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Estética visual del miedo en la narrativa de Pablo Montoya
Esthétique visuelle de la peur dans la narrative de Pablo Montoya
Estética visual del miedo en la narrativa de Pablo Montoya
Estudios de literatura colombiana, núm. 41, pp. 139-151, 2017
Universidad de Antioquia
Recepción: 13 Febrero 2017
Aprobación: 21 Marzo 2017
Resumen : En las narraciones de Pablo Montoya la pintura, la fotografía, el grabado, entre otros, se prestan no solo como vivificadores de la palabra literaria, sino que también alimentan el ingenio del escritor para significar el miedo como efecto psicosocial. Los principios de la imagen visual se ofrecen como posibilidad estética para dinamizar en el espacio narrativo la representación del pasado, el presente y el futuro de la historia traumática de las sociedades. Desde la perspectiva visual de los personajes, las imágenes del pasado se acoplan en un entramado iconopoético que registra el devenir humano como retrato del miedo en constante formación.
Palabras clave: memoria, imagen, historia, miedo político, narrativa colombiana.
Résumé : Dans les narrations de Pablo Montoya la peinture, la photographie, la gravure, entre autres, se prêtent non seulement comme vivificatrices des mots littéraires mais aussi, elles alimentent l’ingéniosité de l’écrivain pour signifier la peur comme effet psycho-social. Les principes de l’image visuelle sont offerts comme une possibilité esthétique qui dynamise, dans l’espace narratif, le passé, le présent et l’avenir de l’histoire traumatisante des sociétés. Depuis la perspective visuelle des personnages, les images du passé s’intègrent dans une trame icono-poétique qui enregistre le devenir humain, comme une image de la peur en formation constante.
Mots clés: mémoire, image, histoire, peur politique, narrative colombienne.
Introducción
En las ficciones de Pablo Montoya el acercamiento a la historia política de las naciones se configura a partir de elementos, personajes históricos, recursos artísticos, etcétera, que se relacionan con el campo de la pintura y la fotografía. La primera parte de este texto reflexiona sobre el modo como la escritura del autor colombiano descubre en la imagen visual la presencia del artista y su historia para proponer otra mirada del pasado. Asimismo, se explica cómo el recurso visual de profundidad de campo se proyecta en las novelas para simular una especie de imagen narrativa tridimensional que, simbólicamente, abarca en un tiempo único diferentes momentos de la historia. La segunda parte del texto se centra en la indagación de la representación del miedo como emoción política. Desde la identificación de algunas figuras y constantes narrativas se propone que el miedo se dimensiona en las tramas literarias como estrategia del poder político y emoción que define la existencia de los protagonistas.
Tríptico de la infamia (2014) se estructura a partir de un cúmulo de lienzos y grabados antiguos; desde el nombre mismo del libro se sugiere su relación con el campo de la pintura. La imagen visual como recurso aparece también en La sed del ojo (2004), Los derrotados (2012) y en relatos de Cuaderno de París (2006) y Terceto (2016). Junto a la constante de la recreación literaria de la imagen gráfica se da asimismo un enfoque estético de la violencia sociopolítica y sus efectos psicosociales. La selección de cuadros, pinturas, fotografías, grabados, entre otros, que aparecen en las narraciones tiene en común la representación de sucesos traumáticos de la historia de las sociedades. Así, por ejemplo, parte de los acontecimientos de Tríptico de la infamia giran en torno al cuadro La masacre de San Bartolomé de François Dubois, que representa las guerras de religión en Francia, como también a los grabados de Théodore de Bry, que ilustran la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Bartolomé de las Casas. La novela Los derrota- dos igualmente tiene un capítulo que se estructura a partir de un conjunto de fotos sobre las secuelas de la guerra en Colombia.
¿Qué hay del artista y de la historia en una imagen?
L’image rend visible ce qui se dérobe sous l’usure des mots1(Boucheron, 2013, p. 31).
Los personajes en las novelas de Montoya establecen con la imagen una conexión vital, la indagación por sí mismos y los otros está casi siempre mediada por la riqueza simbólica de una imagen. La caracterización de Andrés Ramírez, personaje de Los derrotados, se ancla a las reflexiones sobre la razón de la fotografía de guerra; este protagonista adquiere consistencia en torno a la indagación del impacto de la fotografía en sí mismo y en los otros: “poseía el don de saber desde dónde la fotografía se volvía reveladora […] quería probar con sus fotografías el camino de la representación de una sociedad desde la exacerbación de sus males” (Montoya, 2012, p. 108). Tríptico de la infamia tiene esta misma constante estética, las cavilaciones de François Dubois, personaje pintor y voz principal que da forma a la segunda parte de la novela, justamente se centran en la pregunta de cómo lo representado en sus lienzos podría significar la devastación y el sufrimiento sin desvirtuar o falsear la naturaleza de estos fenómenos:
[…] qué hacer con [los] fantasmas insepultos. ¿Cómo introducirlos en la pintura que debo ejecutar? ¿De qué manera lograr que con unos cuantos rasgos se exprese la dimensión de un mundo despiadado? ¿Cómo unir en los ojos de quien mira dos fenómenos diferentes pero que deben complementarse?, pues sé que jamás es lo mismo una masacre que su representación (Montoya, 2014, pp. 184-185).
A través de los personajes, la escritura de Montoya discute sobre la validez de las formas estéticas que ambicionan retener el gesto vivo de lo figurado. La imagen visual en ese sentido es concebida como expresión emocional e intelectual del artista, no es solo representación de una realidad
-real o imaginada-; es, sobre todo, presencia de una existencia. Desde la perspectiva barthesiana, la imagen visual, especialmente la fotografía, indica que ha mantenido en algún momento una relación de conexión directa, real, con aquello que representa (Barthes, 1989, pp. 57-58). Esta peculiaridad la comparten todas las imágenes que confluyen en las narraciones de Montoya; así no sean fotos, el modo como son escenificadas en el relato sugiere que los personajes al mirar las imágenes reconocen ese algo vital que permanece en ellas, son tocados por el punctum de lo visualizado. Por esta razón, inferimos que en las últimas citas la imagen, visual y literaria, se erige como interface en la que convergen la realidad del artista, el mundo representado y la mirada del espectador-lector. El proceso de construcción de Tríptico de la infamia de cierta forma requirió imaginar las sensaciones, recuerdos, emociones y pensamientos que perviven en el cuadro La masacre de San Bartolomé de François Dubois. Un ejercicio de interés estético que reconoce que algo de Dubois habita en su pintura, que el espíritu del pintor permanece en los detalles del cuadro. Por este tratamiento que se da a la imagen, consideramos que la escritura de Montoya no se confina a un tropo que imita y sitúa de forma instantánea ante el ojo del lector la imagen relatada. En las diversas narraciones, los personajes cobran profundidad dramática en la estrecha relación que establecen con la imagen, y, a su vez, esta logra conservar su vitalidad en el devenir que el autor ha ingeniado para sus héroes.
Líneas arriba señalábamos que los efectos de la violencia sociopolítica son una constante temática de las imágenes que los personajes pintan, recrean o miran. Las pinturas, fotografías y grabados se configuran en las narraciones como espacios en los que subsisten las percepciones individuales de los sucesos violentos de la historia de las naciones. Si Dubois, en el pasaje citado, se pregunta “¿Cómo unir en los ojos de quien mira dos fenómenos diferentes pero que deben complementarse?”, muestra preocupación no solo por la forma como debe fijar en el lienzo los horrores de la violencia, sino también por la posición del espectador ante su cuadro. El pintor indaga la manera más apropiada de ubicar a quien mira en la realidad traumática que la obra representa. Este gesto de la ubicación del espectador-lector frente al cuadro de Dubois pareciera escenificar la idea de que cuando miramos una pintura o fotografía, de cierto modo nos introducimos en la parcela de realidad que esta configura (Didi-Huberman, 2007). De alguna manera, cuando el espectador se sitúa ante un cuadro desde determinada distancia está reproduciendo un movimiento espacial que el pintor ha imaginado previamente.
Ahora bien, si el pintor suele situar al espectador en el espacio de su obra cuando dispone sus figuras para él en ese espacio de modo convincente (Arasse, 2008, pp. 231-232; Panofsky, 2003, pp. 40-43), deducimos que, de manera figurada, se da una unión del espacio de quien mira con el espacio de la pintura. De esta forma, toda imagen representa, simbólicamente, la estrecha relación entre dos espacios irreconciliables. La ilusión visual de la imagen con diferentes planos espaciales se debe a su profundidad de campo; este recurso genera la sensación de ver una tercera dimensión; por esta razón, la imagen tridimensional sugiere la idea de concentración de varios niveles de realidad. Así, entonces, si nos detenemos en la preocupación de Dubois sobre el lugar del espectador en la realidad de La masacre de San Bartolomé, se prevé que quien mira es dimensionado por el pintor no tanto frente al cuadro, sino dentro de los planos espaciales del mismo cuadro, es decir que hay una intención artística en Dubois de que ese “mundo despiadado” (Montoya, 2014, p. 184) que está pintando sea sentido también por el espectador-lector.
La decisión de Dubois de ubicar a quien mira en la dimensión espacial de su pintura apunta también al recobro de la temporalidad creadora, es decir que el cuadro contiene además el tiempo y el contexto del pintor:
Al preguntarme qué estoy haciendo y qué soy ahora para esa posteridad [reflexiona Dubois] […] surge una respuesta que me retumba en el alma y me marca el cuerpo. Soy solo un presente que es angustiada sobrevivencia, un pasado que se asume como herida interminable, y un futuro cuyo olvido es la única circunstancia que anhelo (Montoya, 2014, p. 186).
Las reflexiones de Dubois mientras pinta su impresionante cuadro son dicientes del rastro de tiempo del artista en su obra. De cierto modo, la temporalidad del pintor y su época permanecen en su pintura (Arasse, 2008, pp. 8-10), particularmente en aquellas que representan sucesos históricos, como es el caso de La masacre de San Bartolomé. Entonces, si la pintura resguarda el tiempo del artista, en el momento en que la miramos recuperamos ese tiempo; una mirada cuidadosa de la obra implica preguntarse por su origen. Mirar La masacre de San Bartolomé es actualizar el tiempo del acto creador. Frente al cuadro de Dubois el espectador-lector no solo se ubica dentro del espacio de la realidad figurada sino que también recobra el tiempo del pintor y su historia. En definitiva, en la escritura de Montoya el espacio y el tiempo de la imagen visual abarcan al espectador-lector y su contexto; el acto de leer y mirar difumina las fronteras espaciales y altera la relación entre pasado, presente y futuro.
La disolución de los límites de espacio y tiempo es justamente uno de los principios de la imagen visual que Pablo Montoya reconfigura en su narrativa. Hay escenas literarias en que los personajes se desplazan fluidamente entre mundos de épocas diferentes:
Estoy mirando el río. Siento el toque en el hombro. Nos reconocemos sin dificultad […] Su Kronenbourg pasa a mis manos. Oigo el ruido del trago en su garganta. Luego el mío […] descendemos a los muelles del Sena […] Él me dice [Van Gogh] […] que el verde del árbol y el poema tienen el mismo secreto que buscan sus cuadros […] el frío nos lanza a su taller. Y son los cuartos de paredes amarillas. Los soles frenéticos. Las noches alucinadas pero impenetrables […] Al abrir los ojos estoy otra vez frente al río. Él me hace signos desde la otra orilla. Más allá van y vienen las filas del asombro. Llenas de sánduches, cámaras y chicles en la boca (Montoya, 2006, p. 18).
En este pasaje los personajes van y vienen entre dos tiempos aparente- mente disímiles: el narrador, personaje contemporáneo, se ubica en los espacios del siglo xix, mientras que el pintor decimonónico se pasea por las calles de la París actual, mas por el modo como se desplazan de una época a otra con total fluidez, el pasado y el presente parecen proyectarse como un tiempo único. Esta unificación de tiempos y espacios es un recurso estilístico que igual puede rastrearse en los relatos “Alonso Quijano” y “Gulliver” del libro Terceto, o en diferentes situaciones de Los derrotados: una de ellas es la confluencia de pasajes de inicios del siglo xix sobre la vida del Sabio Caldas mientras el narrador conversa con un compañero acerca de la posible toma del Palacio de Justicia -década de los ochenta del siglo xx- (Montoya, 2012, pp. 145-148). Y en Tríptico de la infamia el narrador encuentra a De Bry en las actuales calles de Fráncfort:
no me ha costado reconocerlo. Y no me refiero a su indumentaria, como sacada de una pieza de teatro o de un filme de época, sino al brillo de sus ojos, a ese mohín que delinean sus labios cuando se aprietan entre sí […] no estoy confundido de ninguna manera, porque este afuera sigue siendo el mío y no es el de él. Veo sombrillas marcadas con la palabra Esprit y personas vestidas como yo. Pero De Bry se enrumba, cojeando y un poco encorvado, hacia el Römerberg (Montoya, 2014, p. 269).
El tratamiento que hace el escritor de los planos temporales y espaciales se relaciona, evidentemente, con las anacronías literarias clásicas: analepsis y prolepsis; no obstante, el esquematismo de estos recursos formales se supera con la recreación de los principios compositivos de la imagen tridimensional. El dominio de las propias distancias temporales y espaciales sugieren no un estado horizontal del tiempo -fundamento de la anacronía clásica-, sino más bien un tiempo en orden vertical (Didi-Huberman, 2009); un tiempo único que se genera en el preciso momento en que los personajes de épocas distintas se encuentran. En los pasajes citados, Van Gogh y el narrador se identifican en un tiempo único; lo mismo sucede en la escena de De Bry, la trama se dinamiza en el instante en que el pasado y el presente simulan un solo tiempo, de ahí la impresión de que cada personaje se desplaza con naturalidad hacia el mundo del otro.
La idea de un tiempo unificado se relaciona también con el tratamiento literario de las imágenes visuales que escenifican los efectos psicosociales de la violencia. Si, figuradamente, ubicamos en perspectiva los pasajes narrati- vos que metaforizan el sufrimiento y el dolor de las sociedades en diferentes momentos de la historia, las fronteras espaciales y temporales también se difuminan para dar lugar a una realidad única, a una imagen tridimensional del dolor y el miedo en continua formación, que se prolonga inmutable mostrando los horrores de las guerras y las confrontaciones por el poder.
Del miedo y su proyección estético-política
Para saber es preciso imaginar, es nuestra obligación imaginar el infierno (Didi-Huberman, 2007, p. 31).
El modo en que las ficciones de Montoya piensan y narran determinados detalles de la imagen visual pone en escena las emociones que se originan de la amenaza de la guerra y la violencia sociopolítica. Las fotografías, pinturas y grabados aluden estéticamente a la vivencia individual del ultraje en conflictos originados por la confrontación entre culturas diferentes y estrategias de gobierno abusivas:
En la parte de atrás de la imagen hay una multitud de indios que va entrando, en fila y vigilados por los guardias y sus largas alabardas, a un recinto en llamas […] aquí está la mujer, en medio del tumulto asustado, que carga un niño y cae en el hoyo de las estacas (Montoya, 2014, pp. 287 y 290).
Lo que la escritura deja al descubierto en estos pasajes es justamente el impacto del poder político sobre una cultura; el horror de los indígenas por la proximidad de una muerte atroz tiene su origen en la fuerza criminal de los conquistadores que buscaban imponer su dominio en territorio americano.
En las novelas de Montoya, las emociones se representan indefectible- mente bajo el ángulo de los acontecimientos políticos. En Lejos de Roma, el poeta Ovidio, personaje narrador, piensa y cuestiona las jornadas expansivas de Roma. “Donde intenta imponerse un imperio [dice el poeta] las regiones se transforman en un enorme estremecimiento de huidas […] Nuestra paz no es más que espanto y fuga” (Montoya, 2008, p. 74). Los derrotados también es rico en pasajes en los que el dolor, la muerte y el horror son los emblemas de “un país que lo gobiernan los representantes de la infamia” (Montoya, 2012,p. 227). Las historias de Tríptico de la infamia asimismo son explícitas de las masacres lideradas por los gobiernos: “no ignoro que [dice Dubois], por las ordenanzas de sus dirigentes, Ginebra se ha convertido en un lugar parecido a Roma. Aquí como allá terminamos por instaurar otras inquisiciones, otras torturas, otras muertes en hogueras” (Montoya, 2014, p. 184). Estas formas de contar el devenir sangriento de las naciones representan claramente el desafío de la escritura de Montoya por situar en estos acontecimientos la respuesta emocional de los oprimidos, la vivencia íntima del horror. Se trata, por supuesto, de una impugnación al poder político y sus maniobras de gobierno, en las que la manipulación del miedo se ha convertido en instrumento para presidir. La noción de miedo como emoción política tiene un vasto recorrido en vocabularios filosóficos y estéticos (Hobbes, Tocqueville, Arendt, Delumeau, Nussbaum, Robin, Boucheron, entre otros), a su alrededor se da cuenta del funcionamiento de las sociedades, pues en los modos como el miedo es provocado y gestionado se identifica la lógica del poder: ya sea para sostener un equilibrio de fuerzas entre gobernantes y gobernados o para avasallar a estos últimos. El concepto de miedo político define así una emoción traumática que emana de una comunidad debido a la agresión del bienestar común a manos de otros grupos sociales o por figuras de poder. Dicho de otra forma, el miedo se enraíza a los temores y angustias de la sociedad y tiene consecuencias para esta; en su provocación y manipulación hay siempre intereses de gobierno y dominio, en detrimento del bienestar de la población. Desde esta perspectiva, se deduce que no hablamos únicamente de un miedo social, en el que la fuente de amenaza parece una entidad abstracta, como tampoco de un miedo privado o personal: el miedo a las arañas, por ejemplo, que es más bien una elaboración de la propia psicología y experiencia íntima, y poco incide más allá de uno mismo. El miedo político, por el contrario, surge siempre de conflictos entre sociedades, su fuente explícita de amenaza es el poder abusivo que provoca la confrontación entre ciudadanos y gobernantes o, en casos de represión total, la aniquilación del otro (Robin, 2009, pp. 13-56).
La escritura de Montoya demuestra esta lógica del poder político haciendo del miedo la emoción que atraviesa la historia traumática de las sociedades. Los detalles de las pinturas, grabados o fotos que confluyen en las novelas son decisivamente aquellos que escenifican los horrores de la guerra, a estos se anclan las reflexiones de los personajes y su respuesta emocional. En Tríptico de la infamia el narrador describe la conmoción de Théodore de Bry frente al cuadro La masacre de San Bartolomé:
Su corazón inmediatamente dio un vuelco y se aceleró con premura […] La violencia, diseminada con calculada simetría en sus numerosas escenas, se le hundió en la mirada con una fuerza parecida a la del puño que golpea un rostro desprevenido (Montoya, 2014, p. 274).
Esta reacción del personaje que mira cada detalle del lienzo actualiza la temporalidad del acto creador; en su turbación reconocemos el dolor, el miedo y la desolación que Dubois sintió durante el proceso de creación del cuadro (Montoya, 2014, pp. 169-191). Ciertamente, en la tensión entre la realidad representada y la emoción que suscita, los personajes vivencian lo representado en la imagen, los detalles visuales parecen actuar sobre ellos obligando una respuesta íntima. La escritura literaria misma, es preciso señalar, responde a la capacidad de la imagen visual de estructurar pensamiento y emoción.
En las novelas destaca el modo como el narrador describe con meticuloso cuidado las figuras que componen las pinturas, fotografías y grabados. La mirada del personaje que cuenta se detiene sobre todo en los trazos que dan forma a cuerpos desmembrados, cabezas decapitadas, fosas comunes, hornos crematorios, etcétera. Esta intención estética de destacar narrativamente en la imagen una figura particular recuerda la reflexión de Arasse (2008, p. 234) acerca del detalle como resultado de un descubrimiento o alumbramiento personal: “un éxtasis”, esto es, que la fijación del espectador en determinada escena o figura de un cuadro es justamente lo que da significación a ese cuadro; cuando quien mira logra identificar “su detalle” entre las demás figuras compositivas de la imagen se produce un alumbramiento interior, la obra se abre al espectador y desde ella se origina otra mirada de la realidad. El descubrimiento del detalle que hacen los personajes, surge sin duda de las escenas de terror más crudo. La mirada se fija en las figuras que eternizan la realidad atroz:
El grabado como era usual hacerlo en ese tiempo, cuenta la historia en dos planos. Al fondo, en los hoyos disfrazados caen los caballos de los españoles. En el primero se observa la dimensión de la represalia. Ahora el hueco se ha desplazado de la periferia del villorrio a su mismo centro. Es una abertura con trazas de cloaca […] Esas trampas tumbas se comunican con las de ahora. La fosa común, con su carga de anonimato, su evidente ofensa y el lazo que establece con el detrito, adquiere en la historia de América una prolongación sórdida (Montoya, 2014, p. 289).
El hueco es aquí una interioridad abismal, que sigue ahondándose con las violencias contemporáneas. La escritura de Montoya configura esta oquedad como símbolo del miedo político porque su representación aparece siempre asociada con las prácticas criminales de quienes detentan el poder. La fosa indudablemente despierta el terror en aquellos que están sometidos porque ven en ella un lugar de muerte, tortura y desaparición. Bencomo deduce en la representación literaria de este tipo de oquedades el ícono por excelencia de la violencia extrema que atraviesa a las sociedades contemporáneas, por cuanto ellas “hablan de un clima de zozobra, de esa sensación del individuo y de la sociedad de encontrarse al borde de un precipicio, frente a un hueco vacío de sentido, una oquedad muda” (2015, p. 47).
En otros momentos, la escritura de Montoya proyecta el detalle visual como metáfora poética que aliviana la opresión de la realidad escenificada. En Los derrotados se cuenta la historia de Anacleto, un campesino colombiano que pierde a su esposa durante un enfrentamiento armado entre guerrilleros y ejército nacional; en el momento del entierro, a este hombre lo avasalla el dolor y la desolación, “cuando se arrodilla frente a la caja construida con tablas de abarco, se tapa la cara y llora” (Montoya, 2012, p. 231). Frente a esta escena de llanto y dolor el narrador advierte un detalle en la imagen y lo recrea poéticamente, quizás para dulcificar la tristeza de lo representado: “En la fotografía la escena está enmarcada por la maleza que rodea la trocha. Hacia el lado izquierdo, detrás de Anacleto, hay una flor blanca. Es un lirio que algún dios de la selva, repentinamente conmovido, ofrece al deudo” (p. 231). En este caso, el tratamiento literario del detalle pareciera separarlo de su conjunto para imprimir en él el sentimiento de tristeza que se escenifica. Por esta particularidad en la figuración del detalle visual inferimos que la escritura de Montoya pone en escena la fuerza de la imagen para motivar pensamientos y emociones en el individuo y la sociedad. El simbolismo que el narrador otorga a la fosa común o al lirio blanco se construye a partir de la experiencia íntima frente a la pintura y la fotografía; es como si el personaje se dejara absorber hasta lo más profundo de lo representado para resurgir luego con un conocimiento nuevo sobre esa realidad pintada o fotografiada. Según Didi-Huberman, “las imágenes nos abrazan: se abren a nosotros y se cierran sobre nosotros en la medida en que nos suscitan algo que podría llamarse ‘experiencia interior’” (2007, p. 25). Si esto es así, el narrador, más que reproducir el pensamiento o la emoción que el detalle visual suscita, produce pensamiento y motiva emoción: explícitamente, construye una realidad que va más allá de lo representado por la imagen.
Precisamente, debido a la fuerza simbólica de la imagen sobre el espectador, el poder político se ha acompañado siempre de imágenes alegóricas de las virtudes o vilezas de los actos de gobierno. La forma como la imagen es dispuesta frente a una sociedad contribuye al ethos, encausa la ley y el comportamiento del individuo. Por ejemplo, gran parte de la pictórica religiosa fue siempre recurso ideal de las políticas de la Iglesia para producir y manipular el miedo en el seno de los feligreses. La creación pictórica, en ese orden, ha sido un asunto político (Boucheron, 2013, pp. 19-38; Rancière, 2014, pp. 31-45). Las emociones de sufrimiento y horror a causa del pecado se presentan con detalle en los cuadros de Brueghel y El Bosco, pinturas que iban estratégicamente ubicadas en lugares públicos: iglesias o salones comunales. También en diversos imperios era acto recurrente fijar murales que ilustraban los efectos de un buen o mal gobierno; para muestra, baste recordar el extraordinario Mural del Buen Gobierno de Ambrogio Lorenzetti, pintado en 1338 en el Palacio Público de Siena, en Italia, que ilustra con precisión todos los actos de gobierno que siguen siendo hasta nuestros días motivo de discusión: la justicia, la inequidad, la tiranía, el terrorismo, por ejemplo. Justamente, las imágenes de este fresco eran recreadas en los discursos del pastor Bernardin de Sienne para que el pueblo recordara más fácilmente sus enseñanzas (Boucheron, 2013, pp. 25-35).
En la selección estratégica de las pinturas, fotografías y grabados que escenifican diversas épocas del miedo político, y en la fijación narrativa de detalles visuales específicos, las novelas que estudiamos remiten metafórica- mente a las relaciones de la política con la imagen. En este orden, entonces, la escritura de Montoya guarda un enfoque político, tanto por el tema explícito figurado en las imágenes como por las reflexiones que impugnan los modos como las instituciones gubernativas se han impuesto sobre las civilizaciones y las diferentes sociedades: “Y el mal, eso lo pienso yo y no De Bry, por supuesto, es la historia. Y la historia es la herida irreversible provocada por la propiedad privada, el Estado y la religión” (Montoya, 2014, p. 214). A la sazón, Tríptico de la infamia sería también una contestación a las maneras criminales de la Iglesia para imponer sus doctrinas. Y Los derrotados, por su parte, igualmente podría leerse como una crítica de las dinámicas violentas de la política en Colombia, que han aplastado los sueños de muchas generaciones. En la escritura de Montoya la imagen visual y la palabra literaria parecen sustraerse de sus campos estéticos habituales y dar forma a una expresión iconopoética que proyecta con sentido renovado las relaciones entre la imagen visual, la literatura y la esfera política. La configuración estética de imagen visual y palabra proyecta otros modos de entender cómo el mundo se estructura desde el poder gubernativo; igualmente, visibiliza la realidad atroz que continúa oprimiendo a los más desposeídos. Una realidad, no sobra decir, que por su recurrencia misma se instala en la sociedad como dinámica natural del orden social. La escenificación de los grabados de Théodore de Bry sobre las atrocidades de la colonización toman nueva significación en las reflexiones que el narrador hace sobre ellos, un gesto narrativo que reaviva el interés por la historia que nos precede. El lienzo La masacre de San Bartolomé, explicado por su propio creador, François Dubois, nos hace dimensionar el sentido de las contiendas criminales a causa de las ortodoxias religiosas, que siguen azotando a las sociedades contemporáneas. Las trece fotografías que se transfiguran en palabra, en palabra-imagen, en uno de los apartados de Los derrotados, nos ubican en el centro del horror y el desamparo de una sociedad arrasada por la guerra durante muchas décadas. Lo que se establece en todo este entramado narrativo, en fin, es una disputa -formal, estética y epistemológica- sobre las políticas del miedo: su marco inmoral, la muerte violenta y la degradación del sujeto.
Acorde con el recorrido temático trazado, se concluye que en la escritura de Pablo Montoya palabra e imagen son gesto de supervivencia, es decir, expresión que reaviva el pasado y da voz a aquellos que fueron silenciados con la violencia extrema. La confluencia de imagen y palabra dan forma a un escenario narrativo donde, figuradamente, el tiempo y el espacio diluyen sus límites para abarcar otras miradas del pasado y el presente del devenir político de las naciones. Para Rancière (1991), la verdad de un mundo suele reavivarse en la mirada del extranjero; ciertamente, cuando se mira con extrañeza, es decir, con el deseo de descubrir algo nuevo en la realidad cotidiana, se genera pensamiento, impresiones novedosas sobre esa realidad. Así, entonces, vemos en la escritura de Montoya la metáfora de esa figura de extranjero que Rancière propone; sin duda, las novelas se erigen como una mirada nueva a un mundo que nos es ajeno y propio a la vez, y en esta mirada produce conocimiento y ubica al lector en otros ángulos de la realidad para que mire con nuevo matiz las imágenes del pasado. En fin, imagen visual y escritura literaria confluyen en las narraciones del escritor colombiano como pasajes para revalorizar el pasado traumático de las naciones y recuperar a su vez las otras memorias: las de los desposeídos. Por la forma como el autor incorpora en su obra el lenguaje visual, puede decirse que su escritura hace parte de la narrativa que reconoce que los avatares sociopolíticos reclaman la búsqueda constante de nuevas expresiones y juegos formales para reanimar el ejercicio literario, pero sobre todo para presentar de manera significativa otras lecturas del pasado doloroso.
Referencias bibliográficas
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Notas