Bienes Comunes y Sociedad
Recepción: 26 Junio 2020
Aprobación: 12 Febrero 2021
Resumen: En este trabajo dialogamos con conceptos provenientes de los estudios de juventudes y necropolitica y otros del campo del marxismo agrario para discutir sobre las formas particulares que adquiere el juvenicidio en las juventudes rurales colombianas, materializadas por el despojo de tierras y el desplazamiento forzado. Cabe mencionar que el 50% de las personas desplazadas han sido niños y jóvenes, siendo ya tres generaciones a las que se les han expropiado la tierra violentamente. Medio siglo de conflicto armado que impacta generacionalmente con su herida de violencia, pobreza y que continúa excluyendo a las poblaciones jóvenes.
Palabras clave: juventudes rurales, juvenicidio, despojo de tierras, desplazamiento forzado.
Abstract: In this work we dialogue with concepts from the studies of youth and necropolitics and others from the field of agrarian Marxism to discuss the particular forms that juvenicide acquires in Colombian rural youth, materialized by land dispossession and forced displacement. It is worth mentioning that 50% of the displaced persons have been children and young people, which means that three generations have already had their land violently expropriated. Half a century of armed conflict that impacts generationally with its wound of violence, poverty and that continues to exclude young populations.
Keywords: rural youth, juvenicide, land dispossession, forced displacement.
Introducción
Este artículo resulta de la reelaboración del trabajo final del Diplomado en Juvenicidio y vidas precarias en Latinoamérica (Colegio de la Frontera Norte) realizado en noviembre de 2019. Para tal fin, nos hemos propuesto integrar dos miradas: por un lado continuar una línea de estudio ya iniciada en los espacios sociales rurales de Argentina (provincia de Mendoza) y a su vez sumar las discusiones en torno a las formas que adquiere el Juvenicidio en los espacios rurales. Así anunciado, haremos foco en las juventudes rurales, pero en este caso desde un enclave territorial latinoamericano, específicamente colombiano y desde un marco teórico poscolonial, inscripto en la sociología rural y en estudios sobre juventudes y necropolitica en nuestro continente1.
De acuerdo al Panorama Social de la CEPAL (2018), en nuestro continente hay 182 millones de pobres, y dentro de este grupo quienes residen en zonas rurales son un 20% más pobre que los urbanos. Por otro lado, y tomando de referencia a la edad de las personas, la CEPAL dirá que la pobreza se incrementa en un 19% en aquellos que tienen menos de 14 años y es más alta que el rango de 35 a 44 años. Así, en el ranking de la pobreza y de los orillados latinoamericanos, jóvenes y niños de territorios rurales son un 40% más pobre que el resto, debido a que son doblemente excluidos: por su condición etaria y territorial. Sin duda estas cifras ocultan la clase, el género, la etnia, como intersecciones de esta situación de pobreza.
Nos valdremos del aporte de los conceptos de Juvenicidio (Valenzuela, José Manuel, 2018) y Juvenicidio expandido o gota a gota (Muñoz, German, 2018) para comprender las afectaciones generales derivadas por el despojo del territorio en las juventudes rurales, en el marco del conflicto armado colombiano. Para ello, vamos a identificar y hablar sobre algunas consecuencias en las generaciones jóvenes rurales socializadas en la guerra. Por lo mencionado observaremos en un sentido más amplio algunas formas del Juvenicidio en las juventudes rurales colombianas, como lo son las vidas precarias (necrozonas) y las identidades juveniles desacreditadas y afectadas por el arrebato de la tierra, marcadas por el desplazamiento forzado y su consecuente descampenización.
Cabe mencionar que este trabajo, se ha construido con el aporte de fuentes secundarias (informes, censos, investigaciones, evaluaciones, entre otros) con el fin de situar y contextualizar las ruralidades colombianas, (campesinas, indígenas, afro descendientes) y dentro de ellas los grupos sociales jóvenes.
En un primer momento, nos situaremos en la configuración de las ruralidades atravesadas por el modelo neoliberal agroexportador en Latinoamérica. Luego desarrollaremos como avanza el capital sobre el agro en su afán de acumular tierras valiéndose del despojo y la violencia. En un tercer momento hablaremos de las juventudes rurales en la región y desarrollaremos algunos aspectos la condición social de las y los jóvenes colombianos de espacios rurales: abandono forzado del territorio, la pobreza y el desplazamiento. Seguidamente, profundizaremos en el impacto generacional del conflicto armado en las poblaciones jóvenes del campo colombiano, entendiendo que el desplazamiento forzado y la descampenización son formas en que se manifiesta el juvenicidio.
A continuación, presentaremos el contexto de la discusión acerca de las juventudes rurales colombianas.
Modelo neoliberal agroexportador en la región, las formas del juvenicidio gota a gota
Para situar a las juventudes rurales de nuestro continente, haremos una referencia a recientes transformaciones del agro y sus características en este nuevo modelo de desarrollo Neoliberal iniciado con el triunfo de la globalización. Esta derrota para nuestras sociedades periféricas y postcoloniales tuvo como ritual de inicio la firma de los TLC (Tratados de libre comercio) con el imperio norteamericano, como fue en el caso colombiano (Plan Colombia) con clara incidencia en la destrucción de formas agrícolas previas y a su vez en la retirada/desmantelamiento del estado. De esta manera, se implementaron las llamadas “modernizaciones” estatales que se desarrollaron sincronizadamente en la región rezando el Consenso de Washington punto por punto para así poder desembolsar millones de dolares que endeudaron el futuro de la región. Este “dominio excluyente del capital sobre las clases explotadas (Rubio, 2003) define “vidas prescindibles” (Valenzuela, 2018) pues por su carácter depredatorio ya ni necesita explotarlos, así la fuerza laboral, otrora supernumerarios se convierte en desechable. Para hablar de estudios de juventudes, violencia y necropolitica en este tiempo, cobra relevancia el concepto de Juvenicidio, desde el cual Valenzuela dirá que a partir de él se puede repensar y definir la precarización y asesinato sistemático de la gente joven, que atentará contra sus condiciones de vida y sus representaciones, su des ciudadanización, su criminalización, su desacreditación identitaria y su reducción a la condición de nuda vida, sacrificable, su muerte artera”. (Valenzuela, 2019:64) El mencionado autor mexicano sostiene que el estado tiene responsabilidad en estas muertes persistentes y sistemáticas de jóvenes en la región, debido a que han sido reducidos a juvenissacer2.
En este escenario signado por la necropolitica3 imperante, las vidas prescindibles para el poder cobran relevancia, así ser joven y campesino/a, además reconocerse indígena o afrodescendiente en los espacios rurales latinoamericanos irán definiendo nuevas formas de resistencia a la precarización de la vida y las necrozonas. En especial nos surge el interrogante a acerca de las juventudes campesinas en el caso colombiano, donde además existe un conflicto armado, localizado no casualmente en las zonas rurales de ese país, pues la guerra es un medio de establecer la soberanía, tanto como un modo de ejercer el derecho a dar la muerte (Mbembe,2011:5). ¿Cuáles son las formas que adquiere el Juvenicidio en contextos de violencia y despojo de tierras, en donde la identidad de joven campesino/a es desacreditada, criminalizada y expulsada a las comunas urbanas? Desde una perspectiva generacional, el conflicto armado en el campo colombiano lleva más de 60 años, razón por la cual los abuelos de las y los actuales jóvenes pudieron conocer una vida sin guerra.
Los territorios rurales latinoamericanos son espacios complejos y constituidos en una dinámica de entrecruzamientos sociales, culturales, históricos, políticos que definen cotidianamente las posibilidades de la existencia/resistencia misma de sus poblaciones (campesinas, indígenas, afrodescendientes, entre otros). Así mismo, es importante dimensionar la población rural de Latinoamérica, pues el 30% vive y desarrolla sus actividades principales en el área rural y además el 25% de la Población Económicamente Activa (PEA) se dedica a actividades agropecuarias. En nuestro continente latinoamericano, de acuerdo a cifras del CELADE (Centro Latinoamericano y Caribeño de Demografía), la población rural alcanza a unos 125.300.936, lo que simboliza un 24.67% del total de la población. Si analizamos la cifra de dicha población que se encuentra entre los 15 y los 29 años, la cifra es de 32.574.098, lo que en porcentaje es de un 25.99% son demográficamente jóvenes.
Cabe mencionar que el marxismo agrario se ha ocupado de discutir el destino del campesinado y la persistencia misma frente al avance del capital. De esta manera nos referiremos al debate clásico, en este caso desde el marxismo, acerca de la denominada descampenización, en términos de Lenin o la desaparición de los campesinos, en palabras de Marx, ya que para el último autor estos se convertirían en proletarios industriales al asalariarse vendiendo su fuerza de trabajo. Así, dirá que:
(…) no bien la producción capitalista se apodera de la agricultura (…) la demanda de población obrera rural decrece en términos absolutos a medida que aumenta la acumulación del capital que está en funciones de esta esfera (…) Una parte de la población rural, por consiguiente, se encuentra siempre en vías de metamorfosearse en población urbana o manufacturera (Marx, 1986, p.800).
Siguiendo la discusión, Lenin afirma a propósito del desarrollo del capitalismo en Rusia, que los datos revelan que se da: “el constante y rápido aumento de la desintegración: por una parte, los ‘campesinos’ abandonan la tierra y la dan en arriendo (…) los campesinos se marchan a la ciudad, etc” (Lenin, 1985, p. 170). El mismo autor, al referirse a los campesinos pobres, los incluye en el proletariado rural y los ubica dentro del sistema capitalista dado que “los campesinos han ocupado ya un lugar del todo determinado en el sistema general de la producción capitalista, precisamente el lugar de obreros asalariados agrícolas e industriales” (Lenin, 1985, p. 168). En el mismo sentido, Eduardo Azcuy Ameghino dirá que:
Sin descampenización suficiente no es posible el afianciamiento del capitalismo, pues la unidad socio productiva de tipo campesino-familiar se basa en la absorción del trabajo (en calidad de productores directos) del grupo doméstico, mientras que el capitalismo es un régimen de producción basado en el sistema de trabajo asalariado (Azcuy Ameghino, 2003:61).
Entre las décadas del 60 y 70, en nuestras sociedades periféricas se pensaba lo rural como pre capitalista y atrasado, que sería absorbido por lo urbano a medida que desarrollaran las fuerzas del capitalismo en el campo. Así, la modernización era entendida como el proceso mediante el cual las llamadas estructuras sociales tradicionales eran transformadas en unas más ‘avanzadas’. Esto fue sostenido por los teóricos de la modernización que funcionaron como sustento de numerosas políticas de desarrollo rural en la región (Rosales, Carla, 2017, p. 100). Por otro lado, entendemos que el signo imperante de estos tiempos de neoliberalismo en Latinoamérica son la exclusión y el despojo de una vasta población a la cual el sistema ha segregado. Armando Bartra dirá en este sentido:
El capital ha penetrado hasta los últimos rincones y lo impregna todo. Amo y señor, el gran dinero devora el planeta asimilando cuanto le sirve y evacuando el resto. Y lo que excreta incluye a gran parte de la humanidad que en la lógica del lucro sale sobrando. El neoliberalismo conlleva una nueva y multitudinaria marginalidad: la porción redundante del género humano, aquellos a quienes los empresarios no necesitan ni siquiera como “ejército de reserva”, los arrinconados cuya demanda no es solvente ni efectiva, cuyas habilidades y energías carecen de valor, cuya existencia es un estorbo.
El capital siempre se embolsó el producto del trabajo ajeno, hoy expropia a cientos de millones de la posibilidad de ejercer con provecho su capacidad laboral.(…) El saldo es explotación intensificada y exterminio. Al alba del tercer milenio el reto es contener tanto la inequidad distributiva como el genocidio. Porque dejar morir de hambre, enfermedad y desesperanza a las personas sobrantes es genocidio, quizá lento y silencioso pero genocidio al fin (Bartra, 2014, p. 10).
En este sentido Blanca Rubio dirá que la sociedad latinoamericana mudó de rostro, se transformó cabalmente.
(…) Lejos quedaron los días en que ser campesino significaba trabajar la tierra, recibir apoyo estatal, vender la cosecha, ser explotado. (…) Soplan vientos neoliberales y el campo se encuentra devastado (Rubio, Blanca, 2003).
Las empresas agroalimentarias inundan el mercado interno con insumos importados y dejan que el frijol, el trigo, maíz y el arroz se pudran en los campos. En la era del desperdicio los productores nacionales aparecen como desechables (Rubio, 2003 17). Achille Mbembe, situado desde la Necropolitica, dirá que los actuales regímenes políticos obedecen al esquema de “hacer morir y dejar vivir”, además entiende que la cosificación del ser humano es propia del capitalismo, estudiando las formas en que este se convierte en mercadería susceptible de ser desechada. Por otra parte, Sayak Valencia habla sobre el Capitalismo Gore, y lo define como:
(…) una fase del capitalismo que implica la creación de plusvalía a través del uso de la violencia extrema para producir cuerpos muertos como mercancías, y la necropolítica, prácticas concretas y simbólicas para gestionar la muerte y sus procesos (Sayak Valencia, 2016).
En la era del mercado, los campesinos no encuentran quien valide su producción, son un gasto excesivo para los gobiernos, han perdido el poder del voto corporativo, se encuentran en un plano de sombra. Las agroindustrias los explotan excluyéndolos, al tiempo que velan dicha explotación excluyéndolos mostrándolos como incompetentes. Blanca Rubio (2003) explicará los rasgos que adquiere la agricultura cuando ingresa la agroindustria exportadora: fuerte polarización productiva, un crecimiento moderado del producto, un avance muy acelerado de la exportación, en contraste con el declive de la producción de alimentos básicos para el mercado nacional, la integración de una reducida elite de productores y la exclusión de una amplia masa de campesinos. Esta nueva fase agroexportadora neoliberal avanza excluyendo a los productores y eso produce descontento entre los parias y desarrapados que se han vuelto mayoría (Rubio, 2003, p. 20). En el caso colombiano la polarización entre campesinos y la elite empresarial se haya consolidada, como señalan Osorio, Jaramillo y Orjuela (2011):
Las políticas del sector agropecuario estimulan el sector empresarial y marginan la economía campesina y los grupos étnicos rurales. El país aumentó ocho veces la importación de alimentos y experimentó un fuerte deterioro de sus ingresos y del empleo por la pérdida de cerca de 800.000 hectáreas dedicadas a cultivos. La producción de alimentos, eje central de la economía campesina, se ha relegado, y se ha impuesto la producción agrícola extensiva, en monocultivo, destinada a la cadena agroindustrial (…) La brecha de la estructura bimodal, campesina y empresarial, se amplía en todas sus dimensiones al concentrar los recursos y programas de crédito, tierra, empleo, tecnología en un sector y unos productos (Osorio, Jaramillo y Orjuela, 2011, p. 11).
En este sentido, lo que en un sentido marxista antes fue “ejército de reserva” hoy Bartra dirá a propósito de las respuestas de los excluidos del sistema:
Porque, si el absolutismo mercantil hace agua en lo que tiene de dispar y contrahecho, si sus tensiones se agudizan en la “periferia”, entonces los contestatarios por excelencia serán los orilleros; los hombres a los que el sistema devora y excreta alternadamente; los expoliados y excluidos: las mujeres, los indios y los campesinos, los trabajadores por cuenta propia, los desempleados urbanos y rurales, los “alegales” (…) (Bartra, 2007, p.14).
El mismo autor mexicano, a propósito de la población “desechable” para el sistema, hablara de ‘paracapitalismo’ para señalar la zona de informalidad al que el capital no se arriesga a tocar por miedo a perder:
Una franja explosiva de las actividades paracapitalistas es la llamada “economía informal” o “subterránea”, definida legalmente por su irregularidad pero conformada por legiones de mini empresarios de subsistencia, que habitualmente son clientelas cautivas de proveedores clandestinos y líderes urbanos pero que en cuanto tales pueden definirse como trabajadores por cuenta propia: excluidos económico-sociales que se decidieron a dar portazo ingresando al mercado por la puerta falsa de la “informalidad” (Bartra, 2007, p. 19).
En este sentido Osorio, Jaramillo y Orjuela (2011) nos dirán que la lucha antidrogas se libra de manera importante en el campo, acompañada de una fuerte represión que afecta a pequeños productores y jornaleros, muchos de ellos niños/as y jóvenes, mientras los carteles del narcotráfico se insertan exitosamente en la economía legal y en las estructuras de poder político en alianza con el paramilitarismo. Este es un claro ejemplo de la configuración de necrozonas que se presentan a las y los jóvenes despojados de su tierra y su trabajo rural, o las estrategias de supervivencia en actividades consideradas ilegales o aquellas actividades informales que el capital no va a disputar, ya sea en las veredas como en los pueblos.
Acumulación originaria: despojo, violencia y avance de las necrozonas
La lucha por la tierra en el marco del conflicto armado colombiano fue el inicio y formó parte sustancial del programa político de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FACR-EP) a mediados de la década del 60 del siglo XX. Fue central el cuestionamiento del latifundio y el reclamo sistemático por la reforma agraria y la distribución de tierras a la población campesina- indígena. De acuerdo a la revisión bibliográfica y observando el acuerdo de paz4 firmado en la Habana, se intenta poner fin a décadas de sucesivas políticas represivas en el marco del conflicto armado. Una de ellas fue el Plan Colombia, implementada por más de 15 años y luego la llamada “política de seguridad ciudadana” (2002-2010) que marcaron picos en la violencia de los enfrentamientos armados. Más allá del acuerdo, cobra actual relevancia dentro del conflicto armado la presencia del paramilitarismo en el campo colombiano, expresando cruelmente su vigente violencia. Por otro lado, es también una pieza clave en el avance del capital dentro del agro sobre los territorios con su lógica exportadora y extractivista. Karl Marx nos hablaba del “secreto de la acumulación originaria” para revelarnos que dentro de un sistema colonial a la tierra nadie la compró, sino que fue apropiada violentamente, constituyéndose así en la base de la acumulación capitalista. Beltrán Ruiz et. al. (2016), en el libro Dime que paz quieres y te diré que campo cosecha señalan al paramilitarismo como una estrategia de acumulación por desposesión violenta. Siendo una de las consecuencias el abandono de las tierras por el desplazamiento forzado. Marx denomina a la acumulación originaria como el momento de consolidación de la clase capitalista, precisamente cuando grandes masas de hombres son despojados repentina y violentamente de sus medio de subsistencia “(…) Sirve de base a todo este proceso la expropiación que priva de su tierra al productor rural, al campesino” (Marx, 2011, p.7). Por lo mencionado, entendemos que la terrorífica función del paramilitarismo es económica y de esa manera opera activamente en el campo colombiano. Osorio, Jaramillo y Orjuela (2011) dirán al respecto que:
Los intereses del paramilitarismo se mueven entre la búsqueda de rentas y de acumulación y la politización, al tiempo que muestran diversos grados de autonomía y relación con el Estado. Ya sea como empresarios de la coerción, señores de la guerra o expresión del gamonalismo armado, se consolidan a mediados de la década del 90 (…) Ellos se amparan y nutren con el apoyo y las alianzas de múltiples sectores económicos, políticos y sociales, recomponiendo de manera acelerada y violenta las redes de poder local, regional y nacional, como lo muestra la denominada parapolítica (2011, p. 10).
Por lo mencionado, el paramilitarismo en el campo colombiano es la herramienta de terror y muerte por medio de la cual se concreta la acumulación originaria avanzando así la devastadora lógica capitalista. Cobran sentido en el engranaje de la maquinaria de muerte las masacres y asesinatos de campesinos por resistirse a abandonar sus tierras o los asesinatos de líderes sociales que apoyan y demandan su restitución. Las autoras mencionadas afirman que el conflicto armado ha producido una reconcentración de la propiedad rápida y creciente, a través del desplazamiento forzado y el despojo. La histórica concentración de la propiedad rural alcanza hoy un coeficiente de Gini de 0,86 al cual ha contribuido de manera importante la guerra. Amparados en la intimidación y en la complicidad de las autoridades locales y regionales, se han usurpado tierras a través de negocios legales e ilegales. En este sentido, las autoras advierten que:
Las políticas de fomento campesino, históricamente precarias, han sido radicalmente desmontadas, imponiéndose una propuesta de orden agroempresarial, implementada con rapidez, en muchos casos, en función de las dinámicas de la guerra (Osorio, Jaramillo y Orjuela, 2011, p.2).
Estas ideas reflejan con claridad la diada entre guerra y agronegocios, mutuamente interrelacionados, pero con la particular forma descampenizante que está dada por la exclusión de un sobrante de fuerza de trabajo no explotable.
Karl Marx identifica a los siguientes factores fundamentales en la acumulación originaria: los valiosos recursos naturales, el exterminio, la esclavización y la caza de personas, estos se han actualizado en tiempos de globalización neoliberal y han adquirido siniestras formas con tal de alcanzar tal fin. Situados en las tendencias generales del modelo imperante, tanto en el agro latinoamericano como en el colombiano, señalaremos como una forma juvenicida el despojo violento de la tierra, que expulsa de a tantas jóvenes rurales a condiciones de precariedad y a zonas de riesgo potenciadas por su vulnerabilidad, la desacreditación y el estereotipamiento de las identidades de las y los jóvenes rurales desplazados (la sola referencia a sus pueblos de origen los convierte ante la mirada urbana en posibles guerrilleros). El desplazamiento forzado produce una severa desterritorialización rural que tiene como contraparte una dinámica de urbanización precaria y marginal, en donde los recién llegados son mirados a través de estigmas derivados de la polarización de la guerra. Vistos con una fuerte sospecha moral en tanto sobrevivientes, los campesinos ahora desplazados y víctimas de los actores armados son responsabilizados pues “por algo será que los persiguen”. La estigmatización por el desplazamiento forzado de estos grupos se complejiza en la competencia por recursos estatales escasos. Además, los impactos y daños son vividos y manejados de manera diversa según experiencias relacionadas con el género, la etnia, la edad, la región, entre otros referentes.
Estas “zonas de riesgo”5, dirá Valenzuela (2019), expresan relaciones desiguales en el campo cultural y simbólico y se construyen a partir de escenarios sociales definidos por prejuicios, estigmas y estereotipos, desde los cuales reproducen diversos ordenamientos heteronormativos basados en clasismos, racismos, nacionalismos, machismos, sexismos. En las zonas de riesgo se remite a los otros, las no personas, los canallas, los no ciudadanos, los desechables, los sacrificables, los precarizados, los monstruos, los homosacer, los ilegal alliens. Así, el despojo violento de la tierra y el posterior desplazamiento forzado de las y los jóvenes rurales colombianos es la manifestación de un proceso más complejo, silencioso, gota a gota, donde las amenazas y atentados con la vida, el reclutamiento forzado, el abandono de la escuela (o la imposibilidad de acceder por el cierre de las mismas en los pueblos a causa del conflicto armado) puso a este grupo en varios escalones de desventaja pues la inserción educativa ha sido una de las expulsiones estructurales de las y los desplazados. “Las zonas de riesgo implican la conjunción transversal de adscripciones precarizadas y subalternas” (Valenzuela, 2019, p. 73) abordaremos más adelante alguna de ellas, luego de mostrar algunos datos de la región.
Juventudes rurales colombianas, las formas del juvenicidio: pobres, despojados y desplazados
El informe realizado por Juan Moreno Belmar y Ariel Villalobos (2010), dirá que la población considerada etariamente joven supera los 30 millones en nuestra región y dentro de ella cerca del 23% se considera rural (CEPAL, 2005). Siguiendo las alarmantes cifras del reciente Panorama Social respecto de la condición de pobreza, podemos estimar que cerca de 7 millones de personas en la región son un 40% más pobre por ser jóvenes y campesinos. Este punto cobra relevancia a contraluz de las dimensiones del Juvenicidio, pues la precarización social y económica de estos jóvenes rurales devienen en función del estigma y el racismo del proyecto necrofílico dominante. (Valenzuela, 2019).
Cabe señalar que la invisibilidad política de las juventudes rurales también se ha replicado en el campo científico y académico y su escaso estudio se ha justificado en el escaso peso demográfico de la población rural en nuestro continente (cerca del 25%). Como decíamos, la invisibilidad de este grupo en la agenda pública y los medios hegemónicos de comunicación se traducen en la desatención de muchos poblados a los que histórica y estructuralmente no cuentan con presencia estatal (o la misma es escasa o precaria), léase: políticas públicas de salud, educación, servicios públicos, comunicación, etc. Justificada la ausencia estatal en la poca concentración demográfica y en el incremento de los costos al acercar estos servicios a los espacios rurales. La constante ausencia estatal en territorios rurales justificada por su despoblación o justificación por costos onerosos de los servicios, falta de presupuesto o personal, etc. contribuye a la conformación de procesos estructurales de precariedad conformando verdaderas necrozonas, como lo hemos mencionado o “zonas de sacrificio”6 para las juventudes rurales. En estos procesos de precarización de la vida de las y los jóvenes rurales identificamos a un juvenicidio expandido, o bien en términos de German Muñoz (2018), juvenicidio gota a gota, en donde el estigma de ser joven campesino se potencia con otro repertorio de adscripciones identitarias desacreditadas como lo son ser guerrillero, cocalero, indígena, negro, etc. La invisibilidad que nos da la pista de la proscripción de este grupo social desde el poder mismo, así pues las y los jóvenes rurales invisibles cuyas vidas valen poco y son sacrificables, son identidades precarizadas.
En este sentido, Osorio, Jaramillo y Orjuela (2011) dirán que se aprecia que Colombia ocupa un lugar marginal dentro de los estudios sobre juventud rural en América Latina. En estados del arte realizados sobre juventud rural en América Latina (Kessler, 2005; Caputo, 2006) no se encuentran referencias de estudios realizados sobre juventud rural en Colombia.
A propósito de la invisibilidad teórica de la que veníamos hablando, las autoras antes mencionadas dirán que los estudios existentes en torno a la juventud rural en Colombia responden a inquietudes puntuales de autores que de forma aislada y poco continuada han desarrollado reflexiones en torno a los jóvenes rurales. A diferencia de la juventud urbana, el estudio de la juventud rural no ha sido sistemático. No existen centros de investigación o instituciones dedicadas al estudio continuo y el desarrollo de esta temática.
Es llamativo este silencio teórico a cerca de las juventudes rurales colombianas, cuando las realidades de este grupo demuestran claras formas de juvenicidio con un saldo de 5700 jóvenes asesinados extrajudicialmente por fuerzas del estado, según denuncias registradas en la fiscalía y en informes por la Memoria, justamente el conflicto armado se ha localizado históricamente en las zonas rurales de Colombia. Esta distancia geográfica y social de la guerra provocó un fenómeno de invisibilidad y negación colectiva del conflicto para las poblaciones urbanas.
Según el censo nacional, realizado el año 2005, la población colombiana que se encuentra en el rango de edad 15-29, asciende a 10.856.360 habitantes, lo que corresponde al 26,2% de la población total del país. De esos jóvenes, existen en Colombia unos 2.476.864 que viven fuera de las cabeceras municipales, lo que equivale decir, que son jóvenes rurales. En relación con la población total a nivel nacional, la juventud rural colombiana llega a representar el 5,97%, y respecto a la población rural a nivel nacional, su importancia relativa es del 24,9%; un poco más baja que la proporción urbana. En el informe llamado Algunos datos sobre la juventud rural en América Latina y Colombia, realizado por Moreno Belmar y Villalobos (2010) se afirma que:
Según los datos censales, la suma de población indígena, negra (afrocolombiana) y otros grupos pequeños, logran representar el 23,9% de la juventud rural del país. La presencia juvenil indígena en las zonas rurales es de 283.309 habitantes, superando por lejos a la suma de todos los indígenas que viven en zonas urbanas (81.936). Por su lado la población afrocolombiana tiene mayor presencia urbana que rural, pero aun así logra superar a la población indígena en los sectores rurales con 304.983 habitantes (Moreno Belmar y Villalobos, 2010).
Otro trabajo consultado es Juventud, narrativa y conflicto, una aproximación al estado del arte de su relación, de Victoria Sepulveda y Nelvia Agudelo (2011), en donde señalan que en el concierto internacional, se destaca el informe anual que presenta la Organización de Naciones Unidas sobre los jóvenes (Youth Report, 2003 y 2005) y el texto International perspectives on youth conflict and development de Daiute et al. El trabajo:
Señala a los jóvenes como el grupo demográfico que más muere por causas externas y que más muerte causa. Agrega que en el pasado decenio, alrededor de dos millones de niños y jóvenes fueron asesinados o perecieron en conflictos armados, y cinco millones quedaron discapacitados. Así mismo, el informe plantea la preocupación porque la exposición a la violencia durante los años de formación puede ejercer una influencia definitoria en la personalidad de los jóvenes que participan como agentes o víctimas en un conflicto armado. Los efectos de un conflicto armado en el bienestar físico y mental de los jóvenes y en sus perspectivas futuras (…) (Naciones Unidas, 2003 y 2005) (Sepúlveda, Agudelo, 2011, p. 13).
A partir de la revisión bibliografía sobre la producción colombiana sobre las juventudes rurales, propongo como una anticipación de sentido, que al existir un fuerte estigma de la guerrilla vinculado a estos grupos sociales, las juventudes rurales corren una suerte de invisibilidad fruto de la criminalización y sanción social que los grupos armados portan con mayor proporción que la impunidad estatal imperante o la mano negra del paramilitarismo.
Tres generaciones jóvenes despojadas de su tierra: descampenización juvenicida
Tras la firma del acuerdo de paz en la Habana, realizado solo con las FARC, actualmente teniendo sus retrocesos y si prestamos atención las nuevas víctimas de líderes sociales, indígenas, ambientalistas y más recientemente nuevas masacres a población civil7. Desde la década del 60 las comunidades rurales colombianas han sido escenario y testigo a la vez de una escalada de violencia territorializada por el conflicto armado.
En medio de la impunidad que configura una aparente y frágil democracia es claro que, en el caso colombiano, la guerra ha sido una eficiente estrategia para for¬talecer los procesos de concentración de la tierra y de los recursos en general. Una guerra prolongada y de baja intensidad se corresponde con una democracia formal de baja intensidad que, en nombre del bien común, favorece la entrada de grandes capitales y la reconversión de los territorios hacia esos intereses. En ese sentido, el desplazamiento forzado ha sido una constante histórica motivada por la búsqueda de acumulación por desposesión (Osorio, 2014, p. 32).
El informe Basta Ya! Grupo de Memoria Histórica (GMH) permite confirmar que entre 1958 y 2012 el conflicto armado ha ocasionado la muerte de por lo menos 220.000 personas, cifra que sobrepasa los cálculos hasta ahora sugeridos. A pesar de su escalofriante magnitud, estos datos son aproximaciones que no dan plena cuenta de lo que realmente pasó, en la medida en que parte de la dinámica y del legado de la guerra es el anonimato, la invisibilización y la imposibilidad de reconocer a todas sus víctimas. Además de la magnitud de muertos, los testimonios ilustran una guerra profundamente degradada, caracterizada por un aterrador despliegue de sevicia por parte de los actores armados sobre la inerme población civil. Esta ha sido una guerra sin límites en la que, más que las acciones entre combatientes, ha prevalecido la violencia desplegada sobre la población civil. (GMH, 2012:20). En este punto haremos una referencia general a aspectos juvenicidas que han incidido generacionalmente en las juventudes rurales colombianas, desplazamiento forzado.
En Colombia, el desplazamiento forzado -delito de lesa humanidad- es un fenómeno masivo, sistemático, de larga duración y vinculado en gran medida al control de territorios estratégicos. Por supuesto, no se puede dejar de lado intereses provenientes de sectores empresariales que también han contribuido a propiciar el desalojo y apropiación de importantes territorios.
El desplazamiento que en Colombia es una grave violación a los Derechos Humanos, se constituye en un “fenómeno masivo, sistemático, de larga duración y vinculado en gran medida al control de territorios estratégicos” (GMH, 2013, p.71). Su gravedad ha situado al país como uno de los primeros lugares en el mundo. El desplazamiento forzado se da en el marco de múltiples violaciones de derechos humanos, de crímenes atroces, masacres, amenazas, desapariciones, crímenes sexuales y muchas vejaciones sobre la población que debe buscar la huida como forma de sobrevivir. El 97% del territorio nacional, esto es 1 116 municipios, ha registrado expulsión de población, con impactos diferentes, siendo la situación más crítica lo que ha sucedido en 139 municipios que tuvieron más de 10 000 casos de desplazamiento forzado y que en conjunto concentran el 74% del fenómeno (GMH, 2013).
El sesgo de la guerra es claro, 9 de cada 10 desplazados procede del campo y la dimensión del desplazamiento es contundente: se calcula que por lo menos el 83% de las víctimas son desplazados forzados (Conpes, 2012, p.10). A pesar de las impresionantes cifras del desplazamiento forzado (que hacen de Colombia el país con el mayor número de desplazados internos del mundo), existen dimensiones del desplazamiento forzado poco visibles en los registros oficiales, como es el caso del desplazamiento intraurbano. La estrategia de tierra arrasada , aplicada por los grupos paramilitares, provocó grandes éxodos de población, ya que en muchos casos supuso el abandono de pueblos donde los sujetos colectivos habían forjado una historia común de construcción social de su territorio y de su identidad. El reporte del Registro Único de Victimas (RUV) a diciembre de 2017 estima 7.325.975 personas desplazadas. De acuerdo a los registros por edad, el 43% del total nacional tenía al momento del registro menos de 28 años, casi la mitad de los desplazados en más de cinco décadas son jóvenes y niños, en suma, hay al menos tres generaciones de jóvenes desplazados del campo colombiano. El mayor porcentaje de desplazados se sitúa entre los 18 y 28 años (23%), le sigue el grupo de entre 12 y 15 años con el 14% y finalmente entre 6 y 0 el 18%. Este delito de lesa humanidad fue acompañado de asesinatos de líderes sociales, amenazas, reclutamiento forzado (a jóvenes y niños), minas antipersonas configurando una experiencia de múltiples atropellos, sufrimiento y dominación.
La magnitud del desplazamiento forzado generó las condiciones propicias para que del abandono se pasara al despojo de tierras, pues la desocupación de los territorios (desalojo de la totalidad de la población que habita un territorio) implicó que muchas tierras deshabitadas fueran apropiadas por diversas vías: algunos apropiadores recurrieron a mecanismos violentos de despojo, otros apelaron a recursos legales para formalizar la toma de tierras y unos más aprovecharon la vulnerabilidad del mercado para comprar tierras a bajo costo (GMH, 2013, p.72). Se calcula que cerca de 10 millones de hectáreas han sido arrebatadas a sus dueños bajo amenaza de muerte. Con respecto a las consecuencias del despojo de tierra, Osorio, Jaramillo y Orjuela (2011, p.9) dirán que la concentración de la tierra y empobrecimiento acelerado son el fin y el producto de la guerra. En Colombia el 56% de los propietarios (2.200.000 personas) posee predios menores de tres hectáreas (3 ha) y ocupan 1,7% del territorio registrado catastralmente, en tanto que el 0,4% (2.428 personas) poseen 44 millones de ha, esto es, el 54% del territorio. Cerca de 700.000 hogares campesinos no tienen tierra, 70% de la población rural sobrevive con un dólar diario y 30% de esta franja está por debajo de la línea de indigencia (Bonilla y González, 2006). Cerca de 5,5 millones de hectáreas no están en manos de sus dueños legítimos, extensión que equivale 10,8% de la superficie agropecuaria nacional (Garay, 2009).
El desplazamiento forzado como despojo, ha significado para estas generaciones de jóvenes rurales un claro deterioro en sus condiciones materiales de existencia. La re-vinculación en las periferias de las ciudades no les pudo asegurar el acceso a la educación, a la salud y difícilmente a la vivienda, teniendo en cuenta la privatización de servicios públicos que dificultan su acceso a quienes no pueden pagarlos. Además del daño y trauma social estas poblaciones cargan el estigma de la guerra bajo sospecha de haber estado en un bando o en otro. Si bien la Ley 1.448 o ley de víctimas , señala que se debe restituir el derecho fundamental a la tierra y el territorio, hasta ahora solo 2.500 sentencias han ordenado la restitución material del predio, según informa la Unidad de Restitución de tierras, pero el avance en este proceso tiene como reacción local y regional la estrategia de amenaza y asesinato de líderes sociales que participan en estos procesos, así entre el 2016 y 2017 asesinaron a casi 100 líderes y hubieron más de 200 acciones victimizantes. Aun así, se han producido lentamente retornos a las tierras, ya sea individualmente como de manera colectiva. Imaginar que la restitución de las tierras supone el inicio de demandas, abre más interrogantes que esta vía sea accesible para una recuperación legal de las mismas, debido a los costos que esto implica, el acceso mismo a la justicia, la corrupción, impunidad y complicidad estatal con el capital.
Cómo le explicamos a Marx que los campesinos despojados violentamente de sus tierras son, en esta fase del capital, una multitudinaria marginalidad sobrante y desechable a quienes se les arrebató hasta la posibilidad de ser explotados, ya no se convertirán en obreros industriales, en el mejor de los casos resistirán a las políticas de muerte.
Reflexiones finales
Así como el estado es responsable del juvenicidio, reflejado en el enorme porcentaje de víctimas jóvenes a lo largo del conflicto armado, también lo es al desatender estas poblaciones dejando de manifiesto la complicidad en el ejercicio de la necropolitica. Campesino-joven-pobre-sin tierra en Colombia, rebela la crudeza de la violación sistemática de los Derechos Humanos, en donde la muerte artera viene a cerrar un círculo perverso de exclusión, precariedad y violencia y la vida: errante, deslocalizada e incierta, reclama la lucha conjunta para resistir tanto despojo en las orillas del sistema. La guerra al servicio de la consolidación de un modelo agroexportador y extractivista pone sobre la mesa las estrategias de muerte con que el capital avanza sobre el agro, configurando un modelo excluyente y expulsivo al que luego de arrasar con el campesinado “sobrante” reconvierte la producción en función de los standares, gustos y preferencias requeridos por los países compradores, dejando de lado el mercado interno de cultivos que aseguren la soberanía alimentaria del país.
Por lo mencionado, considero que, a rasgos generales, en las juventudes rurales se reproduce la polarización existente en el campo, en donde aquellos jóvenes que lograron mayores niveles de formación en base a su capital económico, social y simbólico, serán una escasa proporción de mano de obra calificada para operar en la agricultura de precisión. Mientras que en el otro extremo y de manera fluctuante y estacional encontraremos a aquellos jóvenes urgidos por las deudas, amenazados, desempleados, con escaso nivel educativo, que a costa de arriesgar sus vidas o su libertad accederán a tareas rurales o vinculadas a ellas, marginales y riesgosas que debido a sus vidas al límite accederán sin mejores opciones. En ambos casos, el acceso a la tierra o su restitución será un factor de incidencia en las trayectorias juveniles y que augura un posible repoblamiento de los territorios rurales colombianos.
A modo de reflexión general, considero que la consolidación y avance en los temas del Acuerdo de Paz de La Habana podría propiciar un escenario social favorable para la sociedad colombiana. Por otro lado, propongo algunas dinámicas en el escenario político. Principalmente la necesidad de la unidad de los movimientos y organizaciones sociales víctimas del conflicto territorializadas en las zonas rurales más afectadas por la guerra, con el fin de reconstruir el tejido social. A partir de este paranorama, y en función de la urgente necesidad de que sea el mismo estado colombiano quien se ocupe de reparar delitos de lesa humanidad a millones de personas desplazadas, se pueda lograr un plan de inversión social en las veredas a los fines de asegurar la presencia estatal concreta y permanente por medio de políticas públicas universales y gratuitas (prioritariamente la educación y la salud), un plan de restitución de Derechos para las zonas dañadas por el conflicto, que contemple la devolución de tierras a los campesinos desplazados. La restitución de la tierra y junto a ella la identidad campesina, sumado a la presencia estatal, podría ser un horizonte posibilitador de la construcción de derechos humanos para las próximas generaciones de jóvenes campesinos en tiempos de paz.
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Notas