Resumen: Luis de Mur y Navarro (1598-1650), letrado natural de Tudela (Navarra), es autor de dos tratados sobre el arte del buen gobierno, Triunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de Faraón (1640) y Tiberio ilustrado con morales y políticos discursos (1645), que lo sitúan en la corriente de pensamiento tacitista español. Desde el punto de vista de la expresión, ambas obras destacan por su estilo aforístico. En sus páginas Mur y Navarro aborda temas diversos: el príncipe y sus virtudes, la privanza y los validos, los embajadores, la guerra y la paz, la sedición, etc. En este trabajo, tras recordar los datos biográficos del autor, se ofrece un comentario del primero de sus dos tratados.
Palabras clave:Luis de Mur y NavarroLuis de Mur y Navarro,Triunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de FaraónTriunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de Faraón,pensamiento político españolpensamiento político español,arte de gobernararte de gobernar,tacitismotacitismo.
Abstract: Luis de Mur y Navarro (1598-1650), a lawyer born in Tudela (Navarre), is the author of two treatises on the “art of government”, Triunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de Faraón (1640) and Tiberio ilustrado con morales y políticos discursos (1645), which place him in the stream of Spanish tacitist thought. From the point of view of expression, both works stand out for their aphoristic style. Various topics are addressed in its pages: the prince and his virtues, privacy and the valid, ambassadors, war and peace, sedition, etc. In this paper, after recalling the authorʼs biographical data, a commentary on the first of his two works is offered.
Keywords: Luis de Mur y Navarro, Triunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de Faraón, Spanish political thought, Art of government, Tacitism.
La autoridad de los saberes: el letrado
El jurista Luis de Mur y Navarro (1598-1650) y su tratado Triunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de Faraón (1640)
The Jurist Luis de Mur y Navarro (1598-1650) and his Treatise Triunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de Faraón (1640)
Recepción: 18/02/2021
Aprobación: 30/04/2021
La figura de Luis de Mur y Navarro, letrado natural de Tudela (Navarra) que vivió en la primera mitad del siglo XVII (nació en 1598, murió en 1650), no ha recibido demasiada atención por parte de la crítica. Si dejamos de lado lo que se dice de él en los repertorios bibliográficos y algunas referencias generales a su figura y sus escritos en estudios sobre la tratadística política española de la época áurea, son contadas las referencias bibliográficas dedicadas de forma específica a este autor: cabe destacar la semblanza que hace de él José Ramón Castro en su libro Autores e impresos tudelanos (1963); una comunicación de Javier Velaza Frías presentada en el Tercer Congreso General de Historia de Navarra (1994), retomada dos años más tarde (1996) en una publicación colectiva, donde se resumen sus principales datos biográficos y se ofrece un breve análisis de sus dos obras; y, en fin, otra semblanza biográfica debida a Esteban Orta Rubio publicada en una revista divulgativa de ámbito local (1998), cuyo principal valor, sin duda alguna, es la aportación de datos documentales sacados de los archivos tudelanos. Sin embargo, pese a no contar con una bibliografía amplia que se haya ocupado de su vida y su obra, podemos afirmar que Mur y Navarro fue un personaje de cierta importancia en las décadas de los 30 y los 40 del siglo XVII y que las dos obras que nos legó revisten un notable interés. Son títulos que este letrado dio a las prensas en unos años especialmente conflictivos para la Monarquía Hispánica: Triunfos de la esclavitud en 1640 y Tiberio ilustrado en 1645, y que lo insertan en la corriente del pensamiento tacitista español1. En este trabajo, tras resumir someramente los principales datos atingentes a su biografía, me propongo un comentario del primero de sus dos tratados.
Nacido en la parroquia de San Salvador y bautizado en la Colegial de Tudela el 6 de diciembre de 1598 (no sabemos la fecha exacta de su nacimiento), Luis de Mur y Navarro pertenecía a una familia principal de su ciudad natal. Era hijo del licenciado don Luis de Mur y de doña Ana Navarro, naturales de la misma ciudad. Su padre era un hombre culto y había ostentado el cargo de regidor de la ciudad; su hijo seguiría un camino similar y llegaría a convertirse en un experto letrado. Luis de Mur hijo cursó sus primeros estudios probablemente con los jesuitas, «destacando por su precocidad, elocuencia y dominio de la lengua latina»3, dato que se desprende de la dedicatoria de su amigo Vicente de Montesa y Tornamira a Triunfos de la esclavitud, donde leemos que «la lengua latina [fue] su natural idioma. Tal es la expresión con que la aprendió, la elegancia con que la escribe y la facilidad con que la habla». Luego se trasladó a Huesca, donde estudió Filosofía y se graduó en Cánones y Leyes. En 1621, sin haber cumplido los veintitrés años, ejerce en Tudela como letrado del Cabildo catedralicio, con sueldo de doce ducados anuales, y también del Ayuntamiento, con la misma paga. Sin embargo, conocemos un acuerdo municipal del 19 de agosto de ese año que declara incompatibles ambos cargos, por lo que se le insta a que renuncie a uno de ellos, que será el del Ayuntamiento. En efecto, Mur responde «que la ciudad hiciese lo que fuese servida, porque no podía dejar de ser letrado del Cabildo»4. Cuando los regidores recibieron esta respuesta, lo destituyeron del cargo.
Sabemos también que casó, hacia el año 1623, con Isidora de Larrea y Loyola, con la que tendría varios hijos. Ese mismo año está involucrado en el pleito que mantuvieron los frailes del convento de la Merced contra el Hospital de Nuestra Señora de Gracia por la construcción en terrenos de este de un nuevo teatro. En 1625 —año en que muere su madre— Mur fue comisionado por el Ayuntamiento de Tudela para que le representase en Madrid en el litigio que mantenía con la cercana localidad de Alfaro por las aguas de riego. Hacia 1630, según se desprende del testamento de su padre —que aparece nombrado como «Luis de Mur el mayor» en los documentos— su hijo era «abogado de las Audiencias Reales deste reino». Y, como escribe Orta Rubio,
A partir de este momento [hacia 1632] su vida pública no deja de ascender peldaños; a la tarea de letrado municipal une a veces el [puesto] de regidor del ayuntamiento, lo que conlleva el cargo de ministro del Hospital de Nuestra Señora de Gracia. Incluso ciertos años se le encomendó la inspección del Estudio de Gramática de la ciudad, en manos de los jesuitas, que por el número de alumnos y profesores estaba entre los más importantes del norte de España5.
Pero, como señala este mismo estudioso, fue el conflicto con Francia, en el contexto de la guerra de los Treinta Años, lo que «lo sacó del reducido mundo tudelano lanzándolo a la vida pública»6. Así fue, en efecto. En 1636 participó personalmente en la incursión que las tropas españolas, al mando del virrey marqués de Valparaíso, hicieron en territorio francés, y además asumió los gastos de otros dos soldados participantes en esta campaña. Añade Orta Rubio a propósito de su actividad en estos años:
El momento culminante de la vida de Luis de Mur podemos situarlo entre 1637 y 1645. Primero como militar, participando en las acciones que los tercios navarros llevaron a cabo en la Baja Navarra (1636) y en el levantamiento del cerco de Fuenterrabía (1638). Después como enviado a Cortes por la ciudad de Tudela; y será precisamente en las Cortes celebradas el año 1637 donde destapará sus argumentos. Dotado de fina pluma, aquellas le encargarán redactar los memoriales para el Virrey y la Corte. Por otra parte, sus habilidades diplomáticas debían [de] ser evidentes cuando, en momentos especialmente difíciles para Navarra, es delegado para entrevistarse con los sucesivos virreyes o emprender largos viajes a Madrid solicitando audiencia con el todopoderoso Conde Duque de Olivares. En alguno de ellos sufrió en persona el encono que la actitud de Navarra había generado en la Corte7.
En 1637 asiste, en efecto, representando a Tudela, a las Cortes de Navarra celebradas en Pamplona. En el mes de junio las Cortes de Navarra lo comisionan para que se entreviste en Madrid con el conde duque de Olivares «a causa de un problema suscitado entre Olivares y el Abad de Fitero. Le acompaña el diputado Mutiloa, del brazo militar o nobiliario»8. En efecto, las Cortes les encargaron que fuesen «A representar a su Majestad y al señor conde duque y los demás ministros que conviene» (al parecer, según contaba el abad de Fitero en una carta, había tenido palabras enfrentadas con el señor conde-duque). Por estas fechas participa en otras comisiones; así, se entrevista con el virrey para tratar los asuntos relativos a la guerra de Francia, y es nombrado miembro de la Diputación del Reino hasta la celebración de las próximas Cortes. En 1638 participa en el socorro de Fuenterrabía, asediada por los franceses. En 1639 lo tenemos en Madrid para seguir tratando asuntos oficiales. Al año siguiente, 1640, publica su tratado político o arte de gobernar titulado Triunfos de la esclavitud9. En 1642 se le encarga que «glose el Fuero y que glosado se imprima, acudiendo la Diputación a los gastos […] para cosa de tanta importancia». El 1 de agosto de ese mismo año se le envía a Zaragoza junto con Baltasar de Rada, señor de Lezáun, para entrevistarse con Felipe IV —que marchaba a la guerra de Cataluña—, «a pedir mercedes para el reino en común». En septiembre de ese mismo año se le nombra de nuevo síndico; por un memorial solicita vivir en Tudela, cosa que se le autoriza, «porque en su poca salud pudiera ser arriesgada cualquier mudanza», si bien con la obligación de asistir a las Juntas Generales y Extraordinarias de la Diputación e, igualmente, a las Cortes Generales. El 11 de julio de 1643 es comisionado junto con el deán de Tudela para que fuesen a buscar al rey y le comunicaran el «sentimiento del reino» tanto por el contrafuero relacionado con una cuestión de alojamientos como por la prisión de Sancho de Monreal ordenada por el virrey. Y el 3 de diciembre los Estados, tras leer una carta de los agentes en donde se comunicaba que el rey había partido de Zaragoza a Madrid, y que los negocios del reino aún no habían sido despachados, «viendo la importancia de ellos y que el buen suceso pueda pender mucho de que no se pierda tiempo en su solicitud, acordó se escriba luego a estos señores, dándoles orden de que sigan a su Majestad y vayan a Madrid, donde continúen las diligencias que han empezado, procurando adelantar el estado que hoy tiene». En 1644 las Cortes de Navarra le encargan a él y a su amigo el señor de Ablitas un estudio de las armas que debe llevar la nueva moneda de vellón.
Un año después, en 1645, es comisionado por las Cortes de Navarra para entrevistarse de nuevo con Felipe IV en Zaragoza, en esta ocasión junto con el señor de Ablitas. Esta vez —apunta Orta Rubio, a quien vengo siguiendo en este recorrido cronológico— se quiere que los delegados viajen con todo boato, pues son la representación del reino, así que lo hacen en coche de cuatro mulas. Sabemos que en mayo está en Zaragoza —el día 5 de ese mes firmaría la dedicatoria del Tiberio ilustrado, en cuya portada se presenta como licenciado y del Consejo de su Majestad y su alcalde en la Corte Mayor de Navarra—. Pero, debido a su mala salud, pide licencia para retirarse a Tudela, licencia que las Cortes navarras reunidas en Olite le conceden el 3 de mayo de 1645: «… pues se halla con tan poca salud como dice, se podrá venir a su casa y a cuidar de ella cuando quisiere»10. «También pudo ser —añade Orta Rubio— que influyeran razones políticas, como los rumores de la caída del virrey Conde de Oropesa, a quien parece se encontraba muy unido si tenemos en cuenta que le dedicó su obra Tiberio»11.
Desde este año 1645 (fecha de publicación de su Tiberio ilustrado) encontramos ya a Mur y Navarro retirado del primer plano de la vida pública. En 1647 se encargaría de la leva de la gente de la Ribera para incorporarse al ejército real que iba a la guerra de Cataluña. Nos consta que en sus últimos años de vida trató de conseguir asiento en Cortes por el brazo militar-nobiliario. Castro señala que en la biblioteca del Colegio de los Padres Escolapios de Sos del Rey Católico se conserva el manuscrito «Llamamiento a Cortes pretendido por don Luis de Mur, de que hay razón en el Libro segundo de Consultas del Consejo de Navarra». Así lo solicita formalmente en 1648. El citado estudioso indica que se dio sentencia favorable a su petición con fecha en Pamplona a 4 de marzo de 1649, pero no parece que llegara a ser efectiva, pues en su testamento Mur indica que «hasta ahora no se [me] ha despachado célula [sic] de merced para entrar en Cortes Generales deste reino»12. Es de suponer que seguía viviendo en Pamplona, pues por este tiempo pertenecía al Consejo de Su Majestad en Navarra y fue asimismo Presidente de la Corte Mayor del Reino. En otoño de 1650 se agravan sus achaques de salud y el 5 de noviembre dicta su testamento (Orta Rubio transcribe la mayor parte de sus cláusulas), dejando al morir —no sabemos la fecha exacta— mujer y cinco hijos.
Una parte de los escritos de Luis de Mur y Navarro derivan de su actividad como letrado. Así, a 23 de junio de 1649 se fecha en Pamplona un opúsculo suyo titulado Si la Corte Mayor puede conocer las causas procesorias sobre cosas eclesiásticas13. Nos consta también que tenía escrita una obra sobre la Antigüedad y privilegios de la ciudad de Tudela, pues el libro de acuerdos municipales de la capital ribera recoge, en 1641, la indicación del Ayuntamiento para que se imprima; al parecer no se llegó a publicar nunca y, a día de hoy, debemos considerarla una obra perdida.
En fin, en algunas ocasiones se le ha atribuido un Tratado de las condiciones que ha de tener el boticario para ser docto en su arte14. Ya Velaza Frías hacía notar que «La temática [de este libro] no parece adecuarse en exceso a la personalidad y los intereses de nuestro autor, por lo que esta atribución nos merece abundantes reservas»15. Y, en efecto, esa obra no es de Mur y Navarro: se trata en realidad de un escrito de un amigo suyo, Miguel Martínez de Leache (natural de Sádaba, pero afincado en Tudela), tal como revela la ficha bibliográfica completa del libro: Tratado de las condiciones que ha de tener el boticario para ser docto en su arte,compuesto por Miguel Martínez de Leache, en Zaragoza, por los herederos de Pedro Lanaja, 166216.
El caudal estrictamente “literario” de nuestro letrado está formado por dos libros (lo que Velaza Frías llama sus dos obras «mayores»17) que se insertan en el contexto de la tratadística política y, más concretamente, en la corriente tacitista. Estas son las fichas completas de ambas obras, con sus portadas:
Triunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de Faraón. Al Excelentísimo Señor conde duque de Sanlúcar. Ofrécelo el licenciado don Luis de Mur, diputado y síndico del reino de Navarra, y natural de la ciudad de Tudela. Con licencia, en Zaragoza, por Diego Dormer, año MDCXL. A costa de Iusepe Ginobart, mercader de libros.
Tiberio ilustrado con morales y políticos discursos. Escríbelo el licenciado don Luis de Mur, del Consejo de Su Majestad y su alcalde en la Corte Mayor de Navarra. Y en obsequio, si desigual a su grandeza, hijo de su reconocimiento, lo dedica, ofrece y consagra al Excelentísimo Señor don Duarte Fernando Álvarez de Toledo Portugal Monroy y Ayala, conde de Oropesa, Alcaudete, Belvís y Deleitosa, marqués del Villar, Flechilla y Jarandilla, señor de la casa y villa de Montemayor, virrey y capitán general18 del reino de Navarra y sus fronteras y comarcas y capitán general de la provincia de Guipúzcoa, etc., en Zaragoza, por Diego Dormer, año 1645, a costa de Pedro y Tomás Alfay.
Estas dos obras —publicadas en unos años muy complicados para la Monarquía Hispánica, los de la rebelión de Portugal y la guerra de Cataluña— son dos artes de gobernar que, de alguna manera, forman un díptico, no en el sentido de que la segunda sea complemento o segunda parte de la primera, sino por otra razón: Triunfos de la esclavitud toma a Moisés como modelo del buen gobernante, y así, los diversos sucesos narrados en el Éxodo (desde su nacimiento hasta su muerte a la vista de la Tierra Prometida: esclavitud de los hebreos en Egipto, preparación del Libertador, matrimonio con Séfora, la hija de Jetró, las plagas contra los egipcios, la salida de Egipto y el paso del mar Rojo, la travesía del desierto con sus pruebas, la entrega de los mandamientos, el becerro de oro, las segundas tablas de la Ley, la construcción del tabernáculo, etc.) sirven para el comentario de las virtudes que debe reunir el buen gobernante y la enunciación de otros diversos aspectos relacionados con la ordenación de la república. Toda la doctrina de Mur y Navarro surge, pues, como comentario o glosa a las diversas decisiones y actuaciones del caudillo judío. En su dedicatoria al conde duque de Sanlúcar (o sea, a Olivares, que desde 1625 era duque de Sanlúcar la Mayor) Mur habla de forma explícita de «este mal compuesto ramillete de las virtudes de un gobernador» (fol. A2r). Una dedicatoria cuyas palabras finales —recordemos que el año de publicación es 1640— son «Guarde Dios a Vuestra Excelencia todo lo que la monarquía ha menester y sus criados deseamos» (fol. A2r).
Pues bien, si en Triunfos de la esclavitud Moisés es el ejemplo del buen gobernante, y las letras sagradas (concretamente el libro del Éxodo) constituyen el hipotexto sobre el que se construye el discurso de Mur y Navarro, en su segundo tratado serán los hechos del emperador romano Tiberio (a través de los libros I-VI de los Anales de Tácito) los que proporcionen el antimodelo del buen gobernante, pues de aquel se destacan su doblez y crueldad19. Es en este sentido de ofrecer sendos ejemplos de buen gobernante y de mal gobernante que podemos hablar de un díptico al referirnos a ambas obras. Muy significativas a este respecto me parecen las palabras «Al letor» que antepone Mur a su Tiberio:
En este epítome, si no de la historia, de la vida de Tiberio, he pretendido descifrar lo que recató su astucia. Mucho será entender muerto al que vivo pareció inapeable; pero si de las acciones de los príncipes se discurre mejor a vista del túmulo que del trono, mejor se leerán las verdades entre las cenizas que entre la púrpura; con una se descifran todas las obras y palabras de Tiberio, pues basta decir que fue mentira cuanto dijo y cuanto obró, para sondar20 su profundidad. Sea el comento de su vida y la contracifra de sus engaños el saber que siempre quiso lo que disimuló, y que disimuló lo que quiso. No necesita de más atenta glosa su texto, no de más observaciones su dotrina; no la escribo para enseñanza, sino para advertencia, porque no importa menos conocer las yerbas venenosas que las saludables. Si errares en la elección, no tendrá la culpa quien te advierte el peligro. Vale.
Es decir, de estas palabras se desprende que hay ejemplos positivos que imitar (yerbas saludables, como sería el caso de Moisés), y ejemplos negativos, exempla a contrario, que evitar (yerbas venenosas, como Tiberio21).
Decía antes que apenas existe bibliografía específica centrada en nuestro letrado, pero sí que aluden a él y le dedican cierta atención los críticos que han estudiado el tacitismo y, en general, los autores de tratados políticos y de educación de príncipes de la época áurea. Maravall no lo incluye en sus «Fuentes bibliográficas directas» de La teoría española del Estado en el siglo XVII (1944). En cambio, Francisco Sanmartí Boncompte le dedica un breve apartado (unas tres páginas) en su libro Tácito en España (1951). Algo de atención le presta también José Antonio Fernández-Santamaría en su monografía de 1986 Razón de Estado y política en el pensamiento español del Barroco (1595-1640)22. Y tampoco faltan algunas referencias en otros estudios. Por ejemplo, Ángel Ferrari, en su obra Fernando el Católico en Baltasar Gracián, lo estudia como un precedente en el que pudo inspirarse Gracián para algunos aspectos concretos de su teoría política23.
En las dos obras de Mur y Navarro se da entrada a las principales preocupaciones temáticas de los tratadistas políticos españoles áureos, ya se sitúen en el ámbito del tacitismo político —la corriente que me parece más afín al pensamiento del navarro—, ya del maquiavelismo o el neoestoicismo. Dada la limitación de espacio, y teniendo en cuenta que quienes hasta la fecha se han ocupado del autor han centrado su atención en el Tiberio ilustrado24, ofreceré en esta ocasión un breve comentario del primero de sus escritos, Triunfos de la esclavitud.
El libro (publicado como quedó apuntado en Zaragoza, por Diego Dormer, el año 1640) se abre con la licencia («Doy licencia para que se imprima en Zaragoza a 30 de julio, año 1640. / El Dotor Juan Perat, / Vicario General») y el imprimatur: «Imprimatur / Hortigas asesor»). Sigue luego una dedicatoria a Olivares («Al original que deseó copiar su pluma digno de mejor pincel, al Excelentísimo Señor conde duque de Sanlúcar»), en la que Mur y Navarro se refiere a su obra —apelando al consabido tópico de la falsa modestia— como «Este mal compuesto ramillete de las virtudes de un gobernador». Así escribe:
Este mal compuesto ramillete de las virtudes de un gobernador (ningunas flores hay de mejor fragancia) consagro al nombre de Vuestra Excelencia para que, si las descompuso y afeó mi estilo, cobren la hermosura y orden que perdieron en las acciones de Vuestra Excelencia, donde se halla ejecutado lo que quiso escribir la pluma; más útil será contemplarlas que leerlas, cuanto es más eficaz el ejemplo que las palabras, y yo quedaré desempeñado, si no con la obra, con el dueño, si Vuestra Excelencia lo quisiere ser de mi humildad: grande recomendación para hacer méritos de la osadía, cuando en Vuestra Excelencia halla la virtud los desagravios de la invidia, y la humildad los triunfos contra la opresión. Guarde Dios a Vuestra Excelencia todo lo que la monarquía ha menester y sus criados deseamos (fol. A2r).
Una segunda dedicatoria va encaminada «Al letor», cuyo texto reza así:
No juzgues primero del autor que del libro si no quieres dar parte a la voluntad en la censura, que ha de ser del entendimiento. Si lo quisieres leer, no será grande el desperdicio. Si no lo leyeres, poco te deberá la curiosidad. Aunque si has de censurarle, yo te deberé mucho. No calumnies el asumpto por repetido, que una materia es capaz de diferentes formas. Si te pareciere breve, será acreditarlo de bueno; si malo, no me culparás de prolijo. El estilo lo debes a mejor pluma que la mía; a mí el deseo de imitarla: no podrás cansarte de Moisén. Si te cansare la narración, buen desquite tienes en Rómulo y Tarquino. Vale (fol. A2v).
Vienen tras las dos dedicatorias unas palabras de Francisco Vicente de Montesa y Tornamira, amigo del autor, que se presentan bajo el siguiente epígrafe: «Al licenciado don Luis de Mur, diputado del reino de Navarra, síndico perpetuo de sus Cortes y adbogado de sus Reales Audiencias25. Elogio en la edición de su Política. De don Francisco Vicente de Montesa, señor de Moré» (fols. A3r-[A6v]). Aquí, además de aportar algunos breves datos biográficos sobre el autor, Montesa comenta que la obra dedicada a los hechos de Moisés se redactó en el ocio de unas vacaciones («los desahogos de unas vacaciones trocó por los afanes destos estudios», fol. A3r) y ofrece algunas notas glosando estos «discursos políticos»:
Y así, dejando su alabanza [la del autor], pasaré a la de la Política que con la vida de Moisén nos propone, y en ella las más altas materias del Estado, que pueden ofrecerse en los tres géneros de gobierno, monárquico, aristocracio y democracio26, si bien sus preceptos son del primero, como más perfecto (fol. [A5r]).
Adornados con las habituales citas eruditas, los párrafos que le dedica Montesa y Tornamira se refieren asimismo al estilo que adorna los Triunfos:
Escribe para los entendidos, en tan bien colocadas y cultas voces, sin la escuridad y aspereza de los críticos que ponen su primor en afectar la inteligencia, tan sin provecho […]. La buena locución ha de ser fácil en las cláusulas, no tanto en los conceptos por la gravedad de la sentencia, en que tengan qué descifrar los doctos. Seneca lo acredita: Fácile dicere, quod alii non facile intelligant. Quiso significar las preñeces del misterio con que suelen escribir los filósofos, y aun algunos de los políticos, por rebozar la irreverencia que satiriza el ministro con pretexto de enmendar el gobierno. […] ¡Cuán diferente es la candidez deste libro, con qué atención habla de la privanza, con qué veneración de la majestad, con cuánta precisión materia tan grande en volumen tan breve! (fol. [A5v]).
Las alabanzas que va dejando caer aquí y allá se resumen en el siguiente soneto que ocupa la parte final de su dedicatoria, el cual ciertamente es más interesante por su contenido que por su forma, por lo que anuncia que por su estricta calidad literaria27:
¿Quién sino tú, consulto celebrado,
pudiera conciliar, tan doctamente,
el régimen político y decente,
la ley de Dios y la razón de Estado28?
Este volumen grande, si abreviado
en páginas, lacónico, elocuente,
a Séneca excedió lo más prudente,
a Tácito templó lo más osado.
Genio mayor en tanta disciplina
muestra tu pluma, pues del soberano
Moisén nos representa la doctrina
donde se mira un príncipe cristiano
que supo en económica divina
juntar con lo moral lo cortesano (fol. [A6v])29.
El texto de Mur y Navarro ocupa las páginas 1-111 del volumen. Comienza con unos párrafos introductorios, sin ningún título (pp. 1-5), y siguen luego 37 capítulos encabezados cada uno de ellos por un epígrafe (la numeración, en romanos, llega hasta el número XXXVI, pero existen por error dos apartados numerados como XXVI). Los ejercicios de correspondencia entre los hechos de Moisés y la doctrina política que de ellos se deriva se explicitan a veces de forma clara. Así sucede al comienzo del capítulo XV, «Asistió Moisén a la guarda del ganado de su suegro», al equiparar la pareja pastor-cayado y príncipe-cetro:
Buena enseñanza pasar del palacio a pastor, y del cayado al cetro, que bien se corresponden estos oficios: los desvelos de un pastor y los cuidados de un príncipe (pp. 32-33).
Es esta una imagen que se retoma más adelante, en el capítulo XXVI (el primero de los dos que llevan este número):
Realmente dijeron bien algunos que los príncipes habían de ser pastores antes de ser príncipes; el asenso es de menor a mayor. Más dificultad es gobernar hombres que animales; el que ha de gobernar una república, enséñese a guardar ganado; mejor es lidiar con las fieras que con los apetitos (p. 66).
Haciendo uso del sentencioso tono aforístico común a la mayoría de estos autores, son muchos los temas que aborda Mur y Navarro relacionados con el arte del buen gobierno30. Los epígrafes de los treinta y siete capítulos (de larga extensión, por lo general) presentan los hechos relativos a la biografía de Moisés, presentándonoslo como «ejemplo de ministro y de caudillo ideal, distinto al gobernante realista que fue concebido con anterioridad por el agustino Juan Márquez»31; a continuación, el texto propiamente dicho del capítulo plantea diversos temas relacionados con la política y las cualidades del buen gobernante32: la «doctrina», al decir de Montesa y Tornamira en su soneto, que constituye el espejo en el que puede mirarse el príncipe cristiano.
Cabría comenzar recordando el concepto de república que tiene Mur y Navarro, para quien el mejor el sistema de gobierno lo constituye la monarquía: «La monarquía es el gobierno más perfecto», escribe (p. 77). Antes había dejado indicado que «Los príncipes resplandecen con vislumbres de soberanía, son entre los humanos sus más verdaderas efigies» (pp. 69-70). El ejercicio del poder, con todas sus cargas anejas, ha de entenderse sobre todo como servicio y trabajo: «El imperio [‘el mando’] no es como se representa a los ojos: descubre majestad y es servidumbre. Los súbditos miran por su conservación; el rey, por la de todos» (p. 33). Explica el autor que los príncipes son ejecutores de las leyes: «No pierde la libertad el que se sujeta a lo justo, porque los príncipes son ejecutores de las leyes, y estas las reglas con que se mide» (p. 18). Y añade: «El príncipe no ha de ser obedecido porque es poderoso, sino porque es príncipe. Lo primero supone señor; lo segundo, padre» (p. 85)33.
Una segunda idea —común, por supuesto, a otros muchos autores, pero muy reiterada en el discurso de Mur— es su concepción de la república como un cuerpo místico en el que la cabeza (el soberano) y los miembros (los súbditos y/o los distintos reinos) son partes solidarias: «La república es un cuerpo místico; la cabeza, el príncipe; sus influjos la dan vida. Mal puede conservarse la unión si la cabeza no se compadece del cuerpo y el cuerpo no se expone a los riesgos de la cabeza» (p. 20). Se refiere también al origen divino del poder: es decir, presenta al rey como representante de la divinidad en la tierra, valga decir como vice-Dios, según el concepto habitual del derecho divino de los reyes: «Los príncipes son ministros de Dios» (p. 37); «El título más honorífico para los reyes es el de ministros de Dios» (p. 77).
Varios de sus comentarios señalan las virtudes que debe reunir en su persona el buen gobernante y, en sentido contrario, los vicios que acompañan al mal gobernante o tirano. Así, se valora positivamente la prudencia, uno de los elementos esenciales en el pensamiento político de la época: «La prudencia se adquiere con el uso, la moderación con el tiempo» (p. 15); «No es valentía aventurarse a los peligros cuando los puede evitar la prudencia» (p. 22); «La primera regla de prudencia es la conservación propia» (p. 23); «La prudencia ha de estar en el que gobierna; la ejecución, en los que obedecen» (p. 91). Esa prudencia que se pide al gobernante es conveniente que vaya acompañada de la experiencia, considerada como motor principal de la política:
La experiencia hace tratables las razones de Estado; la especulación sola es una oficina de los materiales con que se ha de obrar. Los poco ejercitados difícilmente aciertan en la aplicación, porque el gobierno de una república tiene más de práctico que de especulativo (p. 14).
Otra de las virtudes necesarias en el buen gobernante es la sabiduría, que puede ir unida al disimulo o recato (recatar es un verbo muy usado por Mur). Él aprueba la disimulación34 o el equívoco, no así la mentira o el engaño:
La simulación (porque parece usó della Moisén) no solo es permitida, sino conveniente a los príncipes. La mentira siempre es injusta. No se ofende la justicia si no se viola la verdad, aunque la equivocación haga dudosa la inteligencia. El que miente no confirma las palabras con la intención; el que simula puede ajustar la intención con las palabras. El uno pretende engañar; el otro, no ser engañado (pp. 47-48).
Queda claro que para el letrado navarro el arte de la disimulación tiene sus límites (ver también la p. 12, donde escribe que «nunca la pasión ajusta los medios a los fines. La violencia bien puede oprimir la razón, pero no prevalecer»). A continuación hablará Mur y Navarro de las diferencias entre el príncipe prudente y el príncipe sagaz:
La verdad consiste en obras y palabras, como también la mentira. No miente el que con los intentos que afecta asegura los que quiere ejecutar. Instruir al enemigo para que se prevenga es disponerlo para su ruina. Deslumbrar su atención con disimular los designios es atender a la seguridad propia, no al menoscabo ajeno. No es prudente el que no previene el peligro, ni sagaz el que manifiesta el intento sin necesidad (p. 49)35.
Se refiere también nuestro letrado a la necesidad del secreto en los actos y decisiones de gobierno: «La principal razón de Estado consiste en su conservación; su mayor firmeza en el secreto» (p. 48); «los designios del príncipe se han de comunicar con pocos, la ejecución se ha de fiar de muchos» (p. 98)
Por supuesto, los príncipes se deben mirar en los buenos modelos (p. 59); y, a su vez, «el ejemplo del príncipe es ley para los súbditos» (p. 70). Nos habla —siempre a través del comentario de los hechos de Moisés— de la importancia del vencimiento de sí mismo36, frente a la nota negativa que supone el amor propio (p. 81). No falta una alusión concreta a la diferencia entre el buen príncipe y el tirano: «La diferencia del buen príncipe al tirano consiste en que el uno es padre y el otro quiere ser señor; el uno aborrece el delicto y ama al culpado; el otro más aborrece al delincuente que a la culpa, y así ordena los castigos a la ruina, no a la enmienda» (p. 77).
Encontramos, por supuesto, muchos otros temas menores asociados a los hasta ahora enunciados, como por ejemplo la respuesta a la cuestión de si los gobernantes deben ser casados o no (los reyes —responde Mur en las pp. 29-30—, por supuesto que sí).
Todo lo anterior guarda relación con la figura del príncipe o soberano y las virtudes que este debe reunir para ser un buen gobernante. Otra serie de comentarios se centran en los consejeros, es decir, plantean el consabido tema de la privanza: los príncipes no han de despreciar los consejos de validos o privados (pp. 82-83), afirma Mur, aunque previamente había reconocido que «No es fácil aconsejar a los poderosos» (p. 80). A la pregunta de por qué conviene que los reyes tengan privados, responde así:
Los príncipes no pueden ser comunes en los tratos: ni lo permite la ocupación, ni fuera decente a la majestad. Negarlo con todos fuera hacerlos intratables. Han de tener alguno con quien comuniquen; este ha de ser su voz, porque la del príncipe no se haga vulgar (pp. 76-77).
Además, el privado ha de resplandecer con la luz emanada del soberano:
El ministro inmediato al príncipe ha de lucir con sus rayos. Más copiosos los comunica el sol a la luna, que es su lugarteniente, que a las estrellas. Una es la luz que reciben, pero no igual la participación. La luna substituye al sol, las estrellas a la luna, el valido al príncipe, los ministros al privado, aunque todos con los reflejos de la majestad, como los astros con los esplendores del sol (pp. 77-78)37.
Igual que el imperio supremo era una tarea, también la privanza ha de ser considerada una carga:
La privanza muestra grandeza y dice servidumbre. La comunicación inmediata del príncipe la hace grande, insufrible el peso. Libra el príncipe los aciertos en su cuidado, en el del príncipe todos. Los súbditos son acreedores de sus acciones; el rey de las del valido, porque fía dellas su desempeño (p. 78).
El privado, se indica, debe ser un fiel ejecutor de la voluntad soberana, sin cambiarla o distorsionarla: «El ministro ha de ejecutar las órdenes del príncipe, no alterarlas» (p. 96). Se refiere asimismo Mur y Navarro a la importancia del mérito y la experiencia en los consejeros: «los puestos se han de dar a la virtud» (p. 83, y ver también p. 84), lo mismo que los premios, honores y reconocimientos públicos. Los ministros —expone en otro pasaje— han de ser modestos, pero sin pasar al extremo de la desidia (p. 38); y deben tener elocuencia y sabiduría (p. 91). Afirma, con gráfica expresión, que «los ministros son leyes animadas» (p. 45), de ahí que «la transgresión de la ley en el ministro es más culpable [que en otros], porque es más ofensiva» (p. 45).
En cuanto a las leyes, establece nuestro autor que son inviolables; y señala que han de ser pocas y necesarias (p. 73). Se debe cumplir siempre el espíritu de las leyes, más allá de la letra de su enunciado (p. 74)38.
Aunque no se extiende en esta cuestión, no falta en el discurso del letrado tudelano alguna consideración sobre los embajadores de los príncipes, que han de ser entendidos y elocuentes (pp. 43-44), porque «Son los embajadores la voz de su rey» (p. 43).
Otro asunto importante que no puede dejar de abordar Mur y Navarro es el de la paz y la guerra. Él se muestra partidario de una paz armada39: «La quietud pública se consigue muchas veces con no tenerla; la paz, con la guerra» (p. 55); «El enemigo se ha de recebir con hostilidades» (p. 68); «La paz ha de ser armada, y la guerra, formidable» (p. 99). Es consciente nuestro autor de que «En la guerra no solo se pelea con los cuerpos, sino mucho más con las almas» (p. 50)40.
Frente a la virtud y los buenos ejemplos (pp. 59, 106, 107…) se alzan los enemigos domésticos de las repúblicas, que pueden ser de varios tipos: el vulgo inconstante y necio (pp. 51-52 y 72), la envidia y la censura al soberano (p. 57), la censura unida a la desobediencia (p. 85), la murmuración y la censura contra el príncipe (pp. 86-87), de nuevo la envidia (pp. 94 y 110).
En fin, un tema de candente actualidad a la altura de 1640, año de publicación del libro, es la rebelión contra el poder establecido y cómo actuar con los sediciosos41. Entresaco del tratado estas dos citas que me parecen especialmente significativas:
Las cismas en las repúblicas se han de atajar con fuego antes que pasen a sedición declarada. No hay mayor rigor que la piedad cuando da fuerzas a la insolencia. La conservación del Estado es la suprema ley. El que se muestra piadoso con los que turban su quietud es cruel con la república. Menor inconviniente es cortar un brazo que conservarlo con riesgos del cuerpo (pp. 94-95).
Si la cisma toca en la religión, se han de castigar los amagos, porque aun estos son ofensivos. La fe dice unidad. El miembro que se divide no puede participar los influjos de la cabeza, y así es fuerza que se corrompa. No se ha de dar lugar a que eche raíces, porque producirá renuevos, y lo que fue porfía pasará a obstinación (p. 95).
Dejando de lado la cuestión de cómo se establecen las correspondencias entre los hechos de Moisés y los comentarios de Mur sobre el buen gobierno —asunto más complejo, que ahora no puedo abordar—, ofreceré unas pinceladas mínimas sobre el estilo de este tratado. La nota más característica es, sin duda alguna, su tono sentencioso42. He aquí algunos ejemplos —entre otros muchos posibles— de sentencias que pueden extractarse de Triunfos de la esclavitud:
Más se mueven los hombres del temor de perder que del deseo de adquirir (p. 7).
Donde se arriesga lo más, pocas veces se repara en lo menos (p. 7).
La violencia bien puede oprimir la razón, pero no prevalecer (p. 12).
El ejemplo del superior facilita lo que no pudieron los edictos (p. 19).
La primera regla de la prudencia es la conservación propia (p. 23).
El ocio no es vituperable si se ordena al trabajo (p. 30).
Los buenos bien pueden verse oprimidos, pero no desamparados; los trabajos prueban la confianza del justo (p. 35).
Tan ladrón es el que no paga lo que debe como el que usurpa lo ajeno (p. 39).
De la majestad siempre es delicto juzgar con irreverencia (p. 40).
Pocas veces lo que es áspero al oír es plausible al entender (p. 42).
A vista del mal padecido parecen bienes los trabajos pasados (p. 65).
El ejemplo del príncipe es ley para los súbditos (p. 70).
Los maldicientes son peste de la república (p. 87).
La envidia es lince para ver los premios, y no tiene ojos para ver la virtud (p. 94).
Ninguna cosa ofende tanto a la majestad como la irreverencia del ministro (p. 97).
El sol no da toda su luz a la luna, ni el rey toda su soberanía al ministro (p. 98).
La paz ha de ser armada, y la guerra, formidable (p. 99).
La necesidad hace valientes; la felicidad, licenciosos (p. 100).
El mayor bien de la república es un buen príncipe, como el mayor mal perderle (p. 104).
No se ha de desconsolar el príncipe porque los súbditos se quejen, que es achaque del vulgo a vista de los beneficios pedir milagros (p. 107).
Es más fácil vencer a los enemigos que gobernar a los propios (p. 108).
Solo muere el que no supo vivir, y solo vive el que muere (p. 109).
El séquito de la virtud bien puede estar desvalido, pero no prevalecerá la malicia contra el virtuoso (p. 109).
La vida es disposición para la muerte, y la muerte del justo es el principio de su vida (p. 110).
Ciertamente, desde el punto de vista de la expresión, este tono aforístico es el rasgo más destacado, pues se extiende a lo largo de todo el tratado43. Cabe señalar también la introducción por parte del autor de algunos elementos que contribuyen al ornato retórico, como el empleo de símiles, metáforas e imágenes varias. Veamos algunos ejemplos:
El temor es lince de los peligros (p. 6).
La hermosura no solo es incentivo del amor, sino también de la esperanza, porque pocas veces una caja rica es depósito de una piedra tosca (pp. 8-9).
Son los naufragios de la voluntad más peligrosos que los de las ondas. Aquellas suelen calmar; los enojos del superior, raras veces (p. 10).
Los achaques de una república se originan de varios accidentes; varios humores desazonan su cuerpo, por diversas causas peligra su salud (p. 14).
No basta que el árbol dé frutos si no deja pimpollos que renueven su fecundidad (p. 32).
El labrador no echa la semilla en la tierra que conoce estéril (p. 37).
Un ánimo vengativo es flecha que se convierte contra el que la despide (p. 60).
Interesante es la comparación del «ardimiento» del gobernante con un caballo desbocado, imagen de larga tradición emblemática44:
Los gobernadores no menos peligran de precipitados que de flojos; los potros indómitos no son buenos para las palestras, hasta que la escuela templa su lozanía y el castigo los hace tractables. El ardimiento sin enseñanza es un caballo que despeña al que le rige; más arrastra el apetito que la conviniencia, y la voluntad siempre se inclina a lo más fácil (p. 16).
Expresiva es igualmente esta otra imagen de la segur (el hacha) aplicada al tronco del árbol para evitar que crezca la vanidad:
El poder de ordinario es licencioso; necesario es cortar las raíces antes que el árbol crezca, si no en fruto, en hojas de vanidad. De manera que sea necesario aplicar la segur al tronco; la igualdad de la justicia es el freno de los grandes y el consuelo de los desvalidos (p. 22).
También encontramos, a la hora de tratar de los límites de los castigos, esta imagen del padre que con una mano castiga y con la otra halaga a sus hijos:
Los castigos se han de ordenar a la enmienda, no a la ruina de los súbditos. Con una mano castiga el padre las travesuras de los hijos y con otra45 los halaga, porque los golpes que ejecuta son más efectos del amor que de la ira (pp. 74-75).
Consideremos asimismo esta otra imagen que utiliza el léxico de los metales y la alquimia:
[…] los talentos de los hombres muchas veces parecen oro y son alquimia; la ocupación es la piedra del toque que diferencia los metales de los merecimientos (p. 84).
En fin, muy reiterada es la imagen del miembro podrido, que conviene amputar antes de que la podredumbre se extienda al resto del cuerpo:
El miembro que se podrece se ha de cortar antes46 que comunique el contagio (pp. 86-87)47.
Son frecuentes en el texto de Mur y Navarro las figuras de repetición; así, maneja habitualmente estructuras paralelísticas, a veces en forma de quiasmos; abundan las series trimembres (ya desde el propio título del tratado) y cuatrimembres («fuera preferir la vanidad a la conviniencia, la sombra al cuerpo, lo que pasó a lo presente, la flor al fruto», p. 29), y hallamos también algunos ejemplos de concatenaciones, como esta:
La quietud pública se consigue muchas veces con no tenerla, la paz con la guerra; esta no puede mantenerse sin soldados; los soldados, sin estipendios; estos, sin tributos; los tributos, sin descomodidades (pp. 55-56).
En fin, una construcción muy reiterada en el discurso de nuestro autor es la que podemos formular así: «Enunciado A, enunciado B. Lo primero…, lo segundo…» (o bien «El uno…, el otro…» u otras variantes similares). Veamos algunos ejemplos de esta estructura sintáctica:
Proponer la historia desnuda es relación, no doctrina. Lo primero deleita con su novedad; lo segundo enseña a juzgar de las acciones como parecen (pp. 1-2).
Reducir la enseñanza a la vida de un gobernador es suponerlo o muy perfecto o muy malo. El uno es dificultoso de hallar; el otro, no fácil de conocer (p. 2).
Querer que los gobernadores no sean casados es quererlos o sumamente perfectos o muy malos. Lo primero es dificultoso; lo segundo, muy contingente (p. 31).
El que se excusa de la ocupación en que el príncipe le pone, o se conoce insuficiente o lo afecta. El primero falta de encogido; el segundo peca de engañoso. Aquel es menos culpable; este delinque sin culpa (pp. 39-40).
El príncipe no ha de ser obedecido porque es poderoso, sino porque es príncipe. Lo primero supone señor; lo segundo, padre (p. 85).
Bueno es presumir poderoso al enemigo, pero mejor es conocerlo como es. Lo primero es obrar con duda; lo segundo, con seguridad (pp. 90-91).
Luis de Mur y Navarro es una figura de cierta importancia en los años 30 y 40 del siglo XVII que reúne en su persona la doble condición de jurista y de militar. Al repasar su biografía, hemos visto que se desempeñó como letrado, síndico y comisionado ante Olivares y el rey (tuvo, a lo que parece, notables habilidades diplomáticas), en el contexto de la guerra de los Treinta Años, y que fue asimismo soldado en las campañas contra Francia. Aunó, pues, en su persona —como tantos otros de sus contemporáneos— las armas y las letras.
Su pensamiento político está expresado en sus dos obras mayores, Triunfos de la esclavitud, virtudes de Moisén y dureza de Faraón (1640) y Tiberio ilustrado con morales y políticos discursos (1645). En las páginas de estos dos tratados sobre el arte de gobernar aborda los temas y motivos habituales sobre la forma de gobierno de la república, el príncipe y sus virtudes, la privanza y las características que ha de reunir en su persona el valido, los embajadores, la guerra y la paz, la sedición, etc. Aquí hemos ejemplificado ese pensamiento político con varias citas de Triunfos de la esclavitud, si bien podrían aportarse pasajes similares del Tiberio ilustrado. Estas ideas políticas de Mur y Navarro pueden inscribirse en la corriente tacitista del pensamiento español áureo. Significativo resulta que, cuando habla de la razón de Estado, ponga siempre por delante los límites de la ética y la moral. Desde el punto de vista de la expresión, sus obras destacan por su tono aforístico, por el estilo marcadamente sentencioso. Cabe apreciar cierto interés por el ornato retórico, con el empleo habitual de símiles e imágenes, estructuras paralelísticas, etc. En definitiva, Luis de Mur y Navarro es, sin duda, un autor interesante, no demasiado atendido por la crítica hasta la fecha, sobre el que convendría volver a través de estudios monográficos y la recuperación, a través de ediciones modernas y anotadas, de los textos de sus dos tratados.