Filosofía

La falacia de la Verdad.

The fallacy of truth. Outlines of a hermeneutical path centered on emptiness.

Héctor Sevilla Godínez
Universidad de Guadalajara, México

La falacia de la Verdad.

Sincronía, núm. 79, pp. 51-70, 2021

Universidad de Guadalajara

Recepción: 20 Junio 2020

Aprobación: 10 Noviembre 2020

Resumen: El presente artículo ofrece una estrategia de liberación humana centrándose en una actitud abierta ante la nada, su reconocimiento y valoración para la vida personal. El texto representa una argumentación contra la actitud de búsqueda de la Verdad, entendida ésta como la certeza absoluta. Se parte de la idea de que el hombre debe relativizar todo proceso de interpretación, es decir, todo ejercicio hermenéutico; con esto, se advierte, será posible liberarse de la búsqueda exclusivamente lingüística y del aprendizaje lineal o unívoco. De esto se derivará contemplar la opción de inquietarse por uno mismo, y de encontrar rasgos audibles en el silencio que inviten a la comprensión de una lógica nihilista liberadora de estructuras esclavizadoras.

Palabras clave: Verdad, Hermenéutica, Vacuidad, Nada, Liberación.

Abstract: This article offers a strategy of human liberation centering itself on an open attitude before nothingness, its recognition, and valuation for personal life. The text presents an argument against the attitude of searching for the Truth, understanding it as the absolute certainty. It starts off from the idea that man must relativize all processes of interpretation, this is to say, all hermeneutic exercises; with this, it is warned, it will be possible to liberate oneself from the exclusively linguistic search and from the linear or univocal learning. From this will be derived the contemplation of the option of being concerned for oneself, and of finding audible traces in silence which invite towards the comprehension of a nihilistic logic that is liberating from enslaving structures.

Keywords: Truth, Hermeneutic, Vacuity, Nothingness, Liberation.

Introducción

La concepción ontológica sobre la vida, en su relación o indiferencia hacia la nada, tiene claras implicaciones en el ámbito del progreso personal, la mejora de las condiciones de la propia existencia o el logro de la congruencia del individuo humano contemporáneo.

Toda concepción de aquello que sea mejor para el humano tiene una referencia antropológica con la cual guarda siempre una relación de dependencia. Del mismo modo, en un grado más profundo, toda referencia antropológica está implicada directamente en la concepción que se tenga del ser, cuestión central en la metafísica tradicional occidental hasta nuestros días. Si hemos de referir a un concepto de ser en dialéctica constante con la nada será comprensible esperar una modificación estructural en la concepción antropológica y, por ende, en la modificación de la concepción sobre el progreso personal o aquello que sea mejor para el individuo.

De tal manera, en lo sucesivo se hará referencia a una concepción alternativa en el camino hacia la mejora del individuo cuando éste logra admitir un punto de vista centrado en la vacuidad. La nada, como sustantivo específico, no debe ser entendido como algo asociado a la ficción, sino como un constitutivo inverso de lo existente.

En el presente texto se plantea una concepción alterna del progreso humano entendida a partir de la conciencia de la nada como configuración proactiva ante el mundo. Asimismo, se refieren algunos de los paradigmas comunes centrados en el ser y se los confronta con una nueva manera de entenderlos.

Una Verdad nula

El supuesto de que el hombre puede conocer la Verdad es una falacia que hemos de desterrar de una vez por todas de nuestra mente crédula. El hombre contemporáneo debe asumir que la Verdad es sólo un referente simbólico que sirve para aludir a aquello que no es alcanzable mediante la subjetividad distorsionante. Más aún, no es sólo que la distorsión nos dificulte el contacto con la Verdad, sino que ésta, en la que hemos puesto todas nuestras esperanzas de búsqueda, simplemente no es real, unívoca o absoluta. En esa óptica, la Verdad, entendida como algo que es, está fuera de nuestro alcance, tal como todo lo que no existe.

De tal manera, la única forma en que la Verdad puede ser es no siendo, de modo que permanece como aspiración humana, a pesar de la imposibilidad de acceder a ella. Ahora bien, si la Verdad es no siendo, a la manera de una quimera, simplemente es parte de lo que no es. En tal sentido, la nada está por encima de la Verdad puesto que todas nuestras búsquedas la suponen, al menos en el sentido de que incluso para buscar la Verdad necesitamos no tenerla, de modo que la nada la posibilita. El encuentro con la nada no tendría que buscarse, se está dando ya mismo en el momento preciso que es, sin que nos demos cuenta de ello. Asumir que la nada es incognoscible implica que reconocemos lo fallido de toda búsqueda. La pasión por encontrar respuestas siempre habrá de contentarse con resultados parciales y con la levedad de toda explicación, en función de su vínculo irrenunciable con la nada. La nada incognoscible contiene el mundo, al punto que toda entidad existente está inserta en ella. Así, cualquier explicación de nuestra mente no es más que derivación del hecho de palpar y evidenciar nuestros propios límites.

Nuestra constante búsqueda de respuestas nos distrae del hallazgo central: que estas son parciales. La búsqueda es el primer obstáculo para encontrar las respuestas, tal como menciona Watzlawick:

¿Es cierto que el sentido verdadero se revela sólo cuando no lo buscamos, cuando, en lugar de buscar, hemos aprendido a abandonar la búsqueda? Esto es una idea inconcebible para la inmensa mayoría de los hombres. En efecto, pensamos siempre que lo grandioso debe conseguirse en algún lugar, fuera. No nos entra en la cabeza que la búsqueda sea precisamente la razón por la que no podemos encontrar (1995, p. 48).

La liberación concerniente es la tocante a la Verdad, no en el sentido de liberar a la Verdad como si ésta estuviera encerrada y prisionera, sino de la obsesión por tener el control absoluto del conocimiento a partir de la Verdad plena. El humano se ha hecho esclavo de su propia búsqueda de la Verdad. Pero es de esa idea de Verdad de la cual debe liberarse el humano para encontrarse con la nada que es fuente de todo. No se trata de una nada anonadante, sino una nada que fecunda y que permite que todo lo que es sea.

Por ello nos corresponde relativizar toda hermenéutica y asumir que ningún aprendizaje es suficientemente válido. Incluso la ciencia tiene parámetros humanos y contextuales a los cuales abocarse, tal como la utilización de cualquier lenguaje que, en sentido estricto, es distorsionador. A continuación, se profundizará en los aspectos recién mencionados.

La nada y la relativización de toda hermenéutica

Se ha entendido la hermenéutica como el proceso humano en el que se interpreta lo que ha sido captado. Ahora bien, dicha interpretación no resulta totalmente abarcadora debido a que se realiza desde una perspectiva determinada. No hay hermenéutica que unifique todas las posibilidades de interpretación que podrían corresponder a un hecho, cosa o persona cualquiera. A la vez, resulta improbable que exista el conocimiento sin tal proceso de interpretación o codificación, el cual sucede incluso involuntariamente.

Todo lo que es filtrado por nuestros sentidos recibe una categorización nominal sin que nos demos cuenta de ello. Esta categorización supone una distorsión que, a pesar de todo, es necesaria para continuar con el proceso interpretativo. Asimismo, puesto que únicamente conocemos de esa manera, se vuelve una tarea agotadora cualquier intento por encontrar un consenso universal a partir de parámetros distorsionantes que están contenidos en cada miembro que conforma la humanidad.

Debido a la evidencia del cambio y a la relatividad, el único consenso posible es que no existe consenso absoluto. Toda hermenéutica se encuentra situada y cualquier referencia de la realidad responde a una ubicación en el mundo, así como a una distancia física y afectiva guardada hacia las cosas. Las nociones con las que contamos, a las que otorgamos la categoría de verdaderas, se encuentran en nuestra psique y anteceden cualquier intento de racionalización, convirtiéndose así en un elemento fundamental para las asociaciones y conjeturas posteriores. No podemos eludir por completo este conglomerado de sistemas eidéticos debido a que sólo a partir de ellos logramos estructurar nuestros significados de la realidad. ¿Cómo escapar de esta limitante? Dejando de buscar la Verdad y permitiéndonos captar porciones de nada que nos inviten a contemplar la vacuidad de nuestra obsesión intelectual.

Incluso la fenomenología, en su esfuerzo por volver a las cosas mismas y observar con mayor independencia lo que acontece alrededor de un hecho, resulta insuficiente. No podemos simplemente quitar, erradicar o desechar nuestras ideas anteriores sobre algo, pues con tales nociones realizamos la interpretación. Es sintomático encontrarse con fenomenólogos ocurrentes que, en el supuesto de que permiten que lo que ha acontecido se muestre tal como es, hablan y se expresan con ilusa objetividad sobre los hechos, creyendo que están exentos de los límites de su propia subjetividad distorsionante. Pretendiendo ser “objetivos”, tales individuos suelen verter en sus textos o narrativas algún apartado final en el que ofrecen cuidadosamente las interpretaciones conclusivas que son derivadas de sus observaciones no interpretativas, permitiendo que emerja, con ello, lo que en principio se buscaba evitar. Visto con frialdad, nos convertimos en inocentes individuos buscando verdades y jugando a la objetividad.

Lo único que nos queda frente a lo absoluto de la nada es reconocerla, pues ésta implica el movimiento que imposibilita nuestro contacto con las certezas. La esperanza de descubrir la Verdad no nos permite descubrir la nada. ¿Cómo lograr quitar lo que cubre a la nada? Si realmente deseamos desvelar debemos asimilar qué es aquello que permanece velado. Pues bien, lo velado es la nada y lo que la cubre es todo lo que es. Por más irónico que suene, no encontraremos la Verdad si tratamos de ubicarla estudiando lo que es, interpretando a partir de vivencias que ya acontecieron, centrándonos en una realidad que suponemos real, focalizados en lo que hemos vivido o los encuadres ontológicos tradicionales. Por el contrario, de lo que se trata es de posibilitar una hermenéutica de la nada, una en la cual se busque dejar de ver lo que normalmente se ve para así poder ver o intuir lo que no se ve. Por ende, a partir de ver lo que se ve llegamos indirectamente a lo que no se ve. La actitud de búsqueda es innecesaria, es más óptima una actitud receptiva; no hay algo en sí que se deba buscar, sino que es imperativo otorgar mayor importancia a la actitud de apertura que necesitamos, pues la nada está dentro y en frente de cada uno.

La hermenéutica de la nada consiste en dejar de maquillar nominalmente la Verdad, evitando depositarla en algún sitio en el que no tiene cabida, para así permitir espacio a lo innombrable; la hermenéutica focalizada en la vacuidad se centra en todo lo que puede ser. La idea de la Verdad es un lastre estorboso, una falacia que nos ha esperanzado durante miles de años como civilización humana. Sin embargo, lo único que se reitera después de cada genuina búsqueda es que la Verdad no es y que la nada persiste tras nuestros anhelos; esa nada podría aparentar ser la Verdad y podríamos ser engañados fácilmente, pero eso no puede ser así. Si la nada fuera la Verdad no sería la nada.

Asumir la nada implica reconocer que hay algo por encima de lo humano, sin que esto deba ser un Alguien. Bastante humildad es necesaria para entender que no está a nuestro alcance ninguna Verdad absoluta, que toda búsqueda unívoca es vana y que no hay posibilidad de controlarlo todo con nuestros conceptos o de dotar de un carácter universal a nuestras conclusiones. Pueril resulta, en este tenor, intentar posicionar en el concepto abstracto de la Verdad absoluta una forma humana que la vuelva accesible. Eso, la necesidad común de delinear lo absoluto mediante categorías humanas, sólo comprueba el postulado de Protágoras, consistente en que hemos dotado de nuestra forma a lo informe o, dicho de otro modo, infectamos de humanidad nuestras visiones sobre la deidad. Deseamos que lo desconocido deje de serlo, y lo disfrazamos de maneras convenientes para que sea accesibles para nosotros. Buscamos que lo absoluto sea a nuestra semejanza y que tenga nuestras formas, pero eso obstaculiza la captación de lo alterno a lo que somos, de lo distinto al ser.

Las ideologías se forman mediante códigos específicos y a través de diversos modos de concebir el mundo; a su vez, la hermenéutica es el camino para la interpretación de todo lo que vemos. Cuando los procesos de interpretación acontecen en forma autómata las ideologías terminan siendo aceptadas por la mayoría de las personas sin que medie un ejercicio de reflexión, de tal modo que se vuelven una costumbre perceptiva. La educación, cuando se vuelve cómplice acrítica de estos procesos, produce la institucionalización de un modo particular de entender el mundo, el cual se propone (e impone) oficial y coercitivamente a los estudiantes.

La educación suele ser observada como la panacea solucionadora de los problemas contemporáneos, pero se deja de lado que no toda educación es realmente liberadora o conveniente. La educación también divide, también forja élites, también promueve la pasividad y la desigualdad social. Entender la nada implica relativizar el valor de las instituciones educativas e incluso el sentido y tendencia de la educación. Si la educación se aleja de la sabiduría termina siendo un instrumento de ideologización y poder. Si lo que se aprende sólo reitera información anquilosada, la sabiduría se obstaculiza. El saber surge a partir de la criticidad, de la disposición por ver las cosas desde otra óptica. Y la más radical de las reconfiguraciones es comprender las cosas desde una ontología inversa, partiendo de su levedad, de su ambigüedad y facultad de cambio, dejando atrás la linealidad y la visión unívoca.

La nada y la liberación del aprendizaje lineal y unívoco

No se trata de mostrar razones para que los niños y jóvenes del mundo dejen de asistir a una institución educativa, de lo que se trata es de asumir que no hay verdades, que no se puede afirmar categóricamente que nuestro conocimiento sea la Verdad. Es cierto que aceptar lo anterior supondría menor nivel de solemnidad en las aulas, pero se facultaría un alterno anhelo contemplativo.

Es propio de todo ser humano aprender y no es posible sustraer esa posibilidad; no obstante, todo conocimiento tiene algún vacío, puesto que siempre es posible su reconstrucción. No hay algo incuestionable, del mismo modo que no sólo lo que afirmamos puede ser lo correcto. Es oportuno ampliar la perspectiva a algo más amplio que nos factible de ser limitado a un libro de asignatura. Es fundamental reconocer la posibilidad de contactar íntimamente con la negación, de asumirnos como entes limitados y sostenidos en la inmensidad de la nada. Se trata, en suma, de aprender sin perder la capacidad de desaprender lo aprendido.

El desaprendizaje supone la capacidad de aportar una línea nueva a lo que se sabe, de modificar los supuestos anteriores para abrir, desde una perspectiva diferente, el entendimiento a otras posibilidades. Ahora bien, no basta únicamente con desaprender, como si uno se olvidara de lo aprendido, por el contrario: el desaprendizaje no supone el desentendimiento o el olvido, sino la capacidad de cuestionar lo sabido y analizarlo desde otras circunstancias en las que pudiera ser falso o inadecuadamente estorboso. Una vez que asumimos que lo sabido puede negarse, entonces podemos discernir si es funcional para nosotros o, en su caso, desaprenderlo. El desaprendizaje conduce a un nuevo aprendizaje que sustituye al anterior, construyendo así la apertura necesaria para mantener la criticidad ante el conocimiento aprendido.

La habilidad de desaprender también debe de aprenderse. Aunque ya contamos con una capacidad natural de indagatoria, podemos perderla a través de los años debido a las dogmatizaciones y moralizaciones recibidas por doquier. Cada persona recorre un camino de adoctrinamiento que puede llevarlo a aprendizajes que no perderá jamás o que logrará desaprender si se da cuenta de la invalidez de tales conocimientos o supuestos. Todo es interpretado a partir de nuestros conocimientos e ideas, pero no es lógico asegurar que de entre todo eso no haya algo que debamos desplazar. Desaprender es consecuencia de jerarquizar lo que sabemos, es dar prioridad a unas ideas sobre otras y poder quitar del trono de nuestras preferencias los aprendizajes, esquemas o conceptos que ya no coinciden con la propia vida.

El individuo que opte por desaprender las cosas estorbosas que no le permiten una vida más pacífica se encontrará frente al reto de desarticular la linealidad de su propio aprendizaje. No obstante, aquello que se desaprenderá debe elegirse con precaución y reflexión. Por ejemplo, pensemos en un joven que ha aprendido que el sexo que no busca reproducción de la especie debe ser vivido con métodos anticonceptivos. Si a este individuo le desagrada utilizar estos métodos podría desaprender esas ideas debido a que le son molestas; de tal modo, podría dedicarse a vivir su sexualidad de maneras poco protegidas. En tal caso no hablamos de un desaprendizaje, sino de un arbitrario desecho de ideas que no resultaron convenientes, pero esto no conduce a una argumentación que sustente una nueva postura; es claro que el resultado será perjudicial tarde o temprano.

Por el contrario, el desaprendizaje al que me refiero debe sustentarse en argumentaciones necesarias y suficientes. Por ejemplo, cuando una mujer cree que su divorcio es evidencia de su fracaso en la vida y de que no tiene nada más que ofrecer, está siendo influida por lo que ha aprendido respecto al divorcio. Modificar esa idea supondría un reaprendizaje sobre lo que el divorcio es ahora para ella o disponerse a percibir nuevos beneficios a partir de su situación. A diferencia del primer ejemplo, en éste encontramos apertura a un nuevo aprendizaje (el del divorcio), lo cual se deriva de una nueva significación consciente.

Resignificar es dar nuevos contenidos a un algo en particular. El nuevo significado se dirige a la parte connotativa del concepto, no a la denotativa, que es la referencia básica del mismo. Si se menciona en un grupo de personas la palabra “gato”, será muy probable que todos los ahí presentes sepan a lo que refiere esa expresión, dado que inicialmente la atención se dirige al sentido denotativo de la palabra. Pero si pregunto a cada uno de ellos qué es lo que les significa personalmente un gato, entonces podrán contestar desde un sentido connotativo, el cual implica cierta interpretación personal de lo que el gato es para ellos. La palabra “gato” puede representar lo que ellos digan; por un lado, en la medida en que ésa sea la noción de gato que tiene cada uno, sí es lo que dicen; sin embargo, un gato, como tal, no se sujeta a lo que hayan dicho. Un gato no es la idea de gato que se tenga. Igual sucede con el humano: no es lo que piensa de sí mismo, aunque la sugestión lo orille a actuar según lo que piensa y se pueda convertir, aparentemente, en lo que cree de sí. En ese sentido, podemos afirmar la conveniente concepción de que el humano es más que lo que hace. Olvidémonos ya de la idea de que al hombre se lo conoce por sus actos, frutos o logros, pues eso es una terrible y miope minimización.

El reaprendizaje requiere del anterior desaprendizaje que condujo a una significación; por tanto, el reaprendizaje acontece en la dimensión connotativa de nuestro conocimiento de las cosas. Llevando esta reflexión a otro punto, lo denotativo surge de una especie de consenso no discutido y que se transmite generacionalmente; de tal modo, es muy complejo pretender que se modifique un aspecto denotativo (no tendría sentido dejar de llamar gato al gato para ahora llamarlo de otro modo). Lo que sí puede ser resignificado es la connotación, independientemente de la denotación antecedente que la produce.

Resulta poco probable que un significado connotativo se convierta en denotativo si no cuenta con una adecuada difusión o alcance mediático. Es ahí donde toma amplio valor la capacidad de dudar de lo aprendido. Otra forma de desarrollar la capacidad de desaprendizaje y de favorecer los nuevos aprendizajes es el conocimiento holístico, al que también se lo podría llamar relacional o, hasta cierto punto, sistémico. De cualquier modo, entendiendo el amplio sentido de las palabras, no podemos conjeturar que existe un solo significado de cada una de ellas o una sola manera de interacción entre las palabras. Cada frase dicha contiene no sólo significados por palabra, sino un conjunto de expresiones que son dadas a partir de la relación de las palabras entre sí y su posición en una expresión lingüística. Resulta evidente que las palabras podrían transmitir más significados que los que somos capaces de captar, y que incluso los captados podrían haber sido erróneamente recibidos. La distorsión es una derivación de este proceso. Cabe entonces centrar la atención en la posibilidad de una comprensión meta-literal de las expresiones.

La comprensión metalingüística

El vínculo entre las nociones y las palabras con las que las designamos puede no ser siempre tan evidente. Es necesario distinguir si nuestro conocimiento inicia como noción o si se presenta como un concepto ya establecido para aquello que observamos sensorialmente. En cierto modo, las palabras que usamos sean una forma de intentar llenar los silencios que tenemos frente a las cosas, una manera de esquivar la nada.

Los aprendizajes, ubicados en la continuidad del pasado con el presente, evidencian el uso de la palabra para descifrar aquello que hemos aprendido; de tal modo, lo que aprendemos son conceptos. Si nos restringimos a las conceptualizaciones no permitimos el conocimiento relacional y pronto quedan olvidadas. Ahora bien, ¿realmente es posible aprender algo sin el uso de palabras o, mejor aún, sin conceptualizarlo? Si no existiesen las palabras, entonces las nociones permanecerían en el terreno de lo subjetivo y no habría significados sociales de las cosas, puesto que al no haber lenguaje no habría sociedad. A su vez, sin sociedad no habría con quien comunicarse y no habría lenguaje. De igual modo, de no haber un contexto, un afuera nuestro, tampoco habría nociones generadas al no haber ningún contacto a partir de lo cual generarlas.

Si tratamos de imagina a un hombre cuya exterioridad sea nula o que no esté rodeado de algo nos daremos cuenta que resulta imposible. Desde el momento en que imaginamos un hombre con cuerpo hemos hecho ya una trampa, pues el cuerpo constituye una exterioridad en sí misma, la cual facilita el contacto con las demás. Todo hombre tiene una noción de su cuerpo debido a que es parte elemental de su propia distinción entre él y lo que está fuera de él. Si fuese posible que quitáramos toda materia exterior al cuerpo de alguien y eliminemos todo cuerpo ajeno alrededor de él, difícilmente esa persona podría tener noción de algo. Todos formamos nociones porque somos seres con exterioridad y tenemos un cuerpo para distinguirla. Lo único que no tiene exterioridad es la nada. De tal modo, la nada no puede tener nociones porque no hay un lugar en el cual se generen y no hay algo que esté fuera de la ella. De vuelta a la cuestión, cabe asumir que sin lenguaje no habría palabras y por ello no existirían conceptos para descifrar las nociones, las cuales permanecerían estáticas en la mente de la persona, sin poder ser transmitidas y mucho menos consensuadas socialmente.

El término de “significantes” es útil para aludir todo aquello externo al hombre que sea factible de recibir una palabra que lo etiquete; la expresión “significado” apunta a la palabra o el concepto etiquetador con el que nominamos a algo determinado; finalmente, los “significadores” son los individuos que utilizan los significados que etiquetan a los significantes. Así, nos encontramos con la cuestión siguiente: ¿puede un significador (persona que conoce) tener una idea de un significante (objeto cognoscible) que no sea ya de por sí un significado (etiqueta) que haya implicado el uso del lenguaje? En caso de que la respuesta fuese afirmativa, lo cual creo, a la idea primigenia podríamos denominarla “noción”.

Es sabido que para algunos la realidad se construye socialmente. Sin embargo, la realidad no es lo que se construye socialmente, sino los significados. Lo que cotidianamente hacemos consiste en una construcción social de los significados. A su vez, los significantes o el significante (las cosas ahí, lo posible por contactar) no son algo construido, sino que existen de por sí. Por otro lado, la “realidad” no es lo mismo que un significante, a la manera de un objeto fijo que va a conocerse o una cosa particular. Además, un significante requiere de un significador, pero como la realidad permanece sin ser significada de manera unívoca, la realidad no podría ser un significante fijo. La realidad, por ende, escapa a una significación particular y, en ese sentido, se puede concebir como el contenedor que da lugar a todas las significaciones, más parecido a un hueco o una nada que a algo definido. Asimismo, en torno a la nada, por tanto, no hay significados definitivos sino sólo nociones; por ello se la contacta a través de una experiencia con y a través de ella, experiencia a la que podríamos denominar contemplación.

En tal orden de ideas, ¿toda noción es un significado conceptualizado y, por tanto, lingüístico o es posible una noción de un significante sin que esto suponga el uso de una palabra, es decir, un significado? Más en concreto: ¿es primero la noción o la palabra? Para responder a ello propongo enseguida considerar algunas posibles alternativas.

1) Una primera respuesta consiste en que es primero la noción. Por ejemplo, cuando deseamos realizar una pregunta, tenemos la noción de la interrogante y luego buscamos las palabras para articularla. Sin embargo, para formular cualquier pregunta informada antes debemos tener ciertos contenidos que la propicien o de los cuales se derive. Muchos de estos contenidos suelen leerse antes de generar una pregunta. Por ende, con base en las palabras escritas de otros autores se generan ciertas nociones que convertimos en cuestionamientos. Por tanto, en sentido estricto, la palabra de otro es primero que nuestras nociones. De no haber realizado algunas lecturas previas seguramente no se hubieran generado algunas de nuestras nociones o habrían tenido otro cauce. Incluso quienes no han realizado lectura alguna generan nociones que convierten en preguntas, pero lo hacen tras haber escuchado a otros hablar sobre algo similar y, aun en ese caso, la palabra de otro propicia la noción.

Está claro que no sólo se generan nociones escuchando a otros, sino también por diversos caminos sensoriales. Ver las cosas también genera una respuesta ante las mismas; por ejemplo, al ver un cuadro de Leonardo da Vinci podría tenerse una respuesta emocional si antes hubo un significado que nos impulse a concluir mentalmente: “este es un cuadro de Leonardo”. En tal caso no podemos hablar de una noción pura debido a que ya existía un concepto que acogió palabras. Ahora bien, ¿tenemos nociones de las cosas o ya están preestablecidos los significados? En el ejemplo propuesto, si yo no supiera que el cuadro que veo es de un artista en particular, probablemente mi significado sería más vago y diría simplemente: “es un cuadro”; aun así, esa afirmación tiene incluido al menos el significado de lo que es un cuadro. Igualmente podría decir que el cuadro es “bello”, y en tal caso la palabra “bello” sería en sí mi predisposición a enunciar con tal calificativo el cuadro observado. Aquello que genera que una noción se vuelva un significado es lo que llamamos aprendizaje y es ahí donde entra en función la cuestión colectiva, lo lingüístico y lo adoptado socialmente. Para volver a las nociones primigenias de todo tendría que borrar el conjunto total de aprendizajes del pasado, pero lograr tal estado de pureza cognitiva resulta imposible.

2) Una segunda posibilidad resultante consiste en que es primero la palabra ajena, luego la noción y luego la palabra propia. Revisándolo con cuidado tampoco es sostenible. Incluso concediendo que lo que nos permite tener una noción de algo son las palabras de autores que han escrito sobre ello, no es suficiente para concluir que es primero la palabra y luego la noción, pues de concluirlo así perderíamos de vista que los autores mismos tuvieron una noción de lo que iban a escribir, de modo que no fue primero la palabra, sino la noción. De esto se desprende que para forjar nociones y significados necesitamos de los de otros, puesto que no generamos significados puros, sino que realizamos variaciones a los significados ya existentes. No obstante, si seguimos la cadena de configuración noción-palabra en un primer punto la palabra originaria tuvo que ser detonada por alguna noción.

3) De lo dicho se desprende que es primero la noción. Pero pongamos a prueba este supuesto nuevamente. Cuando una persona tiene noción de algo es porque se lo está describiendo a sí misma y tal proceso (describirse para uno mismo las cosas que uno ve) consiste en dar explicaciones personales e íntimas respecto de algo, para lo cual es necesario el uso de las palabras.

En algunas ocasiones, sobre todo en los discursos o mensajes escritos, las palabras iniciales que permitieron nuestro entendimiento son modificadas durante el selectivo proceso de escritura, el cual implica la elección de “las palabras adecuadas” que utilizaremos para plasmar las ideas en papel; tal proceso es distinto al que se hace de manera inmediata para significar la noción. Una cosa es adjudicar instantáneamente palabras a las nociones y otra es pensar cómo escribir de formas elegantes la idea primigenia. En ambos aspectos entra en juego la palabra, en el primer caso de manera muy primitiva y en el segundo de manera más formal, al pensar a qué tipo de persona va dirigido el mensaje e incluir cuestiones de estilo.

Ahora bien, en ambos usos de la palabra tuvo que efectuarse un proceso de pensamiento. Además, debió de haber un dominio del lenguaje que fuese portador o precursor de la noción. No es posible interpretar algo si no es a partir de significados similares desde los cuales se pueda vincular o comparar lo nuevo que se ve o se conoce. Por lo tanto, valdría reconsiderar la supremacía de la palabra sobre la noción.

4) Es primero la palabra y luego la noción. A esta propuesta la sustenta el argumento de que es por medio de las palabras que uno logra explicarse lo que ve y percibe. Las palabras son un medio útil para transmitir lo que captamos; aun así, el que debamos concebir las cosas con la intermediación del lenguaje nos aleja del sentido pleno y sustancial de muchos aspectos que decimos conocer.

La realidad objetiva es, entonces, desapercibida o, en su caso, apenas intuida muy parcialmente. En todo caso tendríamos que hablar de “objetividades subjetivas” y “objetividades objetivas”; las primeras están a nuestro alcance y las segundas permanecen como la alternativa pura e inalcanzable que constituye el estado natural de la objetividad, el cual queda destruido y aniquilado al intentar subjetivarse.

Esto apunta a que el lenguaje es un medio distorsionador si con su ejercicio se desea alcanzar la objetividad. Sin embargo, pese a que pareciera que hemos obtenido la respuesta a la pregunta inicial sobre si es primero la noción o la palabra, surge una nueva duda: ¿siempre utilizamos el lenguaje como decodificador de la realidad? ¿Acaso cuando alguien se quema está sintiendo la quemadura tras haberse dicho “me quemé”? ¿Sólo sé que una persona es hermosa si la ubico con un adjetivo? Definitivamente no. El conocimiento no se circunscribe únicamente al uso del lenguaje.

5) La quinta alternativa es la siguiente: hay aspectos del conocimiento que no requieren la intermediación del lenguaje. Ejemplo concreto de ello son las “sensaciones”, es decir aquello que se conoce mediante la participación directa de los sentidos. Lo que vemos, lo que escuchamos (siempre y cuando no sean palabras) y lo que percibimos con el tacto implica una manera de conocer sin intermediación del lenguaje. Excluidas quedan las emociones, puesto que sólo son posibles tras la intempestiva gestión de mensajes internos (palabras) que decodifican los acontecimientos o las sensaciones que percibimos. Llegados aquí, tenemos dos términos distintos: percepción e interpretación, sólo en la primera no existe necesidad de las palabras.

Ahora bien, en razón de que hay aspectos que no requieren de la intermediación del lenguaje para ser percibidos-vividos-asumidos, cabe una afirmación más categórica que la anterior, la sexta.

6) Depende de la realidad palpada si es primero la noción o la palabra. Esto implica que nuestra exterioridad se palpa o se percibe sin palabras y luego se reconstruye, o interpreta, para entenderla humanamente a través de las palabras; después de ello, lo palpado puede ser transmitido (con palabras seleccionadas o por signos determinados). Cuando se trata de los procesos de contacto sensorial surge primero la noción, luego las palabras con las que la describimos, y de esto surgirá la noción significante en aquellos que nos escuchen o lean. En lo que respecta a los procesos hermenéuticos, resulta primigenia la palabra que leemos o escuchamos; posteriormente acontecen las reacciones que etiquetaremos con palabras.

Las palabras de otros son ocasión a partir de la cual se generan nociones en nosotros. Los primeros humanos inventaron cierto lenguaje luego de captar las nociones que necesitaron etiquetar tras su contacto con el mundo y su conciencia del mismo. La conciencia nos permite el contacto que propicia la noción a partir de la cual usamos las palabras que hemos aprendido. Así, la primera opción, la que sostenía que la noción era previa al uso de la palabra, no era del todo incorrecta, a pesar de aparecer como la más simple. Referidos a una experiencia estrictamente personal, la generalidad de los humanos no saludó al médico que nos recibió al nacer. Esta obviedad supone que no contábamos con palabras conocidas para describir la noción de que algo pasaba; probablemente por eso no recordamos tal evento. No obstante, no podemos sostener que las palabras sean requeridas para comprender ciertas nociones, como la consistente en saber que la sonrisa de nuestra madre, aun sin hablar, mostraba aceptación. A esto podemos referir como comprensión metalingüística, la cual puede ser pre-racional o post-racional. Por último, cabe distinguir que no es lo mismo tener conciencia que tener nociones, pues podemos ser conscientes o no de las nociones, o tener (o no) noción de nuestra conciencia.

El contexto de la expresión y su influencia en el significado

Existen procesos voluntarios en los que definimos la manera en que llamamos a lo que conocemos. No obstante, aun en los procesos conscientes nos sigue influyendo la antecedente determinación lingüística de las cosas a través de lo que hemos aprendido. Nos adaptamos a unas palabras cuyo significado suponemos similar a lo que imaginamos querer decir. Esto significa que la complejidad aumenta en función de que las palabras pueden ser polisémicas. Imaginemos el caos que se generaría si empezamos todos a llamar “abajo” lo que está “arriba” o “pequeño” lo que es “grande” o “bueno” lo que es “malo” (es más usual de lo que creemos); aunque nos supeditemos al lenguaje, éste es siempre una referencia contextual. Por ejemplo, si bien es más grande la montaña Makalu que la montaña Manaslu (ambas en el Himalaya), también es cierto que Makalu es más pequeña que el Everest. Pues bien, ¿es grande o pequeña la montaña Makalu? Depende. Ciertamente el Everest es la montaña más grande si seguimos el parámetro de medirla desde el nivel del mar, pero si consideramos la longitud de la montaña Mauna Kea en Hawái, partiendo desde el suelo oceánico, ésta sería más “grande”.

Como se ve, los adjetivos requieren de una contraparte y un parámetro de comparación para tener sentido, por eso es que no podríamos concebir el “arriba” sin el “abajo”, ni el “dentro” sin el “fuera”; si seguimos estas últimas apreciaciones, ¿qué podríamos responder sobre si estamos fuera o dentro nuestro? Por ejemplo, ¿el lector se encuentra fuera de su casa o dentro? Si está dentro de su casa, de cualquier manera, está fuera de la de alguien más. Si acaso se encuentra afuera de su casa, está de cualquier modo “dentro” de un país. Al mismo tiempo, está fuera de un país y dentro de otro. ¿Puede alguien estar fuera del mundo? ¿Fuera del cuerpo? ¿Dentro de otra persona? ¿Dentro de una roca? Al mismo tiempo dentro y fuera, al mismo tiempo ambas y ninguna. Lo mismo con respecto a la bondad y la maldad o toda la serie de dicotomías que nos hemos planteado siendo humanos. Como vemos, las referencias lingüísticas están siempre supeditadas a un contexto.

Lo anterior no sólo sucede en lo que se refiere a los adjetivos, sino también con los nombres propios; por ejemplo, de nuevo en referencia al Everest, aunque es llamado Sagarmatha en Nepal o Chomolungma en China, se lo ubica en Occidente con el apellido del británico George Everest. Si nos preguntamos por una palabra para descifrar esa montaña podríamos tener las tres o ninguna; la montaña es algo que no admite una palabra en forma total, aunque aquí mismo ha sido obvio que la hemos tenido que llamar “montaña”. Las palabras son invención, fina ficción.

Ahora bien, en el mundo académico resulta fundamental el uso de un lenguaje. La indagación crítica consiste en interpretaciones y reinterpretaciones de las cosas que vemos. El sostén de toda interpretación son los significados en cuya base están los conceptos que no existirían sin palabras. Por ello, la comunicación es una ineludible cuestión social. En todo intercambio verbal sería recomendable comprender lo que queremos decir y luego buscar el modo de decirlo a través de códigos y símbolos. Pero no todo es comunicable y no todo es académico.

Lo estrictamente empírico se encuentra asociado a la conciencia refleja, a la noción. El significado primigenio, aun sin palabras, que un bebé tiene del fuego será modificado cuando pase de ser “algo brillante” a ser “algo que quema”; su significado puede o no tener palabras, pero, aun antes de ellas, la experiencia de quemarse es una noción. Tal bebé podría decir “ay” cada vez que ve el fuego; ese “ay” es ya su representación fonética del fuego y, en este caso, la noción habría llegado primero que la palabra. Si luego este bebé protagónico atina a decir “fuelo” y luego “fuego”, en la medida en que ése es el nombre que escucha que hemos dado a aquello que le quema, logra usar palabras. Así como él, hemos adaptado nuestras nociones a la distorsión colectiva. Si somos conscientes de tal proceso adquirimos una conciencia reflexiva de sí misma.

De tal modo, si lo que conocemos no son ideas o cosas que sean externas, sino nosotros mismos, tendremos que buscar entre los significados existentes una manera de percibirnos. Aun sin la existencia de otro frente a nosotros no resulta posible evadir la conciencia colectiva mediante el uso del lenguaje, los significados o los códigos a partir de los cuales nos definimos.

La manera en que una persona se observa a sí misma, incluso sin la presencia de otro humano cercano, no está exenta de la cuestión social y de la serie casi interminable de conceptos e ideas que sirven como parámetros de autodefinición. En ese sentido, el autoconocimiento no es más que una maqueta, una etiqueta falsa con la que vamos por la vida suponiendo ingenuamente que sabemos quiénes somos. Del mismo modo, todo conocimiento que se tenga sobre cualquier cosa constituye una distorsión de la realidad. ¿Aun así buscamos la libertad? Probablemente la condena de la libertad consista más en suponer que debemos buscarla que en el hecho de poseerla en sí.

Nadie tendría que ser forzado a creer de manera definitiva en todos los significados que ha adoptado del exterior y que han condicionado sus nociones primigenias. Pero, del mismo modo, tampoco podemos obligar a que ninguna persona se incomunique totalmente o a que se quede en soledad con sus propias nociones incomunicables, pues eso rompería su socialización y la exteriorización de su conocimiento del mundo.

Los significados no son correctos de por sí, son una etiqueta que no es nunca lo etiquetado. La existencia de otro y sus etiquetas jamás pueden justificar la propia existencia porque las palabras ajenas no son las nuestras. El asunto nos conduce a notar que ningún individuo logra ser una justificación de su propia existencia puesto que uno mismo es un existente más que etiqueta las cosas y se etiqueta sí mismo. Lo que justifica la vida no podría ser la etiqueta que le ponemos. De hecho, aquellas que consideremos como las propias palabras no son tampoco nuestras, ni siquiera el uso o acomodo que les damos. Incluso en la escritura creativa podría dudarse de la propiedad absoluta de lo que no escribe, puesto que suceden espontáneamente varias conexiones de ideas y conceptos que generan una conexión casi simbiótica entre la noción del autor y sus palabras, lo cual habla de su programación cultural.

Si acaso hemos de decidir entre lo que es más nuestro de entre las nociones o las palabras (cuestión quizá más importante que la distinción sobre lo que sucede primero), primeramente, tendremos que reconocer que las nociones son realmente más íntimas y que son, por sí mismas, intransferibles. Es deseable, al menos por momentos, regresar a las nociones y descatalogar nuestras percepciones, dejando de lado nuestra necesidad de control conceptual. No afirmo aquí que omitamos hablar y dejemos en desuso las palabras (de ser así no podría escribir este artículo), la cuestión es asumir que las palabras nunca contienen enteramente las nociones y que, incluso, las nociones no contienen la realidad.

Necesitamos comunicarnos y requerimos del lenguaje, pero nos hemos acostumbrado a absolutizarlo dramáticamente. Por ello es oportuno considerar la parcial liberación de lo lingüístico como una alternativa de comprensión del mundo, del otro y de nosotros mismos. Por siglos enteros hemos supuesto que nos humanizamos al categorizar todo lo que nos rodea para así controlar nuestro saber. Hemos dejado de entender desde la óptica de la vacuidad innombrable que está en todo. La nada es también una alternativa desde la cual se puede comprender el mundo, al otro o a uno mismo; el camino metalingüístico y metafenoménico representa una opción laudable si captamos que, en ocasiones, la mejor manera de comprender algo es destrozarlo hasta que no exista.

Es cierto que hablando se entiende la gente, pero en silencio podría caber cierta comprensión de uno mismo. Es imperativo notar que, al ser construcción humana, lo que hemos representado como “la verdad” contiene implícita una sustancial falacia. Conviene considerar un camino hermenéutico centrado en la vacuidad, uno en el que la opción sea regresar al espacio sin palabras, pues es ahí, en el silencio que nos envuelve, y al que queremos llenar de palabras impropias y distorsionantes, donde tenemos noción de lo que somos: una nada que anhela ser eco del gran Silencio de la Nada.

Referencias

Watzlawick, Paul, El sinsentido del sentido o el sentido del sinsentido. Barcelona: Herder, 1995.

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