Artículo de reflexión derivado de investigación
Recepción: 26 Octubre 2017
Aprobación: 02 Mayo 2018
DOI: https://doi.org/10.21501/23461780.2833
Resumen: En este estudio nos aproximamos al asunto de la salvación que emerge a través de la plena conciencia y la libertad. En un primer momento anhelamos mostrar lo que discernimos por salvación; no por el mero cumplimiento de unas normas y preceptos (leyes), sino porque enraíza en el seguimiento de la conciencia. En un segundo momento argüiremos en qué consiste la conciencia -el lugar donde habla Dios-, y allí, en lo más hondo de su ser, el hombre escucha esa voz que ha de seguir y que, en ocasiones, puede oponerse a esas normas prestablecidas. En un tercer momento se exalta la libertad, una autonomía comprometida con el bien común, con los demás, y que es incitada por la Gracia recibida de Cristo. En último lugar expondremos algunas consecuencias que pueden derivarse en la negación de la Gracia; particularmente lo concerniente al cambio de una opción fundamental, la cual podría dar cabida al pecado mortal.
Palabras clave: Salvación, Conciencia, Libertad, Seguimiento a Cristo, Opción fundamental.
Abstract: In this study, we approach the matter of salvation, which emerges through full awareness and freedom. At first, we long to show what we discern for salvation; not by the mere fulfillment of some norms and precepts (laws), but because rooted in the pursuit of consciousness. In a second moment, we will argue what conscience consists of-the place where God speaks-and there, in the deepest part of his being, man listens to that voice that he has to follow and that, sometimes, he can oppose those norms preset. In a third moment, freedom is exalted, an autonomy committed to the common good, with others, and that is prompted by the Grace received from Christ. Ultimately, we will expose some consequences that may result in the denial of Grace; particularly, concerning the change of a fundamental option, which could accommodate mortal sin.
Keywords: Salvation, Awareness, Freedom, Following Christ, Fundamental option.
Introducción
Podemos decir que hasta el Concilio Vaticano II, la teología moral de corte casuista tenía como centro la ley, entendiendo por ley los diez mandamientos, y ésta era la clave hermenéutica para comprender, interpretar y explicar los actos humanos como pecaminosos o no. Es decir, la salvación de la persona se creía ser alcanzada por medio de estos parámetros. Así se ubicaba una moral que se enmarca dentro del esquema ley-cumplimento.
En este contexto, el Concilio Vaticano II significó un impulso renovador para la teología moral y en esta línea han estado centrados todos los esfuerzos realizados en estos 50 años por eminentes teólogos, quienes han trabajado por una puesta al día y una renovación de la teología moral. En este camino recorrido han estado presentes los esfuerzos por mostrar que la teología debe ser renovada y fundamentada en la revelación (OT 16), es decir, en la auto comunicación de Dios mismo y su plan de salvación (DV 2). Por tanto, es una moral cristocéntrica, una moral de la vocación en Cristo y una moral del seguimiento. La moral ya no está situada en el marco del cumplimiento de la ley, sino en el marco de la llamada de Dios en Cristo y de la libre respuesta por parte del ser humano. Por tanto, entran en juego dos aspectos antropológicos fundamentales, la conciencia y la libertad.
No ha resultado fácil comprender, por parte de los teólogos de una línea conservadora, en qué consiste una salvación por medio la conciencia y la libertad de cada persona, haciendo su opción fundamental, que, entre otras cosas se ha calificado de relativismo y de subjetivismo. Este es el problema que hemos planteado en esta investigación, tratar de comprender cómo sucede la salvación por medio de la conciencia y la libertad, las cuales son motivadas por la fuerza del Espíritu de Dios, por aquella Gracia que motiva a cada persona de hacer el bien, y evitar el mal. Cada persona es libre en su actuar, un actuar que siempre estará en consonancia con el bien de los demás y de la comunidad.
Como norma moral tendremos la conciencia, en ella resuena la voz de Dios que incita a cada persona a seguir a Cristo, aceptando la Gracia de Dios, iniciando una opción fundamental. En síntesis, la finalidad de este estudio es tratar de comprender qué es y en qué consiste la salvación desde la propia conciencia y la libertad desde el marco de una moral renovada, según los lineamientos del Concilio Vaticano II, desde una antropología teológica que comprende la persona de una manera dinámica y procesual.
La salvación cristiana
Es necesario introducir qué comprendemos por salvación, pues este término no se acuña a una vieja comprensión que se mantuvo durante siglos, hasta la llegada del Concilio Vaticano II. Desde una postura postconciliar situamos la figura de Cristo en el centro de la moral y, a su vez, la responsabilidad, desde donde se asume un camino libre y se es consciente del rumbo de la propia salvación. Queremos enfatizar que el hombre no se salva por el cumplimiento de unas leyes o normas, como teníamos en la moral tradicional, sino por la razón del seguimiento de su conciencia, al optar por el bien y evitar el mal. La conciencia moral constituye la mediación central en el proceso de la salvación de la persona, donde se renueva la reflexión entre la Gracia y la libertad que están en el proceso de la salvación (Romo, 2001).
Con esta breve consideración es posible partir desde una comprensión paulina de la ley de Cristo, que deja atrás toda una doctrina legalista cargada de derecho canónico. San Pablo lucha por la libertad de los cristianos procedentes del paganismo, mostrando que el único camino para la salvación no es la ley sino Cristo (Böckle, 1970) y nuestra participación con él. De allí la repetición paulina de que ningún hombre es justificado por las obras de la ley sino por la fe (Rm 3: 20-28; Gl 2: 16-21; 3: 11). La salvación cristiana para San Pablo es la liberación de la esclavitud del pecado (Rm 6: 11; 18: 22; 8: 2), de la esclavitud de la muerte (Rm 6: 16-23) y de la esclavitud de la ley, (Gl 4: 21-31; Rm 8: 20-23).
El legalismo preconciliar no podría ser el camino de la salvación, sino el estar con Cristo, desde la respuesta positiva a ese llamado recibido 'vocación'. Böckle afirma que:
La ley nunca pudo ni puede ser camino de salvación lo prueba Pablo también por la misma Escritura. (...), según la Escritura (Gn 15-16), nunca la ley fue ni podría ser un camino, sino que la justicia le es otorgada al hombre en virtud únicamente de la fe, como inmerecida y pura gracia de Dios. Quien concebida a la ley y la realización de las obras por ella exigidas como camino hacia la salvación está malentendiendo su significado; contra tal equivocación Pablo no puede menos de protestar (1970, pp. 27-28).
Es decir, en el proceso salvífico no dependemos del cumplimiento estricto de la ley, sino de una conciencia que actúa con total libertad. "(...) la ley como tal nunca puede dar al hombre la fuerza para obrar el bien que exige" (Böckle, 1970, p. 28). Como explica Böckle, Pablo no pretende negar la obligación moral al hombre que es salvado solo por la Gracia, sino que el cristiano ha de ponerse, voluntaria y totalmente, al servicio de Dios, a quien pertenece por el bautismo (Rm: 6), mediante el Espíritu que le fue concedido.
Por eso la "ley del Espíritu no es una codificación de leyes, sino un impulso hacia el bien, que parte del Espíritu Santo" (Böckle, 1970, p. 29). El cristiano percibe el bien que debe hacer, es decir, escucha la voz que le invita a la propia salvación; un camino que debe trazar con conciencia, autonomía y libertad. Queremos subrayar que la salvación acaece a través de una libre opción fundamental positiva, de cada persona, con la fuerza de la Gracia que confiere el Espíritu Santo mediante la fe en el Cristo porque, como afirma San Pablo, sin su Gracia no podemos ni siquiera decir Jesús es Señor (1 Cor 12: 3).
Aquí consideramos el aporte del Concilio, que sitúa la salvación en la libre decisión de realizar la voluntad divina con buenas obras; amar es ayudar a los demás, según lo pida la conciencia, desde su propio contexto histórico y circunstancial, tal como lo muestra el teólogo jesuita Múnera (2015). La conciencia es la mediación personal de la salvación (Romo, 2001). Esto nos permite afirmar que la salvación es subjetiva, pero no un mero subjetivismo; Böckle nos explica que:
En el acontecimiento salvífico subjetivo el hombre, naturalmente, dentro de su pasividad ha de ser en extremo activo; ha de someterse en la fe al veredicto divino, es decir, mediante lajusticia de Dios, manifestada en su ley, ha de convencerse de su pecado y estremecerse saludablemente, y luego aceptar con confianza la palabra perdonante de Dios. Este "cooperar" no es propiamente un "obrar junto con", sino una "colaboración del que ha sido activo solamente por la obra de Dios" (1970, pp. 32-33).
La persona no está sola en el camino de su salvación, cuenta con Dios y con la Gracia del Espíritu. Ahora, Häring advierte que "nadie podrá alcanzar su propia salvación, su libertad, dignidad y amistad final con Dios si no se preocupa por la salvación de todos. Más aún: jamás podremos separar la salvación de la realidad omnipresente de la gloria de Dios" (1981, p. 222). Asimismo, debemos enfatizar la afirmación hecha por el Concilio, el que alude:
No se salva, sin embargo, aunque esté incorporado con la Iglesia, quien, no perseverando en la caridad, permanece en el seno de la Iglesia en cuerpo, pero no en corazón. Pero no olviden todos los hijos de la Iglesia que su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios, sino a una gracia singular de Cristo, a la que, si no responden con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad (Lumen Gentium, No. 14).
Para una eficaz salvación, la persona necesita actuar con misericordia; amar al prójimo, hacer el bien a los demás como lo pide la conciencia. Quisiéramos aclarar una idea, introducida por Böckle, que concibe a la justificación y a la santificación en conjunto, como un don del Evangelio:
Sin la santidad conferida por Dios, la santificación humana esta desprovista de valor; porque aquélla fundamenta a ésta. Sin la santificación del hombre por la gracia, la santidad conferida por Dios es infecunda (...). En toda santificación humana es evidente que no puede tratarse de un complemento que ponga el hombre, sino sólo de una repercusión de la acción divina. Cuando el justo que vive de la fe pone actos y realiza acciones, lo hace no propiamente esforzándose por la perfección, sino exultando desde la perfección, no en la distinción de ser y deber, sino desde el postulado y conocimiento incondicionados de que la unidad divina de ser y deber, que vive en él por la gracia, tienen que mantenerse en su vida (Böckle, 1970, p. 35).
Estamos justificados ante Cristo, gracias a su obra redentora. ¿En qué consiste esta justificación? Al respecto, Múnera responde:
La justificación consiste en la adquisición, por parte del ser humano, de la justicia divina, atributo equivalente a la santidad divina, aquella característica por la cual Dios es Dios, que designa su propio ser de plenitud infinita. Por eso la justificación se identifica con la participación de la vida divina, la divinización (2006a, p. 3).
La teóloga María Gil lo complementa al decir que Gracia y justificación, al igual que redención y salvación, son términos esenciales de la revelación, convirtiéndose en elementos fundamentales de una moral específicamente cristiana (2015, pp. 412-413), a la cual nos referimos.
El cristiano que sigue este camino conoce la senda que nunca debe abandonar, pues esta moral postconciliar debe convertirse en una historia de salvación (Vidal, 1995). Quienes no conocen a Cristo también pueden salvarse, según el Concilio Vaticano II:
Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan no obstante a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna (Lumen Gentium, No. 16).
En este sentido, todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo (Múnera, 2015), suscitando la salvación. La persona, debido al juicio de su conciencia y con la ayuda de la Gracia proveniente de Cristo, reconoce cuál es la voluntad de Dios. Es así como obtiene su divinización o participación en la naturaleza divina, que es la salvación.
La salvación cristiana es la liberación del mal, plenitud de vida y divinización. Esta salvación es autodonación de Dios mismo que se comunica al hombre, libre y gratuitamente, que es Gracia que justifica, que diviniza a la persona. En síntesis, la salvación depende "(...) de la percepción del bien y del mal en su propia conciencia, y del ejercicio inalterado por motivo alguno, de su propia libertad" (Múnera, 2015, p. 46). Como afirman muchos teólogos, es hacer una opción fundamental por el seguimiento a Cristo. Ahora, para comprender mejor el acontecimiento salvífico, intentaremos vislumbrar algunos de los aspectos de la conciencia.
La conciencia
Pretendemos hablar de la conciencia en sentido teológico y no psicológico,2 como dice el teólogo jesuita Alberto Múnera, "(...) uno de los elementos fundamentales e ineludibles de toda Ética y de toda Moral: la conciencia" (2006b, p. 1). Desde el sentido teológico veremos el influjo que tiene la conciencia en el proceso en que la persona realiza y configura su salvación.
El teólogo Häring (1981) llama a la conciencia de facultad moral, al ser el núcleo interior y el santuario donde la persona se conoce a sí misma en confrontación con Dios y con su prójimo. En este sentido, afirma que "la conciencia, facultad moral del hombre, es, junto con el conocimiento y la libertad, la base y la fuente subjetiva del bien: es ella la que nos amonesta a la práctica del bien" (Häring, 1973, p. 190). Aquí, podemos abrazar la comprensión paulina de la conciencia, en donde se manifiesta la presencia del Espíritu de Dios.
San Pablo hace, frecuentemente, un llamado a esta como facultad para dirigir la vida moral, al mostrar que la ley está escrita en el corazón de la persona, siendo así testigo de su conciencia. Allí sustenta el apóstol Pablo que su conciencia es testimonio del Espíritu Santo, es decir que el hombre la debe escuchar (Rm 9: 1). Así lo plantea el padre Múnera:
Las afirmaciones paulinas sobre la conciencia nos llevan a saber que, en el proceso de transformación del sujeto humano en cristiano, el Espíritu Santo, Espíritu de Jesús y del Padre, es derramado en nuestros corazones, habita en nosotros, opera, actúa en nosotros. Esta presencia activa del Espíritu en el cristiano genera una unidad de actuación (...): lo que el cristiano opera es obra suya, pero al mismo tiempo es obra de Dios en cuanto ya es partícipe de la naturaleza divina. Las acciones del espíritu del cristiano son, por consiguiente, obra también del Espíritu divino: él es quien clama a Dios (Gal 4: 6), él es quien intercede y gime en nosotros (Rm 8: 26). La forma como actúa el Espíritu en nuestro espíritu es a través de lo que llamamos "mociones espirituales" que son impulsos o movimientos que el cristiano siente, percibe, capta en su interior y que, lógicamente requieren un discernimiento para determinar si realmente provienen del Espíritu Santo o no (2006b, p. 1).
Nuestras acciones tienen una motivación más profunda porque provienen desde el Espíritu de Dios. Delhaye dice que "este carácter divino de la conciencia es tanto más marcado en un cristiano por cuanto la conciencia está habitada por el Espíritu Santo que la guía y la ilumina" (1969, p. 45). Referente a la naturaleza de la conciencia,3 debemos entenderla desde una visión integral, individual y social de lo humano, es decir, en la totalidad de la persona humana y cristiana (Vidal, 1981), que es como la percibe el Concilio Vaticano II. Múnera ilustra tres actitudes en la conciencia que se afectan con la presencia del Espíritu Santo:
La primera es una función cognoscitiva. Es decir: el cristiano "conoce" con su conciencia. Pero conoce de una manera específica, distinta, diferente a como conoce cualquier ser humano. ¿En qué sentido? Capta, percibe, asume, percibe la realidad de una manera propia. Precisamente como el mismo Cristo la capta o percibe. Esto lo manifiesta San Pablo indicándonos que el cristiano es modificado en su "nous" o capacidad de conocer. Al cristiano le ocurre una "metanoia" o cambio, o transformación del "nous" (Rm 12: 2). Le acontece una metamorfosis en el "nous". El cristiano cambia de mente o mentalidad y entiende o percibe la realidad como Cristo la percibe y entiende. Así adquiere el Pneuma, se hace "espiritual", se le afecta el "kardia" o corazón. (...).
Todo esto quiere decir que el cristiano comienza a entender las cosas como Cristo las entiende. Así entiende al ser humano como creado en Cristo Jesús, como rescatado o redimido por el misterio pascual, como constituido en hijo de Dios, como destinado a la posesión eterna y definitiva de la vida divina. Así el cristiano capta la infinita dignidad del ser humano (...). En otras palabras: el cristiano entiende la realidad como Cristo la entiende, porque su "nous" o mente ha sido transformada por la presencia activa del Espíritu de Cristo (Múnera, 2006b, p. 2).
Es fundamental considerar la importancia de la fe y de la caridad, que suman fuerzas a la Gracia que actúa en el hombre. De esto, la importancia de reconocer la capacidad subjetiva existente en toda persona, donde puede discernir profundamente si su conducta moral está de acuerdo al bien que el Espíritu le motiva o no (Delhaye, 1969). Múnera afirma:
El orden objetivo de moralidad o las normas objetivas de moralidad son los referentes extrínsecos al sujeto, en razón de los cuales cada individuo está en condiciones de calificar su comportamiento de bueno o malo.
La conciencia viene a ser, entonces, la capacidad inherente a todo ser humano, de captar los valores normativos para su obrar, esto es, las normas objetivas de moralidad, y de juzgar sus opciones como buenas o malas en la medida en que se acomoden o no a dichas normas (2006b, p. 7).
La conciencia no puede reducirse a una función de la naturaleza, pues el valor de la persona supone un salto cualitativo con relación al orden cósmico. Como escribe Sánchez:
Si la ley es el camino de la opción cristina, la conciencia es la luz para caminar; si la ley representa los aspectos objetivos de la moralidad, como la norma obligatoria, universal e inmutable para las opciones, la conciencia recoge los elementos personales y la situación como la norma particular, concreta y obligatoria para cada opción. Si la ley está junto a la autoridad, la conciencia se alinea con la libertad (1984, p. 207).
Con referencia a la primera actitud de la conciencia, Múnera amplía que:
La segunda es una función subsecuente. Es la función de los "criterios" o parámetros para el obrar. Es la función de los valores o referentes frente a los que la conciencia confronta sus posibles opciones. El cristiano no solamente "sabe" con saber crístico producido por la acción del Espíritu, sino que, además, reflexiona o aprecia valorativamente. El cristiano pondera, sopesa, delibera, se da cuenta, razona con madurez cristiana. Logra conjuntamente con el Espíritu identificar ("syn-eidenai". "Syn" = conjuntamente, "Eidenai" = identificar) qué vale más. (...).
En consecuencia: los valores cristianos residen en la conciencia cristiana y son infundidos por el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo, Espíritu de la Verdad. Los valores cristianos se van formalizando en la historia cuando los cristianos los van haciendo explícitos en su comportamiento y por comunicación verbal explícita de los mismos (2006b, pp. 2-3).
De lo anterior hacemos manifiesto lo afirmado por Sánchez, al considerar la conciencia como guía, puente, luz, semáforo, juez interno,4 antena y radar, freno y acelerador, brújula, voz que avisa lo que está bien y mal. Como indica Vidal, "(...) de la conciencia recibe la persona su dignidad, en cuanto que la abre el diálogo con Dios. Pero la persona da una dignidad inalienable a la conciencia" (1981, p. 365).
Si la persona no es honesta consigo misma, la conciencia no pierde tampoco su propia dignidad. "La buena conciencia se caracteriza aquí por esa voluntad constante de perseverar en el bien, por esa estabilidad en la fidelidad a Dios" (Delhaye, 1969, p. 47). Así aludimos a esa tercera consideración sobre la conciencia, donde el padre Múnera le da importancia al discernimiento:
La tercera función es el discernimiento o función selectiva de la conciencia cristiana. El cristiano no solamente posee el "saber" de Cristo. No solamente convierte en valor ese "saber" cuando delibera, juzga, confronta cualquier asunto frente a ese "saber". Sino que el cristiano discierne o identifica cuál es el comportamiento que coincide con el querer de Dios, con la voluntad divina.
El discernimiento, en términos paulinos de "epignosis" (una capacidad sobre-cognoscitiva) o de "aisthesis" (sensibilidad), viene a ser una especie de capacidad de resonancia de la acción o moción del Espíritu Santo. Quizás un ejemplo nos ayude a entender: es como una membrana espiritual que vibra o se agita al más leve impulso del amor divino. Es como la antena parabólica espiritual que capta la más leve onda emitida por el Espíritu. Entonces esa perceptibilidad permite rápidamente captar qué comportamiento, confrontado con el valor específicamente cristiano que surge por el "saber" crístico, es el que el Espíritu Santo quiere que uno elija. Es la docilidad al impulso del Amor divino.
Debido a que el discernimiento es el último paso que da la conciencia cristiana antes de obrar, este proceso requiere una especial atención. Esto hace que la oración, entendida como tiempo y espacio para percibir los impulsos del Espíritu en nuestro espíritu, sea indispensable para la actividad moral. El cristiano debe dedicar tiempo y espacio para discernir sus comportamientos. Porque es obvio que, teniendo la mente y el corazón ocupados en otras actividades, es muy difícil poner atención a las mociones del Espíritu Santo para poder discernir sus impulsos. Sin embargo, es posible llegar a vivir en estado de oración y lograr estar siempre atentos al impulso del Espíritu Santo (2006b, pp. 3-4).
Con estas consideraciones evocamos a Delhaye que se refiere a algunos tipos de conciencia: la buena, la mala y la conciencia débil; aunque lo importante es apreciar que es una guía y si ella juzga actos pasados debemos seguirla, y de ese control interno nadie puede sustraerse. La "conciencia cristiana no se equivoca, es infalible. Para el cristiano es imposible no saber qué es lo más conveniente. Siempre le indicará el Espíritu Santo qué es lo más conforme con el amor" (Múnera, 2006b, p. 4).
Las acciones son, de cierta manera, orientadas5 por la voluntad del Espíritu de Dios. "Y esta voluntad de Dios se nos manifiesta por la conciencia, se funda en ella" (Delhaye, 1969, p. 50). Como afirma Häring, "es en la conciencia donde el hombre siente claramente que todo su ser está ligado con Cristo" (Häring, 1973, p. 191). Estamos bajo la Gracia de Dios. La conciencia es una luz para la persona, "(...) es claridad de la persona en referencia a Dios" (Vidal, 1981, p. 365); ¿Por qué? Múnera afirma que:
La conciencia del cristiano opera, por consiguiente, guiada por el Espíritu Santo y considerando siempre las normas objetivas de moralidad. Ahora bien, la capacidad conciencial de discernimiento de todo ser humano, le permite seleccionar los valores y las normas objetivas de moralidad de su contexto, en razón de principios últimos y extremadamente simples de operatividad moral relacionados con la participación de la Verdad divina, como son el fin del hombre y el designio de Dios sobre el mismo (2006b, p. 7).
Desde esta conciencia, con la presencia del Espíritu Santo, es que Dios se comunica con cada persona. Vidal expresa que la conciencia es norma de moralidad, pues tiene una fuerza normativa. Así que ninguna acción humana puede ser considerada, en concreto, buena o mala si está en concordancia con su propia conciencia (Vidal, 1981). Pero, ¿en qué se basa esta afirmación? Eso lo responderemos desde el sustento de muchos teólogos que tienen un mismo punto de partida: la Constitución Pastoral Gaudium et spes, donde se señala:
En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente. La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla. Es la conciencia la que de modo admirable da a conocer esa ley cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo. La fidelidad a esta conciencia une a los cristianos con los demás hombres para buscar la verdad y resolver con acierto los numerosos problemas morales que se presentan al individuo y a la sociedad. Cuanto mayor es el predominio de la recta conciencia, tanta mayor seguridad tienen las personas y las sociedades para apartarse del ciego capricho y para someterse a las normas objetivas de la moralidad. No rara vez, sin embargo, ocurre que yerra la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad (Gaudium et spes, No. 16).
Entonces se reafirma la dignidad de la conciencia moral de cada persona que, al estar equivocada, no cesa en nombre de la verdad sobre el bien. "Es tal esta fuerza de la conciencia que hay que seguir sus juicios incluso cuando son erróneos. Si uno se aparta de ellos, peca" (Delhaye, 1969, p. 51). "La conciencia es recta cuando se ajusta a la verdad, pero la conciencia puede fallar, puede incluso encontrarse en medio de una ignorancia inculpable. En ese caso, el que obre en conciencia cierta, no peca" (Sayés, 1997, p. 104). Por eso escribe Häring:
Y nadie puede atropellarnos, apoyándose en la propia conciencia. El que yerra inculpablemente tiene el derecho y aun la obligación de seguir su conciencia; pero esto no quita a la comunidad el deber de impedir los actos del que yerra, para prevenir cualquier funesta consecuencia. Es ésta la raíz de ciertos amargos conflictos (1973, p. 206).
Ahora, queda claro que se puede equivocar, por tanto, se habla de una conciencia errónea, como resalta Rudin (1961, pp. 215-217). A ese respeto, consideramos la claridad de Múnera:
Reconoce, sin embargo, el Concilio, la posibilidad de la conciencia errónea, que supone, precisamente, la diversa comprensión e interpretación de la realidad por parte de cada individuo; aunque, lógicamente existe la obligación de formar adecuadamente la conciencia:
"No rara vez, sin embargo, ocurre que yerre la conciencia por ignorancia invencible, sin que ello suponga la pérdida de su dignidad. Cosa que no puede afirmarse cuando el hombre se despreocupa de buscar la verdad y el bien y la conciencia se va progresivamente entenebreciendo por el hábito del pecado" (GS 16).
También considera el Concilio que todos nos salvamos, en último término, por la fidelidad en el seguimiento de la conciencia. Así lo afirma incluso de los/la no cristianos/as: "Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna" (LG 16) (Múnera, 2006e, p. 6).
No podemos juzgar al inocente que yerra, más si este obra con su propia conciencia, incluso si está equivocada. "Si determinada conciencia yerra inocentemente frente a esa otra verdad que poseemos, sigue en pie el principio de que el sujeto en tal condición tiene la obligación de seguir su conciencia y así, ante Dios, no yerra" (Múnera, 2006b, p. 5), y este no pierde su dignidad.
Cuando la persona busca realmente lo bueno, se produce en su conciencia una especie de indefectibilidad. Entonces, ¿qué es eso de la conciencia como voz?
La conciencia como voz de Dios
Dios es nuestro guía, por tanto, la conciencia es norma subjetiva suprema del obrar moral. "En sí misma, la conciencia es una vela apagada. Recibe su verdad de Cristo que es verdad y luz, y el resplandece con su brillo y calor" (Häring, 1981, p. 234).
Ahora bien, la voz a seguir proviene de Dios y suena en el sagrario de la persona, en lo más profundo de sí. La conciencia6 se concentra en "(...) la interioridad de la persona, que de modo admirable da a conocer el orden natural de la personalidad singular, cuyo cumplimiento consiste en el amor de Dios y del prójimo" (Vidal, 1981, p. 365). Esa voz que resuena en el interior, es indiscutible, es imposible no oírla, es la noción de lo justo y de lo injusto, del bien y del mal (Rudin, 1961). El teólogo alemán Häring, al igual que Schnackenburg, enfocan desde una concepción paulina el valor de esta syneidesis, que se traduce por conciencia y que es entendida como "la voz de Dios en el hombre, el conocimiento natural del bien y del mal, la conciencia de las buenas y las malas acciones, una fuerza humana que empuja hacia el bien, o como quiera explicarse este multiforme fenómeno" (Schnackenburg, 1991, pp. 57-58).
Esa syneidesis es el estímulo constante que urge a la persona en la búsqueda de la verdad y le lleva a la práctica, a obrar bien y evitar el mal (Häring, 1981). En los cristianos esta syneidesis7 debe ser guiada por la fe, pues es una instancia de vigilancia, control y juicio de las acciones según las normas de la razón. La conciencia se ilumina y cobra seguridad cuando se da apertura a la luz de la fe, convirtiéndose en una fuerza interior vigorosa que nos empuja a abrazar la doctrina de Cristo (Häring, 1973).
Para nosotros los cristianos, estas normas no son apenas una razón natural, también son luz de la razón iluminada por la fe (Schnackenburg, 1991). "La conciencia moral aparece allí como voz del 'corazón' o del 'alma', o sencillamente como expresión del 'interior'" (Rudin, 1961, p. 192). La conciencia es guiada por la Gracia de Dios, y desde ella, la persona elige una efectiva opción fundamental.
Cada persona debe escuchar a su discernimiento, "(...) la conciencia permanece como el sagrario del hombre desde el cual puede y debe retomar el camino de una renovación espiritual y moral de todos y cada uno" (Tremblay y Stefano, 2009, p. 263). El cristiano, por su unidad con Cristo, posee la norma objetiva para su actuar y, por ello, nadie le puede juzgar. La que actúa en el interior de la persona es la Gracia, al permitir discernir sus acciones morales. En este sentido, la misma persona sabe que es movida por el Espíritu Santo. ¿Eso nos lleva a un relativismo de la conciencia moral cristiana? Múnera responde:
Esta referencia de la conciencia al Espíritu Santo hace que la Moral cristiana no pueda ser relativista. Siempre está referida a un parámetro absoluto con la máxima absolutez porque su parámetro es el mismo Dios-Amor. Toda Ética y toda Moral son relativas a tiempos, lugares y circunstancias. Y así lo es la Moral cristiana. Pero no es relativa sino absoluta frente al Amor. Este criterio absoluto nunca permitirá que alguien proceda al vaivén de sus propios intereses. A la propia conciencia poseída por el Espíritu Santo no se le puede engañar, no se le puede mentir, no se le puede hacer trampa. También en este sentido se dice que la conciencia es infalible: no se equivoca en la percepción del Amor. Y es insobornable.
La honestidad frente a la conciencia cristiana es la máxima garantía de fidelidad a la voluntad divina, al seguimiento de Cristo o reproducción de los rasgos de Cristo Jesús en nosotros. Por eso la obediencia al Espíritu Santo es lo que nos constituye en hijos de Dios: "todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios" (Rm 8:14). Esta honestidad frente a la conciencia cristiana es lo que determina que estemos en Cristo, que estemos en el Amor, que estemos en Dios y, por consiguiente no estemos en el pecado que sería precisamente todo lo contrario (2006b, pp. 9-10).
Son muy precisas las indicaciones del valor del juicio de la conciencia como norma subjetiva de la acción (Delhaye, 1969). Aquel hombre que ha obrado mal, quizás en la norma objetiva pero no en la subjetiva, de la vida moral, quizás obró de acuerdo a la voz de su conciencia y en pecado al acto objetivo. "La conciencia de cada persona está estrechamente unida a Cristo, es 'su vicario originario', profético en las palabras, soberana en su perentoriedad, sacerdotal en sus bendiciones y anatemas" (Tremblay y Stefano, 2009, p. 264). La conciencia8 juzga con sinceridad la acción realizada y discierne, rectamente, lo que se debe hacer u omitir en el orden del bien y del mal, pues allí habla Dios. De allí se desprende su norma en la moralidad, una norma subjetiva y auténtica que opta por los buenos valores, es responsable ante el deber, evita radicalizaciones y colabora para que la persona sea prudente, coherente, sincera y para que actúe con rectitud y paz (Sánchez, 1984). La gran novedad fue:
Como podemos ver, el Concilio insiste en que es necesario distinguir entre la verdad que uno posee, sobre todo en el cristianismo, y la situación de la conciencia de los demás: incluso cuando claramente percibimos que los demás están errados según nuestro criterio cristiano, no tenemos derecho a juzgarlos. Sólo Dios es juez de las conciencias. (...).
Por eso el Concilio entiende que la salvación de las personas no ocurre por la pertenencia explícita al cristianismo, sino por el seguimiento honesto de su conciencia. Entre otras cosas porque la Gracia y, por tanto, el cristianismo real (no el explícito) operan en todas las conciencias de todos los seres humanos desde la creación, de manera que la percepción conciencial del bien y del mal y la libre escogencia de lo primero y libre rechazo de lo segundo es lo que determina la relación positiva con Dios y, por ende, la salvación: "Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, no obstante, a Dios con un corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna" (LG 16).
Así, pues, el Concilio nos da la clave para interpretar en Teología Moral la conciencia de todo ser humano. Pero, con mayor razón, estos criterios de interpretación son aplicables a la conciencia específicamente cristiana, donde sabemos cómo opera el Espíritu Santo y cómo la guía para el cumplimiento de la voluntad divina (Múnera, 2006b, p. 6).
Cada persona es libre de decidir su destino, de hacer su opción fundamental hacia el bien, al escuchar su conciencia o al tomar una alternativa contraria a la que la Gracia le motiva. Vemos que conciencia y libertad se entrelazan en las decisiones personales de cada individuo (García de Haro y Goytisolo, 1978). Vidal (1981) muestra la importancia de no actuar bajo una conciencia dudosa, antes de obrar hay que eliminar esa duda. La conciencia moral debe obrar siempre con certeza.9 Solo la conciencia cierta es regla de moralidad.
De acuerdo con el propio discernimiento, cada persona será juzgada, pero nadie puede enjuiciar la conciencia de otro, pues es el núcleo más secreto del hombre, jamás podrá quebrantarse, es la intimidad de la persona donde ninguna autoridad puede introducirse. La conciencia es lugar de diálogo entre Dios (Sayés, 1997). Dios se hace presente en la intimidad de cada persona y, por tanto, debe ser inviolable e infalible:
Inviolable en relación con los demás, en cuanto nadie tiene derecho alguno de juzgar desde fuera la bondad o maldad del juicio conciencial de alguien sobre un dato concreto, porque sólo Dios conoce todos los procesos de formación de esa conciencia particular y todas las circunstancias que contextualizan el juicio que emite sobre ese asunto determinado. Infalible en relación con Dios, en cuanto la percepción concien-cial de cada sujeto es la que vale ante Dios inevitablemente, para que a partir de ella proceda la persona a ejercer su libre decisión (Múnera, 2015, p. 47).
Como afirma Vidal, "la conciencia, al ser el fundamento más grande de la dignidad humana, debe ser formada. El deber moral más fundamental del hombre es formar su propia conciencia" (1981, p. 396). Desde esa formación, tendrá mayor capacidad de escuchar la voz en lo más valioso que tiene, su sagrario. Häring dice, "(...) la formación de la conciencia pertenece a lo esencial del conocimiento de salvación" (1981, p. 263). De ahí la importancia de estar vigilantes.
Para establecer la moralidad subjetiva de todo comportamiento, cada persona posee una conciencia donde ocurre, en último término, su relación fundamental con Dios.
La salvación ocurre en razón del seguimiento de la ley escrita por Dios en cada conciencia: "por la cual será juzgado personalmente".
Esta ley le ordena al individuo practicar el bien y rechazar el mal que percibe en su conciencia, y está en condiciones de hacerlo, movido por la Gracia.
Quienes observamos el proceder de una persona, vemos su acto y podemos considerarlo un error: una violación del orden objetivo de moralidad como lo captamos en nuestra propia conciencia.
Pero no tenemos derecho alguno para "juzgar la culpabilidad interna de los demás". Por eso tenemos que distinguir entre el error (plano objetivo), tal como lo percibimos en nuestro propio contexto, y la persona (plano subjetivo) que actúa erróneamente según nuestro parecer. Es nuestra obligación rechazar lo que consideramos error objetivo, pero no rechazar a la persona cuya situación subjetiva sólo es conocida por Dios.
Lo anterior indica que en la moralidad de los actos ocurre un fenómeno objetivo-subjetivo. Lo objetivo son las normas de la moralidad a las que está referido el individuo, y la Gracia, la acción del Espíritu Santo presentes en su conciencia. Lo subjetivo es el proceso interior por medio del cual el sujeto después de confrontar el comportamiento que va a elegir, con las normas objetivas de moralidad y con el impulso del Espíritu Santo, libremente opta por el bien o por el mal que percibe como tales en su conciencia.
Así podemos declarar objetivamente un mal moral, pero no podemos declarar subjetivamente malo moralmente a quien lo realiza.
Esto supuesto, es posible afirmar que la maldad moral subjetiva del individuo, aquella que sólo Dios juzga, no acontece sino en la conciencia del mismo, como claramente lo expresa el Concilio basándose en el Evangelio. Aunque, quienes están fuera del sujeto, objetivamente puedan calificar este comportamiento de moralmente malo (Múnera, 2006e, pp. 7-8).
Esto nos permite comprender cómo es el proceso de la salvación en cada persona. Una auténtica conciencia cristiana emerge cuando estamos profundamente enraizados en Cristo, conscientes de su presencia y de sus dones, y dispuestos a unirnos a Él en su amor para todo su pueblo, como afirma Häring (1981). La fe y la caridad son vitales. La primera nos ilumina y la segunda nos lleva a la acción con los demás.
La conciencia contra el orden objetivo de la moralidad
Surge un interrogante, ¿al seguir a nuestra conciencia, podríamos ir en contra de las leyes o de algunas normas objetivas? A esto responde Múnera:
En razón de su capacidad de discernimiento o de aplicación de los valores normativos a los casos concretos, se explica también que cualquier ser humano pueda rechazar determinados valores que le media su contexto, y los considere como anti-valores. De allí que pueda obrar en contra de postulados éticos propuestos por su realidad contextual como buenos, pero que él no los capta así y, en su conciencia, considere estar actuando correctamente al proceder contra ellos.
Por supuesto que existen reglas de discernimiento para determinar qué valores o normas objetivas de moralidad mediadas por una realidad contextual pueden ser consideradas inaceptables y, por tanto, carentes de validez normativa (...). La acción del Espíritu hace que el cristiano sopese estas normas y discierna en conformidad con los valores específicamente cristianos.
De allí que el cristiano no actúa moralmente en términos de subjetivismo omnímodo, sino que está sometido al referente objetivo que proviene de su contexto histórico, cultural, social y eclesial, y a la realidad más objetiva de todas, el Amor infinito de Dios que actúa en su conciencia (2006b, pp. 8-9).
Es importante precisar que es menester la presencia de leyes que garanticen un orden objetivo. Rudin lo confirma cuando plantea que "(...) el Estado tiene que tener en cuenta por encima de ella (conciencia) el punto de vista del bien común e intervenir a favor de su orden por convicción que su conciencia está en contradicción con el orden válido" (1961, p. 216).
Häring también se refiere al tema, al responder a nuestra pregunta, incluso, al hablar de la ley eclesiástica. Puede haber confrontación entre la conciencia y la autoridad eclesiástica que, aunque es legítima no es infalible, de allí que el discernimiento podría estar, en cierta medida, en contra de la norma eclesial. Häring (1973) muestra, además, que la conciencia está sometida también a la autoridad civil pues requiere, de igual manera, una autoridad para la recta formación de su juicio. Aunque tal autoridad civil:
No tiene competencia alguna que le permita dirigir y atar con imposición de sanciones las conciencias de sus súbditos en materia religiosa. Su misión es más bien garantizar el ámbito de la libertad en que los individuos puedan seguir su conciencia (Rudin, 1961, p. 205).
De ahí se desprende la afirmación de que no es una autoridad secular, sino la conciencia, normalizada por la ley de Dios, la norma suprema de la moral, tal como lo ha demostrado el teólogo Häring.
Las personas con error de conciencia no pueden ser obligadas a obrar en contra de esta, pero si corresponde a un organismo mayor (Estado) estar al pendiente de que no afecten el bien de los demás. Podríamos hablar de una libertad de conciencia, aunque no puede usarse en una moral común (Rudin, 1961). "La última palabra la tiene la caridad fraterna. Ésta obstruirá el juicio de licitud, que era positivo" (Delhaye, 1969, p. 53). Por ello, escribe Múnera:
Pero aun en la Iglesia, el cristiano, iluminado por el Espíritu Santo, necesita discernir qué valores mediados por su comunidad eclesial son conformes al Evangelio -existen también reglas de discernimiento para detectar qué es producto de acción del Espíritu Santo-. Porque desafortunadamente ocurre, en ocasiones, que la fragilidad humana introduzca en la Iglesia valores, normas objetivas de moralidad y comportamientos usuales o acostumbrados, que claramente resultan contrarios al Amor infinito de Dios, a la caridad cristiana y a los postulados evangélicos (2006b, p. 9).
Es evidente que tenemos unas normas objetivas para seguir y las conocemos, pero en el contexto donde estamos, tenemos que ver cuáles pueden ser aceptadas o rechazadas, por cada individuo, al oír la voz del ser profundo, lugar donde Dios habla. Ese proceder desde la conciencia debe ser totalmente libre para que tenga validez. Entonces debemos mostrar la relevancia de la libertad en el proceso salvífico.
La libertad
Al considerar la relevancia de la libertad en todo el tema moral, pretendemos tocar apenas lo referente a la teología, sin entrar en comprensiones psicológicas.10 Entonces, es oportuna una breve comprensión de las dos categorías de la libertad. Múnera plantea que:
Todo ser humano posee una libertad sicológica. En esta libertad reside propiamente la moralidad. Porque, en último término, la libertad es la capacidad del sujeto para elegir el bien o el mal que se le presenta a su conciencia. Y de esta elección depende su relación positiva o negativa con Dios (así lo interpretamos desde la religión cristiana). Esta misma capacidad para el bien y para el mal determina que en la libertad resida la eticidad del sujeto. La consideramos moralidad en el momento en que establecemos que de esa eticidad depende su relación con Dios, esto es, miramos esta realidad desde el ángulo religioso (2006c, p. 1).
Desde esta misma perspectiva teológica escribe Richter:
La libertad, en sentido teológico, es uno de los muchos conceptos con que el Nuevo Testamento expresa e ilustra el efecto de la acción salvífica de Dios por medio de Jesucristo en el hombre. La libertad del creyente, su condición de liberado, consiste en el estado de la posesión actual de la salvación visto desde un ángulo determinado. Ser libre es una afirmación soteriológica: el hombre, antes de Cristo o sin Cristo, estaba o está en esclavitud. Esta aceptación de la idea de libertad es común a todos los escritos del Nuevo Testamento en que se habla de libertad en sentido teológico (Richter, 1966, p. 515).
Vemos que, por Cristo, el hombre pasa a una dimensión de libertad. Considera Häring, "sólo hay libertad cuando la persona puede tomar una actitud de aceptación o de repulsa respecto al llamamiento del bien o del mal" (1973, p. 149). En este sentido, escribe Rahner:
Libertad es libertad del sí o no a Dios y en ello y por ello libertad para sí misma. Si el sujeto está soportando precisamente por su inmediatez transcendental respecto de Dios, entonces una libertad realmente subjetiva, que dispone sobre el sujeto como un todo de cara a lo definitivo, sólo puede encontrar en el sí o no Dios, pues sólo desde ahí puede el sujeto ser afectado como tal en su totalidad. Libertad es libertad del sujeto para sí mismo en su carácter definitivo y así es libertad para Dios, por poco temático que este fundamento de la libertad sea en el acto particular de la misma, por poco que este Dios, con el que hemos de habérnoslas en nuestra libertad, sea invocando y pretendiendo explícita y temáticamente en la palabra y en el concepto humano (...).
Por tanto, el hombre como ser libre puede negarse a sí mismo en tal manera que en toda realidad diga no a Dios mismo, y desde luego, a Dios mismo y no sólo a una representación desfigurada o infantil de Dios. A Dios mismo, no sólo a una máxima intramundana de la acción, que con razón o sin ella podamos hacer pasar por "ley de Dios" (1979, p. 129).
La libertad, en esencia, es la facultad de obrar el bien. La libertad existe en la fuerza con que se vence el mal, mientras que la fuerza para el bien procede de la semejanza con Dios, de la participación de su libertad (Häring, 1973).
Indudablemente, la Gracia juega un papel fundamental en la libertad humana. Es desde y a través de la libertad en la Gracia donde la persona construye una opción fundamental, una libertad absoluta, más no relativa. El teólogo Böckle propone dos aspectos que, en el acto moral de la libertad, no pueden separarse, pero tampoco equipararse, "(...) primero, el acto libre originario inteligible del hombre en cuanto tal (libertad transcendental) y, segundo, su necesaria materialización en los actos humanos a través de la "naturaleza" (1970, p. 140).
Podremos afirmar que,
Un acto primero de libertad es aquel que no sólo tiene un objeto inmediato y concreto, sino que expresa al mismo tiempo, en la simultaneidad de la decisión única, la profunda autodeterminación de la persona en relación al fin último de su vida, al Bien, a Dios" (Nello, 1995, p. 185).
O sea, "(...) en el cristiano, transformado por la Gracia, la libertad resulta constituida por el amor. Esta es la libertad propia de los hijos de Dios. Como en Jesús, en quien la libertad es capacidad y posibilidad de sólo amar, de sólo sí al otro" (Múnera, 2006c, p. 3). La libertad debe orientarse hacia el bien y a la verdad (Jn 8: 32). Tremblay y Stefano afirman:
Si la plenitud que busca la libertad debe ser realizada, la capacidad del hombre de personalizarse a sí mismo por medio de actos libres debe ser ejercida a la verdad del bien y de la persona. Preeminente en el discernimiento del bien, es la ley revelada en su plenitud en la nueva ley: Jesucristo (2009, p. 251).
En esta tendencia hacia el bien, mencionada por muchos teólogos, podemos situar la centralidad de la Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la libertad:
La orientación del hombre hacia el bien sólo se logra con el uso de la libertad, la cual posee un valor que nuestros contemporáneos ensalzan con entusiasmo. Y con toda razón. Con frecuencia, sin embargo, la fomentan de forma depravada, como si fuera pura licencia para hacer cualquier cosa, con tal que deleite, aunque sea mala. La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección. La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberado totalmente de la cautividad de las pasiones, tiende a su fin con la libre elección del bien y se procura medios adecuados para ello con eficacia y esfuerzo crecientes. La libertad humana, herida por el pecado, para dar la máxima eficacia a esta ordenación a Dios, ha de apoyarse necesariamente en la gracia de Dios. Cada cual tendrá que dar cuenta de su vida ante el tribunal de Dios según la conducta buena o mala que haya observado (Gaudium et spes, No. 17).
El hombre, por la libertad recibida, tiene probabilidad de conocer y de amar a Dios, incluso posibilita su incorporación en el plan divino de su creador. "La libertad se realiza en plenitud al buscar y seguir la voluntad divina" (García de Haro y Goytisolo, 1978, p. 69). Es la energía para el bien. Escribe Múnera:
Cada persona procede entonces a ejercer su libertad a partir de lo que percibe en su conciencia como el bien que debe hacer y el mal que debe evitar, por lo que va a ser juzgado personalmente por Dios.
Pero la libertad tiene que estar absolutamente libre de cualquier presión o coacción que limite o impida su plena responsabilidad. Así la culpabilidad subjetiva moral de un determinado comportamiento humano objetivamente malo, puede quedar disminuí-da o totalmente suprimida dependiendo de las circunstancias en que la libertad personal actúa: la acción que la persona ejecuta, aun siendo mala en sí (objetivamente), no determina la culpabilidad moral subjetiva de la persona si intervienen elementos que reducen o impiden la plena imputabilidad (subjetivamente) (2015, pp. 47-48).
Avistamos una libertad en la que el sujeto se orienta hacia una opción fundamental, en un sí a Dios (López, 2003). Eso nos permite confirmar que la libertad cristiana proviene de Cristo (Böckle, 1970). Esta libertad por Cristo "(...) es participación en su libertad filial -la que realiza a toda persona como un hijo y glorifica al Padre- de manera que una presentación de la libertad tiene mucho que ofrecer a la explicación postmoderna de la visión cristiana" (Tremblay y Stefano, 2009, pp. 242-243). Böckle señala:
Jesús enseña al hombre a obrar bien libremente, etsi Deus non daretur (Mt 25: 3146); no necesita presentar a Dios como 'necesidad' del hombre, con lo cual salvaguarda la suprema libertad de Dios y promueve la libertad humana. (...). La libertad de Jesús sólo puede interpretarse como la libertad de este hombre liberada por el Espíritu de Dios. (Como libertad de Dios para los hombres) (1970, p. 149).
Nuestra autonomía procede de la acción liberadora de Jesús, de su filiación y de su comunión e incorporación con el Padre, proviene de una oferta del propio Cristo (Böckle, 1970). En este sentido, dice Schnackenburg que es la "(...) libertad interior, que conduce al auténtico ser y permanecer del hombre ante Dios" (1991, p. 54). Cristo nos regaló una autonomía que se constituye en sí misma como objetivo esencial de toda redención. Esa libertad no puede convertirse en libertinaje, sino en un amor que busca servir a los demás, que pretende el bien de la comunidad, hemos sido llamados a la libertad (Schnackenburg, 1991). Esa autonomía está en función del servicio al otro, desde la caridad, por el amor, como afirma Vidal (1981). "Esta libertad está constituida por la posibilidad del amor, del sí al otro y, por tanto, del sí a Dios. Pero a la vez está constituida por la posibilidad del no amor, del no al otro, del no a Dios" (Múnera, 2006c, p. 3). A su vez Häring complementa que "(...) la verdadera libertad no puede existir sin reciprocidad, sin relaciones humanas en las que cada uno sea respetado y honrado" (1981, p. 173).
En la comprensión paulina de la libertad11, la existencia cristiana ha de ser un vivir en libertad; todo se resume en el amor mismo, sin convertirse en un valor absoluto. El pecado no tendrá ya dominio sobre nosotros porque ya no estáis bajo la ley sino bajo la gracia (Rm 6: 14). Donde está el Espíritu del Señor, está la libertad (2 Cor 3: 17). "La más alta participación en la libertad divina está en obrar completamente bajo el influjo de la gracia" (Häring, 1973, p. 151).
Pablo ve en el amor una verdadera prueba de la libertad cristiana y es, en Cristo, donde la persona logra su plena libertad (Schnackenburg, 1991). Es una autonomía de Dios otorgada al hombre, una aceptación del misterio absoluto que llamamos Dios (Rahner, 1969). Escribe Häring que: "los creyentes están llamados a construir un reino de libertad que les sirva de morada verdadera" (1981, p. 167). En esta libertad, "El Espíritu Santo es mucho más que un maestro o un guía que dirige o enseña desde afuera; es un principio interior activo que "obra en él el amor", que le hace amar" (Lyonnet, 1967, p. 55). El cristiano que se deja guiar por este Espíritu de Dios en su interior es libre, sin opresión exterior. Libanio, teólogo brasileño, nos confirma que "la libertad verdadera se ejerce en el nivel de la conciencia" (1976, p. 65). Ahora debemos subrayar que "(...) la verdadera libertad no es indiferencia ni facultad de elección, sino que es más bien la participación en la vida interior del Hijo, es decir, de su corazón" (Tremblay y Stefano, 2009, p. 253).
En cada acto libre está presente la opción fundamental, sea para bien de Dios o para el mal de sí mismo, el egoísmo. "La opción fundamental es un acto de libertad fundamental frente al Absoluto en que el hombre incluye la totalidad de su ser, mismo que no sea en la totalidad" (Libanio, 1976, p. 66). Estas son las acciones libres del hombre:
Hombre libre es aquel que se pertenece a sí mismo; esclavo, aquel que pertenece a su señor. De este modo, el que obra por sí mismo, obra libremente; pero el que recibe el movimiento de otro, no obra libremente. Aquel que evita el mal no porque es un mal, sino en virtud de un precepto del Señor -dicho con otras palabras: que el solo motivo de "estar prohibido"- no es libre. Pero el que evita el mal porque es mal, éste es libre. Esto es lo que obra el Espíritu Santo que perfecciona interiormente nuestro espíritu, comunicándole un dinamismo nuevo (la gracia), de modo que haya del mal por amor como si lo mandase la ley divina. De este modo, es libre, no porque no esté sometido a la ley, sino porque su dinamismo interior le inclina a hacer lo que prescribe la ley divina (Lyonnet, 1967, p. 57).
Con lo expresado, vemos cómo la libertad ha de ser direccionada hacia el bien para evitar el mal. La autonomía debe enfocarse al propio Dios y no apenas a un simple horizonte de elección categorial; aclara Rahner que:
Libertad no es en su origen la capacidad de elección de un objeto cualquiera o de un modo particular de comportamiento frente a esto o aquello, sino libertad de auto comprensión, posibilidad de decirse a sí mismo sí o no, posibilidad de decisión en favor o en contra propia que corresponde al ser-cabe-sí, a la subjetualidad cognoscente del hombre. La libertad jamás sucede como una relación meramente objetual, como mera elección "entre" unos y otros objetos; es autorrealización del hombre que elige objetualmente (1969, p. 219).
Tal libertad debe proceder, ante Dios, en favor del bien y debe considerar a los demás, al prójimo; sin ser meramente personal, egoísta o particular, pues ha de honrar a otras personas y ha de ser responsable.
El teólogo Rahner (1972) formula cinco tesis para hablar sobre el tema, en las cuales fundamenta y relaciona la importancia de todo lo visto. Por ejemplo en el caso del amor que proviene de Dios y habita en nosotros, al buscar la verdad, el bien con caridad, y al tener una relevancia social desde la que se contempla al otro, pero que parte de una decisión propia. De ahí la importancia del diálogo con el otro y de la educación de esa libertad. No es un poder, es una Gracia que libera. Es una acción a la que nadie obliga, pero que se hace con una motivación de actuar a favor del bien, del otro, por tanto no es egocentrista, sino que conduce al ámbito comunitario.
Una libertad responsable
De lo dicho hasta el momento, es fundamental mencionar, brevemente, la importancia de la responsabilidad. "La libertad responsable se transforma enormemente y se hace más honda si el hombre puede determinarse y disponer de sí por entero y definitivamente por medio de su libertad" (Rahner, 1969, p. 217). Eso significa libertad de ser, donde todo está permitido, pero no todo es conveniente (Häring, 1981).
Desde esta perspectiva, Vidal habla de una libertad próxima a la responsabilidad, que se considera en el nivel más profundo de la persona. De esto se desprenden tres puntos importantes. El primero, lo decisivo de todo es ser libre, no apenas tener la libertad, considerando libertad como un modo de ser; segundo, la libertad es una Gracia humana y cristiana, pero también un quehacer, de allí la responsabilidad de estar y tener que, continuamente, liberarse; el tercero, hay libertad de y para, son dos momentos dialécticos de la misma realidad -el primero más existencial, y el segundo más dativo, más cerca de una filosofía marxista (Vidal, 1981)-. "La libertad hace al hombre responsable de sus actos; es un don que se le ha dado y que lo mismo compromete su responsabilidad" (Häring, 1973, p. 153).
La persona "(...) tiene que conquistar día a día y minuto a minuto su libertad" (Vidal, 1977, p. 157). Ese proceso se completa cuando encuentra una autonomía definitiva. Es aquella condición de ser persona, direcciona hacia Dios al amar a las personas y al Él mismo; allí se confirma una opción fundamental positiva en la vocación recibida. "La fidelidad a una libertad responsable, el respeto incondicional a la libertad de cada hombre, el amor al prójimo y al lejano" (Rahner, 1972, p. 92). Karl Rahner, al referirse a la libertad considera que:
La libertad es por de pronto misterio, porque lo es solamente desde Dios y hacia él, y porque éste es esencialmente el misterio incomprensible que en cuanto tal es precisamente el desde-donde y el hacia-donde de la libertad. El fondo de la libertad es el abismo del misterio, que nunca puede ser concebido como lo meramente no sabido todavía, pero que se comprenderá algún día, sino más bien como el dato más originario de nuestra experiencia trascendental en conocimiento y libertad (1969, p. 225).
Entonces, tenemos una libertad que proviene de Dios y que, a su vez, debe dirigirse hacia Él. Allí nace la opción fundamental que representa una actuación radical de la libertad por la que el hombre decide sobre sí mismo frente a Dios (Nello, 1995). Para el filósofo moral Martin Deutinger, "la verdadera libertad del hombre, la posibilidad de obrar libremente, está condicionada por la posibilidad de amar a Dios; de donde resulta que no puede llegar a su perfección sino en el amor afectivo a Dios" (Häring, 1973, p. 70).
Somos totalmente responsables de la gracia recibida, "(...) lo positivo de la libertad es la posibilidad de abrirse al otro, de amar. Y lo negativo, esto es, la no-libertad o libertad cautiva, es la posibilidad de encerrarse en sí mismo, en el egoísmo absoluto, en el no-amor, en el mayor de los absurdos" (Múnera, 2006c, p. 3).
La exhortación está hecha. Elijamos una libertad que nos permita actuar a favor del bien y considerar la existencia de los demás. Nos falta mencionar algunas consecuencias que pueden emerger de ese uso inadecuado de la libertad o de un actuar en contra de la conciencia.
Algunas consecuencias
Persiste un interrogante al considerar la existencia de un no a Dios, siendo la negación a la Gracia de que habla Häring, ¿es posible una opción fundamental contraria? Múnera, con plena certeza, responde:
Por supuesto que es posible hacer la opción fundamental contraria: sería la opción por el no al otro, la cerrazón en sí mismo, el egoísmo como proyecto de vida y como decisión existencial. Ésta sería la negación de la Gracia (...) (2006c, p. 8).
Todo se reaviva durante el proceso de la vida, no ocurre de un solo golpe-acto o instante. "Este proceso de salir de la Gracia y pasar al pecado en donde el sujeto resulta muerto a la vida divina, es lo que hoy en día, siguiendo los planteamientos del Nuevo Testamento, entendemos por 'pecado mortal'" (Múnera, 2006d, p. 2).
Entonces, en ese contexto ¿es posible actuar contra la voz de la conciencia, o sea, hacer un cambio de opción fundamental? Explica Múnera:
Lo importante es que la direccionalidad de su vida la va forjando cada ser humano con el ejercicio de su libertad. Y, podemos asegurar, ningún ser humano que ejercite su libertad, carece de esta direccionalidad; esto es, ningún ser humano que ejercite su libertad, procede sin opción fundamental.
Nos queda la pregunta sobre la posibilidad de cambio de opción fundamental. Es evidente que se puede cambiar, y en eso radica la libertad. Hasta el último momento de nuestra existencia espacio-temporal podemos modificar nuestra decisión fundamental. Sin embargo, los teólogos coinciden en afirmar que no es nada fácil llegar a un cambio de tal magnitud que trastoque la orientación estructural, existencial, vital, de la existencia. En un sentido o en otro.
Es decir, a medida que se avanza en la vida, lo normal es que las opciones se vayan fortaleciendo y solidificando y no que se hagan giros gigantescos que transforman la existencia. Pero esta posibilidad existe, y aunque sea difícil es de gran importancia. Porque la conversión a Cristo, la "meta-noia" como compromiso para seguirlo de una manera incondicional, no es fácil, pero es definitiva para la salvación. Y el cambio a una opción fundamental por el Pecado, una "meta-noia" en reversa, tampoco es que fácilmente le ocurra a un cristiano (explícito o anónimo) comprometido, pero es una posibilidad siempre presente y que nos debe hacer temblar. Pues por descuido, por inadvertencia o por no estar reafirmando permanentemente nuestra opción por Cristo, podemos ir cambiando paulatinamente de orientación y terminar en el punto de partida (...) Depende todo de nuestra libertad (2006c, pp. 8-9).
Se puede hablar de pecado, desde una comprensión postconciliar, en el sentido de una negación de Dios y de sus planes. "Eso no significa que todo pecado grave sea una opción fundamental contra Dios y contra el bien, así como no toda dolencia grave lleva necesariamente a la muerte" (Häring, 1981, p. 224). Es un no rotundo al otro y a Cristo, ejercido contra Dios, contra el bien, en donde se rechaza la vocación en Cristo y se niega el seguimiento al llamado recibido. Es una respuesta negativa inmersa en una actitud pecaminosa, "tiene su origen en un acto con el que destruimos la opción positiva cerrándonos en nuestro yo y rechazando el amor de Dios" (Böckle, 1970, p. 141) y al prójimo.
El pecado es la negación-rechazo de la Gracia, en respuesta al seguimiento de Cristo, donde entra en juego el mismo hombre. Sucede porque hay oscilaciones en el comportamiento del individuo, por su condición de ser procesual y dinámico. La caridad y el Espíritu, que operan en nosotros, nos impulsan a crecer siempre en el bien y a comenzar de nuevo después de un fracaso (caída, o de no hacer el bien que queríamos hacer). Nos obliga a esforzarnos, sinceramente, en obrar bien, aunque temamos sucumbir. Finalmente nos invita a intentar pasar de lo bueno a lo mejor, aun cuando nos figuremos que somos buenos (Fuchs, 1969).
Demmer explica que "el impulso último es determinante de la opción fundamental, y de ella dependería la moralidad de la persona" (1996, p. 83), al hacer considerar, desde esta perspectiva, la intencionalidad principal del seguimiento y no valorar, de manera real, las pequeñas caídas o salidas en respuesta a este. Resalta Múnera que:
En el caso del sujeto que pasa del Pecado a la Gracia, es una opción fundamental por el bien, por el beneficio del prójimo. Porque la opción por Cristo sucede primordialmente en la opción por el otro. No es cuestión de palabras sino de toda una orientación de la vida al beneficio y servicio de los demás, como claramente lo señala el Nuevo Testamento. Podemos decir, correlativamente, que para que suceda un paso de la Gracia hacia el Pecado, el sujeto cristiano tiene que cambiar su opción fundamental. Tiene que hacer una opción fundamental por no-a-Cristo, por el mal, por el egoísmo, por el rechazo del otro, por la negación de la entrega y de la participación de sí mismo a los demás (2006d, p. 2).
Eso nos demuestra que no se puede concebir que, por un acto aislado, se rompa definitivamente la relación con Dios; eso implicaría, sin duda, una elevada pretensión de asignar a una acción temporal una carga de eternidad (Demmer, 1996). Si quisiéramos hablar de pecado mortal, habría que considerar una total ruptura en el seguimiento a la llamada de Cristo a la salvación; por tanto, aclara Demmer:
Al pecado mortal se le define de ordinario como la ruptura y destrucción de la opción fundamental. Se interrumpe la relación vital con Dios. Esta tragedia no se produce como llovida del cielo. Tiene una larga y profunda prehistoria, hábilmente oculta a una mirada superficial. Se ha ido preparando lentamente el terreno. Su llegada a la situación final a través de una multitud de inconsistencias, de omisiones, que aumentan la distancia respecto de las propias posibilidades (1996, p. 95).
Es evidente que no es posible en un solo acto, por malo que sea, como hemos visto con Múnera, sino en la sucesividad y constancia en la vida. Por eso la invitación de la moral postconciliar es contemplar a la persona en su totalidad, en todo lo vivido. Jamás podríamos considerar que un niño puede estar en pecado mortal, pues es incapaz de tamaña decisión. Con respecto al tema, Häring aclara: "Pecado en su sentido plenamente maligno es rechazar a Dios. Destruye la opción fundamental en favor de la propia entrega al servicio de Dios y al amor al prójimo" (1981, p. 225). Sin lugar a dudas, retomaremos el pensamiento de Múnera:
Nos preguntamos si este cambio de opción puede suceder por un simple acto en un instante de la vida. Teóricamente sí, como también teóricamente el no-cristiano puede en un solo acto optar por Cristo y optar por el bien. Pero normalmente, en la práctica, tanto la opción por el bien como la opción por el mal se realizan en un proceso psicológico no muy explícito y súper-consciente, sino en un diario y permanente ir orientando la vida en un sentido o en otro. Con momentos en que esa opción positiva o negativa se acentúa o se intensifica, se explicita de manera más consciente y formal.
Por otra parte, determinar o precisar con absoluta certeza que alguien está dentro de una opción fundamental positiva o negativa, es supremamente difícil. Por tres motivos: primero, porque nuestras obras corresponden a nuestra percepción conciencial. Esto quiere decir que alguien que desde nuestro punto de vista está obrando mal, es posible que según su conciencia esté obrando bien y viceversa. Segundo, porque para detectar una opción fundamental se requiere tener en cuenta un período suficientemente largo de la vida y captar cuál ha sido el proceso seguido. Esto quiere decir que por una obra determinada o por el comportamiento en un momento preciso, no necesariamente se puede deducir la totalidad de la vida de una persona. Tercero, porque las opciones fundamentales, tanto la positiva como la negativa, admiten comportamientos momentáneos contrarios a la opción sin que ello implique el cambio de opción (2006d, pp. 2-3).
Cuando no nos arrepentimos de cada pecado cometido, se encierra la posibilidad aterradora de que sea el primer y próximo paso para las demás caídas, que, por supuesto, debemos evitar. Häring acentúa, detalladamente:
Aun cuando es esencialmente sincera, la opción fundamental puede estar en peligro, si tiene aquellas cualidades negativas a las que consideramos <<abortivas>>. Abandonar el compromiso básico con Dios y entregarse a los ídolos, dejar el amor genuino por un amor falso es un acto grave. Normalmente se llega a esta meta a través de muchas imperfecciones y de pecados veniales, actos que no responden plenamente a la gracia de Dios, y omisiones del bien que estaría a nuestro alcance. Los pecados veniales, que pueden ser más o menos graves, atacan y debilitan, en primer lugar, algunas de las virtudes importantes o actitudes fundamentales; a través de ellas debilitan indirectamente la realidad de la opción fundamental.
Podemos considerar dos tipos extremos de cómo se pierde la amistad con Dios. En un caso puede suceder a través del pecado mortal cometido por una persona que ve con claridad, que tiene clara conciencia de que un determinado acto contradice la amistad de Dios; no obstante, decide a favor del acto que repercute en la profundidad de su corazón y configura todo su ser. El otro extremo podría ser el resultado de muchos pecados veniales: a través del abuso frecuente de la gracia de Dios y de una creciente laxitud que amortigua cada vez más la sensibilidad de la persona para el bien, su agradecimiento a Dios y la responsabilidad por las necesidades de los otros, se llega finalmente a una situación donde la opción fundamental es revocada por medio de un acto libre de elección, aun cuando no sea plenamente consciente; como si una corriente ligera de aire hubiese apagado una vela que estaba a punto de extinguirse (1981, pp. 226-227).
Con esta claridad de Häring se demuestra que en un día es imposible cambiar la invitación de nuestra salvación,12 pero sí se logra con el paso del tiempo; incluso, pequeños actos infructuosos pueden conducir hacia la negación de la salvación, optando por el pecado mortal.13 De modo claro, Gil muestra cómo ha de ser comprendido este pecado:
Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza Dios su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, algo contrario a la voluntad divina (conversioadcreaturas) (...) (2015, p. 335).
Solo podemos, en este sentido, hablar de un pecado mortal y resaltar que es la negación del llamado y de la Gracia de Dios, que la persona hace. Por eso Häring aclara que:
La negativa directa a Cristo (en el pecado de odio a Dios y en la incredulidad positiva) sólo constituye, en cuanto a su intención y malicia intrínsecas, una grabación, aunque tremenda, de la negativa indirecta, la que es inherente a toda desobediencia en materia grave.
Más por otra parte, hay notable diferencia entre un «pecado de malicia» y un pecado <<de debilidad», aunque sea grave y mortal. El primero expresa la voluntad hostil y la respuesta definitiva de Cristo; el segundo no es una negativa definitiva, aunque por un grave abuso de la libertad, y siguiendo su orgullo o sensualidad, el pecador se prefiere a sí mismo a Cristo, y de hecho abandone su seguimiento (1973, p. 407).
En todo pecado grave la consciencia advierte, de alguna forma, que ese volver a sí mismo es incompatible con la amistad de Dios y con el seguimiento de Cristo, de tal modo que cuando se vuelve la espalda hacia
Mientras la conciencia no se haga manifiesta frente a este alejamiento de Dios, no podremos hablar de pecado mortal ni, incluso, de un cambio en la opción fundamental antes existente. Recordemos que los manuales de teología moral no "(...) prestan gran atención a la forma en que la Gracia de Dios obra en nosotros, dan, con frecuencia, la impresión de que un cristiano medio puede caer siete veces al día en pecado mortal y salir de otras tantas" (Häring, 1981, p. 226).
El pecado es una opción fundamental en contra de Dios y en contra de los demás, es una vida egoísta-egocéntrica, en otros términos, es la negación de la Gracia recibida, rechazo de la voz que resuena en su ser. Debemos dejarnos guiar, continuamente, por la Gracia de Dios, el escuchar su voz en nuestro ser nos permitirá obrar correctamente, siempre con la mente en el prójimo, en ese entorno donde estamos invitados al amor, la misericordia y la caridad.
Conclusiones
El debate sobre la salvación a través de la conciencia y la libertad no es un tema cerrado todavía, pero es muy importante considerar las contribuciones del Concilio Vaticano II que aportan un camino mucho más personalista-subjetivista que objetivista, superando así una moral tradicional que aún sigue presente no solo en la perspectiva de una moral formulada, sino también en la perspectiva de una moral vivida, afectando la vida de fe en los creyentes.
Por esta razón, nos parece oportuno presentar en estas conclusiones las palabras del Papa Francisco (2016) en la Exhortación Apostólica Amoris Laetitia:
A partir del reconocimiento del peso de los condicionamientos concretos, podemos agregar que la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la Iglesia (...). Pero esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde objetivamente a la propuesta general del Evangelio. También puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo (Amoris Laetitia, No. 303).
El Papa Francisco, en la línea de Gaudium et spes y en el marco de una teología moral renovada, devuelve a la conciencia su lugar correcto en la enseñanza de la Iglesia; sin duda, este es un aspecto sumamente relevante que está vinculado de manera íntima con nuestra reflexión sobre la salvación de cada sujeto, desde su proceso personal de conciencia y libertad. En la línea del discernimiento, el Papa Francisco (2014) en Evangelii Gauidium, también nos indica que:
En su constante discernimiento, la Iglesia también puede llegar a reconocer costumbres propias no directamente ligadas al núcleo del Evangelio, algunas muy arraigadas a lo largo de la historia, que hoy ya no son interpretadas de la misma manera y cuyo mensaje no suele ser percibido adecuadamente. Pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio.
No tengamos miedo de revisarlas. Del mismo modo, hay normas o preceptos ecle-siales que pueden haber sido muy eficaces en otras épocas pero que ya no tienen la misma fuerza educativa como cauces de vida. Santo Tomás de Aquino destacaba que los preceptos dados por Cristo y los Apóstoles al Pueblo de Dios "son poquísimos". Citando a san Agustín, advertía que los preceptos añadidos por la Iglesia posteriormente deben exigirse con moderación "para no hacer pesada la vida a los fieles" y convertir nuestra religión en una esclavitud, cuando "la misericordia de Dios quiso que fuera libre". Esta advertencia, hecha varios siglos atrás, tiene una tremenda actualidad. Debería ser uno de los criterios a considerar a la hora de pensar una reforma de la Iglesia y de su predicación que permita realmente llegar a todos (Evangelii Gaudium, No. 43).
Es decir, no debemos tener miedo de revisar las normas eclesiales, porque el centro debe estar, no tanto en defender la ley y la norma, aunque son importantes y cumplen una función, sino en honrar más al Espíritu Santo presente en las conciencias de las personas y en tratar con ternura y amor misericordioso a cada uno de sus hijos. Como muy bien señala el Papa:
Esto nos otorga un marco y un clima que nos impide desarrollar una fría moral de escritorio al hablar sobre los temas más delicados, y nos sitúa más bien en el contexto de un discernimiento pastoral cargado de amor misericordioso, que siempre se inclina a comprender, a perdonar, a acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar. Esa es la lógica que debe predominar en la Iglesia, para "realizar la experiencia de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias existenciales" (Amoris Laetitia, No. 312).
No debemos olvidar que es la Gracia la que libera, santifica y salva; Gracia que está presente en la conciencia de cada persona y ante la cual nuestra responsabilidad es colaborar para que actué de la manera más eficaz posible. ¡Dios nos ayude!
Referencias
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Notas
Declaración de intereses