Editorial
El pasado mes de septiembre fue radicado ante el Senado el proyecto de Ley 222 de 2024, "Por medio del cual se definen los derechos de los usuarios, se crea la acción de servicios públicos domiciliarios y se dictan otras disposiciones"1 Una lectura del articulado del proyecto y de sus antecedentes en la exposición de motivos muestra, entre sus propósitos, asignar nuevas responsabilidades al Estado2 y aumentar su participación en la provisión de los servicios públicos domiciliarios, de manera que sean esencialmente sus entidades territoriales, y no empresas particulares, quienes canalicen los esfuerzos económicos y las inversiones necesarias para superar los desafíos que persisten en términos de cobertura, calidad y accesibilidad. En esta línea, y en consonancia con una visión de estas actividades prestacionales que minimiza su dimensión económica y tiende a identificarlas exclusivamente como manifestaciones de una función pública propia del Estado3, el artículo 10 del proyecto estipula que los particulares podrán prestar dichos servicios a través de la figura de la concesión, cuya duración no podrá exceder los diez años.
Restringir de esa manera la participación de los particulares en los mercados de acueducto, energía eléctrica, gas combustible y saneamiento básico (alcantarillado y aseo) implicaría un cambio substancial al régimen de los servicios públicos domiciliarios vigente, el cual reconoce la libertad de empresa y la iniciativa privada no solo como el derecho de toda persona a organizar y operar empresas para su provisión4, sino también como un principio general orientador y un criterio de interpretación y para llenar los vacíos normativos en dicho régimen5. Desde un enfoque formal, al menos son dos los reproches que pueden hacerse a tal propuesta. Primero, se generaría una suerte de antinomia jurídica, ya que el proyecto suprime la posibilidad que hoy tienen los particulares de crear y operar libremente empresas de servicios públicos domiciliarios, sin más requisitos que cumplir con las formalidades para su constitución, y obtener los permisos sanitarios, ambientales y locales requeridos para su funcionamiento, pero no modifica otras disposiciones que desarrollan la libertad de empresa en la prestación de estos servicios6. Luego, la derogatoria del artículo 10 de la Ley 142 de 1994 sería, en la práctica, aparente o al menos ineficaz. Esto se debe a que el artículo 186 de dicha ley establece que: "en caso de conflicto con otras leyes sobre tales servicios, se preferirá esta, y para efectos de excepciones o derogaciones, no se entenderá que ella resulta contrariada por normas posteriores sobre la materia, sino cuando estas identifiquen de modo preciso la norma de esta ley objeto de excepción, modificación o derogatoria". Aunque nos encontramos ante una ley posterior y contradictoria sobre la misma materia, los autores del proyecto no especifican de forma precisa la norma de la Ley 142 de 1994 que quedaría derogada. En su artículo 106, el proyecto solo menciona que la nueva ley regiría a partir de su promulgación y deroga, de manera genérica, todas las normas que le sean contrarias.
Pero la propuesta sería, sobre todo, inconstitucional. Aún si durante el trámite legislativo se corrigieran los errores de técnica legislativa que se advierten7, el proyecto de ley seguiría siendo contrario a los principios constitucionales que rigen el régimen de prestación de los servicios públicos domiciliarios (artículos 365 a 370). Es importante recordar que durante el modelo estatal de prestación de estos servicios se evidenciaron ineficiencias derivadas de años de malas prácticas: tarifas que no cubrían los costos de prestación, falta de continuidad, y una cobertura y calidad deficientes en su provisión8. La situación era tan grave que se abordó directamente en el capítulo V del título XII de la Constitución, ya que la crisis exigía un control y una regulación estatal para enfrentar el desgreño administrativo que vergonzosamente había caracterizado el monopolio público vigente hasta 19919. En este contexto, el artículo 365 constitucional replanteó el papel del Estado en el sector, considerándolo un asegurador de la prestación y no un prestador monopólico. Aunque los servicios públicos son inherentes a la finalidad social del Estado, esta norma establece que la función estatal radica en asegurar su prestación eficiente a todos los habitantes del territorio nacional (servicio universal), y "asegurar no significa prestar"10. Además, el artículo 365 impulsó la liberalización de estos servicios al señalar expresamente que "podrán ser prestados por el Estado, directa o indirectamente, por comunidades organizadas o por particulares". Por consiguiente, tanto los particulares como las comunidades organizadas están habilitados directamente por la Constitución para prestar estos servicios.
La inconstitucionalidad de la propuesta resulta de la imposición por vía legal de la obtención de una habilitación cada vez que un particular desee operar una empresa de servicios públicos domiciliarios, lo que implicaría devolver la titularidad del servicio público al Estado, la cual, en virtud de la liberalización que operó el artículo 365 constitucional, ha sido por más de treinta años de quien lo preste. Sostener lo contrario -es decir, afirmar que el Estado ostenta la titularidad del servicio público- significaría desconocer que ese mismo artículo prohíbe al legislador reservar determinadas actividades estratégicas o servicios públicos al Estado, salvo por razones de soberanía o interés social, y con la iniciativa del gobierno (vicio de forma que aquí se advierte). Y aunque se dieran estos supuestos, se "deberá indemnizar previa y plenamente a las personas que, en virtud de dicha ley, queden privadas del ejercicio de una actividad lícita".
La propuesta de este grupo de congresistas es también contraria a las libertades de entrada, libre acceso e inversión que son reconocidas por la jurisprudencia constitucional, de acuerdo a lo expresado en los artículos 333 y 365 a 370 de la Constitución Política11, y bajo las cuales cualquier operador tendrá derecho a construir, explotar, comprar o vender las instalaciones necesarias para realizar la actividad prestacional comercial que se trate. Aunque en ocasiones esta libertad, que no es absoluta, puede graduarse mediante el cumplimiento previo de ciertos requisitos, como son las licencias ambientales o permisos municipales, una restricción generalizada a todos los particulares para que puedan realizar las distintas actividades económicas comprendidas en cada uno de los servicios públicos definidos en el artículo 14 de la Ley 142 de 1994, no parece adecuada a los fines expuestos por los autores del proyecto. Tal como quedó radicada, la medida carece de una justificación suficiente desde un fin de interés general, y no es evidente en los antecedentes del proyecto cómo, crear una barrera de entrada al mercado únicamente a ciertos operadores (empresas particulares), permitiría mejor atender las necesidades actuales en materia de cobertura, calidad y accesibilidad. De este modo, la propuesta no es solo potencialmente contraria a lo dispuesto por el artículo 333 de la Constitución Política, sino que también resulta inadecuada para conseguir el objetivo de mejorar las condiciones de acceso y la calidad en la prestación del servicio.
Pero la medida tampoco es razonable12, pues desconoce el núcleo esencial de la libre competencia económica, esto es, la posibilidad que tienen los agentes económicos de acceder en igualdad de condiciones y sin barreras injustificadas al mercado13. En efecto, el proyecto rompe con la igualdad entre los distintos sujetos autorizados a prestar los servicios públicos domiciliarios14, ya que mientras se indica que los municipios y distritos pueden prestar estos servicios por medio de la creación de empresas oficiales, mixtas o privadas (artículo 9.°)15, a renglón seguido se advierte que los particulares solo podrán hacerlo a través de la figura de la concesión, la cual deberá concluir al finalizar un período máximo de veinte años, que incluye su prórroga. Como fue presentado el proyecto, ni las empresas de las cuales sean socias entidades territoriales locales, ni las empresas industriales y comerciales del Estado (EICE) que se acogieron al régimen de transición en el parágrafo del artículo 17 de la Ley 142 de 1994, requerirían de una concesión, ni tendrían un límite en el tiempo para prestar estos servicios. Esto crea una ventaja anticompetitiva y una distorsión a la libre competencia a favor de los operadores que cuenten con accionistas públicos, siendo únicamente su condición de entidades de naturaleza estatal16, la sola razón por la cual no estarían obligadas a obtener una habilitación para prestar los servicios públicos domiciliarios.
Treinta años después de la entrada en vigencia de las leyes 142 y 143 de 1994, varios aspectos de este régimen son susceptibles de ajuste. Los estudios de la primera parte de este número revelan cómo, en otros sistemas, ciertos debates relacionados con el medio ambiente, la salud pública y el uso de nuevas tecnologías parecen trasladarse al campo de los servicios públicos e industrias en redes. Esta discusión ha dado lugar a interesantes iniciativas que involucran actores públicos y privados, como es el caso de las comunidades energéticas en el derecho español, como mecanismos de interacción entre personas físicas, entes locales y pequeñas y medianas empresas, que tienen el potencial de garantizar una transición energética justa y sostenible. Sin embargo, un mayor grado de politización de los servicios públicos y su regulación también puede llevar a decisiones públicas que, aunque políticamente populares y alineadas con las metas de los gobiernos de turno, a largo plazo pueden representar un retroceso en el bienestar de los usuarios y en la calidad de los servicios que estos reciben. Un ejemplo de esto sería limitar la entrada de oferentes, aun cuando las condiciones económicas, tecnológicas y de mercado justificarían, por el contrario, abrir estas actividades a la libre competencia. ¡Una provechosa lectura!
Notes