Resumen: El presente trabajo realiza una lectura de La gitanilla a partir de los elementos referidos a la justicia. En primer lugar, la novela presenta el caso del teniente en Madrid, quien reivindica la honradez de su desempeño profesional ante la incredulidad de la protagonista. En segundo lugar, la acción se desplaza hacia el mundo gitano, cuya justicia se sitúa al margen de la sociedad, en una especie de ideal natural que, sin embargo, no está exento de brutalidad. Por último, bajo el final aparentemente feliz —el matrimonio entre don Juan y Preciosa— se pone de manifiesto la corrupción de la justicia, que permite la impunidad de un asesinato.
Palabras clave:La gitanillaLa gitanilla,CervantesCervantes,justiciajusticia,corrupcióncorrupción,corregidorcorregidor.
Abstract: This paper it carries out a lecture of La gitanilla from the elements referring to the justice. First at all, the work presents in Madrid the case of the «teniente», who vindicates the integrity of his professional performance in the face of the incredulity of the protagonist. Secondly, the action shifts to the gipsy world, whose justice is located on the fringes of society, in a sort of natural ideal which however is not without cruelty. Finally, under an apparently happy ending —the wedding between don Juan and Preciosa— the novel shows the corruption of the justice, which allows the impunity of a homicide.
Keywords: La gitanilla, Cervantes, Justice, Corruption, Corregidor.
La autoridad de los saberes: el letrado
«Como si fuese hija de un letrado»: la justicia en La gitanilla*
«Como si fuese hija de un letrado»: The Justice in La gitanilla
Recepción: 11/02/2021
Aprobación: 05 Julio 2021
De entre todas las Novelas ejemplares, La gitanilla es la que presenta unas coordenadas espacio-temporales más cercanas a la publicación del volumen, una circunstancia que ha llevado a pensar que Cervantes la ideó expresamente como pórtico para la colección1. El escenario inicial —Madrid, 1610— subraya la problematicidad del encuentro entre dos universos contrapuestos: el mundo de los gitanos y el mundo cortesano. El primero se novela desde una posición de marginalidad evidente. Así, se ha subrayado a menudo la idealización del mundo gitano —un terreno literario de escasa tradición2—, realizada a partir de moldes pastoriles, si bien el ideal arcádico se complementa con una visión mucho más terrena y negativa del colectivo3. No obstante, la imagen social de los gitanos aparece como claramente negativa para la mayor parte de los personajes de la obra (nótese, por ejemplo, lo que le cuesta a Clemente/Sancho entender la decisión de don Juan/ Andrés de abandonar su vida por Preciosa)4. Por otro lado, cabe hablar de marginalidad también en un sentido más amplio, sin connotaciones negativas: como sucede en la novela pastoril con los pastores, aquí también la sociedad gitana se sitúa al margen del orden establecido.
En cuanto al mundo de la corte, cabe recordar que su funcionamiento tenía implicaciones en la mayor parte de la sociedad áurea, especialmente para aquellos que formaban parte de la cultura letrada y deseaban acceder a los cargos de la administración, posición en la que se encontró el propio Cervantes en varios momentos de su vida5. De esta manera, la parte madrileña, que ocupa cerca de la mitad de la obra, desarrolla un retrato complejo de la corte a partir del recorrido y de la mirada de Preciosa, mientras que, gracias a su desenlace en Murcia, la novela en su conjunto ofrece un panorama sobre algunas características de la justicia de la época.
Después de haber sido criada «en diversas partes de Castilla»6, la joven gitana es llevada a Madrid por su supuesta abuela, donde se presenta junto a sus compañeras en la festividad de Santa Ana. En su primera actividad, una danza cantada que se desarrolla de manera pública, Preciosa demuestra no solamente sus dotes artísticas sino también su desenvoltura y su extraordinario comportamiento, que está lejos de lo esperado para una mujer de su edad y condición. El espacio abierto es un escenario que posibilita el intercambio entre los gitanos y el resto de sociedad; por ello, Cervantes muestra la diversidad de reacciones provocadas por la singularidad de Preciosa7. El esquema se repite con una segunda salida pública que se produce quince días después, en la que las gitanas se ponen a bailar «a la sombra, en la calle de Toledo»8. De nuevo se alude al interés de la multitud por la protagonista9, que se concreta, sin embargo, en dos personajes masculinos: el paje Sancho (que tomará el nombre de Clemente) y «uno de los tinientes de la villa»10, es decir un regidor sustituto. Movido por la curiosidad, este último invita a Preciosa y al resto de gitanas a su casa, para divertimento de su mujer11.
La invitación del teniente marca un punto de inflexión en esta primera parte de la novela: a partir de este momento los escenarios abiertos pierden peso en favor de los escenarios privados12. En Madrid, la gitana visita tres domicilios particulares, que se presentan según una gradación de altura. Antes de llegar a casa del regidor, las gitanas son llamadas desde una reja baja por unos jugadores de naipes. Lo que parece una ocasión de peligro para la honra13 se convierte en una oportunidad de recibir hasta treinta reales de «barato» (es decir, de las propinas del juego) gracias al donaire de Preciosa. Al universo exclusivamente masculino de esta primera vivienda, la novela opone a continuación el ambiente femenino del domicilio del teniente, donde se reúnen su esposa, las doncellas, las dueñas y una vecina para contemplar a la gitana. Doña Clara, la esposa del regidor, desea que la joven le diga la buenaventura, pero ninguna de las mujeres tiene dinero —ni tampoco una cruz de plata— que darle a Preciosa a cambio. Viendo «la esterilidad de la casa»14, que se opone a la fecundidad económica de la primera visita, una doncella ofrece un dedal de plata15. La pobreza de la familia se pone de manifiesto con la llegada del teniente, quien busca y rebusca en su faldriquera sin obtener moneda alguna16 Al observar su escasez económica, Preciosa exhorta al regidor a que aproveche su situación para medrar en la corte, pues, según entiende, la corrupción es común:
Coheche vuesa merced, señor tiniente, coheche y tendrá dineros, y no haga usos nuevos, que morirá de hambre. Mire, señora: por ahí he oído decir (y, aunque moza, entiendo que no son buenos dichos) que de los oficios se ha de sacar dineros para pagar las condenaciones de las residencias, y para pretender otros cargos17.
El juicio de residencia era el mecanismo de control al que tenían que someterse ciertos oficios públicos —especialmente de aquellos ligados a la administración de la justicia— al abandonar el cargo. La persona sometida a este procedimiento debía permanecer durante ese tiempo en el territorio en el que había ejercido, de ahí su nombre. Como indica Collantes, la residencia «permitía averiguar cuáles de esos sujetos ofrecían suficiente confianza para adjudicarles nuevos cargos, e, igualmente, reparar los daños que hubieran podido ocasionar a los particulares en el desempeño de sus funciones»18. En ocasiones había jueces designados específicamente para lleva a cabo este procedimiento: el abuelo de Cervantes, el licenciado Juan de Cervantes, fue juez de residencia en la ciudad de Plasencia entre 1538 y 154119; sin embargo, en la Edad Moderna era práctica habitual que el encargado de dirigir el proceso fuera el sucesor en el cargo. Las palabras de Preciosa dan a entender que las sanciones por malas prácticas eran comunes, algo que Rodríguez Marín relacionó con el desempeño del citado Juan de Cervantes como teniente corregidor en Cuenca20. Con su respuesta, el personaje del teniente reivindica su integridad: «—Así lo dicen y lo hacen los desalmados […] pero el juez que da buena residencia no tendrá que pagar condenación alguna, y el haber usado bien su oficio será el valedor para que le den otro»21, algo que le vale la incredulidad de Preciosa: «—Habla vuesa merced muy a lo santo, señor teniente […]; ándese a eso y cortarémosle de los harapos para reliquias»22.
El episodio en esta casa muestra el poder con el que contaban los cargos de la administración judicial. En este sentido, a propósito de la invitación del teniente, indica Francisco Márquez Villanueva:
El teniente ha ejercido con ellas la prerrogativa de su cargo y que Preciosa no va a su casa sino obligada y en cumplimiento de una orden. La situación ofrece de por sí un carácter tenso, pues, como miembro de un grupo hostilizado, el gitano tiende a distanciarse físicamente de una autoridad que acostumbra a mirar sólo como amenaza y no se halla a gusto junto a sus detentadores23.
El crítico hace una sugerente interpretación del pasaje, según la cual el teniente y su mujer preparan una pesada burla para la gitana, que conlleva que la muchacha salga de su casa con las manos vacías24. Su lectura, en cualquier caso, no resulta incompatible con la existencia de una precariedad propia de estos cargos intermedios que, si bien formaban parte de la élite letrada, estaban sujetos a unas notables estrecheces económicas.
La situación del teniente contrasta con la de don Francisco de Cárcamo, padre de don Juan, el dueño del tercero de los domicilios que visitan Preciosa y las gitanillas en su periplo por Madrid. Esta casa está situada en altura, pues, para ver a su futuro suegro, la protagonista «alzó los ojos a unos balcones de hierro dorados»25, una muestra de la riqueza de la familia. Don Juan se comporta como un personaje extraordinariamente liberal a lo largo de toda la novela y, por lo que sabemos, su padre es un ilustre caballero que está pretendiendo un cargo de importancia en la corte, para el que ya está «consultado»26, es decir, que ya ha sido «propuesto por el órgano administrativo competente, esperando ser nombrado por decisión del rey»27. La nobleza de don Francisco presenta la otra cara de la moneda a la hora de acceder a cargos como el de corregidor (más tarde, al final de la novela, sabremos que este personaje se hará cargo del corregimiento de Murcia), a los que se podía llegar por una doble vía: siguiendo la carrera de letrado, a través de los estudios de Derecho, (los llamados corregidores «de toga»), o bien mediante una condición nobiliaria (llamados «de capa y espada»)28. Según indica Ramis Barceló en este mismo monográfico, la carrera académica del letrado suponía «una firme base para la promoción social»29, aunque las buenas perspectivas de aquellos que estudiaban leyes sufrieron un notable estancamiento desde finales del siglo XVI, tal y como estudia Matzat30 a propósito del fracaso en El licenciado Vidriera. La consideración social del letrado tenía, por tanto, dos posibles orígenes: el estudio o la nobleza. Por eso, cuando uno de los jugadores de naipes se sorprende de que Preciosa sepa leer, la respuesta de su supuesta abuela —«Y escribir […]; que a mi nieta hela criado yo como si fuera hija de un letrado»31— tiene un doble significado: por un lado, se alude a la educación de Preciosa, excepcional para una muchacha gitana, pues la lectoescritura no formaba parte de la educación de una mujer si no pertenecía a un estamento acomodado; por otro, a su verdadera identidad, pues tras la anagnórisis el lector descubre que la protagonista es en realidad doña Constanza de Acevedo y Meneses, la hija de don Fernando, un noble que es corregidor en Murcia.
La corrupción que Preciosa dibuja ante los ojos del teniente como una característica intrínseca de la justicia, y que aparece también en el comentario de su abuela acerca del soborno como moneda común32, contrasta radicalmente con el derecho propio del que se dotan los gitanos, que el viejo que da la bienvenida a don Juan/Andrés define como una comunidad que se autogestiona y que vive al margen de los reclamos de la sociedad cortesana33, en un discurso con un fuerte componente arcádico que desarrolla un ideal natural34, que sin embargo no está exento de brutalidad:
Nosotros guardamos inviolablemente la ley de la amistad: ninguno solicita la prenda del otro; libres vivimos de la amarga pestilencia de los celos. Entre nosotros, aunque hay muchos incestos, no hay ningún adulterio; y, cuando le hay en la mujer propia, o alguna bellaquería en la amiga, no vamos a la justicia a pedir castigo: nosotros somos los jueces y los verdugos de nuestras esposas o amigas; con la misma facilidad las matamos, y las enterramos por las montañas y desiertos, como si fueran animales nocivos; no hay pariente que las vengue, ni padres que nos pidan su muerte. Con este temor y miedo ellas procuran ser castas, y nosotros, como ya he dicho, vivimos seguros. Pocas cosas tenemos que no sean comunes a todos, excepto la mujer o la amiga, que queremos que cada una sea del que le cupo en suerte. Entre nosotros así hace divorcio la vejez como la muerte; el que quisiere puede dejar la mujer vieja, como él sea mozo, y escoger otra que corresponda al gusto de sus años. Con estas y con otras leyes y estatutos nos conservamos y vivimos alegres35.
Andrés, no obstante, aprovecha las características de este espacio para conformar su propio ideal. Por un lado, responde al viejo gitano «que se holgaba mucho de haber sabido tan loables estatutos, y que él pensaba hacer profesión en aquella orden tan puesta en razón y en políticos fundamentos, y que […] lo ponía todo debajo del tuyo, o, por mejor decir, debajo de las leyes con que ellos vivían»36; pero, sin embargo, pese a que promete someterse al nuevo ordenamiento, no funda su sustento sobre la delincuencia, sino que restituye el dinero a las víctimas de los hurtos, provocando el reproche de sus compañeros: «los gitanos se desesperaban, diciéndole que era contravenir a sus estatutos y ordenanzas»37. Finalmente, consigue que se le permita ir a robar solo, de manera que compra la mercancía que presenta ante los demás como robada. En este contexto, el joven caballero consigue enamorar a Preciosa y disfruta del respeto de los gitanos, así como de la amistad de Clemente/ Sancho, un paje que ha conseguido fugarse de la justicia ordinaria. El bienestar alcanzado por los tres personajes, tres no gitanos que, por diversas circunstancias, viven como si lo fueran, se pone de manifiesto en los dos poemas insertos que cantan, por un lado Andrés y Clemente, y por otro Preciosa, y que sirven como cierre de esta parte de la novela.
La paz obtenida se rompe, sin embargo, en el retorno a la sociedad. Los gitanos dejan su aduar y van a alojarse en un mesón de «un lugar de la juridisción de Murcia»38, donde Juana Carducha, la hija de la dueña, se enamora perdidamente de Andrés y, tras ser rechazada por él, esconde sus joyas entre las pertenencias del joven y le acusa de haberlas robado. La justicia actúa con rapidez: «acudieron luego los ministros de la justicia a desvalijar el pollino, y a pocas vueltas dieron con el hurto»39, y, una vez detenido Andrés, el alcalde del lugar muestra una notable romafobia que, probablemente, era común en la época: «El alcalde, que estaba presente, comenzó a decir mil injurias a Andrés y a todos los gitanos, llamándolos de públicos ladrones y salteadores de caminos»40. A la actitud del alcalde se suma la de un sobrino suyo, un soldado que veja a Andrés con un bofetón, una gravísima injuria en la época, especialmente para un noble. El preso reacciona matando al soldado con su propia espada, lo que provoca un gran alboroto. Como represalia, el alcalde, que «quisiera el ahorcarle luego, si estuviera en su mano, pero hubo de remitirle a Murcia, por ser de su juridisción»41, demora la entrega de Andrés al corregidor y le somete mientras tanto a «muchos martirios y vituperios»42; además, prende a la mayor parte de los gitanos como castigo. A todos los lleva a Murcia, sede del corregimiento, al día siguiente, «con la sumaria del caso»43. Como puede leerse, el pasaje incluye algunos detalles de procedimiento que no parecen tener aparentemente una gran importancia, y que sin embargo ponen de relieve el papel jugado por la justicia en la novela.
La actitud del corregidor resulta desde el principio muy diferente de la del alcalde: en primer lugar, decide no encarcelar a Preciosa junto al resto de gitanos movido por la curiosidad de su esposa, a cuyos oídos había llegado la belleza de la joven. Una vez que se produce la anagnórisis y el corregidor descubre que la gitanilla es su hija, y que Andrés es en realidad don Juan, hijo del ilustre don Francisco de Cárcamo, decide, por consejo de su mujer, liberar al homicida para convertirlo en su yerno. En este punto de la novela, lo llamativo del relato cervantino es que a nadie parece extrañar que, una vez que la abuela de Preciosa descubre la identidad de su supuesta nieta, y que esta a su vez desvela el verdadero nombre de Andrés, el asesinato quede impune. Al revés, para festejar el enlace entre los jóvenes, «hizo fiestas la ciudad, por ser muy bien quisto el corregidor, con luminarias, toros y cañas»44; mientras que «el alcalde, tío del muerto, vio tomados los caminos de su venganza, pues no había de tener lugar el rigor de la justicia para ejecutarla con el yerno del corregidor»45. El corregidor, además, paga el silencio de su subordinado: «Recibió el tío del muerto la promesa de dos mil ducados que le hicieron, porque bajase de la querella y perdonase a don Juan»46.
Por otro lado, cabe tener en consideración además que la decisión que toman el corregidor y la corregidora de casar a su hija con don Juan —recuérdese que Preciosa considera a Andrés su marido47, pero una vez convertida en Costanza, se pone a disposición de la autoridad paterna hasta en dos ocasiones a propósito de su desposorio48— resulta estratégica: don Fernando de Acevedo emparenta su familia con la de su sucesor como corregidor. Cervantes lo narra de manera sutil, sin establecer relación de sucesión entre ambos cargos, que sin embargo queda resaltada por el uso del término corregidor (ha de ser el mismo cargo, pues había un solo corregimiento en la ciudad de Murcia): «Dijo el corregidor a don Juan que tenía por nueva cierta que su padre, don Francisco de Cárcamo, estaba proveído por corregidor de aquella ciudad, y que sería bien esperalle, para que con su beneplácito y consentimiento se hiciesen las bodas»49. Desde este final de la novela se entiende la función narrativa del diálogo entre Preciosa y el teniente madrileño acerca de los juicios de residencia50. Incluso en el caso en el que don Francisco de Cárcamo no fuera el encargado de este proceso, para Fernando de Acevedo debía constituir una ventaja fundamental tener de su parte a su sucesor, que no quedaba ligado a él solamente mediante los lazos de familia, sino también obligado por una deuda aún más fuerte: por haber salvado a su hijo, unigénito, de la pena de muerte.
Para entender en su contexto el final de la novela cabe considerar además que, según indica Fortea Pérez51, el corregimiento de Murcia (que englobaba en la época a Lorca y Cartagena) fue el único que entre 1569 y 1647 estuvo ocupado exclusivamente por caballeros, y no por letrados. Recordemos que entre las solicitudes que Cervantes había hecho al Consejo de Indias para poder hacer las Américas estaba la de ser nombrado corregidor de La Paz. El alcalaíno no tuvo, seguramente, ninguna opción, y su cargo fue ocupado por Alonso Vázquez de Arce, hijo de todo un presidente del Consejo de Castilla52. Como Tomás Rodaja, nuestro autor fracasó en su intento de realizar una carrera dentro de la administración de la justicia y se vio desplazado por otros candidatos mejor situados dentro de la corte por su pertenencia a la nobleza. Por eso, no es de extrañar que, bajo el final aparentemente feliz de La gitanilla, el complutense escondiera una crítica a la corrupción de la justicia impartida por corregidores que eran caballeros.