el odio y la exterioridad; pero también se inscribe en el lugar del dolor y la refutación de la autosatisfacción narcisista, del pleno contento de sí, parece que resulta imposible reconocer la necesidad del extraño divergente. Se vislumbra su participación perturbadora, aunque en la estructura edípica el extraño, en cuanto ajeno al deseo materno, anticipa la introducción de la función paterna. El extraño no deja de producir efectos seductores, pues parece atraer hacia otro lugar, hacia un cambio de perspectiva. La religión del otro es propiamente la de los extraños que suscitan odio. Ricoeur (1999) llega a señalar que disponemos de tanta capacidad para la religión como para la paranoia: el que no consagra ni dirige su fe a eso mismo que el yo narcisista de la ilusión de perfección y plenitud, se constituye en una figura sospechosa, en alguien que persigue y amenaza con vulnerar nuestra propia fe.

Freud en su trabajo sobre el Porvenir de una ilusión (1927/2006) asevera que los ideales culturales son ocasión para el cumplimiento gozoso de anhelos narcisistas, pero también motivo de discordias. Los ideales de un colectivo no son los mismos que los de otro, incluso con el tiempo esos ideales van cambiando. Las clases oprimidas también avizoran horizontes de satisfacción narcisista ya que: "pueden participar de ella, en la medida en que el derecho a despreciar a los extranjeros los resarce de los perjuicios que sufren dentro de su propio círculo" (p. 13). El derecho al repudio, a la intolerancia respecto al extraño en su carácter de opresor, no impide que se verifique una identificación con este. En esa dirección parece desplegarse un ingente esfuerzo de apropiación, se llega a dar una ligazón identificatoria y comprensiva del oprimido con el opresor pese a la hostilidad que pueda suscitarle, las intolerancias ceden paso a la identificación. En este sentido, para un sujeto el hecho de situarse en el lugar del opresor, ocupando el sitio de aquel que lo ha perjudicado, le brinda un goce de amo sádico; hacer el mismo daño que el provocado por el opresor representaría para el oprimido un resarcimiento vindicativo. El desprecio al extraño, como exacerbación de intolerancia a la alteridad, representa la oportunidad de alcanzar un goce que parecía imposible. Parece que hay una especie de fondo religioso en el repudio al extraño divergente, pues este rechazo a la alteridad se sustenta en una posición ideológica que parece un sostén indispensable para "soportar la vida" (p. 35), y quizás para tolerar la muerte, siempre y cuando sea la muerte del otro la que se verifique en primera instancia. El sujeto se aferra a cualquier lazo social, político, en tanto parece significar y valer todo; es decir, en la medida en que parece estar matizado de adhesión fraternalmente plena y plenamente fraterno dicho lazo.

Insistimos de esta manera en que para Freud no hay congregación humana que siendo de amor no sea también de odio, de exclusión y rechazo. Entre comunidades vecinas se destacan esta hostilidad y este escarnecimiento, como lo indica Freud en el Malestar en la cultura (1929-30/2006). La inclinación agresiva hacia el vecino cohesiona a la comunidad, la solidariza; el enemigo común acerca y estrecha lazos entre personas que internamente tenían muchas discordancias y discordias:

Después que el apóstol Pablo hizo del amor universal por los hombres el fundamento de su comunidad cristiana, una consecuencia inevitable fue la intolerancia más extrema del cristianismo hacia quienes permanecían fuera; los romanos, que no habían fundado sobre el amor su régimen estatal, desconocían la intolerancia religiosa, y eso que entre ellos la religión era asunto del Estado, a su vez traspasado de religión (p. 111).

Los que estaban fuera de la comunidad cristiana tenían que estar, en un planteamiento a fortiori de la compulsión narcisista, incorporados. Otra vez tropezamos con esta asimilación entre el afuera, la alteridad, el dolor y lo que socava el ideal de autosuficiencia narcisista. Existe, de este modo, un imperativo feroz de pasar lo de afuera hacia adentro; una voluntad intransigente de borrar al divergente, integrándolo y ajustándolo al yo del amor de sí; una compulsión por hacer del dolor puro-placer y convertir al que cuestiona, al divergente, en adepto fiel. Los romanos desconocían la intolerancia religiosa, pero practicaban de modo persecutorio o bélico su propia intolerancia hacia lo extraño divergente. El imperativo feroz que hemos señalado supone un esfuerzo de coerción intenso; supuso, de hecho, acontecimientos como los de las cruzadas y las guerras de conquista emprendidas como gesto de odio al otro, al diferente, al extraño divergente, en nombre del amor por un Dios supuestamente modelo de altruismo benevolente y tolerancia. La conquista española podría invocar motivaciones religiosas para sus atrocidades; la presencia de frailes en los sitios de conquista parecía conferir una especie de enaltecido sentido sagrado a las atrocidades cometidas. A esto se refiere Wieviorka (2005) cuando habla de la religión como un fundamento de lo que denomina violencia de hiper-sujeto, fundando "en particular el pasaje al acto" (p. 294); es una modalidad de violencia que se desencadena sustentada en un arduo discurso que la hace plausible, festejable, puesto que se emprende a nombre o en nombre de Dios:

Pensad en el fanatismo, en las persecuciones interminables, sobre todo en las guerras de religión, esa sanguinaria locura, inimaginable locura, inimaginable para los antiguos; después, en las Cruzadas, que fueron una carnicería de doscientos años enteramente irresponsable y destinada a conquistar bajo el grito de guerra de << ¡Dios lo quiere!» la tumba de quien había predicado el amor y la tolerancia (Schopenhauer, 2003, p. 124).

Compulsión a la semejanza y rasgos malditos

Freud (1929-30/2006) hace pensar en una cultura amenazada por lo que denomina "miseria psicológica de la masa" (p. 112) asentada en un vínculo de reciprocidad identificatoria y en el hecho de que sus dirigentes están lejos de lograr "la significación que les corresponde" (p. 112); es decir, a estas autoridades o dirigentes no les inscribe en el lugar del ideal del yo. Entonces, ante el desplome de los conductores de masa de su condición de idealización amorosa nos encontramos con una situación de grupos donde prevalece una identificación mimetizada con el otro que supone una posición indiferenciada. Es a lo que se refiere Milmaniene (2010) cuando aborda y describe las características de algunas tribus urbanas y grupos marginales cuya pasión por el riesgo deviene cultura, habitando un universo carente de límites e ideales -aunque acaso sustentando los ideales que irradia el conjunto como tal-, soslayando la castración en su estatuto de límite simbólico y haciendo de la imagen corporal un espacio para el goce fetichista o masoquista. Empero su ideología de repudio de lo diferente es ostensible pues su mundo es compacto, homogéneo y cerrado: "Esta verdadera 'compulsión identitaria' supone un vínculo alejado de una relación genuina con el Otro, dado que se rechaza radicalmente al 'diferente', es decir, a todo aquel que no forma parte del idealizado grupo de pertenencia" (p. 39). Esto hace que se fortalezcan y enaltezcan las relaciones especulares de integración homogénea y uniforme, las cuales resultan fundamentales en la afirmación y conservación de sí; el otro debe ser, desde este ángulo, el semejante sin contraste ni diferencia ni oposición, el otro es, idealmente debe ser, el yo, y el yo tiene que ser el modelo de la alteridad hecha un cerrado circuito de iguales. Por tanto, bajo esta premisa no habría alteridad capaz de quebrar el espejo de la unidad ideal.

Las diferencias que representan la alteridad y que rasgan y desgarran el tejido de la uniformidad social se inscriben como rasgos de singularidad. Hay rasgos que posee el otro que lo hacen preferentemente amable, rasgos que resultan sumamente tolerables; son los rasgos como envión y aliento de Eros para establecer lazos creativos. En cambio, hay rasgos que hacen particularmente odiable al otro, son los que propician una angustia de desgarramiento del sujeto consigo mismo y con los miembros de su congregación y comunidad narcisista, es lo que Sibony (1998) designa como "rasgo maldito" (p. 213). Todos somos susceptibles de ser portadores y depositarios de rasgos malditos, aunque también de algunos benditos que favorecen la tolerancia y la convivencia social; pero los rasgos malditos son un principio de exclusión e intolerancia, atentan contra este "amor de sí" que para Freud cifraba la condición del estado narcisista del yo, aparecen inscritos en discursos de infamia o injuria desde las primeras experiencias de pertenencia grupal:

Y enseguida también, en casa, en el colegio o en la calle de al lado, se producen las primeras heridas en el amor propio. Los demás le hacen sentir, con sus palabras o sus miradas, que es pobre, o cojo, o bajo, o <<patilargo>>, o moreno de tez, o demasiado rubio, o circunciso o no circunciso, o huérfano; son las innumerables diferencias, mínimas o mayores, que trazan los contornos de cada personalidad, que forjan los comportamientos, las opiniones, los temores y las ambiciones, que a menudo resultan eminentemente edificantes pero que a veces producen heridas que no se cierran nunca (Maalouf, 2010, pp. 35-36).

Las diferencias son incontables, pero se toman en cuenta cuando se pretende zaherir a otro con alguna peculiaridad especialmente deficitaria. Sibony (1998) también resalta la diferencia entre identificarse con -apuntalando la estructuración de un yo ante disyuntivas y crisis subjetivas- y la identificación por -refiriéndose a esa manera de situar y reducir al otro a ese rasgo que lo clasifica y excluye-. El rasgo maldito en la trama de la significación inconsciente resalta y declara la condición de falta, de carencia fálica del otro. Durante mucho tiempo era común entre los grupos de varones en los juegos de competitividad vejar al otro calificándole de "vieja". En un estudio que hicimos (Orozco-Guzmán y Quiroz-Bautista, 2015) sobre la aparición del gesto de risa, de su presencia como interjección reiterada, en dibujos que aluden al fenómeno bullying, observábamos la aparición de estos rasgos malditos como pivote del insulto y repudio al otro. El hecho de ser obeso o portar lentes se configura en el discurso del trazo como rasgos del otro que lo hace particularmente maldito y repudiable. Los dibujos revelan cómo se arroja sobre este otro el insulto diciéndole "gordo mantecoso" o "cuatro ojos" y cómo se destila complacencia gozosa con la exclamación de "¡ja, ja, ja!" Sugiero que lo que se pone en juego de modo intensamente dramático es "la injuria aniquilante" (Lacan, 1990, p. 144). Se recurre a una palabra que resulta letal, "una de las cumbres del acto de la palabra" (p. 144), donde la palabra deja der instrumento de mediación pacificante con el otro para constituirse en arma que destruye al otro y su imagen, al otro y su amor de sí.

Paradigma paterno de la intolerancia

Para Freud (1934-39/2006) existe, en su perspectiva mítica, un modelo de intolerancia primordial: el padre de la horda. Moisés sería un avatar de ese padre primordial; también en ese caso diríamos que nos topamos con "el odio que funda lo social" (Rassial, 2001, p. 54) puesto que este dirigente excelso y libertador del pueblo judío habría "incluido en el carácter de su dios unos rasgos de su propia persona, como la irascibilidad y la intransigencia" (Freud, 1934-39/2006, p. 107). Más que amor al padre primordial, los hijos, privados del goce que esta autoridad detenta de manera absoluta, le tributan un tremendo miedo imbuido o surcado de odio. Para Freud se desliza un movimiento de transformación cultural dado por el hecho de que quien ocupa el primer plano es la figura paterna revestida de espiritualidad, la cual se impone y sustituye a la figura materna depositaria de sensualidad. Lacan (1990) consolida esta perspectiva situando la dimensión simbólica en relación con la figura paterna:

El padre es una realidad sagrada en sí misma, más espiritual que cualquier otra, porque, en suma, nada en la realidad vivida indica, hablando estrictamente, su función, su presencia, su dominancia. ¿Cómo la verdad del padre, cómo esa verdad que Freud mismo llamó espiritual, llega a ser promovida a un primer plano? (p. 308).

Para arribar a esa verdad paterna antes fue necesario un acto sacrificial, un acto parricida, con el cual se clausura la historia mítica de Moisés lo mismo que la saga del padre intolerante. Entre los "hijos de Israel" se venía resignando por un momento lo pulsional de un odio dirigido a una autoridad divina pero sumamente intransigente. Esta actitud de dominio y contención de sí podría dar cabida a un orgullo narcisista, el cual se enmarcaba en la presunción de concebirse y enaltecerse como pueblo elegido. Sin embargo, ulteriormente el pueblo judío, al igual que los miembros fraternos de la horda, no toleró al Dios intolerante y lo asesinó en la persona de Moisés. El crimen primordial del parricidio es también un ejercicio cruento de intolerancia volcada sobre el intolerante. No soportaron sus intolerancias, sus celos y la prerrogativa de su goce. Aunque Freud propone que "un orden ético y social" (p. 115) habría surgido de la renuncia a las motivaciones pulsionales al incesto y al parricidio, sospechamos que en realidad proviene de un odio a un padre primordial que se erige, lo destaca Lacan (1999b) como el único que mereciera ser amado o que debiera ser amado.

Este padre primordial hiere el narcisismo de la autosuficiencia pues le hace evocar su indefensión y desvalimiento original. No es posible argüir de entrada una condición de omnipotencia en el niño, constatada en su pensamiento mágico como estado primordial del narcisismo. Lo que hay es un Otro cuya "encarnación imaginaria" (Rassial, 2001, p. 84) es la sociedad y cuyo poder arbitrario se deposita primordialmente en la figura materna. Pero este poder arbitrario es también caprichoso, y hasta voluptuoso, no sólo en manos de la madre, sino también de este padre pintado por Freud como lleno de odio por sus hijos, quienes aparecen sometidos y perseguidos por su tiranía y sus implacables celos ante el riesgo inminente de que sean precisamente quienes le despojen de sus mujeres, aquellas que, a su vez, en este orden mítico figuran en la condición de pertenencia primera de esta autoridad viril casi divina. Sin embargo, desde una mirada más amplia, podemos sostener que tanto este padre primordial mítico como aquella madre, encarnación de la alteridad primaria, poseen un carácter veleidoso e impredecible. Son fundamentalmente intolerantes identificándose de facto con la ley que dicta cómo deben ser las cosas y cómo deben interpretarse. En ese sentido, infunden una impresión de eterna infancia y desamparo: "El hombre de épocas posteriores, el de nuestro tiempo se comporta de igual modo. También él, aun de adulto sigue siendo infantil y menesteroso de protección; cree no poder prescindir del apoyo de su dios" (Freud, 1934-39/2006, p. 123). Esta posición inaugural de una mítica prehistoria hace pensar en una situación donde encontramos a un padre temible, pero a la vez sumamente suspicaz; en efecto, dicho padre no confía en nadie y se enfrenta a una masa obligada a obedecerle. Este primer grupo, en la ficción freudiana, sólo saldrá de su desvalimiento cometiendo un acto plagado de consecuencias éticas y sociales:

La imagen que Freud nos refiere del padre primordial es elocuente: un ser totalitario que reina como amo absoluto sobre las mujeres y que es omnipresente. Su potencia sexual no deja ninguna oportunidad para que los hijos instauren un orden generacional. Psicopatológicamente, semejante imagen podría convenir a un estado del yo solipsista -el yo de un dormir sin sueño- que caracteriza a la masa (Fedida, 2006, pp. 40-41).

En realidad, este estado solipsista es uno de odio primordial. Lo que se instala es la imagen de un ser que, como en el delirio de grandeza, sólo se ama a sí mismo. Este ser que modela una megalomanía originaria, en un supuesto principio de los tiempos, pretende formar el mundo de los otros "a su imagen y semejanza"; por consiguiente, no da oportunidad a los otros, a los que pueden marcar diferencia, sobre todo generacional, haciendo nacer otra forma de grupalidad, otra forma de ser y de ser en colectivo preferentemente. Por eso este estado del yo solipsista es también una imagen del Estado en su condición de repliegue y despliegue totalitario, es lo que lleva a que Pierre Kaufmann (1982) afirme que el Estado que se encarga de ejercer el monopolio de la violencia se haya erigido como "sustituyendo la complementación del jefe de la horda" (p. 118). Es decir, complementando y expandiendo sus intolerancias a la diversidad, a la diferencia y apegándose a su furibunda suspicacia. Como lo señala Maalouf (2010): "Desconfianza es sin duda alguna una de las palabras clave de la época" (p. 129). Otra palabra clave de la época que acompaña a la desconfianza es la atribución al Otro del mal designio, del mal deseo, es decir, la asignación fundamental del odio, al cual le asigna Lauru (2015) un papel profuso en la vida sufriente de nuestros contemporáneos, al grado que se advierten sus implicaciones devastadoras en esta sociedad de consumo que impone como extasiado ideal el goce de los bienes, entre los cuales se sitúan las relaciones con los otros reducidos a la condición infame de mercancía.

DISCUSIÓN

Cada punto abordado amerita la promoción de interrogaciones y reflexiones críticas, si pensamos en lo que sugiere Pasqualini (2016) en relación con el auxilio que puede suministrar el psicoanálisis para "expandir el área de lo relevante para el estudio de lo social" (p. 234). Aunque agregando que lo social también puede proveer material de trabajo para los estudios psicoanalíticos de la composición y acción de la subjetividad. Por eso nos plantearemos cuestiones para desmontar y desconstruir los puntos ya establecidos.

Freud sostiene una primera tesis sobre el origen del padecimiento histérico: la seducción abusiva de otro en posición de autoridad y poder. Corresponde con un momento histórico social donde ocurren en Viena y en otros lugares de Europa y del mundo episodios de esta índole: "Los abusos sexuales de menores, cometidos mayoritariamente contra niñas, proliferan, tanto en Francia como en muchos otros países, especialmente en Viena en la época del doctor Freud" (Muchembled, 2010, p. 252). Quizás Freud descubre lo que apenas se presenta a nivel de denuncia social. En el centro de esta crítica situación se encuentra el lugar del padre, incluso el de su propio padre. Al renunciar a la etiología de la seducción abusiva, Freud exculpa al otro, a esa figura de autoridad que con su sexualidad perversa violentamente introdujo a la criatura en la vida sexual. Brun (2013) señala cómo Freud en ese momento abandona la representación del cuerpo del padre, de su sexualidad en juego, para ir construyendo la imagen "de un padre héroe" (p. 45), gigantesco, todopoderoso y sustento imaginario de Dios. Es decir, que detrás de la sexualidad intolerable para el yo estaría este padre, esta otra imagen del padre, opuesta a la que se va a anclar en el plano de la seguridad y la protección social. Por otro lado, Freud oscila en sus apreciaciones del yo, sitúa una paradoja en la estructura del yo, una condición bifronte, narcisista en su posición originaria y de idealización, pero también como un poder sumamente relativo, como un poder sometido a otros poderes, los poderes del mundo exterior, de las pulsiones del ello y a las exigencias drásticas del superyó. El amo no sabe quizás en qué medida está sometido a estos tres amos. Este yo en su pretensión de dominio absoluto desconoce que su intolerancia reproduce otra u otras intolerancias que la sociedad sustenta ante lo sexual. En el momento histórico de la moral burguesa victoriana, Foucault señala de qué modo la sexualidad dentro del espacio familiar sólo es consentida en la recámara conyugal. Un triple decreto de represión sexual se instaura dictando imperativos de interdicción, inexistencia y de silencio:

Así marcharía, con su lógica baldada, la hipocresía de nuestras sociedades burguesas. Forzada, no obstante, a algunas concesiones. Si verdaderamente hay que hacer lugar a las sexualidades ilegítimas, que se vayan con su escándalo a otra parte: allí donde se puede reinscribirlas, si no en los circuitos de la producción, al menos en los de la ganancia. El burdel y el manicomio serán los lugares de tolerancia: la prostituta, el cliente y el rufián, el psiquiatra y su histérico -esos 'otros victorianos', diría Stephen Marcus- parecen haber hecho pasar subrepticiamente el placer que no se menciona al orden de las cosas que se contabilizan (Foucault, 1981, p. 10).

Es decir, modelos de alteridad donde se hace tolerable lo insoportable del deseo sexual. La imagen de alteridad que resulta aterradora para la histérica, como depositaria de un deseo que se desborda en el cuerpo del síntoma, es tomada de la prostituta o el loco. El yo del neurótico es tan hipócrita como la sociedad burguesa. No se permite, no se tolera, poner en palabras lo que, sin embargo, no deja de ser una compulsión para su ansía de saber. La sociedad delimita espacios y posiciona personajes alter ego que son emblemas de tolerancia de lo que parece intolerante. La prostituta, loca de sexo, y el loco, extralimitación de lo sexual, plasman alteridades que seducen y aterran. Pueden constituirse en los fantasmas a desalojar de la consciencia burguesa.

Igualmente se puede decir que el yo de las intolerancias es la instancia más influenciable por las transformaciones socio-históricas. El ello es una instancia de la insistencia y el apremio de las pulsiones, es una instancia nada mudable, el superyó y los ideales que le acompañan también tienen poca capacidad de cambio. El ello impone exigencias no acordes con las circunstancias, por eso se entiende que el yo puede ser muy represivo en cierto momento, pero luego excesivamente tolerante en otro. Como lo sugiere Foucault:

Sin duda, pues, es preciso abandonar la hipótesis de una sociedad de represión acrecentada. No sólo se asiste a una explosión visible de sexualidades heréticas. También -y este es el punto importante- un dispositivo muy diferente de la ley, incluso si se apoya localmente en procedimientos de prohibición, asegura por medio de una red de mecanismos encadenados la proliferación de placeres específicos y la multiplicación de sexualidades dispares (1981, pp. 63-64).

Ahora podríamos hablar incluso de la red Internet como un mecanismo donde prolifera el circuito de los placeres, donde se puede tolerar lo que por otra vía no sea tolerable. El yo deviene más permisivo de lo que podría ser en otras circunstancias, aun así, no hay garantía de concordancias intersubjetivas; lo que un sujeto se puede permitir, otro lo puede rechazar, al menos puede aparentar hacerlo.

Freud finalmente identifica en el plano subjetivo el conflicto que en torno al cuerpo se verifica en los planos social y político. La postura de una autosuficiencia placentera, narcisista y autoerótica, que recusa un exterior, ajeno y odioso, perturbador de su economía, remite a "esta lucha por el cuerpo que hace que la sexualidad sea un problema político" (Foucault, 2001a, p. 1405) donde es fundamental la apropiación del cuerpo. Lucha que, como lo señala Foucault, ha sido el motor de movimientos políticos tendientes a la recuperación, como los que tienen que ver con el derecho de las mujeres al aborto y los de reivindicación de los derechos de homosexuales masculinos y femeninos.

Aunque señalamos la poca mutabilidad del superyó y sus ideales, importa aclarar que, si bien estos prevalecen mucho tiempo incuestionados, sobre todo los de índole narcisista, hay otros que son más cambiantes. La cultura misma en su transformación da cuenta de ello. Los ideales sociales, los ideales de transformación social, rebasan el círculo del narcisismo, se vuelven asunto de conveniencia ética para una sociedad. En sus estudios sobre la violencia, el sociólogo Michel Wieviorka (2005) llega a mostrar que eso que se define como violencia puede cambiar con el tiempo, puede llegar a ser tolerada por el Estado e incluso auspiciada o recubierta por el mismo; destaca que la pedofilia, ahora perseguida y condenada, fue mucho tiempo tolerada en Francia cuando aparecía entre educadores y se pusieron en operación mecanismos de encubrimiento como los que han llegado a darse en la jerarquía eclesiástica. También durante mucho tiempo en Francia, resalta Wieviorka, el asesino del amante de su mujer era absuelto. También a la persona de color, en Estados Unidos, acusada de violación a una mujer blanca, fácilmente se le condenaba a pesar de carecerse de pruebas:

Cada cultura, cada sociedad define, en un momento dado, lo que ella tolera, acepta o rechaza, incluso si esta definición no corresponde a las categorías de la ley o del derecho, a las normas fijadas y reivindicadas por el Estado (Wieviorka, 2005, p. 76).

El amor homosexual puede ser ahora más tolerado que antes a nivel social, aunque el superyó de los rezagos ideológicos tarde en darle su anuencia, pero con su intolerancia la sociedad delataba, también, su rechazo a un amor que contradice los ideales de la reproducción, los cuales se encuentran enaltecidos por la ideología religiosa. Aunque no se excluye el referente político de la rentabilidad corporal "que consiste en extraer el máximum de fuerzas utilizables para el trabajo, y el máximum de tiempo utilizable para la producción" (Foucault, 2001a, p. 1405). El amor homosexual no da frutos, no es productivo ni reproductivo, diría una ideología anclada en imperativos de religiosidad aburguesada. Curiosamente el amor que más parece espejar la condición narcisista ligada a la imagen del propio cuerpo, a la autoestima narcisista, es el amor que puede resultar más motivo de odio y repudio.

La alteridad confrontada en los cuerpos es una temática decisiva para calibrar las estructuras diferenciales en niños y niñas en relación al Edipo. Aunque Freud diga que "la anatomía es destino", habrá que decir que se refiere a la anatomía sometida a interpretaciones. En este caso no tanto una hermenéutica de sujeto, donde la interpretación es tarea abierta e infinita, como diría Foucault (2001b), sino una hermenéutica de amo que clausura de modo rotundo los sentidos. La imagen del cuerpo de la niña es angustiante porque está vertida allí una interpretación; la imagen del cuerpo del niño poseedor de falo es envidiable porque está permeada por otra interpretación. Ambas interpretaciones se desprenden de ideologías de género, de una cierta perspectiva:

Así pues, la visión androcéntrica está continuamente legitimada por las mismas prácticas que determina. Debido a que sus disposiciones son el producto de la asimilación del prejuicio desfavorable contra lo femenino que está inscrito en el orden de las cosas, las mujeres no tienen más salida que confirmar constantemente ese prejuicio. Esta lógica es la de la maldición (Bourdieu, 2012, p. 48).

Las angustias y las envidias responden a este pre-juicio. Es decir, a un juicio que predetermina y ordena la percepción de las cosas. En el plano real, ni a la niña le falta algo ni al chico le sobra algo; les falta o pueden perder algo en la medida en que se dispone de interpretaciones prejuiciosas, favorables para los varones y desfavorables para las mujeres, interpretaciones, posicionamientos éticos desde una mirada androcéntrica, que bendicen el órgano sexual de los varones, luego entonces a éstos, e interpretaciones que maldicen el sexo de las mujeres y, por extensión, a ellas:

Así pues, la definición social de los órganos sexuales, lejos de ser una simple verificación de las propiedades naturales, directamente ofrecidas a la percepción, es el producto de una construcción operada a cambio de una serie de opciones orientadas o, mejor dicho, a través de la acentuación de algunas diferencias o de la escotomización de algunas similitudes (Bourdieu, 2012, p. 27).

Esto nos conduce a la manera en que Freud define a la persona a través de la cual se obtiene el placer sexual; se refiere a ella en términos de 'objeto', no aparece la palabra 'otro' para aludir al compañero o compañera de la práctica sexual. Con Lacan la alteridad recupera posicionamiento teórico al hablar del 'otro' como el semejante de la dimensión imaginaria y del 'Otro' como referente del lugar de lo simbólico. Como si al referirse a 'objeto', Freud estuviera atravesado por esta ideología de género que reduce a este papel a la mujer, denotando de este modo "la asimetría fundamental, la del sujeto y la del objeto, del agente y del instrumento, que se establece entre el hombre y la mujer en el terreno de los intercambios simbólicos" (Bourdieu, 2012, p. 59). La asimetría social es lo que traza en buena medida el terreno del complejo de Edipo, ya que los varones, asimilados a la ideología del prejuicio, se mueren de miedo por perder no sólo su falo, sino su papel de sujeto y agente dominador, y las mujeres, también absorbidas por estos códigos de dominio viril, se mueren de envidia por obtener más allá del órgano fálico, condiciones para hacerse reconocer como sujetos y agentes de dominio y cambio social.

Por otro lado, el odio a sí mismo entre la población adolescente no se puede plantear sin problematizar las condiciones cada vez más restrictivas de oportunidades de despliegue laboral estable. Se expone a una supuesta expansión del mercado laboral pero sometido a enormes circunstancias de incertidumbre e inseguridad social:

Si se puede hablar de un alza de la inseguridad en la actualidad, es en gran medida porque existen franjas de la población ya convencidas de que han sido dejadas en la banquina, impotentes para dominar su porvenir en un mundo cada vez más y más cambiante. Por consiguiente, se puede comprender que los valores que cultivan se hayan orientado más hacia el pasado que hacia el futuro que asusta. El resentimiento no predispone a la generosidad ni empuja a asumir riesgos. Induce una actitud defensiva que rechaza la novedad, pero también el pluralismo y las diferencias. En las relaciones que mantienen con los otros grupos sociales, más que acoger la diversidad que presentan, estas categorías sacrificadas buscan chivos emisarios que podrían dar cuenta de su estado de abandono (Castel, 2013, p. 67)

Muchos jóvenes pertenecen a estas franjas, donde impotentes para dominar su porvenir pretenden dominar su cuerpo o abandonarse a sí mismos, por lo cual dirigen a sí mismos este resentimiento, por lo que Lauru (2015) insiste en señalar el hecho de que la clínica psicoanalítica contemporánea se topa con estos adolescentes que sacrifican su cuerpo, considerado como algo que representa al Otro (Lacan, 1969). Su cuerpo es su chivo expiatorio y los violentos ataques al mismo, como escarificaciones y automutilaciones, así como algunas prácticas de riesgo, la anorexia entre ellas, exhiben una "guerra" sin cuartel (Lauru, 2015, p. 64) en la que no dejan de declarar el sentirse vivos y capaces de dominar algo de un mundo que los abandona a su suerte.

El retorno en lo real de lo femenino excluido de lo simbólico. Al insertar a la feminidad en la convergencia de objeto y pasividad, Freud parece dejarla fuera de la dimensión de alteridad, la arroja al campo de lo ominoso, de lo ajeno y opuesto no sólo a la virilidad sino al orden simbólico que, para la antropóloga Héritier (2005) se sustenta en las "las alternancias y oposiciones estructurales" (p. 323), como la noche y el día y lo masculino y lo femenino. Al darle a lo femenino un destino fuera de estas alternancias, de acuerdo a los postulados freudianos, se despliega un horizonte donde la mujer, como lo destaca Kofman (1997), es sometida a una experiencia donde se trata de "cadaverizarla" (p. 248); esto ocurre mediante discursos de perspectiva androcéntrica que pretenden dominar su "carácter enigmático y atópico". Mientras más se le cadaveriza, más se impone su presencia de dominio mortífero. Diversas experiencias sociales a menudo demuestran esta des-semejanza en la comprensión de lo femenino dentro del universo humano; muchas mujeres han acompañado luchas y movimientos sociales en defensa de los derechos civiles, pocos hombres, en cambio, participan en los movimientos feministas y se solidarizan con sus diversas causas. Allí, en ese terreno, se llega a captar esta condición de lo femenino como fuera del corpus simbólico y fuera de toda necesidad de lo universal:

Podemos circunscribir <<lo femenino» como aquello que es lo heteros, lo radicalmente diferente, la alteridad que habita tanto hombres y mujeres como un extraño y los interroga. Lo femenino es el suplemento a las relaciones entre hombres y mujeres. Lo femenino es lo que se impone como objeción a la universalización o al cierre del Todo, es lo que descompleta permanentemente al sujeto en su obstinación fálica (Bourband, 2009, p. 40).

Por eso es la prueba fundamental de la tolerancia a la alteridad es la tolerancia a lo femenino.

El ejercicio discriminatorio de la imposición del rasgo maldito tiene móviles políticos, se desprende de todo un diseño estratégico de control social. A quien se le tipifica de este modo representa una amenaza virtual o real, que para lo inconsciente representa lo mismo a un orden ideal de integración social plena e, incluso, pura; es decir, representa un peligro que se cierne sobre todo un sistema de protección social y, al mismo tiempo, "la problemática de las protecciones se redefine alrededor de la figura del individuo moderno que vive la experiencia de la vulnerabilidad" (Castel, 2013, p. 14). Con esa imposición ya hay una violencia de sistematicidad política en juego que opera como violencia sancionada y justificada, incluso como violencia plausible; se presenta en los grandes acontecimientos como las guerras: "durante la Segunda Guerra Mundial, la propaganda estadounidense presentaba a los japoneses como animales (sobre todo como monos), alentando a matarlos como se hace justamente con las bestias" (Zoja, 2013, p. 53). Es un proceso de reducción o anulación de la alteridad que alienta y exalta el exterminio.

Trump anunciaba junto a la erección de un muro en la frontera entre México y Estados Unidos, la categorización de los mexicanos como violadores y narcotraficantes (Ximénez de Sandoval, 2015), con ello hace de lo universal un ejercicio imponente a partir de algunas particularidades contingentes que jamás pueden hacer conjunto; ahora, ante la inminente llegada de inmigrantes centroamericanos, ha arrojado el estigma atroz de que allí habría "terroristas" dispuestos a emprender lo que concibe como "invasión" al territorio norteamericano. En una situación más local o regional también se podría detectar esta compulsión ético-social a la asignación del rasgo maldito. Hace unos años la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo vivió una situación de enfrentamiento intensamente violento entre dos grupos (Castellanos, 2016); un grupo, el de aquellos aspirantes no aceptados para incorporarse a la institución de educación superior, había tomado las instalaciones centrales de la institución. Otro grupo, el de los aspirantes aceptados, los increpaban arrojándoles insultos, injurias aniquilantes, diríamos desde Lacan: les gritaban "hambreados", "oaxacos". Con tales adjetivos, con la imposición de esos rasgos se pretendía efectivamente maldecirlos; o sea, decir el mal que portan. Es un modo de maldecir, de ceñir el mal, a una condición de vida y una condición de origen. Esto nos conduce al planteamiento de Pasqualini (2016), acorde con las ideas de Zizek, acerca de que la "ideología, entonces, no opera sobre la conciencia, sino sobre las prácticas" (p. 216). La ideología opera en las prácticas discursivas, en las prácticas de asignación virulenta del rasgo maldito, para crear un ámbito propicio para exacerbar la protección a ultranza de lo que se considera propio (la nación, la familia, el grupo). El inmigrante encarna la amenaza en el exterior de lo imposible de asimilar social y simbólicamente, aquello que rompería o resquebrajaría un orden de unidad social; representa de hecho lo que ni siquiera entra en la dialéctica, en la alternancia estructural de "lo idéntico vs lo diferente" (Héritier, 2005, p. 324), es lo absolutamente diferente, sin oposición ni contraste, como lo femenino, aquello que jamás podría entrar en lo idéntico y por eso hay que maldecirlo a priori para luego excluirlo y exterminarlo. Y otro aspecto del problema nos presenta a alguien como Trump convertido en una máquina vertedora de certezas, en una maquinaria de discurso "irreductible" (Lacan, 1990, p. 190), pero sumamente convincente en su disposición a todo, a recurrir a todo tipo de violencia de Estado en nombre de un sueño de proteccionismo absoluto, entelequia misma de la intolerancia a la alteridad.

No se encuentran coordenadas sociohistóricas para situar a un padre autoritario conduciendo una horda, es una fantasía de Freud estructurada como un mito. Es una manera de dar cuenta de los orígenes, no es que exista un origen ajeno o excluido del lenguaje, es un origen urdido por el lenguaje. Freud recoge testimonios antropológicos y los combina y ordena para constituir lo que denomina un 'mito científico'. Como señalamos más arriba, Freud reivindica la figura del padre después de haberla puesto en entredicho desde su hipótesis de la seducción traumática productora de histeria. Engels ya daba cuenta de la condición de 'síntomas' (Engels, 1884/1970) de la transformación del orden familiar en el hecho de con el "matrimonio sindiásmico empiezan el rapto y la compra de mujeres"1 (Engels, 1884/1970, p. 238); es decir, las asimetrías en las condiciones de relación con el poder ya están establecidas. Aunque Engels también reconozca la enorme consideración en que se tenía a las mujeres dentro de la economía doméstica comunista, para este pensandor el gran acontecimiento es la aniquilación del derecho materno pues acarrea la degradación y su reducción a este papel instrumental para la reproducción. La monogamia sólo es una restricción sexual para las mujeres. Volviendo al empleo de la palabra 'síntoma', Engels recurre a ella para decir cómo el "predominio del hombre" (p. 206), con sus derechos de repudio, funda la civilización. Los celos de un hombre responden, como lo sugiere Gallimberti (2011), no tanto al amor sino a la necesidad de atender y cuidar condiciones de supervivencia:

Gracias a ella, el hombre, que siempre ha considerado el cuerpo de la mujer como su propiedad, podía en efecto protegerse del riesgo de criar niños que no fueran los suyos. Y la mujer, en cuanto a ella, se aseguraba y aseguraba a su progenitura alimentación y seguridad gracias a los celos del hombre (p. 135).

Allí tenemos el origen social de un afecto como los celos, como ya antes advertíamos el origen social de la significación de ciertas partes del cuerpo. Freud insistirá en el papel primordial de la autoridad paterna no sólo en función de una línea supuestamente filogenética del mito, sino cuando parte de la relación entre padre e hijo como soldada por el primer vínculo afectivo de la identificación, según lo refiere en su trabajo sobre las masas. Pero el primer vínculo es con la figura que lo asiste, lo alimenta, cuida y protege: la madre, la cual tampoco ejerce un poder sobre su criatura, un poder que Lacan (1999a) designa como ley de la madre sustentado sólo en su voluntad, misma que puede ser cambiante pero que se impone a su hijo como condición de vida y realidad. Esta alteridad materna, que es primordial, no es algo que se tenga que aislar como una especie de situación diádica. La madre en su ejercicio de poder absoluto tiene una historia. A diferencia del padre primordial que Freud caracteriza como fuera de toda genealogía, la historia de una madre, sus lazos sociales, sus compromisos con otros y consigo misma, más allá de su criatura, pueden contar como un límite para su voluntad veleidosa y arbitraria. El padre de la horda no tenía límites en su ejercicio de poder, por eso es paradigma de cualquier totalitarismo. No encontró más límite que la violencia criminal de sus hijos contra él. La violencia social irrumpe cuando parece que aquel que ejerce el poder no reconoce una alteridad simbólica que le impone límites. Pasqualini (2016) retoma los planteamientos de Marcuse sobre la relevancia simbólica de este mito del padre primordial y su aniquilación por la fratria; este parricidio irremisiblemente deja un saldo de culpa:

No sólo por la ambivalencia frente a las figuras de autoridad, sino además por no ser totalmente consecuentes con los deseos de gratificación. Esto explica también por qué las herejías religiosas o los movimientos políticos revolucionarios generan las represiones más brutales (Pasqualini, 2016, p. 172).

Se desplaza un poder tiránico sólo para poner en su lugar a un déspota que resulta más efectivamente cruento e intolerante en su forma de dominación.

CONCLUSIONES

El yo es relacional-social y narcisista-individualista; es decir, es un constructo paradójico, es un constructo que envuelve razón y pasión en sus diversos posicionamientos. En tanto narcisista de fondo es tolerante con ciertas relaciones e intolerante con otras, es revestido de ideales en su estructura funcional. En función de esos ideales imaginarios y simbólicos es intolerante con ciertas impresiones de su cuerpo, de sí mismo y del otro que está lejos de dominar. El odio es la marca afectiva de esa intolerancia. En su afán de dominio absoluto, de entrada ese yo, de fondo y estructura narcisista, se propone ser autosuficiente y estar dotado de omnipotencia, encuentra su modelo mítico en la figura tanto del padre primordial freudiano como de un Dios intransigente. En nombre de este Dios, o adscribiéndose a preceptos narcisistas de un orgullo purificado, encontramos escenarios cruentos de intolerancia a través de la historia y en el presente. Freud especificó figuras de la alteridad: el objeto sexual, el adversario, el auxiliador, el modelo ideal, y con ello arrojó vertientes de amor y odio, pero igualmente de amor con el odio y de odio con el amor. El objeto sexual puede pasar de ser amable a odioso en la medida en que no responde plenamente a las demandas que se le dirigen; deviene, entonces, adversario. El rival respecto al objeto sexual hace surgir la intolerancia y el odio hacia él, virtualmente despoja al yo de lo que más quiere; el adversario es el otro o incluso el mismo sujeto para sí mismo en tanto porta rasgos insoportables que se deberían destruir. El que auxilia se convierte en un otro amable y aquel que lo amenace o atente contra él se constituye en adversario intolerable. El otro como modelo resulta inalcanzable pero el sujeto pretende complacerle cabalmente en sus deseos, se admite lo que le satisface y se rechaza a ultranza y se ataca con virulento odio lo que le resulta intolerable. El modelo del yo narcisista es Dios y, en consecuencia, en sus delirios surcados de intolerancia y odio, se diviniza.

Freud especificó cuatro figuras de alteridad decisivas en su texto Psicología de las masas y análisis del yo: el modelo ideal, el partenaire amoroso, el auxiliar y el adversario. Sólo parece intolerable, suscitador de odio, la figura del adversario, rival o enemigo. Empero, los otros suponen una relación con rescoldos de ambivalencia, con resabios de odio e intolerancia. La compañía amorosa del otro puede resultar intolerante cuando se advierte su carácter absorbente; allí, en el riesgo, de captura fusional, el amor se confunde con el odio. El otro, en papel de asistente y auxiliador, no siempre acude cuando se le demanda. La alteridad supone falibilidad ante las expectativas surgidas de modo imponente. El modelo ideal a menudo impone la represión del odio; ya su carácter inalcanzable también lo hace una alteridad odiosa, otras alteridades toman cuerpo en la discusión. La alteridad del sexo, si bien fue tan intolerante y traumatizante en el discurso freudiano de la histeria, exige ser contrapesada con su intensa permisividad y tolerancia en el orden social de la modernidad burguesa. Si nos situamos en una condición social de narcisismo patológico, como indica Zizek (2004), está claro que no puede sino ir de la mano con intolerancias hacia cualquier otro que taladre su plena homogeneidad y convergencia, sobre todo si encontramos alteridades donde prevalece su imposible integración en matrices simbólicas que regulan los lazos sociales, como en el caso de lo femenino, en el que su intolerancia ha llevado a crímenes de odio como los de los homosexuales. El padre intolerante de la hora, el padre totalitario, sigue encontrando replicas en líderes que cultivan y difunden el odio al otro, en sus diferencias ínfimas o enormes, pero siempre relativas. Ese odio se plasma en la implacable imposición de rasgos malditos que sustentan una lógica de discriminación y aniquilación, desde inmigrantes hasta a aquel otro que representa esa parte de mí mismo que nunca me atreveré a mirar.

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Notas

1 La noción de matrimonio sindiásmico hace referencia a la convivencia entre hombre y mujer, pero con la poligamia permitida exclusivamente en el hombre, mientras el gobierno de la casa le es asignado a la mujer.
Forma de citar este artículo en APA: Orozco-Guzmán, M., Quiroz-Bautista J., Soria-Escalante, H. (enero-junio, 2019). Algunas vicisitudes del odio y la intolerancia discurso freudiano. Revista Colombiana de Ciencias Sociales, 10(1), pp. 155-186 DOI: https://doi.org/10.21501/22161201.3057
CONFLICTO DE INTERESES Los autores declaran la inexistencia de conflicto de interés con institución o asociación comercial de cualquier índole. Asimismo, la Universidad Católica Luis Amigó no se hace responsable por el manejo de los derechos de autor que los autores hagan en sus artículos, por tanto, la veracidad y completitud de las citas y referencias son responsabilidad de los autores.
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