Estudios

Luis Jiménez de Asúa y la gestación de la política de No Intervención en la Guerra Civil Española.

Luis Jiménez de Asúa and the gestation of ‘Non Intervention Policy’ in the Spanish Civil War

Gonzalo J. Martínez Cánovas
Universidad de Alicante, España

Luis Jiménez de Asúa y la gestación de la política de No Intervención en la Guerra Civil Española.

Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, núm. 18, pp. 293-314, 2019

Universidad de Alicante

Recepción: 22 Febrero 2019

Aprobación: 21 Marzo 2019

Resumen: El 27 de julio de 1936 Luis Jiménez de Asúa llegó precipitadamente a París. Allí le esperaba Fernando de los Ríos. Tras el golpe militar del día 18, ambos dirigentes socialistas debían encabezar las gestiones diplomáticas conducentes a conseguir el auxilio de las democracias europeas en forma de venta de material bélico y suministros. Para entonces había comenzado la defección escalonada y calculada del cuerpo diplomático español parisino. Con su epicentro en el Quai d’Orsay, la sucesión de acontecimientos en las semanas siguientes adelantó dos circunstancias sustanciales del conflicto: la trascendencia desde primera hora del vector internacional, y el abandono que sufrió la República por parte de las democracias occidentales. Este artículo revisa la vía interpretativa de un actor –y testigo– de primer orden en la gestación del sistema de ‘No Intervención’. Su testimonio constituye una introducción privilegiada en la reconstrucción de este capítulo tan relevante de la Guerra Civil Española.

Palabras clave: Jiménez de Asúa, Guerra Civil, Diplomacia, No-Intervención, París.

Abstract: On July 27, 1936, Luis Jiménez de Asúa arrived hurriedly in Paris there to meet Fernando de los Ríos. After the military coup on July 18th, both socialist leaders had to lead diplomatic efforts to obtain the help of the European democracies in the form of the sale of military equipment and supplies. By then the gradual, calculated defection of the Spanish diplomatic corps in Paris had begun. Located mainly in the Quai d’Orsay, the sequence of events in the following weeks speeded up two substantial circumstances of the conflict: the relevance, from the very beginning, of the international vector, and the abandonment of the western democracies suffered by the Republic. This work revises the interpretative path of a prime protagonist –and witness– in the development of the ‘Non Intervention’ system. His testimony provides a privileged introduction to the rebuilding of an outstanding chapter of the Spanish Civil War.

Keywords: Jiménez de Asúa, Civil War, Diplomacy, Non-Intervention, Paris.

1. Introducción

Después de tres semanas de fuego diplomático frenético e ininterrumpido, el 8 de agosto de 1936 el Gobierno francés del Front Populaire dio luz verde en Consejo de Ministros al llamado “proyecto Delbos”. Se articulaba definitivamente un compromiso de no injerencia en el conflicto bélico español para el que, en dos semanas, ya contaba con la adhesión de Gran Bretaña, Portugal, Italia, Unión Soviética y Alemania. Con la retracción del ejecutivo presidido por Léon Blum respecto a su voluntad inicial de ayudar al legítimo Gobierno de la II República comenzaba, en expresión de Tuñón de Lara, “la gran farsa” de las democracias occidentales (Tuñón de Lara, 1991: 185). No había pasado tanto tiempo desde los primeros movimientos y las reiteradas manifestaciones –públicas y privadas– de Blum respecto a su compromiso inequívoco con el Gobierno del Frente Popular. De muy poco había servido el compromiso comercial adquirido por ambos países en diciembre del año anterior por el que, a tenor de una de sus cláusulas, España quedaba comprometida con Francia para la compra de material de guerra (Viñas, 1978)1. En vano, en definitiva, resultó también la voluntad que había venido mostrando la II República desde su nacimiento por encuadrarse dentro del marco internacional orquestado desde la Sociedad de Naciones (Quintana Navarro, 1993).

Aquel 8 de agosto se decantó en la capital francesa la primera y más decisiva batalla diplomática de la guerra y el resultado fue incontestable: derrota del Gobierno legítimo de España frente al bando golpista. Derrota, además, por partida doble, puesto que la propuesta francesa de no intervención, esperada y secundada apresuradamente por el resto de potencias europeas, supuso tanto la equiparación de facto de ambos bandos como la articulación propia de un sistema que mostró su ineficacia desde primera hora, permitiendo al bando sublevado recibir ayuda de Alemania e Italia con total impunidad, mientras que el resto de Gobiernos no intervinientes se parapetaban tras un acuerdo que les sirvió de perfecto subterfugio (Moradiellos, 2010). No en vano, fue de dominio público la ayuda que las potencias fascistas vinieron prestando al bando sublevado de principio a fin de la contienda. Resulta, en este sentido, del todo acertada la expresión Comedia de la “no intervención”, acuñada por el historiador anarquista español Francisco Olaya en una de las primeras obras que encontramos dentro de la literatura española al respecto (Olaya, 1976).

Desde la publicación en 1942 del testimonio nada desdeñable de Augusto Barcia, Ministro de Estado del Gobierno republicano durante aquel verano de 1936, no son pocos los testimonios y trabajos historiográficos que han arrojado luz sobre este acontecimiento. Pero el debate parece estar lejos de haberse agotado2. La aproximación, en este sentido, desde una perspectiva biográfica –no menos comprometida con la búsqueda de verdad que cualquier otra tendencia historiográfica–, permite calibrar el peso de las actitudes, las voluntades y los comportamientos personales de cada uno de los actores, que con responsabilidades y presiones propias de su posición, acabaron teniendo un papel relevante en el desarrollo de los acontecimientos.

La biografía histórica, en su persecución utópica sobre la verdad del personaje, puede acabar constituyendo una introducción privilegiada en la reconstrucción, bien de toda una época, bien de determinados capítulos de la historia, susceptibles, en honor a su complejidad, de ser interpretados desde múltiples observatorios (Dosse, 2007). Los años ochenta supusieron para el género biográfico una suerte de liberación que le ha permitido, desde entonces, ir cobrando cada vez más presencia dentro de las ciencias humanas, hasta el punto de que no parece desproporcionado hablar, para el cambio del nuevo milenio, de una auténtica explosión biográfica enmarcada en unos tiempos más sensibles a las manifestaciones de la singularidad. Al contrario que en décadas no muy lejanas, el historiador biógrafo de nuestros días no se siente en la obligación constante de blandir la bandera de la legitimidad teleológica de un género que parece hoy caminar por la senda de su edad hermenéutica o “edad de la reflexividad” (Dosse, 2007: 229).

En España la recuperación del género biográfico como práctica historiográfica es tributaria de la crisis de identidad por la que atravesó nuestra historiografía en la década de los noventa. También en nuestro país se puso “la Historia a debate”; un debate de naturaleza epistemológica ante un panorama en el que el futuro de la propia Historia, al menos de la gran Historia, parecía haber perdido su razón de ser. Una de las consecuencias más notorias fue la recuperación y vitalización del sujeto en la Historia y, por mero principio causal, el redescubrimiento del género biográfico como una tierra fértil para la investigación histórica (Sánchez Recio, 2005).

En sintonía con este nuevo ambiente, la historia y la biografía políticas vienen haciendo fortuna desde entonces, especialmente para los estudios de la II República, que experimentaron un punto de inflexión y comenzaron a recorrer nuevos caminos. El concepto de cultura política ha venido a jugar desde entonces y hasta nuestros días un papel relevante en los estudios sobre el republicanismo (Fuentes, 2007), traducido, para el caso del género biográfico, en un fértil terreno a la experimentación tributario del análisis de las tensiones generadas entre el individuo –eso sí, impreso en una trayectoria singular e imprevisible– y el sistema político, con todas sus categorías mentales, los conocimientos y las aspiraciones de la sociedad republicana. Arquetipo de la profunda renovación del género fue El emperador del paralelo, biografía sobre la figura de Alejandro Lerroux publicada en 1990 por José Álvarez Junco. Del mismo año datan las biografías parciales de Santos Juliá sobre el periodo republicano de Manuel Azaña y de Julio Aróstegui sobre el exilar de Francisco Largo Caballero, redondeadas por sus autores muchos años después –Juliá en 2008 y Aróstegui con su obra póstuma de 2013– mediante una reconstrucción integral de la vida de ambos dirigentes republicanos. Una vez caído el muro, no son pocos los investigadores del republicanismo que han iluminado la vida de algunos de sus protagonistas, advirtiéndose una mirada especialmente generosa con los dirigentes socialistas. Ricardo Miralles con Juan Negrín (2003) e Indalecio Prieto (2012), Juan Francisco Fuentes con Largo Caballero (2005) y Luis Araquistáin (2007), Enrique Moradiellos con otra biografía de Negrín (2006), Octavio Ruíz-Majón con Fernando de los Ríos (2007) o José Peña González con Alcalá Zamora son sólo algunos ejemplos que muestran la pujanza de una tendencia que, lejos de haberse agotado, continuará dando frutos, algunos ya esperados, como la futura biografía sobre José Giral del que su autor, Julián Chaves, ya nos ha adelantado varios capítulos interesantes3.

Respecto al episodio del que se ocupa el presente artículo, de los representantes republicanos que operaron en la zona cero ninguno alcanzó la trascendencia de los dirigentes socialistas Fernando de los Ríos y Luis Jiménez de Asúa. Su presencia en la capital parisina respondió al intento del Gobierno republicano por corregir un problema duradero, persistente y generalizado que arrojó en aquella hora sus más funestas consecuencias. Con toda razón afirmó Julio Aróstegui en 2010 que “la sublevación militar envolvía el fenómeno de la defección de la legalidad republicana de una importante masa de servidores del Estado” (Aróstegui, 2010: 33). Los colectivos de militares, jueces y diplomáticos fueron los casos más relevantes. La República nunca supo resolver satisfactoriamente el problema de la reforma de unos cuerpos funcionariales heredados del anterior régimen y generosamente nutridos por sujetos de dudosa lealtad4.

El caso de la embajada española en París es uno de los ejemplos más sangrantes y a la sazón el más dramático para la suerte de la República. Al estallar el golpe militar su titular era Álvaro de Albornoz, pero su llegada a la capital francesa no estaba prevista hasta mediados del mes de agosto. Mientras tanto continuaba en funciones el aristócrata filomonárquico Juan Francisco Cárdenas, que desde un primer momento operó en connivencia con los sublevados. La inminente llegada de Fernando de los Ríos significaba el fin de su traición encubierta, lo que provocó su dimisión y la adhesión abierta a la sublevación. De las graves consecuencias en las que se tradujo para los intereses de la República la traición de Cárdenas y la errónea respuesta del Gobierno, expuso Jiménez de Asúa meses más tarde:

“Yo llegué a París hacia el 27 de julio de 1936. No había llegado aún don Álvaro de Albornoz. Yo llegué en la hora en que Fernando de los Ríos solo en la Embajada –que se había materialmente insubordinado toda o casi toda– de París tenía que acudir a un cúmulo de asuntos la mayor parte de ellos heterogéneos, cada uno de los cuales hubiera sido suficiente para agotar la actividad de un hombre. El Gobierno francés había estado dispuesto a entregar armas al Gobierno español. Este había cometido una torpeza enorme. La torpeza es ésta: en la Embajada de París continuaba todavía el diplomático Cárdenas dimitido por el Gobierno de Azaña y reemplazado por Albornoz; pero hacía mucho tiempo que se había hecho el reemplazo y no se había llevado a la práctica. El Gobierno, a pesar de tener hombres en el extranjero como Fernando y yo, en vez de llamarnos rápidamente encargó a Cárdenas de que hiciera ante el Gobierno francés la petición de armas. Esto era una insigne torpeza, esto era un crimen […] había fingido una gran adhesión a nuestra causa para así más fácilmente traicionarla, publicó en los periódicos una nota que probablemente recordarán ustedes diciendo que renunciaba a su cargo […]. Esto produjo en el Gobierno una contrariedad tan grande que después de haber dicho el Gobierno francés a Fernando de los Ríos que estaba decidido a entregarle armas se negó a entregar esas armas” (FPI-AH-24-2: 137-138).

Este testimonio es el fragmento de un informe considerablemente amplio que el dirigente socialista preparó desde la Legación de Praga, de la que en octubre de aquel año se haría cargo, para el Comité Nacional Extraordinario que el PSOE celebró en Valencia durante los días 17 y 21 de julio de 1937. Hoy sigue siendo una fuente ineludible en el estudio de los entresijos diplomáticos parisinos durante aquellas semanas tan críticas5. Conforma, junto con dos artículos escritos en circunstancias personales radicalmente distintas, la columna vertebral del presente artículo6.

Su autor había irrumpido en la política española tras la proclamación de la II República. Para entonces llevaba más de una década como titular de la cátedra de Derecho penal de la Universidad Central y gozaba de un considerable reconocimiento internacional como penalista. Desde el comienzo, su carrera política y parlamentaria gozó de una fertilidad considerable: ganó su acta de diputado como candidato del Partido Socialista en las elecciones generales del 28 de junio por la provincia de Granada y, dos semanas más tarde, las Cortes Constituyentes lo nombraron Presidente de la Comisión Constitucional. Su discurso del 27 de agosto de presentación del Proyecto Constitucional abrió el período de debates parlamentarios que culminó con la aprobación, el 9 de diciembre, de la Constitución republicana. Paralelamente, su ascendencia en el conjunto de reformas legislativas en materia penal que se impulsó durante el primer bienio fue indiscutible, culminado con la aprobación –antecedido, una vez más, de su discurso de presentación a Cortes del 6 de septiembre– del Código penal reformado de octubre de 1932. Como abogado había participado en algunos de los grandes juicios que presenció España durante el período 1931-1936. Ya en marzo de 1931 defendió a Santiago Casares Quiroga en la causa contra los miembros del Comité Revolucionario. En el verano de 1933 se encargó de la defensa de cuatro de los acusados por los sucesos de Castilblanco, mientras que en 1935 su actividad forense se multiplicó como consecuencia de la Revolución de octubre, especialmente con las defensas de los consejeros catalanes Juan Lluhí y Juan Comorera, entre mayo y junio ante el Tribunal de Garantías Constitucionales y la de Francisco Largo Caballero, a finales de noviembre ante el Tribunal Supremo.

Al estallar el golpe militar, el jurista ocupaba las vicepresidencias de las Cortes españolas y de la Comisión Ejecutiva del PSOE. Para entonces habían saltado todas las alarmas del Partido, desde que a primera hora de la mañana del día 13 se había conocido la noticia de los asesinatos durante la noche anterior del teniente de la Guardia de Asalto José del Castillo y del líder de Renovación Española José Calvo Sotelo.

2. Entre el estallido del golpe militar y la llegada de Jiménez de Asúa a París

Aquel interminable 13 de julio Jiménez de Asúa participó en las negociaciones con el Partido Comunista, UGT y las Juventudes Socialistas para la formación de un comité de enlace con el Gobierno de Casares Quiroga. Poco tiempo después –no antes del día 16 ni después del 18–, el jurista puso rumbo a Estocolmo, en un viaje que llevaba tiempo planeando. Por una de esas casualidades de la vida, durante su escala en París pudo felicitar personalmente a su amigo Léon Blum por la reciente victoria electoral del Front Populaire. Mientras desayunaban en el domicilio del Presidente francés, Asúa le transmitió, respecto a la situación política de España, un panorama de tranquilidad y “satisfacción” entre los dirigentes del Frente Popular (Viñas, 1989: 128). Sin ni siquiera sospecharlo, el dirigente socialista pronto regresaría a París para vivir las jornadas más críticas de toda su trayectoria al servicio de la República.

Pero en aquel momento el jurista desconocía lo que estaba sucediendo en España, desde la lectura en Melilla del Bando de Estado de Guerra por parte del teniente coronel Maximino Bartomeu la tarde del 17 de julio. Mientras en nuestro país se sucedían unas jornadas traspasadas de caos y confusión–movimientos de las Divisiones Orgánicas del Ejército, dimisión de Casares Quiroga, formación del Gobierno Giral, movilización generalizada de las masas obreras, defecciones, miedos de los representantes públicos de toda España…– en París un sorprendido Blum recibió la mañana del día 20 un telegrama de Giral en el que le exponía la urgencia de su Gobierno por comprar armamento y aviones. El Presidente francés reunió de inmediato a sus Ministros de Defensa, Aire, Exteriores y Hacienda7 con una intención inequívoca de coordinar el primer envío de ayuda a un Gobierno “amigo”. No hubo ninguna objeción para dar luz verde al primer pedido de veinte aviones “Potez” y una pequeña cantidad de armamento. Pero la cuestión se fue complicando para Blum, que no tardó en experimentar, por una cuestión internacional insospechada, la mayor crisis personal de toda su carrera política.

Si bien Giral se saltó la cadena diplomática para transmitir al Gobierno francés su petición de ayuda urgente, encargó a Juan Francisco Cárdenas la tramitación de las diligencias del primer pedido. Lo que pasó a continuación es bien conocido: en contacto con los sublevados, lo primero que hizo Cárdenas al salir del Quai d’Orsai fue informar al embajador británico en París de las intenciones del Gobierno francés y presentar su dimisión (Tuñón de Lara, 1991). A partir de entonces la presión sobre Blum y su gabinete desde el Foreign Office y los sectores reaccionarios franceses fue creciendo exponencialmente. Sin ir más lejos, el primer capítulo se escribió tras su llegada a Londres el día 23, en el marco de la celebración de una conferencia franco-anglo-belga que buscaba poner las bases de una negociación con Alemania bajo el espíritu de Locarno (Renouvin, 1967). En principio no había lugar para la cuestión española, lo que no impidió que André Geraud “Pertinax”, enviado especial del reaccionario L’Echo de Paris, interpelase a Blum sobre sus intenciones y que el Ministro de Asuntos Exteriores británico, sir Anthony Eden, se acercara al hotel donde se alojaba para pedirle “contención” (Miralles, 2010).

De regreso a París las acometidas contra Blum llegaron desde todas direcciones: de un lado la campaña orquestada por la prensa reaccionaria francesa –perfectamente informada de todos los pormenores por los diplomáticos traidores–; de otro las interpelaciones de Albert Lebrun, Presidente de la III República, Jules Jeanneney, Presidente del Senado y Edouard Herriot, Presidente de la Asamblea Nacional; y lo que era peor, la oposición frontal de hombres fuertes de su Gobierno como Camille Chautemps, Paul Bastid y, en pocos días, la del “irreductiblemente hostil” Yvon Delbos (Berdah, 2006: 52-53).

Blum citó de inmediato en su domicilio a Fernando de los Ríos –que horas antes había llegado a París– con el objeto de celebrar una reunión urgente junto con Daladier, Auriol y Cot8. Era la noche del 24. Con mucha cautela el Gobierno francés había autorizado la primera venta de aviones; la fórmula: sería la industria privada el proveedor oficial y aviadores españoles los que viajarían a Perpiñán para hacerse cargo de los aparatos. Pero entonces llegó la hora de la segunda defección: Cristóbal del Castillo, encargado de negocios de la Embajada, se negó a firmar los documentos de compra, mientras que Antonio Barroso, agregado militar, hizo lo mismo con el cheque de pago. Ambos dimitieron de sus cargos y filtraron a L’Echo de París documentos relativos a las negociaciones (Olaya, 1976). El escándalo mediático en Francia fue tal que su Gobierno quedó momentáneamente paralizado.

Los problemas derivados del desmantelamiento y traición del cuerpo diplomático español en París y la soledad de Fernando de los Ríos se vieron en parte mitigados por la llegada de Jiménez de Asúa, enviado por mandato expreso tanto del Gobierno como de su Partido. Apenas habían pasado dos días desde la llegada de su amigo y correligionario pero los acontecimientos se agolpaban inconteniblemente. Desde entonces “fui el encargado de llevar toda la política internacional en la Embajada […] en aquellas horas graves en que había de decidirse la posición internacional” (FPI-AH-24-2: 126). Intentó, sin éxito, primero evitar lo inevitable y después revertir lo irreversible.

3. La consumación de una derrota determinante

Como antes había hecho de los Ríos, Jiménez de Asúa tuvo que alojarse en las dependencias de la Embajada española por razones de seguridad. En el caso del jurista toda precaución era poca. Había salido de España con protección oficial y al llegar a la capital francesa el propio Blum se encargó de asignarle dos agentes secretos para que velaran por su seguridad. No en vano por París se movían dos de los pistoleros falangistas que habían intentado asesinarlo cuatro meses antes9. Para entonces el Gobierno francés había planteado por vez primera la posibilidad de adoptar una actitud formal de no injerencia en los asuntos de España.

Así lo hizo en sesión extraordinaria de 25 de julio. Al jurista no le cupo duda desde primera hora que aquella primera referencia de la vía no intervencionista respondía a las presiones del Foreign Office y a las grietas abiertas dentro del propio Gobierno francés: “este pensamiento –tras el cual se perfilaba la figura de John Bull– no era una propuesta a las demás partes, sino un modesto globo-sonda” (FPI-ALJA-433-11). La cuestión española estaba mostrando con toda crudeza las limitaciones del Gobierno del Front Populaire. Si la supervivencia de su ejecutivo dependía de una coalición gubernamental entre socialis tas y radicales que nunca estuvo cerca de estar bien cohesionada10, su política internacional quedaba subyugada por el miedo a quedarse sola y aislada en el supuesto de que la intervención de las potencias europeas internacionalizase el conflicto español, toda vez la anunciada neutralidad británica.

Ambos argumentos fueron expuestos de primera mano por el propio Blum a Jiménez de Asúa y de los Ríos cuando, nada más llegar el jurista a París, se personaron en el domicilio del Presidente francés. Sin embargo, era de dominio público que durante los últimos días de julio había comenzado el “puente aéreo” de los Junker52 alemanes y los Savoia italianos. El accidente de un aparato italiano y el aterrizaje forzoso de otros dos en territorio francés provocaron un escándalo internacional que permitió al Gabinete Blum cierto margen de maniobra. Según el testimonio de Asúa, fueron las presiones diplomáticas españolas las que lograron que Blum adquiriera el compromiso de no contemplar la vía abstencionista en tanto en cuanto el resto de potencias no hiciesen lo mismo. Unos y otros conseguían, por poco que pudiera ser, ganar algo de tiempo:

“El gobierno francés, a final de julio, había hecho una exposición diciendo que tal vez lo mejor fuese no entregar las armas a España y guardar una situación de absoluta no ingerencia [injerencia]. Esto disgustó mucho al Gobierno español, disgustó al Embajador y cuando se reunió por segunda vez el Consejo de Ministros a primeros de agosto –no recuerdo exactamente la fecha–, hubo una segunda declaración al Gobierno español y particularmente a Prieto porque no habían entendido la última cláusula que habíamos logrado conseguir nosotros que el Gobierno francés pusiera y era la de que mientras no se adoptara un acuerdo hubiera libertad de acción. Y a esa cláusula se agarraron Blum y Oriol [Auriol] para entregarnos las armas el día cinco de agosto” (FPI-AH-24-2: 135).

En consecuencia, un nuevo Consejo de Ministros celebrado el primero de agosto dejó abierta la vía para la venta de material bélico (Miralles, 2010). Paralelamente, el Quai d’Orsay comenzó a sondear a través de sus embajadores la predisposición del resto de Gobiernos sobre un hipotético compromiso común de no injerencia en los asuntos españoles11. Mientras tanto Fernando de los Ríos había conseguido la colaboración del Gobierno de México, en respuesta a la sugerencia del Gobierno francés de utilizar para las transacciones un tercer país que hiciese de intermediario. Se formó al efecto una “Comisión de Compras” encabezada por el tándem de los Ríos/Asúa, mientras que Madrid envió un cargamento de oro que llegó al aeropuerto de Le Bourget el 30 de julio.

El camino, no obstante, continuaba sin ser llano: “todos los días nos llamaba Prieto y con su peculiar lenguaje, usando algunas que otra blasfemia, nos decía que si no se llevaban las armas las podíamos utilizar para otra cosa bien distinta” (FPI-AH-24-2: 131). A las trabas administrativas se sumaban los continuos bandazos del Ejecutivo Blum, preso, a su vez, de la tensión entre su conciencia y la razón de Estado. No tardó en producirse un nuevo giro, del que Jiménez de Asúa tuvo conocimiento inmediato: la tarde del 3 de agosto recibió una llamada de Auriol. La noticia no podía esperar, era de vital importancia.

Auriol pasó a buscar al jurista en taxi y dando vueltas por los Campos Elíseos le puso al día de la enorme tensión vivida en un consejillo que habían celebrado aquella misma tarde, y de cómo Blum y tres ministros más habían presionado a Delbos para que diera luz verde a un envío de armamento. Fue entonces cuando el Ministro de Exteriores –según le contó aquella noche Auriol– expuso que, constituyendo una farsa de imposible enmascaramiento, era preferible desestimar la idea del país intermediario. Todo se haría, a partir de entonces, por vía directa. En aquella hora los diplomáticos españoles creían haber salvado todos los obstáculos:

“El gobierno de España podía formular directamente la demanda de material de guerra a la República Francesa. Conforme a lo que convinimos Auriol y yo aquel atardecer memorable en que pudo quedar salvada España, la mañana del 4 de agosto visitamos a Daladier el embajador D. Álvaro de Albornoz, que había llegado una semana antes, y yo. Llevábamos una lista en que sólo se mencionaba la calidad e índole de las armas que necesitábamos, pero no las cantidades. Se fijaron en el propio despacho del ministro de la Guerra, previa consulta a los técnicos, y se consignó el número de fusiles, ametralladoras, proyectiles y bombas que estaban prontos en el Arsenal de Burdeos, sin perjuicio de que luego obtuviéramos mayor número de armas y municiones. Partió para Burdeos un emisario nuestro de toda confianza y al día siguiente, 5 de agosto, fui yo en persona al Ministerio de Guerra para ponerme al habla con el «jefe de cesión de material de guerra para el extranjero». En la tarde, el propio coronel que regentaba ese departamento recibía en la Embajada, de mi mano y firmado por el ministro consejero español, un cheque de trece millones de francos, importe de las armas adquiridas. Amaneció el 6 de agosto, antes que el sol se había levantado nuestra impaciencia. Trascurrió el día sin noticitas, y al atardecer golpeó el teléfono con terco son en nuestra creencia de que los embarques de material de guerra habían comenzado en el puerto vinícola. El emisario nos participó que el último permiso para la entrega, procedente del Ministerio de Negocios Extranjeros, no había llegado aún. Numerosas gestiones en la noche con Vicente Auriol y larga e insomne espera hasta la mañana siguiente (FPI-43-11)12.

Pero la convergencia de las grandes potencias europeas en torno a la política/ comedia de no intervención iba cristalizando. Aquel mismo día Galeazzo Ciano dio una respuesta afirmativa a su homólogo francés respecto al proyecto. Dando largas en su compromiso, Alemania y Portugal habían respondido a Francia que ellos no intervenían en los asuntos de España. En París, mientras tanto, el vicealmirante François Darlan, jefe de la Marina francesa enviado por Blum a Londres, no pudo sino reconocer el completo fracaso resultante de su reunión con el almirante Ernle Chatfield, jefe del Estado Mayor de la Royal Navy, al objeto de exponerle los peligros que podrían aparecer con un triunfo de las fuerzas fascistas en España.

Para entonces las llamadas a la contención del Gobierno británico se habían convertido en amenaza abierta. Así ocurrió durante la visita del día siguiente –7 de agosto– del embajador británico en París, Sir George Clerk, al Quai d’Orsai. El mensaje a Delbos fue tajante: el mecanismo de no intervención tenía que cristalizar por vía urgente y sobre todo, en tanto esto sucedía, Francia no debía enviar ni un fusil más al Gobierno de la II República que lo pudiera comprometer todo. De lo contrario Gran Bretaña –que veía peligrar su política de Appeasement Policy y venía padeciendo aterradoras visiones del elán revolucionario español desde la victoria del Frente Popular– no podía continuar asegurando la colaboración entre ambos. La vigencia de Locarno a cambio de la retracción francesa en España.

Con semejante ultimátum llegó Delbos junto con Aléxis Léger, secretario general del Quai d’Orsay y verdadero hombre fuerte de la política internacional francesa, a la decisiva reunión del Gabinete francés de aquella misma tarde, preparatoria del Consejo de ministros del día siguiente. La reunión, extremadamente tensa de un Gobierno dividido por la cuestión española, acabó decidiendo la posición francesa al respecto13.

En la embajada española la incertidumbre se tornaba en desesperación conforme avanzaba la jornada. De noche el propio Jiménez de Asúa fue a ver en persona a Auriol con el fin pedir explicaciones a todo aquel inmovilismo. La respuesta de su amigo presagiaba lo peor. Blum quería verle a primera hora de la mañana, “larga e insomne espera hasta la mañana siguiente” (FPI-ALJA43-11). El abandono a la República estaba decidido y Jiménez de Asúa sería el primer español que tendría conocimiento de ello de la voz del propio Presidente del Gobierno de Francia. Así lo relató el jurista en 1941:

“Muy de mañana, subía las escaleras de la modesta morada de Léon Blum en el Quai Bourbon del viejo París […]. El presidente del Consejo de Ministros estaba de pie, en mitad de la estancia, vestido con un pijama de color azul plomo, ceñido con un cinturón de la misma tela. Sus bigotes eran más lacios y su estatura prócer se hallaba vencida por el cansancio y la inquietud. Me abrazó llorando y me besó ambas mejillas. He aquí el dramático contenido de aquella entrevista. El primer ministro inglés –lo era entonces Baldwin– había hecho saber que vería con máximo disgusto la entrega de armas a la R. Española, y advertía que en caso de guerra, considerada inminente por el Reino Unido, el gobierno de su Majestad Británica sería neutral. Inglaterra proponía, como fórmula de evitar el temido conflicto, un convenio de no intervención, firmado por todos los pueblos de Europa, para que los españoles dirimieran solos sus querellas. Léon Blum me participó que aquella tarde se celebraría un Consejo de Gabinete, preparatorio del que habría de reunirse veinticuatro horas después, bajo la presidencia de Lebrun. El propósito de Blum era dimitir. No podía mantenerme su promesa de venderme material bélico, y no sólo porque se retirarían del Gobierno los radicales, que estaban implicados en el Frente Popular, sino porque él mismo no era capaz de arrostrar el tremendo riesgo. «Yo sería –afirmó en aquella hora el jefe del gobierno francés– el judío que lleva a su patria a la guerra». Pero, al mismo tiempo, el presidente del socialismo de Francia se sentía deshonrado por no cumplir su compromiso con los españoles que, incluso, habían hecho ya entrega del importe de las armas no recibidas aún. Renunciar al Gobierno, era la solución que cohonestaba temor y vergüenza. Me despedí de Blum emocionado, y sus ojos otra vez se inundaron de lágrimas […]. Volví a la embajada –donde vivía yo– con el más conturbado ánimo. Me reuní con Albornoz y de los Ríos. Tras de ciertas vacilaciones, acordamos –seguramente con error– que era preciso evitar la dimisión del gobierno francés. Las cuestiones de honra son, a menudo, formularias. Propusimos a Blum y a Auriol, para evitar la caída del Gabinete de coalición popular, la retirada voluntaria del cheque entregado en pago de la abortada compra de armas. España salvaba al ministerio de Francia por la renuncia a adquirir del Estado material de guerra. He dicho que acaso erramos. El socialismo francés estaba aún en toda su pujanza. Si el Gobierno dimite, los socialistas, desde sus escaños de oposición, hubieran hecho bandera de la ayuda a la República Española, logrando, a buen seguro, desde fuera del Gobierno, mucho más de lo que les fue dado hacer en las poltronas ministeriales. Alguno de nosotros no dejó de apuntar estas ventajas. Pero se impuso el criterio de salvar al gabinete de Francia. Aun así y todo, el curso de los acontecimientos no fue llano. Aquella tarde del 7 de agosto, la polémica se hizo agudísima en los labios de Vicente Auriol. A las 9 de la noche, el gobierno francés estaba en crisis interna. Lo salvó Blum proponiendo la fórmula inglesa de «no intervención», que los demás ministros acataron. Al día siguiente, 8 de agosto de 1936, en el Consejo de Ministros –que sólo se denomina así en Francia cuando lo encabeza el presidente de la República–, acordaba el gobierno francés proponer la no intervención en los asuntos de España a las demás potencias. Francia, no sin reiteradas protestas de los españoles, se creyó ligada al compromiso desde el primer instante. Italia y Alemania sólo notificaron su adhesión en los últimos días de agosto, cuando habían procurado a Franco material bélico que, con cálculo errado, supusieron bastante para vencer a nuestro pueblo. No lo lograron entonces porque esas potencias hacían números basados en hombres y armas, pero ignoraban que el espíritu español es inconmensurable. Así nació ese artilugio hipócrita de la «no intervención», que nos fue nefasto (FPI-ALJA-43-11).

Jiménez de Asúa siempre mantuvo que aquella noche del 7 de agosto el Gobierno Blum “estaba dimitido todo” (FPI-AH-24-2: 139). Así se lo confesaron, primero el propio Blum y poco después Auriol. No encontraban una solución a aquella encrucijada. Según el jurista, fue en última instancia el Gobierno de la II República el que salvó la situación, cuando le ordenó que retirara el cheque del Ministerio de Defensa y librara así a Blum de su compromiso. Mayor controversia presenta su testimonio respecto a lo que sucedió en la Embajada española durante las horas siguientes. Existe, al respecto, cierta divergencia entre sus relatos de 1937, 1941 y 1965.

Allí se discutió la cuestión, antes de consultar a Madrid, entre el propio Asúa, de los Ríos y Albornoz. Cuando el jurista presentó su Informe de 1937 se mostró convencido que aquel 7 de agosto la mejor opción para los intereses de la República hubiese sido la dimisión del Gobierno francés por dos motivos: aquel Ejecutivo no podía arrodillarse ante las amenazas del Reino Unido y el poderoso Grupo Socialista tendría más margen de maniobra si pasaba a la oposición. Así se desprende de un pequeño paréntesis que incluyó en el texto:

“Debo advertir que entonces –y ruego a ustedes que se pongan en la situación en la que nos encontrábamos en aquella fecha, el día siete de agosto, la situación en que nos encontrábamos en que para nosotros (luego se ha visto que no hubiera sido así) se nos aparecía como catastrófico el que el Gobierno cayera– la desaparición del Gobierno nos parecía extraordinariamente desgraciada para nosotros. Reunidos en la Embajada con Fernando de los Ríos y Albornoz coincidieron todos en que sería, en efecto, algo de una gravedad enorme que el Gobierno francés cayera y que había que hacer lo posible para salvarlo” (FPI-AH-24-2: 147-148)14.

Ya se ha observado cómo en 1941 el jurista fue más explícito respecto a las consecuencias de la dimisión del Front Populaire. En aquella reunión a tres con Albornoz y de los Ríos “alguno de nosotros no dejó de apuntar estas ventajas. Pero se impuso el criterio de salvar al gabinete de Francia” (FPI-ALJA433-11). La controversia, sin embargo, viene dada por contraste con su testimonio de 1965:

“Los dos [de los Ríos y Albornoz] opinaron que era absolutamente necesario que el Gobierno de Blum continuara y pensaron en el medio de evitar su caída: se recogería el cheque dado en pago en el Ministerio del Ejército y se rompería delante de Blum, como señal de que renunciábamos a la compra. Yo me opuse resueltamente y dije que, por el contrario, había que decir al Presidente Blum que, en efecto, consideraríamos que los socialistas franceses faltarían a su deber si continuaban en el Gobierno, accediendo a lo que el «premier» británico le imponía. Agregué que el crecido grupo socialista de la Cámara de Diputados podía hacer en nuestro favor más en la oposición que en el Gobierno y recordé a Fernando de los Ríos las concesiones que tuvimos que hacer los socialistas españoles implicados en un Gobierno republicano. No pudimos llegar a un acuerdo y resolvimos consultar a Madrid, donde estaba todavía el Ministerio español […]. De muy mala gana fui al Ministerio del Ejército, retiré el cheque, visité en su casa a Léon Blum y rompí el documento en señal de nuestra renuncia. No dejé de contar lo acaecido al Presidente que, con triste sonrisa y en voz muy baja repuso: «Creo que tenía Vd. razón» (FPI-ALJA-433-26).

Probablemente la posición que Luis Jiménez de Asúa mantuvo en aquella reunión se acerque a este último testimonio. Ahora bien, con Fernando de los Ríos fallecido en 1949 y Álvaro de Albornoz en 1954, la afirmación del jurista no pudo tener la réplica que le hubiese otorgado –o no– toda su credibilidad. En cualquier caso, la última palabra la tuvo el Gobierno de Madrid, que en llamada telefónica de Augusto Barcia dio órdenes expresas para que Jiménez de Asúa retirara de inmediato del Ministerio de Defensa francés el cheque de compra. Para el jurista aquello fue un error –otro más– de estrategia que la República habría de pagar muy caro. Y el Gobierno era, además, reincidente. ¿No había dado instrucciones precisas a sus enviados de París para que rebajaran su presión sobre el Gobierno francés, tras las evocaciones veladas del propio Presidente a de los Ríos y Asúa de una posible dimisión en bloque durante los últimos días de julio? La retracción del Gobierno de la República resultó una vía de escape a la que Blum se agarró, “se siente confortado por el hecho de que sus amigos españoles le han impelido a permanecer en su cargo, y ya no piensa en dimitir, uniendo su suerte a una opinión venida del extranjero” (Grellet, 2017: 76). Tampoco piensa, mucho menos, en calibrar el verdadero alcance de las amenazas británicas.

Para Jiménez de Asúa, el Gobierno de la República se equivocó. Debía haber mantenido desde el principio una actitud intransigente; como hacía Inglaterra, como Lebrun, Herriot, Léger o Chautemps, o como se mostraron las fuerzas reaccionarias francesas. Quizá desde Madrid no estaban, como ellos, “penetrados del problema”:

“Y la situación en que el Gobierno se encontraba la salvó entonces Blum, haciendo suya la proposición que el Gobierno inglés le había hecho a Delbos el día de antes de la proposición solemne de una no intervención. He de confesar que esto me había sido consultado y que yo lo rechacé de plano. Y dije a Blum: si no quiere guerra no habrá guerra; si conceden punto por punto cuanto los Estados fascistas quieran; si a ustedes un día les piden la Alsacia y la Lorena y las entregan, si a ustedes un día les pide la posición de Córcega […] si otro día les piden las colonias y las entregan o les piden parte del territorio francés y se lo entregan, no habrá guerra, pero Alemania habrá conseguido sin derramamientos de sangre, sin el esfuerzo económico que una guerra supone, cuantos fines se había propuesto […]. No se dimitió y se siguió esa posición a que anteriormente he aludido. Nosotros fuimos partidarios de hacer una nota enérgica contra la no intervención. Y yo quisiera que ustedes se penetrasen de la forma en que nosotros vivíamos en París. Ni Fernando de los Ríos ni yo éramos embajadores, lo era Albornoz y éste no era el llamado a definir esa situación internacional. Telefoneó a Barcia el propio Embajador sin poder lograr hacer ver, parte porque él no se expresase con la debida claridad, parte porque tal vez el Ministro no estaba penetrado del problema, que nuestra posición era la de oponernos terminantemente a la no intervención” (FPI-AH-24-2: 139-140).

En balde, por la misma razón, fue la carta de protesta que el jurista escribió junto con Pablo de Azcárate, entonces Secretario General Adjunto de las Naciones Unidas, “oponiéndonos de modo terminante a la no intervención, sin hacer ninguna concesión” (FPI-AH-24-2: 141-142). La respuesta española fue la conocida carta que Albornoz entregó a Delbos el 10 de agosto, una carta de resignación y protesta pero “no con aquel carácter y con aquella fuerza con que queríamos haberla hecho Azcárate y yo” (FPI-AH-24-2: 142). La Comedia de la no intervención había comenzado.

Jiménez de Asúa continuó en París durante buena parte de aquel verano imperdonable a las órdenes del Gobierno republicano. Junto con Marcelino Domingo, Dolores Ibárruri, Luis Recasens Siches y Lara15, formó parte de la Comisión Española del Frente Popular. Su primera reunión con Blum durante los primeros días de septiembre –a más tardar el 3 de septiembre– sirvió cuanto menos para hacer público la postura de España respecto del Comité de No Intervención, cuya primera reunión estaba marcada para el día 9.

Para entonces el futuro personal del jurista, como el del conjunto de España, no podía resultar más incierto. A buen seguro sus planes pasaban por regresar a Madrid. De no ser así no hubiese aceptado su nombramiento a finales de agosto como nuevo Decano de la Facultad de Derecho de la Central, en el marco de la profunda renovación de cargos directivos que la institución emprendió para la fecha, en un intento de normalizar su funcionamiento (AGUCM P-0555-7: 131). La realidad fue otra bien distinta y sobrevinieron cambios sobre cambios. Cuando el Gobierno republicano entendió la gravedad de las defecciones diplomáticas, disolvió de plano la carrera vigente e impulsó una completamente nueva. Sin ir más lejos, Fernando de los Ríos, nuevo Rector, fue nombrado embajador español en Washington, mientras que a Jiménez de Asúa se le nombró encargado de negocios en la Legación de Praga. El 14 de octubre el jurista llegó a la capital de Checoslovaquia. Las instrucciones del Ministerio de Estado, imprecisas, se sustanciaban principalmente en la búsqueda de armas y la dirección de sus servicios de inteligencia. Durante los dos años que pasó en Praga realizó para el Gobierno 74 informes; entre los recibidos por el Ministerio de Estado durante la guerra, “no hay otros comparables a los de Jiménez de Asúa por su riqueza documental” (Casanova Gómez, 1994: 15). Pero ese es otro capítulo de su vida y de la historia de España.

4. Conclusiones

La biografía histórica, más que ninguna otra práctica historiográfica, ilustra las tensiones propias e inherentes a la convivencia entre la literatura-ficción y la ciencia histórica. En palabras del epistemólogo francés François Dosse, la desestabilización de las certezas y de las fronteras disciplinarias propias de nuestra sociedad contemporánea “puede proporcionar al género biográfico un lugar privilegiado que reintroduce el problema del sujeto de conocimiento en el campo del saber” (Dosse, 2007: 68). El historiador-biógrafo, consciente de que el método histórico y su compromiso con la búsqueda de la verdad suponen una desventaja respecto a la imaginación totalizadora . ilusionista del novelista, puede sin embargo trabajar con marcos de análisis genuinos y huérfanos de todo esquema rígido, cientificista y organizador del análisis histórico. El género biográfico permite calibrar el peso de las actitudes, los comportamientos, los testimonios y, en definitiva, las posibilidades y los límites de los sujetos históricos. En relación al capítulo particular de la gestación de la no intervención, el hecho de contar en la actualidad con una buena colección de estudios solventes que han arrojado buenas dosis de inteligibilidad, no excluye las posibilidades que ofrece una vía interpretativa singular al servicio de la práctica histórica, que por principio general, está siempre abierta al diálogo con el pasado (Dosse, 2007: 411). El enfoque biográfico propio de nuestro protagonista constituye así una aproximación inestimable para la reconstrucción de este acontecimiento.

Aquella noche del 7 de agosto de 1936 Jiménez de Asúa fue el primer español que supo que a la mañana siguiente se consumaría la traición a la República. Las confesiones que Léon Blum le hizo entre sollozos significaban el epílogo de la primera y más importante batalla diplomática de toda la contienda, ya que propició la continuidad de un golpe militar semi-fracasado que, sin las interacciones internacionales de primera hora, difícilmente hubiera podido mantenerse en el tiempo (Viñas, 1989; Viñas 2010). De la importancia que le concedió Jiménez de Asúa da cuenta su rotundidad de 1941: aquel día, el mismo que subió las escaleras de la casa de Blum, probablemente con el ánimo agitado, “se decidió nuestra derrota” (FPI-ALJA-433-11).

A las democracias liberales les costaría caer en la cuenta de su error de estrategia. El mismo juego, con los mismos roles de agresión desenfrenada de unos y miedo y concesión de otros, volvería a repetirse en septiembre de 1938 con el acuerdo de Múnich. Pero en aquel momento, el fracaso de las gestiones del jurista y de los Ríos en París fue el fracaso de la República y su resultado una larga y sangrienta guerra civil. A ambos el estallido del golpe militar les había sorprendido en el extranjero. Ninguno tenía la menor experiencia en el terreno de la diplomacia. Sin embargo, fueron requeridos urgentemente por el Gobierno español, instándoles a que se pusieran al frente de las negociaciones con el Gobierno del Front Populaire. El motivo, bien conocido, respondía a un problema coyuntural que hundía sus raíces en un problema de fondo que se encontró el régimen republicano desde su advenimiento y que, mal resuelto, resultó en el verano de 1936 de importancia capital: la defección de la legalidad republicana de una gran masa de servidores públicos, entre ellos buena parte del cuerpo diplomático, cuyos intentos de reforma nunca llegaron a tener resultados satisfactorios (Aróstegui, 2010).

Para la imagen exterior de la República la desbandada del grueso de su cuerpo diplomático fue un golpe durísimo. El caso de la embajada de París fue especialmente sangrante. Jiménez de Asúa no dudó en exponer la torpeza del Gobierno español en su célebre informe de 1937; esto era un crimen que permitió, por omisión o por torpeza, al embajador en funciones, al encargado de negocios y al agregado militar, no sólo abjurar de la lealtad a la República, sino operar en favor de los rebeldes. No en vano, si en Londres fue Julio López Oliván el que operó en encubierto al servicio de la Junta rebelde constituida en la capital inglesa hasta el último día de agosto, en París Juan Francisco Cárdenas mantuvo informados de todos los movimientos de la República –hasta que la inminente llegada de Fernando los Ríos le impulsó a dimitir– no solo al embajador inglés en París, sino también al embajador alemán Johannes von Welczeck y, por descontado, a José María Quiñones de León, notable representante de los rebeldes en la capital francesa.

Desde su llegada a París, Jiménez de Asúa se convirtió en el enlace de la República con el Gobierno francés. Sus credenciales, desprovisto de todo cargo diplomático, se sustentaban en su condición de vicepresidente de las Cortes y del PSOE, pero sobre todo en la estrecha amistad que guardaba con algunas de las más destacadas figuras socialistas del Gobierno francés, como el propio Blum y especialmente con el Ministro de Finanzas Vincent Auriol. Fue este último, en el que la República tuvo un fiel aliado, el que iría telegrafiando a Asúa el desarrollo de los acontecimientos: las tensiones y divisiones que se estaban viviendo dentro del Gobierno francés en cada una de sus reuniones ad hoc, la visitaamenaza del embajador inglés a Delbos el 7 de agosto, el emplazamiento con Blum para la mañana siguiente donde se le anticiparía la dramática decisión. No exageraba el jurista cuando afirmó en 1941 que él era “el español que, por motivos casuales, conoce mejor que nadie los orígenes de aquella medida que sofocó a la República Española” (FPI-ALJA-43-11).

El apremio de la República le llevó, como confesaría en aquel artículo, a vivir angustiosamente aquellos días. Día y noche, “en vista de estos apuros en que nos encontrábamos, nosotros presionábamos, yo particularmente presionaba al Gobierno francés” (FPI-AH-24-2: 131). Los resultados fueron escasos; apenas el logro de convencer a Blum de que adquiriera el compromiso de no contemplar la vía abstencionista en tanto en cuanto el resto de potencias no hiciesen lo mismo. En su contra jugó la posición de inestabilidad interna del Front Populaire y la debilidad de Francia en el tablero internacional. Ese fue, en opinión del jurista, el obstáculo insalvable al que se enfrentó la República y que le llevó, en última instancia, a desviar su atención exterior hacia la Unión Soviética.

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Fuentes

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FPI-ALJA-433-11. Artículo de prensa publicado en Buenos Aires por Noticias Gráficas el 29 de agosto de 1941: España, Francia e Inglaterra en Agosto de 1936.

FPI-ALJA-433-26. Testimonio de Luis Jiménez de Asúa para el Coloquio de la Fondation nationale des sciencies politiques de l’Université de Paris, celebrado los días 26 y 27 de marzo de 1965.

Archivo General de la Universidad Complutense de Madrid (AGUCM). AGUCM P-0555-7.

Notas

1 El trabajo de Viñas al respecto constituye una pionera y excelente disección del compromiso comercial de ambos países, así como de sus consecuencias y de la decisión de Francia de suspender su vigencia.
2 A los trabajos ya citados de Tuñón de Lara, Viñas y Olaya pueden sumarse –disculpando notables omisiones–: Renouvin, 1967; Dreifort, 1973; Pinke, 1975; Avilés Farré, 1994; Moradiellos, 2001; Berdah, 2002; Viñas, 2006; Grellet, 2017 [1ª edición en lengua francesa en 2016]. En 2006 la revista Historia del presente publicó en su nº 7 un amplio dossier con artículos de Ángeles Egido León, Juan Avilés, Jean F. Berdah y Enrique Moradiellos. Por último, tributario de las primeras Jornades Internacionals d’Història als Espais de la Batalla de l’Ebre celebradas en julio de 2007 se publicó en 2009 El Pacte de la no intervenció: la internacionalització de la Guerra Civil espanyola, bajo edición de Josep Sánchez Cervelló.
3 A saber: (2012) El republicano José Giral en Salamanca durante la Restauración (1905-1920). Investigaciones históricas: Época moderna y contemporánea, 32, 195-216; (2014) La Armada española en la Segunda República: José Giral, ministro de Marina (19311936). Ayer, 93, 163-187; (2016) Oposición política a la monarquía de Alfonso XIII. José Giral y los republicanos en la Dictadura de Primo de Rivera. Hispania: Revista española de historia, vol. 76, nº 252, 159-187.
4 Al respecto Aróstegui también ha escrito: “cuando se produjo la sublevación, pues, la lucha por la reforma, la depuración y la creación de cuerpos de funcionarios adecuados para el gran proyecto reformista con que el nuevo régimen se instauró, sobre todo los de mayor importancia, tenían ya una notable antigüedad. Por razones de tipo diverso, resistencias políticas, dificultades jurídicas, triquiñuelas leguleyas de todo tipo y la falta de decidida voluntad o los errores en algunos casos habían impedido ganar plenamente la importante batalla. Pero, aún más, la propia inestabilidad política de la República, el movimiento pendular durante dos bienios en el signo político de los Gobiernos, hizo que esta obra se convirtiese en la práctica en el tejido de Penélope” (Aróstegui, 2010: 48).
5 Así lo consideró también Manuel Tuñón de Lara, que apuntó además en su artículo citado anteriormente el hecho de que fuese desconocido en su literalidad durante muchas décadas, debido a que fue desglosado del conjunto de documentos de aquel Comité dado su carácter reservado.
6 A saber: un artículo de prensa publicado en Buenos Aires por Noticias Gráficas el 29 de agosto de 1941: España, Francia e Inglaterra en Agosto de 1936 [FPI-ALJA-433-11] y su testimonio para el Coloquio de la Fondation nationale des sciencies politiques de l’Université de Paris, celebrado los días 26 y 27 de marzo de 1965 [FPI-ALJA-433-26].
7 Édouard Daladier, Pierre Cot, Yvon Delbos y Vicent Auriol respectivamente.
8 Los detalles de las primeras gestiones de Fernando de los Ríos –incluido la puesta en escena de la cláusula del Acuerdo comercial de diciembre de 1935 por la que España se comprometía a comprar armamento francés– vienen recogidos en su célebre carta a Giral. El documento es una fuente primaria irremplazable. El ANEXO I de las Actas del citado Congreso de Paris de 1965 reproduce la carta en traducción francesa; véase pp. 407-409. En España, Ángel Viñas publicó en su comentado artículo de 1978 un análisis detallado del documento, junto con una reproducción copiada “del puño y letra de don Fernando de los Ríos”.
9 Cuando a primera hora de la mañana del 12 de marzo de aquel año Jiménez de Asúa salía como de costumbre de su domicilio en la calle Goya para dirigirse a la Universidad, cuatro jóvenes falangistas esperaban apostados en la calle. El jurista pudo salvar la vida milagrosamente a pesar de la ráfaga de ametralladora que le persiguió hasta que ganó la primera esquina. No corrió la misma suerte Jesús Gisbert, un joven escolta que le protegía desde la absolución de Largo Caballero en el proceso al que había sido sometido a finales del año anterior, en el que el penalista, como se sabe, había ejercido la defensa.
10 No en vano el propio Edouard Daladier había afirmado el 14 de julio que “Le Front populaire ne pourra être mis en échec que par nos divisions intérieures” (Dupeux, 1967: 109).
11 El primer contacto se produjo entre el embajador francés en Londres, Charles Corbin, y Anthony Eden. El 3 de agosto fue Charles de Chambrun, embajador en Roma, el que se entrevistó con Ciano, mientras que François Poncet hizo lo propio con von Neurath, que le informó de la predisposición alemana, siempre y cuando Rusia adquiriese el mismo compromiso, que a su vez expresó su voluntad de adherirse siempre que también lo hiciese Portugal.
12 En su declaración para el Coloquio de 1965, Jiménez de Asúa apuntó que el cheque fue de 11 millones de francos.
13 En exposición de Tuñón de Lara, entre los ministros que se mostraron inequívocamente comprometidos con la ayuda al Gobierno de España, se contaron: Vincent Auriol, Pierre Cot, Jean Zay, Max Dormoy, Léo Lagrange, Maurice Viollette, Roger Salengro, Marius Moutet, Pierre Viénot, Jules Moutet, Jean Lebas y Jules Moch. En el lado contrario, otros diez, entre ellos Delbos, Chautemps y cinco socialistas, defendieron la posición de la no intervención (Tuñón de Lara, 1991).
14 Había transcurrido un año desde el estallido de la guerra. Buen conocedor de la situación de la política internacional, el jurista hizo entonces un análisis de su hilván con la Guerra Civil y la situación de las grandes organizaciones socialistas: «o los Partidos Socialistas del mundo no han querido ayudarnos o no pueden ayudarnos. Yo creo que han querido ayudarnos, que el esfuerzo que han hecho los laboristas ingleses ha sido enorme. No han podido ayudarnos ni siquiera en Bélgica donde están representados en el Poder, ni en Francia donde están representados en el Poder, ni en Checoslovaquia donde están representados en el Poder, ni en Suecia, ni en Dinamarca, ni en Noruega. Es decir que no es aquello de que porque fueran probablemente socialistas estos socialistas hubieran podido hacer mucho más en Francia que lo que hicieron bajo un Gobierno Blum […] por desgracia, en esta guerra hay dos cosas fundamentales que han fracasado: primera, la seguridad colectiva y la fuerza del Partido Socialista» (FPI-AH-24-2: 163-164) [subrayado del texto].
15 Puede referirse al diputado radical tinerfeño Antonio Lara Zárate.

Notas de autor

ORCID: 0000-0002-5336-3222

Información adicional

Cómo citar este artículo / Citation: MARTÍNEZ CÁNOVAS, Gonzalo J. (2019). Luis Jiménez de Asúa y la gestación de la política de No Intervención en la Guerra Civil Española. Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea, 18, pp. 293-314. https://doi.org/10.14198/PASADO2019.18.13

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