Estudios
FUERZAS ARMADAS, LA OPINIÓN PÚBLICA Y EL ALGORITMO: ACTORES PRINCIPALES DE LA DEFENSA NACIONAL EN ESPAÑA
Armed Forces, Public Opinion and the Algorithm: Main Actors of National Defense in Spain
Forças Armadas, opinião pública e algoritmo: principais atores da defesa nacional na Espanha
FUERZAS ARMADAS, LA OPINIÓN PÚBLICA Y EL ALGORITMO: ACTORES PRINCIPALES DE LA DEFENSA NACIONAL EN ESPAÑA
Anuario Electrónico de Estudios en Comunicación Social "Disertaciones", vol. 16, núm. 2, e1625, 2023
Universidad del Rosario
Recepção: 12 Dezembro 2022
Revised document received: 31 Março 2023
Aprovação: 24 Maio 2023
RESUMEN: Estudios demoscópicos vienen dando a conocer que las Fuerzas Armadas, junto con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, son la institución que concita mayor respeto y consideración. Tales estudios también ponen de manifiesto una distorsión social de ese sentimiento, al no corresponderse con la actitud de colaborar voluntariamente con ellas para defender militarmente a España. Con este artículo se han buscado las causas que han producido tal distorsión social, de acuerdo con lo que la población entiende por conflicto armado, las tramas que tejen las guerras o el papel de las Fuerzas Armadas. A partir de un análisis de fuentes secundarias proporcionadas por el Centro de Investigaciones Sociológicas, la lingüística y la prensa digital en los últimos años, se concluye que el algoritmo, y con él la inteligencia artificial, tanto en el aspecto armamentístico como en el de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, se ha convertido en una herramienta imprescindible para conseguir la cohesión social y el respaldo de la opinión pública en asuntos relacionados con las Fuerzas Armadas y los conflictos armados.
Palabras clave: Fuerzas Armadas, opinión pública, algoritmo, guerra, defensa nacional.
ABSTRACT: In Spain, demoscopic studies have revealed that the Armed Forces, together with the State Security Corps and Forces, is the institution that garners the most respect and consideration among the Spanish people. Studies also revealed a social distortion of that feeling as it does not correspond to the attitude of voluntarily collaborating with them to defend Spain militarily. This work has sought for the causes that have produced this social distortion in light of the population’s understanding of armed conflicts, the plots that wars weave, or the role of the Armed Forces. Using secondary sources provided by the Center for Sociological Research, linguistics, and the digital press in the last years, it is concluded that algorithms and Artificial Intelligence, both in terms of the weapons and the new communication and information technologies, have become essential tools to achieve social cohesion and the support of public opinion on matters related to the Armed Forces and armed conflicts.
Keywords: Armed Forces, public opinion, algorithm, war, National Defense.
RESUMO: Estudos de opinião pública revelaram que, na Espanha, as Forças Armadas, juntamente com os Corpos e Forças de Segurança do Estado, são as instituições que mais respeito e consideração despertam nos espanhóis. Tais estudos também revelam uma distorção social desse sentimento, ao não corresponder com a atitude de colaborar voluntariamente com elas para defender militarmente a Espanha. Com este trabalho, buscaram-se as causas que têm produzido tal distorção social de acordo com o que a população entende por conflito armado, as tramas que as guerras tecem ou o papel das Forças Armadas. A partir da análise de dados fornecidos pelo Centro de Pesquisa Sociológica, a linguística e a imprensa digital nos últimos anos, conclui-se que algoritmo, e com ele a Inteligência Artificial, tanto no aspecto das armas quanto no das novas tecnologias de comunicação e informação, tornou-se uma ferramenta essencial para alcançar a coesão social e o apoio da opinião pública em assuntos relacionados às Forças Armadas e conflitos armados.
Palavras-chave: Forças Armadas, opinião pública, algoritmo, guerra, defesa nacional.
Nota preliminar a modo de introducción
A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.
Miguel de Cervantes Saavedra (1605)
La utilización de la fuerza para dirimir las desavenencias entre grupos sociales es un hecho que la historia tristemente se ha encargado de demostrar que es una actividad humana más; actividad a la que todas las naciones -o grupos sociales- han recurrido en algún momento de su existencia.
No hay paz que no haya sido el resultado de una guerra. Y ello no quiere decir que para conseguir la paz haya que desencadenar un conflicto bélico, pues la palabra guerra, en principio, no debe identificarse con un conflicto armado abierto. “[…] la mejor política guerrera es tomar un Estado intacto […]. Más bien hay que subyugar al enemigo sin presentar batalla. […] Tu finalidad sigue siendo la de apoderarte del imperio mientras está intacto…” (Sun Tzu, s. f.).
Pero en el caso de que no se vea con claridad la posibilidad de alcanzar los objetivos perseguidos sin el empleo de la fuerza, es imprescindible que todos los elementos que componen la guerra como sistema, en el que se incluye a las Fuerzas Armadas (FF. AA.), se empleen de forma rápida y contundente. Las guerras “blandas” con aureola de pacifismo constituyen una estafa y un crimen contra la sociedad, ya que los conflictos bélicos que se alargan en el tiempo, por su ineficacia, causan muertos inútilmente; empobrecen a la Nación, y solo producen beneficios a la industria armamentística y a los socios internacionales que en cada bando -incluyendo a las Naciones Unidas- suelen promover este tipo de litigios. Vietnam, Irak, Afganistán o Ucrania son muestra de ello: “Las empresas de armas hacen el agosto: valen un 40 % más por el avance de Rusia” (Hernández, 2022).
La crueldad de los enfrentamientos armados y los excesos innecesarios que se suelen cometer en ellos han convertido este tipo de intervenciones en verdaderos desastres, superando en muchas ocasiones las mayores catástrofes naturales conocidas. Pero también es obligado reconocer que, normalmente, el empleo de la violencia ha sido utilizado como el último recurso para mantener la supervivencia y libertad de una sociedad ante amenazas, imposiciones o agresiones por parte de otros grupos sociales.
La debacle y calamidades que suelen producirse en los conflictos bélicos han promovido, desde la Antigüedad, diversas iniciativas legales con las que se han pretendido atemperar los estragos y la destrucción que provocan. Ya en las Siete Partidas del rey Alfonso X el Sabio, uno de los primeros referentes sobre derechos humanos en España, se trataban cuestiones tan actuales como el derecho de gentes, las primeras reglas sobre indemnizaciones por los daños que causan los conflictos armados o la aplicación del humano principio de la conmiseración con los prisioneros de guerra y respeto que se debe observar con sus bienes mientras permaneciesen en cautiverio (Alfonso X, s. f., Ley 2 del título I de la Partida 1).
Pero no sería hasta mediados del siglo XIX, cuando la comunidad internacional abordaría el asunto en profundidad, al aprobar los principios del derecho internacional bélico mediante diversos acuerdos, como los del Congreso de París de 1856, los convenios de Ginebra de 1864 y 1906, los de San Petersburgo en noviembre de 1868 o las conferencias de la Haya de 1899 y 1907. Convenios que en España se fueron adoptando y reflejando en el Reglamento para el Servicio de Campaña de 1882. En él se decía:
Entre las causas que ocasionan una guerra, se consideran como justas:
La defensa de los intereses generales del estado o de sus derechos esenciales.
Rechazar con la fuerza una agresión injusta.
Recobrar lo que se le ha arrebatado y cuya devolución se le niega.
Obtener reparación de un daño ó perjuicio, y garantías de que no se vuelva a repetir.
Satisfacer el sentimiento de dignidad cuando se recibe una ofensa, un agravio, un insulto, y el ofensor niega explicaciones.
Obligar á otro estado á cumplir deberes estipulados y obligaciones formalmente contraídas. […]
Sea cualquiera la causa que ocasione una guerra, hoy no se considera esta razonable y legítima hasta después de haber apurado los medios de obtener la satisfacción conveniente por negociaciones diplomáticas, por los buenos oficios, por la mediación o arbitraje de otras potencias. (p. 357)
En la actualidad, el término de guerra justa podría parecer extemporáneo, inadecuado y, sobre todo, políticamente incorrecto. Pero en España los datos son tozudos, pues dicen con rotundidad, según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), que una minoría de la población, el 15.70 % en 2000 no la justificaba en ningún caso, aun cuando este porcentaje bajó en 2017 a un 10.2 % (tabla 1). Al mismo tiempo, el resto de los encuestados manifestaba claramente que la guerra es justificable por diversos motivos, entre los que se identifican varios de los expresados en el aludido Reglamento para el servicio de Campaña de 1882. Dichos datos no permiten afirmar que los españoles sean belicistas, ni tampoco claramente pacifistas. Quizá esa indefinición sea debida a que durante el último cuarto del siglo pasado la sociedad española, alentada y empujada por cantos de sirena de falso pacifismo, mediante la insumisión y el rechazo a las FF. AA., se alejase de ellas, sin entender que constituyen un instrumento de poder del Estado, no de sus Gobiernos. De esta forma, aunque la mayoría de los políticos y líderes de opinión públicamente guarden reserva sobre el asunto, se puede afirmar que para la población española en general sí existen guerras justas.
En la práctica, el espíritu cuasicaballeresco y romántico que se reflejaba en el referido Reglamento para el Servicio de Campaña ha decaído, pues tras las dos guerras mundiales, los principios del derecho internacional bélico instituidos hasta entonces fueron ignorados y quedaron desprovistos de cualquier valor en el derecho positivo. Las responsabilidades legales en que puede incurrir la clase política dirigente ante una declaración formal de guerra, si no observa las leyes internacionales, han llevado a frenar y desandar los resultados conseguidos con anterioridad a la Primera Guerra Mundial. Así, cuando parecía que la humanidad llevaba camino de estatuir la guerra como concepto doctrinal y jurídico, promulgando las esencias jurídicas internacionales sobre materias bélicas, lo que debería ser la plenitud de la civilización, la Segunda Guerra Mundial, con la creación de la Corte Internacional de Justicia en 1945 (que no fue reconocida por todas las potencias vencedoras) y las consecuencias de sus juicios posteriores, contribuyeron a difuminar los logros alcanzados en el plano internacional. Para más abundamiento, en la misma Carta de las Naciones Unidas (1945), el término guerra es aludido mediante expresiones como: acción preventiva o coercitiva, actos de agresión, quebrantamientos de la paz, amenazas a la paz, etc. Con ello quedó demostrado una vez más que en una guerra, el vencedor, mediante la amenaza del empleo de la fuerza, se siente asistido y legitimado para acomodar el derecho a su propia conveniencia, aplicando la llamada ley del encaje, haciendo bueno el refrán español: “Allá van leyes, do quieren reyes” (“Borrell dice que la UE va a abrir un ‘diálogo’ con los talibán porque ‘han ganado la guerra’”, 2021).
Así, en la actualidad, la palabra guerra se ha expulsado de las disposiciones legales nacionales e internacionales, ha sido rechazada, relegada, apartada del lenguaje oficialista y políticamente correcto hasta el punto de llegarse a denominar de las formas más obscenas: “Putin anuncia ‘una operación militar’ en Ucrania” (2021). Sencillamente, en términos diplomáticos oficiales, la palabra guerra: ¡no existe! Ha sido sustituida por cualquiera de sus sinónimos o referenciada mediante su antónimo: paz. Una muestra ilustradora de ello es el llamado Fondo Europeo de Apoyo a la Paz y que curiosamente podría llamarse de “preparación para la guerra”, siguiendo el aforismo romano: “si vis pacem, para bellum”.
El objetivo último del Fondo es reforzar la capacidad de la UE para prevenir los conflictos, mantener la paz y fortalecer la estabilidad y la seguridad internacionales. Para ello, permitirá que la UE mejore la ayuda que ofrece a los países socios, bien apoyando sus operaciones de mantenimiento de la paz, bien contribuyendo a aumentar la capacidad de sus fuerzas armadas para garantizar la paz y la seguridad en su territorio nacional, así como mediante acciones más amplias de naturaleza militar [término utilizado también por Putin] o de defensa en apoyo de los objetivos de la PESC [política exterior y de seguridad común]. (Consejo de la UE, 2021)
Todo ello obliga a desterrar aquella aureola romántica y filosófica que envolvía la idea de guerra como defensora de derechos y valores humanos, tanto individuales como nacionales. Desde principios del siglo pasado ha quedado legalmente demostrado que es algo más prosaico y cruel, una actividad humana que normalmente se utiliza como último recurso y que, aun existiendo un cuerpo militar de carácter internacional encargado de mantener la paz mundial -los llamados cascos azules-, su eficacia y empleo está en entredicho, pues, como se verá, en la actualidad las guerras se activan, principalmente, cuando pueden resultar rentables a la clase política o a ciertos intereses supranacionales (“Los nuevos amos de Afganistán son Rusia, China y Catar”, 2021).
Estado de la cuestión
En este sentido, los únicos estudios empíricos hechos sobre la sociedad española son los trabajos demoscópicos realizados por el CIS, los cuales vienen dando a conocer que las FF. AA., junto con los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, son las instituciones públicas que mayor respeto y consideración merecen por parte de los españoles. No obstante, estas investigaciones también ofrecen datos que pueden parecer contradictorios o poco consecuentes, ya que ese sentimiento hacia sus FF. AA., en un porcentaje muy elevado, no se corresponde con la actitud de colaborar con ellas de modo voluntario, si fuese necesario, para defender y cumplir las obligaciones constitucionales. Según los estudios referidos, en el supuesto de que España fuera atacada militarmente, en 2000, solo un 21.3 % afirmaba que “con toda seguridad estaría dispuesto a participar voluntariamente en la defensa de su país”, porcentaje que en 2017 disminuyó a un 17.1 %. Si se tiene presente que la Constitución Española (CE), en su artículo 30, determina que: “Los españoles tienen el derecho y el deber de defender a España” no es aventurado afirmar que, ante la amenaza de un conflicto armado, la opción de cruzarse de brazos, huir del país y pedir refugio o asilo político en otro, ni es legal, ni éticamente respetable. Téngase en cuenta que la libertad que se disfruta en España y en la Unión Europea (UE), cosa que no sucede en gran cantidad de países del mundo, ha sido el resultado de cientos de años de guerras: “Borrell suscita el rechazo internacional por comparar a Europa con un ‘jardín’ y al resto del mundo con una ‘jungla’ Internacional” (Ayuso, 2022).
El rechazo de la humanidad hacia los conflictos armados no ha variado desde los tiempos más remotos. Tal rechazo se podría reflejar en la conocida consigna del No a la guerra, enarbolada por los grupos sociales y políticos de turno cuando les conviene, para tratar de persuadir a la población de que una situación bélica o prebélica es posible afrontarla simplemente con el “diálogo” y empuñando banderas de paz; pero que sin el menor rubor, en otros casos, esos mismos grupos, de forma descarada, incitan a la sociedad a tomar el camino de la violencia sin ambages: “Borrell critica la dependencia de EE. UU. y Rusia: ‘No podemos ser herbívoros en un mundo de carnívoros’” (Forján, 2022). El pacifismo a ultranza es una entelequia que se desmorona en el momento en que el enemigo, después de bombardear tu casa, entra en lo que queda de ella a punta de bayoneta, o sea, cuando el ciudadano “pacifista” se persuade de que su enemigo trata de subyugarle o acabar con su vida y la de su familia. Llegado ese momento, es difícil encontrar un acuerdo “pacífico” entre las partes: “El pacifista convertido en el mejor francotirador ucraniano para vengarse de Rusia. Una increíble historia real de un hombre que dejó de lado sus principios para vengar el asesinato a sangre fría de su mujer embarazada” (Pérez, 2022).
Durante casi medio siglo, en España, estas circunstancias han contribuido a formar una sociedad en la que un 38.4 % de la población en 2000 y un 46.4 % en 2017 entendía que, dejando aparte a su familia: “no hay algo por lo que merezca la pena sacrificarse, arriesgando incluso la propia vida”, y que en 2017 solo un 20.24 % de los encuestados sacrificaría o arriesgaría su vida por su patria, su nación, su país. Con esta postura se olvidaba que la defensa nacional no solo es cuestión de profesionales de la milicia, pues las FF. AA. están conformadas, en mayor o menor medida, por todos los ciudadanos, bien sea de forma temporal o continua, según el artículo 178 de la Ley 17 de 1999, de forma y manera que existe la posibilidad de que cualquiera de ellos pueda constituirse en reservista obligatorio, sin excluir a las mujeres: “¿Qué dice la historia sobre las movilizaciones de reservistas?” (Velasco, 2022).
Es comprensible esta polarización social y sus contradicciones, si se considera que el campo de la seguridad y la defensa es algo desconocido, o cuando menos confuso, para el español medio. Para evitar esta situación, ya en 1980 el Gobierno de turno tenía encomendada la misión de ser el garante de “desarrollar el patriotismo” (Ley Orgánica 6 de 1980, artículo 14.2). Por otra parte, sería una falta de ecuanimidad responsabilizar de tal situación a los sucesivos gobiernos y exonerar de toda responsabilidad al ciudadano, el cual, al no reflexionar seriamente sobre tan importante asunto, también es cooperador necesario, pues parece dar prueba de una culpable indiferencia hacia la defensa nacional y sus FF. AA. Llegados a este punto, surgen las siguientes preguntas:
¿Cuáles son las causas que han motivado esta distorsión social? ¿Qué significado tiene para el pueblo llano el término guerra? ¿El llamado gran público está adecuadamente informado sobre las tramas que tejen la guerra? ¿La sociedad española está persuadida de que la defensa nacional es un servicio público en el que debe coadyuvar toda la población, en las medidas de sus posibilidades, y no solo sus FF. AA.?
El objeto
El objeto de este trabajo es conocer, desde la evidencia empírica, el grado de reflexión que el ciudadano medio suele hacer sobre todo lo concerniente a los conflictos armados, así como el conocimiento y nivel de implicación de la sociedad en general con las FF. AA. y la defensa de España.
El método
El asunto se aborda desde el empirismo proporcionado por la realidad social, reflejada en estudios demoscópicos y la praxis en que se desenvuelve la guerra como sistema, o sea, desde la influencia de los principales factores que relacionados entre sí ordenadamente contribuyen a la existencia de la guerra como un sistema social más -las tramas que tejen las guerras-.
Teniendo presente que la literatura al respecto es amplia y variada, no se entra en citas ni argumentos filosóficos o técnicos, principalmente por tres motivos: el primero es el de no dispersar la atención del lector con datos e ideas que no forman parte de los objetivos que aquí se persiguen, es decir, lo que piensa y opina la sociedad española en general, no los filósofos ni los técnicos en la materia; el segundo es la condicionada extensión que se debe observar en este tipo de trabajos; el tercer motivo es que, debido a los datos demoscópicos obtenidos, los autores que se citarían en el texto, a los que se les pediría ayuda en el relato, no habrían influido de manera decisiva en el razonamiento ni en las conclusiones que aquí se exponen. Y sobre todo ello: “por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos” (Cervantes Saavedra, 1605, prólogo).
No obstante, con el propósito de conducir el discurso de la forma más amena posible, se ha optado por aludir en alguna ocasión a un puñado de autores sobradamente conocidos, libres de sospecha sobre tendencias, estigmas o inclinaciones políticas actuales, así como a documentos históricos con los que no se puede concitar controversia de ningún tipo, al haber quedado demostrado que, hasta la fecha, se encuentran plenamente vigentes.
Dado que no existen estudios sociales cuyo universo esté conformado por la sociedad española, ni fuentes abiertas que en materia tan sensible permitan encontrar ejemplos que puedan facilitar la comprensión que aquí se busca, y que al mismo tiempo aporten datos actuales -finales de 2022- que sirvan para contrastar o ilustrar la opinión pública con las afirmaciones que aquí se exponen, se ha resuelto utilizar el empirismo proporcionado por una serie de encuestas -concretamente nueve- que entre 2000 y 2017 ha venido realizando el CIS sobre “La defensa nacional y las Fuerzas Armadas” en España.
Como quiera que no se ha podido encontrar un trabajo demoscópico que concrete con precisión lo que entiende la sociedad actual sobre el concepto de la guerra, se ha recurrido al empirismo en los usos lingüísticos actuales de la ciudadanía.
También se ha empleado la opinión publicada en la prensa digital española de libre acceso, con el propósito de que se puedan seguir con mayor fluidez los planteamientos que aquí se aportan, para lo cual se han utilizado principalmente titulares de noticias relacionadas con cada asunto, indicando en el apartado de referencias el repositorio periodístico donde se puede encontrar la noticia al completo. Y aunque se podría tildar a este tipo de fuentes como poco rigurosas o poco fiables, no es menos cierto que el prudente lector sabrá ponderar esa información en su justa medida al ser la que cada nación difunde y filtra por distintos canales a los medios de comunicación, principalmente con el propósito de demostrar su grado de fortaleza militar ante la comunidad internacional y, sobre todo, entre sus posibles enemigos. En este sentido, conviene recordar y valorar que: “Toda campaña guerrera debe regularse por la apariencia […] la fuerza militar está regida por su relación con la apariencia” (Sun Tzu, s. f.).
Los datos y causas que han motivado la distorsión social
¿Qué significado tiene el vocablo guerra para el español medio?
Desde las respuestas obtenidas en las encuestas hechas por el CIS no se puede dar luz a esta incertidumbre. Aunque intelectuales y autoridades relevantes han aportado un gran número de definiciones sobre el concepto de la guerra, si nos ciñésemos a una en concreto, más que ilustrar, como se verá, podríamos sembrar una polémica que no viene al caso, al tiempo que se caería en una indeseada tautología sin reflejar correctamente lo que el ciudadano entiende sobre el asunto.
La raíz del problema surge como resultado de que los distintos ordenamientos jurídicos, en el orden nacional e internacional, no han dictado una definición genérica del vocablo guerra pues, como ya se ha apuntado, la causa principal radica en las responsabilidades políticas y judiciales a que se sometería quien declarase una guerra con arreglo a la legalidad internacional. Y aunque esta incomprensible carencia se podría encubrir y justificar mediante el brocardo romano “omnis definitio in jure periculosa est”, no es menos cierto que la ley se ve obligada a definir con la mayor precisión las realidades sobre las que legisla -como es la guerra-, pues no parece muy ajustado a derecho legislar sobre algo que no esté definido, delimitado con claridad, exactitud y precisión.
Tampoco es aceptable en un trabajo de este tipo tratar sobre un asunto como es la guerra sin haber fijado, aunque sea de forma somera, su esencia y límites mediante una proposición que exponga con claridad sus caracteres genéricos y diferenciales. Visto todo lo que antecede, al no haber texto legal que la defina, y ante la necesidad de conocer y cotejar la percepción real que el ciudadano medio tiene sobre la idea de guerra, parece oportuno recurrir a trabajos empíricos con los que se vea de forma nítida lo que la sociedad actual entiende por el vocablo guerra. En este sentido, no existe ningún trabajo más a propósito y más empírico que el que realiza la Real Academia Española (RAE) pues, como es sabido, sus estudios lingüísticos condensados en el Diccionario de la lengua española (DLE) cumplen adecuadamente las premisas aquí propuestas, y aunque en un principio este planteamiento pueda parecer ocioso y poco imaginativo, no es menos cierto que el lexicógrafo, al plasmar en un diccionario las creencias y percepciones sociales, que han estado y en alguna medida siguen estando presentes, hace un ejercicio de veracidad al reflejar los usos lingüísticos efectivos, modificándolos según van evolucionando (RAE, 2014a, “Preámbulo”). De esta forma, al no haber otra fuente más incontestable sobre lo que la colectividad hispanohablante interpreta lingüísticamente por guerra, y aunque las acepciones y definiciones que contiene el DLE no sean vinculantes en el ámbito del derecho positivo, como se verá, constituye un valioso instrumento para alcanzar el objetivo propuesto. Pero no se inquiete el sufrido lector, esta fuente de información se utiliza en una pequeña dosis a modo de cata. Así pues, el Diccionario panhispánico del español jurídico define el vocablo guerra como: “Conflicto armado entre Estados” (RAE, 2014b); definición incompleta a todas luces, pues en ella no se contempla, entre otros, casos como las denominadas guerras civiles y que curiosamente sí son recogidas por el DLE, en el cual figuran seis acepciones de este vocablo que contienen conceptos como: desavenencia y rompimiento de la paz entre dos o más potencias; lucha armada entre dos o más naciones o entre bandos, etc. Pero ninguna de las acepciones por sí sola define y delimita con la claridad lo que aquí se busca: la forma en que el ciudadano percibe el concepto de guerra. No obstante, se debe resaltar que en la acepción cuarta del DLE se introduce un aspecto muy importante a considerar: “Lucha o combate, aunque sea en sentido moral”.
Con estos condicionantes, parece conveniente recurrir al principio de contradicción utilizando su antónimo: el vocablo paz. De este, el DLE ofrece ocho acepciones, entre las cuales figuran términos como: situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países; relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni conflictos, o estado de quien no está perturbado por ningún conflicto o inquietud. Términos que difícilmente son coherentes y compatibles con ciertos aspectos de la ya aludida acepción cuarta del término guerra -“aunque sea en sentido moral”-, y sobre todo con su primera acepción, en la que se obvian, entre otras, las guerras basadas en el terrorismo o intereses internacionales que pueden surgir desde varios países: “EEUU, Corea del Sur y Japón responderán de manera ‘rápida y decisiva’ a las provocaciones de Pyongyang” (2022).
Así, a efectos de este trabajo, con el único propósito de facilitar al lector su comprensión, y apelando a su benevolencia, parece pertinente proponer una definición actual de lo que el gran público entiende por el vocablo guerra, en la que se amalgamen los aspectos que contienen las diversas acepciones reflejadas en el DLE -sin deformarlas- y que puede ser la siguiente:
Situación en la que, para uno o varios grupos sociales, la paz se ve amenazada (aunque solo sea en sentido moral), se mantiene de forma precaria, o está rota; entendiéndose por paz: la relación de armonía entre esos grupos sociales sin enfrentamientos ni conflictos.
De las acepciones que figuran en el DLE y de la definición propuesta, queda claro que la guerra no es sinónimo de conflicto armado y que no consiste únicamente en el ejercicio y empleo de la violencia entre dos o más grupos sociales, pues la simple amenaza de la alteración de la paz, aunque sea en sentido moral, ya forma parte de la guerra. Dicha predisposición se materializa en la UE con ciertas medidas económicas, como el ya mencionado Fondo Europeo de Apoyo a la Paz y que son perfectamente justificables, pues no se debe olvidar que la paz es un derecho fundamental:
El hombre tiene derecho a la paz. La Humanidad, la comunidad universal, el conjunto de los hombres, todos ellos titulares del derecho, lo potencian recíprocamente y lo convierten de valor humano en valor social, sin perder su sustancia humanística. (Desantes Guanter, 1990, p. 140)
Así pues, el derecho a la paz ampara el que un colectivo adopte preventivamente ciertas medidas defensivas para mantener la paz si se siente amenazado, conducta que también puede provocar sentimientos de amenaza para otros grupos: “De nación pacifista a potencia militar: así ha olvidado Japón la bomba de Hiroshima” (Piantadosi, 2022).
Este derecho fundamental, el derecho a la paz, parece ser avalado por los datos demoscópicos, pues en 2017 el 87.1 % de la población española estaba de acuerdo en que nuestro país participase en misiones internacionales de paz; un 42 % justificaría que el Gobierno ordenase una operación militar para imponer la paz en zonas de conflicto, o que para un 38.2 % de los españoles sería el motivo principal por el que sacrificaría o arriesgaría la vida. Si se tiene en cuenta, como ya se ha dicho, que solo un 20.24 % arriesgaría su vida por la patria, su nación o su país, el asunto parece un tanto desconcertante e inexplicable si se considera que las misiones de paz llevan implícitas el uso de la fuerza si fuese necesario, olvidando al mismo tiempo que la primera misión de paz es la de proteger a España en caso de producirse una invasión de cualquier aspecto de la soberanía nacional.
Ante estas aparentes contradicciones, surge la duda de si los encuestados tenían conocimiento o habían reflexionado sobre lo que significa imponer la paz, participar en misiones de paz, y a qué tipo de paz se refería la encuesta: ¿a un alto el fuego temporal o a la consecución de una relación de armonía entre esos grupos sociales sin enfrentamientos ni conflictos? Lógicamente, para la opinión pública la duda y la confusión están servidas, y posiblemente también para los técnicos que elaboraron el trabajo demoscópico a que nos referimos.
Una perspectiva a vuelapluma sobre las tramas que suelen tejer la guerra
Ante las dudas expuestas, parece pertinente hacer alguna reflexión, de forma muy sintética, para ayudar en el análisis de los datos estadísticos obtenidos en conjunción con la opinión publicada y la definición de guerra que se ha propuesto según los usos lingüísticos de la sociedad. Así, nos centraremos en los efectos que producen en los conflictos armados las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC), la economía, la llamada seguridad preventiva y la opinión pública como elementos fundamentales de las tramas que en la actualidad suelen tejer las guerras.
La guerra es un acontecimiento que ha afectado y afecta de forma omnímoda todos los aspectos relacionados con la actividad humana; es una disciplina transversal a todas las ramas de la organización del Estado y de la ciencia, pues de todas se vale y a todas impulsa. Este concepto se puede entender con más claridad en los textos que Francisco Villamartín escribía ya en el siglo XIX en sus Nociones del arte militar:
Por otra parte, la guerra ha necesitado siempre de todos los conocimientos humanos; exigente y poco satisfecha de los medios que la ciencia da para vencer, impulsa la ciencia; quiere conocer exactamente el pueblo con quien ha de luchar para distinguir el lado vulnerable, quiere ser fuerte y decisiva, quiere poderosa y rica su nación, quiere rapidez en las comunicaciones, quiere máquinas, inventos sorprendentes, razas robustas, animales fuertes y veloces, y las ciencias morales y las ciencias de la cantidad y las bellas artes, y la cabeza del genio y el brazo del peón, y toda la inteligencia y el poder del hombre le parece pequeño, torpe, insuficiente; por eso los impulsa, por eso la mayor parte de los grandes descubrimientos han sido indicados por la guerra, y los que no lo son, bien pronto los coge, los revuelve, los examina hasta conseguir una aplicación útil. (1863, p. 13)
En la actualidad, la maquinaria de guerra también ha acogido, examinado y encontrado una ampliación útil de la última tecnología, la del algoritmo -la llamada inteligencia artificial (IA)-, la cual, aplicada a todos los campos de la actividad humana, ejerce un papel preponderante desde el que se puede conseguir la supremacía en situaciones de conflicto. Los ataques cibernéticos a los sistemas que regulan los servicios públicos esenciales o los recursos y suministros básicos de una nación obligan a pensar que el bando que no disponga de contramedidas -los oportunos antialgoritmos- para anular estas formas de ataque tiene una clara desventaja, lo que no implica que para ganar una guerra haya que ser líder en este tipo de tecnologías (“Australia cree que China está detrás de los ciberataques contra instituciones del país”, 2020). La IA ha engrosado la larga lista de denominaciones que en la actualidad componen los supuestos nuevos tipos de guerra, jerigonzas lingüísticas de términos militares como: guerra híbrida, conflicto multimodal, guerra irrestricta, etc. Por no ser de interés para este trabajo, no se entra en ello.
El ingrediente permanente en las contiendas: la economía
Es difícil encontrar una guerra que no haya tenido origen en un trasfondo económico. Para saber las causas que han provocado una guerra y los motivos por los que no se llegó a un acuerdo pacífico entre las partes en litigio, es imprescindible hacer el análisis de los beneficios económicos obtenidos por alguno de los contendientes y de sus aliados, tanto en el desarrollo de la contienda como en la fase de reconstrucción de lo destruido: “Tensión entre la UE y EEUU en plena guerra de Ucrania: Washington hace el agosto con las armas y el gas” (Zornoza, 2022); particularidades que entran en el campo de lo que siempre se ha considerado como actividad política de Estado.
De esta forma, el sentido de la frase: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”, atribuida a Carl von Clausewitz, en la actualidad parce haberse invertido al entenderse que: “La política es la ejecución de la guerra por medios aparentemente incruentos”; una forma de lucha, aunque sea en sentido moral, que sirve para eludir la confrontación y el conflicto armado sin dejar de perseguir los objetivos nacionales marcados.
Esta parte de las tramas que suelen tejer la guerra -la economía- es poco aceptada, cuando no repudiada, por la población española. De los datos que figuran en la tabla 1 se aprecia que la defensa de los aspectos económicos que pueden promover una guerra son desechados por un 69.8 %, para el caso de que sean intereses españoles, y por un 84.4 %, si los intereses son europeos. Ello induce a pensar que antes de participar en un conflicto armado, el Gobierno de turno deberá, al menos, convencer a la opinión pública española de que no se lucha por intereses económicos propios ni de los aliados en la contienda, aunque no se ajuste a la verdad.
El principal y eterno trampantojo para desencadenar una guerra: la seguridad preventiva
Ya en la Roma republicana la guerra era considerada algo detestable, pero ante posibles enemigos entraba en guerra contra ellos cuando veía la paz amenazada (aunque solo fuese en sentido moral). El catedrático de historia antigua de la Universidad de Bari, Vito A. Siriago, lo analiza de la siguiente forma:
A pesar de las numerosas guerras en las que participó, muchas de las cuales ganó, el romano no era un pueblo especialmente agresivo, sino que se sentía atacado y lo que hacía era responder a las agresiones con toda su fuerza. […] Nos referimos al innato pacifismo y consiguiente antimilitarismo explícito de los romanos valerosamente confesado por eminentes escritores ampliamente leídos y admirados. […] Todas las guerras en la Historia de Roma -son muchas- se justifican como guerras defensivas, no de conquista. El planteamiento histórico sea cual sea el aspecto que se examine, sigue una pauta determinada, que siempre es la misma: Roma es atacada por la envidia y no tiene más remedio que defenderse. (Siriago, 2001, p. 54)
Esta actitud se sigue dando en la actualidad. Modernamente se han acuñado términos relacionados con el derecho a la defensa de la integridad territorial mediante artificios lingüísticos como el de seguridad colectiva o el de política de seguridad. Dichos términos constituyen un trampantojo que tratan de justificar la adopción de un conjunto de medidas preventivas, entre las que se encuentran el uso de la fuerza y el conflicto armado, o sea, la llamada guerra preventiva (“Un paranoico Putin dice que Rusia ha invadido Ucrania ‘preventivamente’ ante la amenaza de Occidente”, 2022).
En este contexto, un 67.4 % de los españoles justificaba en 2017 una acción militar ante una invasión del territorio nacional y un 23.7 % si la invasión se produce en un país europeo (véase tabla 1). El caso de la invasión del islote Perejil en 2002 fue un ejemplo; aunque no ocurre lo mismo con el caso de Gibraltar.
La fuerza de la opinión pública y publicada: el arma principal en un conflicto armado
La opinión pública es uno de los factores preponderantes en todos los estadios en que se desarrollan los conflictos armados y que menos ha variado a través del tiempo; en la actualidad se puede afirmar que es el más importante. La victoria en un conflicto armado pasa por comenzar ganando la batalla de la propaganda: es el arma más barata y la que mayores efectos produce.
El bando en litigio que cuente con el apoyo de la población a que representa -juntamente con la de sus aliados- y logre hacer que el enfrentamiento armado sea impopular entre la población de su oponente, más pronto que tarde conseguirá la victoria (Ibáñez, 2020, p. 94). Hoy, más que nunca, ciertas técnicas que influyen en el ámbito del campo cognitivo como la intimidación, la persuasión, la disuasión, la percepción, el amedrentamiento etc., “empaquetadas e inoculadas” a la población mediante “píldoras algorítmicas”, son la mejor y más efectiva munición en los conflictos armados. Estas herramientas son recogidas y aplicadas mediante la llamada ingeniería social, apoyada por las NTIC, en conjunción con la IA: “Biden se propone bloquear la compra de Twitter por Elon Musk por ‘seguridad nacional’” (Esteban, 2022). Téngase en cuenta que con la propaganda no se busca fundamentalmente atraer la voluntad del individuo hacia el objetivo que un colectivo social pretende alcanzar en una guerra -que también lo es-, lo que realmente se pretende con la propaganda es convencer al individuo de que la mayoría de ese colectivo y sus aliados está a favor de que se lleve a cabo esa guerra, o sea, hay que saber “Vender la Guerra” (Gougeon, 1995). Este último documento audiovisual al que se alude puede ilustrar de forma nítida lo que se está diciendo.
Pero esto no es nuevo, ya a mediados del siglo XIX, el general José Almirante entendía que la opinión pública debía considerarse como un arma fundamental:
La opinión pública […] Única y verdadera reina de las modernas sociedades. […] Una fuerza más expansiva que las de la pólvora y el vapor, acostumbrada en nuestros días a barrer tronos y nacionalidades, puede también barrer ejércitos; y no es cordura dejar que ella y éstos anden por mucho tiempo divorciados, a riesgo de que en un día de conflicto sean más duros y prolongados los sacudimientos. (1869, p. 786)
Y así, cuando se ve amenazada la paz, es decir, la guerra en su estado larvario, los distintos grupos sociales concernidos utilizan profusamente el algoritmo a través de las NTIC para ganarse la voluntad de la población civil, tanto propia como enemiga, esto es, la opinión pública (“Facebook elimina 150 campañas que influían en el debate público desde 2017”, 2021).
Recapitulación a modo de corolario sobre las tramas que suelen tejer la guerra
De lo expuesto hasta ahora y a modo de corolario, la ilación de los principales factores que componen las tramas que tejen la guerra puede hacerse de la siguiente forma: la guerra normalmente es el resultado de un conflicto de intereses y objetivos económicos de las partes en litigio -o de los aliados de esas partes-; conflicto en el que los políticos, respaldados por la opinión pública, determinan el grado de beligerancia que se debe activar y emplear en cada uno de los estadios que la componen.
La defensa nacional y las Fuerzas Armadas: servicio público y un bien nacional fundamentado en alianzas, sangre y dinero
A las misiones que el artículo 8 de la CE de 1978 encomienda a las FF. AA. españolas se les sumaría una nueva, veintisiete años después: “la preservación de la paz y seguridad internacionales, en el marco de los compromisos contraídos por el Reino de España” (Ley Orgánica 5 de 2005, art. 2).
Es necesario recordar que el término defensa nacional se define como: “la disposición, integración y acción coordinada de todas las energías y fuerzas morales y materiales de la Nación, ante cualquier forma de agresión, debiendo todos los españoles participar en el logro de tal fin” (Ley Orgánica 6 de 1980, art. 2); definición que reafirma y mantiene vivas en la actualidad las ideas ya expuestas del comandante Villamartín Ruiz, en 1863. En esta ley también se considera con carácter prioritario que: “Base fundamental de la defensa nacional son los propios ciudadanos. Por ello el Gobierno cuidará de desarrollar el patriotismo y los principios y valores reflejados en la Constitución” (Ley Orgánica 6 de 1980, art. 14.2).
No obstante, lo prescrito en el artículo 14.2 de la citada ley sería sustituido en la Ley Orgánica 5 de 2005 por un eufemismo, de tono más pacifista y menos comprometedor con los valores invocados, denominado cultura de defensa. Así, el Gobierno se desligaba de esta responsabilidad y la relegaba a un segundo plano, dejándola a cargo del Ministerio de Defensa. De esta forma, se difuminaba la idea de que fomentar el patriotismo y el deber de defender a España es un concepto superior a las posibles obligaciones de carácter militar que se puedan imponer a los ciudadanos; concepto este que la CE, de forma imperativa, no deja al arbitrio del legislador, obligándole a que lo observe sin trabas ni cortapisas. Al igual que en el resto de los países de nuestro entorno, la CE, en su artículo 30, distingue claramente entre el derecho y la obligación de defender a España, así como la posibilidad de suspender (no abolir) el servicio militar obligatorio, en concordancia con la disposición adicional decimotercera de la Ley 17 de 1999 del Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas: “El ‘banquillo’ civil de las Fuerzas Armadas: 7.215 reservistas” (Cancio, 2022).
Es pertinente traer a colación que el establecer obligaciones de carácter militar -la llamada mili- no es una novedad, ni mucho menos. Ya en la Constitución de 1812, al tratar sobre la fuerza militar nacional y las tropas de continuo servicio -título VIII, artículo 361- se determinaba que: “Ningún español podrá excusarse del servicio militar, cuando y en la forma que fuere llamado por la ley”. Con posterioridad, en las constituciones de 1837, 1845, 1856, 1873 y 1876 se estipulaba que: “Todo español está obligado a defender la patria con las armas cuando sea llamado por la ley, y a contribuir en proporción de sus haberes para los gastos del Estado”. En la de 1869, su artículo 26 tenía el siguiente tenor: “A ningún español que esté en el pleno goce de sus derechos civiles podrá impedirse salir libremente del territorio, ni trasladar su residencia y haberes a país extranjero, salvas las obligaciones de contribuir al servicio militar o al mantenimiento de las cargas públicas”. Por último, en la de 1931, en su artículo 37, se determinaba que: “El Estado podrá exigir de todo ciudadano su prestación personal para servicios civiles o militares, con arreglo a las leyes”. También es preciso resaltar que en la Constitución de 1978 la prestación de obligaciones militares y la objeción de conciencia son consideradas como derechos, cosa que no tiene precedente en ninguna de las anteriores.
En este marco, debido a la naturaleza intrínsecamente pública y a sus singularidades, tanto la defensa como las FF. AA. son competencia exclusiva del Estado (CE, 1978, art. 149.1.4), todo lo cual imposibilita externalizar la defensa de la nación al ámbito del mercado privado, y se convierte así en el arquetipo de servicio público que, atendiendo al principio de universalidad, es proporcionado a toda la sociedad española sin excluir a persona alguna, incluyendo a quien se declare objetor de conciencia.
Una de las principales singularidades de este servicio público consiste en que no puede ser sustituido por sistemas de armamento independientes, como los llamados robots combatientes, totalmente autónomos y sin control de ningún operador, pues se tropieza con el problema de que estos artefactos, de momento, con sus algoritmos de gobierno pueden ser neutralizados mediante los correspondientes antialgoritmos. Por otra parte, ello plantea ciertos matices relacionados con los derechos humanos, las normas internacionales, etc., o el más principal valor moral: el uso de la clemencia para dar o quitar la vida a un enemigo que se encuentre inerme, neutralizado o que se haya rendido: “Rusia quiere que sus robots autónomos puedan matar sin ningún control humano” (Kardoudi, 2021).
Por todo lo dicho, este servicio se eleva a la categoría de bien público y forma parte del patrimonio nacional, al ser constituido y sustentado por elementos materiales, como la riqueza del país, y elementos inmateriales, como son los principios y valores reflejados tanto en la Constitución como en el resto de leyes. Entre ellos destaca el patriotismo, el cual se manifiesta y alcanzará su mayor grado de sublimación cuanto mayor sea la firme voluntad de los ciudadanos en formar parte, si fuese necesario, de sus FF. AA. Es decir, sangre, dinero y aliados fiables: “El ‘no a la guerra’ crece en la Alemania oriental y anti OTAN que prefiere una victoria de Rusia en la guerra” (Gómez, 2022). Pero todo lo relatado hasta aquí no ha permeado en la sociedad española, con lo cual la capacidad de reflexión sobre este patrimonio nacional, por lo general, está desaparecida. La desafección de la clase política hacia sus ejércitos y lo que representan son la principal causa de ello: “Mariano Rajoy: ‘Mañana tengo el coñazo del desfile’.
Un micrófono en la clausura de un acto PP juega una mala pasada al presidente de la formación” (2008); “La frase que Pedro Sánchez no quiere recordar: ‘Sobra el Ministerio de Defensa’”, 2021).
Los efectos de estas afirmaciones son verificables demoscópicamente, pues, en lo que va de siglo, el asunto ha llegado a un punto, cuando menos poco deseable, ya que, por ejemplo, en 2017 un 46 % de la sociedad desconocía el presupuesto que España dedica a las FF. AA., así como las necesidades de nuestra defensa y seguridad, o si ese presupuesto era superior o inferior al que dedicaban el resto de los países europeos de nuestro entorno. Incluso un 7.6 % de los encuestados llegó a creer que era superior, cuando es público y notorio que España está a la cola entre los países de la UE, solo por delante de Luxemburgo. Otro ejemplo: un 33.8 % tampoco sabía decir si el presupuesto que se destina anualmente en España a la defensa nacional y a las FF. AA. es excesivo, adecuado o insuficiente; aunque un 22.6 % creía que es excesivo. En cuanto a los medios técnicos y materiales de que disponen actualmente nuestras FF. AA. para llevar a cabo las misiones que tienen encomendadas, un 31.6 % lo desconocía y un 8.3 % consideraba que son excesivos.
Por otra parte, en 2017 un 62.3 % de la población española creía que las FF. AA. son necesarias para mantener la paz, la seguridad y la defensa, y al mismo tiempo un 41 % consideraba que existen algunos países que representan una amenaza militar para España: “La inteligencia militar alertó a Sánchez de que el Sáhara es ‘casus belli’ para Marruecos” (Barro, 2021).
Sin embargo, en lo que va de siglo, la visión que tiene el gran público sobre las FF. AA. ha cambiado, al no considerarlas un instrumento de hegemonía, conquista y sometimiento, como se les atribuía en otros tiempos. En los países democráticos, las FF. AA. son consideradas el escudo y último recurso de la sociedad con el que se pueden evitar los conflictos armados: “La mili finlandesa, el histórico vínculo de los ciudadanos con la defensa de su país” (Poyatos, 2022).
Conclusiones
No existe una definición legal, ni nacional ni internacional, sobre el vocablo guerra. De los datos lingüísticos obtenidos, relativos a lo que la población entiende, al respecto se deduce lo siguiente: que el término guerra no implica obligadamente un enfrentamiento armado; que la política es la ejecución de la guerra de forma omnímoda por medios aparentemente incruentos; que la guerra es un conflicto de intereses y objetivos, principalmente económicos, de las partes en litigio -o de los aliados de esas partes-, conflicto en el que los políticos, respaldados por la opinión pública, determinan el grado de beligerancia que se debe activar y emplear en cada uno de los estadios que la desarrollan.
Sin caer en el jingoísmo, el Gobierno desde 1980 era el responsable de “desarrollar el patriotismo y los principios y valores reflejados en la Constitución”, conceptos que fueron suplantados en 2005 por el eufemismo denominado cultura de defensa, dejándolo en manos del Ministerio de Defensa. Pero esta noble labor durante los últimos cuarenta años ha sido obviada por los distintos gobiernos, cuando no despreciada y vituperada en un momento o en otro por muchos de sus componentes.
La llamada cultura de defensa ha tenido entre el ciudadano medio una aceptación discretísima, pues si en 2005 un 28.9 % afirmaba que con toda seguridad no participaría voluntariamente en la defensa del país, en 2017 este porcentaje aumentó a un 39.9 %, aun cuando únicamente un 10.2 % de la sociedad española se declara abiertamente pacifista a ultranza. El resultado de ello ha sido que la sociedad española está ajena a los principios y valores relacionados con la defensa y sus FF. AA. Se puede colegir que la población no está adecuadamente informada para poder meditar, con conocimiento de causa, sobre los temores y amenazas que siente antes de que la guerra pueda llamar a la puerta de su casa.
El algoritmo, y con este la IA, se ha convertido en una herramienta esencial tanto en la tecnología armamentística como en las NTIC, imprescindibles, estas últimas, para conseguir la adhesión y el respaldo de la opinión pública mediante la persuasión y la propaganda: la primera batalla que se debe ganar antes de emprender un conflicto armado.
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