Entrevista

Volver a La obra del sueño. Diálogo (y excursos) con Fernando Cruz Kronfly

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Simón Henao-Jaramillo
Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Volver a La obra del sueño. Diálogo (y excursos) con Fernando Cruz Kronfly

Estudios de literatura colombiana, núm. 42, pp. 189-197, 2018

Universidad de Antioquia

Recepción: 01 Julio 2017

Aprobación: 10 Octubre 2017

A comienzos de junio del 2017, mientras hacía una estancia de investigación en Bogotá, contacté vía correo electrónico al escritor Fernando Cruz Kronfly, autor de novelas como Falleba, La ceniza del Libertador y Destierro, entre otras. Mi interés en hablar con él provenía desde el 2013 cuando empecé la investigación doctoral, que realicé sobre su obra y la de su contemporáneo R. H. Moreno-Durán, en la Universidad Nacional de La Plata. Pero en ese entonces, sumergido como estaba en la lectura, opté por no impregnar mi imberbe perspectiva crítica con las indicaciones que pudieran desprenderse de aquello que él mismo me contara sobre las condiciones de producción y de sentido con las que había concebido su obra. De manera que dejé en silencio nuestra inexistente conversación. Hasta que, durante esta última estancia en Bogotá, quise despejar una serie de inquietudes que me rondaban acerca de la que considero una novela desafortunada, La obra del sueño.

Cuando le mencioné mi interés en su primera novela me respondió con un pequeño dato que, inminentemente, me aclaraba algunas cuestiones. Me dijo que, en efecto, La obra del sueño “fue quizás mi primera novela y que tiene una edición muy defectuosa de Oveja Negra. Mejor dicho, imposible, pues el original que entregué tiene dos tipos de letra, que corresponden a dos tiempos diferentes de la historia, pero en la edición esta diferencia se insinúa con un color más fuerte que el otro, como si fuese tan solo un defecto de impresión”. Sobre esta novela he escrito algunos artículos y un capítulo en mi tesis doctoral, de manera que la información que él me brindó acerca de lo defectuosa de la edición de Oveja Negra fue para mí muy valiosa, pues no hizo más que constatar algunas de las sospechas que me condujeron a ingeniarme la noción de “novela descosida” -un término que hurté de la afortunada expresión de Severo Sarduy, “pienso descosido”, y que uso para hablar no tanto del estilo de esa novela primeriza como de los efectos que, al menos en mi experiencia de lectura, produjo-. En definitiva, es una novela que, gracias a su carácter experimental, es descosida porque, tal y como aparece en su edición rústica, deja entrever los artilugios con los que está construida e invita a hacer una lectura de los intersticios con que sus partes están ligadas.

“Justamente -le escribí a Cruz Kronfly a correo seguido- lo que primero me genera inquietudes acerca de La obra del sueño tiene que ver con las condiciones de recepción. Ha sido una novela hasta hoy muy poco leída, o al menos eso es lo que puede concluirse al leer la crítica existente sobre su narrativa: poco se ha hablado de La obra del sueño. Durante mi investigación, apenas si encontré algunas referencias a ella en estudios sobre otras novelas y dos o tres reseñas casi contemporáneas a la edición de 1984 que hizo Oveja Negra. Una de esas reseñas apareció en el volumen XXII del Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República, publicación oficial de la Biblioteca Luis Ángel Arango, firmada por la profesora Beatriz Helena Robledo. Ella, entre otras cosas, habla de una mezcla de estilos, de saltos olímpicos entre diferentes códigos estéticos, de una novela cargada de desaciertos. Para mí, la lectura de la profesora Robledo es sintomática, pues expresa cierta falta de capacidad de los lectores de la década de los ochenta (y seguramente también, o más, los de hoy) de poder identificar y valorar el carácter experimental de la escritura. De ahí que mi primer interrogante tenga que ver con la percepción que usted ha tenido acerca de los lectores de La obra del sueño. ¿Puede un escritor hablar de cómo han sido leídas sus obras? ¿Cómo afectan, si es que lo hacen, esas lecturas en la continuidad y constitución posterior de su obra? ¿Por qué cree usted que La obra del sueño no ha tenido el alcance crítico del que sí han gozado otras novelas suyas? ¿Qué tipo de lector imagina usted para una novela como La obra del sueño?”.

“Nunca me he preocupado -respondió Cruz Kronfly- por averiguar cómo han sido leídos mis trabajos, sean estos de ficción o ensayísticos. Lo voy sabiendo, a medida que llegan a mis manos, accidentalmente, ensayos o artículos que tienen por objeto mi trabajo. En este sentido, escribo demasiado ensimismado, a la manera de una especie de vaciamiento que, después de toda una vida, aún no termina. Porque, si este vaciamiento fuese básicamente autobiográfico, hace años hubiese terminado, tal como más adelante habré de precisar el concepto de vaciamiento.

La obra del sueño, tal como su nombre anuncia, es onírica. En el sentido de que el sueño es una obra y tiene su lenguaje. Hasta el punto de que el sueño, según Lacan, se estructura como lenguaje. Y la única manera de acceder a su simbología es por medio del lenguaje. Si esto es así, La obra del sueño no es transparente ni lineal. En primer lugar, porque el inconsciente es astuto y no se deja arrinconar ni descifrar. Y, en segundo lugar, porque jamás lo onírico tiene la linealidad espacio-temporal del mundo de la vigilia. Esto plantea al lector, lo sé y lo asumo, severas dificultades que terminan, en el caso de ciertos críticos iletrados y ligeros, convirtiéndose ya sea en defectos de la novela o el relato, ya sea en desaciertos. Este es un riesgo que todo escritor comprometido con la exploración de la condición humana y con el propósito estético debe saber asumir”.

Esta respuesta me dio pie para una segunda serie de inquietudes acerca, ya no de la recepción, sino de las condiciones de producción de la novela. Según cuenta Lien Martin en su estudio sobre la figura de Bolívar, antes de escribir La obra del sueño, Cruz Kronfly ya había escrito el libro de cuentos Las alabanzas y los acechos, así como una versión de Falleba, que sin embargo fue publicada después de La obra del sueño. Por su parte Palencia-Roth dice que La obra del sueño empezó a ser escrita en 1972 con el sugestivo título Zaguanes adentro mientras era juez en Cartago. “¿Podría restablecerse y ordenarse esa cronología de escritura?” -le pregunté a Cruz Kronfly-. “Me interesa particularmente para poder indagar sobre la compleja naturaleza del personaje de Uldarico, de quien, como usted sabrá, más de uno (García Aguilar, Mejía Rivera...) ha dicho que es un alter ego del autor. A pesar de tener otro nombre, Uldarico, al menos esta es mi sospecha, aparece esbozado ya en la figura de Leopoldo Pinto en La obra del sueño. La confusión en esta cronología es, desde mi punto de vista, enriquecedora de esa complejidad a la que apuestan no solo los personajes sino también la estructura de todo su trabajo narrativo. Al hacer una lectura de La obra del sueño hoy en día, después de Falleba y de El embarcadero de los incurables, después de Destierro y de La vida secreta de los perros infieles, puede verse con mayor claridad la relación entre el personaje de la primera novela, su interiorización y su mutación con la profunda complejidad con la cual su escritura en las últimas novelas da cuenta del devenir de una subjetividad, como la de la figura de Uldarico, ya plenamente abstraída, entregada por completo a su condición de figura escrituraria. En síntesis, me gustaría saber cómo percibe usted hoy en día, a más de treinta años de la publicación de La obra del sueño, la figura de Leopoldo, cómo ve sus aventuras montañosas, su interiorización en el cajón y su transformación equina en relación a la ubicua figura de Uldarico”.

La obra del sueño es mi primera novela luego de haber escrito algunos cuentos” -me respondió-. “Por lo tanto, asumo que este tipo de emprendimientos de largo aliento le plantean a un escritor en ciernes reales dificultades que no siempre resuelve bien. Me gustaría volver a leer con indulgencia esta primera obra que inicialmente se llamó Zaguanes adentro, que tenía casi 600 páginas y que, aun así, fue distinguida con el segundo lugar en un concurso literario promovido en Cali por la revista Vivencias, no recuerdo bien el año. Con el tiempo la volví a trabajar, la historia es la misma pero la recorté para concentrar efectos y le modifiqué el nombre a La obra del sueño. Puesto que escribo bastante ensimismado a la manera de un vaciamiento catártico por la vía del lenguaje estetizado, no influye en mi trabajo la recepción que de él hacen los lectores. Por ser La obra del sueño mi primera novela, de ella solo se podrían ocupar quienes se interesen por la totalidad de mi trabajo literario y hagan un tejido. Por fuera de este tipo de interés integrador, propio de un verdadero investigador de autor, mi primera novela se ha venido quedando en un olvido explicable, puesto que entre nosotros el trabajo crítico suele recaer sobre la coyuntura literaria, es decir, sobre lo último. Cuando algunos han mirado mi trabajo como totalidad, advierten una estrecha conexión entre mis ensayos y mi ficción. Usted orienta este conjunto de interrogantes en una dirección que juzgo acertada. Y que guarda estrecha relación con el tema anterior. Puesto que se trata de un ‘vaciamiento’, la estetización integral del relato podría considerarse como una especie de ocultamiento de quien se desocupa. Su pregunta, que contiene una hipótesis de trabajo, supone bien que Leopoldo Pinto madura en Uldarico. No estoy seguro de que la expresión ‘madura’ sea la mejor. Pero de lo que sí estoy seguro es que Uldarico es un sujeto en proceso, hasta lo que ahora mismo estoy escribiendo. Tampoco estoy seguro de que si entiendo conscientemente mi trabajo de ficción como un vaciamiento, Uldarico pudiera considerarse como un alter ego del escritor que soy. No lo creo en estricto sentido. Algo me lleva a suponer que pensar esta relación entre Uldarico como personaje que recorre parte de mi obra, y yo como escritor y creador suyo, bajo la modalidad del alter ego, simplifica demasiado el asunto. A no ser que el alter ego sea el que yo jamás fui. Muchas veces me he sentado a pensar, con la casi imposible sinceridad que puede exigirse a un escritor, por qué siento que mi trabajo es un asunto de vaciamiento. Y me he preguntado ¿vaciamiento de qué? Y entonces llego a un lugar en el que, más que perderme, me disuelvo. Este es un punto esencial. Y me explico: el punto de partida es lo inefable. Algunos lo han definido como incapacidad del lenguaje, un defecto suyo o un agotamiento de los significantes y de los significados. Yo no lo veo así. Mi punto de vista es que al humanizarse el animal antropomorfo, se salió de las leyes de la naturaleza. Quedó desnaturalizado. Por lo tanto, absolutamente ‘abierto’ al mundo, según Heidegger y luego Giorgio Agamben quien, dicho sea de paso, define al ser humano como el animal que ya no es.

Ahora bien, y para no extenderme, si el ser humano lo es precisamente porque se salió de las leyes naturales y de los instintos, sin poderse salir del todo, debió sujetarse a otro tipo de anillos, ahora normativos de tipo cultural, para no enloquecer. El lenguaje, primordial y esencialmente constituyente de lo humano, es su anillo cultural originario. El lenguaje es la morada humana no natural. Pero el lenguaje es un anillo que se cierra sobre sí mismo o no es nada. Al cerrarse el anillo lingüístico sobre sí mismo en términos de códigos, significantes y significados preestablecidos a los que el hablante ordinario se sujeta como su nueva morada no natural sino cultural, queda por fuera de ese anillo lingüístico buena parte del mundo que todo poeta ‘verdadero’ presiente y a cuya conquista se lanza. El vaciamiento del que hablo no es entonces solo el de mi vida a través de Uldarico como alter ego, sino principalmente el de mis intuiciones de un mundo que quedó por fuera del lenguaje, que sé que está ahí en lo aún no dicho y por lo tanto en lo aún nunca pensado racionalmente, pero que sigue ahí tanto en los sueños como en los presentimientos e intuiciones.

Es en este sentido que suelo decir cómo el escritor ‘verdadero’ no es un ser humano normal, en cuanto si bien vive en lo real, con un pie en este mundo, también vive tratando de dar la palabra a lo aún no dicho. Este es el tipo de vaciamiento del que hablo, y Uldarico es el llamado en mi nombre a ver el mundo nunca antes visto y a nombrarlo para que empiece a ser y a estar donde antes no estaba. ¿Es esto un alter ego? No lo siento así. Uldarico es, pues, un sujeto en proceso, un creador, en mi nombre, de un lenguaje que arrincona a lo inefable. En términos de Octavio Paz, Uldarico intenta en mi nombre que las palabras se reúnan como si lo hiciesen por primera vez. Esta es la maravilla absoluta de Joao Guimaraes Rosa, autor definitivo en mi vida literaria y de mi vida personal. Porque lo que Guimaraes ve, nadie lo ve. Solo su maravilloso y elaborado lenguaje lo deja ver. Para decir que una mujer está llorando y que sus ojos brillan, Guimaraes escribe: ‘sus ojos bañados en luz de orilla de lágrimas’. Pienso que este ejemplo lo dice todo”.

“Tal vez podrían conectarse estas inquietudes sobre los personajes de sus novelas con la cuestión formal y material de la escritura en La obra del sueño” -propuse-. “Usted habla de una edición defectuosa que no respetó el manuscrito en el que aparecían dos tipos de letra para diferenciar las temporalidades del relato, que es algo que uno bien podría catalogar como gesto vanguardista. Vinculado con esto, me interesa saber cuál era su relación en el momento de la escritura de La obra del sueño, si es que la había, con las vanguardias. A mi parecer, es notable cómo esta novela irrumpe en una tradición como la de la novelística colombiana más bien pobre en experimentación; una novelística lejana de la exploración vanguardista, lejana de esa otra tradición de la novela experimental que en América Latina ha dejado valiosísimas texturas como las del Macunaíma, las de las novelas de Huidobro o de Pablo Palacios, tradición en la que considero podría insertarse no solo La obra del sueño, sino gran parte de sus novelas. ¿Acaso esta sospecha de su vínculo con las vanguardias viene de la mano con su expresa voluntad de distanciarse del carácter comercial de la literatura, de la chatura en que el mercado, al apropiase de las formas del relato, ha convertido la narrativa colombiana?”.

“Muy breve responderé. Yo he sospechado siempre de las vanguardias puramente formalistas y técnicas. Prefiero y valoro, eso sí, las vanguardias profundas. En el entendido de que la forma y la técnica narrativas deben estar siempre ligadas a la novedad ocurrida en la condición humana. La condición humana no es sino que va siendo. Y este ir siendo le plantea a los escritores y pensadores un reto que compromete toda su fuerza creadora. Comparto, de Harold Bloom, su punto de vista respecto de la medición de la fuerza estética de una obra, a partir de lo que él denomina componentes cognitivos, metafóricos, simbólicos y lingüísticos. Las vanguardias puramente técnicas y formalistas no apuntan a la fuerza estética sino más bien a romper y enfrentar, muchas veces por la vía de la irreverencia, el conservadurismo formal de la literatura que se estima agotada. Por el contrario, la vanguardia profunda indaga en términos cognitivos la transformación histórica de la condición humana, en cuanto al advenimiento de nuevas subjetividades, lo cual obliga nuevos tratamientos metafóricos, simbólicos y lingüísticos, que es otra cosa.

Todo lo anterior, en el entendido de que la subjetividad es el conjunto de representaciones que uno se hace del mundo a partir de los marcos de referencia culturales en que se vive, representaciones en las cuales uno se instala a vivir y desde donde se relaciona con uno mismo y con la otredad. Esta subjetividad es la que importa a la idea que tengo de la condición humana en el sentido de que no es sino que va siendo. En síntesis, Huidobro, Macedonio e incluso Roberto Arlt son esenciales y lo fueron para mi vida literaria, lo mismo que Cortázar. Todos ellos, a mi entender, lograron dar cuenta de una nueva subjetividad latinoamericana, en los términos antes dichos”.

Finalmente le escribí una última inquietud, no porque no tuviera más sino porque ya me parecía que estaba alargando demasiado mi curiosidad. Quería saber acerca de la transformación de la figura de Leopoldo Pinto en Polvo de los Caminos, la mula en que, huyendo del ejército, se escapa hacia Jericó. “Me pregunto si esta animalización de lo humano tiene que ver con una forma de percibir lo animal propia de una zona de la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, cuyo caso paradigmático es el relato de Guimaraes Rosa ‘Meu Tio, o Iauareté’, escrito hacia 1950, donde la vida animal se presenta sin forma precisa, contagiosa, una vida que ya no se deja someter a las prescripciones de la metáfora y, en general, del lenguaje figurativo, sino que empieza a funcionar, como lo ha señalado Gabriel Giorgi, en un continuum orgánico, afectivo, material y político con lo humano. Mi sospecha es que usted tenía presente este relato de Guimaraes Rosa en el desarrollo de su personaje, sospecha que está basada en la fecha que aparece al final de su ensayo ‘Guimaraes Rosa o la reflexión de vivir’, que coincide con la fecha en que se publicó La obra del sueño y donde, entre otras cosas, usted habla de los caballos que figuran como ‘misterioso símbolo de la humanidad’ que lo lleva a pensar en el misterio propio de la literatura”.

“Ciertamente, no tenía aún veinte años cuando leí con profunda emoción la ‘Antropología filosófica’, de Ernst Cassirer”, me escribió Cruz Kronfly. “Y supe allí que existía una tribu que sostenía con los animales y la naturaleza una profunda relación de consanguinidad. Durante los rituales, quienes danzaban se ponían máscaras de león, jabalí, águila, etc., y entre los participantes enmascarados había uno que se ponía máscara de ser humano. Es decir, se disfrazaba de hombre. Al leer esto no solo quedé maravillado sino desconcertado, pues entró en crisis aguda mi antropocentrismo cristiano católico infantil por la vía del alma. De esta manera, quienes danzaban se pedían perdón por lo que los unos se veían obligados a hacer a los otros, porque tenían que alimentarse. Y así, en medio de esta diversidad, se representaban la consanguinidad.

Ahora sé que Gabriel Giorgi habla de un continuum orgánico afectivo, material y político del que los seres humanos hacemos parte. Y que, para citarlo de nuevo pero en otra dirección, se me antoja, Giorgio Agamben atrapa en la definición de lo humano como aquel animal que ya no es. Es decir, somos animales pero ya no lo somos. Esta fragmentación, esta doble pertenencia trágica no es un defecto sino la esencia de lo humano. Dicho de otra manera, lo humano es, precisamente, la fragmentación y la doble pertenencia.

Ahora bien, en aquel seminario fundamental ofrecido por Heidegger en la Universidad de Friburgo por los años de 1929-1930, que denominó Sobre el aburrimiento profundo, si bien el pensador se preocupó por construir aquello que diferencia al hombre del animal, lo hizo a partir del animal, de la biología y de la etología de su tiempo. Y utilizó la expresión ‘transposición’, precisamente para referirse a cómo los seres humanos humanizan a los animales que tienen alrededor. Pero esta humanización por transposición, que se expresa como domesticación, casi siempre, no se queda ahí, pues también antropomorfizamos a los animales hasta el punto de atribuirles rasgos humanos que no tienen, pero que operan como la base del continuum afectivo. Occidente, desde Grecia y asimismo la tradición judeo cristiana creacionista, han luchado por destruir este continuun que la antropología y la etología hacen evidente, pero que la razón, el logos o el alma rompen. La antropología evolutiva que conocí desde niño me instaló de cabeza en la naturaleza, a mucho honor, a pesar de que el formateo cristiano católico me hizo creer en un tiempo que tenía alma y no psiquismo. No soy campesino. No lo fueron mis padres, pero siempre viví entre animales que he amado y comprendido en su especificidad y diferencia. Los caballos y sus ojos. La manera como los mamíferos lamen a sus crías al nacer, no porque las amen sino para construir la impronta que les permitirá su posterior reconocimiento. Los etólogos nos enseñan que si una gata no lame a su cría apenas nace para construir la impronta, dejará de considerarla como su cría para convertirla en carne y se la come.

La etología contemporánea borra las fronteras entre lo animal y lo humano, hasta dejarlas a duras penas reducidas al lenguaje simbólico y la norma moral. Pero hay que reconocer que los animales se comunican de una manera no estrictamente lingüística y crean sentido. Además, tienen sus reglas, aunque no estrictamente morales. Entre ellos no hay culpa, arrepentimiento ni pecado. Ahora bien, este continuum animal al que pertenecemos, esta afectividad nuestra para con ellos y de ellos para con nosotros, este compartir los mismos principios y leyes orgánicas y biológicas es el lugar al que me vine a vivir desde niño y desde donde escribo. No siempre se hace evidente, pero siempre me acompaña. Es inevitable. Sé bien que esto no significa panteísmo alguno. Sé bien que los seres humanos somos diferentes de los animales. Pero también sé que no debo ser narcisista antropocéntrico y que formo parte de un mundo animal diverso, en el que nuestra especificidad consiste en la locura y en la fragmentación que deriva de ser el animal que ya no somos. En La obra del sueño ya estaba presente este continuum, que siempre alumbró mi manera de representarme el mundo, hasta hoy. Y que puede ser interpretado por algún crítico iletrado como una especie de rezago rural. Yo estoy seguro de que este continuum preside la extraordinaria obra de Joao Guimaraes Rosa, que se ubica en la profunda complejidad de lo humano, independientemente de que el escenario sea el sertón y galopen por sus páginas los caballos.

Don Quijote no es rural ni es urbano. Lo que cuenta allí son dos cosas esenciales: el principio de individuación y la acción humana entendida como un fluir que va siendo, gobernado por el azar y la casualidad. Porque si para la clasificación de la novela utilizamos como criterio solo la locación física o espacial, tendríamos que concluir que la novela de Conrad es marítima o acuática, como la de Melville; callejera, como Berlin Alexanderplatz…, en fin. En síntesis, en La obra del sueño hay continuum afectivo y orgánico con el mundo animal, hay transposición, hay antropomorfismo, como lo hay en la novela La caravana de Gardel”.

Notas

1 Cómo citar esta entrevista: Henao Jaramillo, S. (2018). Volver a La obra del sueño. Diálogo (y excursos) con Fernando Cruz Kronfly. Estudios de Literatura Colombiana 42, pp. 189-197. DOI: 10.17533/udea.elc.n42a11
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