Bienes Comunes y Sociedad
Recepción: 06 Diciembre 2020
Aprobación: 08 Febrero 2021
Resumen: En este relato de experiencia intento nombrar el ecocidio vivido en Bolivia, en 2019 y su continuidad en 2020, como una experiencia política afectiva –desde la memoria feminista, en búsquedas y en cuestionamientos– de los horizontes que se están produciendo en los territorios donde habito, las tierras bajas de Bolivia. Refuto el silencio forzoso impuesto para que el extractivismo agroindustrial profundice su régimen de despojo, que impide poner en el centro de la discusión las afectaciones a las comunidades de vida y pensar la crisis ecosocial que atravesamos, politizando nuestra memoria, nuestros afectos y la posibilidad de ensanchar horizontes de deseo.
Palabras clave: ecocidio, memoria, pactos de silencio, feminismo, horizontes.
Abstract: In this experience narration I try to name the ecocide lived in Bolivia, in 2019 and its continuity in 2020, as an affective political experience –from feminist memory, searching and questioning– of the horizons that are taking place in the territories where I live, the lowlands of Bolivia. I refute the forced silence imposed so that the agro-industrial extractivism deepens its dispossession regime, which prevents putting the effects on the communities of life at the center of the discussion and thinking about the eco-social crisis we are going through, politicizing our memory, our affections and the possibility of broadening the horizons of desire.
Keywords: ecocide, memory, pacts of silence, feminism, horizons.
Ella creía haber enmudecido la contingencia/ pero nuestras espaldas (la de ella, la mía y la de los otrxs) seguían trabajando el fuego de la memoria de cada día: racimos de debacles y elevaciones.
Fuente: Emma Villazón, 2016
Elijo escribir un relato de experiencia sobre el ecocidio, pues no hay manera que me distancie y mire este acontecimiento, que analizaré en estas líneas, como externo, pues atraviesa profundamente mi vida. Así las puestas en marcha de los ritmos de la devastación impregnan mi cuerpo de incertidumbre sobre lo que viene y me moviliza a remover experiencias colectivas, memorias y prácticas diversas para tratar de acariciar explicaciones en la complejidad, en la dureza e, incluso, en la parálisis me bordea por el miedo. La intención es tratar de agrietar lo que se impone como futuro de una manera tan abrumante, por lo que es urgente detenerse y reflexionar sobre lo que acontece, sentir para conocer y significar desde ahí.
Ecocidio es una palabra dura, catastrófica y que puede coquetear con la conspiración; sin embargo, es necesaria para nombrar un acontecimiento que se muestra como crueldad, reverberación de la economía política de la violencia contenida en el capitalismo y sus fuerzas sorprendentes para bordearnos la vida. En las siguientes páginas, entiendo al ecocidio como la quema e incendios provocados sin límites a ecosistemas y territorios, que expresan la dinámica de acumulación impuesta por industrias, como la agroindustrial o la inmobiliaria. En este sentido, actualmente desde distintas geografías hacemos frente a múltiples ecocidios en diversas escalas y formas en el planeta. Al respecto, surgen ciertas preguntas: ¿es una experiencia nueva?, ¿qué provoca que se viva en este momento histórico trastocado de múltiples crisis? y ¿Qué tipo de afectividad antagónica se construye en la medida que se organiza esta experiencia?
La experiencia del ecocidio, como un hecho devastador provocado por una forma de producir, donde se ven territorios y bosques enteros tirados al fuego, visibiliza el entramado complejo de muerte que escala y se esparce como el fenómeno de las llamas sin control, como suceso que marca las pautas de la desposesión a la que se enfrenta y continuará haciéndolo el territorio boliviano.
Es menester partir desde el entendimiento de la materialidad entrelazada de aquella violencia múltiple como elemento explicativo para conocer las características de la crisis multiescalar y multidimensional que atravesamos en Bolivia, y en conjunto con una política afectiva, feminista y, por lo común (Ahmed, 2019; El Apantle, 2018), agujerar los sentidos hegemónicos que se han construido entorno a esto, que serpentean las explicaciones técnicas y condescendiente sobre lo que se experimenta cuando se atraviesa este acontecimiento. Ese lugar hegemónico silencia el duelo, los efectos y desmoviliza y cercena la crítica de quienes queremos significar lo que sentimos cuando esta devastación continua en los ritmos actuales.
La experiencia de la vorágine de fuego atacando la vida como sistema para imponer otra cosa, nos acerca a una visión cruda del mundo que se habita. Es difícil precisar si otros territorios experimentan la imagen del asedio de manera tan explícita, pero lo que provoca ver terrenos enteros destruidos en minutos es impactante. Los sentimientos de la catástrofe provocada se pueden comparar, sin haberla vivido, con los de la guerra, producción de una forma de política que está solventada y dispuesta, por completo, a llevarse toda la vida por encima.
No obstante, en medio de la guerra, también impera la autodefensa y el cuidado de la vida, lo que implica creatividad para organizarse y brota un sinnúmero de momentos maravillosos colaborativos que se presentan como la posibilidad tangible de sobrevivencia. En este orden de ideas, mientras voy hilando palabras, emociones y experiencias, planteo que resistir al extrañamiento es apostar por la vida, así la necesidad de entender esta crisis como momento debelador e identificar algunos elementos explicativos del presente, su formación y los horizontes en una búsqueda política feminista. Por otro lado, se rastrea el silenciamiento patriarcal modernizador que está presente en la coyuntura política boliviana al explicitar cómo esta crisis –que amplifica los sentidos de realidad de los ciudadanos– se enfrenta constantemente a mecanismos de opacidad; elemento necesario a disputar para significar los caminos que se atraviesan y para que no se clausuren horizontes.
Finalizo con cuestionamientos sobre las formas de hacer política autónoma a partir de este momento que conecte las posibilidades, los imaginarios y los horizontes posibles desde una política que también sea afectiva. De este modo, queda resonando una pregunta: ¿qué significa la lucha por un mañana y qué significa pelear por un futuro en momentos en el que hoy parece tan desolador? (Ahmed, 2019).
El ecocidio como el inicio y el resultado de la violencia: desplegar la memoria feminista
La genealogía feminista de largo aliento ha ensanchado constantemente las búsquedas políticas de los sujetos, con el fin de dotar de capacidad enunciativa a la memoria, las incomodidades y los dolores propios. Desde ahí, se busca ensayar diversos modos de poner en el mundo los signos de aquellas luchas políticas que se esfuerzan por quebrar los mandatos del silencio (Anzaldúa, 1987).
Solo la memoria evita la repetición, pero además es una herramienta política de pertenencia constante. La vorágine destructora de la vida que experimentamos con horror en Bolivia en agosto-septiembre de 2019, en uno de los ecocidios más grande de la historia1, se instala en medio de varios acontecimientos simultáneos, enmarañados, turbios y violentos que se han vivido en el país, en los últimos años. Lo que queda claro es que ha operado de manera transversal y de forma continua de la crisis: la devastación provocada por el extractivismo no tiene límites y no es un elemento que está en el centro del debate sobre el futuro del país, claro ejemplo, estas formas no han parado ni por la emergencia sanitaria.
Con los incendios asechando el segundo semestre del 2020, las experiencias de miedo por la catástrofe vuelven a surgir. Entonces, mientras aparentemente la crisis política está resuelta luego de los comicios, la violencia que imprime el extractivismo contra los territorios y los horizontes de vida digna posible de los ciudadanos se configura como un continuo que no se limita, sino que presenta sus aristas más profundas.
El fuego del capital que destruye bosques y comunidades aledañas es la brutal muestra de la escalada de un régimen de acumulación y dominación extractivista que se ha impuesto en Bolivia desde su fundación. Para los primeros días de octubre de 2020, el fuego se ha expandido a la mayoría de los parques forestales, las tierras comunitarias y campesinas en las zonas de los valles, Chaco, Amazonía y territorios chiquitanos en las tierras bajas de Bolivia. Se graba así una violencia exasperada contra los sistemas de vida, donde lo ideal para apropiarse de la energía colectiva, es devastar y capturar todo lo que existe para transformar los territorios en espacios serviles, domesticados y arrasados.
Los daños y la intensidad de los incendios contra los territorios, pero también contra la trama de la vida en común que sostiene a todos, no son procesos de autorregulación de la naturaleza, no son prácticas históricas de cultivo y siembra ni son daños reversibles que la tierra acostumbra a sobrellevar; son disrupciones provocadas para un fin concreto: la posesión de tierras y su transformación productiva-capitalista. ¿Qué implica eso? Precarizar la vida, afectar emocional y materialmente no solo a comunidades minoritarias cerradas –como el discurso hegemónico sugiere con el propósito de disolver las posibles articulaciones–, implica que la gestión colectiva e individual de la vida se vuelvan más vulnerable y atacadas.
Las cadenas de afectación de esta política de despojo que se impone en el continente es tan amplia como “las llamas del fuego devastador que poco saben de límites territoriales, así las mismas traspasaron la zona fronteriza entre Brasil, Bolivia y Paraguay” (Méndez, 2020, párr. 14), en julio de 2020, lo que ocasionó “un gran incendio transfronterizo en la zona de El Pantanal, el humedal continental de agua dulce más grande del mundo, considerado el centro de mayor diversidad de plantas acuáticas del planeta” (Méndez, 2020, párr. 14).
Sin embargo, lo que presenta la dura realidad boliviana es señal que lo nombrado muchas veces se tiene constantemente que volver a hacer. Seguimos disputando contra una razón patriarcal de la vida, pues, así como las feministas señalamos mil veces lo que es violencia, tenazmente se anula, descree en nuestra palabra y se devuelve la denuncia en agresión. La misma dinámica se sostiene cuando se intenta significar los daños que provoca este modelo extractivista depredador, se exige realizar un esfuerzo sistemático y monumental para hacer visible que son daños provocados para un determinado fin y que representan fracturas irreparables en los territorios con amplias consecuencias para la gestión y el cuidado de la vida colectiva. Si se compara, no pasa lo mismo cuando el dolor de las madres y de los colectivos feministas queman con furia digna y colocan con dolor el reclamo de justicia en contra de la institución negligente en México, Colombia, Chile y otros países de Latinoamérica, mas este fuego rebelde se tilda fácilmente como destructor de la cosa pública; es altamente visibilizado y se rearman los ataques para anularlos y apagarlos.
Este mecanismo de silenciamiento es funcional y provocado por la política que centra su energía únicamente en la toma o recuperación del poder estatal o de la que afianzan las políticas extractivistas, que instala un mutismo continuo y cómplice hacia todas las violencias del régimen de acumulación agroindustrial que, de manera acelerada, impune y ansiosa implementa todo su paquete destructor. Por ejemplo, en un conteo de cinco años, en Bolivia, se han generado: la ampliación de la frontera agrícola, la acelerada implementación de los transgénicos, decretos y leyes incendiarias, la desorganización de las consultas previas, el despojo para construcción de infraestructuras y la militarización en los territorios (Acción por la Biodiversidad, 2020); agresiones que apuntan contra el trabajo y la energía puesto, principalmente, por las mujeres que resisten y buscas restaurar estos efectos y que vuelven a ser violentados una y otra vez.
Contra la asfixia y la clausura colectiva
Además del silencio, el conjunto de agresiones a los que se ha sometido la mayoría del pueblo boliviano ha generado una especie de parálisis social basado en desconciertos y miedos. Es impresionante cómo, mientras el humo entra a nuestros pulmones y los ojos ven el fuego, no se reconoce lo que aquello implica para las posibilidades de sostenimiento, transformación y sus horizontes. La disputa política, hoy, es también en contra del proceso de extrañamiento que estamos viviendo.
Destruir la Amazonía y los bosques que la colindan es desorganizar la vida en un enclave territorial específico, como también, transformar las relaciones interconectadas entre cuerpos y territorios de los espacios que circundantes, pues el oxígeno es la garantía para la regeneración y sanación de los cuerpos como los tránsitos del agua, salud preventiva, alimentación saludable y más elementos. El efecto crisis, más la pandemia, pareciese cercar y separar los afectos, el dolor y lo que percibimos cuando nos pican los ojos y los pulmones se nos llenan de humo, sin contar con la cantidad de cultivos perdidos y la sequía profunda que suscita solo a algunos kilómetros de distancia de las urbes. De este modo, cabe añadir:
[Que] en los incendios de Bolivia [solo el 2019] se estima que murieron calcinados 2.3 millones de animales, afectando sobre todo a mamíferos de gran tamaño (como carpinchos/capibaras, tapires, ciervos, felinos, etc.). También se alteró la capacidad de retención e infiltración de agua, y con ello los ciclos hidrológicos; cambian las propiedades del suelo y se emiten gases de efecto invernadero. Se quemaron ecosistemas muy particulares como el bosque seco chiquitano en Bolivia, con una biodiversidad alta y propia, aunque conocida muy limitadamente, y con potenciales de restauración mucho más lentos. Los incendios en algunos casos se extendieron dentro de áreas de conservación, y con ello no solo tuvieron impactos directos, sino que redujeron la capacidad de esos sitios para cumplir sus funciones de resguardo de la biodiversidad. (Gudynas, 2020, p. 60)
Empero, estos efectos no se viven mediante una demarcación aislada entre campo y ciudad. De hecho, las urbes aledañas y que bordean los cordones agroindustriales son las más lastimadas por estos procesos, por la contaminación, la subida de precios de la canasta básica por los cambios en el acceso a alimentos; el sin número de enfermedades como la diabetes, la hipertensión, la conjuntivitis y el cáncer, el incremento de las condiciones de hacinamiento, la ruptura de los ciclos de la naturaleza funcional a la instalación de un complejo inmobiliario destructor impulsado por estos capitales y los cada vez más exacerbados cobros de agua y luz están completamente ligados a esta dinámica. Lo más duro, la precarización de la vida en la ciudad es principalmente sostenida por el trabajo de las mujeres.
Por tanto, una dimensión de la lucha también está atravesada por establecer conexiones pluriterritoriales de sostenimiento de la vida, de experiencias, potenciales narrativos y recuperación de las palabras y la fuerza que se sabe que están ahí; por algo aún subsistimos gracias a las tramas de interdependencia (Gutiérrez y Navarro, 2019) tejidas para cuidar en estos tiempos. Esta época exige visibilizar estos elementos para evitar que dicho panorama imponga clausuras, no solo de los miedos, sino de anhelos y utopías.
La operación del silenciamiento nombrada anteriormente, viene de diversos lugares: se cree que estos mecanismos de despojos son sinónimos de progreso, con externalidades coyunturales que se subsanarán con el tiempo. Además, se proclama que son afectaciones que se establecen en territorios aislados que nada tienen que ver con la vida en las ciudades, pues mejor si no se observan y cualquier cuestionamiento que pone en crisis el imaginario del Estado rentista que está en construcción como el único mecanismo de bienestar general; se disciplina con violencia y al extremar las vulnerabilidades que provoca.
¡No es normalidad!: Producir horizontes
En un tiempo de crisis ocurre simultáneamente la promesa de la renovación y el riesgo de la catástrofe.
Fuente: Rivera, 2018
El ecocidio y los incendios que lo producen son experiencias impuestas que no se deben situar como la normalidad, lo cotidiano o un sacrificio para un supuesto futuro mejor, porque las posibilidades de una vida digna, incluso de vida en sí, tienen profundamente que ver con frenar esta dinámica. El hecho que las comunidades se movilicen de sus territorios para evitar la muerte, como desplazamiento forzoso, es una muestra de la brutalidad que se vive en la actualidad (Chaski Clandestina, 2020).
En este escenario las posibilidades de dignidad y la resistencia al riesgo mutuo implican en Bolivia activar el freno de emergencia (Benjamin, 2008) a estos mecanismos de depredación extractivista ampliada que no son más que crueldad expresada en contra de la restitución de territorios y los tejidos colectivos. Por tanto, la necesidad de corroer los tiempos acelerados que la coyuntura ha impuesto de manera brutal, todo porque así se está jugando el arrebato de recursos; lo importante es repensar no solo las formas de la crisis, si no por qué se nos está produciendo confusión de esta manera.
Lo que suscita en cada región se ve en conjunto como tiempos desenchufados, islas de realidades que muchas veces se presentan como separadas. Sin embargo, claramente no lo son; exhibir la realidad fragmentada y sin vínculos es utilitario y correlativo al silencio del que se benefician las elites en su constante lobby político con el Estado para pactar los cuerpos y territorios al mejor postor, renovando el vínculo intrínseco de su fratria: los poderosos están ahí para reorganizar su pacto patriarcal, en la medida que negocian que el extractivismo se profundice. Esta es una profunda experiencia que se ha vivido a lo largo de los múltiples gobiernos, más allá de sus vertientes ideológicas, en la historia boliviana y es el pilar fundamental que precariza constantemente nuestras vidas.
La garantía de la existencia colectiva está abierta y entrelazada con las violencias ejercidas contra cuerpos feminizados, las comunidades de vida y sus relaciones de interdependencia de cultivos y bosques. Por tanto, pensar nuestros horizontes de existencia implica estremecerse ante las devastaciones que suscitan al frente de nuestros ojos y romper con la dinámica de la política patriarcal y fratricida que siempre silencia los dolores y rabias que atravesamos para mantener la impunidad con la que caminan.
Situar las afectaciones de un ecocidio desde una política feminista que expresa el deseo de transformación –teniendo como punto de partida los cuerpos, las relaciones encarnadas y afectivas que irrumpe y entremezcla lo personal y lo colectivo, privado y público– es necesaria, porque vuelve a poner en el centro de la agenda política cuestiones incomodas y provocadoras, pero vitales.
Solo el deseo de un futuro sostenible hace vivible el presente, dice Briadotti (2018), y eso es algo que se aprende constantemente de y con las mujeres en la lucha, en sus diversas generaciones y colectividades. Por ello, también invita a pensar en las comunidades de afinidad que se reparan (Rivera, 2018), para analizar y sentir lo que se está atravesando, praxis que se conecta con el deseo de un futuro vivible, pues no se espera que las comunidades se queden sin agua, bosques, integralidad ni salud, ni lo que implica destruir ecosistemas; estos elementos no son externalidades de las vidas, sino su fuente y sostenimiento de la historia, del presente cotidiano y las posibilidades de lo que se quiere construir.
El contexto para retomar la discusión sobre la utopía, hoy, no lo proporcionan los partidos revolucionarios característicos del siglo XX ni la idea de la clase obrera trabajadora organizada a nivel global. Las nuevas utopías están enraizadas en las fuerzas que emergen de la reproducción cotidiana de la vida en sus grandes crisis, es ese el espacio de lucha actual; por tanto, velar por la política afectiva implica cuidar el piso que nos alimenta.
Referencias bibliográficas
Acción por la Biodiversidad (2020). Atlas del agronegocio transgénico en el Cono Sur. Monocultivo, resistencias y propuestas de los pueblos. Buenos Aires: Misereor.
Ahmed, Sara (2019). La promesa de la felicidad. Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Caja Negra.
Anzaldúa, Gloria (1987). Borderlands: the new mestiza. San Francisco: Aunt Lute Books.
Anzaldúa, Gloria. (1990). Making face, making soul. San Francisco: Aunt Lute Foundation.
Benjamin, Walter (2008). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. México: Ítaca/Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
Briadotti, Rosi.(2018). Por una política afirmativa. Barcelona: Gedisa.
Cejis Org (2020, agosto 20). El TIDN declara que los incendios del 2019 fueron un “ecocidio ocasionado por la política de Estado y el agronegocio”. Cejis.Disponible en bit.ly/3jOdmOu
de Beauvoir, Simone (2019). El segundo sexo. Ciudad de México: Litografía Ingramex.
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Gudynas, Eduardo (2020). Ecología política del fuego: ambiente y desarrollo en los incendios sudamericanos de 2019. En di Pangracio, A. & Tzicas, D. A. (Eds.), Informe Ambiental 2020 (pp. 56-66). Ciudad Autonóma de Buenos Aires: Fundación Ambiente y Recursos Naturales.
Gutiérrez, Raquel & Navarro, Mina Lorena (2019). Producir lo común para sostener y transformar la vida: algunas reflexiones desde la clave de la interdependencia. En Confluências, volumen 21, N°2, pp. 298-324. Disponible en https://doi.org/10.22409/conflu.v21i2.34710
Macharetí y Vallegrande se incendian. Parques nacionales en peligro por el fuego. Comunidades indígenas y campesinas llaman a la solidaridad y exigen acciones a autoridades de estado (2020, octubre 1). Chaski Clandestina. Disponible en https://chaskiclandestina.org/2020/10/01/machareti-y-vallegrande-se-incendian-parques-nacionales-en-peligro/
Méndez, Carolina (2020, setiembre 20). Abrogación de un DS no apaga el fuego, hay 700 mil ha quemadas. Página Siete. Disponible en https://www.paginasiete.bo/sociedad/2020/9/20/abrogacion-de-un-ds-no-apaga-el-fuego-hay-700-mil-ha-quemadas-268712.html#!
Rivera, Silvia (2018). Un mundo ch’ixi es posible. Buenos Aires: Tinta Limón.
Villazón, Emma (2016). Retrato de una. En Villazón, E., Temporarias y otros poemas. La Paz: La Perra Gráfica.
Notas