Artículos de Reflexión no derivados de investigación
Claridad con las cosas: ¿Un día después? Contribución al debate sobre la "dispensa del celibato clerical"
Clarity with things: a day after? Contribution to the debate on the “dispensation of clerical celibacy”
Claridad con las cosas: ¿Un día después? Contribución al debate sobre la "dispensa del celibato clerical"
Revista Perseitas, vol. 4, núm. 2, pp. 233-259, 2016
Fundación Universitaria Luis Amigó
Recepción: 02 Octubre 2015
Aprobación: 11 Marzo 2016
Resumen: No han solido ser materia de discusión teológica documentos como el rescripto de “dispensa del celibato sacerdotal” emitido por la Congregación del Clero. Sin embargo, sus elementos doctrinales y la pertinente concreción disciplinar hacen parte esencial de la manera como, en la iglesia católica romana, continuarán viviendo su fe quienes lo han recibido. Un examen atento del texto, que releve en él tanto la presencia de los criterios evangélicos como sus posibles ausencias en el contexto de las indispensables referencias históricas a la cuestión del celibato ministerial y con atención al magisterio conciliar de Vaticano II, contribuye a un replanteamiento teológico, y en consecuencia canónico, de este tipo de medidas administrativas en la iglesia.
Palabras clave: Celibato, concilio, evangelio, derecho canónico, teología.
Abstract: It does not have tended to be a matter of theological discussion documents as the “dispensation from priestly celibacy” Rescript issued by the Congregation for the clergy. However, its doctrinal elements and the relevant implementation discipline are an essential part of the way, as in the Roman Catholic Church, they will continue to live their faith who have received it. An attentive examination of the text that relieve in the both the presence of the Evangelical criteria as his possible absence, in the context of the indispensable historical references to the question of ministerial celibacy and with attention to the conciliar teaching of Vatican II, contributes a rethinking theological, and as a result canonical, this kind of administrative measures in the Church.
Keywords: Celibacy, Council, Gospel, right Canon, theology.
CLARIDAD CON LAS COSAS: ¿UN DÍA DESPUÉS? Contribución al debate sobre la “dispensa del celibato clerical”
En realidad, el Código de Derecho Canónico es absolutamente necesario para la Iglesia… puesto que ella está constituida como un cuerpo social y visible, también tiene necesidad de normas… para que promueva las relaciones de los fieles con justicia y caridad, y garantice y defina los derechos de cada uno (Juan Pablo II, 1983, p. XLI) .
Medio siglo atrás publicó Hans Urs von Balthasar (1966, trad. en 1967) un pequeño libro que tituló Seriedad con las cosas. Córdula o el caso auténtico. Quizá las líneas que vienen a continuación lleguen a merecer uno de esos calificativos tan del gusto de los críticos, tal como la obra del teólogo alemán recibió el de conservadurismo teológico. El nombre que dio a su opúsculo el intelectual católico romano, que había sido dejado en silencio hasta que en tiempos del Concilio Vaticano II se reconocieron sus logros, me ha traído a la memoria el símbolo del personaje perteneciente a la “Leyenda de las once mil vírgenes”: Córdula se esconde en una nave cuando los hunos se lanzan sobre sus compañeras, “furiosos como lobos sobre ovejas, y las mataron a todas”; pero al otro día se arrepiente, se presenta ante sus verdugos, y asume el martirio (Von Balthasar, 1966/1967, p. 126) . Hasta aquí el dato no difiere de otros similares de los que está llena la tradición cristiana de los orígenes. Hay, sin embargo, un rasgo singular en esta mujer: se aparecerá luego a una ermitaña para que su fiesta fuera celebrada el día sucesivo a la de las demás, pues no había sido martirizada con ellas. No me atrevo a emular la perentoria invitación del autor a la seriedad con las cosas referentes a la fe cristiana, entre ellas a afrontar el martirio si fuere necesario. Sólo deseo hacer claridad sobre un procedimiento de la ordinaria administración de la iglesia católica romana. Y busco ponerlo por obra no un día, sino algún tiempo después de haber recibido el documento que comentan las páginas siguientes, y cuando a buena cantidad de otras personas, que de años atrás han permanecido en silencio, ha sido enviado uno similar. Acepto, sí, que la claridad conduce a la seriedad y a la coherencia de cuantos tenemos que vérnoslas con asuntos que remiten a la profesión de fe en la santa Trinidad.
En pocas ocasiones, las revistas de teología someten al tamiz de la crítica las decisiones judiciales, vale decir canónicas, de la iglesia católica romana. La mayoría de quienes trajinamos la investigación solemos limitarnos a tomar como ejemplo alguna de ellas para ilustrar los resultados de una búsqueda histórica en la teología bíblica, en la sistemática o en la pastoral. Sin embargo, los tiempos que vive la comunidad de los creyentes le imponen la necesidad de contrastar la confesión de fe cristiana y el uso que la autoridad eclesiástica hace de la extensión del “poder de las llaves”, el que en la conciencia de esta confirió Cristo Señor a los sucesores de Pedro en el pontificado, y por extensión a los obispos (Concilio Vaticano II, 1966, Decreto Christus dominus, 1-4) . Al Código de Derecho Canónico (1983)[1] se han confiado por eso la criteriología y los recursos jurídicos con que es administrada la comunidad eclesial por los obispos, comprendido el de Roma, al que se reconoce una especial y específica misión (Juan Pablo II, 1983, p. XXXI.XXXV-XL) .
Hay un aspecto de la vida de los católicos romanos que la mayor parte de ellos desconoce. Me refiero a las consecuencias cotidianas que tiene, para el presente y el futuro del individuo –hasta el momento solo varón- y de la comunidad diocesana con la cual se identifique, la así llamada “pérdida del estado clerical”[2]. Téngase en cuenta que el documento -cuyo texto se incluye a continuación- no está dirigido por la Congregación para el Clero a determinadas personas entre quienes solicitan la dispensa del ejercicio del ministerio presbiteral, que el CIC (1983) identifica como “dispensa del celibato sacerdotal”. El texto es, a todas luces, un formato idéntico para la generalidad de los casos[3].
Tras una valoración teológica del rescripto de la Congregación, que lo ubica en la problemática hoy latente de la libertad religiosa, abordo cada uno de sus ítems procurando reflexionar tanto sobre su contexto como sobre la significación práctica de la visión teológica que subyace a ellos. Diría entonces que se trata de un sobrio método de análisis textual del documento, que no pretende competir con ninguna de las categorías que este suele asumir, pero sí busca desentrañar sus implicaciones a la vez que los presupuestos teológicos y sus consecuencias canónicas, desde los que ha sido construido. Resulta obvio que la validez de las conclusiones parciales y de la final dependerá de la que tengan los argumentos que las preceden. Por eso, como es de buen recibo en la actividad teológica, el trabajo persigue la discusión de tales argumentos por parte de otros colegas que conozcan documentos vaticanos de alguna manera similares, sea por su objeto propio, sea por el discurso teológico que los ilustra, así este no figure de manera explícita. Parto de una hipótesis para la que el título del trabajo es alusivo: textos oficiales de la iglesia católica romana, como el aquí examinado, necesitan de coherencia doctrinal y, en consecuencia, de cuidado pastoral con la especificidad de las personas implicadas en ellos.
Sumario del rescripto de dispensa del celibato sacerdotal: Congregación para el Clero
1. El rescripto de dispensa del celibato sacerdotal, concedida por el Sumo Pontífice, que debe ser notificado al solicitante por el Ordinario competente lo antes posible:
a) Produce su efecto desde el momento de la notificación.
b) Comprende inseparablemente la dispensa del sagrado celibato y la pérdida simultánea del estado clerical. No puede el solicitante separar esos dos elementos, ni aceptar el primer recusando el segundo.
c) Si el solicitante es religioso, el rescripto concede también la dispensa de los votos (en cuanto sea necesario).
d) El mismo rescripto lleva consigo, en cuanto sea necesaria, la absolución de las censuras.
2. La notificación de la dispensa al solicitante puede hacerse personalmente, por el mismo Ordinario o su delegado o por el notario eclesiástico, o por carta certificada. El Ordinario debe devolver una copia del rescripto debidamente firmado por el solicitante, como prueba de que éste lo ha recibido y acepta sus preceptos.
3. La noticia de la concesión de la dispensa anótese en los libros de bautizados de la parroquia del solicitante.
4. Por lo que se refiere a la celebración del matrimonio canónico, se ha de aplicar lo establecido en el Código de Derecho Canónico. Cuide el Ordinario de que todo se realice prudentemente, sin especial solemnidad exterior.
5. La autoridad eclesiástica a quien corresponde notificar debidamente el rescripto al solicitante, exhórtele encarecidamente a participar en la vida del Pueblo de Dios de modo congruente con su nueva situación, a dar edificación y a mostrarse así como un buen hijo de la Iglesia. Al mismo tiempo, hágale saber cuanto sigue:
a) el presbítero dispensado pierde, por el mismo hecho de la dispensa, las dignidades y oficios eclesiásticos; y no queda ligado por más tiempo a las demás obligaciones propias del estado clerical;
b) queda excluido del ejercicio del sagrado ministerio, a excepción de lo dispuesto en los cánones 976 y 968 §2, y, por ello, no puede tener la homilía ni puede ejercer un oficio directivo en el ámbito pastoral ni desempeñar el cargo de administrador parroquial;
c) no puede desempeñar ningún cargo en los Seminarios e Institutos equiparados. En otros Institutos de estudios de grado superior, dependientes en cualquier modo de la Autoridad eclesiástica, no puede ejercer un cargo directivo;
d) en los Institutos de estudios de grado superior, dependientes o no de la Autoridad eclesiástica, no puede enseñar ninguna disciplina propiamente teológica o íntimamente conectada con ella;
e) en los Institutos de estudios de grado inferior, dependientes de la Autoridad eclesiástica, no puede ejercer cargos de dirección ni enseñar una disciplina propiamente teológica. La misma prohibición afecta al presbítero dispensado en cuanto a la enseñanza de la Religión en Institutos del mismo grado, no dependientes de la Autoridad eclesiástica;
f) de suyo, el presbítero dispensado del celibato sacerdotal, y con mayor razón si se ha casado, debe apartarse de los lugares en que su anterior condición es conocida, y no puede desempeñar en ninguna parte el servicio de lector y acólito ni de la distribución de la comunión eucarística.
6. El Ordinario diocesano del domicilio donde mora el solicitante puede, según su prudente juicio y conciencia, después de haber oído a las personas interesadas y de haber ponderado bien las circunstancias, dispensarlo de algunas y aún de todas las cláusulas del rescripto reseñadas en las letras e) y f).
7. Téngase por norma conceder estas dispensas solamente después de transcurrido algún tiempo de la pérdida del estado clerical y por escrito.
8. Finalmente, impóngase al solicitante alguna obra de piedad y caridad.
Pareciera subyacer al tipo de concepción teológica aquí presente la ambigüedad con que la constitución Lumen gentium del ya cincuentenario Concilio Vaticano II (1966) absuelve el asunto de la identidad eclesial de sus miembros. El texto conciliar plantea, sin quererlo -al parecer del autor del presente artículo-, una confusión entre los modos de pertenencia a la constitución jerárquica de la iglesia: según los capítulos III y IV, expuestos como “jerarquía” y “laicado”, mientras que en el capítulo V se habla de “cualquier estado o condición” (40b) y aún de “múltiples géneros de vida y ocupaciones” (41a) que se especifican en siete, concluyendo que se trata de “condiciones, ocupaciones o circunstancias de (…) vida” (41g)[4].
La afirmación de la constitución jerárquica de la Iglesia está en congruencia con la teología más tradicional; pero de repente, cuando se trata de precisar la identidad del laico, se omite la dinámica jerarquía-laicado, y se atiende a la de sacerdocio ministerial y sacerdocio común. La afirmación presenta dos fallas: primera, se evidencia el sesgo de la Constitución por una línea teológica que privilegia la dimensión sacerdotal del ser cristiano dejando en sordina la profética y la regia, constitutivas las tres de la persona de Cristo Señor, cabeza de la Iglesia, pues de las tres participan todos los bautizados en su nombre. Segunda, muestra la debilidad de la afirmación por cuanto hace prevalecer el primero de los dos “estados”, el ministerial, que para el caso es el episcopal, adquirido por un acto jurídico de asunción, sobre el segundo, el laical de un sacerdocio común, que en consecuencia afecta por igual al estado de los sacerdotes ministeriales; estado que a su vez no se adquiere, sino que se posee en origen. Así las cosas, pareciera que cuanto se busca salvaguardar es la clásica concepción de la plenitud del sacerdocio para el obispo y la de un sacerdocio de segundo orden para el presbítero y el diácono, como continúa proclamando la oración consagratoria en el ritual de la ordenación “sacerdotal”. ¿No sería más sana, por cuanto bíblicamente más coherente, la concepción ministerial del sacramento del orden y, por tanto, de los “estados de vida” clerical y laical? Que evitaría, además, la confusión entre estados de vida y condiciones jurídicas.
Bajo el supuesto de que en el “estado clerical” estén integrados los obispos -pues al fin de cuentas su ordenación los remite a un estado de vida y no sólo a una función- y si la universal vocación de los cristianos a la santidad está vehiculada por su estado de vida (capítulo V) y no por el hecho de ser bautizados, tan auténtico es el suyo como el de los laicos; entiéndase: de todos los laicos, ellas y ellos[5]. Religiosos y religiosas, laicos en ambos casos porque han sido bautizados[6], pertenecen a la vida de santidad de la iglesia (capítulo V)[7], y como tales no a su estructura jerárquica (capítulos III y IV); en el caso de los varones que han optado por la vida religiosa, se trata o de clérigos o de laicos, y a las mujeres atañe como posibilidad única la del laicado[8]. Queda pendiente una respuesta suficiente a la pregunta por la identidad eclesiológica de bautizadas y bautizados que no han optado por la vida religiosa, pues la Constitución enfatiza la consagración bautismal casi exclusivamente para quienes sí lo han hecho[9].
Dedica el CIC (1983) la parte III del libro II (Del pueblo de Dios) a los “Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica”, de los que legisla en algo más de 160 cánones (573-746); lo hace inmediatamente después de elaborar otros 243 (330- 572) destinados a la parte II que titula “De la constitución jerárquica de la Iglesia”, en la que no figuran por ningún lado los laicos como tales. Hay que reconocer que de ellos se ha ocupado en la brevísima parte I (“De los fieles cristianos”, 204-329), de cuyos 125 cánones les atribuye directamente ocho (De las obligaciones y derechos de los fieles laicos, 224-31) y al final otros tres (Normas especiales de las asociaciones de laicos, 327-29). Una rápida mirada a los títulos y subtítulos del índice general del Código deja la sensación de que los laicos o están presentes en todos sus capítulos y párrafos[10] o en casi ninguno de ellos; quizá porque tras la definición conciliar de laico hay otra ambigüedad: se llama tal a todo bautizado o fiel cristiano, a condición de que no pertenezca ni al clero ni a la vida religiosa; en otras palabras, “lo es quien no es [cursivas añadidas]” (Concilio Vaticano II, 1966, Lumen gentium, 31) ni clérigo ni consagrado. Mientras la más vieja tradición cristiana ha llamado consagrados a todos los bautizados (Hechos 9, 13.32; Efesios 1, 4.11; Romanos 6, 4; 8, 29-30; 1Corintios 1, 1-2; 8, 6; 10, 16; 1Pedro 1, 15-16; 2, 5; Apocalipsis 5, 10). Pero si dos decenios después el CIC (c.588, 1)[11] sostiene que “el estado de vida consagrada no es ni clerical ni laical”, la posibilidad de un estatuto laical en una orden o congregación religiosa caracterizada como clerical ha dejado de existir desde 1983.
Por demás, del problema de la libertad religiosa no resuelto por Vaticano II parecieran quedar consecuencias relevantes para las medidas que toma la autoridad canónica en el documento que nos ocupa. Si hubo una dimensión de la libertad cristiana de la que no logró dar cuenta la asamblea conciliar, fue justamente de la libertad de los miembros de la iglesia hacia el interior de la misma. La discusión sobre los límites por atribuir a la tolerancia, orquestada por el temor a los brotes de modernismo y a las corrientes ateístas y a la naciente indiferencia religiosa, no permitió decir una palabra contundente acerca de los conflictos internos que tenían ya una larga historia en la comunidad eclesial.
Un examen del texto[12]
De acuerdo con la insistencia de los encargados de la causa jurídica, el Papa está concediendo una gracia. Admitido que en el fondo toda realidad para un cristiano es una gracia, un regalo del amor de Dios por los hombres (Romanos 4, 16; 5, 21; 1Corintios 15, 10; Efesios 2, 8), poco feliz parece la expresión que a la mayoría de los contemporáneos evoca la muy mediatizada épica de los circos romanos y de los corredores de la muerte de las prisiones modernas. En aquellos, el pulgar del emperador vuelto hacia abajo o hacia arriba, en las otras, la llamada telefónica de última hora de un mandatario decidía sin remisión la muerte o la vida para quien había sido sometido al espectáculo del populacho sediento de sangre y violencia o de los testigos seleccionados a los que todavía hoy incita la exigencia de una justicia vengadora[13].
Si bien la traducción arriba incluida no se inicia con los dos párrafos introductorios, llaman la atención en ellos dos aspectos:
En primer lugar, el documento declara que la dispensa se está concediendo para “el sagrado celibato y el estado clerical”. No es del todo coherente, de acuerdo con la muy vieja teología católica romana, atribuir el calificativo de “sagrado” al celibato y no hacer otro tanto con el estado clerical, que según la misma tradición eclesial implica la recepción de un sacramento: el del orden ministerial. El celibato ministerial corresponde a una respetable norma de antigua data, aunque no fundacional. Heredado de elementos constitutivos del eremitismo, cenobitismo y monaquismo en los primeros siglos cristianos (III a VI), su integración a la vida cotidiana del clero católico romano tuvo un largo itinerario. No faltaron los argumentos de tipo ascético en el trascurso de los más de mil años que supuso su implantación definitiva en la disciplina eclesiástica. Sin embargo, y aunque el gnosticismo que cundió en la iglesia cristiana entre los siglos II y III sostenía que la única verdadera perfección era la del gnóstico, señal de que la divinidad había escogido a alguien desde su nacimiento para serlo y por eso debía excluir el matrimonio, era normal que los clérigos contrajeran matrimonio. La primera noticia legislativa al respecto corresponde al Concilio Provincial de Elvira (306 d. C.)[14] según el cual (canon 33) todos los clérigos -obispos, sacerdotes y diáconos, obviamente casados-, dedicados al servicio del altar debían abstenerse de sus mujeres y no generar hijos, y quien hubiese actuado en contrario sería excluido del estado clerical. Poco después, el Concilio de Nicea (325 d.C.), este sí ecuménico -si bien convocado por iniciativa del emperador Constantino I- decretará que, una vez ordenado, el sacerdote no podrá casarse. En 384 el romano Siricio, proclamado santo catorce siglos después, ocupará el solio pontificio tras haber abandonado a su esposa[15]; lo habían precedido otros 37 en el cargo, pero será el primero en asumir el nombre de Papa [16] y el primero en recurrir formalmente a su autoridad con el “ordenamos”, “mandamos”, “decretamos” en la administración cotidiana de la iglesia para enfatizar su primado sobre toda ella; en consecuencia, una carta que dirige a un obispo español en 385 determinará que los clérigos debían ser célibes, medida que sancionaría el sínodo romano convocado por el Papa un año más tarde. El II Concilio de Tours (Francia), segundo sínodo de la iglesia cristiana (567), establecerá que todo clérigo sorprendido en la cama con una mujer sería reducido al estado laical… y excomulgado durante un año[17]. Solo en 1139, los 500 obispos participantes en el II Lateranense confirmaron (canon 6) el decreto sobre la obligación del celibato clerical, introducida por el I de Letrán (canon 7) desde 1123: según ambos concilios ecuménicos, en adelante el matrimonio de obispos, presbíteros y diáconos sería considerado inválido[18]. Reaccionaban así los papas sucesores de Gregorio VII –para el caso Calixto II (1119-1124) e Inocencio II (1130-1143)- contra las noticias que iban conociéndose acerca de las irregularidades entre los siglos VII, VIII y IX[19]:
En (…) la Cristiandad medieval, la sociedad es ante todo el teatro de una lucha entre la unidad y la diversidad… de un duelo entre el bien y el mal. De hecho durante mucho tiempo el sistema totalitario de la sociedad medieval identificará el bien con la unidad y el mal con la diversidad. En los detalles cotidianos, se instaurará una dialéctica entre la teoría y la práctica, y la afirmación de la unidad llegará con frecuencia a pactar con una inevitable tolerancia (Le Goff, 2013, p. 300)[20].
Corresponderá al accidentado Concilio ecuménico de Trento (1545-1563), tras subrayar que el celibato y la virginidad son superiores al matrimonio como respuesta a la tesis de los líderes de la Reforma en contrario, renovar la obligación del celibato clerical, y organizar la estructura eclesiástica de tal manera que favoreciera el cumplimiento de la ley, mantenida hasta hoy (sesión XXIV, canon 10)[21]. La historia ha conservado la memoria de siete papas casados (último de ellos Félix V, 1439-1449); de once que fueron hijos de clérigos, cuatro con progenitores papas, entre ellos San Hormisdas, muerto en 523, padre a su vez del futuro Papa San Silverio (el último sería Juan XV, 989-996)[22]; y de seis que, después de la legislación de los concilios I y II de Letrán, engendraron hijos ilegítimos (último de los seis Gregorio XIII, 1572-1585)[23]. Se reconoce hoy al celibato clerical una función pastoral, ya que el ejercicio del ministerio diaconal, presbiteral o episcopal requiere de una gran movilidad y una mayor disponibilidad, dimensión que al interior de los grupos de clérigos que asumen la -así llamada- vida consagrada implica, además, la inserción cotidiana en su comunidad específica. Pero es innegable que una revisión histórica del asunto deja en claro que se implementó para el clero diocesano, tras los abusos del nepotismo, la simonía y otros similares a los que nos hemos referido sumariamente más atrás. Mientras el sacramento del orden hunde sus raíces en uno de los dos elementos constitutivos de la fe cristiana, la revelación bíblica y la antiquísima tradición eclesial; así lo han entendido las comunidades del Oriente ortodoxo que, escindidas de la católica romana en el siglo XI, vivieron las peripecias de la historia del celibato, fueron además regidas durante cientos de años por la misma legislación conciliar, sinodal y pontificia, y sin embargo, retornaron a la disciplina primigenia respecto a él.
La muy laudable legislación de Vaticano II, que quiso privilegiar desde el inicio la orientación pastoral de sus discusiones y decisiones, ha sido debatida sin embargo, respecto al texto de una de sus declaraciones, la Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa, marco obligado de la doctrina conciliar sobre el ministerio ordenado en la medida que éste surge de una opción libre. El documento parece dar razón de una mirada preferencial de la iglesia católica romana hacia el exterior de sí misma, para ejercitar su derecho a predicar el evangelio y celebrar la fe de quienes son sus miembros y de los posibles adherentes a ella, más que hacia adentro de las propias estructuras y, en consecuencia, a la actuación de la libertad cristiana en su interior:
La libertad religiosa no debería entenderse (…) exclusivamente como una inmunidad a la coerción, sino incluso más esencialmente como una habilidad para ordenar nuestras propias decisiones de acuerdo con la verdad (Grillo, 2013, p. 22) .
Más todavía:
Libertad no como derecho, ni como deber, sino como don, como gracia. La libertad es el don de una libertad/autoridad divina: es gracia… soy libre solo gracias a Dios y al prójimo. Esta experiencia de la libertad como don es el factor que puede tener lejanas la fe judía y la cristiana tanto del indiferentismo como del fundamentalismo (Grillo, 2013, p. 22)[24]
En segundo lugar, el Papa es llamado “santísimo señor”. Que los usos de la cortesía romana conserven todavía el título de “Santo Padre” para el pontífice bien puede aceptarse, aunque habrá que dejar consignada de una vez por todas la radical diferencia entre el Padre de Cristo Señor, de cuyos labios según el evangelio de Juan (17, 11) brota la expresión “Padre santo”, y cualquiera de los obispos de Roma que, por serlo, reciben el nombre de papa. Pero sí parece una exageración retórica llamarlo “santísimo”, atributo que los católicos romanos aprendimos desde niños a reservar para un solo sacramento, el de la Eucaristía, y para nombrar la Trinidad Divina. Según parece, el adjetivo empezó a hacer parte del protocolo pontificio desde los tiempos de san Gregorio VII, uno de los campeones medievales de la autoridad papal[25]. Por demás, ninguno de los santos hasta hoy canonizados –siempre tras su muerte- ha recibido ese calificativo, con excepción de Nuestra Señora, la madre de Cristo Señor.
Según el párrafo 4 del rescripto, primera de las que en adelante la autoridad de la Congregación anuncia que proceden del Papa mismo como rationes (para nuestro caso, determinaciones o normas), el Ordinario –por lo general el obispo diocesano- debe cuidar de que el matrimonio canónico del que ha sido dispensado del celibato “se realice prudentemente, sin especial solemnidad exterior”. La unión nupcial de dos bautizados resulta así opacada, remitida al ostracismo por un sacramento homólogo, el del orden ministerial. Quien oyese leer el documento concluirá que tiene mayor valor un sacramento, el del orden, que el del matrimonio, aunque ambos sean medio de la acción divina según la fe cristiana y por eso de salvación, de integración en el amor de Dios por los hombres[26]. Por añadidura, es probable que en ese oyente resida la mentalidad actual de muchos jóvenes y gentes de edad mayor, unos y otros bautizados, que rechazan el compromiso matrimonial; otros, no creyentes o miembros de una distinta confesión religiosa que tropiezan con la vida incoherente de numerosos cónyuges católico-romanos, se interrogarán ante el hecho de que un acto tan significativo no pueda ser celebrado con la solemnidad que cualquiera desearía. Admitido que resulta necesario prevenir las extravagancias de algunos expresbíteros o exdiáconos en sus respectivos matrimonios o publicitadas uniones libres, no es forzoso que todo exclérigo intente montar un espectáculo mediático al desposarse sacramentalmente[27].
Llegamos así al párrafo 5, el más complejo por su contenido, que comprende seis apartados. Se inicia con la “exhortación” –podría ser más bien un acto de memoria fraternal- de quien notifica la decisión a que el peticionario “se muestre como buen hijo de la Iglesia participando en la vida del Pueblo de Dios de manera coherente con su nueva situación, dando edificación”. Resuena la voz bíblica de las cartas paulinas que convocan a la coherencia cristiana asumida en los compromisos de su bautismo, si bien el “dar edificación” –de factura modernizante pues se remonta a la espiritualidad conventual de los siglos XVII y XVIII- lo cambiaría gustoso el Apóstol por “edificar” la comunidad, el cuerpo de la iglesia (Efesios 2, 20). Pero nunca llamaría éste a un cristiano “hijo de la iglesia”, pues su fe en Cristo Señor lo obligaba a reconocerse miembro de su cuerpo, que es la iglesia, y como “hijo –de Dios Padre- en el Hijo”; la expresión “madre iglesia”, en cualquier caso, resulta muy posterior a la tradición bíblica y a la de la mayoría de los teólogos de los primeros siglos cristianos[28].
A continuación se enumeran una serie de prohibiciones (tanto el “no poder” como el “deber” miran a interdicciones) para quien ha recibido la dispensa, todas ellas consecuencia de su “exclusión del sagrado ministerio”, así llamado por primera vez en el texto (apartado b). No puede encargarse de la homilía en una celebración litúrgica, “ni ejercer un oficio directivo en el ámbito pastoral ni desempeñarse como administrador parroquial”. Si bien los laicos, ellas y ellos, son aceptados aun incidentalmente para cualquiera de las tres funciones nombradas, el nuevo laico no estará facultado de igual manera.
En la misma tónica, los apartados c, d y e prohíben al nuevo laico desempeñarse en un cargo directivo o docente de teología o “religión” tanto en los “institutos de grado superior” como en los de “grado inferior”, sean ellos dependientes o no de la autoridad eclesiástica. Cualquier observador cristiano consideraría una pérdida para la misión evangelizadora de la iglesia el prescindir de alguien que ha tenido justamente una formación esmerada en la dimensión teológica, misión a la que se ha comprometido por la unción confirmatoria el eventual docente e investigador. Algo similar podría decirse respecto a la urgencia del mandato ecuménico[29]. Y, sea o no cristiano, el espectador de tal estado de cosas no logrará entender el porqué la autoridad eclesiástica busca intervenir de soslayo en los ámbitos de la educación estatal, primaria, media y superior, en contra de la reconocida y subrayada independencia de los poderes civiles que tanto ha reclamado para sí la misma iglesia católica romana; el Concilio Vaticano II con la declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa y la persistente presencia de personal diplomático del Estado Vaticano en la mayor parte de los países del mundo, la han avalado de tiempo atrás.
El apartado f plantea al nuevo laico una situación a primera vista desconcertante. Deberá “apartarse de los lugares en que su anterior situación es conocida”, norma que en ocasiones le exigirá ausentarse de países en los que ha ejercido el ministerio, y eventualmente aun de continentes, pues no todos los presbíteros y diáconos han residido exclusivamente en los márgenes de una sola diócesis. Por cierto, y si bien no califica el CIC (1983) de acto execrable ni de crimen el hecho del abandono del celibato, en las circunstancias que vive hoy la iglesia católica romana por las crecientes denuncias de pederastia contra los miembros del clero, valdría la pena confrontar las medidas que se han ido tomando a ese respecto y la determinación de la Congregación en cuanto a la residencia del nuevo laico. De lo contrario, los delitos sexuales de los clérigos y la renuncia al celibato eclesiástico tendrán igual valor para la opinión pública[30].
Concluye el mismo apartado reiterando que el nuevo laico “no puede desempeñar en ninguna parte la posibilidad del servicio de lector y acólito ni de la distribución de la comunión eucarística”. En este caso, la situación geográfica ha dejado de ser significativa, pues la prohibición se extiende a dondequiera que esté ubicada la iglesia católica romana. Toda posibilidad de ejercicio de un ministerio laical, para el que suele existir una breve formación del candidato y en todo caso menos intensa que la que ha tenido el antiguo clérigo, le ha sido negada. A la autoridad de la que emana el documento tiene sin cuidado el potencial beneficio de la comunidad creyente, pues el documento no hace referencia alguna a una eventual y efectiva situación de incoherencia del nuevo laico en su vida cristiana que pusiera en cuestión su testimonio de fe[31].
Plantean cierta remisión de las sanciones –que no otra cosa parecen ser las determinaciones de la autoridad firmante del rescripto- los dos párrafos sucesivos 6 y 7: el Ordinario del lugar de residencia del antiguo clérigo podrá, “según su prudente juicio y conciencia”, dispensar de lo tocante al lugar de residencia, de la colaboración en un ministerio laical, y de la enseñanza de la religión o la asunción de un cargo directivo “en los institutos de grado inferior, dependientes o no de la autoridad eclesiástica”. Es la única situación en la que se hace referencia al eventual testimonio de la comunidad cristiana de la que hace parte concreta el antiguo clérigo, si bien consultada por la eventual y autónoma voluntad del obispo diocesano. Extraña que se abra la puerta a la enseñanza religiosa de los menores de edad, muchos de los cuales resultan siendo más receptores que actores de la misma, pero se cierre al aprendizaje de jóvenes y adultos que por lo general se muestran dispuestos a la libre discusión.
En conclusión, se tiene la impresión de que el nuevo laico es condenado a una especie de damnatio memoriae[32], mientras se ve obligado a afrontar las consecuencias familiares, sociales, laborales y aun políticas de su reciente opción de vida. Tiempo hubo en las congregaciones religiosas y seminarios diocesanos en que el solo pensamiento de un religioso o clérigo de cambiar el estado que había elegido libremente era considerado una deslealtad, más frente a la iglesia que ante sí mismo, y los frescos y lienzos presentes en los muros de las residencias de unos y otros recordaban, con mucha frecuencia, la figura del Judas que en la cena última de Jesús con sus discípulos fraguaba su traición o la consumaba en el huerto de Getsemaní. Más allá de cualquier imagen subconsciente, en la práctica se niega al nuevo ingresado en la asamblea de los fieles laicos la posibilidad de colaborar profesionalmente en su crecimiento personal, en el de su comunidad diocesana y en general del pueblo o nación a los que pertenece, de manera que la formación religiosa y teológica que lo ha beneficiado de muy poco le servirá, ya que no puede ponerla lícitamente al servicio de los otros, ni siquiera de su familia de hecho y de la eventual que en el futuro quiera configurar. Parece resonar todavía en el fondo la poco venturosa “reducción al estado laical” con que el CIC precedente, que gobernó a la iglesia católica romana durante 65 años (1918 a 1983), llamó a la dispensa del celibato ministerial.
Última determinación: “impóngase al solicitante alguna obra de piedad y caridad” (párrafo 8). El conjunto de sanciones finaliza precisando que la solicitud del reciente clérigo merece, de alguna manera, una penitencia. ¿Un absurdo? En la iglesia católica romana esta medida se legisla de ordinario para quien ha cometido un delito o, al menos, un pecado oculto cuando éste es reconocido en el sacramento de la penitencia. Uno se pregunta si igual norma existe para el obispo que hace una demanda similar a la del diácono o del presbítero en cuestión y para quienes solicitan la declaración de nulidad de su matrimonio, pues al fin de cuentas el primero y los segundos han dejado atrás un estado de vida avalado por un sacramento. Tanto el estado de vida célibe como el matrimonial son obligaciones libremente asumidas ante la iglesia, por lo tanto, no es comprensible por qué no hay semejanza en el tratamiento de un derecho que se le brinda al fiel cristiano que ha optado por el celibato cuando busca obtener la dispensa del mismo y la atribución positiva a otro fiel del derecho a la nulidad de su matrimonio. Por lo tanto, se dice aquí que el párrafo 8 habla de una “penitencia” porque esta palabra se origina en el uso del verbo que preside la frase: una “imposición” –el lenguaje resulta ser administrativo–, es facultativa de una autoridad que tiene poder sobre la persona implicada en la gestión; por eso adquiere el sabor de una “penitencia”, por demás muy utilizada en la administración de justicia en la Iglesia: entre otros hechos, hace parte de la ordinaria administración del sacramento de la reconciliación, que la tradición católica romana insiste en continuar llamando “de la penitencia” (y la luterana “de la confesión”).
Ausencias en el documento
Lo primero que se echa de menos es la garantía, o al menos la promesa, de una ayuda espiritual para el nuevo laico, a diferencia de los viejos maestros espirituales, anteriores a la conformación de los grupos monásticos, que prolongaban de alguna forma su labor de acompañantes de la vida en el Espíritu de quienes renunciaban a su ayuda por cualquier motivo: lo importante era la solidaridad hacia el que con ellos había compartido durante largo o breve tiempo su camino de fe. Por añadidura, ¿qué colaboración en ese itinerario hallará el clérigo que en el momento de su separación del ministerio esté pasando por una crisis de fe?
Era de esperarse que a la exhortación “a dar edificación y a mostrarse (…) como buen hijo de la iglesia” (párrafo 5) sucediera alguna referencia a la vocación laical, bellamente ilustrada por el Concilio Vaticano II medio siglo atrás, que sin embargo no merece mayor atención. Excepción hecha del solicitante que acusa rasgos de rechazo de su compromiso bautismal, de quien abandona la comunidad católica romana para afiliarse a otra iglesia o de una confesada indiferencia religiosa, el nuevo laico está obligado a hacer realidad su compromiso en la construcción de un mundo de justicia y de paz, y justamente desde el ejercicio de su profesión y su inserción familiar. Y si en algún momento necesita de apoyo es precisamente entonces. Si a dos laicos jóvenes resultan difíciles los primeros años de vida matrimonial, más lo serán para una persona, siempre varón, que desee casarse pero ha vivido en comunidad de varones célibes. Eventualmente los inconvenientes serán mayores en la medida que se haya prolongado el tiempo de esa convivencia. De nuevo, no hay garantía de una cooperación para las contrariedades y aun conflictos que le planteará la vida conyugal y familiar.
En definitiva, poca o ninguna noción de un cuerpo que necesita de todos sus miembros, “los que parecen más débiles, los que menos estimamos, los que consideramos menos presentables (…) los más presentables” (1 Corintios 12, 22-24) revela el documento. La Iglesia de santos y pecadores que el obispo Agustín de Hipona tenía tan en sus entrañas –y bien sabía él de lo uno y de lo otro- resulta, sobre todo, la gran ausente en el rescripto.
Finalmente, hay que señalar que las leyes en la iglesia católico romana, como para infortunio de muchos sucede en los demás colectivos humanos, parecen aplicarse… ad personam (según la persona). Son del conocimiento público los casos de más de un exclérigo que, de hecho, ocupa cargos de responsabilidad y aun de docencia teológica o de disciplinas “íntimamente conectadas con la teología” –cosa que prohíbe el documento (párrafo 5, apartado d)[33]- en universidades que dependen de la autoridad eclesiástica, aun las incluidas entre las pontificias; en número mayor están quienes hacen otro tanto en instituciones de educación superior y en escuelas no dependientes de dicha autoridad; muchos otros se desempeñan como docentes de religión o ministros de la palabra y de la eucaristía en escuelas parroquiales y en iglesias diocesanas; y no falta el que ha sido designado para una función pastoral. En cualquier caso, no conoce la opinión pública las eventuales protestas de las autoridades eclesiásticas que velan por el cumplimiento de dichas normas. Cierto es que el texto de la Congregación del Clero permite al obispo de la jurisdicción en que reside el nuevo laico dispensarlo de la limitación tocante a estas últimas funciones (párrafo 5, apartados e y f); pero tan solo de ellas, nunca de las precedentes (párrafo 5, apartados b, c y d). Quizá la opinión de un conocido teólogo, José María Castillo (2005, pp. 71-72) , ayude a desentrañar la visión de la fe cristiana que se atisba en cuanto hemos examinado hasta el momento:
En la historia de la eclesiología se ha desarrollado una teología del poder que alcanzó su expresión más desproporcionada, a partir del siglo XII, en la teoría de la “plenitudo potestatis”. Desde entonces, hasta el reciente Código de Derecho Canónico, en el que se le atribuye al romano pontífice una potestad que es “suprema, plena, inmediata y universal” (canon 331), el poder eclesiástico ha sido, y sigue siendo, el tema central que constituye la estructura del sistema organizativo de la Iglesia[34].
Para una prospectiva
“El celibato es un regalo, no una necesidad teológica”. Así se expresaba el entonces arzobispo de Friburgo, Robert Zollitsch, doctor en Teología, quien renunció a su diócesis en 2013 a los 75 años reglamentarios, al asumir el cargo de Presidente de la Conferencia Episcopal de Alemania (2008-2013); lo entrevistaba Der Spiegel, la revista semanal de mayor circulación en Europa y en el mismo país (Romano, S. & Romano, B., 2012, p. 133). La constitución dogmática sobre la Iglesia de Vaticano II incluye el celibato entre “los múltiples consejos que el Señor propone en el Evangelio”, entre los que “destaca el precioso don de la divina gracia, concedido a algunos por el Padre –los obispos citan a Mateo 19,11- para que se consagren a solo Dios con un corazón que en la virginidad o en el celibato se mantiene más fácilmente indiviso” y terminan con la referencia a 1Corintios 7, 32-34 (Concilio Vaticano II, 1966, Lumen gentium, 42)[35]. Larga y escabrosa ha sido la discusión acerca de su mayor o menor pertinencia disciplinaria para el ejercicio del ministerio ordenado en la Iglesia, y no es del caso incluirla aquí. Urge una nueva discusión del asunto, ya que el mismo Concilio subraya que celibato y virginidad son testimonio, para quienes no los han asumido, de los valores definitivos, los escatológicos[36], y por tanto para cuantos han constituido una familia.
Más todavía: ¿No sería posible que, para fundamentar las urgentes acciones pastorales sobre la familia cristiana, y en general sobre las instancias familiares en los cinco continentes, contribuyera la iglesia católica romana a una revisión de su secular doctrina acerca de la superioridad de la virginidad y el celibato sobre el matrimonio? Si quiere ser coherente con la “gran dignidad” que se atribuye a este último desde los tiempos apostólicos y, sobre todo, con su estructura sacramental de la que Vaticano II subraya la centralidad para la existencia cristiana de todos los bautizados[37]; sin perjuicio de la norma acerca de la obligatoriedad del celibato para los ministros ordenados y aun de su importancia para la vida de la Iglesia subrayada por una larga tradición. O, mejor aún: de resultar un hecho el desmonte de tal precepto es muy probable que la asamblea eclesial se vea precisada a evaluar la legislación sobre el celibato clerical, y a ocuparse de los ya miles de exclérigos que viven y en el futuro vivirán en los cinco continentes[38]. Habría que añadir las situaciones de varios centenares de ellos que o han emigrado hacia otras iglesias cristianas, en ocasiones a sectas de muy diversas fisonomías, o a otras afiliaciones religiosas o, simplemente, han renunciado a todo tipo de creencia religiosa.
El Papa actual había anunciado, y en esto su decisión marca un hito, que habría dos sesiones del primer sínodo[39], algo similar a las que suelen tener los concilios generales de la iglesia católica romana. Según Francisco, para que las iglesias locales tuvieran tiempo de cooperar con sus observaciones al documento que emergiera de las discusiones episcopales en la primera sesión, como de hecho se habían tenido en cuenta las aportaciones previas de las iglesias diocesanas para el Instrumentum laboris[40]. En el entreacto, el Papa mismo alentaba la libre circulación de la Relatio Synodi sobre la problemática actual de la familia. Espera la asamblea eclesial que el texto definitivo, que surgirá de la confrontación de los obispos en la segunda, la asamblea general ordinaria de 2015, ayude a mirarla desde una renovada perspectiva evangélica que responda mejor a las angustias y expectativas contemporáneas; entre ellas las de los exclérigos.
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Notas
Notas de autor
Información adicional
Forma de citar este artículo en APA: Echeverri, A. (2016). Claridad con las cosas: ¿Un día después? Contribución al debate sobre la “dispensa del celibato clerical”. Perseitas, 4(2),pp.233 - 259
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