Resumen: El artículo aborda un fragmento –la serie de las Antropologías– de los escritos de Oscar Bracelis, a veinte años de su muerte. Figura excéntrica de las instituciones tradicionales, sería desde los 60, un intelectual de referencia y un activador de redes de pensamiento y acción en el campo “cristiano-ecuménico- liberacionista” y de la Educación Popular. De una cantera que permanece en gran parte inédita, se recorta y comenta una serie que circuló restringidamente como “material de estudio y debate” entre la militancia de resistencia en la última dictadura. El material, además de la evidencia de uno de los circuitos de disidencia intelectual y política al régimen que se sostuvieron en la provincia, testimonia una pequeña parte de un patrimonio que está a la espera de indagación: el de la militancia intelectual mendocina de la segunda mitad del siglo XX.
Palabras clave:intelectualesintelectuales, pensamiento cristiano pensamiento cristiano, ecumenismo ecumenismo.
Abstract: The present article addresses a fragment –the series of Anthropologies- from Oscar Bracelis’ writings, twenty years after his death. An eccentric figure from traditional institutions, he would be regarded, since the 60’s, as an intellectual referent and an activator of action and thought networks in the “Christian- Ecumenic-Liberationist” area, as well as in the field of popular education. A series from a source that remains largely unpublished, and which has restrictedly circulated as ‘a study and debate material’ among the resistance militancy in the last dictatorship, is cut and commented in this article. The material, besides evidencing one of the circuits of intellectual and political dissidence of the regime which was supported in the province, also testifies a small part of a heritage which still awaits investigation: that of the intellectual militancy of Mendoza from the second half of the twentieth century.
Keywords: intellectuals, christian thought, ecumenism.
Estado y movimientos sociales en nuestra América
RELEER UN LEGADO. A PROPÓSITO DE LOS ESCRITOS “HISTÓRICO-ANTROPOLÓGICOS” DE OSCAR BRACELIS
Re-reading a legacy. Concerning the historical and anthropological writings of Oscar Bracelis
Recepción: 29 Junio 2017
Aprobación: 24 Octubre 2017
El 22 de mayo de 2017 se cumplieron veinte años de la muerte de Oscar Bracelis, más conocido como Braquio en su entorno más cercano y no tan cercano1. Es un largo tiempo en silencio. Como sea, propongo comenzar la retrasada tarea de traerlo de nuevo a estar entre nosotros.
Un ejercicio digno nos ha parecido recuperar algunos de sus escritos. Hace ya un tiempo Lucía –su hija menor– nos entregó un conjunto de ellos en una caja rotulada “Antropología-Historia”. Ciertamente –y en esto coincidiremos seguramente amigos y discípulos– es imposible reducir su producción a un “orden disciplinar”. Por otra parte, tan lejos de los propósitos de un intelectual que siempre puso en duda las clasificaciones académicas. Quizás, el “criterio de archivo familiar” tuvo en mente los espacios en los que esos textos habían constituido materia prima de pensamiento y debate, a la par que orientaban una práctica: la del equipo de formación política de la Fundación Ecuménica (FEC) que crearía y desarrollaría el Centro Ecuménico de Documentación y la Biblioteca2. El criterio familiar me resultó atinado y agradezco desde ya la confianza.
En esa caja llegaron tres conjuntos de papeles que en su momento fueron proyectos en ciernes y tuvieron diferentes destinos. Dos de esos proyectos vieron la luz y fueron editados. Un tercero quedó en los apuntes. En primer lugar, se trata de la serie que lleva por título “Material para la edificación del hombre nuevo” y está constituida por tres volúmenes: Ensayo de Antropología existencial, el primero; Ensayo de Antropología política, el segundo, y Ensayo de Antropología trascendental, el tercero3. También venían en la caja los manuscritos de la serie “Somos ya mestizos” que se presentara en tres artículos de Alternativa Latinoamericana, la revista que dirigió su amigo Rolando Concatti, de la que formaría parte no solo como un estrecho colaborador, sino como un miembro inspirador. Buscar el rastro fue el proyecto que quedó en apuntes. No podría asegurar que haya quedado en el camino porque fuera el último en pensarse. Probablemente estaba en su imaginación desde mucho tiempo antes del que finalmente se propuso desarrollarlo. Los manuscritos de este último proyecto dan cuenta de lo que parece haber sido una serie sucesiva de diseños artesanales de una idea, que precisaba para su concreción un repertorio tecnológico que estaría disponible solo tiempo después. Una producción audiovisual que enlazara palabras e imágenes de forma atractiva, pedagógica, didácticamente significativa, estéticamente bella, a la altura de la belleza de las ideas que imaginaba. Se puede pensar que no estuvieron a su alcance en el momento en que el proyecto fuera concebido o tal vez otras urgencias pospusieron este proyecto.
Los tres conjuntos de papeles –más allá de la suerte que corrieron– muestran una forma de pensar la producción: un objeto estratégico solo alcanzable a través de una serie encadenada de emprendimientos más humildes y acotados. En efecto, Braquio parecía advertir que cada uno de sus proyectos iba más allá de lo que la prudencia y los recursos de los que disponía hacían aconsejable en el momento de pensarlos. Y en consecuencia, era preciso diseñar la secuencia de resolución, los pasos a dar, para completar el proyecto. Esto último resultaba tanto o más importante que una buena idea inicial. Era también una forma de hacerse responsable de los entusiasmos que solía incitar al presentarlos. La prolija caligrafía con que aparecen anotados en una hoja suelta las frases introductorias de los diferentes proyectos, siempre seguidas de puntos suspensivos y espacios en blanco para agregar comentarios, no puede menos que despertar mi evocación de la forma en que los presentaba en las reuniones de trabajo que semanalmente, durante más de 15 años, compartimos. No se trataba solo de describir verbalmente aquello que conjeturaba. Se trataba de hacerlo casi tangible, de “maquetar” los volúmenes que imaginaba o las imágenes y los textos encadenados de una producción.
La tarea de relectura que me propongo no es simple y conviene advertir que el ejercicio tiene mucho de testimonial. No tiene intención de homenaje, espero dar evidencia. Más bien se propone llamar la atención sobre un fragmento de una cantera de pensamiento –el cristianismo ecuménico liberacionista– de la que Braquio participa dignamente. Por eso mismo la tarea reclama prudencia, austeridad y, en lo posible, distancia. Formas en las que quizás podamos ser fieles al talante de cada una de sus intervenciones, en un tiempo en el compartimos trabajo, ideas, proyecto y sobre todo mucho diálogo. Estuve cerca de él desde los infelices años de la última dictadura hasta su muerte, cuando el neoliberalismo ganaba la disputa y teñía todo el horizonte. Tiempos de resistencia y tiempos de proyectos. Cuando las pasiones filosóficas y políticas parecieron buscar un cauce menos urgente y accidentado que el que había propuesto “la revolución”. Y al tiempo que se volvían menos implacables y más moderadas, reclamaban, sin embargo, convicción, ardor, tenacidad para sobrevivir.
Mi aproximación a esos textos ha sido desigual, como desigual es la estructura de cada uno de ellos. Son textos bien distintos y pensados en diversas coyunturas. También fue diferente la intensidad que establecí –en su momento– con cada uno de ellos, debido a mi formación y mis lecturas. Hoy advierto que, a pesar de esta discontinuidad, mantienen el propósito interpelante, reflexivo y pedagógico que nutre cada uno de los escritos que nos heredara Braquio. En virtud de esta complejidad y atendiendo a los límites razonables para un artículo voy a abordar solamente la serie de las “antropologías”4.
Tengo la impresión que los años transcurridos y la finitud de la memoria han hecho su trabajo y me han puesto a una distancia de los textos que, antes que un obstáculo, es por el contrario, una ventaja. Creo entonces que puedo dar cuenta de una nueva lectura enriquecida por mi trayectoria posterior5. No obstante, el reencuentro, inevitablemente, conlleva la sensación de releer algo conocido y ciertamente valorado. En efecto, me resultan familiares, sin duda, porque tienen la virtud de representar concentrado y condensado un pensamiento con el que me formé y estuve en contacto no poco tiempo. No obstante, soy otra, con un trayecto más largo y con otras perspectivas muy diferentes. Quisiera que esto me permita leerlos despojada de varias de las implicancias que les atribuí en su momento inicial. Al mismo tiempo, ejercitar una lectura respetuosa de su tiempo y de los significados que lo atravesaron.
Los manuscritos de esta serie fueron editados en tres volúmenes por el Centro Ecuménico de Documentación Estudios y Publicaciones (CEDEP) en la colección denominada Ensayos. De la lectura de los primeros no advertimos diferencias con la versión publicada, que circuló restringidamente. En consecuencia, me referiré a esta última versión, que sería la definitiva.
El emblemático título ubica al trabajo en la avenida del pensamiento tercermundista y el diálogo entre cristianismo y marxismo propio de fines de los sesenta y principios de los setenta. Dicho esto conviene advertir notables matices. El talante de los textos apela a una reflexión más doliente que animosa. No hay ni épica, ni triunfalismo. Hay interrogación, dudas y una permanente incitación a pensar aquello que desgarra y lacera las relaciones humanas. Al parecer, el “hombre nuevo” sólo es pensable desde una revolución espiritual profunda, que también entraña dolor y sacrificio.
Es importante subrayar que los tres volúmenes que componen la serie fueron editados en el período de la última dictadura. Es probable que fueran escritos entre 1975 y 1981. Las fechas de publicación –cuando aparecen– o los comentarios en las presentaciones de los trabajos dan cuenta de ello6.
La cita de George Bernanos de Diario de un cura de campaña juega como portada y prólogo de este primer volumen7. Braquio interpela y se deja interpelar por la palabra de un cura, cuya experiencia de vida y servicio han contradicho sus expectativas y sus ideales. Es un hombre pobre, que apenas alcanza a sobrevivir en una parroquia sin recursos. Sin embargo, es capaz de alabar y aprender de quienes tienen una concepción de la vida muy distinta de la suya. Una conjetura posible es que la del “cura de campaña” es la identidad y el anclaje desde el cual Braquio elige presentarse. En cualquier caso, como creyente inquieto y atormentado, que no puede dejar de interrogarse a cada paso sobre el sentido de su vida y de su elección pastoral.
Luego de la cita, y precediendo al título “Paréntesis metodológico” –en el que se dedica a dar cuenta del punto de partida del trabajo, las claves que lo orientan, los objetivos que lo empujan a escribir, la forma que elige para presentar sus reflexiones y el programa editorial que se propone en futuras entregas–, Braquio antepone cuatro páginas que titula “Orientación existencial”. Este apartado no parece tener otro objeto que advertir al lector su punto de partida: antifatalismo, responsabilidad de la acción transformadora, compromiso con una existencia y una “historia en construcción”, con un proyecto y un sentido.
El “Paréntesis” es el recurso para distanciar su trabajo del exclusivo objeto académico. Su propósito es indicar al lector que el texto se propone conducirlo a meditar sobre su “estar en el mundo”, una reflexión sobre sí mismo y su necesaria vinculación con los otros, y sobre el tiempo que le toca vivir.
La forma textual que Braquio ensaya desde este primer volumen se sostendrá y expandirá en los otros dos: sus enunciados van acompañados de una selección de citas de autores que opera en una columna paralela y que sirve para detenerse, profundizar y embellecer la reflexión. Su objeto –según el propio autor– es que esos textos constituyan “expresiones manifestativas (…) y enriquecedoras a su vez del discurso”. La forma elegida reúne y pone al servicio del lector erudición y talento hermenéutico. Lejos de cualquier alarde intelectual, el propósito parece ser suscitar una “lectura lenta”, acompañada de la reflexión y la retrolectura. Como diría Roland Barthes (1987), un texto que incita a “levantar la cabeza”. Una lectura que funciona “activando la relectura, que nos hace volver atrás, que nos induce a retroceder para que podamos avanzar” (Kohan, Martín, 2014).
El volumen despliega entonces una meditación sobre “una historia del Hombre” expresada en diferentes formas de “existencia”: la ingenua, la escolástica, la trágica, la lúcida y la crítica. La rápida ojeada a esa historia no tiene –según el mismo autor– otro objeto que servirse de ella para pensar la vida y otra forma de pesquisarla, al perseguir sus huellas en la existencia de los contemporáneos.
La existencia ingenua está presente tanto en la sufrida cotidianidad del hombre primitivo, sujeto a la subsistencia y a la inmediatez, como en los inquietantes rasgos de la más reciente “sociedad posindustrial”: masificación y reificación de la técnica, como profecía del fin del sufrimiento. En uno y otro extremo de la historia, la existencia ingenua está interpelada por las preguntas radicales de la vida humana. Esas preguntas que el vértigo y la velocidad tecnológica no pueden responder y que, inevitablemente, van colándose por las fisuras de la decepción que impone la hegemonía de la tecnocracia y la rutina masificadora. En sus palabras:
Ni los valores humanos más nobles serán destruidos por el vértigo de la técnica, ni esta podrá dar respuesta a todos los interrogantes de la vida. La máquina, a pesar de todas las posibles perversiones, seguirá inerte y sin vida, dependiendo de la inteligencia humana. Y la inteligencia humana seguirá haciéndose preguntas, cuya respuesta no ha de encontrar en su propia creación, porque trascienden al hombre mismo, y, en consecuencia, a su mundo (...) Esas preguntas radicales invectivan al hombre desde que existe y alimentan su impulso ascensional. Buscando y encontrando respuestas, dejaron nuestros ancestros de ser históricamente primitivos (Bracelis, Oscar, 1976: 15).
¿Qué se perfila detrás de la invectiva a la modernidad posindustrial? ¿Es la nostalgia del imaginario tradicional de la vida simple? ¿Es la sospecha de que el capitalismo no puede sino derivar en formas de alienación y dominación cada vez más masivas? ¿Es el propósito la denuncia ideológica? ¿O es solo una interpelación movilizadora? En todo caso, varias y diferentes pueden ser la respuestas que suscita la lectura del texto, que con cuatro décadas guarda aún interrogantes genuinos.
La existencia escolástica caracteriza una segunda forma de estar en el mundo. Es preciso señalar que el autor arguye que no es su propósito reconstruir una historia de las formas de pensamiento humano. Él reconoce que las referencias que usa son imprecisas pero apela a ellas para ubicar al lector dentro de parámetros conocidos. El universo escolástico es aquel en el cual el pensamiento está “sitiado por certidumbres simplificadas y absolutas, pero subyugantes para el ansia de quietud de la razón”. De esa seguridad han surgido sistemas filosóficos, teológicos, jurídicos, ideológicos que constituyen la base de toda la reflexión humana. No obstante, estos no fueron creados para ser conservados congelados, sino para repensarlos y reelaborarlos. Si el amor a la sabiduría está en el origen de esa existencia, esa misma sabiduría engendra, sin embargo, otros rasgos más cuestionables: la tendencia a la sistematicidad que consagra el orden y aborrece lo imprevisto, la aspiración teórica que resta sensibilidad para lo subjetivo, lo afectivo, lo misterioso, aquello inexplicable por fuera de las leyes de la razón. El individualismo, que asimila el alejamiento del mundo con ascesis y conocimiento, pero que resulta desapego y descompromiso. Y finalmente, el dogmatismo, que se esmera en sancionar leyes inmutables que colocan a Dios fuera de la historia, lejos de los límites humanos.
Esta forma de existencia escolástica se reedita en diferentes formas de existencia neo-escolástica. Algo así como sus manifestaciones contemporáneas desviadas: “el conservador burgués”, “el fascista” y “el revolucionario dogmático”. Cada uno de estos “tipos” es descripto en un tono corrosivo y sin concesiones. Ciertamente, el lenguaje y las categorías utilizadas para la descripción evocan clichés y lugares comunes en el discurso y la cultura política de los años en que fue escrito el texto, empeñada en clasificaciones esquemáticas y totalizantes. No obstante, se advierte un esfuerzo por tomar distancia del talante maniqueo, sobre todo cuando se señalan las fisuras a las que también está expuesta esta forma de existencia.
En las antípodas de la existencia escolástica estaría la existencia trágica. El hombre que vive dentro del universo trágico se rebela contra el despotismo de la razón, contra el espíritu burgués y contra la hipocresía social. Un tipo de existencia que “amalgama lo anárquico con lo dramático, lo romántico y lo heroico”. Sin embargo, y a pesar de la simpatía que parece entrañar esta forma de existencia, tampoco lo convence: “Lamentablemente esa rebeldía trágica no es suficientemente sana (…) es retorcida, individualista, egocéntrica, perezosa y termina adoptando formas tan poco auténticas como las que pretende combatir”. El hippie es un tipo “neotrágico”, el dandy – artista intelectual bohemio y excéntrico– que fuera referencia vanguardista del novecientos, es otro. Figuras que marchan a contracultura. Sin embargo la existencia trágica es frágil, su extrema sensibilidad solo ahonda el abismo humano También este tipo de existencia está expuesto al fracaso y debe hacerse cargo de un proceso de maduración humana. La madurez existencial requiere otros rasgos: personalización, valoración del otro, realismo, responsabilidad y espíritu creador.
A la existencia trágica le sucede la existencia lúcida. Esta habría emergido en el siglo XX, a la par de la perplejidad y la desorientación que genera la “crisis de la razón”, el dolor y la ruptura de sentido que entrañan las dos guerras mundiales. A partir de este apartado el análisis del texto pierde el carácter genérico empleado en la descripción de los diferentes tipos de existencia anteriores, que los hacía asimilables a múltiples y diferentes momentos históricos. La descripción de la existencia lúcida refiere claramente a la forma de estar en el mundo que concibiera el Existencialismo. No casualmente los textos elegidos como expresión literaria de esta forma de existencia son de Albert Camus y Jean Paul Sartre. Esta forma de existencia refiere al descubrimiento de la conciencia y la libertad humanas que, sin embargo, se ha manifestado en todo su poder de destrucción dando lugar al sin sentido y creando la sensación de “la náusea”. El apartado desarrolla una breve pero densa descripción, pensada seguramente con más de un propósito. Tal vez sugerir que la circulación de Sartre y Camus –que había sido notable en los años 60 en un público amplio– merecía una recepción más fiel a la hondura de los temas planteados por los intelectuales franceses. Tal vez, desmarcarse de los “usos políticos” que esa recepción había tenido, pero no para despegarla del compromiso o la acción, sino para evitar su banalización y ofrecer una aproximación consistente con su espesor filosófico al lector no erudito o al militante. En palabras del autor:
…si bien está secretamente sostenida por una esperanza progresiva permanece pesimista y trágica en cuanto a la sucesión de las fases y a las condiciones mismas del progreso: la historia está hecha de luchas, de violencias, de mentiras, de malentendidos, sin contar los accidentes del azar, el juego de contingencias (…) En este confuso devenir en el que se mezclan las pasiones y los intereses, la libertad del hombre y la necesidad de las cosas, el otro aparecerá la mayoría de las veces como enemigo que quiere mi humillación, mi sufrimiento, mi cautiverio, mi muerte: no ya solamente como negación metafísica, sino también mi aniquilamiento físico (Bracelis, Oscar, 1976: 45).
El párrafo importa y sugiere. ¿Está Braquio reflexionando sobre la percepción existencialista del mundo o está hablando de la agobiante realidad que por esos años impone la entronización de la violencia política, capaz de diluir cualquier optimismo? Es imposible aquí no vincular el texto a su tiempo. Tanto más, cuando el autor advierte que esa negación del “otro” que percibe el existencialismo tiene en la tortura su expresión más salvaje, porque ya no se trata solo del tormento físico de la víctima, sino del forzamiento cruel de su voluntad para humillarlo y desapropiarlo de sí. El texto de El hombre rebelde de Camus que elige Braquio para acompañar la reflexión no puede menos que incitar a pensar cuánto se propone de profecía o denuncia.
No obstante, “la grandeza de la existencia lúcida está limitada por una profunda sequedad” porque entiende la solidaridad y al “otro” desde una moral pragmática, que no va más allá de un sentido del deber y de fundar vínculos frágiles, distantes de valores universales que den sentido a la historia. Es preciso construir otra concepción de la solidaridad que convierta al “otro”, que nos atormenta, nos humilla, nos objetiviza, en uno más de un “nosotros”, como una “conciencia viviente”. La solidaridad cambia de naturaleza si se la concibe desde la perspectiva cristiana de que cada hombre es, en definitiva, un reflejo de Dios.
El volumen se cierra con la descripción de la existencia crítica. Esta parece ser la inevitable llegada de un tiempo que pone en cuestión lo establecido. Que ha sido anunciado largamente y que se propone desnudar la impostura de un orden que bajo su apariencia de equilibrio, progreso, moderación y consenso, en realidad degrada. Contra el prestigio y la autoridad de ese orden es que la existencia crítica se ha rebelado: “Las cosas instituidas no son más que el fruto de un decreto injusto. Una represión constante, vehiculizada por la escuela y el medio social y sostenida por la complicidad de los que poseen una plaza y un poder”.
Este movimiento profundo e irreversible, escandaliza y engendra una reacción temible de los que defienden el orden. Es una revolución que ha surgido de los jóvenes pero que contagia y desestabiliza todas las instituciones: las universidades, las organizaciones obreras, la Iglesia. La apelación literaria a Herbert Marcuse vuelve inequívoco el relato de la existencia crítica, que refiere, sin duda, a la “revolución por la liberación”. Esa que redefine la confrontación y reordena el mundo entre “opresores y oprimidos” hace crujir las viejas estructuras, demuele creencias y desprecia la reforma. “Solo buscando el nacimiento de una sociedad nueva, solo proponiéndose los problemas de la civilización, una acción política puede encontrar sentido. No es ni siquiera un programa, lo que más importa es pasar a la acción”.
En la médula de la “revolución” está un nuevo concepto de autoridad que refiere ya no al poder, sino a valores morales y que emana horizontalmente de la comunidad. Asimismo una idea de libertad que trasciende la sola búsqueda de la igualdad, o una dirección necesariamente unánime. Es la riqueza de la diversidad lo que esta libertad propicia. Sin programa definido, dueña de un talante anárquico, pero plena de sujetos vivientes y dispuestos a realizarla.
El tono y los términos adoptados en la descripción de la existencia crítica, que no es otra cosa que “un reportaje a no pocos sectores de la juventud”, revelan el entusiasmo que parece profesarles. La escueta advertencia final sobre los riesgos de cierta soberbia revolucionaria no ocluye sin embargo la admiración que el autor dispensa a ese “momento destructor de la existencia” del cual pueden surgir nuevas convicciones definitivas.
Este segundo volumen no tiene ningún dato de edición, salvo el sello del CEDEP y el nombre del autor. Se puede presumir –en virtud de la edición del volumen anterior– que éste haya sido editado y haya comenzado a circular en plena dictadura.
El “Diálogo-Introducción” es el recurso retórico a partir del cual el autor responde a un supuesto interlocutor que lo interpela sobre el significado y contenido del título del volumen. La repuesta es nuevamente la ocasión para reafirmar su desconfianza de la parcelación del conocimiento y el propósito que le atribuye a su reflexión: “Las disciplinas que la inteligencia humana va creando no tienen sentido por sí mismas, sino por el acto de amor y de servicio que prestan”. El objeto de su ejercicio no apunta a disputar con “las categorías científicas de las modernas ciencias sociales”. Lo suyo –señala– busca transcender ciertas determinaciones. “Ni la apología del individualismo, ni la consagración de las entidades colectivas”. Una práctica reflexiva que ponga al hombre o a la humanidad en el centro. Más que ser fiel a las disciplinas científicas, se propone una reflexión moral y una aproximación a lo sustantivamente trascendente. Una meditación que pueda suscitar otras prácticas, otras relaciones sociales, que tengan como trasfondo una ética y una moral cristianas.
Este segundo volumen repite la estructura del primero, donde los enunciados del autor se presentan asociados o se hilvanan con citas de los textos que son objeto de su análisis. Las citas no constituyen un recurso desde el cual nutrir la evidencia de sus enunciados. Por el contrario, son la expresión genuina de aquello que quiere dar a conocer: el pensamiento de los autores. El propósito es pedagógico, en el sentido de armar una “síntesis coherente” que anime al lector sensible, aunque inexperto, a acercarse a grandes autores. Los elegidos son Teilhard de Chardin y Emanuel Mounier, dos referentes centrales en la trayectoria intelectual de Braquio, con los que se había familiarizado en el exilio parisino. La elección –según argumenta– se funda en la sabiduría de estos pensadores. Porque interpelan, pero muy a distancia del profetismo radical de otros “sembradores de vientos” –Lenin, Mao o el Che– que han suscitado confrontación y violencia. Por eso los elige. Hay en esa filiación no solamente la huella de su compromiso religioso, sino su pasión por comprender y escudriñar los grandes interrogantes universales de la vida y de la humanidad.
Tres capítulos dan forma al volumen que ensaya un nuevo recorte de la historia humana. El primero titulado “El proceso de hominización” despliega una síntesis atractiva y eficaz del pensamiento teilhardiano. Sin duda el jesuita lo seduce por la forma en que revoluciona la ortodoxia cristiana y científica: la ausencia de verdades límpidas, lo provisorio del conocimiento, la continuidad/discontinuidad entre la historia del universo, de la vida y del hombre, la interpelación permanente sobre el “sentido” o el “sin sentido” de la evolución de la materia, la apuesta trascendente y la presencia indeleble y constante de Dios en la creación. Las claves teilhardianas se vuelven la plataforma desde donde discutir la idea de progreso, sus ambiciosas profecías, sus ambigüedades. También serán Teilhard, y su excepcional concepción de la moral cristiana, el ángulo desde el cual subtender la esperanza y una nueva y comprometida acción en el mundo. La existencia humana testimonia la “pulsión divina” que empuja la materia hacia la complejidad. Complejidad que es, además, la conciencia de sí, que da cuenta de la ligazón indestructible entre espíritu y materia.
Es entonces inevitable interrogarse sobre la acción humana. El hombre es acción consciente, y pareciera encontrar su sentido en el trabajo cotidiano. Pero, al mismo tiempo, surge el interrogante respecto del trabajo y sobre cuánto proyecta un horizonte venturoso o una rutina alienante. Cuánto es impulso creador o mecanismo monótono, cuánto es búsqueda o esclavitud. En sus palabras: “Es penoso y soportable; da sentido a la vida, y la gasta (…) Hay algo, detrás del trabajo humano, que resume toda la energía del cosmos y se promete a la creatura consciente”. Como si el trabajo fuera el anuncio del infinito, como en el Sísifo de Camus, que encuentra el sentido empujando constantemente la piedra hacia la cima. Este es el rodeo al que el autor acude para replantear antiguas y universales preguntas sobre la Necesidad y la Libertad humanas.
La pregunta por el sentido es persistente y obstinada, proyecta la historia y el tiempo y se coloca en clave cósmica. El ejercicio intelectual es ambicioso, apela a una sensibilidad infrecuente y fija las preguntas en dimensiones e interrogantes inusuales: ¿qué es el amor humano, cuáles son sus signos? ¿Su manifestación, su potencia, su sentido, sus excesos, sus desviaciones, su eterna búsqueda, su ligazón divina? Sin estridencias literarias, da cuenta de una indagación diferente.
La cuestión del Mal también resulta central a la existencia humana, porque “reflexionar sobre el mal, es antes que nada meditar sobre el hombre (…) El hombre mismo no es otra cosa que ser imperfecto, inacabado, y su devenir humano se desenvuelve en un mundo mal desbrozado, muchas veces hostil, al que es inherente el sufrimiento”. La reflexión sin embargo, no se solaza en un abordaje abstracto. Por el contrario se conecta con la observación más concreta de la perversión, que aún simulada, se puede leer en la prensa diaria. Y esto, en definitiva, no para escandalizar ni moralizar, más bien, para apelar sobre la propia responsabilidad, e introducir el planteo político.
Al final del capítulo será Roger Garaudy el autor que Braquio elija para justificar su elección de Pierre Teilhard de Chardin. El atractivo definitivo que le atribuye al cura francés es su mirada de larguísimo plazo, milenaria y estratégica, que entraña claramente una refutación del nihilismo y una apuesta a la evolución. Y la médula, aún más central, es esa fe en el progreso, pero ciertamente, de condición contingente, que desafía a la construcción humana que precisa de un proyecto personal y colectivo. Es el “optimismo combatiente” y la síntesis humanista que convoca a cristianos y a no cristianos. Que estudia el pasado, solo con el deseo apasionado de descubrir el sentido de la vida y su construcción. Y que lejos de oponer la persona a lo colectivo, ensaya poner ambas cuestiones en la misma dirección.
En el segundo capítulo: “El proceso de socialización”, Braquio continúa con la síntesis teilhardiana. La emergencia humana sobre la tierra, pequeño “salto morfológico” de la evolución que integra al hombre al conjunto biológico de todo el universo. El advenimiento de la noosfera, esa capa de conciencia que puebla la tierra –aun distinguiéndose claramente de la estratosfera y de la biosfera–, coloca al hombre formando parte de la misma trama del Universo. La presencia humana discurre y prosigue la tendencia a la organización compleja de la materia. Y sin embargo, el hombre rompe, por lo que tiene de propiamente humano. Y el fenómeno de lo humano colectivo no acata la necesidad de la biología.
Dicho esto, insta inmediatamente a prevenirse frente a los relatos de la evolución en los que se solapa la doctrina del “progreso por aislamiento”. Los racismos –que como advierte Teilhard– pueden presentarse a primera vista como una forma legítima, por efecto de una extrapolación verosímil de los métodos empleados por la vida en su desarrollo: la lucha por la supervivencia del más apto. Deformación sutil de una gran verdad que requiere un esfuerzo de prevención, que el autor probará a través de una reflexión sobre los totalitarismos. Ensaya entonces un ambicioso embate contra aquellos que define como los proyectos totalitarios que han poblado la historia occidental desde el advenimiento del Medioevo. La continuidad y el “aire de familia” entre las formas de dominación de la cristiandad medieval, el absolutismo monárquico, los nacionalismos racistas, los tradicionalismos exaltadores de las jerarquías y privilegios de origen, los fascismos, todos ellos, además, puntualmente próximos al leninismo y estalinismo, todos radicalmente reaccionarios y opresores. El tono se percibe casi excesivo al homogeneizar experiencias históricas diversas y distantes. No obstante, el exceso parece inevitable en su programa discursivo. Se suspende aquí toda aspiración erudita y se privilegia la síntesis simplificadora más apta para el debate. Y aún más, se manifiesta el desliz hacia la profecía apocalíptica, trágica y terminal. Aldous Huxley y su Prólogo a la edición de 1946 de Un mundo feliz suena contradictoriamente distante del “optimismo combatiente” teilhardiano de páginas anteriores.
La tensión entre la unidad y el pluralismo, la convergencia y la autonomía, la socialización y la personalización es en definitiva la deriva que va de la necesidad biológica a la libertad humana, que es renuente a toda determinación desde el origen de la materia. En palabras del autor:
No se trata de atribuir al cosmos una epopeya romántica, sino de tener en cuenta las dos posibles lecturas de la naturaleza, de “establecer entre los dos términos opuestos (necesidad-libertad) una probable relación estructural que explique cómo, del uno al otro, es posible elevarse por síntesis y recíprocamente descender por análisis.
En efecto, el análisis es el envoltorio externo de las cosas y lo que se obtiene por descomposición. La síntesis es, al contrario, la energía interiorizante y céntrica. Análisis y síntesis conciernen a lo real. Pero mientras bajo el ángulo analítico todo es necesidad, todo objeto, todo fenómeno, bajo el ángulo sintético es espontaneidad, gestación de libertad, universo personal en génesis que requiere no ya la actitud de espectador ante el objeto, sino el compromiso del sujeto obrante (Bracelis, Oscar, (s.f.): 70).
Resulta notable la operación de rencontrar el sentido y la apuesta trascendente. No obstante nada es llano y lineal y allí convoca entonces a Albert Camus para que intervenga crítico y dialéctico a través de uno de sus editoriales de Combat. El texto del argelino opera de matiz y de ejercicio catártico e inspiración. Conviene no olvidar que Braquio también está escribiendo desde la resistencia cuando dice:
…nuestro siglo es el siglo del miedo (…) no es la primera vez que los hombres se encuentran frente a un porvenir materialmente cerrado. Pero triunfaban de ello ordinariamente mediante la palabra y el grito (…) Hoy ya nadie habla de eso (…) Hay algo en nosotros que ha sido destruido por el espectáculo de los años que acabamos de pasar (…) Acaba del detenerse al gran diálogo de los hombres. Y por supuesto un hombre que no se puede persuadir es un hombre que da miedo (…) es muy cierto pues que vivimos en el terror (…) Para salir de este terror sería necesario poder reflexionar y actuar según esta reflexión. Pero el terror no es precisamente un clima favorable para la reflexión (…) Para ponerse en regla con él, hay que ver lo que significa y lo que rechaza. Significa y rechaza el mismo hecho: un mundo en que es legitimado el crimen y en el que a la vida humana se la considera como algo fútil. He ahí el primer problema político de hoy (Bracelis, Oscar (s.f.): 75).
Apelando siempre a la confrontación entre verdades en tensión, Braquio introduce en la última parte del capítulo una reflexión sobre la moral que –en su perspectiva– no parece ser otra cosa que la asunción de la responsabilidad humana “co- creadora” del mundo con Dios.
La fe en la convergencia evolutiva hacia una vida superior no exime considerar la posibilidad del retroceso y el fracaso. El progreso no es una marcha triunfal irreversible que el hombre acompaña. Por el contrario “el hombre representa la cima de este impulso y, al mismo tiempo, el punto posible de ‘vuelta atrás’ de las energías (…) Entre el universo y el hombre no hay ruptura, sino alianza; y no alianza ya terminada, sino por hacer”. El papel de lo político y lo ético será el de esclarecer esta responsabilidad humana: expresar las leyes mismas de la vida. Contribuir al crecimiento de la Humanidad hacia la que nos dirigimos.
La moral, en fin, no es otra cosa que una creación humana. Precisa reconocer las leyes cósmicas que atraviesan la condición humana en el universo, y pone al hombre en contacto con la historia. Si la tendencial convergencia evolutiva puede acompañar el surgimiento de las normas morales, no puede engendrarlas. “La norma moral no puede nacer sino de una reflexión de la persona”.
En el tercer capítulo, “El proceso de personalización”, Braquio insta a repensar nuevamente con Teilhard el drama humano, tensionado entre la contingencia y la aspiración a la unión divina. El drama de la persona no es sino la posibilidad de reencontrar esa unidad que está en germen desde el origen del tiempo y del universo, y que supone un tránsito accidentado y doloroso que incluye el enigma de la muerte. La idea teilhardiana del tránsito universal de la materia, el universo y la humanidad, a la realidad final de la unión con Dios, es una idea compleja que Braquio no aspira a desarrollar en los términos clásicos. Más bien, parece que apuesta a que el lector pueda llegar a intuirla a partir de una prosa austera, medida, pero implacablemente interpelante. El dolor como anticipo y profecía del amor hacia los otros, como reserva de energía unificante en el camino de la personalización, que no es sino el proceso que nos hace uno con todos los otros, y a la vez nos guía a rencontrar el centro de nosotros mismos, y a Dios.
La combinación y la síntesis entre la parte y el todo, la personalización y la socialización, el individuo y el universo parece ser la médula de la comprensión de Teilhard. En sus palabras:
El drama individual que se inscribe en la duración de cada uno de nosotros estaría integrado a un drama que tiene por límites los del tiempo de la Historia. Entre el nacimiento y la muerte del fenómeno humano, debería cumplirse el pasaje de lo numérico a lo céntrico. Lo personal confrontado a lo universal, su “contrario” podría desembocar, por superación y transformación creadora en lo “Ultra-Personal”. Para alcanzarlo, habría que discernir en la socialización de la historia, una potencia espiritualizante y personalizante. El más grosero de los malentendidos consistiría en creer que lo que se propone es el sacrificio de la persona humana a quién sabe qué totalidad en la que desaparecería para alimentar algún tipo de colectivización (Bracelis, Oscar, (s.f.): 93)
De nuevo reaparece la advertencia sobre el valor incomparable de la persona frente a la tentación de lo colectivo. La persona representa lo espiritual y la diferencia pero solo encuentra sentido y reposo en el encuentro con los otros y allí construye identidad. Es esta dialéctica entre lo individual y lo colectivo la que procura la “costosa síntesis de Totalizar sin despersonalizar (…) Salvar a la vez el todo y los elementos” en un proceso cuyos signos lo hacen parecer posible, pero que aún no ha sido alcanzado. El amor como motor de orden de sentido de ese proceso.
Al final del capítulo de nuevo recurre a Teilhard. Pero ahora ya no es para glosarlo o comentarlo, sino como propuesta de “lectura” en un fragmento de El Porvenir del hombre.
El énfasis sobre la personalización como alternativa equidistante del individualismo y de la colectivización desemboca en el último apartado del volumen, dedicado a una semblanza de la vida y el pensamiento de Emmanuel Mounier. Titulado “Corolario”, el apartado alterna una síntesis biográfica no convencional con textos breves del fundador de Esprit.
Al igual que los otros dos, este volumen se presenta como una publicación del Cedep pero no tiene fechas ni otros datos de impresión. La breve introducción titulada “Justificación” nos advierte sobre lo que –al parecer– serían dos “acontecimientos” contemporáneos a la edición: el casamiento del príncipe Carlos, heredero de la corona británica, y la visita al país del cantante Frank Sinatra8. La amplia cobertura que la prensa y la televisión presta a estos hechos representan para Braquio el signo de la banalidad que campea en el universo de los medios. Por debajo y frente a esa superficialidad está latente “el dolor, el sufrimiento de los inocentes, la muerte. Cotidianos, ineludibles, vencedores siempre, misteriosos inexplicables”. La frase no autoriza a pensar en una denuncia específica pero, sin duda, también lo es. No obstante, el objeto del texto trasciende la realidad más inmediata para internarse en una reflexión sobre la naturaleza y la consistencia del misterio de la vida atravesada “por el sumo Mal, la agresión irracional practicada contra los justos de este mundo y el sumo Bien, la donación gratuita de la vida”. Así el volumen desplegará en dos capítulos breves –solo 43 páginas– su examen sobre esas dos cuestiones que alimentan preguntas y debates entre creyentes y no creyentes.
Si en los otros volúmenes la literatura había sido una fuente de reflexión que dialogaba con el ensayo y la investigación científica, en éste se vuelve la fuente más importante. Sobre la literatura reposa la mayor parte del ejercicio reflexivo.
Ninguna palabra, ninguna frase puede acabar con el mal. Y sin embargo el mal es una invectiva: comporta un interpelante “¿por qué?” “¿para qué?”. El mal obliga a pensar. Reflexionar sobre el mal es, antes que nada, meditar sobre el hombre. Pensar el mal es posible, y una vía de entrada es observar cómo ha sido concebido históricamente. En las sociedades antiguas inquiría sobre la persecución del justo o la cólera de los dioses contra el héroe. En nuestra época, se ha vuelto una terrible invectiva contra dios.
El diálogo entre Ivan y Aliocha–Los Hermanos Karamanzov9– y un fragmento de La peste10 ofician como una primera interpelación sobre el más terrible de los males representado en el martirio de los niños. Ambas interpretaciones resultan cuestionamientos radicales de la fe en Dios y –como reconoce Braquio– es imposible no aceptar esta invectiva del ateísmo.
Contra toda respuesta que intente una justificación resignada ante este mal, el hombre debe rebelarse:
Dios no existe si es el Dios gendarme, asilo de la ignorancia, del desorden establecido. Si es Dios cuya sola potencia es la debilidad, la humillación el renunciamiento (…) Solo existe si su trascendencia es un amor entregado sin retorno, que exige la no resignación ante el mal, que testimonia contra el mal y exige que eso cambie (Bracelis, Oscar, (s.f.): 10).
La reflexión sobre el mal tiene carácter milenario, una inquietud testimoniada en las fuentes literarias de las primeras y más antiguas civilizaciones: sumerios, asirios, egipcios. En el mundo mediterráneo está presente en las preguntas de la tragedia griega: en el Prometeo encadenado de Esquilo, que enfrenta a Zeus. También en la tradición hebraica, aunque con un matiz notable que se puede pesquisar en el Libro de Job del Antiguo Testamento, cuando el sufriente Job se rebela, rechaza el discurso moralizante, la justificación del mal como punición divina, apela a un dios justo y exige un sentido distinto para su destino. No obstante, en el mismo momento de la interpelación a dios, el propio Job advierte su grandeza: “En el límite, cuando su justicia deja de parecerle objetiva ante un capital para coincidir con su ser mismo, en suma cuando ya no la ve, Job se calla. Deja de discutir…”.
Al parecer “…el libro de Job puede ayudar al lector del siglo XX a no contentarse demasiado fácilmente con la revelación cristiana. Al tomar en serio al sufrimiento y las preguntas que plantea a la conciencia, el libro de Job testimonia que Dios respeta la libertad humana como para tratar al mal como un problema que espera solución”.
Cierra el capítulo sobre el Mal una lectura recomendada. Se trata de la crónica escrita por Julio Cortázar en su segunda visita a la India. La inquietante descripción de la muchedumbre que sobrevive en la Howrah Station (la estación central de trenes de Calcuta, la más grande del país) fue publicada en el libro Útimo round bajo el título “Turismo aconsejable”. Retitulada por Braquio como “Job en Calcuta” parece el intento de acercar la sabiduría del Antiguo Testamento a una interpretación de los males del siglo XX.
En el segundo capítulo, enfrenta su reflexión sobre el Bien. Pero éste, al parecer, no tiene entidad por sí mismo o independientemente de la presencia del mal. Es a partir de su acción redentora sobre el mal que el bien emerge. La sublevación del hombre contra el mal supone cuestionar a Dios. Sin embargo, este cuestionamiento no debiera ocluir que justamente para los cristianos ha sido el hijo el que ha tomado el lugar de la víctima.
Al morir en la cruz, Jesús es a la vez el que ha hecho, como tantos otros, la trágica experiencia de la maldad y de la debilidad humana –humillado, torturado y sacrificado– y el que acepta sin rebeldía el peso del mal, porque tiene conciencia de cumplir una misión (…) Con su muerte realiza una obra, un gran designio de salvación. Su manera de sufrir y de morir no es solamente ejemplar: es además saludable: salva y libera, trastorna el problema del mal, inventa una nueva significación al sufrimiento, inaugura un orden nuevo (Bracelis, Oscar, (s.f.): 27).
Esta afirmación suena próxima a aquella del Dios que requiere el sacrificio para redimir las culpas, distante del Dios liberador que Braquio ejercitaba en el primer capítulo. No obstante, ensayará un matiz –tal vez convincente– para los cristianos. El Dios del Antiguo Testamento, que requiere compensaciones (Libro de Isaías), debe ser leído a la luz de los textos evangélicos para rencontrar que no es el sufrimiento de Jesús lo que complace al padre, sino su amor. “En las circunstancias trágicas de su condena y su muerte, Jesús ve la expresión de la voluntad de su Padre(…) De su consentimiento hace una ofrenda de espíritu y verdad”. Claramente, Braquio enfatiza la concepción redentora del sufrimiento. “Al morir en la cruz, Jesús ama y obedece a su Padre: esto no quiere decir que Dios haya organizado la pasión como un programa meticulosos de sufrimientos, sino más bien que Jesús, sometido a las leyes ordinarias de la creación, ha conocido, Él también, la gran experiencia espiritual común a todos los humanos: morir, y, por la muerte, poder llegar a Dios ofrendando su vida”.
En las siguientes páginas –inspirado por Simone Weil– el autor discurre sobre el dolor y la naturaleza de la fe. Es posible entender el dolor como una distancia. ¿Distancia de qué? Del amor de Dios. El hombre que no es objeto de una mirada de amor siente que se transforma en una cosa. No obstante, en el fondo mismo de la desgracia, la fe le dice al hombre que es amado, que es alguien.
El eterno e indescifrable silencio de Dios –porque Dios está ausente del mundo, salvo por la existencia de aquellos en quienes vive su amor– precisa de la fe. La palabra de Dios es silencio, indescifrable para quien no está dispuesto a comprender y a abrirse al amor de Dios. “La secreta palabra de amor de Dios no puede ser otra cosa que el silencio. Cristo es el silencio de Dios”.
El aprendizaje de la fe en Simone Weil no anula el dolor o el sufrimiento, pero enseña a comprender. No se trata de una ciega aceptación ni de un llamado a la resignación, sino, de una experiencia de conocimiento.
También la correspondencia de Emmanuel Mounier en sus años de prisión se convierte en una cantera que Braquio repasa para observar la manera en que el pensador cristiano confronta al dolor desde la fe. Sus cartas, escritas “en la herida quemante de una vida y de un país desgarrados”, activan la percepción de una vivencia mística y una intensa reflexión sobre la comprensión de su dolor.
La fe supone un ejercicio de interpelación y cuestionamiento del dolor que va en pos de su comprensión, de su sentido, que busca mitigar la pena y tornarla menos trágica.
Al final, el Epílogo breve, refuerza el tono piadoso que impregna al volumen. La inquisitoria y las preguntas incómodas dejan paso a la ponderación de la creación divina, y su apuesta por la autonomía y la libertad humanas. Ese mismo tono refuerza la comprensión del misterio de la cruz y del significado redentor del dolor, aun para los piadosos que no creen, y sin embargo dan a diario testimonio de sensibilidad, atención y misericordia ante el dolor.
Llegados a este punto, es inevitable interrogarse sobre la pertinencia o la validez de este ejercicio de relectura. La fragmentaria restitución que aquí hemos acometido no alcanza para dar cuenta de la densidad de una obra y un pensamiento que exceden los años y los textos aquí abordados. No obstante, se propone como una introducción y una exhortación a profundizar la tarea. En efecto, la labor de reconstruir el pensamiento y revisar los escritos de Braquio estaría por comenzar, debería hacerse. No porque contengan un valor excepcional respecto de sus pares o contemporáneos, por el contrario. Si su producción importa porque representa una fuente valiosa de una serie mucho mayor, que aun dispersa y poco trabajada, puede dar cuenta de una generación intelectual, hoy casi en extinción. Una generación, que al igual que otras, y desde diversas prácticas de escritura y acción literarias, filosóficas, antropológicas, políticas, religiosas, se hiciera preguntas en profundidad, vitales para ella, sus congéneres y la humanidad toda. Preguntas que trascendían su aldea, pero la incluían. En disputa con el pensamiento establecido por las instituciones y los centros consagrados, propusieron y ensayaron programas de estudio que aspiraban a poner en diálogo el pensamiento y las aspiraciones de su entorno más cercano, con otros que refulgían como faros de rebelión universal. Sin ignorar lo más inmediato y próximo, se propusieron discurrir sobre las grandes preguntas comunes que se formulaba su tiempo.
Ciertamente, puede argumentarse que aquellas preguntas han envejecido o han muerto a la par de la generación que supo plantearlas. No obstante, están allí, a disposición de múltiples ejercicios de lectura. Quizás, también, de una forma que eluda el magisterio del autor y se proponga atender a otras señales, a otros signos, que ensaye la distancia, la refutación, la dispersión o la recreación. En el mundo de la lectura, todo es posible.
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