Editorial
SOBRE EL ERROR
A Paloma, David, Víctor y Marcela,
que abren caminos, en caluroso abrazo.
Ya oigo protestar a los filósofos: «Pero eso que tu ensalzas, me dirán- es deplorable;
eso es estulticia; eso es errar; eso es engañarse; eso es ignorar.»
Más bien, -contestaría yo-, eso es ser hombre;
y no me explico por qué lo llamáis deplorable, cuando así habéis nacido,
así os habéis criado, así os habéis educado, y esa es la condición de todos los mortales.
Lo que salva a veces es tan sólo el error,
y sé que no nos salvaremos mientras nuestro error no nos sea precioso.
Tal como sucede con nociones como la de la guerra o la muerte, a través del error se cuenta el envés de la historia del hombre, el lado oculto de su pensamiento. Una visión parcializada de esa historia se enfoca en la contemplación de una superficie armónica de los sucesos, desligando las transformaciones que se gestan en lo profundo. Pero cuando los polos que aparecen como opuestos revelan su vínculo, ambos se convierten en causas y consecuencias: así como a través de la guerra los hombres han consolidado sociedades organizadas que no obstante siguen siendo propensas a la lucha, y la vida de un organismo no puede ser otra cosa que un desarrollo paulatino que culmina y a la vez alcanza su máximo potencial en la muerte, a través del error se puede llegar a la construcción del conocimiento tenido como cierto y al mismo tiempo cuestionarlo para crear uno nuevo. En esta visión renovada, el error pasa de ser un obstáculo para el conocimiento, algo que es preciso eliminar, a ser una vía legítima para construirlo, un saber que se puede transformar.
El error del pensamiento ha sido considerado en la filosofía como obstinado adversario del conocimiento verdadero. Para Platón, la distinción fundamental entre opinión vulgar, propia de quien ignora la auténtica idea, y episteme, propio de quien contempla las esencias, se convirtió en una manera de diferenciar lo que es verdadero saber y lo que pertenece a niveles de conocimientos inferiores; para Descartes, el error es un producto de la desobediencia del entendimiento que, más que integrarlo al proceso total del pensamiento, intenta eliminarlo: cuando el entendimiento es movido por la voluntad libre, se excita de tal modo que intenta conocer lo que es confuso e indeterminado, sobrepasando así las reglas que deben dirigirlo. Tanto en Platón como en Descartes hay una preocupación por conocer una realidad absoluta y, por tanto, se propone una vía auténtica para conseguirlo que implica abandonar por completo un estado de ignorancia previo y pasar a uno de verdadero saber. Reformular esta percepción del error y la ignorancia, considerada solo a través de dos pensadores pero que está sostenida sobre una comprensión tradicional del conocimiento y la actividad del pensamiento, implica concebir que se puede construir, no un conocimiento sistemático sobre una realidad absoluta, sino uno que responda a determinadas condiciones particulares, por medio y no por encima del error y la ignorancia.
En los siglos XX y XXI, el ingreso de la lógica mercantilista de costo-beneficio al campo del conocimiento agudiza el carácter peyorativo del error porque la actividad investigativa, la forma que adquiere la relación universidad-saber, debe centrarse en obtener productos cualificados y aplicables en determinado tiempo y con determinados recursos, obviando casi por completo que para lograr tales resultados positivos es preciso obtener, analizar y superar los negativos si se presentasen, de modo que el error deje de tener valor en sí mismo como aberración del pensamiento y se convierta en un elemento que replantee la investigación en función de otras posibilidades. Edgar Morin (2015) , frente a una tradición de pensadores que desechaban el error y, puede considerarse, frente a la mercantilización del conocimiento, consideró que el error es inevitable en la investigación, pues se trata de un proceso activo y cambiante que incluye retrocesos, desequilibrios, desaciertos, pero también resultados y ventajas. Considerar, como lo hace Morin, que no hay una realidad absoluta por conocer, sino que esta es compleja, contradictoria, implica aceptar la ausencia de totalidad en el conocimiento y por tanto, la posibilidad de que sea reformulado. El conocimiento humano tampoco conforma una totalidad coherente en sí misma, la contradicción entre ideas, teorías, corrientes, disciplinas, autores y conceptos es inevitable. En este sentido, si el conocimiento no es absoluto, el error tampoco puede serlo y por el contrario, se convierte en un insumo valioso que da cuenta de un legítimo movimiento interno de la actividad investigativa y creadora.
Tal vez la escritura, no solo como producto de la investigación sino también literario, puesto que implica más profundamente las experiencias y la imaginación de quien escribe, sea una de las actividades creativas en las que el error puede ser aprovechado, e incluso deseado, de mejor manera. Puede tomarse como ejemplo que en muchas ocasiones un prólogo o una introducción, además de ser un pasaje que presenta el contenido de un libro, es también una confesión en la que el escritor relata las peripecias que tuvo que sufrir para culminar su escritura, sus otras preguntas y respuestas, los temas que colindan y a la vez dan horizonte al suyo, los otros libros que pensó escribir pero de los cuales sobrevivió solo uno, las mutaciones de sus ideas a raíz de una conversación personal, o incluso, el abandono de su proyecto por una razón completamente justificada desde su perspectiva (falta de claridad, de material, de tiempo, de interés). Como desenlace de su relato, aparecen ante los ojos del lector las páginas corregidas y bien escritas, las ideas claras y los párrafos limpios. Pero la historia de esas ideas no comenzó por el final, cuando el lector tuvo el libro en sus manos, lo leyó y lo disfrutó o lo aborreció; esa historia comenzó desde mucho antes, cuando el interés se arraigó en la mente, en los sueños del escritor, en su cotidianidad, en el contradictorio ir y venir de su pensamiento. La actividad de la escritura entonces no se asemeja a transitar caminos pavimentados y amables a los pies, sino senderos abiertos y sinuosos porque subyacen al proceso creativo un gran número de variaciones que, sin imposibilitar la llegada al final del recorrido, lo enriquecen, pero también abren una brecha en la superficie armónica de la obra. El error es prolífico entonces en la medida en que es posible considerar las transformaciones que origina, no para eliminarlas, sino para incluirlas y aprovecharlas en función de una actividad creativa que se da de diferentes modos, puesto que su riesgo es inherente al conocimiento y no puede ser suprimido del pensamiento.
Referencias
Morin, E. (2015). Enseñar a vivir. Manifiesto para cambiar la educación. Ciudad Autónoma Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
De Rotterdam, E. (2009). Elogio de la locura. Madrid: Mestas ediciones.
Lispector, C. (2015). Las palabras. Buenos Aires: El cuenco de plata.
Información adicional
Forma de citar este artículo en APA: Ríos Restrepo, L. (2016). Sobre el error. Perseitas, 4(2), pp. 134 - 137
Enlace alternativo
http://www.funlam.edu.co/revistas/index.php/perseitas/article/view/2009/1555 (html)