Artículo
Resumen: ¿Cuál es el comportamiento de los estados débiles que están cerca de espacios considerados por ellos como geopolíticamente estratégicos? ¿Qué conducta debemos esperar cuando estos espacios geopolíticamente importantes son, a su vez, disputados con otros estados más poderosos? A estas preguntas intentará dar respuesta el presente artículo, considerando que la Argentina es un Estado que siempre consideró su proyección al Atlántico Sur como algo digno de atención. Por un lado, varios pensadores geopolíticos argentinos tienen en común el considerar al Atlántico Sur como una región prioritaria para el país. Por otro lado, los políticos argentinos han ratificado la importancia de la región austral mediante la implementación de políticas exteriores tendientes a consolidar la presencia del país en aquella región. En este escenario, el artículo se propone utilizar la teoría del Realismo Periférico para analizar la conducta de la Argentina en estos últimos años en función de sus intereses geopolíticos.
Palabras clave: geopolítica, Atlántico Sur, política exterior, defensa, realismo periférico.
Abstract: What is the behavior of weak states that are close to spaces considered by them as geopolitically strategic? What behavior should we expect when these geopolitically important spaces are, in turn, contested with other, more powerful states? This article will try to answer these questions, considering that Argentina is a State that always considered its projection to the South Atlantic as something worthy of attention. On the one hand, several Argentine geopolitical thinkers have in common the consideration of the South Atlantic as a priority region for the country. On the other hand, Argentine politicians have ratified the importance of the southern region through the implementation of foreign policies aimed at consolidating the country's presence in that region. In this scenario, the article proposes to use the theory of Peripheral Realism to analyze the behavior of Argentina in recent years based on its geopolitical interests.
Key words: geopolitics, South Atlantic, foreign policy, defense policy, peripheral realism.
¿Cuál es el comportamiento de los estados débiles que están cerca de espacios considerados por ellos como geopolíticamente estratégicos? ¿Qué conducta debemos esperar cuando estos espacios geopolíticamente importantes son, a su vez, disputados con otros estados más poderosos? Estas son los interrogantes que atravesaran transversalmente el presente artículo.
La Argentina es un Estado que siempre consideró su proyección y presencia al Atlántico Sur como algo digno de atención. Por un lado, la gran mayoría de los pensadores geopolíticos argentinos tienen en común el considerar al Atlántico Sur como una región prioritaria para el país (Kahhat 2007). Por otro lado, los políticos argentinos han ratificado la importancia de la zona austral mediante la implementación de políticas exteriores tendientes a consolidar la presencia del país en aquellas regiones consideradas estratégicas. La firma del Tratado Antártico, la presencia argentina ininterrumpida en el continente blanco por más de un siglo, los reclamos históricos de soberanía sobre las Islas Malvinas, la Guerra de Malvinas, la mención en la Constitución Nacional de los derechos argentinos sobre las Islas del Atlántico Sur cuya soberanía es disputada con Gran Bretaña, entre otras tantas acciones, son ejemplos de que la región del Atlántico Sur es considerada como importante para todos los sectores políticos.
A pesar de sus intereses geopolíticos que se cristalizan en los factores mencionados, la Argentina se posiciona frente a dichos intereses como un país periférico, débil e irrelevante en lo que concierne a la seguridad internacional. En este escenario, el artículo se propone utilizar la teoría del Realismo Periférico para analizar cuál ha sido la conducta de la Argentina en estos últimos años en función de sus intereses geopolíticos.
En función del objetivo, el artículo se estructura de la siguiente forma: en la primera sección se introducirán las escuelas de geopolítica y se precisarán algunos conceptos y vinculaciones ligadas a los intereses geopolíticos de un país y a las acciones estatales. En la segunda sección se introducirán los escritos de los geopolíticos argentinos más influyentes y sus principales postulados. Luego, se mencionarán los autores argentinos contemporáneos que también avanzaron en el reconocimiento de la región del Atlántico sur como una región geopolíticamente relevante. En la tercera sección se buscará explicar la teoría del Realismo Periférico y articular la misma con los intereses geopolíticos de un país. Esto tendrá como objetivo crear un nuevo marco analítico que permita describir, explicar y, en cierta medida, predecir las conductas de los estados débiles en función de sus intereses geopolíticos en un escenario adverso en lo que respecta a la distribución internacional del poder. En la cuarta sección se procederá a analizar el caso de la conducta argentina frente a la región del Atlántico Sur.
La geopolítica como factor relevante para la política exterior. Los geopolíticos clásicos y neoclásicos
El concepto contemporáneo de “geopolítica” tiene múltiples acepciones y, por lo tanto, es utilizado de varias maneras para explicar y describir de los más variopintos fenómenos internacionales. A la hora de buscar definir dicho concepto y su uso contemporáneo, Lacoste (2012) lo vincula con la práctica de
todo lo relacionado con las rivalidades por el poder o la influencia sobre determinados territorios y sus poblaciones: rivalidades entre poderes políticos de todo tipo (…) y rivalidades por el control o el dominio de territorios de mayor o menor extensión (Lacoste 2012: 8).
Si bien en la actualidad el concepto “geopolítica” está ligado a la vinculación entre la geografía, el poder y múltiples actores políticos, cuando comenzaba a surgir la disciplina, la misma trataba principalmente sobre la vinculación entre la geografía, el poder y los estados como unidad de análisis por excelencia. En otras palabras, el comienzo de los estudios geopolíticos se dio en un marco en donde las aspiraciones y la relevancia de la geografía para la política era indisociable de la territorialidad y el poder de los estados.
La escuela de geopolítica alemana, surgida a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, es identificada como la pionera en los estudios geopolíticos. En la misma podemos identificar a Rudolf Kjellen, Friederich Ratzel y Karl Haushofer como sus principales exponentes, en donde los tres hacen fuertes conexiones entre la geografía, la territorialidad del Estado y la conducta externa de éstos en función de sus intereses y aspiraciones nacionales. En este sentido, Kjellen (1985) menciona que el Estado es el hogar de sus ciudadanos y que, a veces, las necesidades de estos últimos superan la capacidad del primero de satisfacerlas, por lo que el Estado debe buscar satisfacer estas necesidades fuera de sus límites. El problema de la insuficiencia de la autarquía lleva al autor a la conclusión de que los estados que no pueden satisfacer la necesidad de su población dentro de sus límites deben expandirse. Por su parte, Ratzel (1975) realiza un análisis del Estado y su espacialidad vinculado con principios ligados a la naturaleza. En sus escritos identifica los tipos de límites que tienen los estados (naturales o impuestos por otros estados) y asocia a la naturaleza como el principio que justifica la expansión o el retroceso de los estados en lo que respecta al territorio que controlan. A su vez, el geógrafo alemán, al igual que Kjellen, establece un vínculo entre la cantidad de habitantes de un país, sus necesidades y la vinculación de estas últimas con la disponibilidad de territorios. En palabras del autor: “La multiplicación de los habitantes de un país modifica su relación espacial; a medida que crece la cantidad, disminuye el espacio al que tiene derecho cada individuo y con ello se modifican las demás condiciones de vida (Ratzel 1975: 31-32). Esta vinculación entre territorio, densidad poblacional y bienestar lleva no solo a justificar la expansión territorial, sino que también conduce al autor a acuñar el concepto de “lebernstraum” o “espacio vital”, que refiere al espacio mínimo que necesita una forma de vida para poder desarrollarse correctamente. En lo que respecta al pensamiento de Haushofer1(1985) también hace mención a analogías naturales y biológicas para ilustrar el comportamiento del Estado, en donde se considera al mismo como un “organismo vivo” que se extiende y contrae. A su vez, resalta la idea de “espacio vital” para identificar a aquellas naciones que tienen grandes reservas de espacio en contraste con aquellas que no poseen de dichas reservas y, por lo tanto, experimentan la presión de su población para extenderse territorialmente. Por último, es fundamental mencionar que la escuela geopolítica alemana sufrió varias acertadas críticas debido a que las metáforas organicistas que explicaban la conducta del Estado justificaban la expansión y la conquista, colocando a las mismas como algo natural e inevitable. Para los propósitos del presente trabajo, explicitar la visión y los principales conceptos de la geopolítica alemana es relevante para entender como desde el comienzo de los estudios geopolíticos se vincula la relevancia de determinado espacio geográfico con la praxis de política externa.
El británico Halford Mackinder (1919) fue contemporáneo a los miembros de la escuela geopolítica alemana y, si bien no utiliza metáforas organicistas, también otorga un rol preponderante al vínculo entre geografía y la acción de política externa de los estados. Sin ser del todo específico, el británico identifica a la masa de tierra continental que denomina Eurasia (la isla continental) como la región pivote sobre el cual girará la política internacional del siglo XX. Como consecuencia de su carácter impenetrable, la presencia de recursos dentro de dicho territorio y el avance tecnológico que permite una reducción significativa del tiempo que se tarda transportado materiales y ejércitos en esta región, Mackinder argumenta que el Estado que logre dominar la isla continental logrará convertirse en un gran imperio. En este sentido, y considerando que escribe en función de los intereses británicos (una nación que siempre fue vinculada por su presencia y poder naval), el británico llama a competir con el poder terrestre de Eurasia utilizando un anillo de bases marítimas conformadas por Inglaterra, Canadá, Estados Unidos, Sudáfrica, Australia y Japón; con el objetivo de poder neutralizar cualquier gran imperio que los desafíe desde la isla continental.
Tanto durante como después de la Guerra Fría también se destacaron pensadores geopolíticos que contribuyeron a vincular la geografía, los intereses estatales y las acciones de política exterior. Entre ellos se destacan Zbigniew Brzezinski, Henry Kissinger, George Kennan.
Brzezinski (1997) escribe luego de la Guerra Fría e introduce la categoría de “geoestrategia”, entendiendo a la misma como “la gestión estratégica de los intereses geopolíticos” (Brzezinski 1997: 11-12). Este concepto termina de articular la relevancia geopolítica de un territorio para un Estado con las políticas exteriores concretas que lleva adelante el mismo en función de sus intereses espaciales. En este sentido, la geoestrategia se convierte en una propuesta proactiva que vincula los intereses geopolíticos con la política exterior de un Estado. En función de lo mencionado y retomando la visión de Eurasia de Mackinder, el autor explica en su libro que en “-Eurasia- es donde podría surgir, en un momento dado, un rival potencial de los Estados Unidos. Por lo tanto, el punto de partida para la formulación de la geoestrategia estadounidense para la gestión a largo plazo de los intereses geopolíticos estadounidenses en Eurasia debe centrarse en los jugadores claves y en una adecuada evaluación del terreno” (Brzezinski 1997: 48). Es en función de este análisis del escenario internacional basado en los intereses geopolíticos estadounidenses en donde el autor propone cuál es la mejor política exterior a seguir, identificando necesaria la presencia de los Estados Unidos para, en primer lugar, reducir todas las probabilidades de anarquía política o regresión democrática en la región y, en segundo lugar, impulsar una transformación democrática y la recuperación económica de Rusia impidiendo de esta forma el resurgimiento de un imperio euroasiático.
Es posible identificar más autores que resaltan factores e intereses geopolíticos de un Estado para luego pensar y sugerir políticas exteriores que posibiliten el cumplimiento de dichos intereses. Por un lado, Kissinger (1994) menciona que durante su cargo como Secretario de Estado de la administración Nixon propuso que los Estados Unidos se relacionen con China con el objetivo de que a la Unión Soviética se le abra un segundo frente de preocupación. Es decir, reconociendo la estructuración bipolar del mundo que se plasmaba geográficamente en la división Este-Oeste, Kissinger propone intentar abrirle un frente de preocupación a la Unión Soviética en su propia región. En sus palabras:
Luego de que América se abriera a China, la Unión Soviética enfrentó grandes desafíos en sus dos frentes -OTAN en el Oeste, y China en el Este-. En un período que fue, en otros aspectos, un punto culminante en confianza soviética y una sima de la de los Estados Unidos, el gobierno de Nixon logró cambiar las tornas (Kissinger 1994: 723).
Por otro lado, el diplomático estadounidense George Kennan (1947) fue un férreo defensor de la política de contención que llevó adelante los Estados Unidos durante gran parte de la Guerra Fría. Kennan, consciente de la naturaleza del modo de vida soviético, argumentó que la Unión Soviética colapsaría sola y sin la intervención de los Estados Unidos, por lo que su país debía preocuparse principalmente por evitar que la Unión Soviética expanda su control territorial. Como puede observarse, la propuesta de Kennan al inicio de la Guerra Fría también vincula los intereses geopolíticos con la política exterior, ya que el núcleo de lo que iba a ser la política de contención se basaba en el interés geopolítico de no permitirle a los soviéticos extenderse espacialmente.
La tradición geopolítica argentina
Si bien la mayoría de los geopolíticos más renombrados surgieron en los países más poderosos del sistema internacional, la Argentina también logró desarrollar su propio pensamiento geopolítico2. Como en la mayoría de los casos en donde se desarrollaron estudios sobre geopolítica, los pensadores argentinos escribieron desde las propias necesidades, intereses y características geográficas nacionales. En este sentido, mientras que la escuela geopolítica alemana desarrolló sus estudios pensando en la situación de la propia Alemania y su peligrosa “necesidad”3 de expansión, los pensadores geopolíticos norteamericanos posteriores a Mahan (1946) utilizaron y crearon herramientas geopolíticas para pensar políticas exteriores ligadas a cómo enfrentar a la Unión Soviética y, luego de su caída, cómo incorporarla al sistema de internacional de forma pacífica. Por su parte, como bien menciona Hervé Coutau-Bégarie (1988), la geopolítica argentina siempre ha tenido un denominador común: la proyección del país hacia el Atlántico Sur. Si bien es posible encontrar diferencias y distintas formas de abordar y pensar la proyección del país hacia el Atlántico Sur (algo que también se traduce en variopintas recomendaciones de políticas), lo cierto es que la misma está presente en los trabajos de los geopolíticos argentinos más reconocidos.
Ya en 1916 el Almirante y ex Canciller argentino Segundo R. Storni (1967) identifica que los intereses argentinos están ligados al Atlántico Sur basándose en la posición geográfica insular del país. En función de esto menciona, en primer lugar, la necesidad de configurar sectores comerciales a partir de la creación de capitales marítimas a lo largo de toda la costa atlántica. En segundo lugar, la recomendación de prestarle más atención a la defensa marítima a partir del fortalecimiento de una marina de guerra que se encargue de defender las costas argentinas para garantizar el libre comercio. En tercer lugar, identifica como estratégicas a las Islas Malvinas y reconoce como peligroso el hecho de que estén en manos extranjeras. Según el autor, “si llegamos un día a ver plenamente asegurada la defensa nacional contra cualquier riesgo, (…) quedarían, como única base posible para operar contra nuestras costas, las Islas Malvinas” (Storni, 1967: 43), y agrega: “la permanencia de ellas en poder extranjero por un tiempo indefinido, no nos permitiría resolver en forma completa el problema de nuestra defensa marítima” (Storni 1967: 44). Más allá de su posición sobre las Islas Malvinas, en ningún momento concibe recurrir a la fuerza para recuperarlas. El énfasis de Storni en la utilización de la marina de guerra y la construcción de una marina mercante (de cabotaje y de ultramar) para garantizar el libre comercio está fuertemente asociada al momento histórico, en donde la Argentina tenía un fuerte y exitoso modelo agroexportador, haciendo que el desarrollo del país este atado del libre comercio.
Otros autores cuyos estudios también versaron sobre la proyección de la Argentina hacia el Atlántico Sur fueron Alberto E. Asseff junto con Hernández y Chitarroni (1977). El primero, utilizando una visión irrendentista de la propia historia argentina y sus apelaciones a las “pérdidas de territorio” (Escudé 1990) que constituyen parte de la cultura argentina contemporánea (Palermo 2007), analiza la propia constitución del territorio nacional argentino a partir de una lectura del pasado, en donde
La Argentina perdió su carácter bioceánico en el siglo XIX por fallas de sus gobernantes. Es una constante de la geopolítica argentina que los abrumados estadistas del siglo XIX, por generosidad mal entendida, hayan dejado que Bolivia, Paraguay y el Uruguay se separasen de la Argentina y, por inconsciencia o debilidad, no supieron resistir los expansionismos brasileño y chileno (Asseff 1980: 131).
En este marco, considera a la Argentina como bicontinental y bioceánica, sugiriendo que el país no solo tiene que fortalecer su proyección al Atlántico Sur, sino que también debe recuperar los “territorios perdidos” frente a los proyectos expansionistas de los estados vecinos. Los segundos resaltan la idea de que la Argentina, bloqueada al norte de su territorio por los países vecinos, debe encausar sus fuerzas en expandirse hacia el Atlántico Sur. En palabras de los autores: “Si nuestras costas tienen hoy en día una importancia estratégica, esto nos confiere un poder, un medio de presión política” (Hernández y Chitarroni 1977: 113). Como vemos, la importancia del Atlántico Sur es un común denominador para todos los geopolíticos argentinos.
Otro autor de gran importancia para la geopolítica argentina, cuyas obras merecen un estudio en sí mismo, es el General Juan Enrique Guglialmelli, que define a la geopolítica como “la ciencia que estudia las relaciones entre los factores geográficos y las comunidades políticamente organizadas” (Guglialmelli 1979: 24). Una de las principales aristas de su trabajo es la discusión que mantiene con Storni4, en donde argumenta que la Argentina no es un país insular. En palabras del autor: “la Argentina no es insular, sino ‘peninsular’. En este sentido es ‘continental, bimarítima y antártica’. Esto significa no sólo una situación geográfica, sino también la necesidad económica (en lo sectorial y espacial) integrada e independiente” (Guglialmelli 1979: 22). Es posible ver, a partir de las palabras del autor, la marcada diferencia con Storni5. Este último es considerado un geopolítico con orientación insular, marítima y exportadora; mientras que Guglialmelli, sin descuidar la importancia de la proyección argentina hacia el sur, es visto como un geopolítico peninsular, que le da importancia a la inserción continental del país, al desarrollo económico industrial y al mercado interno. En sus escritos hay hartas referencias a la inserción continental de la Argentina, de su desarrollo económico en aquella zona y de sus relaciones con los estados limítrofes del norte.
Más allá de su preocupación por la inserción del centro-norte del territorio argentino en el continente sudamericano, también menciona la necesidad de fortalecer la Patagonia Argentina6 con el objetivo de consolidar la posición del país en el Atlántico Sur. En este sentido, el Guglialmelli realiza un análisis geopolítico de la Antártida Argentina, de la frontera marítima y de la geoestrategia argentina en el Atlántico Sur. Con respecto al continente blanco, advierte sobre “el interés de las grandes potencias por internacionalizar el continente y el empeño de las corporaciones internacionales por exportar los importantes recursos naturales que ya se hayan comprobados, así como de otros que se supone que existan” (Guglialmelli 1979: 50). Con respecto a las Islas Malvinas, el autor postula que “Otra cuestión que afecta a nuestra frontera (…) es el problema de las Malvinas, Georgias y Sandwich del Sur, en poder de Gran Bretaña” (Guglialmelli 1979: 51), y con respecto al análisis geoestratégico de la Argentina menciona que:
En la actualidad, el poder militar argentino en la zona, se afirma sobre el control litoral continental, con débiles y expuestos puntos de apoyo (aeronavales) en la Isla Grande de Tierra del Fuego. En este sentido, la óptima capacidad estratégico-operacional requeriría, entre otras medidas, el ejercicio pleno de la soberanía en las Islas Malvinas, Georgias del Sur, Sandwich del Sur e islas y costas del sector antártico argentino (Guglialmelli 1979:240).
Más allá de la veracidad de los postulados por el autor, lo importante es ver como el Atlántico Sur es analizado desde la geopolítica y la geoestrategia. En otras palabras, se hace un análisis político anclado en la interpretación geopolítica de la situación e intereses nacionales y, a partir de esto, se sugieren medidas y objetivos a lograr.
En resumen, los referentes argentinos en la materia pensaron y diseñaron marcos de interpretación geopolítica en los que todos tenían en común la fuerte vocación marítima del país, “lo cual implicaba la necesidad de preservar el mar argentino, que une las tres partes básicas de la argentina tricontinental: el territorio continental argentino, la Argentina antártica y la Argentina insular (es decir, las islas en el Atlántico Sur)” (Child 1990:63). A su vez, la visión de la Argentina como un Estado desmembrado (Escudé 1990) e irredento contribuyó, en primer lugar, con la tensión vivida por la disputa del Canal de Beagle entre Argentina y Chile (Kahhat 2007) y, en segundo lugar, con la Guerra de Malvinas iniciada por el gobierno militar argentino. Esto se debió a que tanto la posible proyección de Chile hacia el Atlántico Sur gracias a la posesión de las islas junto con la presencia británica en las Islas Malvinas atentaba contra con la compartida visión de los geopolíticos argentinos ligada a los intereses en la proyección atlántica del país. Tanto la Guerra de Malvinas como la tensión por la disputa en el canal de Beagle son reflejo de como la interpretación del interés nacional basada en la situación y las necesidades geopolíticas del país puede impactar en la conducta externa de un Estado (Magnani 2018, Gamba y Freedman 2012).
Luego de la derrota de la Guerra de Malvinas y el regreso a la democracia, en la Argentina mermaron las visiones que hacían énfasis en las necesidades geopolíticas del Estado y en una interpretación unívoca del interés nacional. Sin embargo, varios académicos, diplomáticos y funcionarios argentinos continuaron realizando estudios de interés relacionado a la relevancia del Atlántico Sur, región en la que podemos incluir el mar argentino, la Antártida y las Islas del Atlántico Sur disputadas con Gran Bretaña.
En este sentido, autores como el diplomático Archibaldo Lanús, el geógrafo Koutoudjian y Child ponen en evidencia la importancia de las Islas del Atlántico Sur para la Argentina.
Archibaldo Lanús (2016) destaca la relevancia geopolítica de las islas debido a la gran presencia de dos cuencas petroleras7, la Cuenca Malvinas Norte y la Cuenca Malvinas Sur (ambas cuencas están dentro del área de controversia entre la Argentina y Gran Bretaña). El diplomático menciona que, actualmente, es en la cuenca norte en donde se ha recogido la suficiente información como para proyectar la explotación de petróleo y gas descubiertos (especialmente por el descubrimiento geológico nombrado ‘Sea Lion’). Por su parte, también menciona que en 2012 se comprobó la existencia de gas condensado en la cuenca sur. Sin embargo, la información obtenida aún es insuficiente como para determinar las ventajas económicas que traería la explotación económica de dicha cuenca8. Con respecto a la posición geográfica de las Malvinas, Eissa y Caplan (2015) (en un documento del Ministerio de Defensa argentino) mencionan que, si bien el control de las Islas no es utilizado por Gran Bretaña como argumento para sustentar su reclamo de soberanía en la Antártida, el mismo le sirve como punto logístico de apoyo para planear sus campañas antárticas, proyectar militarmente su poder hacia continente blanco y hacia los pasajes interoceánicos de Magallanes, Beagle y Cabo de Hornos. Por su parte, Koutoudjian (2011) establece que, más allá de que los pasajes mencionados se encuentran lejos de las principales vías de navegación mundial, el pasaje por el Cabo de Hornos
constituye una de las dos alternativas al transporte de sustancias peligrosas entre Asia y Europa o Norteamérica, las que tienen vedadas el paso por pasajes interoceánicos como el Canal de Panamá o Suez y solo pueden circular por aguas abiertas durante su tránsito (Koutoudjian, 2011:54).
En complementación del análisis de los autores mencionados, Child (1990) argumenta que a pesar de que la Argentina no necesite de las Islas Malvinas para realizar sus campañas antárticas, proyectarse hacia el continente blanco y mantener el control -junto con Chile- de los tres pasajes bioceánico, “si el país pudiera negárselas a Gran Bretaña, reforzaría considerablemente su reclamo antártico” (Child 1990: 195). A su vez, con respecto a las Antillas Australes (compuesto por las islas las islas Georgias del Sur, Sandwich del Sur, Orcadas del Sur y Shetland del Sur) establece que las mismas son relevantes por su posición geográfica, ya que ¨si las bases logísticas de [una] nación se encuentran distantes, como en el caso de Gran Bretaña, las islas del Arco de Scotia desempeñan un papel importante como zona de apoyo y escala para las actividades antárticas” (Child 1990: 195).
Con respecto a la relevancia de la Antártida, la académica que hace los aportes más significativos es Colacrai de Trevisán (1998). La autora escribe sobre la inédita cooperación entre estados que se da en el continente blanco y remarca las potencialidades en términos de recursos que el mismo puede ofrecerle a la humanidad. En este sentido, teniendo en cuenta la proximidad geográfica, es posible destacar la importancia de dicha región para la Argentina.
A la hora de hablar de sus recursos y potencial económico, Colacarai de Trevisán menciona que “las potencialidades económicas que encierra han operado como un disparador del interés por parte de quienes lo consideran ‘una fuente inagotable de recursos’” (Colacarai de Trevisán 1998: 27). En sentido estricto, la Antártida cuenta con potencialidades económicas basadas en su enorme fuente de agua dulce, los recursos vivos, minerales y energéticos.
En consideración de los recursos minerales y energéticos, Colacarai de Trevisán explica que
las investigaciones geológicas han detectado una amplia gama de minerales, cuyas concentraciones (…) no se conocen en profundidad como para asegurar de que se trata de yacimientos potencialmente comerciales. Sin embargo, teniendo en cuenta cómo se formó el continente antártico, se puede calcular por analogía sus posibles riquezas (Colacarai de Trevisán 1998: 33).
A pesar de los minerales confirmados y potenciales del continente blanco, la especialista señala que “no son ellos sino los hidrocarburos el recurso no renovable más atractivo del continente helado” (Colacarai de Trevisán 1998: 34). En este sentido, remarca que ya hubo relevamientos y estudios9 que informaban sobre la posible presencia de recursos petrolíferos y gasíferos en el continente. Si bien hasta el momento no hay datos precisos sobre la posible existencia de yacimientos de hidrocarburos que sean susceptibles a la explotación económica, existe un amplio consenso, según la autora, de que es muy probable que existan dichos yacimientos en los mares de Ross, Weddel, Amundsen y Bellingshausen.
Ahora bien, como mencionamos, para comprender la cooperación en la Antártida es necesario tener en cuenta los tratados y acuerdos que recaen sobre ella y moldean el accionar de todos los estados que tienen presencia en el continente.
El Tratado Antártico es la piedra angular del plexo normativo que afecta a la región antártica. El mismo -que se firmó el primero de diciembre de 1959 y está en vigencia desde el 23 de junio de 1962- es considerado como “un entramado de principios y objetivos a partir del cual comenzó a edificarse un sistema jurídico-político para administrar la cooperación internacional y la ciencia en la región” (Colacarai de Trevisán 1998: 94) y su núcleo duro está basado en tres ideas: ¨(a) compromiso con la cooperación científica; (b) equilibrio pacífico y no militarización de la región; (c) desnuclearización” (Colacarai de Trevisán 1998:96). El Tratado fue firmado originalmente por 12 estados10 y fue adoptando más países signatarios11 en calidad de miembros consultivos y adherentes. Si bien antes de su firma en 1959 había reclamos de soberanía establecidos sobre determinados sectores del continente antártico, “el art. IV del Tratado Antártico, sin duda una pieza clave, soslayó los problemas de soberanía, pero a su vez mantuvo la posición de los estados reclamantes, para no afectarlos en sus derechos” (Colacarai de Trevisán 1998: 100).
Luego de la firma del Tratado Antártico, se incorporaron a éste para empezar a crear y formar parte del Sistema Antártico dos convenciones y un protocolo. Las dos primeras son ‘La Convención para la Conservación de Focas Antárticas’ que fue firmada en 1972 y entró en vigencia en 1978; y la ‘Convención para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos’ firmada en 1980 y puesta en vigencia en 1982. El segundo es el ‘Protocolo al Tratado Antártico sobre la Protección del Medio Ambiente’ (mejor conocido como Protocolo de Madrid) firmado en 1991 y vigente desde 1998.
Si bien todos los componentes del Sistema Antártico son fundamentales para la sólida cooperación internacional en la región, el Protocolo de Madrid12 es cualitativamente relevante ya que se establece como un verdadero régimen para “la protección integral del ecosistema antártico y sus ecosistemas dependientes y asociados” (Colacarai de Trevisán 1998: 129), ratifica el uso de inspecciones para cerciorarse del cumplimiento de las normas ambientales establecidas por el Sistema Antártico y crea un Comité para la protección del ambiente en la región. Además, a diferencia de las dos convenciones mencionadas, el Protocolo de Madrid, al establecer reglas y procedimientos que deben ser compartidos por todas las partes firmantes, “denota su indisoluble vinculación y complementariedad con el Tratado Antártico” (Colacarai de Trevisán 1998: 130). Sin embargo, una cuestión que no puede soslayarse es que este Protocolo será abierto para su revisión en 2048, estando latente la posibilidad de que el compromiso con el ecosistema y los recursos de la Antártida no se renueve; habilitando e invitando, de esta forma, a los estados interesados en aprovechar los recursos de la zona a realizar acciones unilaterales.
Si bien la autora argentina no realiza un análisis geoestratégico de la posición del país en función de la relevancia antártica, es claro que considera al continente blanco como geopolíticamente relevante, ya que utiliza todo su libro para remarcar la importancia de las potencialidades naturales y el fuerte arraigo del marco normativo que regula la cooperación en dicha zona.
En consideración de lo sostenido hasta el momento sobre la tradición geopolítica argentina y la fuerte preponderancia de la proyección al Atlántico Sur que tiene la misma, es factible destacar ciertos momentos a lo largo de la historia nacional que permiten ver materializada en acciones de política exterior la relevancia de la proyección sudatlántica. La presencia soberana argentina ininterrumpida hasta la fecha en el continente blanco desde 190413 es un claro ejemplo de la importancia del Atlántico Sur para los distintos gobiernos argentinos, en donde utilizan esta presencia como una herramienta, entre otras cosas, para poder tener más argumentos en un futuro a la hora de reclamar soberanía. A su vez, la Argentina es miembro del Tratado Antártico como país con estatus consultivo original con reconocidas reclamaciones territoriales, lo que implica que el país estuvo interesado en pertenecer al plexo normativo que regula la actividad en el continente blanco desde su firma en 195914.
En sintonía con la argumentación, también es posible identificar acciones estatales ligadas las Islas del Atlántico Sur. Las gestiones diplomáticas para lograr la aprobación de la Resolución 2.065 el 16 de diciembre de 1965 son un ejemplo, en donde los diplomáticos argentinos Lucio García del Solar y Bonifacio del Carril lograron que la Organización de Naciones Unidas reconocieran a las Islas Malvinas como un territorio a descolonizar y, en consecuencia, inviten a las dos partes que litigaban su soberanía a negociar para ponerle fin a la disputa (Rapoport 2015). Otro ejemplo de la importancia de las islas sudatlánticas para el Estado argentino fue la Guerra de Malvinas, caso en el que hay clara evidencia de que la recuperación militar de 1982 fue orquestada sobre la base de un fuerte componente geopolítico anclado en una interpretación irrendentista de la historia argentina.
Por último, el hecho de que en la primera disposición transitoria de su Constitución Nacional, la Argentina ratifique su “legítima e imprescriptible soberanía” (Constitución Nacional Argentina 2004: 77) sobre Islas Malvinas y sus adyacentes del Atlántico Sur y mencione que “La recuperación de dichos territorios y el ejercicio pleno de la soberanía (…) conforme a los principios del Derecho internacional, constituyen un objetivo permanente e irrenunciable del pueblo argentino (Constitución Nacional argentina 2004: 77) es una prueba difícil de refutar acerca de la importancia que tiene la proyección argentina hacia el Atlántico Sur.
Los hechos mencionados muestran que la mayoría de los gobiernos a lo largo de la historia argentina han considerado a la región del Atlántico Sur como un territorio relevante para los intereses nacionales. Sin embargo, esto no quiere decir que todos los gobiernos hayan realizado la misma valoración de estos territorios ni que hayan tenido una misma interpretación del interés nacional argentino. En este sentido, la importancia otorgada a la proyección hacia el sur pudo haber sido tanto en función del reconocimiento de la importancia estratégica debido a la presencia de recursos o de posición geográfica, como a partir de ver aquellos territorios como un mecanismo de reforzar la propia identidad nacional (Palermo 2007). Incluso, pudo habérseles dado relevancia como una forma de redimir el “orgullo nacional” a partir de la valoración de “territorios perdidos”, como puede ser el caso de las Islas del Atlántico Sur ocupadas y mantenidas a la fuerza por Gran Bretaña. Más allá de esta discusión, lo que vale la pena considerar para el presente trabajo es que, si tomamos la definición de geopolítica de Lacoste (2012), podemos concluir que la Argentina tiene intereses geopolíticos en el Atlántico Sur, ya que se encuentra envuelta en rivalidades de poder e influencia sobre determinados territorios con otros estados y actúa y toma decisiones políticas en consecuencia.
Política exterior, política de defensa y su vinculación con el realismo periférico
Es razonable decir que, en líneas generales, los estados llevan adelante dos tipos políticas para alcanzar sus objetivos geopolíticos en el ámbito internacional y relacionarse con otros estados que son parte del sistema.
En primer lugar, llevan adelante una política de defensa, que puede ser definida -en un sentido estricto- como “el conjunto de acciones que adopta un Estado para garantizar su supervivencia frente a riesgos y amenazas externas” (Battaglino en Eissa 2013: 174). Dos cuestiones son importantes y deben ser aclaradas. Por un lado, la noción de ‘conjunto de acciones’ y de ‘riesgos y amenazas’ son definiciones políticas llevadas adelante por el gobierno. Por otro lado, las mencionadas acciones que debe llevar adelante un Estado para su defensa son realizadas materialmente por el instrumento militar del país (de ahora en más, siempre que se haga referencia al ‘instrumento militar’ habrá que tener en cuenta que el mismo actúa respetando siempre las ordenes que vienen del poder político, que es el que define la política de defensa).
En segundo lugar, formulan una política exterior, y entendemos a la misma como “la acción política gubernamental […] que se proyecta al ámbito externo frente a una amplia gama de actores e instituciones gubernamentales y no gubernamentales, tanto en el plano bilateral como multilateral” (Russell y Colacarai en Eissa 2013: 173). La política exterior también está definida políticamente y -más allá de los objetivos clásicos comunes a todos los estados- responde a los objetivos específicos que tiene cada gobierno en un momento histórico determinado.
Como mencionamos, existe una fuerte vinculación entre la política de defensa y la política exterior. Es decir, si bien el objetivo de la política de defensa es emprender acciones orientadas a garantizar la supervivencia del Estado frente a probables riesgos y amenazas externas, hay determinados conjuntos de acciones realizadas por el instrumento militar de un país que pueden ser funcionales a la política exterior, ayudando a la concreción de los objetivos -que pueden ser geopolíticos- que tiene un Estado en el ámbito internacional.
Hay varios ejemplos que permiten sustentar esta afirmación, como lo son el envío de personal militar a contribuir con las misiones de paz establecidas por las Naciones Unidas -como las que están siendo realizadas por la Argentina, por ejemplo en Chipre- y la determinación de un Estado de ayudar militarmente a otro en una misión bélica (como lo fueron el envío de dos destructores argentinos a la guerra del Golfo Pérsico en 1990 con el objetivo de crear y fortalecer la imagen positiva que estados Unidos tenía sobre este país y la participación de Brasil en la segunda guerra mundial -apoyando a los aliados- con similares objetivos).
Si bien estas dos formas de utilizar la política de defensa contribuyen al cumplimiento de los objetivos de política exterior, hay otros ejemplos en donde la utilización de la política de defensa es aún más determinante para la consecución de éstos. En primer lugar, la presencia del instrumento militar en un territorio cuya soberanía está -por cuestiones estratégicas- en disputa entre dos o más estados, le brinda al Estado que está ocupando ese territorio una ventaja geopolítica considerable respecto a los demás reclamantes; haciendo que cualquier intento diplomático para solucionar esa disputa territorial de soberanía se vea paralizada por la realidad material caracterizada por la ocupación militar de facto de ese espacio15. En segundo lugar, la disposición del instrumento militar de un Estado ‘A’ para proyectar poder y ejercer presión hacia otro Estado ‘B’ para lograr que éste haga algo que no hubiese hecho de no haber sido por las acciones del Estado ‘A’, es otro ejemplo de la utilidad de la geopolítica de defensa para lograr las metas espaciales que se propone la política exterior16.
Si tenemos en cuenta estos últimos dos casos, podemos mencionar que, si bien la política de defensa complementa fuertemente a la política exterior, la mayoría de los estados no tienen la capacidad suficiente para perseguir sus objetivos en el ámbito internacional apoyados en un fuerte instrumento militar que esté sustentado en una política de defensa consistente y diseñada estratégicamente. Esto se debe, principalmente, a dos factores. En primer lugar, a que la mayoría de los estados no cuentan con el poder agregado requerido como para desarrollar capacidades militares que sean suficientemente aptas para ayudar a lograr sus objetivos en el ámbito internacional. Es decir, que no poseen el suficiente poder económico como para reforzar -a partir del desarrollo propio o la adquisición- su aparato de defensa nacional. En segundo lugar, porque si un Estado que no es de las principales potencias militares del sistema internacional, pero tienen el suficiente poder agregado como para incrementar, reforzar e innovar su aparato de defensa; decide hacerlo, es probable que sea considerado por estas principales potencias militares como una amenaza al statu quo establecido y a su seguridad. Por lo tanto, también es probable que éstas intenten debilitarlo de varias formas, entre las que podemos incluir: sanciones económicas, políticas, bloqueos y hasta una guerra preventiva17.
Para comprender como deben actuar los estados débiles18 del sistema internacional (los que no tienen suficiente poder agregado para acompañar su política exterior con poderoso instrumento militar) es útil la teoría del realismo periférico (Escudé 1988, 1992, 1995, 1998, 2012).
La base teórica del realismo periférico es que considera que el principio ordenador de la estructura19 del sistema internacional para los estados débiles y vulnerables no es anárquico, sino que es proto-jerárquico. Es decir, se puede establecer una incipiente jerarquía entre los estados que conforman el sistema internacional debido a las diferentes capacidades económicas y militares que existen entre ellos. En consiguiente, los estados pueden dividirse en tres grupos: (1) Los estados que tienen un poder económico y militar superlativo respecto al de los demás y, por lo tanto, son los que tienen la capacidad de escribir las reglas20 por las cuales se rige la dinámica del sistema internacional; (2) aquellos estados débiles que obedecen las reglas que establecieron los del primer grupo evitando “políticas costosas para el bienestar de sus pueblos y para sus posibilidades de desarrollo” (Escudé 1995: 107) y; (3) los estados rebeldes que, a pesar de su debilidad y vulnerabilidad relativa, desobedecen las reglas establecidas “aceptando altos costos y riegos” (Escudé 1995:107) que pueden provenir de los estados más poderosos.
En este sentido, una vez que hayan alcanzado un nivel aceptable de seguridad21, los estados débiles deben intentar respetar las reglas y evitar entrar en confrontaciones o disputas -ya sean militares, económicas, políticas o meramente discursivas- con los estados más poderosos del sistema internacional a no ser que éstas sean necesarias para defender beneficios claros, materiales y tangibles para el Estado débil en cuestión. Según esta teoría, evitar confrontaciones o disputas es fundamental para los estados débiles, ya que de esta forma contribuyen al desarrollo de su población y bienestar de su ciudadanía a partir del crecimiento económico, evitando posibles boicots e interferencias -económicas o militares dependiendo la gravedad de la confrontación- por parte de los estados más relevantes del sistema internacional.
Esta insistencia de evitar las confrontaciones por parte de los estados débiles tiene sustento en la visión utilitarista del realismo clásico, en donde las acciones de política exterior de los estados deben orientarse hacia la maximización de los beneficios y a la minimización de los costos22. En consecuencia, para el realismo periférico -siendo esta una teoría de control de daños- cumplir con las reglas que provienen de los estados más fuertes trae más beneficios que costos; mientras que, paralelamente, no cumplir con ellas trae más costos que beneficios.
Ahora bien, la teoría del realismo periférico identifica de manera subyacente dos probables riesgos a los que se enfrentan los estados débiles cuando no actúan conforme a lo establecido por las reglas y expectativas de los estados más poderosos. Por un lado, cuando la falta es percibida por los estados hacedores de reglas como amenazante a su seguridad o a sus principales intereses, el actor más débil puede ver comprometida su soberanía (seguridad). Es decir, puede ser violada tanto su integridad territorial como el derecho a la autodeterminación que tiene su nación23. Por otro lado, cuando la actitud díscola de un Estado débil no es percibida por los estados poderosos como una amenaza a su seguridad; pero sí como una amenaza a sus intereses -sean estos económicos, políticos, geopolíticos, etc. -, el Estado menos poderoso puede ver amenazada su seguridad económica, recayendo sobre él sanciones comerciales -de mayor o menor grado- que pueden afectar tanto a su desarrollo como al bienestar de su población24.
Cabe aclarar que las medidas de retaliación tomadas por los estados más poderosos ante una acción rebelde de un Estado débil no solo dependen de la acción en sí, sino que hay otros factores que influyen, especialmente la polaridad25 del sistema. Es decir, no es lo mismo que el sistema sea unipolar, bipolar o multipolar. Por un lado, cuando el sistema es unipolar, el Estado con mayor capacidad puede intervenir o sancionar económicamente al Estado díscolo con mayor facilidad26, ya que no hay otro Estado que tenga las suficientes capacidades como para oponerse o jugar un rol importante luego de que la acción retaliatoria haya sido aplicada. Por otro lado, cuando el sistema es bipolar, aplicar un castigo a un Estado rebelde se vuelve un poco más complejo27, ya que al interés de ejecutar una sanción o intervención de un Estado poderoso puede contraponerse la voluntad del otro Estado de similares capacidades de mantener al Estado débil libre de sanciones. Por último, el escenario multipolar es el más difícil28 para establecer represalias a un Estado rebelde. Esto se debe a que la intervención o sanción/bloqueo económico por parte de uno de los principales estados del sistema puede desencadenar una serie de reacciones -que parten de otros estados poderosos que cuenten con sus mismas capacidades- que le pueden ser adversas al Estado que dispuso la sanción/bloqueo o intervención. Por lo tanto, en un contexto multipolar aumentan las probabilidades de que los estados más poderosos del sistema cometan un error de cálculo, haciendo que las medidas que éstos toman en este escenario sean menos arriesgadas.
Si tenemos en cuenta lo expuesto hasta ahora sobre la política de defensa, la política exterior y los principales fundamentos del realismo periférico, podemos analizar con más claridad las limitaciones de la Argentina a la hora de intentar perseguir sus intereses geopolíticos en el Atlántico Sur.
En concreto, el Estado argentino cuenta con dos restricciones relacionadas entre sí a la hora de intentar mejorar su posición en el Atlántico Sur: una propia y otra sistémica. En primer lugar, la limitación propia es que no cuenta con el suficiente poder económico como para acompañar su política exterior con una política de defensa orientada a adquirir mayores capacidades militares que le permita su presencia en la zona. En segundo lugar, la limitación sistémica es que la Argentina -dentro del marco teórico de realismo periférico- es considerada como un Estado débil en el sistema internacional. En consecuencia, cualquier política desmedida que lleve a cabo el país en el Atlántico Sur para aumentar su presencia (por ejemplo, un aumento considerable en sus capacidades militares) puede ser considerada por los estados más poderosos del sistema -que tienen o intentan tener peso en la región- como una amenaza al statu quo y la estabilidad de esta zona geopolíticamente relevante y, por lo tanto, buscarán castigar a la Argentina para que cese con sus acciones percibidas como amenazantes a sus intereses.
De esta forma, combinar la teoría del Realismo Periférico con la presencia de intereses geopolíticos de los estados débiles nos permite bajar la densidad normativa y prescriptiva de la teoría para avanzar hacia un marco analítico que permita de describir las conductas de los estados débiles, proponer posibles explicaciones para las mismas y predecirlas con un cierto grado de efectividad.
En función de lo mencionado, se tomarán a la distribución internacional de poder y a los intereses geopolíticos del país como variable independiente, mientras que se considerará a la conducta del Estado periférico (materializada en su política exterior y de defensa) como variable dependiente que va a ser el producto de los incentivos contrapuestos de ambas variables independientes. En este sentido, un Estado puede avocarse a satisfacer sus intereses geopolíticos sin tener en consideración la desfavorable distribución internacional del poder. Por el contrario, un Estado puede relegar sus intereses geopolíticos en función de una fuerte desventaja en la distribución del poder. A su vez, un Estado puede tener en cuenta ambas y perseguir sus aspiraciones geopolíticas hasta el punto en el que esta búsqueda no entre en conflicto con los costos que le puede traer una distribución desfavorable del poder internacional.
El peso de cada variable dependerá de las prioridades y del escenario regional en el que esté inserto el Estado periférico. De esta forma, aquellos estados que estén dentro de complejos de seguridad regional (Buzan & Waever 2003) en donde la penetración de los grandes poderes sea grande (Papayoanou 2010) o donde haya un gran poder presente en esa ubicación geográfica, tenderán a priorizar la distribución de poder desfavorable29. Por el contrario, aquellos estados que estén insertos en un complejo de seguridad donde las grandes potencias estén ausentes y donde la penetración de las mismas sea baja, tenderán a priorizar sus intereses geopolíticos30.
El caso de la Argentina frente al Atlántico Sur
A la hora de considerar la política exterior de los sucesivos gobiernos argentinos frente al Atlántico Sur, podemos ver que siempre se ha mantenido el reclamo sobre la soberanía de las Islas de Atlántico Sur y la Antártida. Sin embargo, las políticas destinadas a cumplir con dicho reclamo han sido ambiguas y cambiantes en lo que respecta a las Islas del Atlántico Sur y sólidas y continuas en lo que respecta al continente blanco.
Si analizamos la postura argentina frente a la Antártida, podemos ver que en las últimas tres décadas el país ha logrado mantener en armonía su debilidad respecto a la desfavorable distribución internacional del poder y sus intereses geopolíticos.
El país no rompió con su presencia ininterrumpida en el continente blanco y continuó realizando las campañas antárticas durante todos los veranos. Al mismo tiempo que mantuvo y consolidó su presencia en la Antártida31, el Estado argentino logró reforzar su postura internacional favorable a la institucionalización de la actividad del continente bajo el plexo normativo del Tratado Antártico y, de esta forma, promover sus propios intereses sin correr el riesgo de enfrentar los costos que implicaría romper con las reglas que regulan la actividad antártica. La Cancillería Argentina respalda públicamente esta posición, estableciendo que “la Argentina es un promotor y actor central del Sistema del Tratado Antártico” y continúa diciendo que:
la continuidad de la política antártica argentina y el protagonismo de nuestro país en este tema requieren una acción exterior intensa y continua (…) Dicho esfuerzo procura incrementar la influencia de nuestro país en el proceso de toma de decisiones en los foros antárticos y asegurar así la soberanía de la Antártida Argentina32.
Esta afirmación puede corroborarse en la continua presencia argentina en las reuniones consultivas del Tratado Antártico33 y en el hecho que, desde septiembre de 2004, Buenos Aires pasó a ser la sede de la Secretaría Ejecutiva del Tratado Antártico, en donde “al fortalecer el Sistema del Tratado Antártico, nuestro país procura consolidarse como referente científico antártico y proveedor de servicios logísticos asociados al despliegue antártico de otros países o relacionados con el turismo antártico”34.
En este sentido, la política exterior argentina respecto a la Antártida, a pesar del paso de gobiernos con distinta afiliación política e identificación ideológica, logró conciliar de forma correcta sus pretensiones geopolíticas y su posición desventajosa en la distribución internacional del poder. Por un lado, pudo consolidar su presencia física e influencia diplomática en el continente blanco y, al mismo tiempo, logró posicionarse como un Estado confiable frente a los demás; comprometido con las reglas y dispuesto a proveer ayuda logística a aquellos países que la requieran.
A la hora de considerar la política frente a las Islas del Atlántico Sur (especialmente las Islas Malvinas), las cuales en la actualidad su administración depende de Gran Bretaña y cuya soberanía es reclamada por la Argentina, podemos ver que entre las distintas gestiones de los diferentes gobiernos encontramos discontinuidades en política exterior que se manifiestan en épocas de mayor y menor confrontación con Gran Bretaña.
Durante la década de los 90, la política exterior hacia la soberanía de las islas estuvo ligado a lo que se denominó el paraguas de soberanía (Rapoport y Spiguel 2005). El mismo “funcionó para que se pudiera conversar de todo, menos de la cuestión principal. Esto es, la pertenencia territorial del archipiélago.” (entrevista a Archibaldo Lanús, en Rapoport 2017: 637). Durante esta década también se abandonaron los reclamos de soberanía realizados en el plano multilateral, con el objetivo de tratar el tema de soberanía bilateralmente bajo la estrategia del paraguas (Cisneros, en Rapoport 2016).
Si bien la política exterior diseñada para abordar el tema de la soberanía de las islas atlánticas fue muy criticada, lo cierto es que durante la misma no solo se logró recomponer las relaciones bilaterales con Gran Bretaña después de la guerra, sino que también se firmaron acuerdos relevantes en lo atinente a la extracción de recursos naturales, navegación, comunicación y coordinación respecto a la realización de actividades en las áreas circundantes de las islas disputadas. Esta postura conciliadora está asociada al pensamiento de que subordinar todas las áreas de la relación bilateral al reclamo de soberanía implicaba “mantener cerrado el diálogo, preservar la tensión en el Atlántico Sur y renunciar a detener los actos unilaterales británicos o avanzar en ningún aspecto de la disputa” (Pfitrter 2016: 243). En este marco, durante la década de 1990 “todos los entendimientos y negociaciones con el Reino Unido vinculados con la cuestión Malvinas tuvieron lugar bajo la ‘fórmula (paraguas) de soberanía’, que reserva y protege legalmente las respectivas posiciones de fondo” (Pfitrer 2016: 255).
La política exterior conciliadora de la Argentina respecto a su disputa con Gran Bretaña comenzó poco después de iniciada la presidencia de Menem (agosto de 1989), en donde la Argentina y el Reino Unido iniciaron conversaciones directas en Nueva York sobre la base de que ambos países aceptaban la realidad de su desacuerdo y se comprometían a no sorprenderse con medidas unilaterales realizadas sin previo aviso (Pfitrer 2016). Este encuentro dio paso a la primera relación bilateral formal en octubre del 1989 en Madrid en donde se firmó el “Acuerdo de Madrid I”, a partir del cual quedó plasmado el cese de hostilidades en la región del Atlántico Sur y se acordó el restablecimiento de las relaciones consulares, el levantamiento de las restricciones comerciales y financieras, la reanudación de las comunicaciones marítimas y la creación de dos grupos de trabajo: el vinculado a “Medidas para Evitar Incidentes en Esfera Militar” y otro concerniente a la pesca en la zona. En concordancia con este proceso de entendimiento, en febrero de 1990 se firmó el “Acuerdo de Madrid II”, en donde se comunicó la normalización de las relaciones bilaterales entre la Argentina y Gran Bretaña. A su vez, en el artículo 5 de dicho acuerdo se menciona que, bajo el paraguas de soberanía, ambos países establecen un Sistema Transitorio de Información y Consulta Recíprocas, un Sistema de Comunicación Directa entre las islas y el territorio continental y un sistema de intercambio de información sobre seguridad y control de la navegación marítima y aérea.
Con respecto a la pesca, que trajo hartas controversias debido al otorgamiento unilateral de licencias por parte del gobierno de las islas y la relevancia económica del calamar Illex, en noviembre de 1990 se firmó una Declaración Conjunta entre Argentina y Gran Bretaña que creó una “Comisión de Pesca del Atlántico Sur” que debía juntarse dos veces al año. Fue en este escenario en donde se pudo avanzar en la cooperación científica en relación a la pesca, ya que se logró definir conjuntamente y sobre bases técnicas de cálculo “el estado de los stocks y los cupos de captura máxima necesarios para asegurar la sustentabilidad de los recursos ictícolas en el área disputada” (Pfitrer 2016: 269).
En lo que hace a la cooperación en hidrocarburos, la sugerencia de algunos estudios realizados en la cuenca de Malvinas sobre la presencia de importantes yacimientos hidrocarburíferos incentivaron las discusiones bilaterales respecto a la cooperación en esta materia. Para la Argentina el asunto era relevante no solo por los reclamos de soberanía, sino también por el potencial aprovechamiento económico unilateral de parte de Gran Bretaña de un recurso no renovable. Mientras que, los británicos, tenían intereses en llegar a un tipo de arreglo con la Argentina para dar un cierto marco de seguridad jurídica a las potenciales empresas privadas participantes en el negocio. Luego de varios años de negociaciones, controversias y desacuerdos, en 1995 se logró firmar una “Declaración Conjunta sobre Cooperación sobre Actividades Costa Afuera en el Atlántico Sudoccidental” que “estableció un marco de colaboración en relación con algunos aspectos de la exploración y explotación de hidrocarburos en la región” (Pfitrer 2016: 283) y cuya cooperación sería llevada adelante por una Comisión Conjunta constituida, naturalmente, por miembros de ambos países.
Si consideramos los entendimientos vinculados a las comunicaciones, ya el “Acuerdo de Madrid II” mencionaba en su párrafo nueve que ambos países “consideraron la situación de los contactos entre las Islas Malvinas (Falkland Islands) y el continente y acordaron continuar la consideración bilateral de este asunto”. La negativa de los isleños hizo que no se pudieran realizar avances en este punto hasta julio de 1990, donde se firmó en Londres una Declaración Conjunta entre los cancilleres Di Tella y Cook que incluyó la posibilidad de que los vuelos hacia Malvinas hagan una escala en el territorio argentino (posibilidad que se efectivizó a partir del 16 de octubre de 1999, en donde los vuelos desde Punta Arenas comenzaron a hacer escala en Río Gallegos). Esta declaración “incluyó no solo un entendimiento sobre comunicaciones aéreas, sino también acuerdos sobre la construcción de un monumento a soldados argentinos caídos en las islas, conservación pesquera y lucha contra la pesca ilegal y revisión de la toponimia adoptada por la Argentina en 1982” (Pfitrer 2016: 293).
En función de lo dicho hasta el momento, es posible decir que en el período que va de 1989 a 1999 la conducta internacional de la Argentina correspondió con lo esperable de un Estado periférico con intereses geopolíticos. Durante dicho período el país logró responder a su interés en la proyección atlántica a partir de la ratificación de su voluntad soberana en la Constitución Nacional al mismo tiempo que retomó las relaciones bilaterales con su rival en la región mediante el “paraguas” de soberanía, lo que a su vez implicó un reconocimiento a la posición divergente de ambos países respecto a la soberanía de las Islas de Atlántico Sur. La reanudación de las relaciones cooperativas con Gran Bretaña muestra también una conducta argentina acorde a la desfavorable distribución internacional del poder, en donde el país europeo era claramente superior.
En resumen, el país del Cono Sur buscó promover sus intereses geopolíticos a través de la cooperación35, el consenso y el entendimiento con su rival. De esta forma, el Estado sudamericano logró involucrarse y estar al tanto de las decisiones respecto a la pesca, la explotación de hidrocarburos, las comunicaciones de las islas con el continente y la actividad en la región. Esta activa participación en el Atlántico Sur, debido a la propia asimetría de poder con Gran Bretaña, no hubiese sido posible de haber optado por acciones unilaterales y políticas exteriores confrontativas basadas en la discordia con su rival.
Los primeros quince años del siglo XXI tuvieron una similitud y varias diferencias con la última década del siglo XX. Por un lado, se continuó dando relevancia al problema de la soberanía de las Islas Malvinas y a la relevancia geopolítica del Atlántico Sur. En palabras del ex Canciller Taiana: “hay que defender todo el sistema de integración y de proyección más continental de la Argentina hacia el mar porque es mucho, los fondos marinos, todo eso es muy importante” (entrevista a Taiana, en Rapoport 2016: 830). Por otro lado, en lo que respecta a las diferencias, a partir del 2003 se empieza a “multilateralizar” la cuestión Malvinas (Barrios y Ranea 2016), llevando el problema de la soberanía a múltiples organizaciones internacionales y regionales como la ONU, el Grupo de Río, las Cumbres Iberoamericanas, el Mercosur, la Unasur, la CELAC, etc.
A su vez, las relaciones bilaterales entre la Argentina y Gran Bretaña comenzaron progresivamente a deteriorarse a medida que avanzaba la década. En respuesta al traslado británico del Comando Naval del Atlántico Sur de la isla Ascensión a Malvinas en 2004 y a otras acciones unilaterales en materia pesquera, la Argentina en 2007 “endurece su posición comunicando al Reino Unido la decisión de dar por terminada la declaración sobre exploración y explotación de hidrocarburos” (Barrios y Ranea 2016: 309) prohibiendo el accionar en territorio argentino a cualquier empresa que operase bajo legislación británica en la región de las Islas Malvinas. Además, la Argentina logró en el marco de la Unasur que los países miembros se comprometan a adoptar las medidas necesarias para “impedir el ingreso a sus puertos de aquellos barcos que enarbolen una bandera ilegal de las Islas Malvinas” (Barrios y Ranea 2016: 314).
En 2012, la Argentina comienza a confrontar con mayor intensidad con Gran Bretaña, ya que en ese mismo año en la sección “Asuntos relativos a Malvinas” de la Cancillería Argentina se indicó que, como respuesta a las acciones unilaterales británicas, el país llevaría adelante un conjunto de acciones legales en el país y gestiones en el exterior con el objetivo de proteger los recursos naturales marítimos que están bajo soberanía y jurisdicción del país (Pfitrer 2016). En este sentido, se sancionó en lo relativo a la pesca36 la Ley 24922 y las leyes 2697537 y 2703738 en lo vinculado a la protección del medio ambiente. A su vez, ese mismo año se aprobó39 la “Declaración de Ushuaia” como respuesta al aumento de tensiones diplomáticas debido al envío del destructor nuclear por parte de Gran Bretaña a las Islas Malvinas, en donde se ratifica la imprescriptible soberanía de la Argentina sobre las Islas del Atlántico Sur.
Por último, esta política exterior confrontativa se expresó con mayor claridad en la decisión de la presidenta Cristina Fernández de “dejar vacante dos años la embajada argentina en Londres” (Russell y Tokatlian 2016: 247) en una conducta que los autores califican como una “diplomacia del enojo”40 (Hall, en Russell y Tokatlian). Russell y Tokatlian, al hacer un balance de la política exterior del kirchnerismo respecto a Malvinas, mencionan que
pese a haber colocado la cuestión Malvinas en el centro de la política exterior, los gobiernos K no lograron modificar en absoluto la posición de Londres: a cada hecho consumado de Gran Bretaña le siguieron manifestaciones de enojo con muy escasa efectividad (Russell y Tokatlian 2016: 247).
En este marco, la Argentina ese período mantuvo su interés geopolítico en la región, pero no logró articular al mismo con comportamientos acordes a su desfavorable posición en el sistema internacional. En este sentido, el país sudamericano optó por conductas confrontativas, unilaterales y reactivas que no tuvieron éxito a la hora de promover sus intereses geopolíticos (mayor conocimiento, control y participación sobre las decisiones que se tomen y las actividades que se realicen en el Atlántico Sur).
Con respecto a la política de defensa, se estableció con anterioridad que la misma muchas veces es complementaria de la política exterior, por lo que complementa y ayuda a ésta a lograr los objetivos que se plantea en el ámbito internacional. Sin embargo, la misma no logró complementar correctamente la política exterior argentina en función los intereses geopolíticos del país ni aprovecho las ventanas de oportunidad que le hubiesen permitido fortalecer -desde el plano material- la proyección y los reclamos territoriales del país sin enfrentar los costos de la desfavorable distribución internacional del poder.
En concordancia con lo mencionado, la política de defensa argentina se caracterizó, independientemente de los distintos gobiernos, por cuatro factores que están estrechamente ligados entre sí: (1) la progresiva caída del porcentaje de Producto Bruto Interno (PBI) que se destinó al presupuesto en defensa, (2) la ausencia de una lógica estratégica respecto a cómo se gastó su presupuesto, (3) en la no priorización de una fuerza particular del instrumento militar en función de su mayor capacidad para cumplir con los intereses geopolíticos del país y (4) en el no rediseño del despliegue del instrumento militar.
Con respecto al primer factor, es innegable que la cantidad de recursos que se destina al presupuesto es fundamental para diseñar, implementar y mantener una sólida política de defensa. Los recursos permiten adquirir capacidades, invertir en el área de investigación y desarrollo para la defensa, entrenar a los miembros de las fuerzas, mantener la infraestructura, etc. En este sentido, la prestigiosa base de datos del Stockholm International Peace Research Institute (SIPRI) muestra la estrepitosa caída que ha ocurrido en términos del porcentaje del PBI que la Argentina le dedica a su presupuesto en defensa. De 1976 a 1988 el país le destinó un promedio del 3,1 por ciento del PBI a la defensa, mientras que de 1989 a 1999 el promedio fue de 1,3 por ciento. A su vez, el ciclo que va del 2003 a 2015, más allá de haber un contexto en donde se ha alcanzado un nivel nunca antes visto de cooperación sudamericana en términos militares que ayudaron a disipar muchas de las hipótesis de conflicto vigentes durante el siglo XX, la Argentina fue el único país Sudamericano que invirtió, en promedio, menos del 1 por ciento (0,8%) de su PBI en el área de la defensa. En consiguiente, con el promedio presupuestario más bajo de Sudamérica, el país no solo no estuvo en condiciones de modernizar su instrumento militar e invertir en investigaciones y desarrollos propios para la defensa, sino que también vio comprometida su capacidad de mantener operativos las principales herramientas actuales de su instrumento militar41. Si consideramos los años 2016 y 2017 de la administración Cambiemos, el promedio fue de 0,85 por ciento y es consecuente con la progresiva baja y actual estancamiento del presupuesto en defensa.
En lo que hace al segundo factor y considerando la información pública obtenida de la Oficina Nacional de Presupuesto, podemos ver que los datos desagregados del presupuesto destinado a defensa muestran que, desde la década de 1990 hasta el 2016, hubo un progresiva baja y estancamiento en las inversiones orientadas a la adquisición de equipos más modernos. Lo mismo ocurrió con el porcentaje del presupuesto destinado al mantenimiento del equipo y a la realización de operaciones militares. Como contracara de esta reducción del presupuesto destinado a áreas clave para el desarrollo y mejoramiento del instrumento militar, podemos ver que durante el mismo período hubo un aumento en el monto destinado a mantenimiento de personal.
El presupuesto para el Ministerio de Defensa de 1993 muestra que el 50,7 por ciento de la partida fue destinada al personal, el 32,8 por ciento al mantenimiento de las capacidades y la realización de operaciones, el 2,5 por ciento a la inversión y adquisición de mejores equipos y solo el 0,2 por ciento era destinado al desarrollo tecnológico para la defensa. Por su parte, en la partida de 2001 el monto destinado al mantenimiento de personal ascendió al 77,7 por ciento, el 19,6 por ciento fue utilizado para el mantenimiento del equipo y las operaciones, y solo el 2,6 y el 0,5 por ciento fue destinado a la inversión y al desarrollo tecnológico, respectivamente. En el presupuesto de 2016 podemos ver una leve mejora con respecto a los años anteriores. Sin embargo, la tendencia se mantuvo, ya que el 73,9 por ciento fue destinado al mantenimiento del personal, el 17,2 fue utilizado para el mantenimiento del equipo y la realización de operaciones, el 5,1 se dedicó a la inversión y solo el 0,5 por ciento se destinó al desarrollo tecnológico para la defensa (Presupuestos 1993, 2001 y 2006).
Como reflejan los porcentajes, a lo largo las últimas décadas hubo una tendencia a la desinversión en defensa y se buscó sostener las funciones mínimas del instrumento militar, entre las que podemos destacar el mantenimiento de ciertas capacidades para poder realizar actividades consideradas prioritarias (la presencia del país en la Antártida, las Campañas de verano al continente blanco, las misiones de paz y un despliegue básico en el territorio nacional continental). Esta búsqueda por sostener las funciones mínimas del aparato militar afectó sustantivamente la posibilidad de adquirir capacidades más modernas y de utilizar los desarrollos científicos nacionales para aplicarlos al ámbito de la defensa nacional. En este sentido, es evidente el debilitamiento y la posición no prioritaria que tuvo la defensa en este período para los distintos gobiernos argentinos.
Si consideramos el tercer punto mencionado, a lo largo del período abarcado tampoco se priorizó ninguna fuerza para acompañar a una política exterior orientada a fortalecer proyección argentina al Atlántico Sur. En este sentido, la fuerza más importante del instrumento militar para actuar en la zona es la Armada debido a que las características naturales propias del Atlántico Sur hacen que cualquier despliegue militar en la región tenga a la Armada Argentina como la fuerza con mayor protagonismo42. Sin embargo, los datos del SIPRI en su sección de comercialización de armas muestran que, de 1989 a 2016, la Argentina desarrolló e importó muy pocas capacidades militares vinculadas al mejoramiento de su posición en el Atlántico Sur. Durante 27 años, el país solo recibió 6 corbetas MEKO-140 entre 1985 y 2004 (que habían sido ordenadas en 1979), 4 helicópteros Fennec AS555-SN en 1996, 4 radares RDR-1500 para los Fennec en 1996, un buque de apoyo logístico Durance en 1999, repuestos oficiales (radares y armamento) para los destructores MEKO-360 y corbetas MEKO-140, un S-2E Tracker para la defensa aérea antisubmarina en 1995 (que sin portaaviones solo puede operar desde la costa continental) y 6 P-3B Orion para la patrulla marítima en 1999. En definitiva, una muestra de la ausencia de sentido geoestratégico a la hora de realizar la compra de sistemas de armas es el hecho de que la adquisición que mayor impacto tuvo en función de los intereses geopolíticos del país fue la de las MEKO-140, que fueron ordenadas en 1979, fuera del período analizado en este trabajo.
Si tenemos en consideración que la Argentina mantuvo una posición en política exterior ligada al interés geopolítico de una zona tan extensa como el Atlántico Sur, es evidente que las adquisiciones en términos de capacidades militares para la defensa han sido poco satisfactorias. La Argentina en las últimas décadas no solo desinvirtió en defensa, sino que también gastó mal en función de sus intereses geopolíticos y no logró priorizar a aquella fuerza que, por sus propias características tácticas, tiene el papel más relevante en esa zona geográfica.
Por último, es necesario hacer énfasis en el hecho de que durante las últimas tres décadas no se modificó el actual despliegue43 anacrónico del instrumento militar argentino. A pesar del aumento de la confianza regional, la transparencia, la coordinación, el flujo de información militar y la proliferación de instituciones regionales (Battaglino 2015), la Argentina mantuvo el mismo despliegue que tenía durante la década de 1970, en donde el mismo era pensado y diseñado en función de las hipótesis de conflicto con Brasil y con Chile. En este sentido, a pesar de la poderación estratégica del Atlántico Sur, los sucesivos gobiernos mantuvieron en la Patagonia solamente una brigada aérea y una brigada del Ejército Argentino, volcando, de esta forma, la mayor parte del poder territorial y aéreo en el área metropolitana y en el noreste del país.
En líneas generales, la conducta de Argentina como un Estado periférico con intereses geopolíticos en respuesta a las presiones sistémicas del sistema internacional ha resultado ambigua. Con respecto a la política exterior podemos decir, por un lado, que la misma respecto a la Antártida logró articular los intereses geopolíticos del país con la desfavorable distribución internacional del poder. El país del Cono Sur logró ratificar su presencia en el continente y sus reclamos soberanos al mismo tiempo que se mostró como un actor confiable y comprometido con las reglas que rigen la cooperación y las conductas en la Antártida. Por otro lado, en lo vinculado a las Islas del Atlántico Sur, vemos que la conducta del país sudamericano fue discontinua y errática. Si bien siempre se ratificó el interés geopolítico de las islas, la política exterior consecuente con este interés osciló entre momentos de entendimiento, conciliación y cooperación; y períodos de mayor conflictividad, unilateralidad y reactividad. En este sentido, en los momentos de búsqueda de mayor entendimiento y cooperación la Argentina buscó promover sus intereses geopolíticos conforme a la desigual distribución internacional del poder. Mientras que, durante los períodos de conflictividad y unilateralidad, el país ignoró los potenciales costos de ignorar la desigual distribución de poder mundial y privilegió el endurecimiento de su postura e intereses geopolíticos sin lograr mayores resultados.
Si consideramos la política de defensa, es posible ver una flexibilización de la postura geopolítica del país al mismo tiempo que éste desaprovechó los intersticios del sistema internacional para reforzar la capacidad de su instrumento militar y mejorar su posición en la región. En otras palabras, la Argentina no reorganizó su aparato de defensa nacional en función de sus intereses geopolíticos y no aprovechó aquellas ventanas de oportunidad44 que le pudieron haber permitido adquirir capacidades militares sin incurrir ni exponerse a excesivos costos.
Reflexiones finales
El presente artículo intentó echar luz sobre las conductas esperables de los estados que son periféricos y al mismo tiempo tienen intereses geopolíticos. En este marco, se buscó analizar el caso de la Argentina y el Atlántico Sur, demostrando el interés geopolítico de esta región para el país sudamericano y describiendo el comportamiento del mismo en función de este interés y de su posición desfavorable en la distribución internacional del poder.
Como fue mencionado, si la conducta esperable era que el país periférico respete sus limitaciones estructurales y, a su vez, busque las ventanas de oportunidad para consolidar su posición en la región que considera importante; la conclusión es que el comportamiento de la Argentina en las últimas décadas fue ambiguo. El país del Cono Sur solo logró articular su posición desfavorable de poder y sus intereses geopolíticos en la Antártida, mientras que frente a las Islas del Atlántico Sur el país únicamente concilió estos dos aspectos entre 1989 y 1999. Luego, el país pasó a una etapa caracterizada por la confrontación -sin resultados- con la potencia de la región y, consecuentemente, por el no respeto a su posición inferior en la distribución de poder. En lo relacionado a la política de defensa que acompaña y complementa la política exterior, las distintas administraciones argentinas nunca dieron indicios de intentar aprovechar las ventanas de oportunidad para fortalecer el instrumento militar con ánimos de consolidar su posición geopolítica.
El análisis del caso de la Argentina ilustra, en primer lugar, la importancia de la coordinación entre la política exterior y la política de defensa para obtener resultados y, en segundo lugar, los perjuicios de no responder a los incentivos estructurales que da el sistema internacional. En este sentido, no es descabellado pensar que, de haberse mantenido a lo largo del tiempo una política exterior no confrontativa y cooperativa que permita, al mismo tiempo, ir fortaleciendo progresivamente y sin costos el instrumento militar, la Argentina se hubiese encontrado en 2016 con una mejor y más sólida posición para tomar decisiones e influir en los eventos que tengan lugar en el Atlántico Sur.
Hay varias líneas de investigación posibles que parten de esta primera aproximación a las conductas de los estados periféricos con intereses geopolíticos. Los comportamientos de los estados débiles que no corresponden con los incentivos que brinda el sistema internacional no es algo nuevo, sino que también es tratado por otros académicos (Battaleme 2016). De esta forma, las próximas investigaciones podrán analizar, comparar e intentar explicar las diferentes respuestas que ensayan estados igualmente periféricos a los mismos intereses geopolíticos. El caso chileno y el argentino es un ejemplo, ambos estados tienen intereses similares en la Antártida y en su mar adyacente, sin embargo, las conductas que llevan adelante ambos estados periféricos son diametralmente opuestas.
A su vez, se podrá avanzar en la vinculación de las teorías de tercera imagen con las de segunda imagen (Waltz 2011) para tener mejores herramientas y así poder explicar con mayor precisión las situaciones de aquellos estados periféricos cuyas conductas no se ajustan a los incentivos provenientes de sus intereses geopolíticos y de la desfavorable distribución internacional del poder.
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Notas