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Nexo ético-político del concepto de Justicia en Aristóteles. Una propuesta en la virtud para el bienestar social

The Ethical-political Relation of the Concept of Justice in Aristotle. A Proposal in Virtue of Social Welfare

Les liens éthico-politiques du concept de justicechez Aristote. Une proposition concernant la vertu en vue du bienêtre social

Estiven Valencia Marín
Universidad Católica de Pereira, Colombia

Nexo ético-político del concepto de Justicia en Aristóteles. Una propuesta en la virtud para el bienestar social

Análisis. Revista Colombiana de Humanidades, vol. 52, núm. 97, pp. 307-325, 2020

Universidad Santo Tomás

Recepción: 16 Marzo 2020

Aprobación: 20 Abril 2020

Resumen: Adentrarse en el pensamiento político de la Grecia clásica es retornar a las acepciones éticas proferidas por los filósofos de ese momento, como, en este caso, de Platón y de su discípulo Aristóteles, cuyos intereses por la comprensión racional de la conducta humana no eran más que una diáfana preocupación por la consecución del bienestar de los individuos al interior de las ciudades griegas, donde se consideraba de gran importancia la formación de ideas, instituciones y asociaciones. En efecto, los vínculos sociales y la configuración de actitudes que decantan en el objetivo del bienestar social implican una atención especial al concepto de ética-política, en tanto que la incorporación de acciones regidas por la razón determina las relaciones entre los individuos de una misma nación. Teniendo esto en cuenta, en el presente artículo se expone la acepción aristotélica de justicia, con el objetivo de precisar la importancia de dicha virtud en el nexo ético-político de la Grecia clásica, periodo al que asistió el mismo Aristóteles.

Palabras clave: justicia, política aristotélica, bienestar social, ética a Nicómaco.

Abstract: To reflect on the political thought of classical Greece is to return to the ethical meanings uttered by philosophers of that time, such as Plato and his disciple Aristotle, whose interests in the rational understanding of human behavior were nothing more than a diaphanous concern for the attainment of well-being of individuals within Greek cities, where the formation of ideas, institutions, and associations was considered of great importance. In fact, the social bonds and the configuration of attitudes that favor the objective of social welfare imply a reciprocal attention to the concepts of ethics and politics, whereas the incorporation of actions governed by the reason determines the relations between individuals of the same nation. Thus, this article presents the Aristotelian meaning of justice, to clarify the importance of this virtue in the ethical-political nexus of classical Greece, a period witnessed by Aristotle himself.

Keywords: justice, Aristotle politics, social welfare, Nicomachean Ethics.

Résumé: S’approcher de la pensée politique de la Grèce classique est retourner aux significations de l’éthique ayant été proférées par les philosophes de cette période, comme, par exemple, Platon et Aristote, dont l’intérêt de comprendre rationnellement la conduite humaine n’était rien d’autre qu’un souci vis-à-vis de la quête du bienêtre de chacun au sein des villes grecques, où il était important la formation d’idées, des institutions et des associations. En effet, les liens sociaux et la configuration d’attitudes qui tendent au bienêtre social impliquent une attention particulière au concept d’éthique-politique, puisque l’incorporation d’actions commandées par la raison détermine les rapports entre les individus d’une même nation. À partir de là, cet article explore la signification aristotélicienne de justice dans le dessein d’entrevoir l’importance d’une telle vertu par rapport aux liens éthico-politiques dans la Grèce classique, qui est d’ailleurs la période qu’Aristote a vécue.

Mots clés: justice, politique aristotélicienne, bienêtre social, Éthique à Nicomaque.

Introducción



Cuando alabó Aristóteles la justicia como primera virtud de la vida política, sugirió que la comunidad que no tiene acuerdo acerca de la justicia carece de base necesaria para la vida comunitaria.

Fuente: Alasdair Mc.intyre, Tras la virtud

Concebir la justicia no es más que dar valor al bien común en la sociedad, idea que a lo largo de la historia y en cada civilización ha padecido cambios al tratar de ligar este concepto a las normas prácticas y jurídicas que rigen a los estados. En efecto, la justicia en relación con los estatutos legales designa el carácter adecuado en que se ejercen las relaciones entre individuos, pues a partir de ella se proscriben y asienten acciones específicas en las mismas. Ahora, aunque esta virtud deriva de circunstancias culturales y sociales que determinan los comportamientos de las comunidades, existe un amplio consenso en lo que refiere a lo provechoso y nocivo para la sociedad; en consecuencia, asentir por el bien común y disponer de pautas para una recta conducta, como lo es el establecimiento de la justicia, significa adoptar una virtud que, sobremanera, rige y ha regido la acción política de los seres humanos.

Así pues, si de orden social se trata, la justicia comporta un medio insoslayable entre las relaciones interpersonales, relaciones que en las comunidades de todos los tiempos se han convertido en la única forma de construcción de la vida política. Sin embargo, como es un criterio moral, dicha virtud, además de ser objeto de la praxis humana, también resulta ser un factor determinante en los juicios de bondad y de maldad que se aplican a toda acción humana.

He aquí el nexo ético-político al que se circunscribe la virtud de la justicia, nexo que a tientas parece tratarse por anticipado en la persona de Aristóteles y que en el presente artículo intentará dilucidarse. De hecho, el estagirita1, en su Ética a Nicómaco (Trad., 1970) expresa el vínculo entre ética y política: “el bien es ciertamente deseable cuando interesa a un individuo, pero se reviste de un carácter más bello cuando interesa a un pueblo y al Estado entero” (p. 1094b 5).

Cierto es que la ética como disciplina, que escruta las acciones humanas bajo el uso de valores morales como el de bondad y maldad, y la política, que respalda el orden social y asume decisiones en lo que respecta a los problemas de convivencia, tienen por objeto la praxis humana. Empero, estas disciplinas difieren en los modos de tratar las acciones: aquella es un esfuerzo por comprender el quehacer humano y discurrir el hecho moral en aplicaciones concretas, y la última ostenta en el ejercicio del poder la búsqueda de la trascendencia social que se rige por el ideal del bien común. Según esto, la ética concierne entonces a la voluntad individual y a sus operaciones, caso contario al de la política, que refiere a la voluntad y operaciones de toda una comunidad; aunque ambas median por el bien de los ciudadanos como ciencias prácticas. Al respecto, Guthrie (1993) corrobora el vínculo recíproco entre ética y política en palabras de Aristóteles:

La ética y la política constituyen para Aristóteles un estudio continuo, al que él llama filosofía de la vida humana (Ή περί τα άνθρώπεια φιλοσοφία) […] El tema de ambas es el bien del ser humano —fin al que se dirigen toda las actividades humanas— y la ética expone la forma de vida buena tal y como la pueden llevar a cabo los hombres mejores en un Estado bueno, mientras que la política muestra todos los principios constitutivos del Estado bueno […] Aunque el bien es el mismo para el individuo y para la ciudad, el bien para un pueblo y una ciudad es más […] bello y bienaventurado. (p. 343)

Desde esta perspectiva, Aristóteles de Estagira no desestimó la importancia de ambas virtudes, aplicándolas a diversos modos de actuar, cuyo objeto último era el bienestar de todos los ciudadanos griegos sumergidos —en el periodo al que asistió el Estagirita— en adversas condiciones sociales y políticas que hacían de este ideal un asunto imposible de realizar.

Teniendo esto en cuenta, escrutar el nexo ético-político de la justicia trae consigo preguntarse por sus implicaciones sociales, nexo e implicaciones que en el presente texto se dilucidarán con base en lo que el filósofo en cuestión desarrolla en el libro V de su Ética a Nicómaco. Para tal fin, se recurre, en primer lugar, a algunos acontecimientos histórico-sociales del tiempo en que Aristóteles se desenvolvió, para luego exponer los antecedentes socrático-platónicos que heredó la moción de justicia del Estagirita, y, ulteriormente, describir el alcance de dicho concepto en la ética-política de las ciudades griegas.

Marco histórico, político y social del siglo iv a. C.

A la aparición de Aristóteles en la ciudad de Estagira a comienzos del siglo iv a. C., ciudad perteneciente al reino de la Macedonia, un periodo que abarca los hechos de la revuelta jónica como defensa a las invasiones persas y episodios bélicos suscitados tras el inicio de la toma de los territorios griegos por parte de Alejandro Magno, supuso la decadencia del esplendor de Atenas como dominador de muchos territorios de la Hélade, suscitando transformaciones económicas, sociales, políticas y culturales en aquel entonces. Ahora, las sublevaciones griegas contra el imperio aqueménida, o de los persas, ocasionó graves confrontaciones que, durante años de cruentas incursiones por manos de ejércitos griegos, finalmente llegaron a su victoria en Platea.

Sin embargo, este no fue el final de las dificultades que toda ciudad griega tuvo que enfrentar. Después de instaurarse el régimen democrático por parte de atenienses como Solón y Draco, logrando con ello atender los intereses de ciudadanos menos auxiliados, los vínculos con otras ciudades-estado griegas —como Esparta hacia comienzos del siglo iv a. C.— estuvieron marcadas por una vasta rivalidad que en últimas acaeció en una guerra adversa para atenienses. A esta eventualidad, que se le conoce por el nombre de guerra del Peloponeso, le antecede la inclinación ateniense por perseguir una política expansiva latente en la fundación de la Liga de Delos, la cual, al parecer, tenía por finalidad defenderse de los posibles ataques persas, pero Atenas aseguró su hegemonía degenerando en las alzas de los impuestos de guerra.

Esparta, por su parte, bajo la manutención de un régimen aristocrático que toma una incitativa de militarizar a sus ciudadanos, lideraba otras ciudades (πόλεις) de Grecia con las que constituyó una alianza alterna a la de Delos: la liga del Peloponeso. La sospecha de los aliados de Delos a causa del acrecimiento de una forzada adquisición monetaria y usos particulares de los recursos para fines bélicos dejó en conflicto a Atenas, por cuanto las demás ciudades de la liga se rebelaron en su contra. De hecho, para Tucídides (Trad., 1990), todas las políticas que promulgaron las ciudades regentes de las ligas se resumen así: “los lacedemonios no hacían tributos a confederados suyos, solamente querían que se gobernasen como ellos […] pero los atenienses quitaron a sus súbditos y aliados las naves que tenían e impusieron tributo” (Libro I, p. 19).

Así, el ascenso pretensioso del poder ateniense por medio de un dominio marítimo en el mar Egeo que los lacedemonios no tuvieron incitó a estos últimos a replegarse sobre sus dominios, causando profundos recelos entre unos y otros. De este modo, estalló la guerra en el Peloponeso, tras la cual la democracia ateniense quedó subyugada a los asaltos continuos de la oligarquía lacedemonia, primero por el consejo de los Cuatrocientos2 y luego por los Treinta Tiranos (Τριάκοντα); instituciones ambas que se apoderaron de Atenas y desmantelaron todo el sistema democrático instaurado. En lo que refiere a los Treinta Tiranos, estos idearon el exterminio de la democracia en la Atenas clásica del siglo iv a. C. con medidas crueles y opresivas expresadas en la confiscación de propiedades de ciudadanos y extranjeros, además de políticas de exilio y muerte. Al respecto, Jenofonte narra en su obra Helénicas (Trad., 1994) tales sucesos:

Los Treinta fueron elegidos tan pronto como se destruyeron los Muros Largos y los del Pireo —hechos acaecidos en la querella del Peloponeso— pero elegidos para redactar las leyes con las que pudieran gobernarse […] dispusieron el consejo y las demás magistraturas como les parecía. A continuación, a los que todos sabían que vivían en la democracia […] les detuvieron y les acusaron con la pena de muerte. (Libro II, p. 11-14)

Las guerras sucedidas hasta ahora dejaron sumida a la ciudad de Atenas en fuertes desequilibrios económicos, políticos, morales y sociales. Así pues, la devastación de los estados, junto con el exterminio de cultivos, cuantiosas pérdidas humanas y el temor por hostilidades, tal cual se supone de toda querella, provocó la debilitación del consumo y del comercio, además de que el alto índice de migraciones de poblaciones depauperadas y de otras que permanecieron en la polis (πόλις) supuso el asentamiento de las clases sociales —ricos y pobres—, lo cual generó grandes tensiones. Dicho así, es de entender que en estas condiciones el ciudadano (πολίτης) ateniense haya perdido los vínculos cívicos de cercanía y de participación con el Estado, y que su tradicional interés por los asuntos públicos haya mutado en la displicencia o prevención para con nuevos sistemas o conservación de los anteriores.

Ahora, la derrota frente a Esparta no fue el último percance de Atenas, pues la lucha entre ciudades griegas permaneció durante un largo tiempo. Por un lado, la ciudad de Esparta, pese a su dominio militar sobre Atenas, sucumbió ante los tebanos en la batalla de Leuctra, producida hacia el 371 a. C., no sin antes recordar aquella fundación de la segunda Liga Délica, que comprende ciudades egeas y cuyo objetivo era afrontar el crecimiento espartano tras su victoria contra los atenienses, batalla tebana que fue útil para la incursión y debilitamiento contra los lacedemonios y posterior hegemonía de los tebanos. No obstante, los de Atenas se aliaron con sus enemigos espartanos para resistir también a la expansión tebana, pero estos fueron derrotados en Mantinea bajo la potestad del general Epaminondas, quien hizo de Tebas la potencia hegemónica de Grecia. Según el historiador ateniense Jenofonte (Trad., 1994):

Epaminondas consideraba que sería necesario marchar por cumplirse el tiempo de la expedición, pero si abandonaba a los aliados serían sitiados por sus rivales y él mismo sería dañado; consideraba para sí que había sido derrotado en Lacedemonia con toda la caballería, había sido vencido en Mantinea en un combate de caballería y que era causante de la unión de lacedemonios, arcadios, aqueos, eleos y atenienses; en efecto, no le pareció no combatir considerando que si vencía se desmoronaría, y si él moría, reconocía que tendría buen fin intentando dejar a su patria (Tebas) el dominio del Peloponeso entero. (Libro VII, 5, p. 18)

Por otro lado, lo que parecía entenderse como una decadencia político-comercial de atenienses y espartanos por mor del establecimiento de Tebas como nación dominante no significó el logro de hacerse con el poder de toda la Hélade; por el contrario, Macedonia, con deseos de conquista, incursionó en ese momento contra los Estados del norte de Grecia. Se trata, entonces, de una política expansiva que tuvo como consecuencia la institución de un nuevo imperio, el heleno, por manos de Alejandro Magno. Bien destaca el platónico Maestrio Plutarco (Trad., 2007) a este Alejandro Magno como personaje que ambicionaba la gloria: “[…] no ansiando placer ni riquezas sino la virtud y gloria, consideraba que cuanto recibiera de su padre [Filipo II] tanto menos podría conseguir […] prefería Alejandro heredar un reino que proporcionase combates y momentos de gloria” (5, pp. 5-6).

A la muerte del rey macedonio Filipo, Alejandro fue proclamado soberano, con lo cual consolidó y amplió el reino que su padre dejó tras las hazañas contra las ciudades ubicadas en la península de Calcis: Anfípolis, Pidna, Potidea, además de que acometió contra las coaliciones de tracios, espartanos y atenienses que anteriormente disputaban por el dominio de Grecia. En efecto, lo que estaba bajo la contención de Tracia terminó siendo parte de Macedonia después de la querella contra las polis (πόλεις) de Filipos, Abdera, y Maronea. Posteriormente, tomó para sí el pueblo (δeμος)3 de Tesalia, y antes de la contienda que libraron la Liga Helénica4 —erigida para contrarrestar el avance de los macedonios, y a la que también perteneció Atenas— y la Macedonia, Filipo conquistó Estagira y Olinto, sometiendo, así, a la península Calcídica.

Previo a la muerte de Filipo II, en la batalla de Queronea sucedió la derrota de Atenas junto a sus aliados de la Liga Helénica4, batalla que consolidó la conquista de la Hélade y que se convirtió en una clara conminación a la autonomía de los estados griegos por el empeño en la posesión de tales territorios. Ante la hazaña macedónica, ceder al ingente dominio fue el último recurso para la preservación de la paz que líderes políticos, como el orador ateniense Demóstenes, se empeñaron por alcanzar. Así lo enuncia el dirigente en mención, incitando a sus conciudadanos atenienses a no tomar ofensiva contra la política expansiva del rey macedonio: “[…] si se quiere proporcionar a la ciudad aliados, se hará sin romper la paz existente, no porque sea admirable de ustedes, sino que es lo oportuno para nuestra situación que no hubiera llegado a producirse el que, por causa nuestra, se rompa ahora que está ya realizada” (Demóstenes, trad., 1980, V, p. 13).

Desde entonces, Alejandro Magno, en una regencia de trece años, cambió la estructura político-social no solo de las circunscripciones asediadas y adquiridas por su padre, consolidando para sí la hegemonía macedónica sobre toda ciudad de la península balcánica, sino que también asumió la conquista absoluta del extenso imperio aqueménida, iniciando una era de intercambio cultural que dejó rastros de una vasta propiedad de distritos en Asia.

Según Diógenes Laercio (Trad., 2007), desde edad pueril Alejandro tuvo una formación intelectual proporcionada por Aristóteles, ya que, después del asedio por parte de Filipo II a la ciudad calcidia de Estagira, Aristóteles fue convocado por el rey macedonio para establecerse como el preceptor del futuro soberano:

Estuvo en Macedonia en la corte de Filipo y recibió como discípulo al hijo de éste, a Alejandro, y le rogó que restaurara a su patria que fue destruida por Filipo, y lo consiguió. Y estableció las leyes para sus habitantes, y fijó las leyes para su escuela a imitación de Jenócrates [el platónico] de modo que cada diez días se nombraba un director. Y cuando ya le pareció que había estado suficiente tiempo junto a Alejandro, se marchó hacia Atenas de nuevo […]. (Libro V, p. 4)

A grandes rasgos, después de hacerse Alejandro con la proximidad de los Balcanes y cruzar el estrecho de Dardanelos —el antiguo Helesponto— hacia los territorios del Asia menor, comenzó la conquista de los persas, direccionados en su tiempo por Darío III, avanzó por Egipto, pasó por la península de Anatolia, para luego dirigirse al Oriente, y, finalmente, sitió algunos otros territorios del distrito asiático. Y aunque sucedieron varios sometimientos militares contra la Atenas de ese tiempo, sumado al menoscabo de su movimiento económico, esto no fue causa para la pérdida de la actividad filosófica. Así pues, el circulo de denominados sofistas —que entró en boga tras el declive de la hegemonía ateniense— fue el que atrajo a múltiples estudiosos que se apropiaron de distintas áreas del saber: la política, la retórica, ética, gnoseología, etc., entre ellos Protágoras, Gorgias y Pródico; y críticos de la sofistica, como lo fueron Platón y Aristóteles.

En definitiva, el contexto histórico, político y social que en este apartado se expuso es un contexto de sometimiento y decadencia social que, pese a que no diluyó la tendencia filosófica, marcó el cambio en las mociones éticas y morales. De ahí que un ideal de ciudad autosuficiente que velara por la seguridad de los miembros de su comunidad haya quedado derogado, y que con el paso de los años haya sucumbido totalmente bajo una crisis de identidad: de los ciudadanos libres a simples súbditos, y de una polis (πόλις) protectora a una ciudad inestable y conflictiva. Evidencia de esto se dio con la relativización respecto a los valores cívicos, como en el caso de la justicia, ya que, ante la falta de consenso, inicialmente Platón y ulteriormente Aristóteles se dieron al cometido de fijar criterios comunes para la consecución de un Estado ideal.

Antecedentes del concepto de justicia (δικαιοσύνη) en Aristóteles

Tras el dilatado periodo a causa de los conflictos en la ciudad de Atenas por iniciativa de los persas para conquistar territorios griegos, asimismo las disputas entre ciudades egeas por hacerse con el poder y dominar el territorio que comprende la Grecia de antaño, todas las decisiones políticas y administrativas recalaron en nuevas perspectivas. Así, los principios de igualdad ante la ley y la participación ciudadana, características estas de la democracia, desataron el interés por parte de los pensadores del tiempo, como es el caso de los sofistas. La filosofía, entendida como una sesuda reflexión de los problemas fundamentales de la vida del hombre, no solo por su comprensión del principio de cuanto le rodea, sino, también, de cuanto le es provechoso para un buen vivir, entroniza la tendencia hacia asuntos políticos y morales suscitados por la realidad hostil que les circunda y la necesidad de los ciudadanos (πολίτης) para atender asuntos públicos.

Dicho de otro modo, la caótica organización social trajo como efecto una seria crítica a los valores tradicionales para dar respuesta a la situación vivida por los ciudadanos del tiempo, siendo la corriente sofistica relativista con lo que para los griegos era inamovible. El sofista, aunque insertó la preocupación por el saber práctico, se estima por quien se sirve de falsos razonamientos para persuadir, siendo este desprecio extensivo a la opinión común de los filósofos en tiempos de Isócrates. En vituperio de dicha práctica, Platón y Aristóteles prolongaron la impopularidad de dichos pensadores: “cobran dinero y no hacen nada de lo que dicen, incurren en reclamaciones pues no cumplen lo que prometieron” (Aristóteles, trad., 1970, 1164a 30).

De hecho, el público de los sofistas era la juventud con posibilidad de financiar los estipendios exigidos, y estos asistían con los sofistas para atender a las respuestas que motivaban las penurias del tiempo, aunque estas pugnaban con los valores y la educación tradicionales. De ahí que los sofistas devengaran serios distanciamientos con prosélitos de la tradición, los cuales veían en ellos sujetos corruptores de las creencias y normas establecidas. Empero, es de comprender que las experiencias sociales, políticas y culturales griegas llevaron a un convencimiento de que la ley no tiene carácter fijo, ni mucho menos común, para todos los ciudadanos, si bien toda ley se trataba del resultado de un concierto cambiable acorde a los intereses sociales. Al respecto de otras materias en discusiones sofisticas, desacreditadas por Platón, Cassin (2008) ofrece algunas indicaciones:

De los diálogos de Platón se deprende la figura sofistica, desacreditada en todos los planos. En el plano ontológico el sofista no se ocupa del ser, en cambio se refugia en el no ser y en el accidente. En el plano lógico no busca la verdad y el rigor dialectico sino la opinión, persuasión y victoria en la oratoria. En el plano de lo ético, lo pedagógico y político no tiene en vista la sabiduría y la virtud ni para el individuo ni la ciudad, sino el poder personal y el dinero, e incluso en lo literario porque tiene ampulosidades de un vacío enciclopédico. (pp.14-15)

Ahora, en cuanto a la visión sofista de la justicia y las normas (δικαιοσύνη καὶ νόμοι), estas significaron una praxis utilitarista en tanto que no eran concebidas como un bien en sí, sino que reportaban ventajas en términos de prestigio, estima social y adquisición de recursos materiales. Esta acepción, ideario de un ser humano pasional que busca realizar sus deseos a través de los bienes que otorga el medio social, estuvo acosada por las dificultades en que se vio sometida la ciudadanía a causa de los conflictos bélicos y devastaciones de ciertas ciudades griegas. En efecto, el ambiente social se tornó amenazador y desorientador por la retentiva de un pensamiento clásico de autosuficiencia y vida feliz que al interior de las ciudades griegas se reclamaba, pero que ya no existía como marco de bienestar individual. Tal es el caso del sofista Trasímaco5, quien repara el carácter rentable de las leyes y de lo justo en las polis (πόλεις) para los fuertes:

Entonces, Sócrates, la injusticia generalizada es más fuerte y superior a la justicia [ἰσχυρότερον καὶ ἐλευθεριώτερον καὶ δεσποτικώτερον ἀδικία], y, como decía al principio, es el interés del más fuerte lo que es justo [τὸ μὲν του̂ κρείττονος συμφέρον τὸ δίκαιον τυγχάνει ὄν] mientras lo injusto es lo que beneficia al hombre mismo y es para su beneficio [τὸ δ’ ἄδικον ἑαυτῳ̂ λυσιτελου̂ν τε καὶ συμφέρον]. (Platón, trad., 1988, 344c)

Desde este punto de vista, dicho juicio también era admitido por otros sofistas, como Glaucón, para quien lo justo se dictaba según vox populi: “parte de los bienes penosos que se deben cultivar con miras a obtener salarios y a ganar una buena reputación” (Platón, trad., 1988, 358a). Así, tanto para Platón como para Aristóteles, estas iniciativas se percibían como visiones limitadas y depauperadas del hombre, siendo para ellos una posición de perjuicio, en contra de la participación de un orden superior-universal que persiguiera un equilibrio en las ciudades-estado, fruto del consorcio intelectivo con lo trascendente. De aquí el nombre de relativismo, por cuanto intenta, en detrimento de la justicia, hacer del ser humano capaz de crear normas conforme a su interés particular y a expensas de la integridad de sus conciudadanos.

Aparte del relativismo, otro asunto que se mezcla con la problemática de la comprensión de la justicia y la ley ha sido el del escepticismo. Este movimiento, que yace de una confusión por la variedad de leyes existentes que hacen la gran diferencia entre naciones, es la base misma para que aquellos sofistas sostuvieran una gran variedad de contenidos respecto del tema de la justicia y, por tanto, no existiese una acepción común de la misma. A partir de esto, entonces, se desarrolla el problema de escepticismo respecto de los valores cívicos, acontecimiento que sucedió a la consolidación de Atenas por manos de Pericles en el siglo v a. C., bajo el establecimiento de un régimen democrático; régimen que para Platón en su filosofar no fue un problema que pasó inadvertido, si bien todo su proyecto comporta un fin político que comprende a la ley y a la justicia como criterios, por excelencia, para el alcance de la concordia en todas las comunidades y, por tanto, en las ciudades de Grecia.

De lo dicho, se puede establecer en el Sócrates literario —si bien de este no se tienen escritos pues tan solo se sabe de él por Platón y Jenofonte— una inminente preocupación por el hombre, debido a la inestabilidad evidente de los ciudadanos de la Grecia arcaica. Dicha inestabilidad, se podría decir, se debe a la estéril práctica de la justicia (δικαιοσύνη), dado lo trivial que pudo ser la imposición de esta ante el relativismo sofístico, por cuanto lo justo es aquello que tan solo beneficia a los poderosos, y por el escepticismo sofístico que trata a la justicia y a la ley como conceptos que carecen de regla universal para ser impuesta, dados los variables puntos de vista que existen al respecto. Sócrates, por su parte, como lo presenta Platón, ascendiendo a un plano superior en el que descubre unos principios de unanimidad y de provecho, advierte una solución a la problemática social de las ciudades-estado —polis (πόλεις)— que configuran todo el territorio balcánico.

En consecuencia, esta tendencia tan marcada en la filosofía política de Platón llevó a concebir todas las funcionalidades del Estado en una división tripartita que patrocina el unitarismo, entendido este como el carácter de una ciudad no dividida en partes, sino que es ella misma una unidad. De hecho, esta partición corresponde a ambientes de ocupación común en la Atenas de antaño, a saber, los comerciantes, los guardianes y los gobernantes (ἄρχοντες), cuyo supremo deber era el de mantenerse acoplados en la ciudad con la respectiva función que le correspondía a cada uno. Así, el axioma “τά εαντôν πράττειν”, expresión que se cita en el diálogo de República, y que significa “ejecutar la tarea que le es propia […] en orden a la perfección de la sociedad civil” (Platón, trad., 1988, 433a-434c), remite a considerar que la justicia implica determinadas exigencias conforme a las ocupaciones que se ejercen al interior de la ciudad, además de las relaciones con los otros.

En cuanto al denominativo de virtud (ἀρετή) para la justicia (δικαιοσύνη) —que se estima como excelencia— este deja en evidencia que, si cada clase social realiza su labor de modo ecuánime, se goza de una sociedad que preside las demás; una sociedad que exige de la cooperación entre ciudadanos para resarcir sus menesteres, y en la que todo hombre debe atender a aquel cargo que de manera excelente pueda desempeñar. Yendo más allá, existe para Platón una correspondencia entre las funciones del hombre aplicadas a esos quehaceres cotidianos de las personas —tal como se expuso en la triada ocupacional— y sus funciones internas —que son disposiciones para el desarrollo del alma—. Así, para Platón en su República, dichas disposiciones anímicas son lo “racional, lo irascible y concupiscible” (Trad., 1988, 436b-441a), siendo la parte racional la que dota a cada individuo de virtud, a saber: “la prudencia, la fortaleza y templanza (φρόνησις καὶ ανδρεια καὶ σωφροσύνη)” (Platón, trad., 1988, 441c-442d)6.

Dicho de otra forma, la prudencia, la fortaleza y la templanza determinan la excelencia de magistrados, guardianes y productores, respectivamente. Pero de la correspondencia de planos ocupacionales y virtudes se aduce un cierto modelo de polis (πόλις) con fundamento en el vínculo de justicia individual y justicia cívica, cuyo objeto es el buen funcionamiento de los componentes sociales de cara al bien común. De hecho, que se especifique la integralidad estatal a partir de determinadas operaciones y cuyo fin sea, sobremanera, el progreso de lo social, indica que la justicia (δικαιοσύνη) comporta un rudimento de armonización que liga la inclinación del ser humano para actuar en beneficio de su comunidad y el cuidado de sí mismo por medio de la adquisición de la virtud. De aquí que las virtudes concurran en el constructo social, y que la perfección del Estado radique en la pericia de esas virtudes que se aprestan para que toda aptitud se fije al bien de la ciudad.

Noción del concepto justicia en la Ética a Nicómaco

Aristóteles en su tiempo, al igual que su maestro, Platón, tampoco prescindió de reflexión política. Años previos a la aparición de Aristóteles, Heráclito, nativo de la ciudad jónica de Éfeso, declaró que en el empalme entre ciudadanos sine qua non hay un orden en la ciudad, no obstante, son característicos los indicios de una praxis evidentemente contraria: “necesario es seguir lo común pues en ello está la unión. Pero la mayoría vive como si tuviesen una inteligencia individual” (Verneaux, 1982, p. 7). Con esto es notoria una noción política de la cultura griega, en la cual, para efectos de interpretación, en los estados se puede asegurar la estabilidad y beneficio de sus habitantes, siempre y cuando sus leyes y normas propalen el bien común. Nada de esto es ajeno al fundador del Liceo; y es en este sentido que indica el criterio de justicia legal, el cual hace posible una mejor vida, tal cual es finalidad para todos los particulares.

Al presentar su obra Política (Πολιτικα), el pensador de Estagira instala la justicia (δικαιοσύνη) en nexo con la sociedad, e intuye la ciudad en términos de una entidad que tiene por base esta virtud: “la justicia es un valor cívico, pues esta es el orden de la comunidad civil y la virtud de la justicia es el discernimiento de lo justo” (García Valdés, Trad., 1988, 1253a 16). En líneas siguientes, el mismo Aristóteles indica el carácter provechoso de la justicia en tanto es un bien para la actividad política: “el bien político es la justicia, es decir lo conveniente para la comunidad” (Política, 1282b 12), y cuya utilidad debe otear todo sistema político, si bien tal virtud hace equilibrio en términos de distribución de bienes, estimando a la colectividad y no solo a particulares: “[…] todos los regímenes que tienen por objetivo el bien común son rectos según justicia absoluta; en cambio atender simplemente al interés personal de los gobernantes es una hazaña defectuosa” (García Valdés, Trad., 1988, 1279a 12).

Ahora bien, antecede a lo dicho el planteamiento de dos modalidades para poner en práctica la justicia, a saber, la justicia general y la justicia particular. Respecto a la justicia general o legal, la obtención y la custodia de la felicidad de los ciudadanos es su fin, comprendiendo que tal propósito está determinado por el orden social bajo la adecuación y posterior utilización de las leyes imputadas a las conductas humanas. Por tal motivo, lo legal dispone a todos los ciudadanos (πολίται) para realizar o abstenerse de efectuar acciones que ratifican o puedan execrar la práctica de las virtudes, ocasión que detenta bajo el común denominador de todo acto el bien social. Así, la fiel observancia de las leyes tiene un destino, el cual es, según Aristóteles (Trad., 1970), el “vivir según las virtudes y relegar los vicios […] sirviendo para producir una virtud total y estas establecidas para la vida comunitaria” (1130b 25).

Por otra parte, la justicia particular armoniza con la legal en el reconocimiento del bien ajeno, no obstante, según este pensador, existe una subdivisión para esta: “una forma tiene lugar en las distribuciones de honores o riquezas […] y otra es la especie que regula o corrige las maneras de trato” (Trad., 1970, p. 1130b 30). Dicho así, un primer tipo de justicia es la distributiva (τὸ διαμενητιχόν), que preside la parcelación de todo bien entre miembros de una misma comunidad, con base en un criterio de igualdad proporcional conforme a los méritos obtenidos, necesidades tenidas y una dignidad proporcionada por el común; y otro patrón de justicia que otorga el denominativo de correctivo o compensatorio (τὸ διορΘωτιχὸν δἶκαιον), entendido este en el ámbito de relaciones como forma de resarcir posibles daños ocasionados entre individuos.

A expensas de este análisis y la clasificación mencionada del concepto en cuestión, no existe otro orden más apropiado que el que suministra a la comunidad esa justicia (δικαιοσύνη); justicia que no se da si se veta la convivencia social desde unas mismas normas jurídicas y morales para la existencia y buen funcionamiento de la polis (πόλις). Afín a esto, el de Estagira ya advertía que el discernimiento de lo justo es un valor cívico por cuanto arbitra el orden de la comunidad civil, situación que, a la postre, lleva al bien común deseado. Para ello, es de estimar que justas son las clases de disposiciones y actitudes del hombre que tienden a conservar a la sociedad; es decir, a la perfección ética de los miembros de la comunidad que conduce a estados de concordia entre tales pese a sus distintos intereses, ostentando la participación en los bienes de la ciudad.

Acto seguido, una relación de justicia y ley aprueba como propiedades la alteridad, la reciprocidad y la obligatoriedad, teniendo en cuenta que dichos caracteres obedecen al estatuto que regula el intercambio de los bienes y la correspondiente participación en las dinámicas sociales de acuerdos. Sucede, entonces, que la pluralidad atañe al dinamismo del sujeto en busca del bien ajeno y del propio, caso tal por el que Aristóteles afirma que “lo justo e injusto requiere muchas personas” (Trad., 1970, 1138a 20). Luego, la reciprocidad (ἐπιείχεια)7que se hace con el intercambio de los beneficios toma por objeto de justicia la retribución para quien ha dado de su propio bien: “corresponder con servicios al que nos favorece y tomar la iniciativa por favorecerle (ἀνθυπηρετῆαι γἀρ δεῖ τᾡ χαρισαμένῳ καὶ πάλιν αὐτόν ἄρξαι χαρισόμενον) (Trad., 1970, 1133a 5).

En cuanto al atributo de obligatoriedad, este concierne al hecho de asentir el derecho de otros a recibir lo que es objeto de justicia con la debida disposición y estricto seguimiento de la igualdad. Hasta aquí, si es deseo cotejar posturas respecto de la justicia entre Platón y Aristóteles, las diferencias en cuanto a la forma de entender la composición del Estado son notables a simple vista, tesitura que la autora francesa Barbara Cassin, en su obra El Efecto Sofístico (2008), ayuda a esclarecer en las siguientes palabras: “[…] para Platón la ciudad es una, para Aristóteles es una pluralidad (πλήθος)8. Toda la crítica aristotélica a Platón tiene su origen en que Platón confunde lo económico y lo político porque asimila la unidad del individuo […]” (p. 163). Por tanto, existe, una clara noción de la constitución civil a partir de la pluralidad, la cual, en definitiva, asume la práctica de cualidades diversas para el logro del bien común (κοινό καλό).

Ahora bien, Aristóteles continúa con una rigurosa clasificación de justicia, esta vez examinando la constitución de lo que para él es la justicia política (πολιτικὸν δὶκαιον), de modo que el ambiente en el cual se desarrolla dicha acción es naturalmente la polis (πόλις), esta percibida como “comunidad de vida de hombres libres e iguales κοινωνῶν βίου πρὸς τὸ εἶναι αὐτάρκειαν ἐλεθέρον καί ἴσων” (Trad., 1970, 1134a 25). Semejante justicia se precisa con base en una línea divisoria en la que la justicia natural (φυσικόν δὶκαιον) y la justicia convencional o legal (νομικόν δὶκαιον) se aplican en el medio social a favor del orden, siendo la justicia el reconocimiento de privilegios y compromisos universales. De aquí los derechos y deberes que suponen de una naturalidad, ya que no es instaurada por la ley convencional alguna, sino que es una justicia de condición eminente que acoge algunas leyes comunes, elude el acuerdo entre personas y deja entrever una adhesión.

Para efectos de interpretación, la noción de orden político que deviene del concepto de justicia natural alega indubitablemente la armonía esencial. Así, la justicia (δικαιοσύνη) perfila ser una extensión social de alteridad que se ejecuta en el marco de relaciones sociales, mas la ciudad en su estado nato contiene ciertos preceptos (νόμοι) con variedad de entidades que demandan de ser aplicadas rigurosamente para poder hablar de lo justo. En efecto, no es gratuito que Aristóteles sugiera tal principio moral como la virtud más perfecta en relación con los semejantes: “es la virtud más perfecta porque el que la posee puede usar de esta para con otro (καὶ τελεία μάλιςτα ἀρετή ὄτι ὁ ἔχων αὐτὴν καὶ πρὸς ἕτερον δύναται τῇ ἀρετῇ κρετῇ χρῆσθαι)” (Aristóteles, trad., 1970, 1129d 30). A partir de esto, Guthrie (1993) declara la relación entre justicia, ley y virtud:

[…] la justicia abarca la virtud en su totalidad porque se la equipara con la obediencia a la ley y esta “nos manda a vivir conforme con todas las virtudes y abstenernos de la maldad” (Ética a Nicómaco, 1130a, 23-24). Esto se explica como cultivo de lo que en una sociedad lleva a la felicidad general y buenas relaciones entre individuos. En el sentido universal de imperativo legal, la justicia coincide con la virtud, pero no son lo mismo: la virtud es un estado de carácter, y la justicia es ese estado manifiesto en nuestras relaciones con otros. (p. 362)

En suma, lo que define a la justicia desde Aristóteles es la intención de favorecer a los demás con lo que es debido, cediendo a estos lo que les es propio por naturaleza o a causa de la ley. Esta noción en tanto justicia como suum cuique tribuere (dar a cada uno), que, de hecho, quedó impresa en el pensar de Occidente, no solo incumbe a lo jurídico, sino que también impele a un cuestionamiento moral que implica de una seria decisión y posterior ejecución por parte de todos los miembros de las comunidades si es querer suyo el orden; deliberación y ejecución de acciones cuya intención no es más que la adquisición del bien común. Dicho así, el κοινό καλό (bien común, o, incluso, bienestar social) pasa a ser uno de los rudimentos esenciales que en toda teoría política se replica, mas desde Aristóteles de Estagira esta idea queda fundamentada en el buen vivir, siendo tal asunto un factor determinante para la sociedad que compete a la colectividad.

Apreciación final: nexo ético-político de la justicia

El tema de la justicia ha gozado en todo momento de importancia en asuntos políticos de las naciones a lo largo de la historia de la humanidad, principio aquel que se inscribe en la conquista de lo provechoso y la privación de lo pernicioso para el hombre particular y las sociedades. Aunque variadas son las formas de situarse en lo que es “buen vivir”, y pese a las distintas valoraciones que puedan acaecer en acciones contrarias al bien deseado, se admiten aquellas que por medio de las virtudes incurren en hechos positivos para las sociedades; hechos a los cuales tienden todas las intenciones y acciones humanas que se concentran en la búsqueda de la felicidad individual y social. Entiéndase, por ello, que el vivir bien y el obrar bien se equiparan con la eudaimonia (εὐδαιμονία), ápice deseado que requiere la puesta en acción de las facultades morales que comprenden el buen trato entre individuos para consumarse, luego, en el bienestar social.

A propósito de la excelencia (ἀρετή), esta significa, según la comprensión dada en la antigüedad griega, no solo la perfección moral de las personas, sino también la excelencia de toda acción y técnica. No obstante, esta que es contraída y, por lo mismo, que difiere de lo congénito —como lo son las pasiones y los instintos—, se patentiza en las actuaciones humanas a raíz de un propósito de realización en el medio en que la persona se despliega. Por tanto, la virtud queda sujeta a la recta deliberación del acto, en tanto se obra conscientemente, y cuyas implicaciones no están referidas solamente al saber, pues estas necesariamente se destinan a la praxis cotidiana. De este modo, para Aristóteles, al advertir que si “el fin no es conocimiento sino las acciones (ἐπειδὴ τὸ τέλος ἐστὶν οὐ γνῶσις ἀλλὰ πρᾶξις)” (Trad., 1970, 1095a 5), entonces, las virtudes (αρεται) se adquieren, sin más, por medio de la costumbre, el ejercicio y el hábito de las mismas.

A consideración del pensador griego en cuestión, la justicia, como cualquier otra de las virtudes, demanda de previo ejercicio para convertirse en un hábito: “adquirimos toda virtud mediante ejercicio previo […] Así practicando la justicia somos justos (οὔτω δὴ καὶ τὰ μὲν δίκαια πράτοτες δίκαιοι γινόμεθα)” (Aristóteles, trad., 1970, 1103a-1103b), de modo que los procedimientos e instituciones adheridos a la pretensión de profesar y hacer efectivo lo justo en la comunidad dadas las vastas relaciones existentes en la sociedad, requieren de una asidua disposición para atender al bien ajeno. Entonces, se percibe que justipreciar el beneficio que corresponde a cada persona —lo cual es virtud por el beneficio que se le otorga— es proyectar el bien común que envuelve la correcta distribución de bienes, como también la exigencia de realizar otras virtudes, tal cual dice McIntyre (2001):

Lo que constituye el bien del hombre es la vida humana completa vivida al óptimo, y el ejercicio de las virtudes es parte necesaria y central de la vida, no un ejercicio preparatorio para dársela. No se puede caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin haber hecho referencia a todas las virtudes. Y dentro del sistema aristotélico, la sugerencia, además de que podrían existir algunos medios de lograr el fin sin el ejercicio de las virtudes, carece de sentido. (p. 227)

Ahora bien, lo que en bienestar se espera según ha sido abarcado por el filósofo de Estagira al definir la eudaimonia (εὐδαιμονία) como un bien, y cuyo estado elegimos por sí mismo y no por otra cosa, su sentido se debe a la deliberación de los rectos medios que conducen a dicho fin. Para intuir tal premisa, es imperativo retornar al concepto de la ética (ἠθικός), que cede a la variabilidad de significados que proceden del vocablo “ἠθος”, trátese de hábito, costumbres, moralidad o temperamento, significados que en su conjunto acoge Aristóteles por cuanto son elemento identitario de la ética, si bien esta estudia las acciones de los seres humanos; acciones adjudicadas como medios concretos para la consecución de una vida feliz (Trad., 1970, 1103a). De hecho, tales medios —las acciones— llegan a ser provechosos si estos son permeados por las virtudes, entre las cuales se encuentra consignada la justicia.

Se sigue de ello que el objeto de la política se corresponde con el objeto de la ética, pues, para Aristóteles, lo que buscan es construir el bien del hombre. Es más, el bien de la ciudad y el bien del individuo coinciden entre sí, dado que el ideal de plenitud deseado por la comunidad es el monto de felicidad para cada uno de los miembros de la sociedad. Pero la excelencia social, que se encuentra con la justicia, también se encuentra en otras virtudes, pues estas consisten en medios necesarios para la felicidad del conjunto.

Hasta aquí es evidente el status relacional entre ética y política, pues su objeto común es el bienestar o el goce de los ciudadanos, mediado por la práctica de la justicia; práctica de tal virtud que indica cómo la sociedad debe comportarse si es de su interés la persecución y concreción del bienestar individual y social.

Además, aunque el Estado goce de autosuficiencia, tal como lo pensó Aristóteles al respecto de la génesis de la ciudad, si bien “la comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad pues tiene nivel de autarquía que nació a causa de necesidades de vida y subsiste para el vivir bien” (Política, I, 2, p. 8) y, por lo mismo, otorga al ser humano la posibilidad de desarrollo integral, dado que “el hombre es por su naturaleza un animal político y la utilidad común le une a otros en la medida en que impulsa a participar del bienestar” (Política, III, 6, 3-4) no obstante, requiere de un escenario de leyes que organicen la cohabitación de los individuos. Dicho en otras palabras, es necesario consolidar un orden en toda la ciudad que permita la realización de los ciudadanos (πολίτης); para lo cual la virtud de la justicia —entendiéndose con la ley— apunta hacia el orden de la polis (πόλις) por medio del pacto de los derechos y deberes.

En suma, a lo largo del presente texto se ha expuesto, a grandes rasgos, la definición del concepto de justicia desde los planteamientos aristotélicos, así como sus implicancias ético-políticas. Semejantes razonamientos revelan el valor preponderante de la justicia en procura del bien común al interior de los Estados, puesto que, por una parte, entroniza la defensa de un régimen que ostenta, a largo plazo, un arreglo justo con fines de desarrollo individual y social para los miembros de la comunidad; y, por otra, al conceptuar en capítulos anteriores el estilo de gobierno en la ciudad de Atenas y las formas de proceder de mandatarios, hace de la justicia un elemento clave para la instauración del orden social. Con todo lo dicho acerca de la teoría ética y política de Aristóteles —entendida como un totus essentialis—, esta misma se convierte en un noble prontuario para el ejercicio político en la actualidad.

Referencias

Aristóteles. (1970). Ética a Nicómaco (Edición de J. Marías y M. Araújo). Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Cassin, B. (2008). El Efecto Sofístico (Trad.: H. Pons, 1.ª ed.). Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.

Demóstenes. (1980). Discursos Políticos I (Introducción, traducción y notas de A. López Eire). Madrid: Editorial Gredos.

Diógenes Laercio. (2007). Vida y Opiniones de los Filósofos Ilustres (Edición de C. García Gual). Madrid: Alianza Editorial.

García Valdéz, M. (1988). Tratado de la Política de Aristóteles (1.ª ed.). Madrid: Editorial Clásica Gredos.

Guthrie, W. (1993). Historia de la Filosofía Griega. Introducción a la Filosofía Aristotélica (1.ª ed.). Madrid: Editorial Gredos.

Jenofonte. (1994). Helénicas (Traducción y notas de O. Guntiñas). Madrid: Editorial Clásica Gredos.

MacIntyre, A. (2001). Tras la Virtud (Trad.: A. Valcárcel y Bernaldo, 1.ª ed.). Barcelona: Editorial Crítica.

Plutarco. (2007). Vidas Paralelas VI (Edición de J. Bergua, S. Bueno y J. M. Guzmán). Madrid: Editorial Gredos.

Platón. (1988). Diálogos IV. República (Introducción y traducción por C. Eggers Lan). Madrid: Editorial Gredos.

Tucídides. (1990). Historia de la Guerra del Peloponeso. Libros I-II. (Trad.: J. J. Torres). Madrid: Editorial Gredos.

Verneaux, R. (1982). Textos de los Grandes Filósofos de la Antigüedad (1.ª ed.). Barcelona: Editorial Herder.

Zavadivker, N. (2003). Trasímaco y el Derecho del Fuerte. En La Acción y los Valores (pp. 180-187). Buenos Aires: Asociación Argentina de Investigaciones Éticas.

Notas

1 El nominativo estagirita designa a la persona de Aristóteles, quien fue nativo de la antigua ciudad macedónica de Estagira (Στάγειρα), ubicada al nororiente de la península Calcídica en la periferia de la Macedonia central. Según el historiador griego Maestrio Plutarco (Trad., 2007), esta población estuvo bajo el dominio de Filipo II de Macedonia, primero desbastada y posteriormente reconstruida, según lo deja entrever en su obra Vidas paralelas (Βίοι Παράλληλοι), reconstrucción que emerge como gesto de agradecimiento hacia Aristóteles por su contribución con la formación del futuro rey de Macedonia: Alejandro Magno (VI, 7, p. 2-3).
2 El consejo de los Cuatrocientos (Oἱ Tετρακόσιοι) fue creado como institución oligárquica ateniense tras la guerra de Decelia hacia el 411 a. C., tras la última batalla de la guerra del Peloponeso, en la que se ratificó el poderío de Esparta. Con la reforma del antiguo sistema político oligárquico de Atenas por manos de Solón, este ente gubernamental fue conocido como Βουλή (Consejo). Después, el estadista Clístenes, según se dice en la Constitución de los Atenienses—obra atribuida a Aristóteles — amplía el número de los miembros de dicho consejo con quinientos, a quienes se les denominará Oἱ Πεντακόσιοι (XXI, 2). Estos estaban destinados a dirigir la guerra y la defensa de la democracia, aunque, con la oleada de intenciones oligárquicas, existieron ad intra de esta institución una serie de disensiones, como dice Tucídides en Historia de la Guerra del Peloponeso (Trad., 1990), entre demócratas y oligarcas (VIII, 97).
3 Los demos áticos o atenienses fueron instaurados por reformas legislativas del alcmeónida Clístenes, muy posteriores al gobierno del ateniense Solón. Dicho término aduce a la demarcación administrativa en la que se fraccionaba el continente de la antigua Grecia. Aristóteles, en la obra Constitución de Atenas (Ἀθηναίων Πολιτεία), que a él se le atribuye, alude a la creación de 100 divisiones administrativas (XXI, 4). Dicha obra refleja la realidad política y describe el sistema organizacional ateniense.
4 Dicha alianza de ciudades-estado griegas que inicialmente hizo seguimiento a las tropas de Filipo II y a sus actividades expansivas terminó por convertirse en la Liga de Corinto tras la derrota de la ciudad de Atenas con los macedonios en Queronea. Esta liga quedó ubicada en el pueblo (δeμος) ático de Beocia, y fue dirigida por Filipo II de Macedonia, cuyo objeto no era más que el neutralizar las todavía ingentes intensiones de dominio de los persas sobre Grecia.
5 En cuanto a la postura del sofista calcidio Trasímaco, que en el diálogo de República defiende una justicia aprovechada por el más fuerte, hecho por el que menoscaba dicha virtud en las ciudades-estado de Grecia, el filósofo argentino Nicolás Zavadivker (2003) ofrece una interpretación metaética de tal noción al sostener que no se trata de un beneficio para el fuerte —y tal cosa es justa—, sino que lo que se considera justo es lo que la autoridad instituida declara como justo. Dicha exégesis se compila en el capítulo Trasímaco y el Derecho del más Fuerte, del libro La Acción y los Valores de la Asociación Argentina de Investigaciones Éticas-Regional Tucumán.
6 En el lenguaje griego φρόνησις (prudencia), ανδρεια (fortaleza) y σωφροσύνη (templanza), junto con la δικαιοσύνη (justicia), forman juntas las denominadas virtudes cardinales, designación de la teología cristiana para los hábitos que disponen el actuar humano, con los cuales se escogen los medios adecuados para la consecución de la vida feliz. Estas virtudes fueron ampliamente tratadas por pensadores romanos como Cicerón (De Ofiiciis, Librum I, 11-17; Librum III, 35-120) y Marco Aurelio (Meditaciones, Librum III, 6; Librum V, 12); y, posteriormente, expresas por pensadores medievales con base en la pericopa bíblica veterotestamentaria del libro de Sabiduría (8,7), que reza: “si alguien ama la sabiduría, las virtudes son su especialidad pues ella enseña templanza, prudencia, justicia y fortaleza; para los hombres nada más de provecho”. En particular, Agustín de Hipona —en su obra Las Costumbres de la Iglesia (De Moribus Ecclesiæ, I, 25,46)—y Tomás de Aquino —en su Summa Theologiæ, que trata sobre la moralis virtutibus—, entre otros escritores, hablan con precisión de las virtudes cardinales. Respecto de la versión griega de la cita, se usó la versión de la Septuaginta, del teólogo Alfred Rahlfs (2006), para comparar los usos terminológicos de las virtudes de la tradición griega con el canon bíblico.
7 Dada la ambigüedad con el concepto justicia a consecuencia de la amplitud de definiciones, se tiene que reciprocidad (ἐπιείχεια) también denota una dupla de aclaraciones: una puesta al servicio de quien ha ofrecido de su propio bien para auxiliar a quien urgía de asistencia, y, según lo presenta el filólogo Guthrie (1993), citando el texto Retórica de Aristóteles, presupone también el reconocer al objeto de justicia determinado por sí mismo en tanto está exento de limitar los actos de beneficio por categorías de nobleza o vileza en las acciones (p. 388).
8 La pluralidad subyace de la crítica aristotélica a la concepción platónica de ciudad como unidad orgánica, como adaptación individual al común aplicado al caso de “no se funda el Estado con la mirada en que una sola clase sea feliz, sino en que lo fuera toda la sociedad” (Platón, trad., 1988, 420b) y, en este sentido, se admite la virtud individual como vía para la adquisición del desarrollo en la polis (πόλις). Por otra parte, Aristóteles da cabida, en su obra Política, a la pluralidad de virtudes que trabajan juntas (ὁμόνοια) en un solo objetivo, que es el bien social: “el que la masa debe ser soberana más que los mejores, puede parecer una solución […] Por eso las masas juzgan mejor […]” (Política, 1281b). Tales factores son para Cassin (2008) el prototipo de “un todo platónico que no sabe o no quiere tratar la libre competencia de las singularidades que constituyen la ciudad” (p. 163).
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