Artículo
Los programas de “combate a la pobreza” en las agendas de gobierno y de estudio. condiciones de producción académica, paradigmas argumentativos y revisiones conceptuales
Los programas de “combate a la pobreza” en las agendas de gobierno y de estudio. condiciones de producción académica, paradigmas argumentativos y revisiones conceptuales
Postdata, vol. 23, núm. 2, pp. 379-419, 2018
Grupo Interuniversitario Postdata
Resumen: En las últimas décadas se consolidó un campo de estudio vinculado con “los programas de lucha contra la pobreza” que contribuyó no solo a reconocer el fenómeno fáctico de la emergencia de esta variante de política social sino que constituyó también un referente que permitió analizar otras temáticas vinculadas: el Estado, el territorio, viejos y nuevos actores involucrados. Cambiaron los dispositivos de intervención así como la forma de estudiarlos. Frente a la pérdida de sensibilidad de las categorías, los indicadores y conceptos utilizados tradicionalmente para captar y comprender fenómenos vinculados con la implementación de los programas asistenciales a nivel local, sus entramados y sus efectos, se desplegaron otras herramientas analíticas para entender nuevas lógicas y nuevos actores sociales, sus prácticas y subjetividades. A partir de la revisión de un amplio corpus bibliográfico y de otras fuentes documentales, el trabajo relaciona esas transformaciones y procesos que acontecieron de manera simultánea principalmente en el campo académico (universidades, centros de estudios) y en otros espacios sociales. Se analiza como diversos procesos de alguna manera convergentes impactaron en la revisión de las agendas de investigación sobre los “programas de lucha contra la pobreza” y al mismo tiempo aportaron a los debates sobre las formas que debían darse a esas intervenciones.
Palabras clave: Lucha contra la pobreza, Programas sociales, Campo académico, Asignación Universal por Hijo, Argentina..
Abstract: In recent decades, a field of study linked to "anti-poverty programs" was consolidated, which contributed not only to recognize the factual phenomenon of the emergence of this social policy variant, but also constituted a benchmark that allowed analyzing other issues linked: the State, the territory, old and new actors involved. The intervention devices changed as the way to study them. Faced with the loss of sensitivity of the categories, the indicators and concepts traditionally used to capture and understand phenomena linked to the implementation of assistance programs at the local level, their networks and their effects, other analytical tools were deployed to understand new logics and new social actors, their practices and subjectivities. From the review of a broad bibliographic corpus and other documentary sources, the work relates those transformations and processes that happened simultaneously, mainly in the academic field (universities, study centers) and in other social spaces. It analyzes how various processes -somehow convergent- impacted on the revision of the research agendas on "anti-poverty programs" and at the same time contributed to the debates on the forms that should be given to these interventions.
Key words: Fight against poverty, Social programs, Academic field, Asignación Universal por Hijo, Argentina..
Presentación1
En las últimas décadas, los programas asistenciales han ganado protagonismo en el campo de las políticas sociales en la Argentina. Al mismo tiempo, gran parte de los estudios especializados los ha definido como objeto de análisis, en muchos casos, enfocándose específicamente en los denominados “programas de lucha contra la pobreza”. En estos estudios, los programas son abordados desde perspectivas disciplinares y estrategias metodológicas diferentes. En algunos casos se evalúan los resultados de esas intervenciones en relación con lo que establece su propia normativa, señalando las limitaciones y contradicciones encontradas entre los enunciados de los dispositivos y sus formas y resultados de implementación. Otros estudios de carácter interpretativo ponen en relación las condiciones de vida y de reproducción de la vida de las poblaciones de mayor vulnerabilidad socioeconómica con las formas de politización de estos sectores, con las dinámicas territoriales, con la visibilización del género como eje de desigualdad, con las estrategias que despliegan esas familias y sus miembros, entre otros vectores. Así, un extenso corpus bibliográfico da cuenta de la relevancia con que desde el campo académico se han abordado los programas asistenciales, como eje de estudio de las políticas sociales, por un lado, y como clave de lectura tanto sobre las condiciones de vida de los sectores populares y de los más vulnerables, sobre sus representaciones y relaciones, como sobre los entramados institucionales formales y no formales en los que esos y otros actores se inscriben.
En este trabajo buscamos poner en valor el patrimonio y el legado de esa producción académica de las últimas décadas en torno a los programas sociales “de lucha contra la pobreza” al mismo tiempo que dar cuenta del conjunto de factores que, combinados, generaron un ámbito propicio para su desarrollo. Asimismo, nos proponemos registrar como la producción de conocimiento y las mutaciones de los dispositivos de intervención pueden ser entendidas en una relación dialógica, entre agendas de investigación y políticas públicas.
Como hemos mostrado en un trabajo antecedente (Paura y Zibecchi 2014), los estudios sobre “programas de combate a la pobreza” contribuyeron no sólo en el reconocimiento del fenómeno fáctico de la emergencia de esta variante de política social sino que constituyeron también un punto de base para analizar otras temáticas vinculadas, desplegando nuevas categorías analíticas sobre el Estado y sus niveles, el territorio, los nuevos actores involucrados, iluminando así la complejidad de los diversos entramados sociales y políticos institucionales. En este artículo nos preguntamos sobre las condiciones de producción que hicieron posible que en las últimas décadas se consolidara ese campo de estudio. Entendemos que el patrimonio y el legado a los que nos referimos expresan la concurrencia de procesos diversos. Por un lado, procesos específicos del campo de la política social: las reformas neoliberales y sus efectos sociales, el protagonismo de la política asistencial vis a vis el incremento de la pobreza, los debates y posicionamientos de actores locales y transnacionales en relación con la definición de la pobreza como problema y, muy particularmente, los dispositivos creados para regularla, combatirla o erradicarla. De otra índole, transformaciones en el campo científico e institucional académico que contribuyeron con el despliegue de investigaciones al mismo tiempo que se renovaban las preguntas y los recortes analíticos que recursivamente problematizaron las definiciones de la pobreza y las formas de relaciones establecidas entre los agentes del Estado en sus diferentes niveles jurisdiccionales y entre los destinatarios de los beneficios de los programas, con los dispositivos y con otros actores del campo popular y asistencial.
Por último, el análisis que proponemos recupera la vinculación entre conocimiento académico y políticas públicas, esferas que en una relación dialógica inciden una sobre la otra no siempre del mismo modo ni en una misma dirección.
En el relevamiento de la literatura consultada que es amplio pero no exhaustivo se establecieron tres demarcaciones de carácter metodológico2. Por un lado, considerando que el campo de las políticas sociales es vasto y complejo como resultado del entramado inter-jurisdiccional e intersectorial, se acotó la indagación a la producción que de una u otra forma tomaba como referente empírico los programas asistenciales focalizados -para la “lucha” contra la pobreza-, con un particular interés en los programas sociales de empleo transitorio, los programas de transferencias de ingresos condicionados y algunos programas alimentarios. En relación con la segunda delimitación, se abordaron las investigaciones cuyo objeto limita con el establecimiento de la Asignación Universal por Hijo para la Inclusión Social en 2009. Se considera, al respecto, que existe un importante consenso en que esta medida significó un giro en la lógica asistencial del Estado que dialoga de otra manera con la territorialidad y la sectorialidad, con la universalidad y la focalización, cuyo análisis merecerá un estudio específico. El tercer recorte es de carácter jurisdiccional en tanto se revisaron los trabajos cuyo objeto de estudio remite al Área Metropolitana de Buenos Aires3.
El artículo ha sido organizado en cinco puntos. En el apartado I revisamos las transformaciones sociales e institucionales relativas al área de la política asistencial producidas en la Argentina desde fines de los años 80 y, en especial, a partir de los años 90, en el marco de lo que se ha definido como hegemonía neoliberal, hasta la primera década del nuevo milenio. El segundo apartado está dedicado a dar cuenta de los debates y las formas de definir e intervenir sobre la pobreza mediante la revisión de las mutaciones y las persistencias en los programas “de lucha contra la pobreza” desarrollados a nivel local, pero insertos en una trama transnacional y latinoamericana. En el punto III repasamos tendencias teóricas y metodológicas en las ciencias sociales y la transformación del campo académico y universitario en la Argentina con la creación de nuevas universidades y espacios de investigación y el despliegue de renovadas preguntas de investigación que toman a la pobreza, a los actores involucrados y a los programas como eje. En la sección IV abordamos el despliegue de dos de los paradigmas argumentativos que dieron base retórica a muchas de esas indagaciones: el de género y el de los derechos humanos.
Por último, presentamos una serie de consideraciones sobre cómo estos procesos concurrentes impactaron en la definición de los estudios y en la forma en que captaron, problematizaron y desplegaron categorías y conceptualizaciones, y construyeron nuevos objetos de estudio que permitieron reconocer la arquitectura, la lógica y la dinámica de los programas y sus relaciones en el territorio, con nuevos y viejos actores. Identificamos, asimismo, algunas etapas e hitos en la producción académica que se producían al mismo tiempo que se instrumentaban diversas formas de intervención en el propio campo de intervención.
I. Reformas neoliberales, mutaciones sociales y la pobreza como problema de gobierno
En la Argentina, como en la mayoría de los países latinoamericanos, las reformas neoliberales comenzaron a discutirse a fines de los años 80 asociadas a las condiciones de fuerte endeudamiento externo y se consolidaron durante la década del 90. Esas reformas implicaron un ajuste en las cuentas nacionales y en las formas de inversión social además de nuevos mecanismos de regulación de los mercados laborales. En realidad, en nuestro país, el nuevo modelo de acumulación, definido como “aperturista”, se articuló desde la última dictadura, a partir de 1976, y continuó hasta la crisis 2001-2002 (Torrado 2010). Las reformas establecidas en el llamado Consenso de Washington profundizaron esos lineamientos. Las medidas económicas y de intervención social resultaron en la expulsión de amplios sectores de trabajadores del mercado laboral, en un aumento de los niveles de pobreza y en una profundización de la desigualdad. Frente al incremento de la pobreza, registrado de una y otra manera, además de las definiciones del fenómeno y de las estrategias de identificación y cuantificación de las poblaciones comprometidas, como parte del mismo proceso se modificaron los principios rectores, los discursos y las justificaciones de esas mutaciones y, por ende, también se modificaron los instrumentos diseñados para “combatirla”.
En efecto, podrían reconocerse ciertos hitos apenas iniciada la transición democrática que señalan formas de reconocimiento de la pobreza y de sus cambios por parte del gobierno nacional. Interesados en conocer la situación social, las autoridades instrumentaron, mediante diversas agencias, distintas líneas de acción. Gabriel Vommaro (2011) identifica tres: la puesta en marcha del Programa Alimentario Nacional (las “Cajas PAN”), que movilizó una nueva tematización de la pobreza en la Argentina; las empresas de definición estadística y de medición de la pobreza y de los “pobres” realizadas por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) y la conformación de un grupo de análisis de las políticas sociales en una dependencia del Estado. Entre los relevamientos realizados por el INDEC, el conocido como El mapa de la pobreza consistió en el procesamiento de los datos del Censo Nacional de 1980, mostrando la desigual situación de la pobreza estructural en el territorio nacional4, y se articuló con la instalación del Programa Alimentario Nacional, cuya expresión fue la Caja Pan, distribuida desde 1984 a partir de los resultados de aquel relevamiento.
Los problemas macroeconómicos durante la gestión de Alfonsín -el fracaso en lograr el crecimiento económico y el control de la inflación, la pronunciada crisis fiscal-, cuya expresión más crítica fue el pico inflacionario de 1989, tuvieron efectos devastadores sobre los ingresos de los sectores populares. En un contexto de desempleo moderado en sus inicios y creciente hacia el final de la década del 80, el problema central de los trabajadores fue la desvalorización de sus ingresos (Del Cueto y Luzzi, 2012). En una dimensión macro, en los episodios de hiperinflación desaparece la posibilidad de predicción de las relaciones entre los individuos y los bienes, se pierde la coherencia en las formas de equivalencia entre bienes y la autoridad pública se desvanece (Sigal y Kessler 1996/7, en Heredia 2015). Por su parte, Mariana Heredia (2015:135) ilustra con claridad los efectos de la inflación en la vida cotidiana de las personas: “…los hábitos alimentarios, los desplazamientos, las actividades recreativas se ajustan a la evolución de los precios. Los más mínimos proyectos quedan supeditados a grandes incertidumbres y a plazos muy breves (…) la reproducción más elemental de la vida se vuelve una preocupación mayor y el factor tiempo, un criterio central de todas las transacciones”. De este modo, a la “pobreza estructural” -definida por condiciones de carencia de bienes y servicios de larga duración y medida a través del indicador complejo de necesidades básicas insatisfechas5, se sumaría una definición de la pobreza por ingresos-.
Entonces, frente al deterioro económico y de las condiciones de vida, un tema hasta entonces “marginal y residual” cambió de estatus y mereció una reconceptualización mediante un doble enfoque en la medición. Por un lado, considerando la existencia de carencias, de “necesidades básicas insatisfechas”, los indicadores (promiscuidad, precariedad del hábitat, ausencia de instalaciones sanitarias, salida precoz del sistema escolar), se instalan en una dimensión ecológica y operacionalizan la categoría de “pobres estructurales” (Prévôt-Schapira 1996). El segundo enfoque se basó en la definición de un umbral de pobreza debajo del cual un hogar no puede cubrir sus necesidades esenciales de alimentación, de salud y de educación, mostrando los “nuevos pobres” de la Argentina
Ya en el gobierno de Carlos Menem, las reformas de matriz neoliberal en la economía y en las políticas públicas en general profundizaron el crecimiento del desempleo y modificaron profundamente la estructura social argentina. Junto con la política monetaria de paridad del peso con el dólar mediante el Plan de Convertibilidad aplicado desde 1992, en pocos años se tomaron medidas de flexibilización laboral y otras como la modificación de la estructura impositiva y la privatización de empresas públicas proveedoras de servicios como la energía y el agua. En el área específica de las políticas sociales, la privatización6 del sistema de jubilaciones y pensiones se implementó en el mismo momento en que se descentralizaba el gobierno de la educación y la salud que hasta ese momento había estado bajo la responsabilidad del estado nacional, cuyo financiamiento y provisión directa fueron delegados a las jurisdicciones subnacionales.7 En pocos años se produjo una mutación en la matriz socio política de centralidad estatal que había regido el desarrollo de la configuración de políticas sociales en la Argentina para pasar a una matriz mercado céntrica (Repetto 2001).
Así, si bien hasta 1994 los indicadores de pobreza, indigencia y disparidad en la distribución del ingreso mostraron una mejora en relación con la crisis inflacionaria de 1989/90, a partir de 1995 -“efecto tequila” de por medio- se produjo un nuevo deterioro de las condiciones de vida de los sectores populares, marcado por el incremento de la desocupación, la subocupación y la precariedad laboral. La tasa de desempleo del Total de Aglomerados Urbanos de la Argentina pasó de 6,3% en 1990 a 13,8% en 1999, registrando el pico más alto en mayo de 1995, con un 18,4% (Acuña, Kessler y Repetto 2002). Eran años también en los que los sectores medios en descenso engrosaban el sector de los “nuevos pobres”.
Como el reverso de ese proceso, el tercer pilar de la transformación neoliberal fue la creación de programas de carácter asistencial de “lucha contra la pobreza” como intervenciones clave que podrían auxiliar a las poblaciones que se vieran perjudicadas por las medidas de ajuste “hasta tanto se encaminara el crecimiento económico y se lograra la regulación del mercado laboral que habría de alcanzar a toda la sociedad”, tal como planteaba la “teoría del derrame”. Se redujo así el sentido de las políticas sociales a una versión asistencialista de la intervención (Grassi 2002). Siguiendo a Danani (1998), este giro asistencialista de la política social no significó una respuesta a la cuestión social sino que fue parte de su definición: la fragmentación de la política social fue la forma estatal de constitución de la cuestión social.
La revisión de las dos primeras experiencias de “lucha contra la pobreza” de la gestión menemista, el Bono Nacional de Emergencia o Bono Solidario de finales de 1989, que reemplazó a la Caja Pan, y el Programa Federal de Solidaridad (PROSOL) de 1992, muestra que la atención de la pobreza no representaba un eje prioritario para el gobierno.
El Bono Nacional de Emergencia, al reemplazar al Plan Alimentario Nacional, inauguró otra forma de asistencia a los más pobres. Ya no se trataba de una caja de alimentos -calificada en 1993 por el entonces presidente Menem como un negocio “redondo” porque justificaba la existencia de un estado comprometido con la compra de alimentos y, por ende, con los proveedores de siempre (Repetto, 2001:187)- sino de bonos destinados a atender las necesidades alimentarias básicas que se entregarían a quienes clasificaran como pobres, que podrían canjearlos por comida o por vestimenta en los comercios8.
En distintas áreas, en forma desarticulada, la oferta de programas focalizados9 se fue ampliando año a año hasta que en 1994 Menem creó la Secretaría de Desarrollo Social. En este sentido, se podrían reconocer dos líneas de intervención/momentos de la asistencia, marcadas por estos hitos: una “asistencia clásica” hasta 2004 y otra de “modalidad gerencial”, liderada por Eduardo Amadeo a partir de su designación como Secretario de Desarrollo Social (SDA) (Grassi 2002). Pero más allá de estos cambios organizacionales y de cierta expansión de la nueva agencia, la gestión de la pobreza no trascendió el aumento constante de programas focalizados, como un conjunto de acciones aisladas, compartimentos estancos entre los que, en muchos casos, no se distinguían claramente los objetivos y las tareas (Repetto 2001). Cabe destacar sí la creación del Sistema de Información, Monitoreo y Evaluación de Programas Sociales (SIEMPRO), programa que contó con el financiamiento del Banco Mundial, que se ocupó con cierta centralidad del estudio y la medición de la pobreza y de la regulación de los programas “técnicamente bien focalizados” destinados a su solución. Este organismo disputaba con otro espacio, el Consejo Asesor para el Estudio de la Pobreza en la Argentina, que funcionaba en la Secretaría de Programación Económica del Ministerio de Economía y Obras y Servicios. En esa suerte de competencia intraestatal por el monopolio del saber sobre la pobreza (Grondona 2014) participaban actores, “expertos”, que en algunos casos transitaron por ambas agencias. En un ejercicio de “hiperdescriptivismo” de la pobreza y de los pobres, estos nichos se encargaron de señalar la “heterogeneidad de las pobrezas”. No obstante, el SIEMPRO terminó asumiendo las categorías de exclusión y vulnerabilidad que circulaban en parte de los países europeos, como componentes de la “nueva cuestión social”. Se mostraba así un paisaje conceptual vasto que retomaba conceptos forjados y debatidos en el seno de las ciencias sociales contemporáneas, dice Grondona (2014:168). Incluso, más allá de contribuir con las experiencias de los programas focalizados, mediante algunas publicaciones y seminarios el SIEMPRO también movilizaba lecturas críticas de estas intervenciones y dedicaba sesiones y capítulos a discutir sobre la posibilidad de desarrollar otras acciones como los programas de garantía de renta mínima. Si estos espacios pudiesen ser identificados como usinas para la definición de la pobreza, no se puede dejar de notar que no se trataba de lecturas unilineales ni libres de contradicciones que sin duda contribuyeron a ampliar las preguntas sobre los programas de “lucha contra la pobreza” y sus “beneficiarios”.
En esos años la intervención estatal reprodujo el carácter bifronte de los sectores populares mediante una modificación del organigrama del Estado, con la creación de la SDS como agencia responsable de la asistencia, por un lado, y a través de las transformaciones del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social, en la otra vertiente. Como han señalado Perelmiter y Paura (2018), frente a la heterogeneidad y la fragmentación creciente de las condiciones de vida de los sectores populares se fue profundizando un hiato entre la gestión del “trabajo” y la “pobreza” con tramas de actores, organizaciones y desafíos de política pública claramente segmentados en esas agencias del Estado. Una, la SDA, se dedicará a los pobres y vulnerables, “inempleables” o con dificultades de inserción en el mercado laboral, merecedores de asistencia, testeo de medios mediante. La otra, el más antiguo ministerio mediador de las relaciones capital-trabajo, se organizará según nuevas responsabilidades de gobierno. En efecto, a su esfera original de incumbencia (la regulación y protección del trabajo, la generación de empleo y la gestión del sistema de seguridad social), al ahora llamado Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social se le agrega desde mediados de los años noventa la responsabilidad de complementar la política de asistencia social a través de planes de empleo dirigidos a sectores que no componen el mundo del trabajo formal. Desde entonces, la cartera se divide en dos grandes áreas: la Secretaría de Trabajo, a cargo de la gestión de los convenios colectivos de trabajo y la fiscalización laboral, y la Secretaría de Empleo, a cargo de los programas sociales que intervienen sobre trabajadores en situación de vulnerabilidad (Perelmiter y Paura 2018). Entre estos programas se encuentran los que se denominaron programas de empleo transitorio cuyo exponente más paradigmático -a nivel nacional- ha sido el Plan Trabajar. En su versiones I, II y III -este dispositivo fue implementado a partir de 1996 y presentó algunos puntos de ruptura en relación con otros programas previos: a través de la mayor injerencia de los organismos internacionales se implementó otra modalidad de pago de forma directa al beneficiario-, nuevos controles y un mayor énfasis en la contraprestación que debía realizar el beneficiario10. Otro programa paradigmático del período es Servicios Comunitarios que fue el primero en implementar un cupo a través del cual al menos el 80% de los beneficiarios debían ser mujeres jefas de hogar. La idea y estructura se asemejó al Programa Trabajar y las contraprestaciones que debían realizar las mujeres beneficiarias estuvieron asociadas a las tareas de reproducción social en los barrios. De esos años también, un programa de gran envergadura en términos de cobertura en la provincia de Buenos Aires fue el Plan Barrios Bonaerenses, implementado en 1997 por el Instituto Provincial de Empleo (IPE)11 luego de decretarse el estado de emergencia laboral para todo el territorio bonaerense, con el objeto de asegurar un ingreso familiar y mejorar las condiciones de empleabilidad de los participantes (PNUD 1999)12. Esta segmentación de los sectores vulnerables se sostendrá y su atención se expresará en el principio del workfare13 que desde mediados de los años 90 define los “programas transitorios de empleo” y que, como señalaremos, se sostiene -desdibujado- en el Programa Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJJHD), en el contexto crítico de 2002.
En el nuevo gobierno iniciado a fines de 1999, a cargo de la Alianzay conducido por Fernando De la Rúa, a pesar de la transformación de la Secretaría en Ministerio de Desarrollo Social y Medio Ambiente, que podría leerse como signo de una mejor institucionalidad, la estrategia de lucha contra la pobreza profundizó su trayectoria errática, basada en la creación de programas pequeños pero que representaban mucho para los actores políticos que los promovían. Seguimos a Repetto (2001) que señala cómo sin lograr resolver la fragmentación de la oferta resurgió la necesidad de articular y/o unificar un conjunto de casi setenta programas en dieciocho, distribuidos en siete áreas temáticas14, con resultados claramente insatisfactorios. Grondona (2014) marca la continuidad de prácticas focalizantes en los programas al mismo tiempo que da cuenta de ciertos desplazamientos en los “beneficiarios”. En tal sentido señala que junto con los jefes y las jefas de hogar desocupados comienza a darse visibilidad a los niños y niñas en un escenario social en el que 70 por ciento de la infancia habitaba en hogares pobres. Además, la autora analiza el resultado de una innovación en la generación de información social, la Encuesta de Condiciones de Vida, llevada a cabo en dos ediciones (1997 y 2000), que se mostró en diversos informes diseñados entre 2000 y 2001, muchos de los cuales tenían una impronta demográfico-sociológica y cierto foco en las familias. Así, ya en estos trabajos aparece la noción de “reproducción intergeneracional de la pobreza” -que cobrará cuerpo a partir de esos años en los programas de transferencias condicionadas de ingreso-, pero todavía apuntando a modos de organización familiar y a patrones de comportamiento (Grondona 2014:186).
La crisis de 2001 marca un punto de inflexión en las formas de intervenir frente a la pobreza. Como veremos en la sección que sigue, con matices, este giro no se registrará sólo a nivel local. En ese momento de crisis económica, alta desocupación, elevados niveles de pobreza e indigencia e inestabilidad político institucional el instrumento fue el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados (PJJHD), implementado por Eduardo Duhalde en el marco de un amplio consenso y cierta articulación con organizaciones de la sociedad civil. Se trataba de una transferencia monetaria de suma fija, destinada a jefes o jefas de hogar desocupados con hijos de hasta dieciocho años de edad o discapacitados de cualquier edad, o a hogares en los que la jefa de hogar o la cónyuge, concubina o cohabitante del jefe estuviera en estado de gravidez. Siguiendo a Repetto, Dal Masetto y Vilas (2006), los rasgos del nuevo programa fueron el resultado de negociaciones llevadas a cabo entre el Poder Ejecutivo Nacional y diversos actores sociales y políticos durante los primeros días de gobierno, en el contexto de crisis y necesidad de respuestas urgentes. En ese proceso de emergencia, se tomaron decisiones que articulaban las experiencias de los programas de empleo como el Trabajar con las opciones del momento en particular en relación con el financiamiento posible en un marco de restricción de recursos -la Argentina estaba en cesación de pagos, sin posibilidad de acceder a crédito externo-. Se inauguraba así una nueva forma de intervención frente a la pobreza: sintéticamente podría decirse que el PJJHD fue una bisagra entre los programas del workfare -por la contraprestación laboral exigida- y los de transferencias condicionadas de ingreso que comenzaban a aplicarse en México y Brasil por esos años. Dentro del importante número de estudios que han analizado este dispositivo, sus efectos, limitaciones y alcances15, las preguntas sobre su masividad y sus componentes y sus diversas referencias empíricas marcan también un punto de inflexión. Por ejemplo, el registro del alto número de mujeres jefas de hogar que se inscribieron en el programa habilitó lecturas en clave de género y sobre las estrategias familiares para acceder a “los planes” trazando nuevas líneas de indagación (Paura y Zibecchi 2014).
Poco después, ya en 2003 y en el encuadre de una nueva gestión, esta vez bajo la presidencia de Néstor Kirchner, se suman a nuestra revisión estilizada otros dos programas asistenciales: el Plan de Seguridad Alimentaria (PSA) y el Plan de Desarrollo Local y Economía Social, ambos administrados desde el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Mientras que el PSA planteaba una articulación con diversos programas orientados a proveer alimentos a los sectores más vulnerables, su acción principal fue la provisión de cajas de alimentos secos y el sostenimiento de los comedores comunitarios. Por su parte, el Plan de Desarrollo Local y Economía Social “Manos a la obra” estableció una fuerte vinculación con los principios de la economía social como forma de superar las modalidades asistenciales, poniendo énfasis en los espacios locales de concertación, en la promoción de actividades productivas en el territorio, en el espacio comunitario (Arcidiácono 2012).
También con sede en el Ministerio de Desarrollo Social, en 2005/06 se implementó el Programa Familias para la Inclusión Social (PF) estableciendo, nuevamente, la entrega de una transferencia monetaria a familias en situación de pobreza, con hijos/as menores de 19 años, cuya recepción estaba condicionada a la atención del cuidado de la salud de las mujeres embarazadas y los/as niños/as y la permanencia de estos últimos en el sistema educativo, y la promoción familiar y comunitaria, mediante acciones de promoción en términos de educación, salud, capacitación para el trabajo y desarrollo comunitario de los/as beneficiarios/as.
Por un lado, este dispositivo, al igual que el PJJHD, designa como destinatarias a las familias en situación de pobreza y/o vulnerables y no a los individuos. En este sentido, cabe su inclusión en el modelo de programas de transferencias monetarias condicionadas (PTC) que se estaban aplicando en la región. En este marco, el programa contó con financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo, en línea con una participación del organismo en los nuevos créditos que llegaban al país en esos años16. Al mismo tiempo el programa se inscribe en la gestión asistencial de Alicia Kirchner quien imprimirá al área una nueva/vieja dinámica: arraigada en una descalificación abierta al modelo gerencial que había caracterizado las políticas asistenciales de los años 90 y un cuestionamiento a la “distancia” entendida como desarraigo espacial y como “imparcialidad, impersonalidad, desafección”, la responsable del “área social” del gobierno convocó a sus colaboradores a “embarrarse”, a “bajar al terreno” (Perelmiter 2017). Desde esa posición, durante toda su gestión, la ministra de Desarrollo Social mantuvo la postura de fortalecer el trabajo como vía privilegiada de inclusión social y, en ese esquema, la defensa de experiencias de economía social.
Para cerrar este recorrido, entre septiembre y octubre de 2009 se crean dos dispositivos que buscan intervenir en la pobreza a través de dos estrategias. En septiembre de 2009, Alicia Kirchner continuaba como autoridad responsable del MDS en la nueva gestión presidencial, a cargo de Cristina Fernández de Kirchner. La ministra, sosteniendo que “la mejor política social era el trabajo” y que era esa la vía de inclusión a la que apostaba el gobierno17, implementó el “Programa de Ingreso Social con Trabajo” (PRIST, conocido como “Argentina Trabaja”) con el objetivo de promover “el desarrollo económico y la inclusión social, a través de la generación de nuevos puestos de trabajo genuino, con igualdad de oportunidades, fundado en el trabajo organizado y comunitario, incentivando e impulsando la formación de organizaciones sociales de trabajadores”, tal como reza en su presentación. Apenas un mes después, administrada desde la Administración Nacional de la Seguridad Social (ANSES), se estableció la Asignación Universal por Hijo para Protección Social, una transferencia mensual en concepto de asignación familiar, condicionada y no contributiva, destinada a los hijos/as de trabajadores desocupados y a hijos/as de padres ocupados en el denominado “sector informal” con ingresos inferiores al salario mínimo, vital y móvil, como subcomponente del sistema de Seguridad Social.
Así como el PJJHD fue objeto de numerosos trabajos desde diferentes ópticas, estos dispositivos lo serán también. En relación con su inclusión como “programas de lucha contra la pobreza”, el “Argentina Trabaja” (luego también “Ellas Hacen”, destinado específicamente a mujeres) se inscribe en la línea de economía popular que se había inaugurado en el MDS como una vía de intervención frente a la pobreza asociada a la falta de oportunidades en el mercado de trabajo formal. En el caso de la AUH, fue considerada por distintos autores como un cambio de paradigma o al menos como un giro en la política social de la Argentina, aun desde miradas críticas de varios de sus principios y ejes de intervención. En esa línea, y si bien este dispositivo queda fuera del recorte establecido en este trabajo, cabe sí mencionar que no se trata de un programa, con fecha de caducidad, sino de un componente de formas de asignaciones familiares, una modalidad ya consolidada en el sistema de protección nacional desde 1957, exponente del debate keynesiano fordista. Y en relación con los vectores que planteamos en este artículo, la AUH marcó un hito en los estudios en varias direcciones. Se relacionó con los interrogantes de género y de reconocimiento de derechos, en clave con los dos paradigmas argumentativos que han articulado el campo de estudios con matriz normativa (Zibecchi y Paura 2017); recuperó la noción de interrupción de la transmisión intergeneracional de la pobreza y puso el foco en las familias como destinatarias (Paura 2013); puso en revisión los debates sobre el clientelismo y las relaciones de politicidad a nivel territorial, increpó las lecturas sobre la discrecionalidad de las burocracias de calle que median entre los pobres y “el Estado” (Arcidiácono 2017) y abrió renovadas lecturas a la luz del protagonismo de nuevas funciones de las burocracias especializadas, como el caso de la ANSES18.
Este es un punto para interrumpir el recorrido por las formas institucionales adoptadas. Entre las Cajas Pan, el PJJHD y la AUH podrían reconocerse importantes variaciones de las formas de intervenir frente a la pobreza y, como decíamos, estas variaciones expresan también disputas en las definiciones del fenómeno, locales y transnacionales.
II. Los programas de lucha contra la pobreza. Transformaciones y persistencias
Los programas focalizados “de lucha contra la pobreza”, luego denominados “de primera generación”, aplicados con variaciones nacionales en los países de América Latina, estaban dirigidos a “poblaciones objeto” claramente delimitadas, se caracterizaban por su desarticulación y desvinculación de otras modalidades de intervención y por proveer bienes y recursos de distinta índole, desde bonos para la adquisición de alimentos hasta talleres de formación de microemprendedores19. Entre los programas dirigidos a las familias, se podían distinguir los de atención a la niñez y otros destinados a la atención a la vejez, por ejemplo.
Estas operaciones adquirieron formatos similares en los distintos países latinoamericanos, incluso parecidos a los aplicados en otros continentes y podrían reconocerse variaciones relativamente estandarizadas (Paura 2017). Cecilia Pérez Díaz (2007), experta y funcionaria durante los gobiernos de Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, sostiene que en el tratamiento de las políticas sociales orientadas a la superación de la pobreza se pasó, desde fines de los 90, de una noción de beneficiario como genérico y pasivo, a un esfuerzo por identificar a los miembros de las familias a partir de una fuerte segmentación, etaria en algunos casos (mayores de 65 años, niños), territorial, étnica, por sexo o por estratificación social. Pero, enfatiza, este esfuerzo se apoyaba en un diseño de políticas generalmente dirigidas a los miembros de la familia los que, individualmente, se debían relacionar con el aparato público en lógicas de fuerte segregación familiar (sólo mayores de 65 años; binomio madre-hijo, sólo varones, etc.) y hasta de exclusión de servicios o prestaciones para algunos integrantes de la familia (en ciertos casos en que sólo podía entregarse un beneficio por familia aunque hubiesen otros causantes del mismo). El criterio no estaba vinculado sólo con estrategias de focalización con un amplio nivel de sofisticación sino que reflejaban también una lectura compartimentada, estática, homeostática de la familia y de los sujetos de atención del Estado. En este modelo, las mujeres: adultas, trabajadoras pero “inempleables”, expertas cuidadoras y “con mucho tiempo disponible”, con pocos recursos y casi nada de poder se convirtieron en las interlocutoras privilegiadas de las burocracias.
Según Pérez Díaz, los programas como Chile Solidario20, Oportunidades en México, Fame Zero en el Brasil, Familias para la Inclusión en la Argentina y otros similares en la región, que comparten el rasgo de la transferencia monetaria condicionada (PTC), establecen un giro radical al considerar a la familia como sujeto de intervención y a sus miembros como sujetos individuales y titulares de derechos.
En efecto, a partir del cambio de milenio se habilitará más o menos aceleradamente en todos los países de América Latina, y en el contexto de los gobiernos progresistas o del giro a la izquierda21, la opción por los programas de transferencias monetarias no contributivas y condicionadas otorgadas generalmente a las madres buscando promover el capital humano de las familias y particularmente de sus miembros más jóvenes para romper con la transmisión intergeneracional de la pobreza.
En esta dirección, en la Argentina las familias pasan a ser reconocidas en el discurso público estatal como una instancia privilegiada frente a la multidimensionalidad de la pobreza, como la vía clave para romper con su transmisión intergeneracional. Más allá de las experiencias programáticas stricto sensu, estos rasgos incluyen a la AUH, en una intersección entre las asignaciones familiares de antigua data y las transferencias no contributivas.
Esta tendencia fue acompañada y fortalecida por los organismos multilaterales de crédito como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) y los de las Naciones Unidas. Tanto la Comisión Económica para América latina y el Caribe (CEPAL) como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) han desarrollado líneas de trabajo que contemplan la problemática y realizan recomendaciones sobre la forma en que las políticas públicas debieran implementar modalidades de intervención que consideren la heterogeneidad de las familias de modo de captar mejor las necesidades diferentes y plantear respuestas acordes (Paura 2013).
¿Cómo entender estos desplazamientos en las definiciones, principios y recomendaciones en relación con la intervención frente a la pobreza a través de programas? Barba Solano (2007) sostiene que en el contexto de hegemonía neoliberal, frente a la creciente proporción de familias en situación de pobreza e indigencia en la región y al fracaso de las recetas implementadas hasta mediados de los años 90, los organismos internacionales como el Banco Mundial, el BID, el PNUD y la CEPAL comenzaron a reconocer, como muestra de cierto ejercicio reflexivo, “la multidimensionalidad de la pobreza” y a otorgar centralidad a las familias en la posibilidad de romper con su transmisión intergeneracional. Las familias se definieron de este modo como espacio privilegiado para nuevas formas de intervención social. En particular, dice el autor, el Banco Mundial realizó este ejercicio de reflexividad a partir del Informe sobre el desarrollo Mundial de 1990. Como una revisión de prácticas a la luz de nueva información, a lo largo de los años 90 el organismo realizó algunas modificaciones a sus propuestas en función de los retos que la realidad económica y social planteaba a sus estrategias, sin que esas modificaciones alteraran los principios, sino que matizaron, refinaron o complementaron los lineamientos vigentes.
Así como el “Informe sobre el Desarrollo Mundial” del Banco Mundial en 1990 dio lugar a un giro hacia el principio del “capital humano de los pobres”, se pueden reconocer otros hitos o tendencias. A nivel paradigmático, la orientación socialdemócrata de la CEPAL a partir de 2000, apoyada en la noción de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Barba Solano 2007), constituye un encuadre normativo de los trabajos producidos por los consultores de ese organismo. Entre los ejes de clivaje se marca el reconocimiento de la feminización de la pobreza que convirtió a las mujeres jefas de hogar en uno de los destinatarios privilegiados de los programas anti pobreza (Cortés 2008).
Estos desplazamientos y otros debates contribuyeron a instalar el ciclo de las transferencias monetarias en la región. La “CCT wave”, dice Barba Solano (2016), usando una expresión del Banco Mundial, no ha sido de generación espontánea: se ha constituido una vigorosa “comunidad epistémica”, en términos de Haas, que comparte visiones comunes en torno a la pobreza y a las políticas que se requieren para enfrentarla (Martínez Franzoni y Voorend 2011), que sostiene un lenguaje común o código, en el marco de un paradigma de política pública que se apoya en la utilización “eficiente” de los recursos o la focalización, la inversión en capital humano y la evaluación estricta de resultados. El “éxito” de estos programas ha sido respaldado por evaluaciones, sobre todo a través de procedimientos estadísticos rigurosos, señala el autor. Al mismo tiempo, los actores nacionales, participantes a su vez en las comunidades o redes epistémicas y en la coalición transnacional de las políticas centradas en las transferencias monetarias, han ido generando sus propias “coaliciones promotoras” (Sabatier y Weible 2007, en Barba Solano 2007).
A modo de síntesis, la transferencia en dinero a las familias en situación de “vulnerabilidad social”, la definición de las familias como destinatarias, las condicionalidades (luego planteadas como “corresponsabilidades”), el carácter no contributivo de estos beneficios y la titularidad de las mujeres representan “una innovación” de las últimas décadas en las formas de intervención en los países latinoamericanos (Paura 2017). Se pasó de la focalización en individuos vulnerables y del “subsidio a la oferta” o del subsidio mediante “bonos” a las transferencias monetarias a las familias, manteniendo el principio de “combatir la pobreza” o de “romper con su circuito de reproducción intergeneracional” atendiendo a los pobres, con estrategias segmentadas.
III. Categorías en revisión y proliferación de marcos institucionales. La pobreza como problema de estudio
En este apartado haremos referencia a dos dimensiones imbricadas. Por un lado, registramos los cambios en las disciplinas sociales, la circulación de investigadores, estudios y categorías de análisis y la renovación de las preguntas de investigación. Desde las últimas décadas del siglo XX se registran mutaciones de índole teórico metodológico en las disciplinas científicas y la existencia de paradigmas alternativos en el campo de las ciencias sociales. La revisión de las categorías macro (sociedad, capitalismo) como únicas lentes para leer los procesos y fenómenos sociales22, cierta flexibilización de las categorías, la pluralidad y la combinación de metodologías más allá de las reificaciones disciplinares de las ciencias sociales (entre la sociología, la antropología, la ciencia política) fueron todos factores que impactaron en el estudio de las políticas sociales.
Al mismo tiempo, en una dimensión político-institucional, el campo académico argentino registró cambios significativos a partir del restablecimiento de la democracia, marcado por el retorno del exilio de muchos investigadores y la renovación en las estructuras universitarias de las ciencias sociales. La permeabilidad frente a las líneas de investigación que se venían desarrollando en países de Europa y en los Estados Unidos estimuló el desarrollo de nuevos abordajes que daban cuenta de cierto proceso de hibridación en las disciplinas sociales o de intercambios interdisciplinares.
En nuestro medio, como señaló Gabriel Kessler (2003), la hiperinflación de 1989 marcó un punto de inflexión que hizo visibles los cambios que se estaban registrando en la estructura social argentina, que se profundizarían en los años noventa. En ese escenario, dice el autor, la confluencia entre la disociación entre la cuestión política y la cuestión social en el marco de la transición democrática, la renovación de las disciplinas académicas y de las carreras universitarias y el encuentro de las tradiciones intelectuales locales y el debate internacional, el creciente número de consultorías sobre lo social ligadas a los programas focalizados con financiamiento de los organismos multilaterales de crédito, junto a los cambios en la estructura social, implicaron la complejización de la investigación social23. Si bien, como indica Kessler, algunas transformaciones que se estaban registrando en los años 90 no fueron vistas a tiempo y en muchos casos las categorías de análisis empleadas en las investigaciones habían perdido sensibilidad para captar las metamorfosis que se estaban produciendo, algunas investigaciones de la época muestran como simultáneamente se abrían líneas de análisis que buscaban interpretar cómo se manifestaban las transformaciones macrosociales a nivel microsocial. Por ejemplo, se recuperó el concepto de estrategias familiares24 -de viejo cuño y larga tradición- para el estudio de los programas de lucha contra la pobreza con el propósito de aprehender el mundo de prácticas en torno a los planes que llevan adelante las familias (estrategias de sobrevivencia de las familias beneficiarias, estrategias de cuidado, estrategias alimentarias de las familias, etc). Por su parte, nociones como capital social generaron debates en torno a su uso tanto en el campo académico25 como en el campo político. Estas categorías convivieron con otras como capacidades estatales y con renovaciones metodológicas que apuntaban a valorar la investigación cualitativa a nivel micro social y a dar voz a ‘los de abajo’. Estos postulados serán asumidos también por investigaciones que incorporan al estudio de los programas la perspectiva de sus “beneficiarios”, como una herramienta eficaz para su evaluación, para la construcción de las categorías cómo la de “necesidades básicas” y la rediscusión de otras categorías impuestas por los organismos internacionales y para revisar supuestos sobre el conocimiento o desconocimiento de los receptores sobre los criterios y beneficios de los dispositivos asistenciales26.
Los vínculos entre los investigadores nacionales y los internacionales, la circulación de trabajos de autores argentinos en seminarios más allá de las fronteras y la publicación de obras extranjeras en nuestro medio favorecieron la discusión sobre conceptualizaciones y categorías que, como las de nueva cuestión social, exclusión, vulnerabilidad, desafiliación, tomadas de obras emblemáticas como las de Robert Castel, Serge Paugam, Pierre Rosanvallon, se aplicaron más o menos críticamente entre los estudiosos locales y/o se “tradujeron” para pensar los problemas de investigación vernáculos.
En esa configuración, la misma definición de pobreza fue mutando ya no sólo como problema de gobierno sino como problema de investigación. Y se fortalecieron ciertos vasos comunicantes entre los espacios de conocimiento científico y los de gestión27.
La creación desde 1989 y mediados de la década de 1990 de varias universidades públicas en el Conurbano Bonaerense: la Universidad Nacional de La Matanza (1989), Quilmes (1989), General San Martín (1992), General Sarmiento (1992), Lanús (1995) y Tres de Febrero (1995) sin duda expandió las fronteras de producción de conocimiento, al tiempo que se instituía un sistema de evaluación universitario a través de una entidad estatal autónoma e independiente del gobierno, la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU), responsable de monitorear esa expansión28.
Esa nueva generación de universidades generó espacios propicios para el desarrollo de las nuevas líneas de investigación y, en muchos casos, fueron estas casas de altos estudios las que promovieron la visibilización de los procesos de cambio social en sus territorios (Paura y Zibecchi 2014)29. Más recientemente se crearon otras nuevas universidades en diversas regiones del país. Entre ellas, en el Conurbano Bonaerense y en 2009, la Universidad del Oeste, Moreno, José C. Paz, Avellaneda y Arturo Jauretche. También desde estos espacios se multiplicaron las investigaciones dedicadas al análisis de experiencias programáticas. Por ejemplo, por la coincidencia temporal, muchas de estas indagaciones abordan los procesos de implementación de la AUH, del PRIST “Argentina Trabaja” o de “Ellas Hacen”, a los que ya hicimos referencia.
La combinación de estas tendencias y reconfiguraciones institucionales y disciplinares operaron en los estudios de políticas sociales y establecieron condiciones de permeabilidad para reconstruir la ligazón entre los diseños y la implementación de los programas asistenciales en “el territorio” como locus privilegiado de politicidad y en entramados complejos y multiformes de actores e instituciones.
IV. El otro patrimonio: paradigmas argumentativos en torno a los programas de “lucha contra la pobreza”
De manera concomitante a la elaboración de la producción bibliográfica proveniente del campo académico comenzarán a circular una serie de estudios -muchos de ellos elaborados por investigadores locales a través de consultorías en organismos internacionales- que pondrán el foco de su análisis en el diseño, en los marcos normativos y en la propuesta programática de los PTC, en particular PJJHD y del PF, antes descriptos. Así, serán objetos privilegiados de evaluación por parte de estos estudios la definición de población objetivo, la titularidad del beneficio, la lógica de las condicionalidades y contraprestaciones de estos programas. Además, esta producción hará énfasis en el análisis de ciertas concepciones subyacentes en la “letra” y en la retórica los programas -en relación con el género, los supuestos sobre las familias, la construcción de la categoría “receptor”, “beneficiario”, entre otros aspectos-, atendiendo principalmente a su normativa y diseño programático.
En forma simultánea a la elaboración de esa producción -y a través de ella en sus diversos “formatos” (papers, documentos de difusión, documentos de consultoría, artículos- comenzarán a circular en el campo académico, pero también político, ciertos “paradigmas argumentativos” aceptados como autorizados (Fraser 1991). Estos paradigmas serán un esquema conceptual desde donde se constituirán discursos expertos con la capacidad de expresar demandas (lenguaje de derechos, interpretación de necesidades e intereses de “las mujeres”, “los pobres”, “los grupos desaventajados”) y que serán acompañados por una terminología específica30.
Más específicamente, existen dos paradigmas que adquirieron centralidad en el campo de las políticas sociales: el paradigma de género y el paradigma de los derechos humanos y de los derechos económicos y sociales (DESC). Esta expansión agregó lecturas de pretensión normativa al mismo tiempo que contribuyó -también siguiendo a Fraser (2008)- a definir las políticas sociales en clave no sólo de principios de redistribución sino de reconocimiento. Es decir, las políticas -en este caso, de “lucha contra la pobreza”- no serán examinadas únicamente atendiendo al conflicto distributivo entre clases sociales de matriz socioeconómica sino que también se considerarán otros conflictos de matriz cultural reconociendo tensiones como las de género e inclusive, para el caso de algunos países de América Latina, también las étnicas.
Así, la perspectiva de género se constituirá en un instrumento técnico-analítico-político con fuerte capacidad de intervención -ampliamente difundido- que cobrará protagonismo, en particular, pero no únicamente, en el ámbito de los organismos internacionales. Dicho instrumento se adjudica la capacidad de visibilizar y actuar contra diversas situaciones de discriminación de las mujeres, identificar necesidades e intereses de las mismas, y se propone acompañar a un objetivo ético-político (equidad social y equidad de género)31. El enfoque o perspectiva de género, como veremos a continuación, también entrará en diálogo con otros instrumentos teóricos analíticos y con categorías de análisis con capacidad performativa para producir acciones específicas como visibilizar grupos e incidir en materia pública, entre otras.
En este sentido, también estos años serán testigos de la construcción del enfoque de derechos que surge como nexo entre las perspectivas de análisis de las políticas públicas y el andamiaje jurídico de los derechos humanos32. El enfoque constituye un marco conceptual teórico y analítico para fundar normativamente el proceso de desarrollo humano en principios y estándares internacionales, operacionalmente dirigido a respetarlos, protegerlos y satisfacerlos33. La utilización de este instrumento analítico aplicado al estudio a la política social dará cuenta de que, en muchos casos, se incorporó -y poco más que eso− cierto discurso de derechos en las viejas intervenciones sociales que se plasman en programas sociales asistenciales. En esta línea, Abramovich y Pautassi (2006) destacan que estos constituyen una “segunda generación” de programas que se caracterizan por ser nuevas versiones de antiguos programas de “combate a la pobreza”, con una apuesta mayor por dejar en claro la idea de derechos pero con prácticas focalizadas que distan de ser propuestas de políticas universales. Además, dicen los autores, al prestar especial atención a estimular la formación del capital humano y social introducen una mayor corresponsabilidad de la propia población destinataria.
En su esfuerzo por establecer relaciones entre el campo de los derechos humanos, el género y los principios que suelen prevalecer en el diseño de los programas sociales, ambos paradigmas darán lugar no solo a discursos expertos sino también a una terminología específica que formará parte de la actividad de incidencia de organizaciones de los derechos humanos, organizaciones de la sociedad civil e inclusive del propio Estado. Así, términos tales como el empoderamiento y la participación de los “grupos desaventajados” ocuparán en esta matriz discursiva un lugar central y protagónico.
Más particularmente, en relación con la participación se sostiene que es un principio medular que puede ser precisado por su vinculación con el ejercicio de determinados derechos civiles y políticos, y en especial con las definiciones sobre el contenido y alcance de algunos de estos derechos en las instancias de protección internacional de derechos humanos34. En relación con los PTC, se observa la relevancia de que estas instancias de participación ya se encuentren consideradas en el diseño de los programas y en los mecanismos de evaluación, incorporando, por ejemplo, la opinión de los destinatarios: “Toda aquella participación y opinión de los receptores es fundamental a los efectos de mejorar el desarrollo de cada uno de los programas, constituyendo un insumo fundamental en el diseño de políticas y programas sociales” (CELS, 2007: 36).
Por su parte, el empoderamiento será un término privilegiado que formará parte del lenguaje específico de estos paradigmas para evaluar el impacto que han tenido los PTC en estos “grupos desaventajados”, en particular, para el caso de “las mujeres”. A la luz de dicho término se observa que los resultados son disímiles y dependen de los contextos, de las características de cada programa y de las formas que van adoptando en los territorios (Rodríguez Enríquez 2011, 2012). Según estas perspectivas, dependiendo del caso, entonces, los PTC pueden tener implicancias positivas en el empoderamiento individual y en el empoderamiento colectivo de las mujeres a través de los espacios de intercambio que proponen (talleres, encuentros, contraprestaciones, etc.)35.
En síntesis, a la luz de estos paradigmas argumentativos, sus principios y su vocabulario específico, los programas de “lucha contra la pobreza” serán evaluados desde contextos institucionales diferentes: centros de investigación y de políticas públicas, áreas del Estado involucradas en el diseño y la implementación, organizaciones de la sociedad civil, organismos internacionales. Dichas evaluaciones, con un fuerte contenido normativo y propositivo, pondrán el eje de discusión en aspectos diversos: las limitaciones de diseño en relación con la permanencia de las condicionalidades, el género, la perspectiva de derechos de niños y niñas; la enunciación y condición efectiva de los derechos para la “inclusión social” -que se propone desde la retórica de algunos de los planes36−; el alcance en términos de cobertura y los mecanismos de reglamentación, entre otros.
V. A modo de cierre. Procesos concurrentes y estudios sobre los dispositivos de lucha contra la pobreza
El recorrido efectuado en este trabajo pretendió identificar transformaciones y procesos sociales, institucionales y estrictamente en el campo académico que acontecieron de manera simultánea y que impactaron en la revisión de las agendas de investigación sobre los programas de “lucha contra la pobreza”.
Presentamos como se consolida un campo de estudio vinculado con los programas “de lucha contra la pobreza” acompañado con una prolífica producción de saberes expertos37 que intervendrán en diversos planos, no sólo con un patrimonio centrado en la producción académica, sino también permeando en la formación académica y de profesionales que intervendrán en diversas áreas de la administración pública asistencial -a través de programas de enseñanza específicos en grado y en posgrado- y en los discursos políticos en torno a la pobreza y a los programas sociales destinados a su “combate”. Este conocimiento y esta experiencia particular -la expertise− tendrán capacidad para construir nuevos saberes y problemas de investigación -que buscarán nuevas teorías y estrategias metodológicas− y también para elaborar un discurso -con enunciados performativos− que se traducirá, de modos diversos, en dispositivos concretos orientados a la acción política.
Este discurso experto, con enunciados performativos, un vocabulario específico y apoyado en nuevos paradigmas de argumentación -particularmente de género y derechos sociales− intervendrá en los programas sociales de “lucha contra la pobreza” y en el campo político administrativo en el que se despliegan esos instrumentos. Así, desde marcos normativos se impondrán orientaciones políticas que intentarán disminuir los sesgos y los mecanismos de discriminación presentes en esos dispositivos de intervención estatal. Basta con observar, como ejemplo, el potencial político que ha tenido el enfoque de derechos que ha habilitado -junto con otros factores convergentes− la aplicación de esa lente para analizar programas sociales a la luz de los estándares internacionales para los estados en materia de DESC (contenido mínimo de los derechos; igualdad -no discriminación y protección de grupos en situación de vulnerabilidad, participación y acceso a la justicia, entre otros).
Por otra parte, la constitución de un campo de estudio vinculado con los programas de “lucha contra la pobreza” contribuyó no sólo a reconocer el fenómeno fáctico de la emergencia de esta variante de programas, sino que también constituyó un referente para analizar otras temáticas relacionadas, que ayudaron a reconocer la complejidad de los entramados vinculados a la pobreza y a los propios dispositivos.
El fenómeno de la implementación de programas “de lucha de la pobreza” a nivel local abrió una nueva manera de observar el espacio territorial, insumo central para las investigaciones que se propusieron indagar sociabilidades, acciones y lógicas de intercambio de diversos actores “de lo local”, individuales y colectivos. Es decir, los programas como objeto de indagación privilegiado dieron apertura a un gran abanico de abordajes y de construcción de objetos de estudio, en la medida en que habilitaron la comprensión de lógicas de acción, de intercambios (de planes, de dinero, de favores, de moral, de autoridad), de construcciones identitarias, de subjetividades y socialibilidades que permitieron, entre otros efectos, definir a las mujeres como mediadoras y/o beneficiarias de estos programas sociales, a los punteros, a los referentes barriales y a los propios movimientos sociales y organizaciones territoriales como “actores de lo local”. A su vez, el espacio territorial se transformó en un prisma para observar cómo el Estado -a través de estos programas y de otros instrumentos de intervención− establecía fronteras y constituía al “territorio” como un objeto de gobierno, posible de medir y de intervenir, al igual que sus poblaciones “beneficiarias”.
Estos años de investigación también han sido testigos de intercambios y desplazamientos entre los objetos de estudio y las estrategias metodológicas de las ciencias sociales que resultaron maridajes con un importante potencial heurístico para el estudio de los programas sociales de “lucha contra la pobreza”. En particular, se observa un sostenido proceso de intercambios interdisciplinares. Así, tanto desde la Antropología como desde la Sociología Etnográfica -si se permite la delimitación-, fueron cobrando interés las microsociologías y etnografías sobre el Estado, sobre los procesos de organización inscriptos en los territorios, en sus contextos sociales y condiciones de vida, sobre las burocracias asistenciales, abordajes que dieron lugar al estudio de aquellos “nuevos actores” interpelados por los programas (movimientos sociales, destinatarios y “beneficiarios, “mediadores”, “burócratas de la calle”) e, inclusive, al mismo Estado. En estos intercambios se hizo posible, por ejemplo, discutir desde los estudios etnográficos con una vasta bibliografía sobre los movimientos piqueteros que tiende a aislarlos como unidad y objeto de análisis, para señalar que en esos casos prevalecen supuestos de una “sociología de las organizaciones” o “sociología de los liderazgos”. En oposición a esta postura, algunas investigaciones toman como sujeto de análisis a las propias actividades de los llamados movimientos piqueteros, buscando inscribir esa participación en otras dimensiones de la vida social en que ellas están inmersas38.
En estas interesantes confluencias disciplinares -entre la micro sociología y la antropología de corte más etnográfico- también lo territorial se transformará en un universo de sentido que permitirá explicar el modus operandi de estos actores y en un recorte metodológico en el cual se asentarán las investigaciones empíricamente orientadas. Lo territorial, entonces, será un recorte espacial -geográfico− que permitirá una estrategia de trabajo de campo -una cuestión metodológica− pero también una forma de construir los objetos de estudios -una cuestión epistemológica−. De modo que lo territorial se constituye como universo de sentido sin el cual resulta erróneo -si no imposible− comprender cómo actúan estos nuevos actores “de lo local”.
Los territorios, en calidad de espacios de interacción, serán diversos, nuevos y originales. En efecto, en esta nueva relación entablada entre estos actores individuales y colectivos (“beneficiarios y beneficiarias”, movimientos sociales, mediadores, punteros) y el Estado -a través de los programas como mecanismos de intervención estatal y sus burocracias especializadas−, los territorios serán el barrio39, los municipios, los centros de salud, las escuelas, y las “ventanillas” de la burocracia asistencial donde interactúan todos estos actores cotidianamente.
Esta suerte de hibridación también dará lugar a una nueva mirada sobre “el Estado y los estados” (nacionales, provinciales y municipales). Es decir, a partir de la confluencia de perspectivas disciplinares y estrategias metodológicas diversas se habilitaron lecturas microscópicas de las áreas estatales, que abrieron preguntas y agendas de investigación que contribuyeron a dar cuenta de la complejidad del Estado en sus niveles y sus agencias y, en particular, sobre los procesos de implementación de los programas sociales (Paura y Zibecchi 2014). En ese marco, algunas propuestas sitúan las investigaciones sobre el Estado -en términos conceptuales y empíricos− en sus niveles más capilares y mundanos, en los “encuentros burocráticos”40 aparentemente banales. Siguiendo esta premisas metodológicas se encuentran trabajos que destacan que los programas sociales se “hacen” en diversas escenas, dónde resulta preciso revisar otros puntos de observación para captar cómo diversos actores (“burócratas de la calle”41, beneficiarias de programas sociales, “manzaneras”, referentes territoriales) median, resignifican y recrean la política social42.
Este fenómeno de hibridación o intercambio entre ciencias sociales convergió y colaboró en la constitución del nuevo campo de investigación y, a su vez, se vio fortalecido a través de la consolidación de este mismo campo. En este proceso y en interesantes confluencias disciplinares -con sus aportes teóricos, epistemológicos y también metodológicos− se ha elaborado un saber muy específico: una crítica al conocimiento convencional -tradicional− de la forma de entender los entramados de la política social que ha ignorado, invisibilizado o sesgado la vida de muchos actores que constituyen este entramado y también fenómenos asociados a ellos. A su vez, y de manera recursiva con dicha crítica, esta hibridación reconstruyó un conocimiento especializado y experto, realizado entre distintas disciplinas43.
Si bien no fue objeto particular de nuestra revisión, no se puede dejar de destacar que todos estos procesos que abrieron la posibilidad de que se consolidará el nuevo campo y también una nueva agenda de investigación estuvieron acompañados por la construcción de nuevos instrumentos de análisis, la revisión de categorías, la selección de metodologías. En lo que respecta a cuestiones metodológicas más estrictas, la perspectiva etnográfica, la mirada microsocial, los estudios de caso y la reconstrucción de biografías permitieron revisar supuestos para reinterpretar otros mundos de sentido en torno a la pobreza. Se observa, en esa dirección, una interesante confluencia entre la tradición de investigación cualitativa y el campo de investigación sobre programas sociales desde una perspectiva de género y/o feministas. La posibilidad de disponer de herramientas cualitativas otorgó a este campo de investigación imaginación para formular preguntas y “echar luz” a temas invisibilizados, negados. Fueron las entrevistas en profundidad, el estudio de las trayectorias y biografías femeninas, las etnografías, los estudios de caso, las estrategias metodológicas cualitativas para habilitar estas lecturas y hacer inteligibles fenómenos antes invisibilizados y/o estudiados desde enfoques androcéntricos que también habían permeado el campo de las políticas sociales.
Para finalizar, presentamos un listado no exhaustivo de los aportes que identificamos en nuestra indagación. En primer lugar, gran parte de esta producción académica dará lugar a un vocabulario específico que intentará hacer inteligible la presencia de las mujeres en calidad de principales destinatarias de los programas de “lucha contra la pobreza” pero también como protagonistas, con sus propias prácticas, estrategias y subjetividades involucradas. Así comenzarán a circular por el campo académico -que pronto establecerá sus vínculos con un campo político- una terminología específica feminista vinculada con la “perspectiva de género”, la “feminización de los programas sociales”, la “ceguera de género” de estos programas asistenciales y su “falsa neutralidad de la política pública en las relaciones de género”44.
Se revisaron también preconceptos originados en el sentido común académico que se vincularon con la importancia de no reducir el universo de sentido de las organizaciones de desocupados a la protesta “solo por los planes”, para dar cuenta del despliegue de un conjunto de acciones hacia el interior de las organizaciones y de los barrios que delatan modos de asignación y distribución de recursos vinculados a los programas, relacionados con vivencias y sociabilidades en torno a la pobreza, rica en símbolos y significados45.
Se elaboraron nuevas lecturas sobre el Estado -y los estados− ampliando la discusión alrededor del carácter limitante de ciertas perspectivas “estado céntricas”. Se habilitó así el reconocimiento de la heterogeneidad y complejidad del Estado, la presencia de los múltiples actores estatales, la diversidad de los roles y de las representaciones y los mapas cognitivos de los funcionarios de diferente jerarquía, entre ellos los “burócratas de la calle”. También resulta estimulante recuperar el potencial hermenéutico de las distintas disciplinas para poder problematizar las explicaciones cerradas apriorísticamente, que parten de lecturas todavía monolíticas del Estado que reconocen las tensiones y contradicciones en las esferas estatales de escala nacional pero que, en muchos casos, han permanecido ciegas a las particularidades que asumen esas cuestiones en otras escalas territoriales/institucionales. En este sentido, el estudio de las capacidades estatales en torno a estas nuevas miradas en torno los Estados permitió reconocer las complejas redes de actores, normas, experiencias y recursos estatales46. Por otra parte, se observa el aporte teórico y metodológico que permite aprehender a los diseños de las políticas -en este caso, los programas de “lucha contra la pobreza” - como etapas extendidas en el tiempo, tomando distancia de concepciones que suponen coherencia, racionalidades lineales o incluso tienen visiones totalizadoras sobre el Estado, los gobiernos y sus burocracias47.
Otro de los aportes que valoramos es el abordaje crítico de los estudios sobre el fenómeno del clientelismo y el uso instrumental de los programas “de lucha contra la pobreza”, rediscutiendo viejas categorías de análisis. Parte de este legado fue dar cuenta de que tales investigaciones suelen desatender el conjunto de creencias, presunciones, estilos, habilidades, repertorios y hábitos que acompañan ese intercambio en el encuadre de los programas y que son tan importantes como el objeto que se intercambia, que son tan constitutivos de “la política” como otros aspectos de la misma (diseño, población objeto, etc.)48.
En fin, la revisión de estas confluencias y de las relaciones analíticas, prácticas, discursivas desplegadas en torno a los programas de “combate a la pobreza” y al reconocimiento mismo de la pobreza como problema multidimensional ha sido una oportunidad para revisitar la producción académica argentina, para encontrar algunas de las claves de su expansión y para entender ciertos vínculos entre conocimiento y políticas públicas.
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Notas