Artículo
La expropiación técnica y el carisma contrarrevolucionario. Un comentario a “La política como vocación” de Max Weber*
La expropiación técnica y el carisma contrarrevolucionario. Un comentario a “La política como vocación” de Max Weber*
Postdata, vol. 24, núm. 1, pp. 63-82, 2019
Grupo Interuniversitario Postdata
Resumen: El artículo analiza la conferencia de Max Weber intitulada “La política como vocación” enfatizando la relación que allí se establece entre política y técnica. Se argumenta que en dicha obra Weber explica el funcionamiento de la estatalidad y la política en conexión con un proceso de expropiación originario y estructural de la Modernidad que dio también origen al capitalismo. En este marco, su apuesta para lidiar con los efectos de la racionalización y con las tensiones alemanas propias del período de entreguerras adopta una suerte de paradoja: Weber apela a la gracia del líder, pero al inscribirla mediante el plebiscito en el ordenamiento legal, termina dejándola sujeta al imperio de la técnica. En otros términos, al hacer del carisma un dispositivo dirigido contra la burocratización creciente, Weber resignifica su carácter eminentemente revolucionario en contrarrevolucionario y, por tanto, circunscripto a la racionalidad técnica.
Palabras clave: burocracia, convicción, plebiscito, racionalización, responsabilidad.
Abstract: The article analyzes Max Weber’s conference titled “Politics as vocation”, emphasizing the relationship established between politics and technique. It argues that in such work Weber explains the functioning of statehood and politics related to an originary expropriation process, structuring Modernity, wich also origined Capitalism. Therefore, the proposal of dealing with rationalization’s effects and with German interwar period tensions adopts a paradox: Weber appeals to the leader’s grace, but at the same time he leaves it to the rule of technique, by engraving it into the legal order through the concept of plebiscite. In other words, turning charisma into a mechanism against increasing bureaucracy, Weber resignifies his revolutionary nature into counter-revolutionary and therefore, confined to technique rationality.
Key words: bureaucracy, conviction, plebiscite, rationalization, responsibility.
Introducción
En el presente artículo se ofrece un comentario de la ya centenaria conferencia de Max Weber intitulada “La política como vocación” [1919] tendiente a poner de relieve la estrecha vinculación expresada entre racionalidad técnica y política moderna. Será precisamente a través de la noción de expropiación esgrimida por el autor alemán que tal empresa resultará posible, lo que además posibilitará avizorar algunos rasgos de su postura ante el problema mismo de la técnica. Pero como ha sido señalado por diversos conocedores de su obra (Freund 1973, Marcuse 1971), Weber no expresó nada sistemático sobre tal asunto; sus consideraciones al respecto quedaron más bien subsumidas en las distintas aristas del proceso de racionalización occidental por él estudiadas a lo largo de su producción intelectual1. El punto es que al indagar sobre la tendencia a la burocratización y sus posibles frenos epocales explicitados en 1919, se evidencia la importancia del problema de la técnica en las consideraciones políticas weberianas2. En este trabajo se arguye que atender a tal cuestión permite leer tal conferencia de un modo en el cual emergen importantes tensiones teórico-políticas. Como es harto conocido, en “La política como vocación” Weber alerta sobre los efectos perniciosos de una racionalidad y sobre la forma en que deben ser repelidos por cierto andamiaje estatal que compila carisma con racionalidad legal, permitiendo así conservar la libertad del individuo y mantener siempre abierta la discusión por el sentido de la vida. Piensa, además, que de ese modo resultará factible afrontar ciertas vicisitudes de la política alemana, así como también lidiar con un tema nodal de la propia Modernidad3. Sin embargo, en lo que parece no reparar Weber es que con su apuesta política el carisma queda reducido a técnica y la política misma constreñida por la norma.
Para desplegar tal alegato, el artículo constará de cuatro apartados. En el primero de ellos, se enfatizará sobre el carácter estructural y de amplio alcance del proceso de expropiación capitalista que el propio Weber menciona en su trabajo. A partir de allí, se analizarán sus argumentos sobre la relación entre medios y motivos internos de la política y entre coerción y consenso. En esa línea, se señalará que sobre esa misma expropiación se montan la creciente burocratización con sus respectivos peligros, los cuales Weber procuró contrarrestar apelando a la gracia del caudillo. En lo que respecta al segundo apartado, sus líneas estarán destinadas a ahondar en la legitimidad carismática, movilizando para ello las categorías “vivir para la política”, “vivir de la política” y “vocación”, lo que a su vez pondrá de relieve la tensión entre política y administración y entre líder y funcionariado. En este punto se conjeturará por qué Weber no prosigue su análisis sobre el particular rol político del periodista, aun cuando le otorga suma importancia a su accionar en las sociedades de masas. Luego, en el tercer apartado, se indagará sobre lo sustancial de su propuesta a favor de una democracia plebiscitaria para la Alemania del período de entreguerras. En base a lo analizado, se mostrará que tal tentativa encierra una suerte de paradoja, pues al apelar al carisma para frenar la burocratización, Weber termina por fortalecer a la técnica y resignificar el rol del liderazgo. Finalmente, en el cuarto apartado del artículo se revisarán las nociones de “caudillo” y de “héroe” que figuran hacia el final de “La política como vocación”, sopesándose las consecuencias del intento del autor por compatibilizar la responsabilidad política con la convicción y la gracia con la estructura jurídico-política imperante.
La expropiación
En el inicio de su conferencia Weber se pregunta por el significado de la política en la Modernidad. Su interrogación es explícita -“¿qué entendemos por política?” (1972b: 82)-, su respuesta taxativa: “por política entendemos solamente la dirección o la influencia sobre la dirección de una asociación política, es decir, en nuestro tiempo, de un Estado”4 (1972b: 82). La mentada “dirección” pasa entonces a ser el objetivo inmediato del accionar de los “distintos grupos” que “aspiran al poder como medio para la consecución de otros fines” (1972b: 84). Desde la perspectiva weberiana, el Estado se define por sus medios (Abellán 1992; Aguilar Villanueva 1984; Freund 1973), o mejor dicho, por su medio específico, esto es la violencia física, cuestión que ya había advertido muy bien Trotsky (1972b: 83). En este punto, el aporte decisivo de Weber estriba en poner de relieve que el Estado se caracteriza por la acción de monopolizar legítimamente los instrumentos coercitivos en “un determinado territorio” (1972b: 83).
De todas maneras, para Weber, la política lejos está de reducirse a la administración de la violencia. De hecho, en su alocución remarca la dimensión de la obediencia destacando su importancia para el mantenimiento de toda autoridad. Señala que en el caso particular del Estado -que es efectivamente “una relación de dominación”-, “para subsistir” precisa que “los dominados acaten la autoridad que pretenden tener quienes en ese momento dominan” (1972b: 84). Al recalcar la importancia del consentimiento, Weber plantea entonces su necesaria articulación con la coerción estatal. En consecuencia formula el siguiente interrogante: “¿sobre qué motivos internos de justificación y sobre qué medios externos se apoya esta dominación?” (1972b: 85). Su respuesta comienza apelando a los distintos tipos de legitimidad que aparecerán explicitados en Economía y sociedad5. Sin embargo, antes de analizar este aspecto no menor, resulta importante indicar cierto marco general en el que se encuadra la reflexión weberiana. En este sentido, es el propio autor quien admite que la política moderna se inscribe en un proceso de expropiación que emparenta al Estado con la empresa capitalista y genera una de las características nodales de la Modernidad:
En todas partes el desarrollo del Estado Moderno comienza cuando el príncipe inicia la expropiación de los titulares “privados” de poder administrativo que junto a él existen: los propietarios en nombre propio de medios de administración y de guerra, de recursos financieros y de bienes de cualquier género políticamente utilizables. Este proceso ofrece analogía total con el desarrollo de la empresa capitalista mediante la paulatina expropiación de todos los productores independientes (1972b: 91).
Aun con toda la importancia que posee el contenido del pasaje citado, Weber no ahonda demasiado en el paralelismo entre expropiación política y expropiación económica. Ante su auditorio, se excusa alegando que su objetivo consiste en reflexionar sobre “la política como vocación” (1972b: 83). Por tanto, aduce que solo se concentrará en los “motivos internos” de la politicidad y en su relación con los “medios externos” (1972b: 83) del Estado. Este silencio u omisión también se replicará cuando decida no proseguir su análisis sobre la figura del periodista, lo que resulta sumamente curioso, pues Weber hará un elogio de él y se cuestionará sobre su posible dimensión de liderazgo político. Zanjará la cuestión subrayando la imposibilidad del periodista de ejercerlo debido a las consecuencias de la expropiación económica6.
Existen, por tanto, marcadas razones para problematizar en torno al tópico de la expropiación. Nótese que dicho concepto aparece descrito como un proceso histórico que encuadra a la política moderna de Occidente y, por añadidura, al propio discurso sobre la vocación que ofrece en 1919. Weber indica que junto a la monopolización de la violencia, la expropiación técnica cumplió un rol importante en el surgimiento del Estado y en el consecuente debilitamiento de los poderes feudales. De manera que ubica así la génesis del peligro epocal sobre el que desea alertar a su auditorio muniqués, es decir, pondera el inicio de la burocratización creciente7.
A Weber le intranquiliza la posibilidad de que el proceso de racionalización atente contra la autonomía del individuo8. De hecho, ante el impedimento de dirimir el registro de los fines en una época desmagificada en donde “Dios ha muerto”9, la gestación de esferas autónomas con sus respectivas lógicas y medios intrínsecos favorece la contradicción entre distintas racionalidades (Ruano de la Fuente 1996)10. En ese contexto, la articulación entre medios y fines representa todo un problema para la política, pues el imperio burocrático puede hacer que la máquina anule el espíritu que debe animarla11. El asunto se agrava aún más al estar signado por el politeísmo de los valores, cuestión que obliga a los individuos a hacerse cargo de sus decisiones sin tener certeza alguna de la validez de los valores que las animan (Aguilar Villanueva 1984, Honigsheim 1977, Löwith 2007, Ruano de la Fuente 1996). Por ello es que para Weber la ciencia no puede proveer respuestas a tales encrucijadas, mucho menos señalar cómo los hombres deben vivir para lidiar o escapar de las tribulaciones epocales (Dow 1978). La actividad política, por su parte, se encuentra huérfana al no poder apelar a una filosofía de la historia ni a leyes sociológicas que certifiquen el rumbo de la vida comunitaria (Marcuse 1971, Mommsen 1971, 1981; Rabotnikof 1989)12.
Con el objeto de que el imperio de los medios técnicos no engulla la importancia de los fines políticos, para Weber se impone la empresa de contener los efectos de la burocratización creciente. En su conferencia de 1919, comprometerá al carisma en tal tarea inscribiéndolo en la propia maquinaria estatal. Es que solo a través de este tipo de dominación Weber verá factible contener el avance de la burocratización (Aronson 2011, Bendix 1970, Mommsen 1971, 1981, 2015; Radkau 2011). De hecho, a pesar de que señale que allí cuando “se cuestionan los motivos de ‘legitimidad’ de la obediencia” emerge siempre uno de los “tres tipos ‘puros’” (1972b: 86) de dominación -o bien aquéllos vinculados con las costumbres, con la legalidad o con la gracia-, elige concentrarse especialmente en éste último en tanto en él “arraiga, en su expresión más alta, la idea de vocación [Beruf]” (1972b: 86), es decir, una suerte de llamado interior (Weber 1979). De esta forma, el pensador alemán concibe cierto sustrato de la politicidad en la creencia del individuo, en una de sus esferas más íntimas. Sin embargo, desde su perspectiva, resulta imposible preguntarse por el carisma en el mundo contemporáneo sin tomar en cuenta el carácter estructural de la lógica racional-legal. Tratará, en suma, de inocular la dominación carismática en la dominación racional-legal sin por ello debilitarla. En esa empresa compleja, dos fuerzas de notorias magnitudes se opondrán entre sí, dando lugar a una suerte de paradoja que consistirá en utilizar a una fuerza revolucionaria de manera contrarrevolucionaria. Es que ante el carácter en apariencia irrefrenable de la burocratización, Weber procurará hacer del carisma una suerte de contra-tendencia que retarde su avance13. Como se verá más adelante, aquí ya ha pasado a primar la técnica por sobre la política, los medios por sobre los fines.
El sustrato de la politicidad
Para Weber, el líder carismático es “alguien que está internamente ‘llamado’ a ser conductor de hombres, los cuales no le prestan obediencia porque lo mande la costumbre o una norma legal, sino porque creen en él” (1972b: 86). Pero la existencia del caudillo en el mundo contemporáneo no puede darse por fuera de las transformaciones acaecidas por obra de la racionalización occidental. Entre los efectos significativos de ésta, debe contarse la conformación de un cuadro administrativo de nuevo tipo basado en funcionarios que ejercen su labor de manera impersonal. Con esto en mente, Weber introduce la distinción acerca de las formas en las que se puede habitar la política: o bien se puede “vivir de la política” o bien “vivir para la política” (1972b: 95). No obstante, aclara que tal distinción va mucho más allá de la dimensión de “político ocasional” por la cual todos -alguna vez en la vida- se ven obligados a ejercer de algún modo (1972b: 93). Desde su perspectiva, estas dos formas marcan el modo de hacer política en la Modernidad, y si bien no resultan “mutuamente excluyentes” (1972b: 95), resultan sí claramente diferenciadas. Es que “quien vive ‘para’ la política hace ‘de ello su vida’ en un sentido íntimo”, ya que tiene “la conciencia de haberle dado un sentido a su vida, poniéndola al servicio de ‘algo’”, a diferencia de quien vive “de” la política que hace de la misma “una fuente duradera de ingresos” (1972b: 96).
Pero Weber lejos está de delinear arquetipos como lo hacía también por aquellos años, con análoga y contemporánea preocupación, el filósofo Max Scheler14. Por ello, en 1919, afirma que su intención radica en señalar “únicamente que el reclutamiento no plutocrático del personal político, tanto de los jefes como de los seguidores, se apoya sobre el supuesto evidente de que la empresa política proporcionará a este personal ingresos regulares y seguros” (1972b: 99). En virtud de lo cual, pasa a sugerir dos cosas: 1) que vivir para la política necesita de vivir de la política -por lo que los ingresos derivados de cargos públicos cumplen una función crucial- y; 2) que la política sufre un proceso de profesionalización cada vez más profundo y evidente.
Asimismo, el nacido en Erfurt advierte que en el particular período de entreguerras europeo “la política actual se hace, cada vez más, de cara al público y, en consecuencia, utiliza como medio la palabra hablada y escrita” (1972b: 114). En su plática se adentrará en esta peculiaridad epocal al manifestar que se “utiliza el discurso en cantidades aterradoras” (1972b: 116). En consecuencia, sostiene que son “el publicista político, y sobre todo el periodista” los representantes “más notables de la figura del demagogo en la actualidad” (1972b: 117). Weber aduce, además, que poca gente sabe “apreciar” la responsabilidad que el periodista profesa en su labor, aun cuando su dosis sea “mucho mayor que la del sabio” (1972b: 117) por todas aquellas “tentaciones” (1972b: 118) con las que debe lidiar cotidianamente. Se pregunta entonces si efectivamente es el periodista quien puede convertirse en el líder político necesario y frenar a la burocratización creciente. Sin muchas dilaciones, advierte que no tiene “destino político” (1972b: 118) alguno, en tanto su influencia se ve disminuida por el accionar del “magnate capitalista de la prensa” (1972b: 119).
Si durante el período de entreguerras la política es una política de la palabra pública que circula a través de sistemas de propagación técnicos infinitamente superiores a los pretéritos, y si el saber sobre su uso, junto a un alto nivel de responsabilidad pública, lo poseen los periodistas, pero éstos no pueden convertirse en líderes al estar subordinados a los intereses de sus empleadores, ¿cómo posicionarse frente a tal expropiación desplegada desde la arena económica? He aquí el segundo punto vinculado a la expropiación que el pensador alemán decide no examinar de forma acabada. Weber deja de lado al periodista sin mayores argumentos que aquel proporcionado por el derecho de propiedad que el dueño del medio de comunicación esgrime. En este sentido, elige solo señalar el impacto de tal derecho. En su conferencia, Weber no diferencia nunca la vocación del periodista de la del caudillo, por el contrario, más bien parece tender cierto nivel de proximidad entre ambas. Sin embargo, y a pesar de ello, concluye con la presencia de un límite estructural para el accionar político del periodista que lo excluye de ser protagonista del dispositivo carismático que debe lidiar con las vicisitudes epocales; límite en donde se entrecruzan lo técnico, lo económico y lo político.
Una vez desechado políticamente el “honorable” oficio del periodista, Weber vuelve a pronunciarse sobre el cuadro administrativo característico de la Modernidad. Inevitablemente -agrega en este punto de su conferencia- el político debe convivir con el funcionario, ya que no hay forma de retrotraer el proceso de expropiación de los medios de administración. Es por ello que bien puede sugerirse que para Weber la burocracia llega a su fin solo cuando se da “la declinación general de la cultura” (Bendix 1970: 428). No hay que descuidar, entonces, que el político carismático se convertirá en líder siempre y cuando pueda ejercer su dirección sobre alguna estructura u organización. En el mundo contemporáneo, esto se vincula con las instituciones estatales y los aparatos del partido político (Löwith 2007), lo que explica muy bien porqué Weber advierte que se convertirá en jefe “aquel a quien sigue la maquinaria del partido” (1972b: 129) y, también, porqué la utilización de la “democracia plebiscitaria” (1972b: 130) producirá la consecuente “proletarización espiritual” de sus seguidores (1972b: 150)15. Una vez más, dicho pensador se resigna ante la imposibilidad de eliminar tales consecuencias producto de la expropiación. De hecho, en su discurso señala que éste es “un precio que hay que pagar”, por lo que solo resta “elegir entre la democracia caudillista con ‘máquina’ o la democracia sin caudillos, es decir, la dominación de ‘políticos profesionales’ sin vocación” (1972b: 150).
Weber continúa su discurso introduciendo el tópico de la responsabilidad para así poder hacerle frente a las amenazas que apremian a Europa en general y a Alemania en particular. Por un lado, procura rebatir los argumentos de aquellos que sostienen que el funcionariado se encuentra en condiciones de decidir políticamente y, por otro, sugiere que la política también encierra sus peligros si se la deja al arbitrio de la más pura convicción16. Por ende, afirma que “si ha de ser fiel a su verdadera vocación”, el funcionario “no debe hacer política, sino limitarse a ‘administrar’” (1972b: 115). Al caudillo, en cambio, lo guían otros aspectos propios de su vocación -tales como la “parcialidad”, la “lucha” y la “pasión”- por lo que su accionar se enmarca en “un principio de responsabilidad distinto y aun opuesto al que orienta la actividad del funcionariado” (1972b: 115)17. De hecho es el líder con vocación quien asume “personalmente la responsabilidad de todo lo que hace, responsabilidad que no debe ni puede rechazar o arrojar sobre otro” (1972b: 116), a diferencia del burócrata, quien:
se honra con su capacidad de ejecutar precisa y concienzudamente, como si respondiera a sus propias convicciones, una orden de la autoridad superior que a él le parece falsa, pero en la cual, pese a sus observaciones, insiste la autoridad, sobre la que el funcionaria descarga, naturalmente, toda la responsabilidad (1972b: 115).
De todos modos, Weber es consciente que sin “esta disciplina ética” del funcionariado “se hundiría toda la máquina de la administración” (1972b: 115) que sostiene a la Modernidad. Por ello, lo que pretende discutir no consiste tanto en la necesidad de su existencia o en su desaparición, sino en el carácter pernicioso de un posible “gobierno de los funcionarios”, pues de existir efectivamente se daría lugar a un “sistema políticamente falso”. De hecho, cuando una tentativa semejante se aplicó, los devenidos en políticos fueron “irresponsables” y “éticamente detestables” (1972b: 116)18. Con esta fervorosa argumentación, Weber pretende preservar a la política de las sustracciones indebidas de la técnica19.
Llegado este punto de su conferencia, el autor alemán avanza con el planteamiento más coyuntural de su apuesta teórico-política. En consecuencia, explicita la necesidad de poner en marcha una especie de válvula de escape para la Alemania devastada por la Primera Guerra Mundial. Manifiesta que es preciso construirla a través de una “verdadera jefatura” encarnada por “el Presidente del Reich” elegida “plebiscitariamente y no por el Parlamento” (1972b: 151)20. Con esta consideración bien precisa, el carisma queda cifrado al interior del ordenamiento jurídico-político, más específicamente en una institución particular de tipo ejecutiva. Pero a diferencia de lo señalado en otros textos de su autoría -como por ejemplo, “Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada” [1918]-, en “La política como vocación” Weber no considera crucial al recinto legislativo para la elección del líder carismático. El hecho de que ponderara al plebiscito como mecanismo específico de la selección del líder (Mayer 1996, Pinto 1996), colabora con la empresa de canalizar la participación y la aceptación de las masas de la nueva estructura legal del período de entreguerras (Beetham 1979; Mommsen 2015). Precisamente en el próximo apartado se observará cómo la instancia carismática delineada por Weber se articula con la dominación racional-legal21.
Convicción y responsabilidad
Tras distinguir el espacio institucional en el cual debía depositarse el carisma en la Alemania de su tiempo, Weber se pregunta sobre las “satisfacciones íntimas” del líder político y las “condiciones” (1972b: 152) necesarias para que efectivamente alguien llegue a serlo. Sin embargo, se excusa por el curso que deberá adoptar en su intervención, ya que ha entrado casi “en el terreno de la ética” (1972b: 153)22. Weber transita ese sinuoso umbral de reflexión apelando a ciertas reservas epistemológicas y a la indulgencia del público. Como científico, sabe que no puede dictaminar nada decisivo y riguroso sobre cuáles deberían ser los fines de la política. Sabe también que su discurso debe escapar de la filosofía moral, tan proclive a mezclar su pretensión de objetividad con evidentes juicios de valor. Es que para Weber lo ético solo puede ser entendido en el marco de una indagación como la efectuada en su trabajo sobre la ética protestante y los orígenes del capitalismo23. Deberá, entonces, movilizar categorías que le permitan pensar una situación histórica bien delimitada, lidiando con las zozobras y rigideces que habitan en el cruce entre teoría y contingencia y entre ética y política.
Comunicada tal precaución, Weber pasa a transitar ese “casi” terreno de la ética. Mienta que el líder necesita “pasión” para entregarse “al dios o al diablo” que gobierna la causa que lo guía y que también debe estar al servicio de ella con “responsabilidad”. Remarca que el político necesita de “mesura” para no perder “el recogimiento y la tranquilidad” que le permite “guardar la distancia con los hombres y las cosas” (1972b: 153) y evitar caer así en la “vanidad” (1972b: 154). Estas tres pasiones conforman los dilemas “del ethos de la política como ‘causa’”, dilemas en donde “chocan” concepciones “básicas del mundo entre las cuales, en último término, hay que escoger” (1972b: 157). Ante la imposibilidad de delimitar con rigor el terreno de los fines, Weber se pregunta “¿cuál es, pues, la verdadera relación entre ética y política?” (1972b: 160) y si esa relación deriva de “la ética del Sermón de la Montaña”, de “la ética absoluta del Evangelio” (1972b: 161). Advierte que una ética semejante no “se pregunta por las consecuencias” (1972b: 163), es decir, por la “tensión” entre “medios y fines” (1972b: 165) propia del universo político. Con tal observación, ha llegado entonces al “punto decisivo” de su discurso, punto que pretende abordar formulando dos éticas en un principio “fundamentalmente distintas entre sí e irremediablemente opuestas” (1972b: 163).
En relación a “la ética de la convicción”, Weber argumenta que cuando las acciones realizadas en su nombre “son malas”, quien las ejecutó “no se siente responsable de ellas, sino que responsabiliza al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios que los hizo así”, pues “sólo se siente responsable de que no flamee la llama de la pura convicción” (1972b: 164); a diferencia de lo que sucede con las acciones emprendidas en nombre de la ética de la responsabilidad que “toma en cuenta todos los defectos del hombre medio”, por lo que su evocador “no se siente en situación de poder descargar sobre otro aquellas consecuencias de su acción” que “pudo prever” (1972b: 164). Tales categorías exhiben que para Weber no se trataba meramente de un accionar políticamente responsable o irresponsable, sino también de un accionar culpable24. No obstante, el problema político cifrado en la óptica weberiana excede la tragedia del caudillo de tener que lidiar individualmente con la culpa ante decisiones que pueden llegar a ser erróneas o costosas para el conjunto de la unidad política25. Observar cómo la fuerza revolucionaria de la gracia es resignificada en su discurso como un dispositivo contrarrevolucionario, permite ir más allá del rol de la culpa como de la interioridad del sujeto condensada por la idea de vocación26.
Lo que es preciso remarcar es que a la luz de los acontecimientos finales de Weimar, la obra de Weber queda circunscripta a una querella sobre su propia prudencia y responsabilidad. No obstante, resulta una verdadera falacia apelar al nazismo para negar o cuestionar la potencia de sus planteamientos -ya que “una visión no es refutada por el hecho de que acabara siendo compartida por Hitler” (Strauss 2014: 99)27-. Esto, empero, no obtura la necesidad de preguntarse -tal como lo han hecho algunos de sus comentaristas (Löwith 2007, Mommsen 1981 2015)- por los epocales escollos teórico-políticos no del todo sopesados por el propio autor28. De modo que estas líneas lejos están de pretender esbozar una perspectiva historicista allí cuando se retoma cierta dimensión de la facticidad que explicita las claves de lectura de un determinado trabajo. Sin embargo, aún compartiendo en lo fundamental a la prudente premisa straussiana, se podría indicar que el decir de Weber explicaría menos la deriva hitleriana que la patente imposibilidad encarnada por el viejo presidente Hindenburg. Es que al expresar la necesidad de que el carisma se inscriba en la dominación racional-legal, Weber termina haciendo de él algo del orden del procedimiento y, por tanto, de un elemento anquilosado en la norma. De hecho, es el plebiscito el único modo que encuentra para congeniar -bajo supremacía de la segunda- a dichas instancias de dominación. Su tentativa de convertir a un elemento eminentemente revolucionario como la gracia en un dispositivo dirigido a contener la tendencia de la burocratización, conlleva su resignificación como instancia que puede cambiar su efecto, es decir, que puede ser de tipo contrarrevolucionaria. De este modo, la premisa técnica vuelve a dominar el ámbito de su perspectiva política.
Pero ante su auditorio, Weber tampoco está abogando por la rutinización del carisma (Schluchter 2017), principalmente porque a diferencia de lo que se puede consultar en Economía y sociedad, no se trata de racionalizar o tradicionalizar lo extraordinario de ciertas virtudes, mucho menos de efectuar una mezcla entre ambas opciones. En 1919, el problema no es qué hacer con el carisma, inclusive no es tampoco cómo lidiar con el genio de un hombre como Bismarck, tal como sí aparece en “Parlamento y gobierno en una Alemania reorganizada”, texto parlamentarista de Weber, quien tras el declive del prohombre de la unificación alemana, se pronuncia criticando la ausencia de educación política que generó su dominio durante décadas. En Múnich, Weber tampoco se encuentra pensando en la herencia o sucesión de este tipo de liderazgo. Desde su óptica, la rutinización significa “adaptación a lo cotidiano” (Weber 2014: 374), mientras que su apuesta en “La política como vocación” implica insertar eso extraordinario, eso confesadamente vivo, al interior de un orden jurídico específico. En todo caso, el problema del gesto weberiano no es el peligro de que el carisma se pierda en la técnica, sino que el carisma se convierta en un instrumento técnico más, de tipo contrarrevolucionario, quedando despojado de toda su performatividad29.
Weber efectivamente teme que la revolución de la técnica anule la libertad del individuo, por ello apela al poder del carisma para evitar su imperio irrestricto. Sin embargo, su apuesta termina por convertir al carisma en un elemento técnico amparado en el voto de las masas. En suma, pretende atender a la correcta articulación entre política y administración, fines y medios, carisma y burocracia, caudillo y funcionario, convicción y responsabilidad, pero solo puede hacerlo a costas de reducir el carisma a un elemento técnico. A pesar de su interés genuino y de las múltiples categorías que ofrece para pensar la interioridad que desea preservar del individuo, Weber termina pensando a la política bajo la supremacía del registro técnico sin adentrarse de lleno en una indagación sobre sus efectos. Con su intención de ceñir el carisma a la norma y combatir los efectos indeseados de la desmagificación, Weber efectúa una decisiva expropiación con un fin contrarrevolucionario30.
Tal operación teórico-política se verá finalmente rubricada cuando, en el desenlace de su discurso y valiéndose del argumento implícito del misterio de la gracia, el carisma quede desdibujado en la extensión de sus posibles portadores31. Pero antes de eso, en su presentación dicho pensador termina de ensayar ciertas consideraciones cruciales sobre las dos éticas, consideraciones que habilitan abordar con mayores elementos lo señalado hasta el momento. Para aprehender cabalmente algunas de las implicancias sobre este punto, se deberá tomar en cuenta la otra comunicación de la saga denominada “La ciencia como vocación” [1917]32. Al remitirse a ella, se podrá entonces observar cómo ambos discursos -más allá de sus respectivas especificidades33-, se encuentran ampliamente conectados por una misma interrogación de fondo, por lo que al reponerlos conjuntamente resulta factible captar el sustrato político de la apelación weberiana a las fuerzas de otro mundo.
En 1917, Weber señaló que “los numerosos dioses antiguos, desmitificados y convertidos en poderes impersonales, salen de sus tumbas, quieren dominar nuestras vidas y recomienzan entre ellos la eterna lucha” (1972a: 218). De este modo, indicaba el carácter conflictivo de la vida social en una Era desmagificada en la cual el Estado debía zanjar o delimitar mediante la violencia la lucha por los fines34. Dos años después, Weber volvía a utilizar a dioses y demonios para caracterizar la caída de los marcadores de certeza. Pero en su conferencia sobre la ciencia son los dioses los que aparecen desencantados, mientras que en su discurso sobre la política son las fuerzas diabólicas las que no dejan de figurarse. ¿Weber concibió que la política tenía consecuencias harto más peligrosas que la ciencia? ¿Acaso no supo divisar el peligro de la técnica moderna en toda su magnitud cuando alertaba sobre la burocratización creciente? Contestar tamañas preguntas implicaría alejarse de los objetivos aquí propuestos, de todas maneras sí es posible alegar aquí que demonios y dioses representan, en un cierto sentido, lo mismo, pues ambos grupos se encuentran inscriptos en una suerte de lugar vacuo que ha dejado la racionalización35. Por ello, en 1919, Weber afirma que el individuo debe seguir al diablo o al dios en el que cree, pues la vida de los hombres no es más que una “urdimbre trágica en que se asienta la trama de todo quehacer humano y especialmente del quehacer político” (1972b: 156), es decir, una vida sin certezas pero también una vida ligada a valores. Nótese que así como sucede con la culpa y la vocación, el politeísmo excede también a la dimensión individual, por tanto éstos deben ser pensados como aspectos inescindibles de la propia vida social, esto es, como ingredientes que no dependen de los individuos aislados. De allí que la jerarquía imperante de los valores de una comunidad deba ser establecida por la política y no por la racionalidad técnica.
Pero al retomar específicamente la línea adoptada por Weber en su discurso muniqués, dos resultan ser los momentos en las que cobran cabal importancia las fuerzas de otro mundo: en el primero de ellos, Weber aclara que la política es un “pacto con el diablo” (1972b: 168), mientras que en el segundo, tras repetir que quien se mueve en política “pacta con los poderes diabólicos que acechan en torno de todo poder” (1972b: 173), agrega que “los grandes virtuosos del amor al prójimo y del bien cósmico” “no operan con medios políticos” ni “con el poder” (1972b: 173), por lo que aquel que “no ve esto” será “un niño, políticamente hablando” (1972b: 168). En consecuencia, “quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política, cuyas tareas” solo “pueden ser cumplidas mediante la fuerza” (1972b: 174).
A diferencia de lo señalado anteriormente, Weber termina por avalar que “la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener ‘vocación política’” (1972b: 177). Es que en la medida en que el político se deje guiar solo por la convicción, las consecuencias pueden ser nefastas para toda la comunidad sobre la cual detenta su autoridad. De manera que la responsabilidad pasa a ser menos una convicción que el criterio que le permite al caudillo utilizar correctamente los medios para obtener ciertos fines.
Se trata, ahora, de descifrar los rasgos auténticos del político y ver su inserción final en la tematización propuesta entre técnica y política.
Ni caudillos ni héroes
Hacia el final de su conferencia, Weber desliza justamente algunos rasgos personales sobre los cuales es preciso reparar. Nótese los siguientes tres pasajes de su discurso:
a) Pero el simple hecho de que alguien tenga veinte años y yo más de cincuenta tampoco puede inducirme, en definitiva, a pensar que eso constituye un éxito ante el que tengo que temblar de pavor. Lo decisivo no es la edad, sino la educada capacidad para mirar de frente a las realidades de la vida, soportarlas y estar a la altura (1972b: 175). b) Tengo la impresión de que en nueve casos de cada diez me enfrento con odres llenos de viento que no sienten realmente lo que están haciendo, sino que se inflaman con sensaciones románticas. Esto no me interesa mucho humanamente y no me conmueve en absoluto. Es, por el contrario, infinitamente conmovedora la actitud de un hombre maduro (de pocos o muchos años, que eso no importa), que siente realmente y con toda su alma esta responsabilidad por las consecuencias y actúa conforme a una ética de responsabilidad, y que al llegar cierto momento dice: “no puedo hacer otra cosa, aquí me detengo”. Esto sí es algo auténticamente humano y esto sí cala hondo. Esta situación puede, en efecto, presentársenos en cualquier momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente. Desde este punto de vista la ética de la responsabilidad y la ética de la convicción no son términos absolutamente opuestos, sino elementos complementarios que han de concurrir para formar al hombre auténtico, al hombre que puede tener “vocación política” (1972b: 176). c) Sólo quien esté seguro de no quebrarse cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o demasiado abyecto para lo que él ofrece; sólo quien frente a todo esto es capaz de responder con un “sin embargo”; sólo un hombre de esta forma construido tiene “vocación” para la política (1972b: 178).
En resumen, Weber señala en a) que existe una necesidad de contar con una posición madura para lidiar con los avatares de la vida y en b) que hace falta prudencia para saber hasta donde ir con las decisiones, mientras que en c) refuerza la importancia del convencimiento ante las oposiciones posibles de un universo que se dedica a multiplicar los obstáculos de la vida. Todo ello es lo que para Weber dota de verdadera emoción a un mundo tan “abyecto” como “estúpido” (1972b: 179).
Ahora bien, cuando expresa que “cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente” puede estar en esa posición que exige la política, Weber parece señalar que se trata menos de epígonos o de genios que de hombres “educados” para “mirar de frente a las realidades de la vida, soportarlas y estar a la altura”, de allí que considere que “lo decisivo” no sea sólo “la edad”. En este sentido, si bien el aristocratismo nietzscheano del autor (Mommsen 1981, 2015) parece reafirmarse cuando evoca esa suerte de actitud noble, propia del hombre educado y maduro -“de pocos o muchos años”-, también parece contradicha con ese “sin embargo” (1972b: 179) que figura en el pasaje final de su discurso36.
Con tal conjunción adversativa, Weber denota la posibilidad de que una situación semejante se presente “en cualquier momento a cualquiera de nosotros que no esté muerto interiormente”, por lo que afirma que la responsabilidad y la convicción no son “absolutamente opuestas, sino elementos complementarios” que conforman al hombre que “puede tener ‘vocación política’”. Acaso el “aristócrata” Weber, aquél pensador que vio en la democracia plebiscitaria el modelo para lidiar con las masas, aquél que esgrimió que toda dominación es democrática debido al imprescindible consentimiento de los dominados, ¿termina por esbozar hacia el final de su alocución un paradigma democratizador que admite la posibilidad de que todos puedan llegar a ser líderes carismáticos? Sin embargo en este punto no hay que descuidar que la idea de vocación marca la exclusividad de ciertas virtudes y la creencia íntima de cada individuo en un singular llamado que lo interpela, aun cuando ese llamado no pueda escapar de la falta de certezas de una época en donde dios ha muerto. Por ello es que hacia el cierre de su intervención, Weber destaca que en última instancia se trata siempre de la relevancia de las acciones humanas. Según sus propias palabras, “prueba la Historia” que “en este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez” (1972b: 178), por lo que “para ser capaz de hacer esto no sólo hay que ser un caudillo, sino también un héroe en el sentido más sencillo de la palabra” (1972b: 178).
Weber termina así apelando a una figura que no había sido mencionada antes en su alocución, aunque sí figura en numerosos pasajes de Economía y sociedad37. ¿Cuál puede ser entonces el sentido “sencillo” que la palabra héroe encierra en “La política como vocación”, esto es, en una intervención efectuada en los agudos y angustiantes años de entreguerras? ¿Será el concepto de héroe weberiano similar a aquellos de los personajes de la tragedia griega que hacen lo imposible ante las difíciles vicisitudes (Schluchter 2017) y sufren lo inesperado? ¿Será el héroe aquél que solo puede intentar evitar la catástrofe más que lograr establecer la permanencia de una causa política con sus valores respectivos?38 ¿Acaso está admitiendo así Weber, un poco resignadamente, el carácter trágico del propio carisma, elemento destinado a imprimirle un sentido revolucionario al mundo pero que termina encontrando su lugar en el mundo contemporáneo como freno de la burocratización? Sin embargo -y aquí se está jugando nuevamente con ese significante tan importante para aprehender las derivas de su pensamiento-, es menester recordar que en 1919 Weber no les habla a los héroes ni a las figuras providenciales, sino a los dominados, más específicamente a los jóvenes estudiantes que transitan sus horas entre la desazón de un mundo que se desintegra y la esperanza e incertidumbre que genera la empresa de tener que crear uno nuevo desde las cenizas. Weber parece retomar entonces su juicio acerca de que el plebiscito puede convertir a cualquier político de partido en líder, dado el peso de la maquinaria burocrática. Por ello le habla a su auditorio de la vocación, de la convicción y de la responsabilidad, por ello les aconseja a los concurrentes que “aquellos que no son ni lo uno ni lo otro” -es decir, ni caudillos ni héroes- “han de armarse desde ahora de esa fortaleza de ánimo que permite soportar la destrucción de todas las esperanzas, si no quieren resultar incapaces de realizar incluso lo que hoy es posible” (1972b: 178). Con tal angustiante descripción, Weber culmina entonces su comunicación de 1919. Pero, ¿qué cosa era “posible” en esa “noche polar de una dureza y una oscuridad heladas” (1972b: 177) que Juan Carlos Portantiero (1982) juzgó como una suerte de profecía de la llegada de la reacción nazi?
Como es harto conocido, las palabras de Weber tuvieron lugar en un momento excepcional, momento que perduraría en la Alemania de los años 1920 y que sería ampliamente tematizado por diversos pensadores. Serán justamente las discusiones de esa nueva década -que Weber no llegó a transitar de lleno pero en la que tanto influyó-, las que permitirán pensar no solo diversas aristas de la política moderna, sino también revisitar con nuevos bríos a su obra. A la luz de este derrotero, no es del todo exagerado considerar que dicho autor bien podría ser catalogado como un pensador allende al positivismo jurídico, esto es, un pensador cercano a una tendencia del liberalismo que ponderaba la supremacía del derecho por sobre la política y que se encontraba en el centro de la teoría alemana del Estado (Vita 2014). Si tal asociación es posible, es debido a la reducción weberiana del carisma a técnica, pues para un autor como Hans Kelsen (2012) -acaso el máximo representante del positivismo jurídico del siglo XX-, la primacía de la norma por sobre la decisión política permitía reducir las prerrogativas del liderazgo personal y así lograr la aplicación pura del derecho39. De manera que lo que en Weber aparece bajo una paradoja, en Kelsen se trata de una aserción explícita.
Pero vincular a Weber con el positivismo jurídico implica también sopesar en qué medida sus disquisiciones políticas no aparecerían así en la línea de fuego de algunos de los más acérrimos críticos de esta tendencia, como por ejemplo Carl Schmitt, quien ensayó en Teología política [1922] -como ninguno de los exponentes de su época- una mordaz denuncia de los principios kelsenianos40. Según Schmitt, el problema del positivismo consistía en que sus presupuestos jurídicos y normativos imposibilitaban la toma de decisiones de la autoridad en los momentos excepcionales, en los momentos en donde estaba en riesgo la propia comunidad. Sin embargo, a diferencia de Weber, y a pesar de la deriva autoritaria de su pensamiento e incluso de su filiación al nazismo, a Schmitt no le interesaban las cualidades del gobernante, puesto que un pensar sujeto al de la decisión soberana como el suyo, debía desenvolverse en el registro de la existencia y de la necesidad.
Consideraciones finales
Analizando “La política como vocación”, se ha podido observar cómo Weber presentó ciertos trazos característicos de la política moderna. Para ello, se tomó como aspecto crucial el proceso de expropiación que, según el propio autor alemán, atravesó tanto a la conformación económica del capitalismo como a la estructura monopólica del Estado. En su alocución, Weber le otorgó a la expropiación el rango de una dimensión estructural, pero eligió no tematizar acabadamente sobre ella, lo que resulta sintomático debido a los efectos históricos que tuvo para el curso de Occidente. Así, en 1919, se concentró en indicar cómo la política se desplegaba en movimientos complejos sustrayendo elementos de politicidad presentes por fuera de la estructura estatal -como el consentimiento y los medios de coerción- y cómo se extendía el fenómeno de la burocratización en pleno período de entreguerras. En ese marco, destacó la urgencia de contrarrestar tal tendencia que se presentaba como inerradicable. Se trataba, entonces, de hacer de la gracia una suerte de dispositivo que preservara a la política del imperio irrestricto de los medios, de allí el énfasis en los riesgos de desligar las decisiones en el funcionariado. Weber intentó, en suma, preservar la posibilidad de elección del individuo garantizando la gestación de una forma política que estuviera en condiciones de lidiar con la arena eminentemente conflictiva de lo social. Así, consideró la presencia de una figura carismática como el único modo de contrarrestar ambas tendencias. Sin embargo, al inscribir mediante el plebiscito a la gracia en la estructura jurídica-política imperante, condicionó la fortaleza del liderazgo. Como efecto teórico-político, la intervención weberiana terminó por subsumir la política a la técnica convirtiendo al carisma en un dispositivo contrarrevolucionario. He aquí una suerte de efecto indeseado o paradojal de “La política como vocación”, cuyas razones últimas quizás deban buscarse en la ausencia de una indagación acabada sobre la técnica por parte de su hacedor.
Viendo en este punto un resquicio conceptual, Marcuse (1971) supo destacar, de manera muy lúcida, que ese rasgo no tematizado por Weber remitía a una verdadera dimensión de responsabilidad que debía ser puesta en entredicho. Desde su perspectiva, Weber observó la conexión existente entre la expropiación de los medios económicos y la expropiación de los medios políticos omitiendo especificar qué tipo de racionalidad social operaba en la racionalidad técnica moderna. En consecuencia, para Marcuse, Weber habría favorecido al irracionalismo de la técnica y al triunfo de aquél grupo que la usó para sus intereses específicos. De modo que a la luz de las tensiones de clases y del fatal desenlace de los años 1920, Marcuse consideró a Weber como cómplice de la burguesía, como cómplice de ese sector social que promovió a Hitler, el manipulador paradigmático de la técnica.
Pero aun cuando la perspectiva de Marcuse haya sido aquí considerada sumamente sugerente, en el presente artículo se ha tratado de pensar un aspecto bien específico y más acotado de esa relación entre política y técnica presente en el pensamiento de Weber, puse se ha partido de repasar lo esbozado en “La política como vocación”. De ese modo se ha podido observar que en el decir político del autor alemán se trataba menos de un esquema dicotómico que opone carisma a racionalidad legal que de una subsunción que termina siendo perjudicial para la pregunta política por los fines que pretendió destacar. Es que en la conferencia de Múnich la gracia no se contrapone a la técnica, tampoco pasa a ser un elemento rutinizado; la gracia termina por hacerse técnica mediante el plebiscito, quedando presa de la racionalidad instrumental, quedando imposibilitada de responder ante la excepcionalidad política.
Agradecimientos
Quisiera agradecer a Germán Aguirre, Tomás Ferreyra, Octavio Majul, Mandela
Muniagurria, Lucía Pinto y -muy especialmente- a Eduardo Weisz por sus productivos comentarios, a veces en franca disidencia, a una versión preliminar de este escrito.
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