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Didacticum ludicrum. Contexto de representación y pragmática de la fiesta cortesana La corte en el Valle (1660)
Didacticum ludicrum. Context of Representation and Pragmatics of the Courtly Theatre La corte en el Valle (1660)
Didacticum ludicrum. Contexto de representación y pragmática de la fiesta cortesana La corte en el Valle (1660)
Hipogrifo. Revista de literatura y cultura del Siglo de Oro, vol. 10, núm. 1, pp. 385-405, 2022
Instituto de Estudios Auriseculares
Recepción: 25/12/2021
Aprobación: 08/03/2022
Resumen: La corte en el Valle es una fiesta teatral cortesana de singular hechura metaficcional, que apenas ha recibido atención por parte de la crítica más allá del acontecimiento histórico que inspiró su composición: la Paz de los Pirineos y los desposorios de la infanta María Teresa con Luis XIV en 1660. Una exhaustiva revisión de la documentación conservada, así como el análisis de la obra, dramma in musica, escrita en colaboración entre Avellaneda, Matos y Villaviciosa, arrojan datos novedosos sobre las circunstancias del encargo y la representación de la comedia en Valladolid ligadas al auto calderoniano El lirio y la azucena.
Palabras clave: Fiesta teatral cortesana, género operístico, metaficción.
Abstract: La corte en el Valle is a courtly theatrical festivity of singular metafictional make-up that has hardly received any attention from critics beyond the historical event that motivated its representation (the Peace of the Pyrenees and the marriage of the Infanta María Teresa with Luis XIV). An exhaustive review of the preserved documentation, as well as the in-depth analysis of this play, dramma in musica (collaborated between Avellaneda, Matos and Villaviciosa), shed new information on the circumstances of the commission and the performance of the comedy in Valladolid, which have an impact on the auto sacramental by Calderón, El lirio y la azucena.
Keywords: Courtly theatrical festivity, Operatic genre, metafiction.
1. El fin de «la mortal razón que llaman guerra»
Tras veinticuatro años de contienda entre los reinos de España y Francia, el 4 de junio de 1659 don Antonio de Pimentel y el cardenal Jules Raymond Mazarin firmaban en París un anhelado acuerdo de paz en cuyas cláusulas se incluía el matrimonio de la infanta María Teresa, hija de Felipe IV, con Luis XIV de Francia. Este tratado preliminar logrado por la embajada de Pimentel sería ratificado por los monarcas en sus respectivas cortes apenas unas semanas más tarde; sin embargo, no por ello se logró desvanecer la desconfianza históricamente arraigada entre ambos reinos, motivo por el cual cuestiones de sustancial relevancia para la corona española —como las propias capitulaciones matrimoniales— requirieron que el valido, don Luis Méndez de Haro, partiera enseguida a la frontera del Bidasoa a fin de tratarlos personalmente con el cardenal Mazarino.
La conferencia de paz entre ambos plenipotenciarios se prolongó durante varios meses, por lo que la firma del Tratado de los Pirineos no se oficializó hasta el 7 de noviembre de 1659. Apenas unos días más tarde, ya publicadas las paces, Haro tomó el camino de vuelta hacia la corte como artífice de la paz, de manera que fue recibido como un héroe, con los honores y demostraciones festivas acostumbradas (luminarias, máscaras, toros, etc.) a su paso por las ciudades que en la primavera siguiente habrían de acoger a la ingente comitiva que acompañaría a la infanta en sus desposorios: Burgos, Vitoria y San Sebastián, entre las principales, itinerario que sería aprovechado por el valido para prevenir a las autoridades locales de la intendencia y preparativos que el paso y la estancia de la familia real iban a requerir.
Mediante el análisis de la abundante documentación existente en los archivos municipales, así como en el Archivo General de Simancas, principalmente, el historiador Lynn Williams ofrece una reconstrucción minuciosa de las sucesivas jornadas a los Pirineos que llevaron a cabo, en primer lugar, sendos mandatarios y, a continuación, los monarcas de Francia y España hasta que, al fin, el Tratado se logró certificar mediante la boda por poderes en Fuenterrabía el 3 de junio de 1660, el solemne juramento de la concordia por parte de los reyes tres días después y finalmente la entrega de la infanta a la corte francesa, que celebraría la ceremonia nupcial en la iglesia de San Juan de Luz el 9 de junio, antes de emprender rumbo a París1.
Los desencuentros y tensiones previos a la firma —el «último duelo» entre Haro y Mazarino, según Williams— ocasionan un retraso de más de tres semanas en la celebración de los desposorios y, por tanto, en el regreso de los monarcas: la reina retorna directamente a Madrid después de la boda y el rey se desvía hacia Valladolid, donde llegará el 18 de junio pero, contra lo previsto, sin don Luis de Haro, ya que el valido aún hubo de permanecer en la frontera dos semanas más.
2. Noticia contrastada: un rey sin el don de la ubicuidad
De la discordancia existente entre la planificación del viaje y su materialización en tiempo real provienen en buena medida los errores o imprecisiones en la noticia que han dado algunos trabajos sobre la febril actividad festiva y teatral que se desarrolló entre Madrid y San Sebastián con motivo de la Paz de los Pirineos. Nos centraremos aquí en el escenario vallisoletano, parada excepcional del monarca en su itinerario de vuelta, donde dicha discordancia se puede apreciar con claridad al comparar la marcha de los preparativos, que se refleja en las actas de los plenos municipales y del cabildo de la Cofradía de San José (convocados al efecto desde agosto del año anterior), y el relato de los festejos llevados a cabo en la capital del Pisuerga, recogidos en una anónima relación de sucesos impresa en 1660, así como en la detallada crónica del periplo del rey escrita por Leonardo del Castillo, que formaba parte del séquito del monarca2. Nuestro foco de interés se centra en las obras teatrales que se encargaron a Madrid, en concreto, los autos de Calderón para el Corpus que, definitivamente, Felipe IV no llegó a ver en Valladolid, y la fiesta cortesana La corte en el Valle que se representó en el Salón de Saraos del palacio el 20 de junio de 16603.
La apoteosis festiva que se dispuso a preparar la ciudad del Pisuerga para recibir a sus dos hijos más ilustres, Felipe IV y su valido don Luis de Haro, han sido objeto de diversos estudios historiográficos realizados a partir del expurgo exhaustivo de la abundante documentación que se conserva; estos trabajos dan cuenta de los planeamientos organizativos, económicos, urbanísticos y artísticos que supuso la real visita y, además, aportan una visión global sobre las expectativas que generó en la ciudad el acontecimiento4. El hecho es que la ocasión comportaba un alcance que para Valladolid trascendía lo puramente festivo; de acuerdo con la historiadora Lourdes Amigo Vázquez, la que había sido Corte bajo el auspicio del duque de Lerma no podía medirse con Madrid, pero sí ostentar su relevancia en Castilla mediante «una manifestación palpable de la grandeza y el poder de sus organizadores y protagonistas y, en última instancia, de toda la urbe»5. Así lo había interpretado también Martí y Monsó:
Ya no se pensaba que la Corte pudiera trasladarse nuevamente desde las orillas del Manzanares a las del Pisuerga; pero quedaba el orgullo de su historia que obligaba a ocultar bajo un exterior aparatoso la pobreza material y el decaimiento moral de medio siglo. Añadíase a esto que el privado del monarca, D. Luis Méndez de Haro […] era también hijo de Valladolid e interesaba al ministro que su ciudad natal hiciera al Monarca un recibimiento que superara al de las demás poblaciones en que pudiera detenerse6.
La ciudad acomete los preparativos desde principios de año, habiendo recibido el ayuntamiento la noticia de que el rey pasaría por Valladolid «a la ida o a la vuelta del viaje que había de hacer hasta la frontera». Lo que se previene inicialmente es que el monarca llegaría para la fiesta del Corpus, que en 1660 fue el jueves 27 de mayo, o bien para la Octava. Por este motivo, la ciudad mandó comisionados a Madrid a dos de sus regidores, don Alonso de Neli y Rivadeneira y don Francisco Díaz Jurado, encargados de las representaciones teatrales que se ofrecerían al rey: dos autos para el Corpus y una comedia. En el cabildo de la Cofradía de San José de Valladolid, celebrado el 13 de marzo de 1660, se da noticia de que Alonso de Neli había contratado a la compañía de «Rosa o Escamilla, que es toda una»7, lo que confirma una obligación que consta en la Cofradía de la Novena madrileña con fecha de 26 de marzo por la que Antonio de Escamilla se compromete a «ir con su compañía a Valladolid en el plazo de cincuenta días [es decir, el 15 de mayo] y representar diariamente hasta dos días después del Corpus [29 de mayo], excepto el tiempo que empleara en ir a Burgos a representar una comedia ante el rey y después volver a la ciudad»8. Por su parte, las actas del ayuntamiento de Valladolid del 10 de abril dan noticia de que don Francisco Díaz Jurado «escribe cómo don Pedro Calderón, grande ingenio de estos tiempos, le ha dicho que en los autos sacramentales que escribe, que se han de representar en esta ciudad en esta fiesta, estando Su Majestad en ella, ha de hacer loas y entremeses muy particulares para Valladolid». La ciudad, entonces, acuerda «hacerle un regalo que costaría mil reales o cien ducados»9, envía también cuatrocientos ducados como pago de la comedia que se iba a representar en el palacio y dispone que se continúen haciendo las gestiones necesarias para que el rey pueda ver en su ciudad natal los autos nuevos de Calderón, que ese año fueron El lirio y la azucena o La paz general y El diablo mudo10.
Según las actas del pleno del 17 de abril:
Este día se vio una memoria que remitió don Alonso de Neli Rivadeneira de las tramoyas y cosas necesario prevenir para las representaciones y fiestas del Corpus de este año, a que es necesario atender por la solemnidad de esta fiesta y por esperar ha de hallarse en ella el Rey Nuestro Señor, y se acordó que los caballeros comisarios de la dicha fiesta ejecuten y ajusten con Escamilla autor la gente con que se halla y la que sea menester para esta representación y todo lo demás que convenga para que no se pierda tiempo, disponiendo en esto con toda jurisdición y la brevedad que conviene todo lo que requiera11.
Sin embargo, las siguientes noticias sobre el Corpus en Valladolid son bastante confusas debido a lagunas en la documentación: las actas dan cuenta de haber recibido el «segundo auto y la memoria de apariencias para la comedia», pero cuando advierte que se sobrepasa en exceso el presupuesto, decide suspender las representaciones de los autos, habiendo recibido ya la noticia de que el rey finalmente no llegaría a tiempo del Corpus12.
Abrimos un pequeño paréntesis para aclarar dónde se encontraban Felipe IV y su séquito aquel jueves del Corpus de 1660: ajena a todo este desvelo vallisoletano, la comitiva real asistía en San Sebastián a los actos litúrgicos y festivos de la ciudad, tal y como recoge la crónica de Leonardo del Castillo: «Solemnizose en San Sebastián con toda demostración y fervor día tan grande. Salió el rey nuestro señor entre las nueve y las diez de la mañana a la parroquial de Santa María, que es la mayor de la ciudad13». Otro testimonio más prolijo en detalles es el del viajero francés Monsieur de Montrevil, cuyo relato refiere Caro Baroja al describir las peculiaridades autóctonas de la procesión donostiarra, que en aquella ocasión presenciaría con asombro la ilustre concurrencia castellana, habituada a solemnidades más sobrias en la fiesta del Santísimo Sacramento:
El 27 de mayo de 1660 un noble francés con aficiones literarias fue a San Sebastián, que por entonces era una población pequeña y vio la procesión del «Corpus» desde el balcón. Lo que más le chocó en primer lugar fue ver alrededor de cien hombres vestidos de blanco bailando con espadas y con campanillas en las piernas («des sonnetes aux jambes») de suerte que la punta de la espada de uno la cogía su compañero con la mano izquierda. Después iban cincuenta niños con panderetas («tambours de basque») y unos con máscaras de papel y pergamino o con servilletas o pañuelo calados («tavaioles à clair-voye»). A continuación iban siete figuras de tres reyes moros, que cada uno llevaba detrás a su mujer, y un San Cristóbal. Todos de una altura como de dos picas, de suerte que sus cabezas gruesas llegaban al par de los tejados. Estas figuras bailaban movidas por los que las llevaban escondidos y estaban hechas de mimbre y tela, pero de modo tan extraño que al principio daban miedo. Seguían diez o doce pequeñas máquinas llenas de «marionetas» («marionettes»). Entre ellas el que escribe vio un dragón del tamaño de una ballena pequeña, sobre el dorso del cual saltaban dos hombres haciendo contorsiones y movimientos extravagantes. Todos los que llevaban las máquinas, lo mismo que los demás, fueran cordoneros, posaderos, etc., llevaban su espada y su puñal. Las tapicerías cubrían las fachadas de las casas, hasta en cuatro pisos. En la ocasión, debido a que Felipe IV estaba allí, llevó el Sacramento el obispo de Pamplona14.
Pero volvamos a Valladolid. Tras la decepción de un Corpus sin rey y sin teatro, el 28 de mayo la ciudad acuerda un premio de consolación para el pueblo: «Localizar a Antonio Escamilla para ver si tiene un auto sacramental que pueda representar el jueves día de la Octava del Corpus y que si lo tiene, lo represente junto con el de Esteban Núñez […], que se ha venido de Medina de Rioseco expresamente para actuar en Valladolid»15. No ha quedado vestigio documental sobre estas presuntas representaciones de segunda opción, aunque las actas municipales dan acuse de recibo de la memoria de apariencias de la comedia y de un «segundo» auto desde Madrid.
Con todo este vaivén de noticias y decisiones sobre el paso, no es de extrañar que se haya dado por sentado que Felipe IV vio los autos de Calderón de ese año representados en Valladolid. María Luisa Lobato, por ejemplo, no lo duda «por la coincidencia de la estancia real con las fiestas del Corpus» y el asunto de El lirio y la azucena, «también titulado La paz universal, alusivo a los hechos recién sucedidos»16. Tampoco el editor de la pieza, Victoriano Roncero, advierte el retraso en el retorno previsto del rey, lo cual trastoca todo lo planificado con tanta antelación, y llega a expresar su extrañeza por el hecho de que «Leonardo del Castillo, en su citada relación del viaje real, no haga mención de la representación del auto al relatar los actos que se celebraron en la ciudad durante la estancia real»17, sin comprobar que, precisamente, el cronista da fe de la presencia del monarca en la procesión donostiarra.
El hecho es que en el Archivo de Madrid existe una carta fechada el 10 de abril de 1660 dirigida al poderoso don José González, Protector de las fiestas del Corpus, cargo que ocupó entre 1651 y 1665 por ser el miembro más antiguo del Consejo de Castilla, institución que, como es sabido, ostentaba las competencias en la organización del Corpus en la Villa y Corte. Dicha carta, a cuenta de los autos de Calderón de ese año, dice lo siguiente:
Habiendo de tener Su Majestad, Dios le guarde, las fiestas del Corpus en Valladolid, ha parecido que no se le hagan autos que se le han representado en otras ocasiones, y pues no tiene inconveniente para su lucimiento (pues se han de hacer en un mismo día) que se representen los que Madrid tenía prevenidos, suplico a V. S. dé orden a don Pedro Calderón para que me entregue un traslado de ellos y yo los remita a Valladolid, que demás de ser cosa del servicio de Su Majestad, será para mí de particular estimación, y dé Dios a Vuestra Señoría muchos años como deseo. Madrid y abril 10 de 166018.
La firma, poco legible, fue atribuida por Pérez Pastor al marqués de Heliche, pero Shergold y Varey lo descartaron posteriormente sin sugerir una alternativa19. Dado que don José González aparece mencionado en las actas municipales como mediador de los regidores vallisoletanos ante Calderón, nuestra hipótesis es que la autoría de la carta se debe atribuir a don Alonso de Neli, cuyo apellido en la rúbrica debió de confundirse con la del alcaide del Buen Retiro por la similitud parcial del nombre. El contenido de la carta también abona esta hipótesis: no creemos que el marqués de Heliche hubiera de perseguir una mayor y «particular estimación» con esta intermediación y, en cambio, sí tendría mucho que medrar en prestigio el regidor vallisoletano don Alonso de Neli si cumplía con los objetivos marcados por el consistorio de su ciudad. Por otra parte, aunque Heliche pudiera ejercer cierta influencia en cuanto a los autos del Corpus en Madrid, quien tenía la potestad de ordenar a Calderón la copia de la pieza era el propio don José González20. Y en efecto, el traslado se realizó y fue remitido a Valladolid como se decía en las actas, de ello dan fe dos testimonios manuscritos de El lirio y la azucena que contienen una variante clave en los versos finales, reescritos por Calderón para ese escenario, tal y como se le había requerido21:
Y por que a estas bodas
el cielo les dé
la felicidad
que hemos menester
el Valle de Olivas,
que de la paz es,
por quien Val de Olid
nombre suyo fue,
a aquel sacramento
las gracias les dé,
cüando Madrid
las rinda también,
viendo en los bosquejos
de un torpe pincel
una misma fiesta
la reina y el rey22.
3. Noticia de representantes: entre Núñez y Escamilla
Este es el elenco que ejecutaría el auto en Valladolid23, tal y como figura al frente de la copia manuscrita conservada en la Biblioteca Nacional:
Se trata de una agrupación mixta: la mayor parte de los integrantes de esta compañía comandada por Antonio de Escamilla procedía, en efecto, de la del convaleciente Pedro de la Rosa. Pero entre el elenco la figura que más nos interesa destacar es la de la actriz Jerónima de Olmedo, que participó en la representación «cedida» por la compañía de Esteban Núñez, apodado «el Pollo»; el testimonio confirma que Núñez se habría desplazado desde Medina de Rioseco ad hoc, como refieren las actas municipales. De esta compañía apenas hay datos para 1660, sin embargo, en 1659 figuran en ella cuatro integrantes de esta familia Olmedo: el matrimonio Tomé y María de Olmedo y sus hijos Hipólito y Jerónima, «que representaría, cantaría y bailaría», habiendo concertado con este autor de comedias permanecer durante un año «en la compañía de partes» que estaba formando, «como si la compañía fuera de ración y representación»25. Hemos de suponer que hasta, al menos, 1661, estos Olmedo seguirían juntos en la de Núñez, aunque solo ha quedado constancia documental de la permanencia de Hipólito. Así pues, no parece demasiado aventurado afirmar que la Jerónima de Olmedo que figura en el drammatis del auto sea la misma Jerónima de la nómina de personajes de La corte en el Valle que representaron los de Escamilla y Rosa26. El personaje se identifica así al comienzo de la jornada tercera:
Salen la Alegría y Jerónima.
Alegría ¿Quién eres, que a estos jardines
en cuyo espacioso sitio
aprende la primavera
dando dibujo florido?
¿Me conduces?
Jerónima Oye, espera,
Alegría, que es mal visto
que estés despacio con todos
y estés deprisa conmigo.
La Paz fui en otros festejos,
y ahora mudando de estilo
y traje en otro teatro
que verás, dando principio a
a otra fiesta, represento
de Amaltea el noble oficio,
y soy, para que no dudes
mi cargo ni mi ejercicio,
la Huerta del Rey27
La presencia de Jerónima de Olmedo en ambos repartos vendría a confirmar que, en efecto, los comediantes reunidos en Valladolid hicieron el auto sacramental El lirio y la azucena, no el 27 de mayo ni en presencia de Felipe IV, como se ha venido repitiendo, sino en la Octava del Corpus (el 3 de junio), sin que haya quedado vestigio de que llegara a hacerse un segundo auto de Calderón o algún otro procedente de los repertorios de Escamilla o Núñez. Por otra parte, el parlamento de la actriz («la Paz fui en otros festejos») podría contener un doble sentido: según el Diccionario de personajes de Calderón28, la Paz comparece como figura alegórica únicamente en este auto, ¿alude la actriz a su papel en él29? No podemos descartarlo, aunque es más factible que Jerónima de Olmedo se refiera a su anterior personaje en la primera jornada de la comedia, apareciendo en esta «mudando de estilo y traje»30, como personificación del real sitio vallisoletano: la Huerta del Rey.
4. La corte en el Valle, de tres ingenios calderonianos
Nuestra comedia fue, como se ha dicho, una producción por encargo del consistorio vallisoletano a Antonio de Escamilla; el célebre autor recurrió, como en otras muchas ocasiones, a tres dramaturgos segundones que solían componer comedias en colaboración: Francisco de Avellaneda, Juan de Matos y Sebastián de Villaviciosa31, a quienes Escamilla trasladaría un guion de los festejos que preparaba la ciudad, según el dictado de los regidores de Valladolid. Es por ello que nuestra comedia también constituye un relato complementario y detallado del acontecimiento festivo, junto al del anónimo autor de la Relación y el del cronista oficial Leonardo del Castillo. Por su parte, estos reseñan el notable aparato escénico que acompañaba la comedia y en la Relación, además, se certifica el nombre de los dramaturgos cortesanos y el del autor que la ejecutó32:
A la tarde, a cosa de las cinco llegó a palacio una máscara que le tenían prevenida los gremios; venía dispuesta en ocho cuadrillas de a cuatro […]. Doce lacayos les seguían vestidos de gorgorán labrado negro con botones de plata y penachos blancos, y para coronación de esta hermosura venía un carro triunfal, y los extremos de arriba eran dos figuras que significaban la Paz y la Concordia33. En este venía la compañía de Escamilla cantando al son de sonoros instrumentos suaves tonos. […] Mostró a los padrinos demostraciones de gusto y después […] se retiró Su Majestad y fue al Salón, adonde le tenían prevenida una comedia con admirables apariencias y perspectivas, de la cual fueron autores don Juan de Matos, don Juan de Avellaneda [sic] y don Sebastián de Villaviciosa34.
Sobre la pieza, el cronista real aporta un escueto pero valioso apunte sobre su espectacularidad y el efecto causado en el público:
A Su Majestad se le tuvo en el Salón de aquel Palacio (luego que pasó la máscara) una comedia en que tres ingenios cortesanos redujeron a breve representación la materia y sucesos de la jornada, haciéndolos presentes con energía y viveza y, al tiempo mismo que en métricas y numerosas consonancias llamaba a los ánimos la suspensión, burlaba el arte a los ojos con engañosas y bien ejecutadas prospectivas35.
El 15 de junio de 1660 las autoridades ordenaban hacer un ensayo general «en la sala del ayuntamiento por si resulta necesario quitar o añadir algo». Nihil obstat. El espacio de la representación reservado al rey también está preparado: el Salón de los Saraos, edificio anexo al Palacio Real36. Las actas de los plenos destacan los gastos que originaron las obras necesarias en el palacio «principalmente en las cocinas, los aposentos reales, el salón del trono y de la comedia y los balcones que dan a la plaza»37, eso sin contar el mayor coste: la propia decoración del Salón, el escenario y las tramoyas y apariencias que requerirían las obras:
Al saber que van a hacer falta mil quinientas varas de lienzo y veintidós bastidores, que la pintura sola va a costar cuatrocientos ducados y que el precio del tablado todavía no se ha ajustado, la ciudad hace un cálculo a ojo de buen cubero y concluye que el precio total de la comedia difícilmente bajará de los tres mil ducados38.
Cinco días después del estreno ante el rey y por su expreso deseo, se hizo una función de La corte en el Valle en el palacio «a orden y disposición de la ciudad sin dependencia de alcaide ni de otro ministro de palacio»39. La comisión, reunida el 23 de junio, acordó que los hombres y las mujeres entraran a la comedia por calles, escaleras y puertas diferentes y que la entrada costaría cuatro reales de vellón. La tarifa no aliviaría en mucho las arcas municipales tras el descomunal dispendio, pero al menos, las elogiadas y carísimas «prospectivas», la música y la representación teatral de la celebración vallisoletana sirvieron de gozo y admiración también a los súbditos de la ciudad.
La corte en el Valle forma parte del corpus de obras de carácter operístico del reinado de Felipe IV, es decir, piezas en las que sus autores «utilizaron como punto de partida de su composición el elemento musical cantado, con mayor o menor incidencia en el cómputo global de los versos que componían cada uno de los textos»40. La comedia se integraba en la cartelera conmemorativa del Tratado de Paz y las bodas reales siguiendo la estela del dramma in musica que el maestro Calderón había marcado con La púrpura de la rosa (íntegramente cantada al «estilo recitativo»), al igual que los otros títulos que se sucedieron: Triunfo de la Paz y el Tiempo de Juan Bautista Diamante y Tetis y Peleo de José de Bolea41, piezas cantadas parcialmente, pues solo la autoridad de Calderón podía concederse correr el riesgo de «introducir este estilo / por que otras naciones vean / competidos sus primores». De modo que, los discípulos siguieron la irónica advertencia del maestro en boca del personaje de la Tristeza en la loa para La púrpura de la rosa, «[mirando] cuánto se arriesga / en que cólera española / sufra toda una comedia / cantada»42.
Todas las obras mencionadas tienen en común en mayor o menor medida los componentes mitológicos, alegóricos y/o pastoriles. En La corte en el Valle, el fértil Valle de Olid en que se asienta la ciudad del Pisuerga es el escenario bucólico donde tienen lugar los festejos para agasajar a Fileno y Lisardo43, trasuntos pastoriles de Felipe IV y don Luis de Haro. Los personajes alegóricos de la Paz, la Alegría y la Prosperidad conducen la fiesta a la que concurren en los sucesivos espacios lúdicos y escénicos un coro de deidades (Diana, Marte, Morfeo), pastores (Silvia, Silvano, Favonio), zagales y sirenas, además de los ríos Pisuerga y Esgueva, que con sus pullas villanas aportan la sutil comicidad de esta obra.
La celebración de la concordia y el panegírico festivo que Valladolid dedica al monarca y su valido son los temas sostenidos a lo largo de la obra. La Paz es un personaje con rango de protagonista, no en el sentido funcional del término sino por el hecho de que se erige en soporte de la tesis política de la obra: el sinsentido de la guerra entre naciones católicas y la unión de fuerzas contra el hereje44. De modo que, si bien la Paz celebra el fin «Del marcial cautiverio / en que se vio mi imperio / [el fin] del susto de la tierra / de la mortal razón que llaman guerra», la antorcha que el personaje prende simbólicamente, no ha de apagarse: la Paz enseguida pasa a arengar a los ejércitos cristianos:
Católicos pendones,
Jerusalén os llama a más blasones:
no apure el cristianismo
los sagrados caudales del bautismo,
no eclipséis más sus luces
batallando las cruces con las cruces:
triunfad del otomano,
rescatad el tesoro soberano
de aquel que por más fuerte
nos quiso dar la vida con su muerte.
A esta guerra os invoca
la Paz, que aunque me toca
solo el común sosiego,
el católico fuego
cebado en la herejía
dilata la paz de la monarquía45.
Al comienzo de la segunda jornada, la Paz despliega en un largo parlamento toda la representación simbólica del monarca, que ha de lograr el cese del «católico fuego» que «dilata la paz de la monarquía»46. Una nueva perspectiva bucólica enmarca la acción; el acompañamiento de la Paz, la Alegría y la Prosperidad son pastoras (Diana, Silvia y Sirena), ninfas «con arco y flechas cada una» y los Músicos también «de pastores» (fol. 129r). De Fileno, mayoral de la cabaña, se elogian sus virtudes en las armas, las letras y las artes, de cuyos loci communes destaca la analogía del rey-músico inspirada en el Emblema X de Andrea Alciato (1531), «Foedera» («Las Alianzas»), donde se establece icónicamente el mensaje de la comedia: «The idea was that Fileno-Felipe could heal any divisions in the system of European alliances with his sceptre, just as he had done by making peace with France»47.
Si en los números acordes
de la cítara süave
le consultan la armonía,
diestro en sus acentos sabe
entre el tropel de la fuga
del sonoroso combate,
conocer al menor yerro,
reparando lo que vale;
pues es templado instrumento
la república agradable
y para regirla importa
el ser diestro en los compases
de la armonía y las voces,
pues siempre en aquella parte
que son cuerdas las provincias,
el cetro ha de ser la llave48.
Se infiere con claridad el sentido de la analogía; el epigrama que acompañaba el emblema de Alciato, dedicado a Maximiliano, duque de Milán (1531), establece que la política es equivalente a una música concertada, donde el equilibrio y la armonía dependen de que cada cuerda del instrumento esté debidamente tensada por el tañedor:
Daza tradujo así el epigrama: «Recibe, ilustre Duque, en esta hora / Que a juntar voluntades te forcejas / En harmonía estable y muy sonora. / Y pues que al tañedor te me asemejas, / Sabe que es menester mano acertada / Para regir las cuerdas que aparejas. / Porque una sola que esté destemplada / O esté rompida, haze aquel concierto / Bolverse en harmonía desconcertada»49.
El valido don Luis de Haro, «eco de la paz», no pudo verse representado en el salón de comedias del palacio de Valladolid en la figura del pastor Lisardo, pero quedó en el testimonio escrito de la comedia el reconocimiento de su papel político en el Tratado de los Pirineos:
Paz Llegad, salid, veréis cómo, gallardo,
le acompaña Lisardo,
cuyo noble desvelo
engendra los aciertos de su celo,
del cetro o del cayado
descanso más seguro es su cuidado,
porque a la real fatiga
el mérito de afanes solo obliga.
Dígalo su rebaño:
exento de las fieras, sin engaño,
respira agradecido.
Música Que el eco de la paz es el valido50.
La comedia replica en escena cada uno de los actos festivos que la ciudad de Valladolid organizó en honor del monarca y su valido. Honores que reciben por partida doble, como espectadores y como protagonistas de esta pieza de ambiente bucólico, transmutados en sendos pastores: Fileno, «vestido de armiños y cayado de oro» y Lisardo, «del modo mismo, con cayado de plata». Fue escrita para que los autores de la paz se contemplaran como personajes heroicos en el juego de espejos del teatro; el endeble soporte argumental de la comedia (los propios tributos que le dispensa su ciudad natal) permite construir una ficción simbólico-alegórica sin conflicto dramático, cuya pragmática celebrativa y encomiástica tiene un doble destinatario: de un lado, la propia ciudad-súbdita, cuna del rey y corte antecesora, que escucha el relato de la paz por boca del rey-Fileno («Por que logréis de la paz / los frutos con más sosiego, / de mi cabaña apacible / dejé mi dorado techo. / El cuidado de Lisardo / anticipó los aciertos, / al mayoral de los lirios / fue a buscar en sus linderos…»51) y de otro, los propios agentes del hecho histórico que se celebra. La fusión de los espacios real y dramático, la práctica sincronicidad entre la acción representada y el contexto temporal de la función, así como la identificación entre ficción y crónica y el desdoblamiento de sus protagonistas en espectadores hacen de esta fiesta cortesana un ejemplo singular de imago mundis e imago regis.
Con tal «espesor de signos»52, no es de extrañar que Felipe IV ordenase hacer una función posterior destinada a la ciudad, mediando los efectos de los espacios escenográfico y musical en la buscada admiratio del público súbdito y la finalidad didáctica de la poesía dramática al servicio de la representación simbólica del poder y la gloria de la casa de Austria. Al igual que en tantas otras fiestas cortesanas, en La corte en el Valle confluye una orquesta de lenguajes (escenografía, música, danza, pintura, emblemática, poesía) con el valor de la metaficción añadido al potencial pragmático del espectáculo multimodal barroco. Didacticum ludicrum53, cuyos detonantes expresivos no acertaron a valorar los preceptistas ilustrados:
Lo didáctico de orden ideológico se impone sobre lo lúdico; el teatro se instituye entonces como lugar sagrado y la escena como púlpito desde el cual se lanzan unas ideas. […] El teatro barroco extremó las formas de suerte que lo principal en él fue la captación del público mediante los artificios de la tramoya y, en general, los medios audiovisuales54.
Antes de salir a escena Fileno y relatar sus triunfos y los de Lisardo, Alegría y Prosperidad ejecutan una danza al son de unas estrofas ya empleadas en dos mojigangas también a nombre de Avellaneda (El titeretier y Las casas del placer), compuestas a partir de un conocido estribillo:
Que a Fileno le llore
ausente Madrid,
como el Valle le vea,
¿qué se me da a mí?
Como el Valle le vea,
¿qué se me da a mí55?
La canción recuerda la ausencia de Fileno de Madrid, de «su bella esposa», de «Prosperito dichoso», de la «bella zagaleja» Margarita, del «delfín» que está por venir; redundan estos versos en la presencia/ausencia de la familia real, cuya imagen también se proyecta en una de las perspectivas («Canta la Alegría y descúbrese el bastidor de palacio y en un balcón la reina, y el príncipe y la infanta», fol. 128v), otro ejemplo más del artificio de planos que entra en juego en las obras de circunstancias, especialmente en las piezas breves que conformaban la fiesta teatral56, géneros muy frecuentados por los tres autores que firman la comedia. Pero en esta convención, nuestra comedia va un paso más allá: no solo apela a la complicidad de quien contempla el espectáculo, sino que el mismo poema dramático se configura como un relato metaficcional de la propia fiesta cortesana que lo acoge, así como del acontecimiento político que da lugar a la ocasión. En este sentido, La corte en el valle no emparenta con ninguna otra comedia, sino precisamente con las loas entremesadas que encabezaban tales fiestas, género en el que experimenta su mayor desarrollo la «dramaturgia del elogio» a lo largo de la segunda mitad del xvii, como ha estudiado Judith Farré57. Salvando algunas distancias entre ambos géneros, Avellaneda, Matos y Villaviciosa tomarían como modelo la fórmula de las loas del maestro Calderón:
La estrategia encomiástica de la loa proporciona una especial forma de dialéctica entre realidad y ficción, en la que también se integra, bajo la ilusión dramática de una realidad envolvente, al auditorio presente en el espectáculo. La loa se plantea así como una ficción dramática en la que las circunstancias que determinan la representación se convierten en el argumento espectacular que sintetiza en escena los principales valores que configuran la dramaturgia del elogio. La dicotomía entre realidad y ficción apela también a la simultaneidad del conflicto dramático para así envolver al auditorio en la participación conmemorativa de los valores panegíricos que se ostentan58.
Como sosteníamos al principio, La corte en el Valle merecía una mayor atención de la crítica, que hemos procurado, no solo por su valor testimonial sino por esta casuística metaficcional, ya que la pieza constituye un juego casi continuo de ruptura de la ilusión teatral en plena complicidad con el espectador implícito, al dramatizar un acontecimiento real y sincrónico con apariencia de ficción. Se trata de una forma atípica de metarreferencialidad, de la que Patrice Pavis distingue tres dimensiones: «puede tener que ver con la ficción de la obra (en cuyo caso se habla de metaficción), con su construcción (y deconstrucción), o con su temática (alusión, teatro dentro del teatro)»59. Aplicando esta definición a La corte en el valle, lo particular de este caso es que la «obra marco» sería el propio plano contextual; la autorreferencialidad de la ficción se encontraría en los elementos de la tradición pastoril como alegoría del acontecimiento histórico que se celebra; la de la construcción, en la recreación de escenas de los propios festejos de la ciudad-escenario, y la de la temática, en los recursos y alusiones metateatrales que manejan los personajes, así como sus apelaciones continuas al ilustre público.
En definitiva, en La corte en el Valle se despliega todo un complejo artificio literario implementado con un gran aparato escenográfico y visual, «hallazgo técnico de una formalización espacial y ficcional del hecho dramático y de una verosimilitud capaz de crear en el espectador el ‘engaño de realidad’ necesario, al que era posible subordinar un segundo plano de ilusión»60; engaño de realidad o «realidad envolvente» y, en todo caso, una superposición de niveles dramáticos que condensa el elogio a los destinatarios de la pieza y el mensaje didáctico a sus súbditos.
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Notas