Resumen: Este artículo reconstruye los elementos simbólicos y prácticos que subyacen bajo la disputa reciente por la tipificación del delito de “desaparición forzada” en México. El análisis parte de la comprensión de un contexto en el que violencia política y violencia criminal se traslapan y confunden, generando nuevos retos para atender la demanda de las víctimas de este crimen. Los hallazgos derivan en un cuestionamiento sobre los límites y alcances del discurso de los derechos humanos y la necesidad de “vernaculizar” la categoría de desaparición forzada para enmendar las formas de exclusión que plantean los criterios preestablecidos.
Palabras clave:desaparición forzadadesaparición forzada, guerra sucia guerra sucia, víctimas víctimas, guerra contra las drogas guerra contra las drogas, derechos humanos derechos humanos, México México.
Abstract: This article reconstructs symbolic elements and practices that underline the recent dispute over the characterization and nature of “forced displacement” in Mexico. The point of departure for this analysis is that of the contemporary Mexican context in which political and criminal violence are often interlinked. This has resulted in new challenges when attending to the demands of the victims of these crimes. These new challenges necessitate a questioning of the limits and scope of human rights discourse in relation to forced displacement in Mexico. The conclusions of this study emphasize the necessity to “vernacularize” the typology of forced displacement in order to challenge the forms of exclusion established by the existing definitions.
Keywords: forced displacement, dirty war, victims, the war on drugs, human rights, México.
Resumo: Este artigo reconstrói os elementos simbólicos e práticos que se ocultam sob a disputa recente pela tipificação do delito de “desaparecimento forçado” no México. A análise parte da compreensão de um contexto no qual a violência política e a violência criminal se superpõem e se confundem, produzindo novos desafios para atender à demanda das vitimas deste crime. Os resultados geram um questionamento sobre os limites e alcances do discurso dos direitos humanos e da necessidade de “vernaculizar” a categoria de desaparecimento forçado para emendar as formas de exclusão que sugerem os critérios pré-estabelecidos.
Palavras-chave: desaparecimento forçado, guerra suja, guerra contra as drogas, direitos humanos, México.
Genealogía e historia no resuelta de la desaparición forzada en México
The Unresolved History and Genealogy of Forced Displacement in Mexico
Genealogia e história não resolvida do desaparecimento forçado no México
Recepción: 15 Agosto 2015
Aprobación: 15 Febrero 2016
Verdad y justicia de las familias de las más de 26 milpersonas desaparecidas en México y de los más de10 mil migrantes desaparecidos, sigue siendo nuestraprincipal e irrenunciable demanda y no pararemosde recorrer calles, dependencias, cuarteles y cárceles;montañas y desiertos hasta saber qué pasó con ellos y ellas. IV Marcha de la Dignidad Nacional. Madres buscando a sus hijos e hijas .
La violencia experimentada por México en la última década, expuesta a través de cifras que demuestran el aumento de homicidios, secuestros y desapariciones, además de una constante y sistemática violación a los derechos humanos, representa hoy un desafío para las ciencias sociales.
Uno de los puntos nodales de este reto tiene que ver con la comprensión de las relaciones entre la violencia política y la violencia criminal, distinciones que han sido rebasadas por la práctica cotidiana de formas de corrupción y colusión de los diferentes órdenes de gobierno con grupos dedicados al crimen. Este fenómeno, aunado a la emergencia de nuevos actores que disputan el poder organizados en pandillas, ejércitos paramilitares, carteles y grupos de delincuencia organizada, representa un desafío para las categorías con las que comprendíamos y explicábamos los actos de violencia
Uno de los crímenes que indica con mayor claridad este complejo estado de las cosas es la desaparición de personas, por tratarse de un fenómeno en el que participan no solo agentes estatales y/o miembros de las Fuerzas Armadas, como tradicionalmente sucedía, sino también actores que, en colusión con estos o de manera independiente, hacen uso de este mecanismo de terror sistemáticamente
Dado que la categoría “desaparición forzada” ha sido jurídicamente sancionada por la legislación penal internacional en el contexto de los crímenes de lesa humanidad, parece legítimo proponer que experiencias históricas como la de México, con sus particularidades, puedan interpelar dicha categoría en sus límites y alcances. El trabajo antropológico1 que sostiene este artículo se pregunta precisamente por la “vida social” de esta categoría, discutiendo en torno a la manera en que esta ha sido descargada (Ferrándiz 2010) al contexto nacional y local mexicano, produciendo nuevas subjetividades, relaciones, identidades y debates.
De este modo, se busca explorar uno de los tantos matices que integran el fenómeno de la desaparición de personas en México, con el fin de comprender de qué se habla cuando se dice que más de 27 mil personas han desaparecido en los últimos siete años en un país sin un conflicto armado declarado.2 Se parte de la imposibilidad de afirmar que todos estos casos corresponden a la categoría de desaparición forzada en stricto sensu3 y más bien nos avocamos a comprender la evolución de este concepto y su relación con los hechos conocidos.
La desaparición de personas es una catástrofe que implica una ruptura profunda y sostenida de campos de sentido y acción tanto a nivel individual como social. Tradicionalmente se ha ejercido como un mecanismo de represión que inhibe la verdad y la memoria al ocultar el rastro del crimen y de sus responsables. Para Gabriel Gatti (2011a), la desaparición de personas es una práctica devastadora que obliga a replantearse las relaciones entre representación y hechos: “Tanto devasta que para pensarla requerimos conceptos también extremos” (Gatti 2006, 91). La desaparición es entonces una catástrofe,4 un desajuste de la estructura y, especialmente, un desajuste de las relaciones entre identidad y lenguaje, como lo demuestra el testimonio del padre de un joven desaparecido en Coahuila:
Díganme cómo se le dice a un hijo sin padres: huérfano. A una mujer que se le ha muerto su esposo: viuda. Y díganme cómo se le dice a un padre que ha perdido a su hijo: para eso no hay palabras (Eugenio, 5 padre de un joven desaparecido en Torreón Coahuila, 2015).
El concepto de liminalidad puede ayudar a comprender el estado catastrófico al que hace referencia la narrativa de este padre que se ha quedado sin palabras. Según Victor Turner 6(1974), la liminalidad es un estado de indefinición a partir del cual se demuestran las formas de organización social a partir de la crisis que sufren. Aunque el autor no aborda el tema de la desaparición, sus argumentos han resultado ser un gran aporte para los estudios sobre el tema (Panizo 2010; Regueiro 2010), pues indica la ruptura de categorías socialmente establecidas y la necesidad de reconstruirlas.
El estado liminal, caracterizado por la imposibilidad de ser definido socialmente, permite la consolidación de campos sociales que buscan restituir la relación entre los hechos y las palabras (Gatti 2012) a través de prácticas y discursos que empiezan a dar sentido a la ambigüedad. En el caso específico de la desaparición de personas, son principalmente los familiares quienes inician la tarea de construir campos de disputa en torno a la representación de las personas desaparecidas. Y es partir de este proceso de restitución social que empiezan a encuadrarse las categorías para definir socialmente los bordes de la desaparición forzada.
En el caso del Cono Sur, el campo social construido en torno a este fenómeno tuvo como consecuencia la consolidación de la genealogía del detenido-desaparecido, posible gracias a la circulación de retóricas, lenguajes y producciones culturales que desarrollaron patrones de acción y de identidad en torno a este sujeto (Gatti 2012). Esta genealogía ha traspasado las fronteras (Gatti 2011b) y se ha sedimentado como una narrativa dominante para entender la desaparición forzada de personas, no solo en América Latina, sino en otras latitudes, a través de su institucionalización y apropiación social (Jelin 2004).
En España, por ejemplo, la categoría transnacional de la desaparición forzada se ha convertido paulatinamente en una guía fundamental de la acción de las asociaciones que promueven la “recuperación de la memoria histórica” en torno a la Guerra Civil, al tiempo que ha alimentado el debate y la judicialización de los casos (Ferrándiz 2010). Así, a la crisis de representación provocada por la desaparición de personas, tanto a nivel individual como colectivo, corresponde una búsqueda social de campos de sentido y categorías que promuevan no solo el reconocimiento de los sujetos, sino también su participación en el campo de la justicia.
Aunque la técnica de desaparecer personas fue ampliamente utilizada por la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en la década de 1930 y desde la década de 1950 ha sido reconocida por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) con todas sus implicaciones legales y fácticas; fue solo hasta la década de 1970, en el contexto de las dictaduras latinoamericanas, que la comunidad internacional le otorgó un lugar a este crimen como una violación a los derechos humanos independiente de otras violaciones.
A partir de las desapariciones forzadas ocurridas en Guatemala y Argentina durante esta década, la Asamblea General de la ONU emitió la resolución 33/173 (1978), llamando a los Estados “a destinar los recursos necesarios para la búsqueda de personas desaparecidas, a la aplicación de la ley y al respeto de los derechos humanos de las personas” (Pelayo 2012, 963). Desde entonces, la desaparición se comprende como una grave y flagrante violación a los derechos humanos.
El trabajo realizado por la Comisión de Derechos Humanos de la ONU en 1978 en Chile, durante la dictadura de Augusto Pinochet, produjo avances significativos para reconocer la situación de las personas desaparecidas en el Cono Sur, lo que llevó a la formación, en 1980, del Grupo de Trabajo de Desapariciones Forzadas e Involuntarias. La labor de este organismo, cuya misión era “recibir información de gobiernos, organizaciones intergubernamentales y organizaciones humanitarias, con la discrecionalidad necesaria para clarificar el destino o la suerte de las personas reportadas como desaparecidas” (Pelayo 2012, 966) sirvió de fundamento para avanzar hacia la Declaración sobre la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas emitida por las Naciones Unidas en 19927 y la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas, adoptada en Belém do Pará, Brasil, el 9 de junio de 1994.8 Estos documentos finalmente sentaron las bases de la categoría que hoy conocemos.9
La Convención, fruto de numerosas iniciativas de los gobiernos, la sociedad civil y del desarrollo de jurisprudencia en diversas instituciones, logró consolidar el carácter pluriofensivo de este crimen de lesa humanidad, comprendiendo que “la desaparición constituye un delito permanente que se prolonga cada día de desaparición, es imprescriptible –solo prescribe como tal, una vez dilucidado–, y supone la indefensión jurídica absoluta de las víctimas” (Ferrándiz 2010, 165).
La construcción de esta categoría se extiende simultáneamente a la consolidación del discurso de los derechos humanos en América Latina, que aunque estuvo suscrito en las reformas liberales adoptadas en todos los países de la región durante el siglo XIX, su “presencia real” en la vida de la gente era casi nula, especialmente para las clases populares y los sectores subalternos (Jelin 2004, 94). Según Jelin (2004), gran parte del proceso de incorporación de estos conceptos a la agenda pública regional fue posible gracias a la labor de las redes internacionales de activistas y organizaciones civiles, cuya lucha dio pie a una “verdadera revolución paradigmática” (Jelin 2004, 94) que hasta hoy nos alcanza.
En este marco general de los derechos humanos, la desaparición forzada incorpora la existencia de un sujeto prototípico del período de violencia política: el detenido-desaparecido, que se afirma en América Latina a partir de la década de 1970, alcanzando con los años un estatus transnacional que va desde “la realidad” hacia el texto jurídico; y desde la definición jurídica hacia “la realidad” (Gatti 2011b) (ver gráfico 1). En la segunda fase de este proceso, Gatti (2011b) advierte sobre la necesidad de recuperar la heterogeneidad que puede contener una categoría única como la del “impasible” detenido-desaparecido, que ha surcado espacios y tiempos, y ha sido sancionado por las leyes internacionales, convirtiéndose “en un objeto rocoso (…) sin inmutarse a pesar de las diferencias evidentes entre sus distintos usos locales” (Gatti 2011b, 521).
Por ello, la importancia de cuestionar la vida de las categorías in situ, con el ánimo de rescatar la condición histórica concreta de los acontecimientos y de los sujetos asociados con ellos, entendiendo el valor de la categoría construida históricamente pero también poniéndola a prueba para responder a las necesidades reales de las víctimas.10
Es cierto que todavía el mayor peso para entender este fenómeno en el contexto latinoamericano se asienta en la experiencia dictatorial del sur. El año en que se escribe este artículo, el Grupo de Trabajo de Desapariciones Forzadas e Involuntarias de la ONU celebra su aniversario 35 con una misión especial en Buenos Aires. En el acto conmemorativo –que se lleva a cabo en uno de los más grandes centros clandestinos de detención y tortura de la dictadura: la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA)–, los integrantes del grupo señalaron: “La creación de nuestro Grupo está estrictamente relacionada con las desapariciones forzadas que tuvieron lugar en el país durante la dictadura” (OACDH 2015). La acción simbólica de regresar al origen demarca en cierto sentido un estancamiento frente a la demarcación histórica que sostiene la categoría.
Sin embargo, Ariel Dulitzky (2016), director de este Grupo de Trabajo, ha indicado la necesidad de atender los nuevos desafíos que representan contextos como el mexicano para la jurisprudencia internacional relativa a la desaparición de personas:
En la actualidad, en algunos países de la región, las desapariciones ocurren en otros contextos que requieren un replanteamiento de sus contornos. Solo tenemos que pensar en las desapariciones llevadas a cabo por los grupos de delincuencia organizada y los carteles de la droga en México, en muchos casos con la colaboración de los funcionarios del Estado (Dulitzky 2016).
Estos trazos de apertura demuestran que los derechos son entidades con vida, históricamente situados, que deben considerarse según su historicidad. Precisamente por ello se propone a continuación un breve recorrido por los acontecimientos que han marcado la disputa en torno a la desaparición de personas en la historia contemporánea de México
En México, la desaparición forzada de personas comenzó a considerarse una categoría de la represión política a partir de los acontecimientos ocurridos en 1968 y a lo largo de la denominada “guerra sucia” (Pelayo 2012), que según algunas organizaciones va desde este año hasta 1982 (Comité de Solidaridad y Derechos Humanos Monseñor Romero et al. 2013). En aquel entonces, desaparecer era parte de un conjunto de medidas de represión encaminadas a disolver los movimientos de oposición que resistían al poder representado en el Partido Revolucionario Institucional (PRI).11
Según el informe presentado por la Comisión de la Verdad del Estado de Guerrero (COMVERDAD 2014), ha sido posible documentar 436 casos de violación sistemática de los derechos humanos ocurridos durante este período, de los cuales 24 corresponden a ejecuciones sumarias, 230 a desapariciones forzadas y 205 a sobrevivientes de desaparición forzada, solo en este estado del sur de la república.
No solo líderes sociales fueron objeto de desaparición forzada durante este período, “bastaba que una persona tuviera lazos de parentesco con luchadores sociales o que viviera cerca de la zona de operaciones de la guerrilla para ser detenida-desaparecida” (Comité de Solidaridad y Derechos Humanos Monseñor Romero et al. 2013, 63). El modus operandi consistía en que
los ciudadanos, fueran o no culpables de infringir la ley, en lugar de ser sometidos al proceso penal correspondiente, eran detenidos sin orden de aprensión en sus casas, lugares de trabajo, centros de actividad política o en sus rutas de viaje, por agentes de alguna corporación policíaca o militar y eran llevados a cárceles clandestinas (Comité de Solidaridad y Derechos Humanos Monseñor Romero et al. 2013, 64).12
Aunque se tiende a relacionar la guerra sucia con la década de 1970, esta es una estrategia de represión empleada en muchos otros momentos de la historia nacional, incluidos los años recientes (Romo y Yaiza 2011) en que se han documentado al menos 150 desapariciones de activistas,13 60% de los cuales eran fundadores de organizaciones y movimientos sociales (Comité Cerezo México 2015a). Entre estos se encuentra la desaparición de Edmundo Reyes y Gabriel Alberto Cruz, militantes del Partido Democrático Popular Revolucionario - Ejército Popular Revolucionario (PDPR-EPR), que bajo acusaciones de “delincuencia organizada” y “privación ilegal de la libertad” fueron desaparecidos en 2007 por elementos del Ejército. En este caso, la delincuencia organizada aparece como una categoría propia de la política de seguridad impuesta durante los últimos años y que marca un camino nuevo para nominar la desaparición desde campos léxicos que crean confusión y neutralizan la responsabilidad de los perpetradores (Robledo y Velásquez 2016).
Aunque no existe en México una declaración oficial de guerra en términos formales, algunos indican que sí hay “actos de guerra”, entre los cuales se encuentran el exterminio en masa y los asesinatos selectivos (Ameglio 2015). Al iniciar su mandato presidencial en 2006, Felipe Calderón Hinojosa anunció que la guerra contra el narcotráfico sería la prioridad de su Gobierno en respuesta a la necesidad de defender la nación (Rodríguez 2010, 16):14
Al iniciar esta guerra frontal contra la delincuencia señalé que esta sería una lucha de largo aliento, que no sería fácil ganarla, que costaría tiempo, recursos económicos e incluso vidas humanas. Lo sabemos porque así son, precisamente, las guerras, pero la clave está, precisamente, en los bienes y valores que se defienden: la vida, la seguridad, la prosperidad y la paz de los mexicanos (Calderón 2007)
Cifras oficiales indican que desde que fue declarada esta lucha en 2006 hasta 2013, los homicidios a nivel nacional aumentaron 47,9% (INEGI 2015) y los secuestros 59,75% (SESNSP 2015), alentando con el tiempo la emergencia de movimientos de familiares de víctimas que ocuparon el espacio público exigiendo justicia.
Enrique Peña Nieto, quien sucedió a Calderón Hinojosa en la Presidencia de México para el período 2012-2018, prolongó la estrategia militar iniciada por su antecesor. En su discurso en torno a las consecuencias de la violencia, se lee una aceptación parcial de la responsabilidad del Estado pero no el reconocimiento de que el proyecto político en su conjunto estaría promoviendo la violación a los derechos humanos y los altos índices de violencia que experimenta el país. En una de sus intervenciones respecto a la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Ayotzinapa Guerrero, sucedida en septiembre de 2014, Peña Nieto señaló:
En la tragedia de Iguala, se combinaron condiciones inaceptables de debilidad institucional, que no podemos ignorar: un grupo criminal, que controlaba el territorio de varios municipios; autoridades municipales, que eran parte de la propia estructura de la organización delictiva; policías municipales, que –en realidad– eran criminales, a las órdenes de delincuentes. Lo más desafiante para México, es que –a pesar de las acciones emprendidas en la actual y anteriores administraciones– algunas de estas condiciones de debilidad institucional, siguen presentes en otras localidades y zonas del país (1 de diciembre de 2014).
En este contexto, la desaparición de personas se excluye discursivamente del campo al que había sido confinada en sus orígenes para ubicarse en uno de nuevos actores y acciones que diluyen intencionalmente las responsabilidades. Precisamente uno de los rasgos fundamentales de las desapariciones recientes es la colusión entre agentes del gobierno e integrantes del crimen organizado, situación que nos pone frente a la necesidad de cuestionar las categorías que habían permanecido “impasibles” para referirnos a este fenómeno:
(…) miembros de las fuerzas de seguridad detienen arbitrariamente a las víctimas y luego las entregan a organizaciones delictivas. A veces, estos policías, soldados y agentes investigadores actúan en connivencia con organizaciones criminales para extorsionar a familiares de víctimas, o dan aviso a estas organizaciones cuando los familiares de las víctimas denuncian las desapariciones (HRW 2013, 5).
Leticia Hidalgo, madre de un joven estudiante de la Universidad Autónoma de Nuevo León, desaparecido por un comando armado “vestido” de policías municipales, denuncia que unos y otros “son los mismos” (CIDH 2015). En Tijuana, el hijo de Fernando Ocegueda, líder del movimiento Unidos por los Desparecidos de Baja California, fue llevado violentamente de su casa en enero de 2007 por un comando armado de más de 10 hombres encapuchados y uniformados con insignias de la Agencia Federal de Investigación (AFI). Después de una larga lucha, el caso sigue considerándose un secuestro perpetrado por delincuentes disfrazados y los responsables están libres de cargos, sin que se haya contemplado la línea de desaparición forzada en la investigación (comunicación personal junio de 2015).
Una de las formas más comunes de desaparición en las que incurren las corporaciones policíacas es el arraigo ilegal de personas que presuntamente están relacionadas con el crimen. Aunque se desconoce las dimensiones reales de este mecanismo, fuentes oficiales indican que el uso del arraigo mostró un incremento sostenido anual de más del 100% por año desde 2009 (CMDPDH 2012, 2), fenómeno que coincide con la búsqueda de positivos de la llamada guerra contra las drogas:15
(…) en su labor de tratar de “limpiar” a la gente de la delincuencia, se llevaban a todo aquel joven que encontraban sospechoso, sea porque tuviera algún tatuaje o arete (Consuelo Morales, directora de Ciudadanos en Apoyo a los Derechos Humanos de Nuevo León, en Morán 2015).
A estos hechos se les ha llamado coloquialmente “levantones” como una manera de hacer referencia a su carácter impetuoso e inesperado pero también a la incógnita permanente del tipo de delito del que se trata y de sus perpetradores,16 así como en España se impusieron las denominaciones “paseados” y “fusilados” y en Argentina “chupados”.
Esta ambigüedad impuesta por la participación de las autoridades y de actores no identificados en las desapariciones se suma a otros factores como la trata de personas, el tráfico de migrantes y el reclutamiento forzado de jóvenes,17 situaciones en las que también se ha denunciado la participación de agentes estatales (Mastrogiovanni 2014) y que podrían estar relacionadas con la desaparición de nacionales y extranjeros en territorio mexicano.
Si tuviéramos que señalar un elemento común en esta serie de hechos vinculados con la desaparición de personas, sería el tránsito de un móvil meramente político a uno de tipo económico, territorial y táctico, que coincide con un modelo neoliberal intensificado en las últimas décadas.18
A diferencia de lo que se vivió en nuestro país en los años de la llamada Guerra Sucia en que las desapariciones se cometían con motivos políticos, hoy en día estas no son solo en contra de líderes sociales y activistas políticos o contra grupos insurgentes, sino que se extiende a amplios sectores de la población. Así, personas sin alguna militancia social o política, acusados por el Estado de pertenecer a bandas del crimen organizado, han sido víctimas de desaparición forzada (CMDPDH 2014, 2).
Este cambio ha llevado a pensar a algunos sectores de la sociedad civil que la desaparición forzada pasó de ser solo un mecanismo de eliminación y control de la disidencia política a un mecanismo más amplio de control social, despojo territorial y control de flujos migratorios (Coordinación de la Campaña Nacional Contra la Desaparición Forzada et al. 2014, 7). Al respecto, Mastrogiovanni (2014) defiende la tesis de que las desapariciones forzadas en ciertas zonas del país están directamente relacionadas con la extracción de recursos naturales, como una estrategia para eliminar la resistencia, y que en muchos de los casos relacionados con tráfico y trata de personas los móviles son meramente económicos.
No es para nada una coincidencia que el llamado crimen organizado actúe en una gran complicidad, por ejemplo, con las compañías y corporaciones mineras. Que actúe con el Ejército para conformar grupos paramilitares (Rosas 2015).
Además de responder a las estrategias de control y eliminación, se puede decir que la desaparición de personas en México es un crimen del sistema (o sistémico) que involucra tanto la ejecución por participación directa, autorización o aquiescencia de agentes del Estado y miembros de las Fuerzas Armadas, como la falta de investigación y actuación para buscar a las personas desaparecidas, la reiterada criminalización de las víctimas, la negativa a reconocer el problema y las fallas en sistemas esenciales para la búsqueda, como el forense19 y el registro nacional de personas desaparecidas; condiciones que, como algunos han denunciado, llevan a “desaparecer a los desaparecidos”.
Una vez presentados los rasgos generales de este contexto, se propone revisar los marcos de las categorías jurídicas existentes en la actualidad para identificar sus límites y sus alcances.
El tipo penal de desaparición forzada heredado de la guerra sucia cuenta con bordes preestablecidos que significan un reto para su aplicación en el contexto que se acaba de describir. Los criterios fundamentales de este tipo penal son 1) el sujeto que comete el delito, 2) los derechos violados y 3) los elementos del contexto que cuentan para definirlo como un crimen de lesa humanidad y como una violación a los derechos humanos.
Aunque el Estado mexicano ratificó la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas en mayo de 2001 y ha incorporado paulatinamente recursos para la protección de los derechos humanos,20 algunos de los criterios mínimos no han sido cubiertos y en la práctica México aún se encuentra lejos de alcanzar los estándares recomendados para hacer frente a este crimen.21
A continuación, solo se menciona la tipificación del delito a nivel federal por cuestiones de espacio; sin embargo, es importante mencionar que este no ha sido tipificado en todos los códigos penales de las entidades de la república,22 lo que hace que las autoridades encuadren la conducta en diversos tipos penales con los que comparte elementos, tales como secuestro, homicidio, privación ilegal de la libertad o abuso de autoridad.23 La dificultad de estas tipificaciones estriba en que ninguna de ellas da cuenta de los elementos mínimos de la desaparición forzada como son la negativa de reconocer la privación de libertad, dar información sobre la suerte o el paradero de las personas y la participación de los agentes del Estado.
A nivel federal, como se muestra en la tabla 1, la tipificación del delito solo menciona a los servidores públicos como perpetradores de la desaparición forzada, categoría que se circunscribe a los empleados del Poder Ejecutivo, lo cual “presenta un obstáculo para asegurar la sanción de todos los autores, cómplices y encubridores provenientes de cualesquiera de los poderes u órganos del Estado” (Coordinación de la Campaña Nacional Contra al Desaparición Forzada et al. 2014, 20), pues deja por fuera a los agentes de las fuerzas militares y a los particulares que actúan con apoyo o aquiescencia del Estado.
Según Ambos y Böhm (2009), la participación de agentes del Estado y de particulares que actúan con su apoyo hacen de la desaparición forzada un delito de carácter especial que expresa claramente “la naturaleza de las prácticas que dieron origen a la tipificación” (Ambos y Böhm 2009, 208). Estos autores señalan que si la privación de la libertad es ejercida por un particular sin relación alguna con el Estado, no se trata de una desaparición forzada, y esto es así porque el Estado es el único que “se encuentra en condiciones de movilizar sus recursos materiales y jurídicos para el esclarecimiento y juzgamiento de los hechos en cuestión” (Ambos y Böhm 2009, 246).
Así como el sujeto que ejerce la conducta es fundamental para tipificar la desaparición forzada, existen otros elementos importantes derivados del contexto que permiten catalogarlo como un crimen de lesa humanidad, siendo estos: 1) la sistematicidad o generalidad del ataque, 2) la participación del poder público y 3) la comisión de los hechos en agravio de una población civil (Ambos y Böhm 2009, 206-207). Siguiendo a los autores, la exigencia de estas condiciones debe ser tomada en cuenta por los códigos penales nacionales para evitar que la aplicación de la figura de desaparición forzada se amplíe de manera que pierda un elemento de gravedad sustancial: “Ante la falta de los elementos de contexto, los crímenes podrían ser juzgados como delitos comunes” (Ambos y Böhm 2009, 245). Sin embargo, reunir los elementos del contexto no es una tarea sencilla en condiciones de violencia como las de México, por lo que algunos expertos consideran que no debe ser una condición para definir la desaparición forzada como crimen de lesa humanidad.24
Las condiciones establecidas por la tipificación del delito de desaparición forzada, relacionadas con el sujeto perpetrador y los elementos del contexto, promueven límites muy claros de acceso a la justicia internacional para las víctimas. Este establecimiento de barreras ha sido disputado por los familiares, quienes sufren las consecuencias dramáticas de la desaparición independientemente de los perpetradores del crimen y de las condiciones en que el mismo se presenta (la no existencia de un conflicto interno declarado, para empezar). Por supuesto, la desaparición forzada (perpetrada por agentes del Estado o particulares con su apoyo) genera consecuencias dramáticas en términos del quiebre del pacto social que sostiene la vida en común. Y es entendible que se quiera castigar con severidad a los agentes estatales por perpetrar crímenes de esta naturaleza. Sin embargo, para las víctimas de desaparición cometidas por particulares sin ninguna relación con el Estado (aseveración que solo podría confirmar una investigación profunda), las consecuencias son igualmente graves y sostenidas en el tiempo.25 En los dos casos, la impunidad generalizada promueve daños morales que lastiman la relación de ciudadanía, en tanto los afectados no son valorados como sujetos de derecho. La judicialización, no obstante, traza límites contundentes para los dos casos en torno al marco axiomático de los derechos humanos.
Las discusiones planteadas en este artículo sobre la disputa por los límites y alcances de los derechos y de la categoría de desaparición forzada han sido tema de debate público en torno a la promulgación de una Ley General de Desaparición en México, iniciado en 2015.26
Según la diputada Angélica de la Peña, Presidenta de la Comisión de Derechos Humanos, quien presentó su propia iniciativa, la Ley busca “articular un solo tipo penal, una sola sanción de privación de la libertad y sobre todo distinguir dos tipos de delitos: el que tiene que ver con la desaparición forzada perpetrada por agentes del Estado, o la que se comete por particulares. Es decir, los estragos de la delincuencia organizada” (Becerril 2015).
Estas distinciones resultan conflictivas en el campo de la desaparición de personas en México, dado que trazan marcos de reconocimiento que excluyen o incluyen según las consideraciones formales con que se construye la categoría. En el contexto actual, resulta especialmente delicado que el tema se asocie con “los estragos de la delincuencia organizada”, cuando estos hechos resultan ser poco claros y de una complejidad que va más allá de la simple nominación.
Respecto a esta controversia, los integrantes de la Campaña Nacional contra la Desaparición Forzada han expresado su preocupación en torno a la eliminación del término “forzada” dentro de las propuestas presentadas para la promulgación de la nueva Ley, ya que esto estaría invisibilizando la gravedad del crimen y la responsabilidad de los agentes de Estado (Comité Cerezo México 2015a).
Para las ONG que participan en la Campaña, la Ley debería incluir, además de la clásica noción de desaparición forzada, “la modalidad de desaparición de personas cometidas por particulares, donde el Estado es solo responsable por su omisión en la búsqueda, investigación y sanción a los responsables de cometer este delito” (Comité Cerezo México 2015b).
En el Encuentro “Las desapariciones del norte: intercambio de experiencias de familiares y organizaciones”, que tuvo lugar en Chihuahua en agosto de 2015, se desarrolló una consulta colectiva para la formulación de propuestas en torno a la Ley. Los familiares insistieron en la necesidad de crear una legislación incluyente, dado que son muy pocos los casos que cuentan con pruebas suficientes para tipificarse como desapariciones forzadas:
Mi hijo no se fue porque quiso ni el de la señora tampoco, a mi hijo lo forzaron a irse. Es una desaparición forzada, no importa quién se lo llevó, pero se lo llevaron a la fuerza (María, madre de un joven desaparecido en Chihuahua, comunicación personal, 15 de agosto de 2015).
Para la discusión fue invitado Alan García Campos, titular de la Oficina en México del Alto Comisionado de la ONU, quien coincidió en la necesidad de que la Ley considere no solo las desapariciones forzadas sino también aquellas cometidas por particulares y que responden a delitos como el secuestro o la privación de la libertad, pero también a aquellas no derivadas de ningún tipo de delito (comunicación personal, 15 de agosto de 2015).
Las iniciativas presentadas hasta el momento de escribir este documento perfilan ya la construcción de nuevas categorías que atienden al fenómeno de la desaparición cometida por particulares. En su propuesta, el Comité Cerezo define este delito de la siguiente manera:
El Delito de desaparición de personas cometido por particulares se entenderá como la privación de la libertad, cualquiera que fuere su forma, de una o más personas cometida por particulares que actúen sin la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, seguida de la falta de información, sustrayéndola así de la protección de la ley, siendo considerado un delito permanente e imprescriptible (Comité Cerezo México 2015b, 9, resaltado de la autora).
La iniciativa de la diputada Angélica de la Peña, por su parte, propone el delito de “desaparición involuntaria de persona” como aquel cometido por el particular que con el objeto de sustraer a la víctima de la protección de la justicia, la prive de la libertad, con fines distintos a los del secuestro.
Durante este proceso de debate, el Movimiento por Nuestros Desaparecidos en México ha instado a los legisladores para que discutan la materia teniendo en cuenta las experiencias de las víctimas, bajo el lema “Sin las familias no”. Sus peticiones han estado enmarcadas en el discurso de los derechos humanos debido a la tarea que diversas organizaciones no gubernamentales han realizado para “traducir” sus exigencias en un lenguaje de jurisprudencia internacional.27 En el fondo, la petición de los familiares se sustenta en la universalidad del derecho de todo ser humano a no desaparecer y desde allí exigen a las instituciones que no se hagan diferenciaciones que puedan generar víctimas de segunda y de primera clase.
El marco de los derechos humanos y la categoría de desaparición forzada han servido para ampliar el reconocimiento de los diversos niveles de exclusión y saldar las cuentas con el pasado, pero ahora empiezan a agrietarse por acción de nuevas reivindicaciones que al invocar la universalidad del derecho a no desaparecer, sugieren variaciones a los bordes preestablecidos.
Esto obliga a pensar los derechos como entidades en permanente cambio y comprender que, si bien pueden ser liberadoras, también tienen sus límites (Ferrándiz 2010). Prueba de ello es el contenido de los nuevos reclamos de la sociedad civil que proponen nuevos desafíos para una categoría heredada de un pasado del cual nos hemos alejado.
Respecto a las desapariciones forzadas, cada sociedad en que han ocurrido ha generado sus propias estrategias para acceder a la justicia, ajustando las tipificaciones internacionales o acomodándose a ellas. En el caso español, por ejemplo, la historicidad particular de la Guerra Civil se ajustó al concepto creado en el Cono Sur, con la aspiración de elevar el carácter de gravedad de los hechos cometidos frente a las instancias internacionales. Esto ha valido para que España, lentamente, responda al desafío de la justicia transicional y promueva políticas de memoria.
En México, la situación podría estar demostrando una tendencia contraria. En vez de ajustar su realidad a los bordes establecidos del concepto de desaparición forzada, parecería estar abriendo zanjas en estos marcos y promoviendo la expansión de sus límites. El carácter sistémico de la desaparición en México, que implica la violación de múltiples derechos sufridos no solo por los desaparecidos, sino sobre todo por sus familiares, exige abrir brechas en las categorías establecidas. Por un lado, para atender a la particularidad de los perpetradores y de las múltiples formas en que el Estado resulta responsable no solo de la comisión de los crímenes sino también de su perpetuación en el tiempo. Y por otro lado, para localizar este fenómeno por fuera de los marcos de un conflicto interno armado o de una dictadura militar, a donde habían sido confinados en sus orígenes.
Por ello, es importante evaluar el caso mexicano de “forma densa, procesual y matizada” ya que “cada estructura de desaparición forzada de personas con sus contextos históricos y políticos, su significación y sus dispositivos específicos, así como las respuestas sociales, políticas y judiciales que desencadenan a corto, medio y largo plazo, es un mundo” (Ferrándiz 2010, 177).
Un mundo que nos deja frente a ciertas preguntas que tendrían que resolverse con el tiempo: ¿qué hacer con las categorías supranacionales que parecen dejar a tantos por fuera? La Ley de Desaparición que se discute actualmente en México y que deberá implementarse durante los próximos años es una oportunidad para responder esta interrogante. También puede ser un espacio para que las víctimas que han sido despojadas de sus derechos puedan ser integradas a “la ciudadanía internacional de intensidad baja” (Ferrándiz 2010), anclada en los derechos humanos. Esto significa un encuentro entre los textos jurídicos y las prácticas cotidianas de reclamo de dignidad, en una extensión de las posibilidades de universalizar, desde la diversidad, los derechos