Servicios
Descargas
Buscar
Idiomas
P. Completa
Memorias entre la niebla*
Diego Mauricio Rodríguez Arévalo
Diego Mauricio Rodríguez Arévalo
Memorias entre la niebla*
Memories Amidst the Fog
Memórias na névoa
Análisis. Revista Colombiana de Humanidades, vol. 56, núm. 104, 10, 2024
Universidad Santo Tomás
resúmenes
secciones
referencias
imágenes

Resumen: La zona rural de Ciudad Bolívar es un territorio que se ha desarrollado en la periferia de la ciudad. Lejos de compartir los mismos valores culturales de los cuales es depositaria la ciudad de Bogotá, sus dinámicas sociales están más relacionadas con las tradiciones y costumbres campesinas. En un primer momento, el presente artículo explora las diferentes articulaciones que se establecen entre dos territorios fundados en un mismo espacio, pero que, a su vez, responden a distintas formas de construir su propia identidad y cultura. En un segundo momento, se plantea una metodología que explora las condiciones de olvido y cómo estas han dado lugar a diversas formas de representación de la memoria. A manera de conclusión, se establece una propuesta a partir de la cual las distintas formas de memoria encontradas en dicho territorio generan un instrumento de representación derivado de las distintas especificidades que configuran esta comunidad. En tal caso, en el presente artículo se describe una ruta a partir de la cual se busca restituir el valor a una forma de memoria que ha soportado las distintas arremetidas del olvido.

Palabras clave: Memoria colectiva, monumento, ciencias sociales.

Abstract: The rural area of Ciudad Bolivar is a territory that has developed on the outskirts of the city. Far from sharing the same cultural values as the city of Bogotá, its social dynamics are more closely related to peasant traditions and customs.

Initially, this article explores the different connections established between two territories founded in the same space but, at the same time, responding to different ways of constructing their own identity and culture. In a second phase, a methodology is proposed to explore the conditions of oblivion and how these have given rise to different forms of memory representation. In conclusion, a proposal is presented whereby the various forms of memory found in this territory generate an instrument of representation derived from the different specificities that shape this community. In this case, the article describes a path which attempts to restore the value to a form of memory that has endured the various onslaughts of oblivion.

Keywords: Collective memory, monument, social sciences.

Resumo: A área rural de Ciudad Bolívar é um território que se desenvolveu na periferia da cidade. Longe de compartilhar os mesmos valores culturais que a cidade de Bogotá, sua dinâmica social está mais intimamente relacionada às tradições e aos costumes camponeses. Em primeiro lugar, este artigo explora as diferentes articulações que se estabelecem entre dois territórios fundados no mesmo espaço, mas que, por sua vez, respondem a diferentes formas de construir sua própria identidade e cultura. Em segundo lugar, propõe uma metodologia que explora as condições de esquecimento e como elas deram origem a diferentes formas de representação da memória. Como conclusão, é estabelecida uma proposta com base na qual as diferentes formas de memória encontradas nesse território geram um instrumento de representação derivado das diferentes especificidades que compõem essa comunidade. Nesse caso, neste artigo, é descrita uma rota que busca restaurar o valor de uma forma de memória que resistiu às várias investidas do esquecimento.

Palavras-chave: Memória coletiva, monumento, ciências sociais.

Carátula del artículo

Artículos de investigación

Memorias entre la niebla*

Memories Amidst the Fog

Memórias na névoa

Diego Mauricio Rodríguez Arévalo*
Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Colombia
Análisis. Revista Colombiana de Humanidades, vol. 56, núm. 104, 10, 2024
Universidad Santo Tomás

Recepção: 07 Julho 2023

Aprovação: 24 Agosto 2023

Introducción: el trabajo del olvido

En dirección hacia el suroccidente, muy cerca de las primeras ondulaciones que en el terreno indican el final de la extensa sábana de Bogotá, había un inmenso bosque de eucaliptos hasta donde llegaban los campesinos en busca de leña para sus fogones. Los grupos de hombres que se habían asentado en las estribaciones del páramo del Sumapaz recorrían a lomo de mula una serie de caminos que atravesaban las montañas por entre abismos, roquedales, valles y ondulaciones pantanosas. La ruta más conocida, aquella que pasaba por la guarapería La Gran Bretaña, salía desde la vereda de Pasquilla, subía y bajaba las colinas del camino del baúl, atravesaba Mochuelo Alto y después cogía el recodo que conducía al alto de Quiba. Desde ese punto, el camino comenzaba a bajar, recorría el perímetro de las primeras canteras, pasando por El Guabal, La Mina, San Mateo, hasta llegar a La Despensa, donde aquellos de hombres, si tenían suerte, podían ver pasar el tren que se dirigía al hotel señorial del salto del Tequendama. Ahora el camino se convertía en una extensa planicie que debía ser recorrida siguiendo estrictamente un sendero rodeado de pantanos. Y allí, a lo lejos, se veían las primeras siluetas oscuras de los árboles.

De regreso, con las mulas cargadas de haces de leña, el camino se llenaba de oscuridad. Todos cansados, extenuados del viaje, sin otra luz posible que la débil luz de la luna, aquellos hombres debían pernoctar en La Gran Bretaña. El guarapo iba y venía sobre las mesas, todos los campesinos sorbían del mismo totumo y mientras tanto, como si se tratara del mismo guarapo, las historias iban y venían, y parecían avivarse aún más conforme la bebida fermentada no dejara de acompañarlos. Así lo recuerda don José Eladio Chivatá, natural de la vereda de Pasquilla y uno de los últimos campesinos de la vereda que continuaba practicando la agricultura por medio del uso de bueyes y abonos vegetales:

Y se quedaban tomando chicha en las chicherías […] y ellos jarte [tome], y lo mandaban a uno… y bueno siga arriendo las bestias… y entren a tal parte y luego jarten… porque ya era Carioca, allí Vergel y todo era una jartadera de chicha […] las casitas donde se hacía chicha. Aquí, eso donde Adelfo, donde ahorita tiene la lechería eso era… ahí llamaban que… se me olvidó… El Vergel. Había Santa Rosa, ahí donde le digo, aquí en Meissen, aquí ya llegando a Mochuelo, La Carioca, La Gran Bretaña. Yo me acuerdo que aquí en el alto como que también la llamaban Bélgica, ya llegaban a la última que era en Vergel, ahí era la última parada para llegar a… pero los últimos que subían pal’ lado de Pasquillita era ahí en el lado de Santander, Santander era otra buena chichería.

A la sombra de estos hombres, estaban sus hijos. Don Eladio Chivatá era uno de aquellos niños que acompañaba a sus mayores en este viaje: “a nosotros nos llevaban para arriar y para alcanzar los aparejos y así…”. Era su obligación conocer el camino, las marcas que debían seguir, qué dirección tomar en cada una de las bifurcaciones, saber arrear las mulas cada vez que estas no quisieran continuar. Mientras sus padres se emborrachaban a punta de guarapo, estos niños debían velar gran parte de la noche cuidando las mulas. Todo esto hacía parte de su propio aprendizaje y a la vez era una garantía de que la tradición no moriría. Este grupo de campesinos aseguraba su sobrevivencia y permanencia cultural por medio del legado de prácticas cotidianas como la búsqueda de leña, de bono vegetal, del trazado de caminos y el aprendizaje desde muy temprana edad del oficio de la arriería. Dichos mecanismos, enfocados en la construcción de la memoria, eran una serie de prácticas que comunidades rurales, insertas en la ciudad de Bogotá, lograron conservar en la medida en que sus prácticas cotidianas no fueron alteradas por las distintas formas de progreso y producción que imponía la ciudad.

Estas dinámicas tienen lugar en un territorio que, tal y como se aprecia en la figura 1, al hacer parte de la división política y administrativa de Bogotá, supone una lógica cultural y social que se inscribe dentro de las formas vida de una gran urbe. Sin embargo, el caso de la Vereda de Pasquilla, y en general el de cada una de las veredas que conforman la zona rural de Ciudad Bolívar, describe una serie de esquemas y características singulares que no se reconocen plenamente como prácticas que configuren la vida dentro de una gran ciudad. A su modo, estas poblaciones campesinas enmarcadas dentro del territorio de la ciudad de Bogotá, han elaborado su propia memoria por medio de la conservación de prácticas cotidianas que hacen parte de una tradición fundada en la vida y cultura campesina.


Figura 1
Georreferencia satelital de la vereda Pasquilla, Ciudad Bolívar, Bogotá
Fuente:https://api.mapbox.com/styles/v1/mapbox/satellite-v9/static/- 74.155975,4.444622,13,0/718x320?access_token=pk.eyJ1IjoiY3licml3c2t5IiwiYSI6ImNsNnkxaGQ xYjAweWozaW5xaXRpdjZzZGwifQ.IKEXnPBzxaudRLZmwM-v2w

Así como lo menciona Halbwachs, quien establece los marcos sociales como referentes culturales que determinan los procesos de recuerdo y olvido (Halbwachs, 2004), en la vereda de Pasquilla sus habitantes han logrado mantener una serie de prácticas que incentivan la memoria por medio de la jerarquización de una serie de marcos sociales pertenecientes a un tiempo desaparecido, dando menor importancia a valores y esquemas culturales que definen la sociedad actual. Dicha maniobra que tiene lugar entre la franja que divide el recuerdo y el olvido (una especie de membrana cada vez más imperceptible), implica un momento en que se debe olvidar para recordar. Para Halbwachs, el intentar recordar una lectura que se leyó en la niñez puede resultar infructuoso si el adulto, cuando pretende volver a este episodio del pasado, no logra activar, junto con el recuerdo, aquellos esquemas sociales en los que se enmarcaba dicha experiencia:

Como dice Anatole France en el prefacio de su Vie de Jeanne d’Arc: “para sentir el espíritu de un tiempo que ya no está, para hacerse contemporáneo de los hombres de otro tiempo… la dificultad no reside tanto en lo que hay que saber como en lo que no se necesita ya más saber. ¡Si verdaderamente queremos vivir en el siglo XV, cuántas cosas debemos olvidar: ciencias, métodos, todas las adquisiciones que nos convierten en modernos!”. (Halbwachs, 2004, p. 109)

La comunidad de la vereda de Pasquilla ha logrado mantener su memoria, en la medida en que los usos y costumbres que hacen parte de la vida campesina han prevalecido sobre los valores y esquemas sociales que modelan la vida de una comunidad que habita la ciudad (Riaño, 2006). Pero no solo esta forma de olvido ha ayudado a que esta memoria permanezca. Inserta en el mapa político y administrativo de la ciudad, la vereda de Pasquilla, a lo largo del siglo XX, se ha visto excluida de la mayoría de políticas o iniciativas públicas promovidas por el estado. Esto se logra evidenciar desde distintos aspectos: las carreteras de acceso a la vereda solo hasta el último cuarto del siglo XX comenzaron a ser transitadas por camiones y buses que ayudarían a que la comunidad pudiera entablar una relación comercial con el resto de la ciudad; el único establecimiento educativo de la vereda solo ofrecía la posibilidad de cursar la primaria, de tal forma que, si un miembro de la comunidad quería continuar con sus estudios a nivel secundario o profesional, debía acudir a la modalidad de bachillerato por radio, o abandonar la vereda; así mismo, el servicio de salud era inexistente, de tal forma que los habitantes de la vereda debían acudir a prácticas tradicionales como la medicina natural y, en el caso de un parto, a la ayuda de una partera. En cuanto a los servicios públicos, durante gran parte del siglo XX los habitantes de la vereda debieron tomar el agua de las quebradas y nacederos, alumbrarse con espermas y cocinar en el fogón de las tres piedras.

Por ello, resulta importante ubicar dentro del espacio geográfico de la ciudad de Bogotá esta comunidad campesina. El territorio de Pasquilla, tal y como se muestra en la figura 2, se alimenta de manera notable de la cultura de los hombres y mujeres que desde tiempos inmemoriales habitan las regiones más frías del centro de Colombia. Una buena parte de sus habitantes provienen de pueblos y veredas aún más frías, teniendo como referente principal las estribaciones del páramo del Sumapaz. La vereda de Pasquilla, al estar ubicada en una de las reservas de agua más importantes del país, logra suplir una de las necesidades vitales para que la sobrevivencia de dicha población se haya podido garantizar durante tantos años de abandono estatal. La presencia de cuerpos de agua que abastecen a la población de manera ininterrumpida ha permitido el desarrollo de actividades cotidianas, así como también la práctica de la agricultura y el mantenimiento de animales para la producción lechera, porcina y avícola.


Figura 2
Mapa de la zona rural de Ciudad Bolívar elaborado por Luz Carolina García
Fuente: Diego Rodríguez, 2020.

Hacia el oriente, una encrucijada de caminos abiertos desde inicios del siglo XX, los cuales permitían el paso de las mulas cargadas de los productos agrícolas que producían el territorio (trigo, papa, habas y arveja), unían la vereda con el centro urbano más cercano en aquella época: el pueblo de Usme. Esta ruta, la más antigua y la única por donde se podía conectar Pasquilla con el centro de la ciudad, contaba con una estación de tren (La Requilina) y rutas de buses que transportaban a los pobladores de la vereda a la iglesia del Voto Nacional y Plaza España, en donde podían aprovisionarse de cada uno de los elementos y servicios con los que no se contaba en la vereda de Pasquilla: velas de sebo, miel, calzado, ropa, servicios de peluquería y telecomunicaciones, entre otros.

Conforme avanzaba la fundación y poblamiento de los primeros barrios en la zona occidental de la localidad de Ciudad Bolívar (El Lucero, Meissen, El Paraíso, El Mochuelo y San Joaquín), producto de distintas circunstancias, pero en gran parte atraídos por la creciente industria de la elaboración de ladrillos, constituida por pequeñas fabricas que requerían mano de obra económica y sin ninguna calificación, comenzó a surgir una nueva ruta que conectaría a la vereda con el centro de Bogotá: el camino del Mochuelo. Si bien este camino ya existía, pues era la ruta que conectaba a Pasquilla con la vereda de Quiba, y aún más lejos con el municipio de Soacha y Sibaté, el camino del Mochuelo se establece como una ruta principal entre Pasquilla y el centro de la ciudad, en la medida en que este camino se convirtió en la primera ruta a través de la cual podían transitar vehículos grandes, por medio de los cuales se transportaban los insumos y los productos elaborados en los chircales.

Esta comunicación incipiente, a través de la cual la vereda se conectaba con el centro de la ciudad, acrecentaba las condiciones de olvido, pero a su vez permitía la conservación de la memoria de esta comunidad. Esta encrucijada de caminos, aunque trazaba una serie de rutas para llegar a la ciudad, favorecía aún más la comunicación con Sibaté, Soacha, Bosa y Usme, territorios en donde la cultura campesina tenía mayor importancia. Por intermedio del contacto social con estas poblaciones, los habitantes de la vereda podían persistir en sus costumbres, estableciendo una suerte de red mediante la cual los valores culturales campesinos continuaban vivos. A mediados del siglo XX, los caminos por donde solo podían transitar las mulas comienzan a ser sustituidos por carreteras que facilitaron el tránsito de camiones y buses:

A comienzos del siglo XX, los habitantes de Pasquilla se transportaban a lomo de mula o a pie por el sendero Quebrada Honda, que va desde la quebrada Paso Negro, 600 metros a la derecha del cementerio, hasta el sitio denominado El Arca, en Usme. Sobre esta vía existió el hotel Suesca, un sitio obligado para los arrieros de la época que pasaban por la zona a tomar Chirrinchi.

Posteriormente, cuando se quiso abrir el ferrocarril de oriente (1931), se construyó el camino de Olarte, que sirvió durante mucho tiempo para el intercambio comercial de papa, carne, víveres y abonos. Solo hasta 1953, entró el primer camión a Pasquilla y en 1968 los pasquillanos celebraron con bombos y platillos el arribo del primer bus que transportaba pasajeros a Bogotá por el mismo camino. Esta vía ayudó mucho al desarrollo de Pasquilla, pues antes se tenía que dar la vuelta por la vía a Sumapaz, por ello, el centro poblado más concurrido en esa época era Pasquillita. (Alvarado y Cortés, 2013, p. 4)

Con la carretera del Olarte en condiciones aceptables para ser utilizada por vehículos que permitieran el tránsito de la comunidad y los productos agropecuarios que cultivaban, la vía de comunicación e intercambio con el centro de la ciudad dejó de ser un camino de mulas y permitió que los habitantes de la vereda tuvieran mayor acceso a los bienes y servicios a los que solo se podía acceder por intermedio de la ciudad. Aun cuando las vías de acceso y con ello las condiciones de vida de la mayoría de habitantes de la vereda hayan mejorado, los pasquillanos de aquella época no se vieron seducidos por la tentación de abandonar su territorio y continuar su vida en la ciudad, de tal forma que sus costumbres y hábitos propios del campo fueran reemplazados por los valores impuestos por la ciudad. Don Eduardo, nacido en Algeciras, Huila en 1944, pero radicado en Pasquilla desde 1955, aunque en la ciudad de Bogotá ejerció distintos oficios (conductor, asistente de cocina y vendedor de carbón), decide no abandonar la vereda, pues es en su territorio en donde puede continuar inserto en la vida campesina sobre la cual se construye su identidad:

Porque a mí me ha gustado el campo. El ruido, el bullicio de la ciudad no me llamaba la atención. Porque yo he ido a trabajar a Bogotá. Yo he trabajado, por ejemplo, un señor tenía un bus, me pagaba la enseñanza para que lo trabajara, pero no me gustó, a mí siempre me gustó, me ha gustado andar entre la tierra, y todavía lo hago… trabajar. Yo cultivar no, para cultivar ya no se puede, uno de pobre no puede cultivar, yo sembraba papa, y en seis meses perdí todo el capital que tenía ahí. Había sembrado harto y llegó un baratillo, tocó dejar un poco de papa sin coger, no pagaban nada, no pagaban la recogida, ahorita antes de la pandemia mucha gente perdió la plata total.

El arraigo de esta comunidad determina su propia memoria, y así, paralelamente, determina su propio olvido. Esta tendencia puede verse con mayor fuerza en las personas mayores que, por un lado, guardan los recuerdos que configuran la memoria de la comunidad, pero que a la vez muestran cierto desinterés por el conjunto de valores presentes, y así deciden volcar su pensamiento a un pasado con el que se encuentran más identificados.

Si hay, en el sentido en que H. Bergson lo ha dicho, dos memorias, una hecha sobre todo de hábitos y volcada hacia la acción, otra que implica un cierto desinterés por la vida presente, estaremos tentados de pensar que el viejo, al mismo tiempo que se desvía del aspecto práctico de los objetos y de los seres, y que se siente liberado de las restricciones, que imponen la profesión, la familia, y de una manera general la existencia activa en la sociedad, llega a ser capaz de re-descender hacia su pasado y de revivirlo en imaginación. “Si nuestro pasado”, dice H. Bergson, “permanece para nosotros casi enteramente escondido porque se encuentra inhibida por las necesidades de la acción presente, aquel encontrará la fuerza de franquear el umbral de la conciencia en todos los casos en los cuales nos desinteresaremos de la acción eficaz para reposicionarnos, en cierto modo, en la vida del sueño”. (Halbwachs, 2004, p. 128)

Estas dos memorias que menciona Bergson, una más ligada a los procesos que definen la vida cotidiana y otra que tiene que ver con la rememoración, se entrecruzan en el caso de los habitantes de Pasquilla. Las rutinas diarias, lo que puede enmarcarse dentro del presente, aquello que se convierte en y que define cada una de las prácticas cotidianas, están atravesadas por marcos socioculturales desaparecidos que, por el mismo hecho de no existir, prevalecen aún en forma de imagen en el presente. Es decir, el presente, desprovisto de cualquier forma ritual distinta a la que configuran los hábitos de la vida diaria, es el detonante que le permite a los habitantes de Pasquilla volver al pasado por medio de la imaginación. Desde las caminatas (largos trayectos en su mayoría) que los campesinos de la vereda deben hacer a diario para llegar a los barbechos donde trabajan como jornaleros, “este camino era un camino de herradura, esto no había camino por aquí… por ahí en el año sesenta y pico… había carretera pero por el lado de Olarte […] esta carretera estaba vuelta nada, esta carretera era una trocha”1, hasta las labores diarias, como el pastoreo o la agricultura, puede representar una puerta por medio de la cual, desde las rutinas y costumbres cotidianas, los campesinos de la vereda vuelven a activar su memoria.

A través de las prácticas cotidianas que conectan de manera permanente a los habitantes de Pasquilla con sus recuerdos, la posibilidad de la conservación de la memoria se puede ver manifestada en objetos y espacios que se han logrado conservar. Como puede suceder en otros contextos en los que la presencia latente de la ciudad en medio de una comunidad campesina logra disminuir el acervo cultural de dichos grupos sociales, en la vereda el mismo reconocimiento del olvido al que se ha visto abocado este territorio por parte del estado ha fortalecido los procesos que mantienen su memoria viva. Desprovistos durante mucho tiempo de las vías y medios de comunicación mediante los cuales una relación con la ciudad pudiera darse de manera directa y prolongada, no solo los recuerdos en su imaginación vuelven al presente por vía de imágenes, sino que han quedado lugares, espacios y objetos que se convierten en un testimonio de los primeros tiempos de Pasquilla.

Un ejemplo de lo anterior, tal y como se aprecia en la figura 3, se manifiesta en las casas antiguas que aún sobreviven. De manera paradójica, aunque la vereda se encuentra cerca del perímetro de explotación de las minas a cielo abierto por medio de las cuales los chircales se abastecen de los materiales que utilizan para la fabricación de ladrillos y demás materiales de construcción derivados de la greda, las casas de los más antiguos habitantes de Pasquilla, venidos de una tradición campesina bien arraigada, construyeron sus casas utilizando técnicas arcaicas ya desaparecidas, como la tapia pisada y las paredes hechas a partir de bahareque y barro. Así nos lo cuenta don Eladio Chivatá, quien participó en la construcción de la casa antigua de sus padres:

Mire la guadua que le ponían a esto, esto es guadua, eso por ahí una semana, dos semanas duraban haciendo la casa. Si no más lo que se demorara para moler este barro… para embarrar, juemadre, tocaba traer bueyes. Se hacía un hueco y con un caballo o un buey y se ponía y moliendo… ya a lo que estaba picho [aguado], estaba listo ya para pegarlo allá. Y así quedaba. […] Eso se iba harto barro, y siempre cogía peso como un hijuemadre. Le tocaba a uno… por ejemplo, traía en una carretilla, era puai un costal o un pedazo de costal así, eche barro y uno cogía por manotadas y echaba así… y por dentro la misma vaina, eso va por dentro y por fuera. La cocina estaba empajada en paja, por encima así, esto no le ponían latas sino paja a todo. No se entraba el agua, con ese tiempo que llovía, que llovía a chuzos, y no pasaba. […] Eso bregaba [luchaba] uno como un hijuemadre.

Estas tradiciones que permanecen como huella de un tiempo desaparecido aún se mantienen en la medida en que los habitantes de la vereda han conservado algunos esquemas sociales que no han logrado ser sustituidos por marcos sociales (Halbwachs, 2004) que se enmarcan en la actualidad. Estas formas de memoria que se manifiestan por medio de objetos, costumbres, lugares y la narración oral, y que a la vez son un testimonio del olvido estatal que por mucho tiempo obstaculizó el progreso de la vereda, en términos del acceso de sus habitantes a los servicios e instituciones públicas que garantizaran una serie de derechos fundamentales, han permitido la constitución de una cartografía de la memoria, que de manera permanente se nutre de un continuo proceso de interpelación entre un pasado inveterado y un presente que cada vez se aleja más de la vida campesina, para insertarse dentro de las formas culturales de la ciudad.


Figura 3
Casa antigua construida con bahareque, perteneciente a los padres de don Eladio Chivatá.
Fuente: Diego Rodríguez, 2019.

Que el pasado permanezca, aunque la cultura y el medio social persistan en la sustitución de prácticas tradicionales por procesos mecanizados relacionados directamente con tecnologías y artefactos que determinan las formas de recordar actuales, indica que, aunque el pasado, en donde se ubica o se conserva todo el acervo cultural que constituye la vida campesina de la vereda, cada vez sea más difícil de nombrar por medio de los relatos orales, o la presencia de objetos y lugares supervivientes. Los procesos de recuerdo y olvido que tienen lugar en la vereda de Pasquilla han logrado permanecer, no solo porque afortunadamente un gran número de habitantes pertenecientes a generaciones antiguas continúan con vida, sino porque el sistema de nociones (Halbwachs, 2004) sobre el que se despliega la memoria continúa vivo en las rutinas y diario vivir de los habitantes de Pasquilla. Es decir, si la memoria de esta comunidad se redujera solo a una pieza de museo a través de la cual se puede dar testimonio de un tiempo desaparecido, todo el flujo vital que le permite a esta comunidad construir y mantener su propia memoria se habría detenido.

Sin embargo, la memoria nunca deja de reconstituirse. En el caso de la vereda de Pasquilla, los procesos de recuerdo y olvido se encuentran ligados a una serie de elementos y prácticas derivadas de la rutina y vida cotidiana de sus habitantes. El uso de los recursos naturales como el agua, que recorre la vereda a través de cuerpos de agua como quebradas y nacederos, objetos que eran utilizados para labores que en la actualidad solo se practican de manera aislada y sin ningún propósito económico, prácticas ancestrales como el arado con bueyes (figura 4) y la agricultura orgánica, lugares que se mantienen en pie y que dan testimonio de antiguas formas de habitar un espacio y caminos que señalan rutas ya desaparecidas. En parte, cada una de estas categorías sobreviven en la memoria de los habitantes de la vereda, gracias al olvido. Como ya se ha mencionado, una forma de olvido se constituye mediante la baja presencia del Estado y sus instituciones en la vereda, pero otra forma de olvido parte de una acción consciente e inconsciente por intermedio de la cual los individuos dan prioridad a una serie de esquemas sociales que, aunque se encuentren en proceso de desaparición, conducen y estructuran diferentes prácticas que tienen lugar en la vida cotidiana.

Cuando don Eladio Chivatá decide continuar practicando la agricultura por medio del arado con bueyes, aunque en su totalidad la población campesina de la vereda de Pasquilla haya abandonado esta práctica, siendo sustituida por el tractor, este campesino toma del olvido generalizado una parte del pasado que, de cierta forma, lo ayuda a reconciliarse con el presente, un tiempo que, en distintos aspectos, resulta confuso y ajeno para él. Pero para que esto ocurra debe producirse una especie de desapego hacia los valores, usos y costumbres que rigen el presente:

Todo esto yo araba con bueyes, todo, todo. Cuando tocaba con bueyes la hora era de ocho a cuatro de la tarde, cogía y se enyugaban a las ocho y hasta las cuatro se soltaban. Y suéltelos y llévelos y póngales su enlazada de pasto para que traguen. Ahí sí eran amarrados con lazo. Los soltaba uno y se echaban esos animales.

Como eso era todo el día hijuemadre tiren, y onde era tiesa la tierra… salía uno mamado [cansado]. […] aquí aquella vez yo estaba rompiendo [arando], hasta ahora estaba comenzando a conocer los bueyes, era mi taita el que tenía. Entoes me venía arando por todo este potrero. Y hasta por aquí alcancé. Mi papá había traído unos bueyes del centro, del matadero. Negros pero eran chiquitos. Y me faltaba este pedacito para romper y entonces me dijo: yo me voy para Bogotá, no vaya a coger los bueyes porque había un buey quera como bravo, tiraba duro. Y no vaya a coger los bueyes porque va y lo trompea. Yo no le dije nada, que se fuera, ya como les había puesto pasto, los agarré, los cogí como a las diez de la mañana y acabé esto. Cuando llegó me dijo que si me había dado mañas de enyugarlos. Mansitos, no me hicieron ni mierda. Yo como los manejaba. Tendría casi unos veinte años ya, pero entoes siempre les daba miedo que fueran y lo trompiaran [golpearan con la trompa] a uno, era que a veces uno tría bueyes de Zipaquirá y salían bravos, le tiraban a uno2.

Estos habitantes de la vereda Pasquilla que no han sustituido por completo las costumbres campesinas, como sucede en variados contextos, son los encargados de trasmitir estas tradiciones a las nuevas generaciones. Sin embargo, las nuevas formas de practicar la agricultura han hecho que, en la actualidad, los campesinos de la vereda hayan migrado a maneras menos orgánicas y más tecnificadas en lo que a la agricultura se refiere. Así se ha presentado en la vereda un abandono de oficios ancestrales de los cuales, sin embargo, aún se mantienen los instrumentos y los lugares donde se llevaban a cabo estas prácticas. No obstante, el hecho de que la memoria se pueda presentar como una idea o como una imagen, es decir, que los recuerdos se manifiesten en forma de significado y de aspecto exterior (Halbwachs, 2004), ha permitido que, sobre las distintas formas de olvido, prevalezca un cúmulo de recuerdos que definen a esta comunidad por intermedio de sus valores y costumbres campesinas.


Figura 4
Don José Eladio Chivatá aún conserva todos los instrumentos y herramientas relacionadas con el arado por medio de bueyes.
Fuente: Diego Rodríguez, 2019.

Metodología: un sendero a través de la niebla

El caso de la vereda de Pasquilla trae consigo una reflexión acerca de las formas sobre las cuales se conserva la memoria. Siendo parte de la ciudad de Bogotá, aunque esta situación por mucho tiempo solo se vea reflejada en la división política, no así en la presencia del Estado que garantice los derechos fundamentales de cada uno de los individuos, sí determina el carácter y constitución de los procesos de recuerdo y olvido de esta comunidad. En este sentido, la educación, uno de los derechos básicos al que todo individuo colombiano debe tener acceso, tal y como lo estipula la Constitución de 1991, en Pasquilla solo se manifiesta de manera parcial y a cuenta gotas. Cuando se interroga a los habitantes de la comunidad acerca de la escuela y, en general, sobre la posibilidad de acceder a una institución educativa, mediante la cual los individuos pudieran capacitarse y obtener una certificación académica que calificara y les brindara otras oportunidades, las personas participantes en la investigación reconocen la presencia de una escuela, fundada en una época remota y, por tanto, difícil de fijar en un tiempo cronológico. Sin embargo, el recuerdo de la escuela en los habitantes de Pasquilla comporta una serie de valores que, por medio de la memoria, eran implantados, conformando así una de las bases sobre las cuales se constituye la tradición y los valores nacionalistas.

Hago referencia, en este caso, a discursos, instituciones y emblemas simbólicos que definen nuestra identidad como nación: el Himno Nacional, la bandera, la fe religiosa, entre otros. La escuela, presente en la vereda desde mediados del siglo XX, se establece como la institución a partir de la cual la memoria se convierte en el medio reproductor de valores y costumbres que definen una identidad nacional, construida, en muchas ocasiones, mediante la ignorancia premeditada de los componentes culturales que constituyen a una comunidad:

Ya estuvimos un poquito más grandecitos y fuimos a la escuela, que nos quedaba como…, casi a una hora de camino. Nos íbamos en la mañana, porque teníamos que entrar a la escuela a las ocho de la mañana, salíamos a las once para ir a almorzar y volvíamos a entrar a la una de la tarde, salíamos a las cuatro de la tarde, para volvernos a nuestra casa. En la parte de abajo, donde ahora queda el colegio, ahí era la escuela. Era jornada… ¿cómo se llamaría? Las niñas estábamos aparte, los niños los mantenían aparte, no es como ahora que es mixto, en ese entonces era aparte. Siempre éramos como unos ciento veinte [niños], porque dictaban primero, segundo y tercero porque no había más. Para hacer nuestra primera comunión había personas que nos preparaban y vaya a Usme un grupo para la primera comunión. […] nos ponían a hacer gimnasia, ahí se hacían los eventos patrios, porque en ese entonces se respetaba mucho los signos patrios. En nuestra época, en nuestra escuela, pasar por frente del escudo, de la bandera y de todos los signos patrios, por lo menos los señores, ellos tenían que quitarse el sombrero para pasar por frente de ese escudo. En ese entonces no enseñaban mucha urbanidad, lo que ahora ni siquiera en un colegio enseñan, desafortunadamente. No tengo sino tercero de primaria, pero yo he visto eso3.

Desde la escuela, se tiene contacto con una forma de memoria que no alcanza a solidificarse en el contexto de la vereda, solo hasta finales del siglo XX. Me refiero a la memoria que depende de la tecnología de la escritura. Como puede evidenciarse en diferentes testimonios recogidos entre habitantes de la vereda, la institución de la escuela era el espacio propicio para reproducir costumbres y valores que representan una identidad nacional; sin embargo, en el contexto de la educación formal, las verdaderas marcas culturales que estructuran la identidad campesina de esta comunidad eran ignoradas de manera deliberada. Al borde de instituciones como la escuela o la iglesia, se iba desarrollando una memoria que estaba más relacionada con aspectos de la vida cotidiana que no hacían parte de los rituales que dichas instituciones pretenden mantener en el tiempo. Esta serie de memorias no se sustentan en un monumento o en la escritura. Hacen parte de la vida diaria, de los oficios, espacios y objetos sobre los cuales se apoyan las rutinas que tienen lugar en la vida cotidiana.

Comparativamente, la historia de la vereda de Pasquilla descansa más sobre una base oral que sobre voces y testimonios fijados por medio de la escritura. Esta tendencia resulta decisiva en la medida en que la oralidad se encuentra vinculada con la cultura campesina, en donde prevalecen los saberes que van pasando de generación en generación y que no necesariamente se aprenden por medio de la escuela o una institución distinta a la familia. Por muchos años, las familias campesinas que han poblado el territorio de la zona rural de Ciudad Bolívar han conservado su saberes y costumbres ancestrales mediante los procesos de la oralidad y la práctica de rituales enmarcados en la agricultura y la vida en el campo. En este sentido, no era necesario que los primeros campesinos que habitaron este territorio fueran a la escuela, en tanto que los saberes y habilidades que les eran necesarios para subsistir se aprendían en el contexto familiar, casi que de manera automática, mientras se ayudaba a los padres o a los abuelos en las labores de la agricultura y oficios domésticos.

No obstante, una transición entre este pensamiento estructurado a través de la oralidad, para luego comenzar a incorporar la escritura como un instrumento para que la memoria permanezca, se da por intermedio de, en muchas ocasiones, la iglesia y sus distintos ritos. La comunidad inserta en las labores propias del campo, podía, por ejemplo, continuar practicando la agricultura, tal cual como lo hacían sus ancestros venidos del páramo, sin que fuera necesario recurrir a un manual escrito acerca de las instrucciones para ejecutar los principales procesos que conforman la agricultura. Solo era necesario estar inserto en los procesos cotidianos del trabajo campesino para, de esa manera, mantener una memoria viva que no necesitaba de otro receptáculo para continuar vigente. Pese a lo anterior, esta comunidad campesina, capaz incluso de conservar su propia memoria mediante la oralidad, establece un vínculo con la memoria escrita cuando, entre otras circunstancias, la religión inserta en su acervo cultural oraciones y ritos que la población incorporaba a su diario vivir en forma de rezos, oraciones y penitencias que debían ser repetidos, primero por medio de un texto escrito, y, después, haciendo uso de la memoria repetitiva.

Aunque los campesinos de la vereda Pasquilla continúan dando un espacio importante a la memoria que procede de la tradición oral, cada uno de los participantes en esta investigación maneja los procesos de lectura y escritura, sin que ello haya supuesto que la escritura se convierta en una herramienta fundamental dentro de los procesos de recuerdo y olvido. Siguen siendo los cuentos, los cantos, los refranes y las coplas los instrumentos que configuran la memoria de esta comunidad:

Bueno, entonces iniciamos el proceso del arreglo de la lana. Vamos a traer la ovejita a esquilarla, le quitamos el vellón, para lavarlo hay que calentar agua, lavarla y lavarla hasta que el agua salga limpia sin haberle echado jabón, me preguntarán por qué no se le puede echar jabón a esa lana, porque esa lana al echarle jabón se pone supremamente dura y no la puede uno trabajar. Ya después de haberla lavado se pone a secar, después de que ya esté seca vamos a escarmenarla para la cuestión de poderla hilar para la cobija, para la ruana, se escarmena de esta manera, esto se llama escarmenar [desenredar la lana recién esquilada]. Después del escarmenado le hacemos el siguiente arreglo para empezar a hilar [convertir la lana en hilo], que se llama vamos a hacer la madeja. Luego la vamos a envolver aquí en la mano, así de la siguiente manera. Y vamos a empezar a hilar. Si la queremos para cobija, no importa que el hilado quede un poco grueso, pero si la queremos para ruana, tiene que ser bastante finita porque entonces la ruana nos va a quedar muy estorbosa, muy fea. Esta es la manera de hilar. Y bueno… cuando estamos hilando, nos vamos echando una coplita, vamos cantando una pequeña canción, vamos a echar un cuento, y al lado de eso, si hay formas de un trago, también no lo tomamos. Este es, esto se llama hilar. Este palito se llama un huso, lo que lleva aquí en la patica se llama tortero, porque sin él antes de que coja peso el huso no nos va a servir porque no va a bailar. Aquí más o menos es para cobija, vamos entonces a sacar una hebrita supremamente fina que es para ruana, porque para ruana tiene que quedar mucho más fina, que nos quede bastante parejita la hebra, porque si no entonces nos va a quedar una ruana supremamente fea. Como en este caso aquí que ya me quedó un nudo, esto hay que mirar si se le puede retirar para que no nos quede la ruana con tanto nudo. Bueno, este es el hilado, vamos a mirar de que hay más que hacerle para que nos quede bien bonita la ruana o la cobija. Ya no vamos a hilar más, vamos a reventar acá. Vamos entonces ahora a torcer.

¿Cómo se tuerce? Tiene que haber dos hebras. Ahora qué hice el tortero [utensilio para hilar]… vuelve y se le coloca al huso el tortero, aquí con estas dos hebras vamos a amarrar, sea para cobija o sea para ruana, hay que hacerle ese mismo proceso. Para torcer, ay, carambas… aquí estamos torciendo, sea para ruana o sea para cobija, hay que torcer. Le bajamos acá. Si se ve las dos hebritas, el torcido de las dos hebras. Aquí se sigue torciendo hasta llenar este huso bien llenecito. Cuando ya esté bien lleno que uno no lo pueda manejar, vamos a hacer… a hacer una bola… aquí ya se hace la madeja, esta madeja se hace para lavar la lana, ya estando seca esa madeja, se vuelve otra vez a hacer la bola para así como… como esta que ya está torcida, ya se hizo la… y se lava para llevar a la…, a donde se vaya a mandar a hacer la cobija o la ruana. Pero la lana tiene que ir lavada para que no nos quede una cobija o una ruana muy estorbosa y muy fea, ése es el proceso de la lana, pues se requiere de mucha paciencia y de mucho cuidado, porque tiene que estar muy bien escarmenada la lana y tenemos que saberla trabajar muy bien4.


Figura 5
María Celenia Galindo en un recorrido cerca de una casa abandonada
Fuente: Diego Rodríguez, 2019.

En medio de los relatos que los habitantes de Pasquilla construyen cuando comienzan a recordar, es común encontrar fragmentos de la vida campesina que se relacionan con oficios o tradiciones que no han pasado de generación en generación por medio de un manual escrito, sino por medio de los relatos y la participación en ellos. La preponderancia de la oralidad a la hora de establecer procesos de memoria es evidente y puede constatarse cuando, dentro de la labor investigativa, se ha podido comprobar la carencia de documentos y material bibliográfico que se haya encargado de sistematizar y guardar la memoria de Pasquilla. Las estructuras culturales que aún se mantienen y que avivan aún todos los elementos que tejen la urdimbre de la vida campesina, están constituidas por la narrativa oral que persiste en contra del olvido

Esta circunstancia puede ser analizada como un factor que relaciona esta comunidad con las formas más arcaicas de conservar la memoria y que Le Goff (1991) denomina “memoria étnica”. Aunque este concepto vaya dirigido a la existencia de sociedades ágrafas, en donde la invención de la escritura no haya hecho su aparición, la primacía de la oralidad en una sociedad en donde no se desconoce la escritura, en tanto que hace parte de variados procesos de la vida cotidiana, establece un vínculo con lo fundamental, lo originario y los tiempos remotos por medio de la oralidad:

Esta memoria colectiva de las sociedades “salvajes” se interesa de modo un tanto particular por los conocimientos prácticos, técnicos y del saber profesional. Para el aprendizaje de esta “memoria técnica”, como observa Leroi- Gourhan “en las sociedades agrícolas y en el artesanado la organización social de los oficios reviste una función importante, se trate de los herreros de África o de Asia, o de nuestras corporaciones hasta el siglo XVII. El aprendizaje y la conservación de los secretos del oficio tienen lugar en cada célula social de la tribu”. (Le Goff, 1991, p. 136)

Si por medio de los recursos brindados por la escritura la memoria puede conservarse de manera organizada y metódica, de tal manera que cuando se quiera consultar de nuevo pueda encontrarse un registro invariable que convierta a la memoria en un proceso repetitivo, en el caso de los relatos orales los procesos de recuerdo y olvido se recrean y reconstruyen de manera permanente, haciendo que cualquier idea que relacione la memoria con un relato acabado e invariable sea una forma improcedente de abordar este fenómeno. El aprendizaje de memoria, tanto en la escuela como en los ritos tradiciones practicados por la iglesia, denotan una notoria elaboración repetitiva y racionalizada de cierto número de prácticas que fundamentan determinados valores sociales. Oraciones, letanías, cantos y novenas registrados en catecismos y novenarios, así como la memorización de himnos, juramentos y normas de urbanidad en el contexto de la escuela, constituyen el acervo memorístico que conservan los habitantes de Pasquilla gracias a la escritura.

En el caso de las memorias que se encuentran ligadas a la oralidad, las historias han atravesado el tiempo, arrastrando las diferentes marcas o rasgos que cada narrador o testigo ha insertado en el relato. En su construcción, intervienen lugares y objetos que se conservan o han desaparecido, los cuales en su gran mayoría pertenecen al mundo de la vida cotidiana, aunque se puedan encontrar excepciones, como lo menciona la señora Celenia Gutiérrez cuando se refiere a una bayoneta que, al parecer, sirvió como instrumento bélico en la guerra de Los Mil Días:

Otra cosa que tengo, de esa época de mis viejos es la bayoneta, de la guerra de los Mil Días, bueno no sé de qué guerra. Esa todavía la conservo. Perteneció a mis papás y a mis antepasados, eso perteneció yo que también a mis abuelos… y esa aún la conservo y han peleado para llevársela… y no dejo que vayan a utilizarla para hacerle males a los animalitos, al contrario, hay que cuidarlos. Yo no me acordaba de la bayoneta, que eso también es una antigüedad. La bayoneta es como una espada de hierro, yo creo que la utilizaban en esa época, yo creo que para atravesar a otra persona con esa cosa tan puntuda. Eso no es de disparar. En una exposición que hicieron aquí en Pasquilla de las antigüedades, yo la llevé y ahí en Pasquillita vi una mucho más vieja que esa, y me ganaron porque era más vieja.

En contraste con lo anterior, los recuerdos de la comunidad descansan o se fundamentan en un conjunto de acciones que aún movilizan prácticas en la vida cotidiana o, por otro lado, suponen la evocación de distintas tradiciones que hacen parte del mundo campesino. En este sentido, los objetos y los lugares toman un lugar sustantivo dentro del proceso mediante el cual la comunidad de Pasquilla intenta mantener su memoria. Los objetos en desuso, los que en muchos casos se encargan de activar los recuerdos, bien pueden servir en el presente de decoración o prestar una función diferente a la que en principio tuvo en el pasado: una olla se convierte en una matera, un tejo se utiliza de tope para evitar que una puerta se cierre o una vieja cobija toma el lugar de una cortina en una ventana. En otros casos, se ha podido evidenciar cómo los objetos son destinados al olvido, siendo confinados en el cuarto de los trastos inservibles, más conocido como cuarto de San Alejo. Esta especie de exclusión de un objeto que hacía parte del mundo de las rutinas y la vida cotidiana, a pesar de no cumplir con un fin específico, aún es conservado por los individuos, en tanto que materializa un recuerdo, es, por decirlo de laguna manera, el rastro último de una época que ya desapareció:

Ese arnero [utensilio para colar la harina] creo que era de mis abuelos… y es algo que no dejo que me lo vayan a… había unas herramientas y… mi hermano se las llevó, por lo menos tenían la… como se llama… para trabajar la madera… se me olvidó el nombre cómo se llama… el cepillo, el barrero [barra de metal para hacer huecos en la tierra], ay se me olvidó, el… para hacer los arados, para hacer los yugos… cómo se llamaba esa herramienta… eso se lo llevó mi hermano y por allá se perdió. Los barriles en donde se arreglaba el guarapo para los obreros, eso desapareció también porque arriba en Los Volcanes, cuando ya quedó solo rompieron y se robaron esas cosas… eran de madera, un barril grande donde se hacía el guarapo para que mantuviera ahí para que se fermentara, y otro pequeño para cargarlo y llevarlo para donde estuvieran trabajando, pero también era de madera. […] Creo que no me queda sino el arnero, como es cuero y cuero trabajado en ese tiempo, que las cosas las hacían como amor y con cariño, no se deterioraban tan rápido, yo tengo 75, y yo desde que me acuerdo ya lo conocí. Tiene por ahí unos cien años. Lo único que se le dañó fue la cabuyita [hilo de fique] que llevaba para colgar, pero el resto está bueno5.

En este universo de objetos perdidos, conservados, reutilizados o inservibles, se configura la memoria de los habitantes de Pasquilla. Y las historias de estos objetos solo puede consultarse por medio de los relatos orales. Este aspecto hace que, en gran parte, la memoria de los habitantes de Pasquilla pueda categorizarse, en términos de Le Goff (1991), como una memoria salvaje, en donde tienen mayor importancia los procesos creativos que los procesos fundamentados en la repetición, como sí puede darse el caso en las memorias que se desarrollan sobre la base del discurso escrito:

De ese modo, mientras la reproducción mnemónica palabra por palabra estaría ligada a la escritura, la sociedad sin escritura, excepto algunas prácticas de memorización ne varietur, de las cuales la principal es el canto, conceden mayor libertad y más posibilidad creativa a la memoria. (Le Goff, 1991, p. 138)

Esta libertad concedida a la memoria cuya base de expresión es la oralidad, despliega y proyecta la historia, haciendo que sea cada vez más difícil establecer una versión única de un acontecimiento. Aquellos objetos, aquellos espacios mediante los cuales se puede rastrear la memoria, en su corporeidad son iguales para todos los individuos, pero si cada uno tuviera que decir algo acerca de un elemento que hace parte del mundo material, las historias desbordarían al mismo objeto, haciendo que aparezcan muchos objetos derivados uno solo.

Todo esto sucede en el segmento de memoria de salvaje que aún se conserva en la comunidad de Pasquilla. Ahora bien, resulta importante analizar algunos aspectos observados en la comunidad de Pasquilla, desde la óptica planteada por Le Goff cuando analiza las culturas ágrafas y su tránsito complejo hacia la escritura. En primer lugar, Le Goff (1991) considera que las culturas donde aún no ha hecho aparición la escritura cuentan con individuos especializados, los cuales tienen como función ser los depositarios de la memoria y los tiempos míticos de la comunidad:

En estas sociedades sin escritura existen especialistas de la memoria, los hombres-memoria: “genealogistas”, custodios de los códices reales, historiadores de corte, “tradicionalistas”, de quienes Balandier [1974, pág. 207] dice que son “la memoria de la sociedad” y que son al mismo tiempo los depositarios de la historia “objetiva” y de la historia “ideológica”, para retomar el vocabulario de Nadel. Pero, además, “jefes de familia, bardos, sacerdotes”, según la enumeración de Leroi-Gourhan, quien reconoce a estos personajes, “en la humanidad tradicional, la tarea fundamental de mantener la cohesión del grupo”. (Le Goff, 1991, p. 137)

En Pasquilla se logra aún encontrar un grupo de personas, en su mayoría adultos mayores, que conocen los tiempos remotos de la vereda, ya sea porque los han vivido o porque son conocedores de los relatos orales que fundamentan el pasado de la comunidad. Sin embargo, este grupo de individuos no goza del reconocimiento de la población por ser los depositarios de su propio pasado remoto. Si bien son respetados por su considerable edad y en algunos casos admirados por la templanza que han demostrado durante toda su vida en las labores del campo, la comunidad no encuentra tan significativo el papel preponderante que ocupan estas personas dentro de los procesos de recuerdo y olvido. Estos hombres y mujeres van por los caminos perdidos de la vereda o se ocupan de las tareas del campo como hace decenas de años, y mientras tanto van, por medio de cantos y relatos, desperdigando la historia de la vereda:



Mi pasado campesino,
lo recuerdo con amor.
De niña viví en mi rancho
cocinando en un fogón.
¡Qué viva Pasquilla entera!
Con toda su parentela,
donde nos alimentaron
con papas, cubios y hibias
asados en una hoguera6.

Desde esta perspectiva, los relatos míticos o de origen que se han difundido en la comunidad continúan desperdigados y en permanente transformación en la medida en que se cuentan y se reproducen de nuevo por medio de la oralidad.

Estas historias que hablan del origen de la comunidad son el cúmulo de variadas versiones que, en su mayoría, giran en torno a las primeras familias que llegaron a poblar este territorio. Estas familias poseedoras de la tierra otorgaban a la mano de obra campesina que laboraba en sus tierras la posibilidad de vivir en sus propiedades como una parte significativa del pago por su duro trabajo:

Don Moisés Ramírez, que en paz descanse, lo que él me decía era que el papá, fui una de las primeras personas que llegó a cuidar esa hacienda que era la hacienda La Ramada, que era propiedad del señor Aurelio Ramírez, que el señor Aurelio Ramírez mandó hacer esa capilla, por el tema de los colores partidistas, entonces él era muy conservador y la hija se le iba a casar, entonces él no quería que se le casara donde los cachiporros, sino que se casara donde estaban los godos, entonces hizo esa iglesia para que la hija se casara acá. […] mis abuelos maternos, ellos eran de aquí, ya mis bisabuelos, ellos venían de la parte de Boyacá, ellos llegaron acá y les dieron una estancia, para que ellos comenzaran a sostenerse acá. Era lago que nombraban mucho, que la estancia [terreno cedido por el hacendado a manera de arriendo a sus trabajadores] para que lo trabajara de don Hernando, que la estancia de don Alberto, la última estancia que yo conocí fue la de don Alberto Soto y la estancia de don Froilán, que era por allá abajo, una estancia que tenía él, que era más o menos casi una fanegada de tierra que le dejaban […] es que anteriormente existía el trueque porque no existía el dinero como tal, entonces vea yo le cambio dos arrobas de maíz por equis cantidad de tierra, eso se veía, por comida y trabajo se cambiaba la tierra. Entonces a algunos les comenzó a ir bien en su a agricultura, ya cogieron más confianza y pues ya ellos adquirieron su pedazo de tierra. Digamos como que trataron de surgir por ellos mismos. Por lo general, eso era lo que hacían, por decir algo aquí el centro poblado, pues nació porque aquí la familia Ramírez, la familia, familiar de don Aurelio Ramírez, ellos eran los duros, entonces ellos comenzaron a vender lotes que eran de 56 por 18 metros. Y entonces ellos decían, le decían a alguien que vieran que era trabajador, que quería surgir: oiga,

yo le voy a vender un pedazo de lote para que no sea pendejo, para que no se esté allá toda la vida sirviéndole a fulano de tal, le voy a vender un pedazo de tierra, se la vendo barata y usted y usted me va recopilando el dinero conforme me vaya trabajando7.

De acuerdo con los testimonios aportados por los habitantes de Pasquilla que participaron en esta investigación, la familia Ramírez, entre los demás propietarios de la tierra en donde se fundó la vereda, tuvo una considerable influencia para que este territorio dividido en grandes haciendas comenzara a ser dividido en pequeños lotes y posteriormente ofrecido a los primeros trabajadores que se ocupaban de las labores propias del campo en haciendas como La Enramada, El Hato, La Estancia y La Camelia (Alvarado, 2013). Este proceso mediante el cual un gran hacendado cede a sus trabajadores parte de sus tierras, ya sea en arriendo o en forma de venta, es conocido dentro de la comunidad con el nombre de estancias. Por otro lado, el mismo deterioro de los terrenos, que al ser cedidos o heredados por los padres a sus hijos, resultan abandonados, dado el desinterés de las nuevas generaciones en cuanto a ocuparse en las faenas del campo, produjo también la venta de dichos terrenos, lo que produjo la población y posterior fundación de Pasquilla y demás veredas. En este sentido, de acuerdo con lo planteado por Le Goff cuando se refiere a las formas de memoria que se practican en las sociedades ágrafas, la presencia de familias que conservan los relatos míticos que corresponden a la época de los orígenes, se encuentra, en el caso de Pasquilla, ligado a la propiedad de la tierra, dando allí una gran diferenciación: por un lado, se encuentran las familias de campesinos desposeídos que guardan en sus relatos orales la memoria de esta comunidad y, por el otro, encontramos una saga de familias poseedoras de la tierra, las cuales, movidas por sus propios intereses, segmentan la tierra dando la posibilidad a que los campesinos comenzaran a vivir en este territorio.

Dentro de este plano situacional, en donde unas familias poseen la memoria campesina, y otras poseían la tierra, se desarrolla la memoria salvaje (Le Goff, 2016), vinculada estrechamente a la oralidad. Este pasado mítico, tal vez influenciado por la ausencia de la escritura, no cuenta con una versión única relacionada con el periodo fundacional de la vereda. Si bien la comunidad reconoce la presencia de familias que por distintas circunstancias comenzaron a lotear las grandes haciendas que eran de su propiedad, se pudieron encontrar relatos en donde la verdadera fundación de la vereda se da incluso mucho antes de la aparición de estos grandes hacendados. Según esta versión, este territorio fue visitado alguna vez por un sacerdote venido del municipio de Pasca, Cundinamarca, y al encontrar una similitud geográfica entre este municipio y el territorio en donde posteriormente se fundaría la vereda, decidió bautizar estas tierras con el nombre de Pasquilla. Así lo menciona Alvarado en el Almanaque Agroecológico Pasquilla (2013):

Hace más de cien años a estas tierras de Páramo, venía en romería un jerarca de la iglesia dando sacramentos a sus fieles. En esas correrías llegó a Piedra Parada, observó la topografía muy similar a la de Pasca, solo que más pequeña, entonces con la señal de la cruz la nombró Pasquilla. (p. 2)

Es así que se ha podido establecer características fundamentales, propias de una sociedad sin escritura, mediante las cuales la comunidad de la vereda de Pasquilla construye su propia memoria. Esta circunstancia pone de manifiesto una tesitura en donde se pueden encontrar rasgos diversos que involucran componentes culturales pertenecientes a una sociedad ágrafa, como también a un grupo cultural que, a su vez, conoce la escritura y la utiliza en su vida diaria (Guber, 2001). Este marco de referencia es en donde se desarrollan los procesos de recuerdo y olvido de esta comunidad. La mayoría de agentes sobrevivientes que vienen de un pasado remoto, se encargan de conservar los orígenes de la vereda, los cuales proceden de una cultura oral arraigada; y aquellos individuos que pertenecen a una cultura en donde predomina la escritura, no han abandonado por completo las costumbres y prácticas de sus ancestros, generando así una suerte de mixtura de tiempos, usos y costumbres que se ven reflejados en la vida cotidiana.

Es precisamente en el mundo de lo cotidiano en donde se aloja la memoria. Como se ha insistido anteriormente, mientras la religión y la escuela se han encargado de recurrir al proceso de la memorización para reproducir de manera unívoca una serie de elementos culturales sobre los cuales se erige la cultura religiosa y el concepto de nación, la memoria ligada a los oficios, los objetos y los lugares, prescindiendo de una forma de representación que la reduzca a una versión única y clausurada de un acontecimiento, continúa emergiendo de manera incesante, no solo con el propósito de contar, de volver a la vida un tiempo pasado, sino apareciendo de manera imprevista y refulgente, convirtiendo al presente en un tiempo complejo:

Para Leroi-Gourhan, la evolución de la memoria, ligada a la aparición y la difusión de la escritura, depende esencialmente de la evolución social y particularmente del desarrollo urbano: “La memoria colectiva, al nacer de la escritura, no debe romper su movimiento tradicional si no es porque tiene interés en fijarse de modo excepcional en un sistema social en sus inicios. No es pues pura coincidencia si la escritura anota lo que no se fabrica ni se vive cotidianamente, sino lo que constituye la osamenta de una sociedad urbanizada, para la cual el nudo del sistema vegetativo está constituido por una economía de circulación entre productores, celestes o humanos, y dirigentes. La innovación apunta al vértice del sistema e incluye selectivamente los actos financieros y religiosos, las consagraciones, las genealogías, el calendario, todo aquello que, en las nuevas estructuras de la ciudad, no puede fijarse en la memoria de modo completo ni en la concatenación de gestos, ni en productos”. (Le Goff, 1991, p. 140)

A manera de conclusión: un monumento de niebla

En tanto que el sistema cultural mediante el cual la comunidad de Pasquilla ha elaborado su propia memoria, no se ha sustentado en relatos unívocos ni tampoco ha construido o erigido monumentos mediante los cuales se desarrolle un discurso histórico particular, la situación de este territorio en cuanto a sus procesos de recuerdo y olvido, supone una posición crítica frente a los registros más tradicionales de conformar el relato histórico. Esto precisamente se ha dado porque la vereda ha desarrollado su historia a la sombra de la gran ciudad, sin ocupar, aparentemente, una posición relevante dentro del desarrollo de la capital del país. Digo aparente, porque sobre la base del trabajo de los campesinos que abastecen con sus productos alimenticios los mercados y plazas de la ciudad, gran parte de su población podría haber sufrido una crisis alimentaria. Además, la mano de obra que aporta esta comunidad, y que está constituida por obreros, personal de servicios generales, operarios y vendedores, entre otros, aporta con sus servicios el desarrollo industrial y económico de Bogotá. Dado que la historia de este territorio surge como un testimonio de una de las tantas poblaciones periféricas, aquellas que fueron creciendo de manera descontrolada en los umbrales de la ciudad, la manera en que se ha tramitado su memoria se aleja de cualquier monumentalidad o espacio tradicional que tenga como objetivo preservar el pasado.

Este alejamiento de las formas más tradicionales de preservar el pasado supone la existencia de una serie de dispositivos que le han servido a esta comunidad para preservar su memoria. Uno de estos dispositivos está relacionado, como ya lo he mencionado, con los mecanismos que subyacen en la vida cotidiana. Las rutinas de la vida diaria se caracterizan por no estar revestidas de ninguna solemnidad distinta a la que debe realizarse para su propia ejecución, es decir, en palabras de Bourdieu (2007), los eventos de la vida cotidiana podrían definirse como ritos, en tanto que los ritos.

Los ritos son prácticas que constituyen en sí mismas su finalidad, que encuentran su cumplimiento en su cumplimiento mismo; actos que se realizan por “se hace” o “hay que hacerlo”, pero también a veces porque no se puede hacer otra cosa que realizarlos, sin necesidad de saber por qué, o para quién se los realiza, ni lo que significan, como los actos de piedad funeraria. Es lo que el trabajo de interpretación, que apunta a restituirles un sentido, a volver a captar su lógica, conduce a olvidar: pueden no tener, propiamente hablando, ni sentido ni función, salvo la función que su existencia misma implica (p. 35).

Es así que el desarrollo de las labores prácticas que diariamente debe realizar la comunidad, en muchas ocasiones mediante esquemas repetitivos integrados por una serie de actividades que se debe hacer por que hay que hacerlas, ha posibilitado que la estructura memorística de la comunidad no haya desaparecido por completo. Cuando la memoria se encuentra vinculada a este tipo de factores relacionados con la vida cotidiana, puede establecerse una situación paradójica y a la vez crítica, en tanto que, al estar la memoria constituida por acciones y objetos presentes en las rutinas diarias, su presencia puede estar garantizada en la medida en que dichos procedimientos se sigan presentando de manera invariable en la vida de los habitantes de la vereda; pero, así mismo, estos procedimientos pueden ser reemplazados sin que se genere ninguna conmoción por su desaparición o sustitución progresiva. Cuando la señora María Isabel Rodríguez me invitó a la preparación de uno de los alimentos más tradicionales en la vereda, el envuelto de tres puntas, pude establecer por medio de sus palabras que este alimento era una preparación popular, muy utilizada en ocasiones rutinarias o festivas, tales como cumpleaños o ceremonias religiosas, como bautizos o matrimonios. Sin embargo, al ser cada vez más difícil encontrar en el espacio natural circundante la hoja de quiche, elemento fundamental en la preparación del envuelto de tres puntas, ya que la masa compacta de maíz va envuelta en este tipo de hojas, esta preparación culinaria ha tendido a desaparecer. Al ser esta receta culinaria un elemento perteneciente al mundo cotidiano de los habitantes de Pasquilla, su desaparición o reemplazo escalonado por otros productos que descontinúan su elaboración no ha dado lugar, es lógico, a un proceso más o menos sistemático que tenga como misión preservar esta tradición inveterada.

Por consiguiente, los elementos de la vida cotidiana pueden verse revestidos de una gruesa capa que los puede proteger de los grandes virajes que se presenten en la historia, pero aún así continuar siendo practicados, garantizando con ello la protección y salvaguarda de buena parte del pasado remoto. No obstante, los elementos que definen la vida cotidiana también son frágiles, pueden desaparecer y no dejar rastro, en la medida en que nadie va a conmocionarse ni le va a importar su desaparición, simplemente serán reemplazados por otros procedimientos incluso más eficaces.

Este es, en general, el destino de los elementos que nutren la vida cotidiana: se convierten en desechos y muy pocas personas consideran importante darles un poco de importancia. Es decir, en raras ocasiones un elemento o proceso rutinario se convertiría o daría pie para la invención de un monumento. Y no porque el concepto de monumentalidad no pueda partir de un objeto de la cotidianidad, sino por las condiciones de olvido en las que se ha visto inmersa la comunidad de Pasquilla. Los monumentos aparecen en los lugares centrales donde se quiere que la historia se mantenga viva en el recuerdo de los individuos. En las plazas, las galerías, las edificaciones más antiguas e importantes, se erigen las peanas destinadas a soportar el peso del bronce o de la piedra que simboliza la historia sobre la cual debe construir su identidad un pueblo. Allí quisiera darse la impresión de que no existe el olvido; sin embargo, las comunidades olvidadas deben regresar, casi que en una suerte de peregrinaje, a estos lugares ataviados de solemnidad para no reconocerse como microsociedades olvidadas.

Pero resulta mayor aún el malestar cuando toda la estructura simbólica que deriva del monumento o el espacio de la memoria, cuyo carácter de solemnidad y conmemorativo lo define, se ve dispuesto, ni siquiera como un factor decisivo en virtud del cual un grupo social puede estructurar su identidad histórica, sino que todo el andamiaje de la monumentalidad es visto y planteado como una estrategia turística que es ofertada como un aditamento recreativo a grupos de foráneos ávidos de aventuras y experiencias fugaces. Bajo esta perspectiva, el monumento se descarga de toda responsabilidad histórica, reactualizando sus propósitos, redefiniendo sus bases conceptuales y dando paso a un escenario de transición que busca fundamentalmente agotar su esencia relacionada con la memoria identitaria de un pueblo, para reinventarse como un escenario de entretenimiento. Esta volatilidad a la que se ve reducido un espacio cuyo propósito es la memoria resulta contradictoria teniendo en cuenta la imagen impávida, inalterable que quiere significar el monumento. De una u otra manera, la piedra termina siendo menoscabada y el bronce remodelado incesantemente. La impronta con la que fue tallada la piedra o fundido el bronce, es modelada de nuevo, esta vez no por las hábiles manos del artista, sino por los procesos intrínsecos de deterioro histórico, agenciados por la industria cultural y el espectáculo.

Es posible que los territorios que no se han convertido en un espacio de demanda turística, carezcan de ese aparataje de monumentalidad o patrimonio histórico que tanto atrae a las hordas de individuos que vagan de manera transitoria por gran parte del mundo. Se podría definir estas sociedades como carentes de historia, si se mantuviera la creencia de que son los monumentos los que definen el grado de historicidad de un territorio. Sin embargo, a esta disposición tradicional debe contraponerse la postura de aquellas comunidades donde la memoria se ha elaborado sin hacer uso del discurso grandilocuente o presencia imponente de un monumento. Alejadas de estas pretensiones, territorios como la vereda de Pasquilla, han resguardado su memoria, no en piedras esculpidas, sino en algo más significativo y trascendente: sus propias vidas.

Si desde un centralismo histórico se determina que un grupo social no tiene historia o que su historia no tiene la relevancia para ser preservada, no puede entenderse que la misma comunidad desde su misma naturaleza no posea memoria. Dichos territorios y comunidades, desconociendo los elementos más hegemónicos y tradicionales para hacer la historia, han defendido su pasado, aunque esta labor haya surgido de manera intrínseca y como derivación de la misma existencia. Por tanto, conviene preguntarse si la manera más apropiada mediante la cual esta comunidad puede reconocer la importancia de su memoria tenga que ser necesariamente a través de mecanismos relacionados con la monumentalidad o un espacio concreto en donde se reúna parte de su historia. Esta inquietud debe intentar responderse teniendo en cuenta los aspectos más constituyentes que definen los procesos de recuerdo y olvido que integran a la comunidad. Otra posible respuesta podría partir de una serie de acciones sesgadas que intenten implantar, casi que a la fuerza, estrategias de índole histórica que la misma comunidad no esté en la obligación de interiorizar. Lo cierto es que, dentro de los testimonios recogidos para esta investigación, los habitantes de la vereda no encuentran como necesario o importante la construcción de un monumento o la apertura de un museo, obras que, en teoría, determinarían las diversas relaciones que tienen lugar entre este grupo social y su propia memoria. A partir de lo anterior, el concepto de contramonumento toma importancia, dadas las condiciones descritas que definen a la comunidad de Pasquilla.

El contramonumento podría definirse como un monumento de niebla. En contraposición a la piedra, un material que garantiza la permanencia, la definición imperecedera de una determinada forma, la niebla prolifera en formas porque su impronta es la transformación. Mientras la piedra permanece, se queda inmóvil en el lugar en que fue erigida, la niebla es como un fantasma que desaparece, para luego, en cualquier instante, reaparecer. Estas dos especificidades, la volubilidad de las formas y el carácter fantasmático de la niebla, son elementos constitutivos de la memoria de los habitantes de Pasquilla. La primera se relaciona con la memoria, habida cuenta de la multiplicidad de significantes que pueden emergen del pasado, dando distintos matices, giros y rupturas a la narración mediante la cual se representa el pasado. La inestabilidad a la que se ve sometida la historia colectiva de la vereda de Pasquilla presupone una crítica hacia las formas más tradicionales para representar el pasado, debido a que, por ejemplo, en el caso de la escritura, la posibilidad de representar esta inestabilidad queda en tela de juicio, en tanto que la escritura supone la permanencia de una única versión, aquella que fue registrada en el documento histórico. La segunda involucra la capacidad que tiene la memoria de permanecer dormida por largos periodos de tiempo, para luego, casi que en un instante fulgurante, aparecer y desestabilizar el tiempo presente convirtiéndolo en un tiempo de la memoria en donde se amalgaman todos los tiempos. En este caso, no es necesario erigir monumentos para provocar la memoria de los habitantes de Pasquilla. Estando la memoria desperdigada en la vida misma de los individuos, sin que haya intentado ser controlada o mejor, domesticada a través de elementos revestidos de solemnidad a los cuales se debe conmemorar, los procesos de recuerdo y olvido surgen de manera indistinta, sin hacer caso de una jerarquía a través de la cual se deba recordar. En este aspecto, el contramonumento resulta más pertinente teniendo las distintas características que definen la memoria en este territorio.

Con el nacimiento del arte contemporáneo en la década de 1970, el carácter de los monumentos se transformó, en tanto que desde entonces ya no se busca conmemorar eventos notables de manera tradicional, sino que se busca hacer memoria de la cotidianidad de las personas para representar lo antiheroico, lo vulgar o lo común. En el presente, los monumentos pretenden poner de manifiesto múltiples pasados, que surgen a través de los testimonios y los recuerdos de la propia población, y que verdaderamente fueron los que sirvieron para dar paso al estado del momento actual. De esta manera surgió el concepto de “contramonumento”; es decir, una obra que se forma a partir de lo antifigurativo, lo negativo y lo vacío para que, a partir de índices metafóricos y ambiguos, se active la imaginación y la memoria del visitante para construir un significado propio e inspire respuestas empáticas y emocionales afectivas. En estos objetos, el espectador se convierte en un sujeto activo, pues este asume la responsabilidad de activar la memoria y reclamar para sí la historia de la cotidianidad (Hernández, 2021, p. 34).

Por consiguiente, de acuerdo con la definición aportada por Hernández (2021), las especificidades del contramonumento gravitan a través de algunos de los componentes más sustantivos que construyen la memoria de los habitantes de Pasquilla. Pero además de las distintas dimensiones que le son propias a la memoria, el contramonumento surge también como una voz que protesta, que interpela, que cuestiona la forma tradicional como se ha configurado la historia, condenando al olvido los grupos sociales que se han desarrollado en los umbrales de la periferia.

Precisamente, a manera de rechazo a los sistemas memoriales establecidos, como una forma de trasgredir su límite, se alzará el contramonumento: no se tratará de otro modo de representar lo sucedido sino, más allá, de confrontar cualquier pretensión de representación y, sobre todo, de cuestionar la sociedad que se erigió sobre la representación misma. El contramonumento no pretende el retorno de los muertos entre los vivos, sino la evocación de los fantasmas que con su presencia por el mundo pueden denunciar cómo una sociedad agonizante, cuando no fenecida, no tiene manera de garantizar ninguna verdad, tampoco la justicia, mucho menos la reparación. El contramonumento no pretende la superación de la contradicción, el conflicto o la violencia, sino evocar las circunstancias, las condiciones o los hechos que las mantienen incluso cuando todos creen estar en el tiempo de reconciliación de la memoria. El contramonumento, en este sentido, es la oposición que queda contra la pretensión última del victimario, que no es otra que hacerse dueño de una versión, de una narración, de una parte del relato que sobrevivirá hacia el futuro, con lo cual aspirará a ser salvado por la historia o por quienes decidan escribirla (Serna, 2018, p. 8).

Por otro lado, como lo menciona Serna (2018), el contramonumento se ha encontrado asociado a la posibilidad de que, en medio de una situación violenta o de conflicto, cuando la memoria está mediada por episodios crueles o de confrontación violenta, en tanto que no pretende erigirse, en ningún caso, como una conmemoración de la violencia, ni en la recuperación de la honra, ni en la superación de los hechos conflictivos por parte de las víctimas. En este caso, el contramonumento, ni siquiera pretende ser reconocido como un espacio de solemnidad que se erige sobre la tierra para ser contemplado por la sociedad; todo lo contrario, sucede que su presencia restituye la posibilidad que tiene la sociedad de rechazarse a sí misma a través del recuerdo de sus propis atrocidades. Aquí un escenario de monumentalidad o de patrimonio histórico no representa la continuidad en el tiempo de una serie de valores agenciados por la historia, sino la negación de la misma historia, la posibilidad del olvido, y la posibilidad de una sociedad de manifestarse a favor de la memoria, pero sin que tenga que establecerse por medio de los regímenes históricos mas consuetudinarios.

La obra de Doris Salcedo es un ejemplo de lo anterior. El sumario de violencia y despojo acumulado durante más de medio siglo de conflicto en Colombia parcialmente encontró una salida negociada mediante el acuerdo de paz suscrito entre la guerrilla de las FARC y el Estado colombiano, representado en ese momento por el gobierno del presidente Juan Manuel Santos. Con motivo del desarme de este ejército insurgente, las armas fueron recolectadas por una misión oficial de las Naciones Unidas (ONU) para luego ser utilizadas como insumo para la elaboración de un artefacto histórico que hiciera memoria acerca del conflicto violento que ha desangrado durante décadas a la sociedad colombiana. Esta tarea fue encargada a la artista Doris Salcedo, quien, después de haber dirigido las labores de fundición del armamento entregado por las FARC, en conjunto con un grupo de mujeres víctimas de la violencia, dio forma a estas láminas de metal fundido, por medio de martillazos que representaran la crudeza y brutalidad de la guerra. Cada una de las láminas forjadas a martillazos conforma el piso sobre el cual se ha construido un espacio en donde se desarrollan diversas actividades culturales.

Es por esto que Fragmentos se autodenomina no como un monumento, sino como un “contramonumento”. Los contramonumentos han sido trabajados por varios teóricos, pero el término lo acuñó James Young en la década de 1990 para referirse a “la puesta en escena de los nuevos monumentos, inicialmente en Alemania, que reúnen una serie de patrones y características, tanto formales como conceptuales, que se diferencian de la iconografía del monumento tradicional” (Martínez, 2013, p. 135). Fragmentos tiene la intención de preservar una versión de la historia que no es única ni está cohesionada, y por eso Salcedo dice que

Lo principal al hacer esta obra era hacer una obra horizontal, no una obra vertical, no un obelisco; como escultora mujer lo último que pienso hacer es un obelisco o un arco del triunfo porque tampoco soy guerrera, no considero que la guerra nos permita triunfos. (Gutiérrez, 2019, p. 6)

El contramonumento surge como una negación de la historia, en tanto que distintos fragmentos de la sociedad no se encuentran representados en esta, sustrayéndole valor y dignidad a las comunidades que han cargado con el lastre de la guerra y el olvido en nuestro país. Es también una protesta en contra de los agentes que ha detentado la historia tradicional, dando un lugar central a las insignes obras de los héroes, desplazando casi que por completo el papel de los pueblos dentro de la construcción histórica de una nación. En particular la obra Fragmentos, al ser una obra artística, sitúa el arte como una herramienta que da la posibilidad de representar las especificidades más complejas y contradictorias de la memoria.

Material suplementar
Referencias
Alvarado, C. y Cortés, L. (2013). Almanaque agroecológico Pasquilla. Alcaldía Mayor de Bogotá.
Bourdieu, P. (2007). El sentido práctico. Siglo XXI Editores.
Guber, R. (2001). La etnografía: método, campo y reflexividad.Grupo Editorial Norma. Halbwachs, M. (2004). Los marcos sociales de la memoria. Editorial Anthropos.
Halbwachs, M. (2004). Los marcos sociales de la memoria. Editorial Anthropos.
Hernández, J. (2021). Contramonumento a la historia de una identidad. Universidad de los Andes.
Gutiérrez, V (2019). Fragmentos de Doris Salcedo: contramonumentos, efectos, justicia y enfoque de género. Universidad de Chile.
Le Goff, J. (1991). El orden de la memoria. el tiempo como imaginario. Ediciones Paidós.
Le Goff, J. (2016). ¿Realmente es necesario cortar la historia en rebanadas?Fondo de Cultura Económica.
Martínez, D. (2013). La obra de arte como contramonumento. Representación de la memoria anti- heroica como recurso en el arte contemporáneo. (Tesis para optar por el grado de Doctor en Arte: Producción e Investigación), Universidad Politécnica de Valencia.
Niño, C. y Chaparro, J. (1998). Usos, costumbres e imaginarios en el espacio público: el sector de Jerusalén. Tercer Mundo Editores.
Riaño, P. (2006). Jóvenes, memoria y violencia en Medellín. Una antropología del recuerdo y el olvido. Editorial Universidad de Antioquia.
Notas
Notas
* Este artículo es resultado de la investigación doctoral denominada Cartografías e imágenes de la memoria, un análisis de los procesos de recuerdo y olvido de los habitantes de la zona rural de Ciudad Bolívar.
1 Testimonio de Eduardo Celis. En uno de los recorridos que tuve la oportunidad de hacer con el señor Eduardo Celis, transitamos caminos que él, de manera cotidiana, recorre para ir a los barbechos en donde trabaja como jornalero. Los caminos recorridos, eran un pretexto para que la memoria de don Eduardo se despertara: “Esta quebrada fue el pulmón del pueblo, en un verano aterrador, el único chorrito de agua que no se secó fue este. […] De este camino, desde arriba viene uno de la laguna de Alalar, tiene que saber cuál es el recorrido del agua para llegar uno allá. […] El monte palo Grande era la única reliquia que teníamos aquí en Pasquilla era ese montecito, allá arriba, ese era monte muy bonito. […] ese tipo fue cocinero de Tirofijo… él contaba así, que duró mucho tiempo cocinando con la cuadrilla de Tirofijo”.
2 Testimonio de don José Eladio Chivatá, natural de la vereda de Pasquilla y uno de los últimos campesinos de la vereda que continuaba practicando la agricultura por medio del uso de bueyes y abonos vegetales. Entrevista realizada el 18 de mayo de 2019 en la vereda de Pasquilla, sector El Edén.
3 Testimonio de la señora María Celenia Galindo Gutiérrez, natural de Pasquilla.
4 Testimonio de María Celenia Galindo Gutiérrez, habitante de la vereda Pasquilla, localidad de Ciudad Bolívar. Entrevista realizada el día 4 de mayo de 2019 (figura 5).
5 Testimonio de María Celenia Galindo Gutiérrez, habitante de la vereda Pasquilla, localidad de Ciudad Bolívar. Entrevista realizada el día 4 de mayo de 2019
6 En octubre de 2020, en la vereda de Pasquilla se llevó a cabo un concurso de tradiciones campesinas, en donde varios grupos, conformados por algunas familias de la comunidad, pudieron dar a conocer parte de la memoria colectiva que se conserva en Pasquilla. Cada uno de los grupos debía mostrar alguna costumbre o acontecimiento histórico ocurrido en la vereda por medio de coplas y cantos. Las anteriores coplas son tomadas de la representación realizada por el grupo Al Son de los Frailejones.
7 Este testimonio de don Gabriel Díaz, natural de Pasquilla. Durante años ha participado de distintas iniciativas que tienen como propósito rescatar y difundir la memoria colectiva de la vereda. Actualmente coordina el grupo cultural La revolución de la alpargata. Esta entrevista que tuvo lugar el día 1.° de junio de 2019, en la biblioteca pública de la vereda de Pasquilla.
Autor notes
* Licenciado en Humanidades y Lengua Castellana de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Magíster en Escrituras Creativas de la Universidad Nacional de Colombia y estudiante del Doctorado en Estudios Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas.CVLAC: https://scienti.minciencias.gov.co/cvlac/EnRecursoHumano/inicio.do.

Figura 1
Georreferencia satelital de la vereda Pasquilla, Ciudad Bolívar, Bogotá
Fuente:https://api.mapbox.com/styles/v1/mapbox/satellite-v9/static/- 74.155975,4.444622,13,0/718x320?access_token=pk.eyJ1IjoiY3licml3c2t5IiwiYSI6ImNsNnkxaGQ xYjAweWozaW5xaXRpdjZzZGwifQ.IKEXnPBzxaudRLZmwM-v2w

Figura 2
Mapa de la zona rural de Ciudad Bolívar elaborado por Luz Carolina García
Fuente: Diego Rodríguez, 2020.

Figura 3
Casa antigua construida con bahareque, perteneciente a los padres de don Eladio Chivatá.
Fuente: Diego Rodríguez, 2019.

Figura 4
Don José Eladio Chivatá aún conserva todos los instrumentos y herramientas relacionadas con el arado por medio de bueyes.
Fuente: Diego Rodríguez, 2019.

Figura 5
María Celenia Galindo en un recorrido cerca de una casa abandonada
Fuente: Diego Rodríguez, 2019.
Buscar:
Contexto
Descargar
Todas
Imágenes
Visualizador XML-JATS. Desarrollado por Redalyc