Estado y movimientos sociales en nuestra América
Recepción: 19 Diciembre 2017
Aprobación: 16 Febrero 2018
Resumen: Es complejo definir la relación con nuestro cuerpo, ya que siempre ha sido el instrumento y el medio por el cual cada uno vive su subjetividad y su relación con el mundo. En un estado de enfermedad, el cuerpo que sufre evoca sensaciones desconocidas, miedos, nuevas visiones y está afectado por la concepción dualista que separa la psiquis del cuerpo.La angustia que se experimenta por enfermedad en la infancia es muy fuerte, ya que los niños no son aún capaces de distinguir claramente la realidad de la fantasía. Perciben la hospitalización como un error, un evento que es consecuencia de algo dicho, hecho o imaginado.En esta etapa, las actividades recreativas permiten un desarrollo psicofísico armonioso de la parte saludable del niño y se convierten en fundamentales a través de estímulos sensoriales y relaciones interpersonales positivas. Las actividades escolares también son necesarias, ya que mantienen la dimensión del aprendizaje y garantizan sus derechos.Para construir una escuela que tenga en cuenta estos objetivos, debe haber integración con la estructura hospitalaria, el personal y los padres de los niños, y así crear una “alianza terapéutica”.
Palabras clave: cuerpo, infancia, hospitalización, cuidado socio-educativo.
Abstract: The relationship with our own body is particularly complex to define because the body has always been the instrument and the means by which each of us experiences his own subjectivity and his relationship with the world. When one enters into a state of sickness, the suffering body brings back unfamiliar sensations, fears, new visions of self and is unequivocally affected by the dualistic conception which separates the psyche and the body.The anguish felt in childhood illness is very strong, because children are not yet able to clearly distinguish reality from fantasy. They experience hospitalization as a fault, an event due and consequent to something done, said or even imagined.In this time the recreational activities that allow to act towards the maintenance of a harmonious psychophysical development of the healthy part of the child become fundamental, through sensorial stimuli and positive interpersonal relationships for its global development. Scholastic activities are also necessary, which offer the possibility to keep the learning dimension active and to guarantee the children rights.To realize a school that takes into account these goals, there is a need for greater integration with the hospital structure, with the hospital staff, with the parents, in order to create a “therapeutic alliance”.
Keywords: body, childhood, hospitalization, socio-educative care.
Introducción
La reflexión sobre el significado que asume la vida en la infancia con el ingreso a un hospital exige realizar una revisión sobre la concepción de la medicina en la realidad occidental, incluso hoy en día. A pesar de que la pediatría y las diversas disciplinas médicas se proyectan en un reconocimiento de la totalidad del tema y se colocan en la lógica de superar la dualidad mente-cuerpo, típica de la cultura tradicional occidental, aún quedan muchos pasos por realizar en dirección de una propuesta que permita reconocer profundamente una visión holística del paciente durante la hospitalización.
Entrar en la dimensión de limitación de actuar corporalmente, por una enfermedad o un accidente, activa en el niño/la niña sensaciones, miedos y visiones de sí mismo/misma que, a menudo, son inéditas y erróneas, convirtiéndose en verdaderos niveles de angustia al ingresar en un hospital. Entre los 12 y 13 años, el desarrollo del niño/niña es muy delicado, ya que en esta fase el enlace de apego con la madre está muy estructurado. Dicha fase precisa de una continuidad relacional estable ya que la autonomía alcanzada por el niño/la niña a esa edad todavía es precaria y toda interferencia del ambiente externo con la unidad de la pareja madre-hijo/hija representa una amenaza para frenar los objetivos evolutivos. Es por esto que los encuentros con las figuras médicas y de asistencia sanitaria pueden crear una gran desorientación y hasta se verifican reacciones sobre el plan afectivo, del lenguaje y comportamiento, transitorios, pero que crean una notable dificultad, sobre todo en los padres y en las figuras que se ocupan del cuidado del paciente en general.
Para los niños/las niñas entre los 18 y 48 meses el factor más problemático es la separación de los padres, situación que crea una reacción aguda y duradera de ansia, con manifestaciones de mal humor y cólera, de manera mucho más activa y consciente de lo que ocurría en los primeros meses de vida. Normalmente cuando la estadía del niño/niña es de duración breve, manifiesta su malestar poniendo en acto comportamientos de protesta, de llanto. Ante una larga estadía (meses o más) es más fácil observar comportamientos de rabia hacia las figuras más allegadas y es muy alto el riesgo de regresión a estadios de desarrollo ya superados, como la higiene personal o la capacidad de comer solos. A estas reacciones se asocian los miedos nocturnos, represión de la expresión verbal y una sintomatología psicosomática funcional transitoria. Si en los niños/niñas hasta 3 o 4 años la hospitalización representa mayormente un notable trauma a nivel de la relación con la madre, para el niño/niña entre los 5 y 11 años significa sobre todo el alejamiento de “todo” el ambiente familiar. En estos niños/as también existe el riesgo de fenómenos de inadaptación y regresión de los mencionados anteriormente y como formas de reacciones depresivas, disfrazadas de disturbios psicosomáticos (enuresis, encopresis, anorexia, entre otros). Ya que dispone de un equilibrio emocional que aún es inestable, el niño/la niña llega fácilmente a estructurar el ansia y la ansiedad por lo que le espera en forma de peligros imaginarios, interpretando los eventos curativos como castigos. Además del peligro de regresiones en el campo de la adquisición sanitaria, motora y del lenguaje o la aparición de formas fóbicas, los niños/las niñas de esta edad sometidos a largos períodos de hospitalización presentan manifestaciones de deterioro de la personalidad como infantilismo, egocentrismo, monotonía y tristeza, independientemente de la gravedad de la enfermedad orgánica que causó la hospitalización y el tipo de terapia aplicada (Battacchi, Marco Walter, 2002).
Las consecuencias dictadas por una hospitalización no se limitan solamente a su proceso de desarrollo que puede sufrir un estancamiento, sino tambiém llegar a una regresión real a estados previos de desarrollo, que afecta a todo su sistema relacional. La hospitalización, de hecho, es causa de confusión y agitación en la vida cotidiana de la familia a nivel de horarios, compromisos, ritmos de vida y demás, que deben moldearse sobre las necesidades, posibilidades y tiempos del hospital. Además, hay dificultades específicas y mecanismos psicológicos complejos en la forma de cada niño/niña en tratar la propia enfermedad (Perricone, Giovanna y Polizzi, Concetta, 2008).
Entre las diversas respuestas que el sistema de salud ha intentado dar a estos problemas están aquellas actividades que permiten la socialización del niño/de la niña y el mantenimiento de una relación con los contextos de vida. Esto ha ido mejorando las intervenciones y oportunidades recreativas en las salas pediátricas y el mantenimiento de las actividades de aprendizaje, haciendo que la escuela haya adquirido importancia como ayuda educativa y como apoyo psicológico, ofreciendo al niño/niña la idea de que el estudio lo necesita para su futuro y que le permita pensar que pronto volverá a su vida de antes.
El cuerpo como mediador entre sí y el mundo y el sufrimiento de la enfermedad
La relación entre el ser humano y el cuerpo es particularmente significativa y compleja de definir puesto que el cuerpo siempre ha sido el instrumento y el medio con el que cada uno de nosotros experimenta su subjetividad y relación con el mundo. La percepción del cuerpo permite al individuo reconocerse, tomar conciencia de sí “tanto porque cada acto del Yo tiene una dimensión corpórea, como porque la afirmación del Yo encuentra en la resistencia somática su correlato esencial”. La relación con el propio cuerpo es compleja, puesto que cada uno de nosotros está compuesto por un cuerpo con el cual tiende a identificarse y, a la vez, puede tocarlo, utilizarlo y vivirlo en esa apariencia doble de subjetividad y objetividad, de modo que “si el momento prerreflexivo intensifica el cuerpo-sujeto, la reflexión sobre el cuerpo o determinadas circunstancias pueden objetivarlo, pero se trata de ese cuerpo único que me pertenece” (Zuanazzi, Gianfrancesco, 1995: 100). El cuerpo tiene una dimensión y ocupa un espacio que marca la frontera entre mi Yo y mi no-Yo, convirtiéndose en el “involucro”, el mediador entre sí mismo y el mundo, por el cual cada uno toma conciencia de su propio ser-en-el-mundo. El reconocimiento de sí mismo y del otro pasa por la interacción entre los cuerpos que, con el paso del tiempo, asume un protagonismo cada vez mayor de su propio futuro y comunicación.
Cuando entramos en la dimensión de la enfermedad, el cuerpo afligido envía sensaciones, miedos y visiones de sí completamente inéditas para nosotros. Vivir el comienzo de una patología significa pasar de una percepción de su propio cuerpo eficiente y sano hasta una dimensión del cuerpo enfermo y, como tal, frágil y efímero. En un arco de tiempo muy breve, pasamos de una continua relación con el mundo externo en un sujeto que pide una atención total. Durante todo el transcurso de la enfermedad, la relación entre el cuerpo vivido como “sujeto” y como “objeto” se vuelve a definir y la realidad corpórea toma una nueva visión, un sentido nuevo que afecta significativamente su modo de interpretar el mundo de la salud y el mundo de la enfermedad (Benini, Stefano, 2002).
La relación entre el cuerpo y la enfermedad que caracteriza nuestra época sufre, de manera inequívoca, la concepción dual que ha dominado la historia de la cultura occidental y la medicina tradicional, en la que hay una separación entre la psique y el cuerpo (Sarsini, Daniela, 2013). Dicha concepción del ser humano de manera distinta y separada en sus componentes esenciales, en la medicina occidental, ha dicotomizado al ser humano, sobre todo en la enfermedad. A menudo, en el momento del brote de la enfermedad, el sujeto se encuentra en el centro de cuidados y prácticas médicas, sin una específica atención a sus necesidades más profundas, emotivas, psicológicas, afectivas. Un modelo médico firmemente contrario a la idea según la cual la mente puede influir en el cuerpo de manera significativa (Goleman, Daniel, 1996) acompañando la práctica médica pero en los últimos años se ha empezado a comprender la profunda y absoluta interdependencia que existe entre el mundo interior y el cuerpo exterior del ser humano. Concebir al ser humano como una unidad psíquica y física da otro enfoque a la visión de la enfermedad, porque se entiende de qué manera el dolor físico se convierte también en dolor psíquico, en un nexo circular que implica también lo contrario, o sea, que el dolor psíquico se transforma en dolor físico por medio de la somatización y la expulsión del dolor interior hacia el “involucro”.
La estrecha relación entre psiquis y soma nos impone una específica atención hacia las modalidades con las que hay que acompañar el sujeto en el momento de la enfermedad. (Rogers, Carl, 1951). Perder el estado de bienestar engendra un estado de fuerte inseguridad y se convierte en fuente de ansiedades, miedos, pérdida temporánea y hasta permanente del propio sentido de integridad bajo el punto de vista funcional y relacional. Por eso es imprescindible comprender el inmenso valor que conlleva ayudar a las personas alrededor del sujeto enfermo y la necesidad de que ellas entiendan el profundo significado que tienen las relaciones interpersonales –ya se trate de amigos, esposos, hijos o ayudantes– en los respectivos componentes emotivo-afectivos y empáticos (Galanti, Antonella, 2001), para encargarse seriamente –y en su exhaustividad– del padecimiento del otro.
El miedo y los mecanismos de defensa
El ser humano es, entre todos los seres vivientes, el que mayor número de mecanismos de defensa posee, el principal de estos es el miedo (Freud, Anna, 1937). Esta sensación puede ser generada por la presencia directa o indirecta de un objeto peligroso, pero también nacer simplemente de un recuerdo y la recreación de una circunstancia que conlleva riesgos. Estos mecanismos estimulan en el ser humano la capacidad de desarrollar soluciones que tutelen su seguridad. El miedo es parte del normal proceso de desarrollo y representa una reacción positiva en el ser humano para alertar contra potenciales peligros del ambiente, pero puede resultar completamente negativo si se presenta con excesiva presencia. Este exceso tiende a convertirse en un profundo malestar para la persona, paralizando su necesidad de exploración de la realidad externa y la de relación con sus propios mundos, el interior y el exterior. Preservar la seguridad es una de las primeras necesidades fundamentales de la vida del ser humano pero un excesivo control de todo lo que nos rodea puede volverse patológico (Freud, Anna, 1937).
El miedo es parte de los instrumentos de los que dispone el comportamiento del ser humano, es un mecanismo innato, pero también procede de los conocimientos que el individuo adquiere durante el crecimiento ante nuevas circunstancias donde el niño/la niña descubre que pueden ser peligrosas, como por ejemplo, caerse después de haber aprendido a caminar. Sin embargo, la sensación de pánico también sería provocada por factores culturales. El ser humano es particularmente sensible a las ansiedades y miedos sentidos y narrados por los demás. En nuestro común imaginario la sensaciones se arraigan con mucha facilidad y, en el caso de los niños/las niñas, dichas sensaciones son favorecidas por la continua necesidad y dependencia de los demás. Esto hace hincapié sobre cómo los niños/las niñas tiendan a aprender los objetos de sus miedos y los mecanismos de respuesta que los adultos ponen en acto, interiorizándolos como modelos socializados.
En base a la intensidad de las emociones y de las respectivas consecuencias se califican bajo miedo, ansia o angustias. El miedo es una emoción provocada por un objeto real que se encuentra en el exterior del sujeto, generando en éste reacciones orgánicas inmediatas y visibles (palidecer, quedarse sin voz, abrir los ojos, entre otros). El ansia es una emoción que no reacciona necesariamente a una real condición de peligro, no se origina por causas particulares y produce comportamientos de menor intensidad respecto de los que provoca el miedo, pero que duran más tiempo. Cuando los estados de ansia se prolongan en el tiempo se co nvierten en angustia, que se manifiesta con comportamientos somáticos que condicionan la normal posibilidad de pensar y actuar. La persona para reaccionar a los estímulos que produce el miedo, no pone en acto solo mecanismos de estímulo-respuesta, pues la función reguladora del Yo siempre está presente en la relación estímulo-respuesta de la persona. El rol que ejerce el Yo para reaccionar a las amenazas es fundamental porque éste representa la sede de las experiencias vividas por el individuo, sus emociones y sus fobias. El miedo, en términos psicoanalíticos, es la manifestación de un malestar interior que tiene lugar en el momento que un individuo se reconoce solo e impotente ante eventos imprevisibles y desconocidos (Gilliland, Robert M., y White, Robert B., 1977).
Los mecanismos que un niño/una niña pone en acto para responder a los estímulos que provocan reacciones de miedo tienen origen en el interior de la relación de apego entre la madre y el hijo y, más adelante, en las relaciones que tiene con todas las figuras de referencia. Este enlace afectivo, que procede de la relación de cuidados, influye sobre la manera de vivir las emociones del niño, las experiencias cognitivas y también la capacidad de atribuir significados a la propia existencia. Las teorías psicoanalíticas, y sobre todo la teoría del apego, destacan las estrategias de lucha ante el miedo, ya que las considera más importantes que la misma eliminación de la causa. Cuando el niño/niña siente miedo, inmediatamente busca su “base segura”, es decir, la persona que lo cuida y si no encuentra una persona disponible, se siente solo y entra en un estado emocional problemático que evita que la nueva situación sea abordada positivamente. Por el contrario, cuando el niño/niña aprende a cambiar el patrón cognitivo, procediendo por intentos y errores, desarrolla una capacidad predictiva, que lo ayuda a controlar cada vez mejor el miedo y vivirlo como una emoción incluso estimulante. Durante la internación hospitalaria, los miedos parecen focalizarse en algunos aspectos específicos (Capurso, Michele y Trappa, Mariantonietta, 2002).
Uno de los principales miedos los provocan objetos como agujas, jeringas y tijeras. El miedo a la inyección tiene un origen profundo, ya que constituye una intrusión física brutal en el cuerpo, a través de la superficie que generalmente está intacta, la piel. Estos miedos van acompañados por el miedo a la muerte, que los niños/las niñas no pueden expresar claramente y verbalizar de manera directa, pero muestran una percepción de ello y un consecuente estado de pánico cuando lo imaginan. Otra sensación que emerge en los estudios es el miedo al abandono, quedarse solos, física, emotiva y mentalmente, temiendo perder el contacto con la familia y amigos, ya que no pueden jugar ni vivir experiencias positivas con estas dos importantes realidades. El niño/la niña puede reaccionar a la soledad en diferentes modos, según la edad.
El niño/la niña (de aproximadamente 3/4 años), si se siente abandonado, aunque sea por causas conocidas, como el trabajo de uno de los padres, sufre por esa ausencia. La reacción inicial puede ser muy hostil, con llantos, gritos y rabietas intentando de esta manera que los padres regresen antes. De no suceder en el tiempo deseado, entra en una fase de resignación, en el que se muestra tranquilo y pacífico, pero esto no significa que esté superando el estrés por la situación de abandono sino porque está perdiendo la esperanza del inminente regreso. Desde el momento en que la espera se prolonga más del tiempo mentalmente soportable, se tiende a experimentar sentimiento de desapego y demostrar una actitud de indiferencia al regreso. El mismo comportamiento también está reservado para el equipo médico por niños/ niñas sujetos a una larga hospitalización, con los cuales el pequeño paciente ya no quiere establecer una relación emocional, porque se ve obligado a conocer nuevo personal del hospital debido a desplazamientos de hospitales, departamentos, especialistas. El niño/niña toma esta actitud porque prefiere separarse de una manera absoluta en lugar de sufrir cada vez el trauma y el dolor de la separación. Al rechazar cualquier manifestación de afecto hacia las personas, el niño/niña comienza a expresar todo su interés en los bienes materiales, como juguetes, comida, dulces, televisión, otros.
En la complejidad que caracteriza el comportamiento, también está el modo completamente opuesto de hipersocialidad que, sin embargo, puede enmascarar una reacción de desprendimiento igualmente profundo. Detrás de una recepción indiscriminada de todo y de todos, hay una sensación de dolorosa soledad que hace que cada persona, ya sea familiar, familiar o amigo visitante, sea igual a sus ojos.
Otro aspecto problemático lo dan las pesadillas y las ansiedades aparentemente desmotivadas, síntomas de una reacción a la pasividad impuesta por la enfermedad, ya que compromete temporalmente los logros alcanzados. Hasta el diagnóstico de la enfermedad, el niño/niña había adquirido un cierto dominio, pero con el advenimiento de ella, redescubre toda su dependencia del adulto.
El niño/la niña y el sufrimiento: el trauma de la hospitalización
El niño/niña enfermo se ve obligado a ingresar al hospital y se ve privado de todas las oportunidades de juego y socialización que vive a diario, pero además percibe sensaciones dolorosas, restricciones en su expresión física (“no te muevas demasiado”, “no te agites”, “no te bajes de la cama”), prácticas intrusivas en su cuerpo (inyecciones, medicamentos orales, supositorios, entre otros) que siguen siendo difíciles de entender y aceptar. En esos momentos puede experimentar un fuerte dolor psíquico y no siempre por parte de los adultos hay un reconocimiento de las sensaciones que experimenta; así la falta de contención de esta tensión emocional, agonizante y desestabilizadora, tiene repercusiones en el cuerpo del niño/niña, creando una rigidez y una contracción que a su vez se refleja en los componentes enfermos, aumentando su dolor (Senador Pilleri, Roberta, y Oliverio Ferraris, Anna, 1989).
No es fácil entender los estados emocionales experimentados por el niño/niña, pero para mitigar los miedos y ansiedades inevitablemente de la enfermedad, es bueno que se sienta rodeado siempre de personas y objetos que sin duda son de referencia afectiva. Es esencial en esta situación que se lo haga partícipe y consciente en la medida en que pueda entenderlo para su edad (después de 5 años) de los tratamientos y prescripciones médicas, y ayudarlo/la a verbalizar los estados de ánimo percibidos, evitando transmitirle las propias ansiedades y miedos, para alentar su confianza y aceptar sus expresiones agresivas, haciéndolo/la sentir comprendido, aceptado, acompañado y, en consecuencia, tranquilo. Cuando la enfermedad es tan grave como para requerir hospitalización o se ha producido un accidente que implica la necesidad de hospitalización, la entrada en el centro hospitalario para el niño/niña asume rasgos de un trauma real. El trauma de la hospitalización de un niño/niña es imborrable, especialmente porque ingresar en el hospital es el primer encuentro con los temores originales más profundos, incluyendo el miedo a la propia muerte.
Aunque el proceso de desarrollo al que ha llegado el niño/niña tiene un impacto significativo en su comprensión e interpretación de lo que sucede a su alrededor y que a los niños mayores algunos aspectos de experiencias en progreso (la operación, qué tendrá que hacer, cuáles son las prácticas que se realizarán durante el tratamiento) se le explican mejor, en realidad los componentes emocionales en juego son tan altos para cada niño que se vuelve extremadamente difícil.
No importa cuál es la edad del niño/niña, tranquilícelo en sus miedos más profundos. Desde el punto de vista psicológico, la enfermedad (endógena o por factores traumáticos) representa, en cualquier edad de la vida, una situación de ruptura con la propia “normalidad”, lo que crea un estado de crisis que afecta no solo al cuerpo físico de la persona, sino también a sus capacidades cognitivas y relacionales, como nos enseñan los estudios de los últimos veinte años, que resaltan el valor de la reacción psíquica e intelectual en el proceso de sanación del paciente. Esta ruptura, que siempre es dolorosa de aceptar y sostener, es extremadamente problemática para el niño/la niña porque hay que enfrentar varios factores.
En primer lugar, la capacidad para reelaborar experiencias vividas es aún escasa; tampoco comprende lo que le está sucediendo y la falta de comprensión del suceso actual lo lleva a vivir este momento con un profundo sentimiento de ansiedad y angustia. De hecho, el niño/la niña, especialmente si es muy pequeño (3/4 años), frente a las nuevas sensaciones y el dolor que se siente, es incapaz de dar una explicación y encontrar la causa, ni logra entender cuánto tiempo puede durar esta situación, e incluso cuando es cognitivamente capaz de entenderlos (hasta la pubertad, 11/12 años), siempre es difícil dar sentido a las muchas intervenciones terapéuticas que se practican en su cuerpo, percibiéndolos como perturbadores e intrusivos y, sobre todo, sin ver un efecto casi inmediato. Ya en los estudios de Anna Freud encontramos cómo el niño/niño se ve fácilmente abrumado por los eventos que vive y cuánto fluctúa su nivel de seguridad y confianza cada vez que aumenta el miedo, no siendo capaz de enfrentar las frustraciones y, sobre todo, porque todavía no tiene un equilibrio estable (Freud, Anna, y Bergmann, Thesi, 1974).
La angustia que se siente en la enfermedad es una sensación de la que nadie logra escapar, pero para el niño/la niña, que aún es incapaz de distinguir claramente la realidad de la imaginación (hasta la pubertad, 11/12 años), y tiende a interpretar lo que le sucede a él, a las personas y objetos que lo rodean de una manera fantasiosa, la enfermedad se experimenta como una culpa, un evento debido a y consecuencia de algo que ha hecho o dicho o incluso que solo fue imaginado por él/ella. Este sentimiento de culpa deriva de muchas situaciones de conflicto con los padres, como sucede con todos los niños/las niñas que, en los diversos momentos evolutivos, manifestan conductas desaprobadas por los adultos, como desobedecer, mentir, desganarse en el estudio, entre otros, o en aquellas situaciones en las que siente envidia o celos por un hermano. Estos pensamientos causan un sentido de culpa profundo y angustiado hacia los padres y, la hospitalización, la cama, las restricciones, se experimentan como el castigo correcto por sus malas acciones, así como la atención médica, medicamentos, diversas pruebas de diagnóstico, se perciben como la expiación de un castigo por la propia conducta o incluso solo por esos deseos y esas acciones fantaseadas (Kanisza, Silvia, y Dosso, Barbara, 1998).
Ante la enfermedad, los niños/las niñas reaccionan predominantemente de dos maneras diferentes y esta forma de reaccionar al evento de la enfermedad depende de varios factores, como la edad, la personalidad del niño y la reacción del ambiente circundante. No siempre es posible predecir la reacción e incluso los niños/las niñas que tienen una buena integración con su entorno familiar y viven una infancia feliz, al momento de la enfermedad pueden cerrarse en sí mismos/as, volverse apáticos/as, sin ningún interés previamente expresado, retirándose “a su propio caparazón”. Cuando la enfermedad se arraiga, en pequeños/as pacientes (5-11 años) hay un total abandono a los eventos, rechazando alimentos, gestos de ternura, juguetes y tomando una actitud seriamente enferma incluso cuando se trata de enfermedades muy leves y comunes (dolor de estómago, dolor de garganta). Por el contrario hay niños/niñas que reaccionan exigiendo una gran cantidad de atención, mostrando la necesidad de ser abrazados y tranquilizados continuamente, con una actitud mucho más infantil de lo esperado para su edad. A menudo viven formas de regresión a etapas más tempranas del desarrollo y muestran estados de dependencia casi total a las principales figuras que trabajan para ellos durante el tratamiento. Ambas reacciones crean en los padres una enorme dificultad relacional, por no entender lo que le sucede al hijo/hija, no logran gestionar este cambio de una manera serena. Precisamente por esta razón, tienden a utilizar formas de relacionarse más aprehensivas e inseguras que antes de la enfermedad mostrando mayor asentimiento e indulgencia hacia las demandas expresadas por los pequeños. Como sucede en todas las ocasiones en las que desestabilizan las modalidades relacionales, por la circularidad comunicativa que caracteriza la relación, esta nueva forma de ser de los padres conlleva una desorientación y una cierta inseguridad en el niño/niña que no logra explicar esa diversidad en hacer las cosas. Si este estancamiento e mutua incomprensión durara varios días, se corre el riesgo de activar situaciones de dependencia y de regresión, incluso después de la recuperación.
En el niño/niña menor de 5 y 6 años existe una actitud hacia el tratamiento médico bastante ambivalente, que oscila entre el deseo de no ser atendido y quedarse solo y la solicitud de atención extrema y el deseo de recuperarse pronto. La razón de esta oscilación entre dos posiciones se debe al sentido-corpóreo que aún tiene que aprender a manejar y que se siente amenazado por la enfermedad. De hecho, el proceso de construcción de autonomía y las formas de control sobre su cuerpo y las propias necesidades profundas adquiridas durante la primera fase de desarrollo, ahora se perciben como en riesgo. El haber aprendido a comer solo/a, vestirse y lavarse sin ayuda de adultos, moverse con dominio del espacio, y otros, eran objetivos difíciles y agotadores, pero tenían un valor igualmente importante en el proceso de individuación/separación de las figuras de referencia primarias. La sensación de volver a atrás a etapas previas del desarrollo del Yo y percibir que la intervención terapéutica, las prácticas médicas, la posible inmovilidad o la permanencia forzada en la cama, la debilidad y la falta de fuerzas físicas podrían ocasionar la pérdida de muchas habilidades previamente adquiridas crea una sensación que activa una reacción defensiva en el niño/la niña para que esto no suceda. De ahí una extrema oposición al tratamiento y a la intervención terapéutica y una contraposición a todas las figuras hospitalarias que lo rodean. También puede haber una reacción aparentemente contraria, pero esto también actúa como un mecanismo de defensa, de tipo depresivo, con una sumisión pasiva a todo y a todos y la renuncia a las conquistas ya obtenidas sobre el control del propio cuerpo. En ambos sentidos hay un profundo sufrimiento del niño/de la niña que, al enfrentar la dureza de la enfermedad, el dolor del cuerpo, la frustración de sus necesidades evolutivas, percibe un posible retroceso en su proceso de desarrollo y una desaceleración en su agotador camino a la autonomía.
La estadía en el hospital y las dificultades vividas en la infancia
Los cambios que sufre el niño/la niña al ingresar al hospital no se limitan solo a su proceso de desarrollo, que puede experimentar un paro, sino a una regresión real a etapas evolutivas previas, con repercusiones en todo su sistema de referencia. Cambian todos los pilares que ofrecen seguridad y protección: los principales puntos de referencia, tales como familiares, amigos, compañeros, animales domésticos, la necesidad de privacidad e intimidad, que se ve modificada por las necesidades del hospital, de las actividades de juego habituales para reducir –de una manera drástica– el espacio de movimiento y permanencia. Y no es solo esto. Se dejan las tranquilizadoras paredes domésticas para introducir al niño/la niña en la sala común de hospitalización y en la frialdad de la estructura hospitalaria; del espacio del jardín de infantes o la sala de juegos pasa a jugar en los pasillos y las salas configuradas con los juguetes de la sala pediátrica; de tener compañeros/as y amigos/as habituales sanos/as y alegres se encuentran con niños/niñas que jamás han visto que muestran todos los signos de sufrimiento; de los colores brillantes de lugares cotidianos a estar rodeado del anónimo blanco de los pasillos; de las imágenes diversificadas y coloridas de la ciudad y de la calle pasa a los instrumentos de diagnósticos y terapéuticos, del olor del propio hogar al olor fuerte de los desinfectantes y medicinas y más. Es particularmente difícil acostumbrarse a moverse en la estrechez de la estructura del hospital, en el espacio limitado donde se desplaza.
En este momento, de gran descubrimiento del mundo y aumento en la capacidad del niño/de la niña de vivir su autonomía, tener que moverse en un “espacio limitado”, no flexible, carente de colores y formas “amigables para los niños y las niñas” es un trauma adicional que vencer como consecuencia, la falta de libertad de movimiento, la incapacidad de satisfacer la propia centralidad egóica, llamando la atención de los demás a través del juego o las actividades lúdicas, lo lleva a pedir más afecto y consideración en torno a sí mismo, con formas que van desde la queja continua llorando por temor a estar solo, a pretender estar siempre en los brazos de la madre, hasta la solicitud de ayuda incluso para las cosas más triviales. En el hospital ni siquiera le es posible expresar esos componentes agresivos que le permiten expulsar los diversos estados de ansiedad afectando así todo el sistema nervioso, con la consiguiente aparición de tic nervioso y manías, estados de profunda inquietud e hiperquinesia, movimientos y acciones estereotipadas.
La experiencia del dolor no solo implica miedo a lo que está sucediendo, sino que también puede desarrollar sentimientos de ira y venganza hacia las personas de referencia por las que el niño/la niña se siente traicionado/a o abandonado/a. La sensibilidad y la reacción del niño/de la niña al dolor físico están influenciadas por el grado de significado que se le atribuye y cuando se carga con una intensidad alta puede ocurrir que el sufrimiento corporal se experimente como una forma de abuso, daño, amenaza y hasta persecución. En algunos casos, si no se lo ayuda a mantener una objetividad sobre lo que le está sucediendo y a no distorsionar la realidad con interpretaciones falaces, puede estructurar, con el tiempo, una actitud masoquista y de renuncia a las demandas externas (Freud, Anna, y Bergmann, Thesi, 1974).
Sin embargo, la actitud del niño/de la niña hacia la enfermedad está significativamente influenciada por la forma en que los padres y los que lo cuidan la enfrentan. Las inseguridades y temores que asaltan a los padres frente a la enfermedad no ayudan al niño/la niña a contener las dificultades que conlleva el evento en sí, por el contrario, le transmiten una profunda sensación de inseguridad que puede conducir a un verdadero estado de angustia difícil de superar (Spitz, René, 1962). En ese momento, el papel de los padres asume un significado aún más importante que en el desarrollo regular del niño/de la niña, pero los cambios repentinos que la enfermedad del niño/de la niña impone a la familia no ayudan a los padres en este delicado papel. La hospitalización, de hecho, es causa de confusión y agitación en la vida cotidiana de la familia a nivel de horarios, compromisos, ritmos de vida, otros, que debe modelarse según la exigencia, posibilidad y oportunidad de la estructura de salud; además, hay dificultades específicas y mecanismos psicológicos complejos en la manera de afrontar la enfermedad del hijo. La nueva situación, en efecto, a menudo saca a la superficie las inseguridades de los padres y la falta de autoestima hacia su rol, haciéndolo sentir culpable en primera persona y llevándolo a percibirse a sí mismo como incompetente e incapaz. En el caso de que la patología infantil sea grave, especialmente la madre, vive el evento como un ataque a la propia persona y la capacidad de generar niños/niñas sanos. Las reacciones psíquicas a estas percepciones varían de individuo a individuo y los padres pueden tener su descendencia y su agresividad en su descendencia, así como los padres que se sienten continuamente acusados, por todo y todos en una forma persecutoria y victimista, o incluso que entran en un estado depresivo con una incapacidad total para reaccionar ante la situación. En esta etapa también entra en juego la imagen idealizada que los padres tienen de sus hijos/hijas y, dado que en el momento de la enfermedad se convierte en el parámetro de referencia y de comparación que siempre pierde, el riesgo es el de no sostener al niño/niña que está sufriendo de una manera tranquila y equilibrada.
Otra fuente de incomodidad en la relación padre-hijo/a durante la enfermedad consta de la tendencia común de los adultos a querer mantener oculta la entidad verdadera de su estado de salud. Con la idea de protegerlos de información difícil de entender y con la esperanza de que no noten nada, continúan llevando una vida normal, como si nada hubiera sucedido. En realidad, ésta es una falsa esperanza, ya que el niño/a está perfectamente consciente de que su vida ha sido perturbada en gran medida por la enfermedad y el hecho de percibir “lo que no se dice” genera aún más ansiedad y angustia. Sin embargo, también percibe que, pidiendo información sobre lo que le está sucediendo o haciendo preguntas específicas sobre su enfermedad, pondría en dificultad a las personas a su alrededor, y por lo tanto guarda silencio, protegiendo así a sus padres del sufrimiento de saber que él entiende su condición, con el resultado de que cuando el niño/la niña necesita apoyo y tranquilidad, él/ella está solo con sus ansiedades (Kanisza, Silvia y Dosso, Barbara, 1998).
La relación entre los operadores sanitarios, el personal médico, la familia y el niño/la niña: una relación compleja
Otra relación bastante compleja es la que se instaura entre el niño/la niña, los operadores sanitarios y el personal médico y los padres.
El proceso de humanización del hospital, que tuvo sus comienzos a partir de los años 50 del siglo pasado, con las reflexiones del doctor J. Robertson (1953), hoy ha logrado profundas transformaciones en el modo de brindar cuidados e intervenciones sanitarias a la infancia. La actitud de los médicos y del equipo sanitario hacia el niño/la niña hospitalizado se caracteriza por modalidades relacionales y comunicativas centradas en la comprensión empática, la sonrisa, la paciencia y la dulzura. No hay que subestimar las dificultades emotivas de los médicos y operadores sanitarios que luchan cotidianamente con enfermedades crónicas, degenerativas y terminales. No es nada simple la relación que se crea, porque los mecanismos de defensa del personal médico sanitario para superar el desapego y la sanación o la muerte y sufrimiento crónico de un niño/una niña son muy profundos.
Los métodos comunicativos y las formas defensivas están estrechamente relacionados entre sí y, a menudo, detrás de los problemas de mutuo malentendido entre médicos y padres, hay dolores mucho más complejos que detectar. No siempre es inmediato y fácil de interpretar, pero a menudo en el médico, el control de sus estados emocionales frente al sufrimiento y el dolor que experimentan los pacientes pequeños, así como cuando se tiene que comunicar el diagnóstico de enfermedades crónicas o mortales, se obtiene a través de actitudes de desapego o frialdad (Kanizsa, Silvia, 1994). Esto conduce a una forma múltiple de vivir la relación entre los actores involucrados, lo que puede resultar en una colaboración efectiva entre el equipo médico y los padres, con un impacto positivo, tanto en términos psicológicos como clínicos, en el bebé. En estos últimos casos, podemos tener una forma colaborativa solo forzados por las circunstancias pero sin un trabajo real de intervención compartida, o tener un conflicto real entre el rol de los padres y el rol médico, lo que implica, por parte del equipo médico una actitud estrictamente técnica y medicalizadora, y, por parte de la familia, la sensación de estar en un ambiente hostil y, como tal, desprovisto de atención a las necesidades de información y explicación. En estos casos, los médicos detectan una actitud agresiva y crítica de los padres hacia ellos y los padres creen que los médicos están molestos por su presencia, percibiéndolos como una carga en el proceso terapéutico.
Sobre todo en lo que respecta al médico, sus propias experiencias, los posibles fracasos terapéuticos, la amenaza emocional que siente como padre/madre (cuando tiene hijos/hijas) son factores que afectan su forma de tratar con el niño/la niña y el niño/niña-paciente y de sus padres. No pocas veces el médico se encierra en un lenguaje técnico-científico, especializado, incomprensible para la mayoría de las personas, o concentrando toda su atención en la enfermedad, tiende a considerar al niño/la niña solo en su condición de paciente y caso clínico, despojándolo de su identidad ya frágil y endosándolo a todos los demás pacientes. Al hacerlo, inconscientemente, implementa una desautorización del sujeto que le permite generalizar la intervención, sin dar lugar a sentimientos de compasión y ternura hacia su paciente. En la base de todo esto no debemos olvidar que hay un profesionalismo que se enfrenta constantemente con el riesgo de sucumbir ante la ansiedad del error, la incertidumbre del resultado, el miedo a la incomprensión.
Proyectos como los que han llevado a nuevas formas de consultar al médico del pabellón –como el médico payaso, siguiendo al famoso médico estadounidense Patch Adams (1993), defensor de la asistencia médica basada en las necesidades reales de los pacientes y para quienes la comedia es la herramienta para familiarizarse con los enfermos y reducir la incomodidad y el distanciamiento del paciente–, sin duda son indicadores de una nueva forma de interpretar la enfermedad y la recuperación de la salud del sujeto, pero no siempre son caminos cortos. La relación entre médicos y niños/niñas, pero especialmente entre médicos y padres, es difícil de sintetizar de forma específica porque en esta triangulación entran en juego realmente muchos mecanismos de defensa, roles y funciones e intervienen diversos aspectos de personalidad, carácter, opiniones extremadamente subjetivas, pero nunca abandonar la atención hacia una mejor intervención y una relación más respetuosa entre médicos, niños/niñas y padres.
Las actividades lúdico-recreativas: desde la biblioteca de niños/niñas hasta la ludoteca
Para el niño/la niña que sufre, el juego es inestimable. También en el campo terapéutico se ha aprendido el papel y la función del juego en la vida y el desarrollo del niño/de la niña, especialmente en situaciones de privación afectiva como ocurre en la hospitalización. Además de llenar las horas vacías, el juego permite un desarrollo psicofísico armonioso de la parte sana del niño/de la niña e introduce una sensación de normalidad en un entorno extremadamente extraño, manteniendo estímulos sensoriales activos y relaciones interpersonales positivas para su desarrollo global.
En el momento de la enfermedad, el juego puede realizar más funciones. En primer lugar, es una herramienta privilegiada para preparar el niño/la niña para una posible hospitalización futura, porque a través de una modalidad lúdica es posible explicarle a qué acciones y tratamientos va a estar sometido, lo que le permite superar al menos el miedo dado por la falta de conocimiento de lo que le espera. Además, el juego puede ser, a través de la observación, un indicador importante, de cómo el niño/la niña experimenta la hospitalización, para posiblemente actuar en consecuencia a fin de tranquilizarlo, contenerlo en sus ansiedades, ayudarlo psicológicamente, etcétera. También puede servir como una importante ayuda y apoyo para desarrollar estrategias de defensa en el momento del encuentro con un mundo tan extraño y hostil como el del hospital. Otra función del juego es que puede ser un medio para aprender a vivir con una enfermedad o un trauma o un deterioro permanente y, a este respecto, el juego debe ser un catalizador de atención sobre la enfermedad o sobre la estructura del hospital, en forma de ayudar al niño/la niña a comprender y aceptar la nueva realidad (Winnicott, Donald, 1971; Bruner, Jerome Seymour, Jolly, Alison y Sylva, Kathy, 1976).
Un factor importante del juego en el hospital es que, además de los momentos de juego con otros niños/niñas y de manera “libre”, hay un adulto que sabe escuchar sus miedos, corregir sus miedos fantaseados, infundir una sensación de seguridad y tranquilidad, recuperar la confianza en sus habilidades e implementar estrategias individuales para superar las dificultades. Ahora en los hospitales hay expertos que tratan el diseño en momentos lúdicos de una manera profesional, eligiendo actividades y organizando juegos lo más apropiadas posible para cada niño/niña o su situación específica, y trayendo actividad lúdica dentro de las vías terapéuticas. Esta nueva figura profesional, el animador de juego, nacida en Inglaterra alrededor de 1960, se llama operador de juego, hoy en día está bastante extendida en nuestros hospitales y los proyectos de desarrollo en curso nos llevan a la hipótesis de que, durante la próxima década, tendrá un fuerte aumento la presencia del animador de juego en todos los entornos hospitalarios.
La figura del maestro y el rol de la escuela
La presencia de la escuela en el interior del hospital favorece ese proceso de humanización de la realidad hospitalaria, ya lleva varios años en marcha y es una forma de garantizar a los niños/las niñas que se ven obligados a permanecer en el hospital el mantenimiento de su integridad de sujetos en evolución y disfrutar de los derechos de la infancia. La percepción es que a pesar de los cambios realizados con la hospitalización, se mantiene la capacidad de jugar, de comunicarse alegremente con otros niños, divertirse y disfrutar de espacios coloridos y adecuados a sus necesidades, y ayudarlo a no dispersar la imagen de sí mismo y fragmentar su frágil identidad.
En la complejidad de los factores y la pluralidad de las figuras involucradas en el camino terapéutico, también cabe el papel que puede asumir el docente. La enseñanza dentro del hospital es muy particular, a partir de la relación didáctica que no tiene lugar exclusivamente entre el niño/la niña y el maestro, sino que también involucra a los padres de una manera más significativa. En la mayoría de los casos, los padres son muy partidarios de que el niño/la niña se beneficie de una vía educativa dentro de la instalación médica y juzgan positivamente esta posibilidad, pero el docente tiene que gestionar una relación de alumno/a-maestro/a de padres mucho más complejo que en el entorno escolar normal. Tanto el maestro/a y el niño/la niña tienen que vivir, durante la enseñanza, con la presencia constante de por lo menos un padre –figuras que permanecen en la escuela más externa– y el maestro/a deben estructurar cursos y métodos de enseñanza que tengan en cuenta una relación con los niños/las niñas, con los padres y con los niños/las niñas y padres juntos. Está claro que esto no es tan fácil de hacer, especialmente porque no son convencionales y no están respaldados por herramientas educativas y reflexiones nacidas en la investigación pedagógica, cuya resolución se debe principalmente a la capacidad y creatividad del maestro/a. La intervención del maestro/a también se ubica en un contexto que no siempre es tan favorable para su presencia. El médico personal ve a esta figura como un tema difícil de colocar en el proceso terapéutico y, como se desprende de varios estudios, acepta la presencia solo en la medida que no es demasiado intrusivo y no hace preguntas, solicita aclaraciones o pide información (Kanisza, Silvia y Dosso, Barbara, 1998).
Ya hemos señalado el desarrollo de la medicina en los últimos años y el conocimiento sobre el tratamiento de los niños/las niñas hospitalizados han transformado el concepto de la atención, haciendo hincapié en el valor del proceso de recuperación del paciente, pero todavía ciertas adquisiciones y conocimientos las psicopedagogías deben consolidarse en la práctica médico-clínica. El fortalecimiento de las operaciones y el juego y actividades recreativas dentro del hospital ya es patrimonio de los hospitales pediátricos y muchos departamentos de los hospitales grandes (como el Gaslini, en Génova, el Mayer, de Florencia o las salas de pediatría del Hospital San Raffaele, de Milán, y Bambin Gesù, de Roma), incluso si todavía es una cultura menos extendida en las salas pediátricas de las ciudades pequeñas. Ciertamente, en los últimos años hemos multiplicado las iniciativas destinadas a difundir la importancia de las actividades dentro de las salas de los hospitales, y aún hoy, la escuela ha jugado un papel importante no solo con el fin de apoyar y ayudar a la trayectoria educativa de estudiante-paciente (para no perder el año escolar), sino también el apoyo psicológico y emocional que ofrece al niño/la niña un sentido de continuidad a través del cual ver el estudio como una necesidad para el futuro y pensar que pronto volverá a su vida de antes. Un desafío que la escuela encuentra en el hospital es leer de forma no tradicional, sino como una ayuda real para el proceso terapéutico.
El período de transformación de la escuela todavía en curso permitió revisar muchos aspectos de la enseñanza, yendo precisamente en la dirección de una mejora de todas las actividades culturales, recreativas y creativas y proporcionando su presencia dentro del plan de entrenamiento. Este enfoque permite dar un enfoque más amplio a la expresión de nuevos métodos de enseñanza, a formas de enseñanza más creativas, así como a herramientas de enseñanza innovadoras. Para aquellos que viven enseñando en un ambiente cerrado como el hospital, para enriquecer su equipaje educativo y de capacitación es sin duda una oportunidad para sentir más útil su trabajo, también porque de esta manera creamos un círculo virtuoso entre las experiencias educativas en ambiente escolar y experiencias educativas en el contexto hospitalario de considerable importancia. Un incentivo para prestar atención al proceso de desarrollo del niño/de la niña, y no solo para los que están en edad escolar, sino también para los niños/las niñas de jardín de infantes, proviene del reconocimiento de una profesionalidad específica para la enseñanza que condujo a una concepción más amplia y una reflexión más profunda sobre la importancia del juego y el juego en el proceso de aprendizaje.
Hasta ahora la escuela en el hospital se ha caracterizado por elementos de la escuela externa tanto en la organización como en la enseñanza: un aula, escritorios, un horario de trabajo y la asistencia casi exclusiva de los niños/las niña que se levantan de su cama para acceder a ellos. Una escuela que ha ingresado a las estructuras, sin necesariamente establecer relaciones significativas con ellas. La tendencia actual es, en cambio, ver la escuela como un espacio en el que ofrecer al niño/la niña enfermo la oportunidad de expresar su identidad, donde brindarles oportunidades de crecimiento y maduración incluso en un entorno potencialmente “hostil” como el de la institución hospitalaria. Para realizar una escuela que tenga en cuenta estos objetivos, existe la necesidad de una mayor integración con la estructura donde opera, una escuela que se encuentre con el personal del hospital, que haga preguntas y promueva las necesidades de la infancia. Este tipo de escuela reconoce naturalmente a todos los niños/las niñas el derecho a crecer y evolucionar, independientemente de su enfermedad, sea cual sea su diagnóstico. El apoyo específico para esta nueva forma de leer la escuela es ofrecido por nuevas tecnologías que pueden ser una herramienta valiosa para ayudar a los niños/las niñas en estas condiciones.
A través de las nuevas tecnologías, los niños/las niñas hospitalizados cuentan con los instrumentos para comunicarse con el exterior y entre ellos de forma divertida y continua, con un software especialmente diseñado que les permite sentirse protagonistas de su propio proceso de aprendizaje y ampliar su conocimiento.
No debemos subestimar la importancia que el mundo de la escuela supone para un niño/una niña, que probablemente se convierta en el entorno más importante de su vida y relaciones (Capurso, Michele, 2001). Con la entrada a la escuela comienza y se hace visible a lo largo del camino la emancipación de figuras familiares, lo que hace hincapié en que la escuela tiene un alto valor simbólico y sentimental, un proceso de autonomía real, que va mucho más allá del simple aprendizaje de las nociones o se conceptos. La amistad, las relaciones sociales, el espíritu de cooperación y competencia, son todas las dinámicas relacionales complejas que se activan en la clase y tendrán un impacto significativo, y a menudo permanentes, en la personalidad del niño/ de la niña. La importancia de estos componentes ha sido subestimada en la escuela tradicional y solo recientemente comenzaron a ser reconocidos y valorados los componentes emocionales y afectivos en el proceso de enseñanza-aprendizaje (Salzberger-Wittenberg, Ische, Osborne, Eslie y Williams Polacco, Gianna, 1987), pero cuando nos enfrentamos a un niño/una niña que tuvo que interrumpir sus estudios por una enfermedad, nos damos cuenta de la importancia que tiene el grupo de pares en su desarrollo y en su proceso de socialización.
El maestro/la maestra para reactivar las experiencias puede empezar con trayectorias didácticas que permitan recuperar el recuerdo de las experiencias realizadas, a partir de sus historias y con su reelaboración también en forma simbólica, pero también trabajar en su visión del mundo y utilizar la actividad didáctica no tanto como un fin sino como mediador de una comunicación que es mucho más amplia y más importante que la actividad individual. Con niños y niñas mayores también es posible crear rutas de comunicación a distancia, lo que específicamente significa crear las condiciones para poner al niño/la niña en contacto con su clase a través de una conexión telemática. Es importante reiniciar las relaciones existentes con la enfermedad, creando un contacto que permita reactivar las experiencias y los vínculos del grupo. Mediante la instalación de estaciones multimedia compuestas por herramientas de uso común como la cámara y la computadora personal, los niños y las niñas pueden conectarse en video y voz en la sala de pediatría con los de las escuelas de referencia y transmitir textos, dibujos y fotografías. Ya hay muchos proyectos en este sentido en Italia y se están organizando, cada vez más, sesiones de capacitación específicas para los docentes. La esperanza es que dentro de unos años aumenten las facilidades hospitalarias abiertas al diálogo y a la colaboración con todas aquellas organizaciones e instituciones que trabajan para recordarle al mundo que “los niños y las niñas no son pacientes” y que ya no quieren esperar a que los “grandes” los reconozcan, más allá del derecho a la salud, todas las otras necesidades propias del proceso evolutivo.
Conclusión
Cuerpo, mente, afecto y aprendizaje son todas dimensiones del sujeto involucradas durante el tiempo de la enfermedad o de las diversas formas de déficit que el trauma físico puede crear y que en el momento de la hospitalización están en riesgo. Se han producido muchas transformaciones desde los años 70 del siglo pasado hasta la actualidad en el campo de la “atención de la salud”, así como en la atención educativa, para tratar de dar una respuesta significativa al momento de la hospitalización en la dirección de mantener activas todas las diferentes áreas del desarrollo infantil. En las últimas décadas, hemos pasado de hospitales donde solo intervenían médicos y operadores sanitarios hasta una realidad donde un gran número de figuras educativas y el mundo del welfare entran y participan.
Actualmente, asociaciones, cooperativas sociales, estudiantes universitarios, profesores, animadores, payasos y personalidades del mundo del espectáculo forman parte de la vida en el hospital y hacen que el tiempo de hospitalización sea “vital y creativo”, pero en particular las instituciones públicas, como la escuela, de cada orden y grado, que tienen la tarea de crear no solo actividades educativas, sino ser corresponsables del proceso de cuidado infantil, de acuerdo con el principio de “alianza terapéutica” dirigido a recuperar la salud del niño hospitalizado.
Procesos que no son fáciles de implementar en la realidad, ya que el tiempo de la enfermedad es manejado y dictado principalmente por necesidades de salud y gran parte de lo que se promueve y los proyectos y acciones que se llevan a cabo están sujetos a las reglas y prioridades de las prácticas de salud e intervención terapéutica que, a menudo, no permiten la participación de todos, incluso de muchos niños, a las diversas oportunidades disponibles.
La complejidad de los elementos que intervienen durante la hospitalización pone a dura prueba al sistema que tiene que garantizar los derechos a un desarrollo global de la infancia y, a la vez, respetar los deberes de la asistencia sanitaria. A menudo, el conflicto de prioridades no deja lugar a una intervención verdaderamente integrada entre los muchos temas, además de la atención médica (principalmente docentes, pero también educadores, trabajadores sociales, animadores) involucrados en la estadía en el hospital de niños y niñas. Un área en la que los procesos de tratamiento tienen que bregar con el miedo a las personas y la resistencia cultural de la medicina, y donde todavía hay una necesidad de una mayor atención de la investigación de todas las ciencias humanas para hacer que los principios de Organización Mundial de la Salud (OMS, 1948) y la Carta de Ottawa (1986), que sostienen que la salud no es la ausencia de enfermedad, sino un estado de bienestar, dado por una condición de equilibrio (dinámico, por lo tanto siempre nuevo, en perenne construcción) entre el sujeto y el entorno (humano, físico, biológico, social) que lo rodea.
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