Estado y Movimientos Sociales en Nuestra América

Movimientos populares, Estado y procesos comunitarios: tensiones y desafíos desde América Latina

Popular movements, State and community processes: challenges and tensions from Latin America

Hernán Ouviña
Facultad de Ciencias Sociales. Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe. Universidad de Buenos Aires, Argentina

Movimientos populares, Estado y procesos comunitarios: tensiones y desafíos desde América Latina

Millcayac - Revista Digital de Ciencias Sociales, vol. VII, núm. 13, 2020

Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 13 Febrero 2020

Aprobación: 22 Junio 2020

Resumen: El artículo se propone analizar los rasgos distintivos y contrastes que se viven al interior de los procesos comunitarios impulsados por los movimientos populares surgidos en las últimas décadas en América Latina, atendiendo a sus características y especificidades tanto en ámbitos urbanos como rurales, y a los desafíos que emergen en el entrelazamiento de las dinámicas que los condicionan en su relación con los Estados. El objetivo es delimitar los nudos problemáticos y las aristas más destacables que signan a sus repertorios de acción, sus formas organizativas y los proyectos que sostienen en sus respectivos territorios, para recrear y/o potenciar las tramas comunitarias y luchar contra el individualismo, la vulneración de sus derechos y la precarización de la vida.

Palabras clave: Movimientos populares, Comunidad, Territorio, Estado.

Abstract: This article intends to analyze the distinctive features and contrasts experienced within community processes promoted by various popular movements that emerged in recent decades in Latin America, taking into account their characteristics and specificities in both urban and rural areas, and the challenges that emerge from the intertwining of dynamics that condition their relationship with the State. The objective is to delimit the problematic knots and the most noteworthy edges that mark their repertoires of action, their organizational forms and the projects that they develop in their respective territories, in order to recreate and/or enhance community networks and fight against individualism, violation of their rights and marginalization.

Keywords: Popular movements, Community, Territory, State.

Introducción

En las últimas décadas, las resistencias y luchas desplegadas en ámbitos locales han cobrado una centralidad creciente, al calor de la irrupción y consolidación de movimientos populares surgidos como respuesta a las dinámicas de ajuste estructural, despojo de derechos colectivos y políticas privatizadoras impulsadas por el neoliberalismo en América Latina. En este marco, se han destacado aquellas experiencias y proyectos que aspiran a defender, reconstruir y/o potenciar los entramados y vínculos comunitarios tanto en territorios rurales como urbanos. ¿Cuál es la especificidad de este tipo de procesos y realidades?, ¿qué tienen de distintivo cada uno de ellos y qué de homologables?, ¿cuál es la relación que establecen con el Estado y en qué medida han logrado sortear los flagelos de un mundo cada vez más globalizado, que avasalla culturas y tradiciones de vida ancestrales?

El presente artículo no pretende dar una respuesta acabada a cada uno de estos interrogantes, sino realizar una primera aproximación a las prácticas de estos movimientos y caracterizar al ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina en el que ellas se inscriben, así como explicitar ciertos problemas invariantes que se nos presentan al momento de interpretar los procesos comunitarios, que dichos movimientos sostienen y consolidan a lo largo y ancho del continente. Comenzaremos delimitando qué entendemos por movimientos populares y por qué optamos por este concepto, para luego explicitar tanto los rasgos comunes como las posibles diferencias existentes entre los ámbitos rurales y los urbanos en lo referente a la (re)construcción y/o defensa de los procesos comunitarios, y sopesar ciertas tensiones y dilemas a los que se enfrentan en su relación con el Estado, para finalmente plantear a modo de cierre los desafíos que presentan en el contexto actual de crisis y reestructuración global por el que transitan las sociedades latinoamericanas.

La irrupción de los movimientos populares en el ciclo de impugnación al neoliberalismo y la apuesta por los procesos comunitarios

La hegemonía neoliberal, desplegada en América Latina en los noventa, se basó en una relación de fuerzas específica entre las clases y élites fundamentales que operan en el ámbito nacional, engarzadas en el ciclo global de acumulación de capital que aún persiste. En la primera década del nuevo siglo, sin embargo, las relaciones de fuerza se modificaron en buena parte de la región, como resultado de la combinación de diversos factores, entre los cuales resalta la activación de las lucha de masas, y dan lugar a un período de disputa hegemónica con el paradigma neoliberal, que adquiere contornos diversos según la peculiar conformación económica, social, cultural y política de cada espacio estatal nacional. Llamaremos a esta etapa “ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina” (CINAL), que tiene características particulares que han entrado en una nueva fase a partir de la crisis y reestructuración capitalista perfilada al promediar la segunda década de los años 2000 (Ouviña, Hernán y Thwaites Rey, Mabel, 2018).

Entre la variedad de reclamos y exigencias que se desplegaron en la región, se destacan las de los movimientos indígenas, organizaciones campesinos y agrupamientos de afrodescendientes, que luchan contra la voracidad neocolonial, la acumulación por despojo, el avasallamiento de territorios y la privatización de bienes comunes y saberes ancestrales; las de los movimientos de desocupados/as y pobladores/as de las barriadas periféricas ubicadas en el corazón mismo de las grandes ciudades, que despliegan repertorios de acción e iniciativas autogestivas de trabajo cooperativo, entramados comunitarios y economía popular, a contramano de los procesos de gentrificación, mercantilización y segregación socio-espacial; así como la resistencia tenaz de sectores de la clase trabajadora ocupada, contra la precarización laboral y de la vida misma.

Dentro de la tradición de experiencias inscritas en perspectivas emancipatorias, en este contexto vivido a nivel continental diversos movimientos populares plantearon un tipo de construcción que se define por intentar desde ahora producir transformaciones a partir de sus propias prácticas de lucha, que anticipen en el presente -o “prefiguren”- la nueva sociedad a la que aspiran, y que se han logrado constituir como actores colectivos de peso, que reconstruyen tramas comunitarias o bien edifican relaciones sociales en los territorios que habitan, a la par que instalan en la agenda pública determinadas reivindicaciones y demandas, aunque sin integrarse ni subsumirse a las estructuras estatales, sino con el propósito de tensionar esa misma institucionalidad en pos de su democratización sustancial (Ouviña, Hernán 2004; Mazzeo, Miguel 2005; Thwaites Rey, Mabel 2004; Michi, Norma; 2010). Más allá de los matices y especificidades de cada uno de estos movimientos y organizaciones, en todos los casos estamos en presencia de una praxis colectiva que aspira a la (re)creación y expansión de formas comunitarias de vida social, que apuntan a construir espacios y prácticas de emancipación que constituyen gérmenes de la sociedad del mañana, o bien lazos de convivencialidad y “compartencia” que se sustraen de -o antagonizan con- las relaciones de producción y reproducción de la vida propias del capitalismo (Gutiérrez, Raquel 2015; Caffentzis, George y Federici, Silvia 2015).

Si bien el estudio de los llamados “movimientos sociales” y de las formas de protesta en general ha sido uno de los grandes temas de las ciencias sociales contemporáneas, aunque pueda resultar paradójico -habida cuenta de la importancia crucial que tienen en el marco de las metamorfosis operadas en las sociedades latinoamericanas durante las últimas décadas- resulta relativamente escasa la literatura que refiera a las nuevas prácticas socio-políticas desplegadas por los diferentes actores colectivos surgidos en América Latina, y que intente poner el foco en los procesos comunitarios tomando distancia de ciertas matrices de interpretación eurocéntricas (Zibechi, Raúl 2006; Svampa, Maristella 2008; Michi, Norma 2010; Torres Carillo, Alfonso 2013; Gutiérrez, Raquel 2015; Navarro, Mina Lorena 2015).

Sin duda, dentro de la caracterización de estos movimientos, más bien abundan aquellas que remiten a las dos perspectivas teóricas que han cobrado centralidad para el análisis teórico y la investigación empírica de este tipo de organizaciones: por un lado, los trabajos orientados hacia la “movilización de recursos”, centrados en el concepto de “racionalidad” como elemento explicativo de la acción colectiva (Olson, Mancur 1992; Tarrow, Sidney 1997) y, por el otro, aquellos que destacan la noción de “identidad” como característica privilegiada que permite aprehender a los llamados movimientos sociales (Pizzormo, Alessandro 1994; Melucci, Antonio 1994). Sin embargo, y más allá de las posibles diferencias y contrastes entre estos dos enfoques, en ninguno de los dos casos se produce un rescate sustancial de la perspectiva que abreve en lo comunitario y en la territorialidad como ejes relevantes.

A pesar de esta hegemonía “epistémica” en el seno de las ciencias sociales, existen una serie de autores/as que pueden enmarcarse en la rica y variada tradición del pensamiento crítico latinoamericano, y que sí han brindado elementos teórico-interpretativos para el análisis de los movimientos surgidos en las últimas dos décadas en nuestro continente, e incluso han llegado a problematizar el significante mismo de “movimiento social”. Cabe aclarar que no estamos en presencia de una corriente homogénea, sino ante todo frente a un crisol de intelectuales e investigadores/as que tienen como vocación común el descolonizar la matriz de análisis e intelección predominante, así como dialogar con estos procesos en curso desde una óptica crítica y comprometida. Entre ellos, podemos destacar a Imannuel Wallerstein (2003), Raúl Zibechi (2006) y Valdés Gutiérrez (2009), quienes postulan la necesidad de hablar de “movimientos anti-sistémicos”, Claudia Korol (2007), Ana Esther Ceceña (2008) y Norma Michi, Javier Di Matteo y Diana Vila (2012), que apelan a la noción de “movimientos populares” o “emancipatorios”, Massimo Modonesi (2009), que remite a la denominación de “movimientos socio-políticos”, Bernardo Mançano Fernándes (2005) que los caracteriza como “movimientos socioterritoriales”, o Luis Tapia (2002) y Alvaro García Linera (2005), quienes en el caso de la región andina optan por el concepto de “movimientos societales”.

En sintonía con estas lecturas, el presente artículo se ubica dentro de una tradición que busca dotar de centralidad al antagonismo, los procesos comunitarios y la territorialidad como ejes estructurantes de los movimientos latinoamericanos. En este sentido, optamos por hablar de movimientos populares y no de “movimientos sociales”, con el propósito de tomar distancia de las matrices anglosajonas y europeas antes criticadas, y a la vez restringir el uso de esta categoría para aquellos movimientos que no son de carácter meramente transitorio, y que conjugan el dinamismo popular y la radicalidad política, con “proyectos que rompan los límites actuales del programa capitalista y con la creación de fuerzas organizadas del pueblo que sustenten esos proyectos” (Korol, Claudia 2007: 230).

Se trata, entonces, de identificar en el accionar de estos movimientos, los nudos de potencialidad emancipatoria y los aspectos más problemáticos para su afianzamiento y expansión, desde una óptica emparentada con el pensamiento crítico, aunque sin perder rigurosidad en el análisis y la caracterización. Nuestro punto de partida epistémico es, por tanto, concebirnos como estudiantes de los movimientos populares, no como “estudiosos”. La distinción, lejos de ser meramente semántica, implica en palabras de Andrés Aubry (2001) “voltear la tortilla antropológica” y situarnos desde el papel de aprendices de esos maestros y maestras colectivas que son las organizaciones y movimientos populares latinoamericanos, reconociendo al diálogo de saberes como un principio epistemológico clave en la producción colectiva y socialización del conocimiento.

Asimismo, en función de este objetivo prioritario, creemos que la noción de prefiguración -entendida como una praxis crítico-transformadora que, en el momento presente, “anticipa” la sociedad por la que se lucha- aporta elementos interpretativos para potenciar una nueva “matriz de intelección” en pos de indagar en -a la vez que nutrirnos de y potenciar a- las formas de reflexión, construcción e intercambio de saberes y activación socio-política de los sectores populares, organizados por lo general en el marco de movimientos territoriales, y colocando a su vez el foco de atención en sus respectivas dinámicas de edificación de embriones de una institucionalidad comunitaria en los espacios donde ensayan prácticas con potencialidad anti-sistémica.

Afinidades y rasgos comunes

Al margen de sus particularidades, existe un conjunto de tendencias y rasgos en común que emparentan, particularmente en las últimas dos décadas, a los movimientos populares latinoamericanos, sean éstos urbanos o rurales. Entre ellos, se destacan los siguientes:

Apelación a la acción directa. La acción directa -expresada en cortes de carreteras, puentes y calles, movilizaciones y caravanas, bloqueos de accesos a empresas e instituciones estatales, ocupaciones de predios, recuperación de terrenos y procesos de deliberación pública- se ha instalado como una de las formas más efectivas y contundentes que invocan estos movimientos y organizaciones, sean urbanos o rurales, para visibilizar sus conflictos e interpelar a los centros de poder. En casi todos los casos, esta práctica implica una ausencia de las mediaciones tradicionales, en particular aquellas vinculadas con el Estado y los partidos políticos. No obstante, es importante entender que estos procesos no deben asimilarse con un “espontaneísmo” puro o total. Si bien muchas de estas experiencias y acciones de protesta surgieron de esta forma, fueron generando instancias de planeación, coordinación y sedimentación de sus prácticas en común, fortaleciendo ámbitos de enlace transversal que exceden la lógica identitaria original de cada uno de ellos, y por lo general apuntan a fortalecer la articulación a escala local y/o regional.

Crítica del vanguardismo. Si buena parte de los partidos de izquierda y organizaciones revolucionarias del pasado siglo se caracterizaron por una constante autoproclamación de vanguardia, pretendiendo dirigir o hegemonizar a cualquier costo las diferentes luchas, la mayoría de estas experiencias y procesos se alejan de esta concepción. De ahí que, siguiendo a Ezequiel Adamovsky (2003) podamos decir que, al igual que las células, cada uno de estos movimientos e iniciativas crecen por multiplicación, no tanto aumentando el número de personas y la cantidad de recursos de un grupo, sino impulsando la creación de nuevos nodos. Esto se evidencia en la actitud del crisol de experiencias autogestivas y comunitarias desplegadas a lo largo y ancho de nuestro continente: en cada caso, lejos de buscar centralmente la acumulación de poder a través de la suma de adherentes y militantes (precepto básico de cualquier partido político), apuestan a que se irradien y germinen experiencias similares, llegando a aportar recursos y compañeros/as para que puedan fructificar, y a oficiar en no pocas ocasiones de retaguardia activa para su sostenimiento en el tiempo. En muchos casos, este anti-vanguardismo expresa asimismo una concepción anti-corporativa de la lucha que se libra. La resonancia de la consigna zapatista “para todos todo, para nosotros nada” es clara en organizaciones como la Unión de Trabajadores Desocupados de Gral. Mosconi (con fuerte inserción en el norte de Argentina), que suele expresar “primero el pueblo y después nosotros”.

Dinámica asamblearia y prefigurativa. Los medios de construcción de estos movimientos no son “instrumentalizados” en función de un fin futuro, por benéfico que éste sea. Antes bien, sus objetivos tienden a estar contenidos en los propios medios que despliegan en su devenir cotidiano, de manera tal que la distancia entre ambos vaya acortándose. Es por ello que podemos expresar que la horizontalidad y la autodeterminación no son horizontes lejanos a los cuales se accedería sólo tras el “triunfo revolucionario”, sino prácticas concretas y actuales que estructuran, aunque a tientas, la acción de las y los miembros de cada colectivo en resistencia que potencia o apuntala tramas comunitarias en el territorio donde habita y/o activa a nivel cotidiano. Es en este sentido que la dinámica asamblearia presente en las diversas experiencias, tanto urbanas como rurales, prefigura en pequeña escala la sociedad futura, materializando aquí y ahora embriones de relaciones sociales superadoras de la barbarie capitalista. Si bien no en todos los casos ni con la misma intensidad, se evidencia una tendencia a generar espacios de discusión y toma de decisiones más democráticos, potenciando así la autodeterminación personal y grupal. Estas instancias asamblearias operan como mecanismos fundamentales para circular y transparentar la información, y como ámbitos privilegiados para el proceso de deliberación colectiva. Asimismo, la proliferación de espacios que se definen como “autoconvocados”, ajenos a los partidos políticos, da cuenta del carácter expansivo de esta dinámica. No obstante, vale la pena advertir que la horizontalidad no debe concebirse como una “técnica o metodología a aplicar”, sino que opera como un principio político que es tanto punto de partida como búsqueda constante, camino y horizonte a alcanzar. Por ello, tal como supo afirmar el integrante de uno de estos movimientos, “es un desafío en el día a día, más que una realidad ya hecha”. Ejemplos emblemáticos de este tipo de dinámicas han sido y son las asambleas socio-ambientales en contra de la instalación de proyectos megamineros en las provincias cordilleranas de Argentina, así como más recientemente los colectivos y movimientos feministas que se han gestado al calor del ¡Ni Una menos!, pero que sin duda hunden sus raíces en procesos subterráneos de más largo aliento, que tienen a los Encuentros (Pluri)Nacionales de Mujeres y otros ámbitos igual de democráticos como instancias de cultivo y aprendizaje convivencial.

Creación de una nueva institucionalidad socio-política. Los diversos movimientos populares latinoamericanos han generado instancias sólidas que permiten sostener en el tiempo y fortalecer los entramados de sociabilidad y de lucha, a la vez que anticipan en el presente los gérmenes de la sociedad futura. Al margen de sus particularidades y asimetrías, constituyen en todos los casos una manera de organizarse más allá del Estado y el mercado, si bien en tensión permanente con ambos. A distancia, fundan y sostienen una nueva institucionalidad socio-política, aunque tendiente a la generación de un espacio que no es equiparable al estatal, por lo que puede pensarse bajo la fisonomía de un solidificado archipiélago de prácticas y valores alternativos a la red de opresión que solventa al capitalismo, es decir, en tanto órganos que “aseguran la vida cotidiana comunitaria” (Zibechi, 2006). Desde los bachilleratos populares en Argentina a las escuelas autónomas rebeldes zapatistas en Chiapas, pasando por las cooperativas y emprendimientos de la economía popular, hasta las recientes Asambleas Territoriales gestadas tras la rebelión en Chile o el Parlamento de los Pueblos y de Mujeres en Ecuador, existe toda una gama variada de experiencias a nivel continental de esta vocación autoafirmativa.

Anclaje territorial y (re)construcción/defensa de lazos comunitarios. Podemos definir a la territorialización como aquel proceso que tiende a la autoafirmación de diferentes actores sociales y políticos en un espacio no sólo físico sino además simbólico y cultural. Frente al proceso de licuefacción del capital caracterizado por el pasaje de un régimen de acumulación fabril fordista hacia uno centrado en la especulación financiera y la creciente acumulación por despojo asentada en el saqueo de bienes los comunes, los colectivos territoriales y movimientos populares se constituyen en territorios propios que, aunque con un desarrollo desigual, involucran una “nueva espacialidad” diferente de la hegemónica, con posibilidades de duración en el tiempo. El proceso de quiebre y reestructuración propio del entramado capitalista no sólo tuvo en las últimas décadas una imbricación económica, sino también profundamente social y política, lo que trajo aparejada una profunda modificación de los límites entre lo público y lo privado, motorizada por el proceso de privatizaciones de ciertos servicios públicos y la descentralización de determinadas funciones estatales, signada simultáneamente por una profunda “crisis de representación” que involucró tanto a los partidos políticos tradicionales como a las organizaciones sindicales. La reconstrucción, o bien el mantenimiento y expansión de lazos y espacios comunitarios, tales como los que sostiene el MST en Brasil en sus asentamientos y campamentos, puede entenderse como la base principal a partir de la cual se configuran territorialmente -sobre nuevos parámetros- relaciones productivas, imaginarios sociales y vínculos colectivos que se proyectan como formas autonómicas, anticipatorias de una nueva sociedad poscapitalista en ciernes, sea en ámbitos urbanos o rurales.

Recuperación del espacio público en términos no estatales. Cada uno de estos movimientos, colectivos y organizaciones, tiende a producir, o bien consolidar, espacios que ya no son estrictamente ni estatales ni privados, sino más bien socio-comunitarios o público-populares1. En tanto instancias de “desprivatización” de lo social, permiten recuperar la idea de lo público como algo que excede a (y hasta se contrapone con) lo estatal. El hecho de que la mayoría de estas experiencias funcione en ámbitos abiertos, en muchos casos reapropiándose de terrenos anteriormente sumidos en una lógica privada, no hace más que reafirmar esta hipótesis. La recuperación activa de lo “público”, tan imprescindible para la superación de la dinámica mercantil propia de la sociedad capitalista, es practicada a diario en estos ámbitos de experimentación y/o resguardo de prácticas y valores de ayuda mutua. Así, en el caso de las asambleas barriales, las juntas de vecinos/as, los movimientos de pobladores/as y los consejos comunales existentes en varios países latinoamericanos, reformulando el planteo del movimiento feminista, podría decirse que evidencian de manera aguda cómo “lo vecinal es político”, por lo que aquello que tanto desde el Estado como desde el mercado es considerado un problema individual, emerge como una cuestión colectiva, a resolver públicamente en el ámbito de comunidades auto-organizadas.

Transformación de la subjetividad y vocación contra-hegemónica. Partimos de caracterizar a la subjetividad, siguiendo a Ana María Fernández (2006), no como un fenómeno meramente discursivo o mental, sino en tanto proceso de producción que engloba “las acciones y las prácticas, los cuerpos y sus intensidades”. En este sentido, la densidad de las experiencias vivenciales del crisol de movimientos populares latinoamericanos, han ido conformando una sociabilidad en buena medida irreductible a las retóricas del poder dominante, constituyendo en no pocas ocasiones un verdadero punto de no retorno. A modo de ejemplo, el caso de varias empresas “recuperadas” en Argentina es emblemático al respecto: tras la ocupación del espacio laboral, aparece la percepción (en muchas ocasiones, impensable hasta ese momento) de que es posible producir sin patrones, vale decir, de manera autogestionaria. Algo similar acontece en el devenir “desnaturalizante” de las organizaciones, colectivos feministas y proyectos comunitarios gestados en ámbitos locales, donde el proceso mismo de lucha funda nuevos universos de significación. De manera simultánea -aunque con distintos niveles de sistematización e incidencia- se percibe una vocación por construir una concepción del mundo alternativa a la hegemónica, que apueste a descorporativizar las resistencias, al tiempo que disputa los valores y formas de percepción de la realidad que internalizan los sectores populares, todo ello desde una perspectiva prefigurativa que edifique en la cotidianeidad de los barrios, territorios periféricos y comunidades en lucha una gramática diferente, así como prácticas e iniciativas anticipatorias de la nueva realidad que pugna por nacer de las entrañas del viejo orden.

Los procesos comunitarios en los ámbitos rurales y urbanos y las tensiones con el Estado

Delimitados estos rasgos comunes, ¿qué diferencias y/o contrastes pueden identificarse entre los movimientos de carácter urbano, y aquellos de raigambre rural, indígena o campesina? En primer lugar, cabe afirmar que responden a diferentes territorialidades en disputa, en tanto y cuanto la irrupción y/o mayor visibilización de un sin fin de movimientos de raíz agraria en las últimas décadas, remite a un conjunto de pueblos e identidades étnicas cuyo ámbito central de confrontación y autoafirmación se asienta en espacios comunitarios rurales. Como han planteado Álvaro García Linera (2005), Luis Tapia (2002) y Raquel Gutiérrez (2015), más que frente a “movimientos sociales”, en estos casos estamos en presencia de verdaderas sociedades en movimiento, esto es, de movimientos societales o comunitarios-populares que involucran a una civilización ni plenamente integrada a la lógica capitalista, ni del todo disuelta o desarticulada. Por lo tanto, una primera diferenciación está dada por los respectivos territorios habitados. Las comunidades rurales (zapatistas, del movimiento sin tierra, de los pueblos indígenas de la región andina, así como otras experiencias similares de América Latina) cuentan con un espacio geográfico, pero también con un entramado lingüístico, que al decir de Carlos Lenkersdorf (2008) encarna toda una cosmovisión civilizatoria alternativa a la capitalista, debido a que se configura a partir de la intersubjetividad, y no en función de una oposición tajante entre sujeto-objeto, donde recrear y ensayar relaciones productivas en un sentido amplio, que por ejemplo les permite tener como piso de su construcción política el autoconsumo -aunque más no sea parcial o temporario- colectivo y familiar, o la educación propia y la toma de decisiones autónoma a escala comunitaria y regional (a través de, por ejemplo, los Municipios Autónomos y las Juntas de Buen Gobierno en el caso del zapatismo; o de un Sistema de Educación Propia en los resguardos indígenas del Cauca).

Esta conjunción de ámbitos de autodeterminación, desde ya atravesados por dinámicas contradictorias que distan de mantenerse en “estado puro” o armonía invariante, les ha permitido recuperar, o bien fortalecer, la unicidad cultural, e incluso en algunos casos lingüista y étnica, sin descuidar en paralelo el respeto por la diversidad constitutiva que los alimenta. En efecto, buena parte de los pueblos y comunidades indígenas, afroamericanas y campesinas en resistencia, tienen tierras comunales en donde crían animales, cultivan alimentos y cuentan con bienes naturales para la subsistencia, a la vez que ejercitan ciertos grados de autogobierno territorial. Claro que la ley del valor impregna en parte este tipo de cotidianeidades, pero su intensidad es menor que la que opera en los espacios urbanos.

Los movimientos populares que aspiran a reconstruir vínculos comunitarios en las ciudades no cuentan con un territorio geo-político propio (salvo en una escala por demás micro, como en el caso de ciertos edificios, cooperativas de vivienda y predios “recuperados”), ni con una instancia autónoma de convivencialidad de envergadura. Las grandes ciudades, o bien -aunque en menor medida- la periferia urbana, dificultan por lo tanto la construcción comunitaria, por el territorio específico en el que se realiza esta tarea. Se suele olvidar que las ciudades como tales no son autosuficientes, es decir, que requieren sí o sí del auxilio del campo para solventarse en todos los planos2. En la larga historia de la humanidad, lo contrario no ha ocurrido prácticamente nunca. Y es que el devenir de nuestras sociedades, desde antaño estuvo signado por lo rural como territorio en donde desarrollar la vida misma. Solo recientemente, al calor de la consolidación de la modernidad colonial-capitalista, pasaron a cobrar creciente centralidad las urbes. Como nos recuerda Paul Singer, lo que caracteriza al campo, en contraste con la ciudad, “es que puede ser -y efectivamente muchas veces ha sido- autosuficiente. La economía natural es un fenómeno esencialmente rural. En el campo se practica la agricultura y, en determinadas condiciones, todas las demás actividades necesarias para el mantenimiento material de la sociedad. El campo puede, de esta manera, subsistir sin la ciudad y en realidad precede a la ciudad en la historia. Esta sólo puede surgir a partir del momento en que el desarrollo de las fuerzas productivas es suficiente, en el campo, para permitir que el productor primario produzca más de lo estrictamente necesario para su subsistencia. Es solamente de ahí en adelante que el campo puede transferir a la ciudad el excedente de alimentos que posibilita su existencia” (Singer, 1975: 42).

En segundo lugar, el campo, la selva y las montañas, así como las comunidades rurales en general, son territorios donde el Estado ostenta una mucho menor presencia cotidiana en tanto cúmulo de relaciones de poder simbólico-materiales dotadas de legitimidad. En la trágica historia de conquista y colonización de nuestro continente, o bien en realidades como la colombiana donde la guerra resulta aún hoy un mal endémico, la presencia estatal ha resultado ser ante todo coercitiva, aunque desde hace años incursiona bajo la forma solapada de políticas sociales “asistencialistas” y a través del fomento de megaproyectos de “modernización”, que apuntan a desmembrar los entramados comunitarios y las modalidades de reproducción de la vida sustraídas de la lógica capitalista. Podemos afirmar que el Estado tiene una centralidad y presencia mucho mayor en la urbe (es enemigo inmediato y, simultáneamente, inevitable interlocutor diario), tanto en un sentido negativo (dependencia del sostenimiento y la continuidad en el tiempo, por ejemplo, de los proyectos que despliegan los movimientos territoriales y colectivos barriales, en función de los “recursos” que obtienen o arrancan del Estado a través de sus luchas) como positivo (capacidad más aguda de desestabilizarlo, a partir de una confrontación abierta, o bien de rebeliones populares contra su encarnadura “material”, en tanto la ciudad oficia de centro neurálgico del poder gubernamental).

Si lo concebimos en los términos de Antonio Gramsci como un Estado integral, resulta claro que en las ciudades su dimensión consensual (constituida por el conjunto de instituciones de la sociedad civil, que gestan y difunden una concepción del mundo, compeliendo a la población a validar el orden social dominante y a aceptar un imaginario compartido que involucra relaciones de mando y obediencia asentadas en lo hegemónico) resulta mucho más estructurante de la realidad. Podríamos incluso preguntarnos si aquellos ámbitos rurales en resistencia, comunidades campesinas y pueblos indígenas pueden ser caracterizados como plenamente subalternizados, o si más bien deberían definirse como oprimidos y/o explotados, que se ubican parcialmente por fuera de -y en tensión/antagonismo permanente con- ese universo de significación y materialidad que en las ciudades nos configura, condiciona y fragmenta de manera casi absoluta. La distinción no resulta ociosa, por cuanto esta relación de relativa ajenidad y extrañamiento, respecto de la hegemonía y la concepción del mundo eurocéntrico-liberal, que ha sido internalizada por la población de las ciudades, nos plantea un rasgo específico de este tipo de configuraciones territoriales y, consiguientemente, una estrategia política diferenciada (Ouviña, 2011).

Asimismo, en el ámbito rural -y sin caer en idealizaciones- existen vínculos colectivos y lazos comunitarios que preceden al propio Estado. De hecho, el origen mismo del zapatismo y de otras iniciativas plebeyas que han irrumpido en el contexto del ciclo de impugnación al neoliberalismo, puede entenderse a partir de esta particularidad: como una respuesta al intento de desarticular relaciones y espacios comunitarios ancestrales. La “milpa” es un claro ejemplo de ese espacio colectivo de trabajo, así como el “tequio” o la “minga” en otras latitudes de América Latina, inexistentes salvo excepciones en las ciudades. Incluso en las áreas y barrios periféricos, donde existen numerosos puentes e interconexiones con el mundo rural debido a la composición social y étnica de quienes allí habitan (en muchos casos, provenientes de zonas rurales o con una cierta continuidad de sus formas de vida comunitaria), este tipo de prácticas actualmente sólo tienen una encarnadura parcial (que, no obstante, desde ya no debemos desestimar en términos de radicalidad política) y día a día se ven cada vez más acechadas y desvirtuadas por su creciente subsunción a la lógica mercantil y estatal.

Pero además, en especial en aquellas territorialidades rurales donde han logrado persistir este tipo de relaciones comunitarias, late en ellas una memoria larga y de mediano plazo (acumulada generación tras generación por una colectividad humana que, con el transcurrir de los siglos, muta y se actualiza, tendiendo puentes con las luchas anti-coloniales del pasado y sin dejar de reclamar, en tanto pueblo, el derecho a la diferencia y la supresión de todo tipo de desigualdad), que resulta difícil encontrar en los ámbitos urbanos, por lo general signados por una memoria de corta duración (Rivera Cusicanqui, 2003). En un plano más general, podría decirse que en las ciudades la hegemonía civil de la que nos habla Gramsci, permea de manera mucho más aguda las subjetividades de las personas (que son eso: individuos y no un nosotros a partir del cual co-construirse), desde la manera de vestir y lo que se consume, hasta el carácter, pasando por la gramática normativa (o “formas correctas del buen hablar”, de acuerdo a la irónica definición de Gramsci)3. No es que esto no opere en las comunidades campesinas e indígenas, pero al constituir parte de aquellas instancias y realidades que René Zavaleta ha denominado abigarradas, se superponen -sin confluencia plena- mundos de vida, temporalidades, lenguajes y cosmovisiones que, en los espacios urbanos, se encuentran casi totalmente ausentes, salvo en ciertas zonas y suburbios de las periferias, que ofician de cobijo a las poblaciones rurales forzadamente radicadas allí, como consecuencia de las políticas de despojo de tierras y derechos colectivos en el campo4.

En cambio, en las ciudades y los grandes centros de concentración urbana, se resiste intentando crear espacios y ámbitos comunitarios que territorialicen relaciones sociales de nuevo tipo. Las metrópolis nos compelen a existir como átomos dispersos, sumidos en una temporalidad homogénea que involucra un quiebre violento de las personas entre sí, así como de ellas con respecto a la naturaleza, que deviene un mero “recurso” a explotar. Se es ciudadano (en el cielo estatal) y consumidor (en la tierra mercantil), con intereses y valores individuales y egoístas, profundamente internalizados. Las personas que trabajan juntas no viven necesariamente cerca unas de la otras, y la población que vive cerca muchas veces no tienen ningún contacto entre sí, y a veces ni siquiera se conoce. Por contraste, el zapatismo y otras experiencias rurales como el MST de Brasil, aunque también comunidades, veredas y corregimientos cercanos a ciertos centros urbanos, han logrado la construcción de instancias de contra-poder territorial que tienen como precondición la creación y experimentación de vínculos socio-políticos y (re)productivos no escindidos de lo cotidiano5. A nivel municipal y regional gestionan -claro está, no sin ambivalencias y dificultades- sus propias vidas (en términos educativos, económicos, políticos, culturales y sanitarios). Por eso no es una expresión del todo irónica el afirmar que las y los zapatistas no “activan” ni “militan”, como suele hacerse en las ciudades o los barrios. Antes bien, su propia forma de vida supone una tensión inherente (y en un contexto signado por una fase de nuevo imperialismo, donde la acumulación por despojo asume creciente centralidad, también involucra un antagonismo cada vez mayor) con respecto a los valores y relaciones sociales capitalistas.

A modo de conclusión

Las experiencias desplegadas por este crisol de movimientos populares en América Latina demuestran que lo comunitario es un eje directriz de sus prácticas territoriales y sus modalidades de resistencia cotidiana, pero también evidencian que no es posible reducir lo público ni, menos aún, estos procesos comunitarios a lo estatal, ya que ellos han sido y son moldeados por procesos de sociabilidad e iniciativas autogestivos que lo preceden con creces, por lo que muchos de estos entramados y dinámicas de reproducción de la vida social lo trascienden. No obstante, tampoco parece pertinente disociar de forma tajante lo público y lo comunitario del Estado, ya que se encuentran unidos por lazos sanguíneos y vasos comunicantes difíciles de quebrantar.

En las disputas en y por lo público, así como en la defensa y/o fortalecimiento de los procesos comunitarios, el Estado se presenta de manera simultánea y yuxtapuesta como interlocutor, antagonista, armazón adverso a apropiar y desburocratizar, maquinaria no neutral al servicio de las clases dominantes y los proyectos de “modernización” capitalista, e institucionalidad refractaria por lo general a los intereses populares que, sin embargo, es preciso interpelar para garantizar derechos. Es conjunto de aparatos, cristalización de las luchas y de la correlación de fuerzas, pero también simbología e identidades condensadas en su accionar, arco de solidaridades, redistribución de recursos y concentración de poder, división del trabajo, tensión constitutiva, mediación difusa y frontera porosa que fragmenta e incluye de manera subalternizada. Es parte del problema y a la vez parte de la solución, y he aquí su configuración contradictoria, de “árbitro arbitrario”, que vulnera derechos, pero que al mismo tiempo puede resguardarlos y/o ampliarlos.

Este carácter ambiguo y por ello mismo no monolítico de lo público-estatal, ha implicado que muchas de las iniciativas y proyectos impulsados desde abajo por estos movimientos y asociaciones tanto rurales como urbano-populares, hayan sido creados por fuera (e incluso a pesar) de la institucionalidad del Estado, no obstante lo cual, han decidido asumir como central a la lucha por obtener el reconocimiento por parte de él (exigiendo desde fondos, personal y recursos estatales, hasta el respeto como comunidades y la participación protagónica en la formulación e implementación de ciertas políticas públicas), sin que ello menoscabe las dinámicas internas de funcionamiento democrático que signan a las organizaciones del campo popular, ni suponga su subordinación a las lógicas de la administración y gestión de lo público, que suelen operar en base a mecanismos jerárquicos, burocráticos y delegativos.

Pero también este carácter contradictorio de lo público, conjugado con la crisis vivida a escala global y en nuestra región, permitió que durante este ciclo de impugnación al neoliberalismo otras experiencias fueran gestadas en el seno mismo del Estado, a partir de una confluencia de intereses que buscó conjugar coaliciones políticas y plataformas populares que lograron acceder a ciertos resortes claves del poder gubernamental (por lo general mediante procesos electorales), con presión y movilización desde abajo, explorando una estrategia de tipo intersticial que considera a lo estatal como campo de fuerzas, no neutral pero tampoco en los términos de una fortaleza enemiga sin fisuras y plenamente ajena, y que ha buscado articular una dialéctica entre poder propio y poder apropiado. Así como existieron otras situaciones diferentes, en las que la confrontación y ruptura con el Estado es lo que ha estructurado el proceso de lucha, defensa y resignificación de lo público y de los territorios como bienes comunes, en la medida en que la institucionalidad estatal ha sido y es la principal responsable de atropellos y violaciones sistemáticas que vulneran y desarticulan a estos entramados comunitarios, u oficia de punta de lanza del proceso de reestructuración capitalista al interior de sus fronteras, que privatiza, desregula y descentraliza funciones, recursos y personal, a partir de un neoliberalismo de guerra que hace del despojo de tierras y el quiebre de derechos una constante.

Por lo tanto, tal como han postulado George Caffentzis y Silvia Federici, uno de los desafíos a los que nos enfrentamos hoy en día es “conectar la lucha por lo público con aquellas por la construcción de lo común, de modo que puedan fortalecerle unas a otras”. Y esto, agregan, es más que un imperativo ideológico, ya que “lo que llamamos ‘público’ es la riqueza que hemos producido nosotros y tenemos que reapropiarnos de ella” (Caffentzis y Federici, 2015: 68). Al margen de sus especificidades, una pregunta que resulta transversal a las experiencias y prácticas comunitarias desplegadas por los movimientos populares latinoamericanos, es en qué medida se torna posible ensayar políticas públicas de carácter participativo, que permitan crear y/o refundar una institucionalidad que no sólo involucre la necesidad de tornar la gestión de lo público más permeable a las demandas y exigencias emergentes desde las organizaciones y movimientos territoriales, ya sean éstas urbanas o rurales, sino también a retirar del Estado y de los actores privilegiados (empresariado, élite política, burocracia e intelectualidad académica) el monopolio exclusivo de la definición de la agenda social, así como de la formulación e implementación de las políticas públicas.

Apostar al diálogo de saberes (pero también de sentires y de haceres), se torna más que nunca una necesidad acuciante en el contexto adverso por el que transitan nuestras sociedades, para fortalecer puentes y espacios de producción colectiva del conocimiento y resistir a los embates de un capitalismo que vulnera formas de vida y proyectos de investigación colaborativa. Una dialoguicidad que permita integrar al diverso y complejo entramado comunitario y de articulación de prácticas que ha germinado tanto en campos como en ciudades, vinculadas al buen vivir, la economía popular, la interculturalidad, la soberanía alimentaria y el trabajo digno, y que han permitido sedimentar, no sin contradicciones y tropiezos, otro tipo de relaciones sociales de producción y reproducción sustraídas de las lógicas de explotación y dominio propias del capitalismo, el patriarcado y la colonialidad, con la esperanza de forjar sujetos críticos y autocríticos que rompan con la pasividad a las que los compele el sistema, y asuman en sus manos el desafío de gestar propuestas de vida de carácter autosustentable.

Hoy América Latina constituye un inmenso y variopinto laboratorio a cielo abierto, que involucra procesos comunitarios de experimentación plebeya y ensayos indisciplinados sumamente originales en términos pedagógico-políticos, a pesar de lo cual los estudios e investigaciones junto con y desde los movimientos populares no han cobrado la importancia necesaria. Por lo general han primado lógicas de extractivismo académico e instrumentalización, que han redundado en “cosificar” a estas organizaciones y territorios en tanto meros “objetos de estudio”, negando su potencialidad como intelectuales colectivos que resguardan saberes, producen conocimiento y crean conceptos a partir de su praxis concreta y situada. Redoblar la apuesta por quebrar esta separación tajante que impone el capitalismo entre quienes piensan y quienes actúan, entre trabajo intelectual y manual, requiere desandar lugares comunes y prejuicios mutuos, así como reinventar ciertos principios teórico-políticos y prácticas a partir de las cuales es posible conocer y transformar la sociedad.

Al respecto, quizás un buen punto de partida sea el asumir la frontera como método, es decir, como un punto de vista epistémico y analítico desde el cual observar y ponderar entrecruzamientos y posibles articulaciones, más que bloqueos o meras separaciones tajantes. La migración forzada del campo a la ciudad, que disuelve y delinea contornos (que distan de emparentarse con la clásica idea de “límite”), pero también las dinámicas de investigación donde profesores/as asumen el papel de estudiantes y aprenden de comunidades, organizaciones populares y vecinos/as, diluyendo jerarquías e invirtiendo roles tradicionales, con la misma convicción con que valientes mujeres de barriadas y corregimientos desafían y atraviesan fronteras, entre el trabajo productivo y el reproductivo, entre la esfera pública y la privada, como los proyectos impulsados por movimientos y colectivos que habitan y resisten en el seno mismo de esa otra frontera porosa que va de la informalidad al trabajo digno, que desactiva dicotomías y entrelaza lo reivindicativo con lo político, que conecta en los márgenes lo urbano y lo rural, que yuxtapone exclusión e inclusión, periferia y centro, lo popular y lo comunitario, e involucra un adentro y un afuera simultáneo, dibujando un punto de juntura donde convive lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que aún está naciendo, configura un caleidoscopio que amalgama y complementa saberes sentí-pensantes. En todos estos casos, “la frontera puede ser un método precisamente en la medida en que es concebida como un lugar de lucha” (Mezzadra y Neilson, 2016: 42), un territorio donde resistir y un puente de comunicación para potenciarnos mutuamente. El desafío, creemos, bien vale la pena.

Referencias bibliográficas

Adamovsky, Ezequiel (2003) Anticapitalismo para principiantes. La nueva generación de movimientos emancipatorios. Era Naciente: Buenos Aires.

Aubry, Andrés (2001). “La experiencia de Chiapas y la democracia intelectual: Testimonio de una práctica alternativa de las ciencias sociales”, Discurso en la entrega del Premio Chiapas de Ciencias, San Cristobal de las Casas.

Aubry, Andrés (2011) “Otro modo de hacer ciencia. Miseria y rebeldía de las ciencias sociales”. En Baronet, Bruno, Bayo, Mariana y Stahler-Sholk, Richard (coord.) Luchas “muy otras”. Zapatismo y autonomía en las comunidades indígenas de Chiapas. Universidad Autónoma Metropolitana: México.

Caffentzis, George y Federici, Silvia (2015) “Comunes contra y más allá del capitalismo”, en El Apantle. Revista de Estudios Comunitarios, Sociedad Comunitaria de Estudios Estratégicos, Puebla.

Ceceña, Ana Esther (2008) Derivas del mundo en el que caben todos los mundos. Editorial Siglo XXI: Buenos Aires.

Fernández, Ana María (2006) Política y subjetividad. Asambleas barriales y fábricas recuperadas. Editorial Tinta Limón: Buenos Aires.

Fernándes, Bernardo Mançano (2005) “Movimentos socioterritoriais e movimentos socioespaciais. Contribuçao teórica para uma leitura geográfica dos movimentos sociais”. En Revista OSAL N° 16, CLACSO, Buenos Aires.

García Linera, Alvaro (2005) . La lucha por el poder en Bolivia”, en VV.AA. Límites y horizontes del Estado y el poder. Editorial La muela del diablo: La Paz.

Gramsci, Antonio (2000). Cuadernos de la Cárcel. Editorial Era: México.

Gutiérrez, Raquel (2015). Horizonte comunitario-popular. Antagonismo y producción de lo común en América Latina. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla: Puebla.

Gutiérrez, Raquel (coord.) (2018) Comunalidad, tramas comunitarias y producción de lo común. Debates contemporáneos desde América Latina. Editorial Pez en el Árbol: Oaxaca.

Korol, Claudia (2007). La formación política de los movimientos populares latinoamericanos. En Revista OSAL, Nº 22, CLACSO, Buenos Aires.

Lenkersdorf, Carlos (2008) Aprender a escuchar. Enseñanzas maya-tojolabales.Plaza y Valdes: México.

Mazzeo, Miguel (2005). ¿Qué (no) hacer?. Editorial Antropofagia: Buenos Aires.

Melucci, Antonio (1994). Asumir un compromiso: identidad y movilización en los movimientos sociales. En Revista Zona Abierta Nº 69, Madrid.

Mezzadra, Sandro y Neilson, Brett (2016). La frontera como método. Editorial Tinta Limón: Buenos Aires.

Michi, Norma (2010). Movimientos campesinos y educación. Editorial El Colectivo: Buenos Aires.

Michi, Norma; Di Matteo, Javier y Vila, Diana (2012). Movimientos populares y procesos formativos. En Revista Polifonías, Nº 1, Buenos Aires.

Modonesi, Massimo (2009). Subalternidad, antagonismo, autonomía. Marxismo y subjetivación política. Editorial Prometeo: Buenos Aires.

Navarro, Mina Lorena (2015). Luchas por lo común. Antagonismo social contra el despojo capitalista de los bienes naturales en México. Editorial Bajo Tierra: México.

Offe, Claus (1996). Partidos políticos y nuevos movimientos sociales. Editorial Sistema: Madrid.

Olson, Mancur (1992) La lógica de la acción colectiva. Limusa: México.

Ouviña, Hernán (2004). Piqueteros, zapatistas y sin tierra: nuevas radicalidades políticas en América Latina. En Revista Cuadernos del Sur, Nº 34, Editorial Tierra del Fuego, Buenos Aires.

Ouviña, Hernán (2009). La autonomía urbana en territorio argentino. Apuntes en torno a la experiencia de las asambleas barriales, los movimientos piqueteros y las empresas recuperadas. En Albertani, Claudio; Rovira, Guiomar y Modonesi, Massimo (coord.) La autonomía posible. Reinvención de la política y emancipación. UACM: México.

Ouviña, Hernán (2011). Especificidades y desafíos de la autonomía urbana desde una perspectiva prefigurativa”, en VV.AA. Pensar las autonomías, Bajo Tierra Ediciones, México.

Ouviña, Hernán y Thwaites Rey, Mabel (2018) “El ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina: auge y fractura”, en Ouviña, Hernán y Thwaites Rey, Mabel (comp.) Estados en disputa. Auge y fractura del ciclo de impugnación al neoliberalismo en América Latina, CLACSO y Editorial El Colectivo, Buenos Aires.

Pizzorno, Alessandro (1994). Identidad e interés. En Revista Zona Abierta, Nº 69, Madrid.

Scott, James (2000) Los dominados y el arte de la resistencia. Editorial Era: México.

Rivera Cusicanqui, Silvia (2003). Oprimidos pero no vencidos. Luchas del campesinado aymara y quechua. 1900-1980. Editorial Aruwuyiri: La Paz.

Singer, Paul (1975). Economía Política de la urbanización. Editorial Siglo XXI: México.

Svampa, Maristella (2008). Cambio de época. Movimientos sociales y poder político. Editorial Siglo XXI: Buenos Aires.

Tapia, Luis (2002). La condición multisocietal. Editorial La Muela del Diablo: La Paz.

Tarrow, Sidney (1997). Poder en movimiento. Editorial Alianza: Madrid.

Torres Carrillo, Alfonso (2013). El retorno a la comunidad. Editorial El Buho: Bogotá.

Trejos Arroyave et al (2018). Resistencia a la privatización y alternativas de gestión pública para las empresas municipales de Cali. En Daniel Chávez, Hernán Ouviña, Pablo Vommaro y Mabel Thwaites Rey (editores), Las disputas por lo público en América Latina, CLACSO, IEACL y TNI: Buenos Aires.

Thwaites Rey, Mabel (2004). La autonomía como búsqueda, el Estado como contradicción. Editorial Prometeo: Buenos Aires.

Valdéz Gutiérrez, Gilberto (2009). Posneoliberalismo y movimientos antisistémicos. Editorial de Ciencias Sociales: La Habana.

Wallerstein, Immanuel (2003) “¿Qué significa ser hoy un movimiento anti-sistémico?. En Revista OSAL Nº 9, CLACSO, Buenos Aires.

Zibechi, Raúl (2005). Espacios, territorios y regiones: la creatividad social de los nuevos movimientos sociales en América Latina. En Revista Contrahistorias 5, México.

Zibechi, Raúl (2006). Dispersar el poder. Los movimientos como poderes antiestatales. Editorial Tinta Limón: Buenos Aires.

Notas

1 Este eje resulta de particular importancia en la discusión sobre qué hacer con las empresas de servicios públicos privatizadas, particularmente en los países donde existe una vocación pos-neoliberal. Si bien tiende a ser hegemónica la propuesta de su mera “re-estatización”, cabe pensar en formas alternativas de control social directo, sobre la base de la expansión de instancias democráticas de (auto)gestión colectiva, donde emerjan como protagonistas centrales tanto las y los usuarios como los trabajadores que las integran. Dentro de una variada gama de experiencias, la propuesta de Sintraemcali en el caso de las Empresas Municipales de Cali en Colombia es emblemática al respecto. Para un análisis en profundidad de su proyecto, véase Trejos Arroyave et al (2018). 2 “Sin campesinos no hay ciudad”, nos comentó una integrante de la Asociación Agroecológica Campo Vivo en nuestra visita al Corregimiento Las Palmitas, en Medellín, Colombia.
2 “Sin campesinos no hay ciudad”, nos comentó una integrante de la Asociación Agroecológica Campo Vivo en nuestra visita al Corregimiento Las Palmitas, en Medellín, Colombia.
3 La gramática normativa, retomando a Gramsci (2000), hace referencia a las formas en que las relaciones de dominio co-constituyen a -y se cristalizan en- nuestro lenguaje cotidiano, moldeando la subjetividad de tal manera que resulte acorde a las relaciones sociales que solventan al capitalismo, así como también los vínculos patriarcales, coloniales y racistas hegemónicos. No es posible, desde esta perspectiva, desacoplar al lenguaje del contexto social y político dentro del cual su gramática está necesariamente inmersa. La introyección, por parte de la mayoría de la población, de su propia subordinación a estas múltiples relaciones de poder, está dada también por la predominancia de un conformismo gramatical, que establece “normas” o juicios de corrección y sanción (una especie de “censura intersubjetiva”) al momento de simbolizar la realidad que nos circunda, neutralizando aquellas gramáticas alternativas y alterativas.
4 Si bien no podemos desarrollarla, cabe plantear como hipótesis tentativa que, tanto en las barriadas periféricas y en ciertas comunas o parroquias, como en las zonas periurbanas, donde la frontera entre campo y ciudad resulta más difusa, y la población que allí vive proviene (directa o indirectamente) de ámbitos rurales en los que los lazos comunitarios tienen un rol fundamental, existe mayor probabilidad de recrear, sobre nuevas bases simbólico-materiales, ese mundo de vida comunal y potencialmente anti-capitalista. Es importante tener en cuenta que en muchos países de Latinoamérica, la mayor parte de los indígenas y un porcentaje considerable de población de origen campesino habitan en centros urbanos: en la ciudad de Santiago (Chile), hay por ejemplo más del doble de mapuches que en las comunidades del sur del país; en El Alto (Bolivia) se han asentado cientos de miles de aymaras; en Lima (Perú), también se ha producido una “indianización” de los barrios de la periferia, producto de los desplazamientos forzados desde la Sierra como consecuencia del terrorismo de Estado y de las políticas de despojo de tierras, al igual que en Guatemala. Por su parte, el Distrito Federal en México cobija a alrededor de un millón de personas de raíz indígena, diseminadas en infinidad de intersticios donde late y subsiste, contradictoriamente, el modo de vida rural. Al similar acontece en Colombia. En el caso específico de Medellín, el 70% del territorio del municipio es rural, y más de 50 mil personas viven en los 5 corregidores manteniendo formas comunitarias de producción y resistiendo a los embates de megaproyectos de “desarrollo”, pero también en ciertas Comunas donde han sabido resignificar y actualizar estos lazos en común. Todos ellos son un claro ejemplo de este tipo de territorialidades sincréticas que resultan asediadas cada vez más por la dinámica de acumulación capitalista.
5 Si bien no podemos extendernos, merecen destacarse en este sentido ciertas experiencias urbano-populares que particularmente durante los años ochenta han emergido y desplegado proyectos en esta clave en las ciudades. Las periferias del estado de México y el conurbano bonaerense, son ejemplos emblemáticos en cuanto a movimientos que han surgido con un común horizonte que entrelaza arraigo territorial y proyección comunitaria.
HTML generado a partir de XML-JATS4R por