DOSSIER
Recepción: 11 Junio 2021
Aprobación: 08 Julio 2021
El presente escrito fue presentado en una conferencia dictada en las Terceras Jornadas de Justicia Abierta, el 17 y 18 de abril de 2018. Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina.
Ya hace varios años que en nombre de la consigna “Justicia Abierta” se suceden declaraciones, se suscriben compromisos y se organizan reuniones académicas destinadas a promover la transparencia, la colaboración, la rendición de cuentas y la participación ciudadana en administración de justicia. En tal sentido, este campo de la gestión pública intenta sumarse a una corriente que los gobiernos y parlamentos, junto con las organizaciones sociales y entidades supranacionales, vienen auspiciando en la dirección de estados más abiertos a la ciudadanía.
Todas estas experiencias revalorizan el papel de la información en la reducción de las asimetrías de poder que existen en las relaciones entre el Estado –en sus diversos roles de gobernar, legislar y adjudicar- y la sociedad, su mandante, que no cuenta con el conocimiento requerido para evaluar el cumplimiento de esos diferentes roles, ni tiene la disposición necesaria para evaluar sistemáticamente a sus agentes estatales.
En este breve ensayo nos preguntamos cómo lograr una mayor apertura hacia la ciudadanía por parte de la justicia, uno de los poderes del Estado. Y, metafóricamente, intentamos averiguar quién tiene la llave para abrir la justicia.
Hagamos un poco de historia. Originariamente, la justicia era administrada por la familia, responsabilidad que más adelante pasaría, sucesivamente, al clan, a la tribu y finalmente al Estado. De hecho, la raíz verbal de la que procede el sustantivo hebreo traducido por la palabra Juez, encierra también los significados de guía, dirección y gobierno. Y es probable que la idea de gobernar haya sido la original, y que de ella se haya derivado la de juzgar, dado que la judicatura era una responsabilidad inherente al gobernante o al aparato de gobierno.
En la antigüedad, el ejercicio del gobierno solía reunir en una sola persona, las funciones de legislar, administrar y juzgar los asuntos de una comunidad. Los Jueces en la tradición hebrea, los caciques tribales o los señores feudales, reunían esos tres roles. La división de poderes, planteada por Montesquieu en el Espíritu de las Leyes, separó esas responsabilidades, las que, de hecho, quedaron asociadas al futuro, el presente y el pasado, las tres dimensiones con que aludimos al tiempo. El legislativo, se asoció al futuro; el ejecutivo, al presente; y el judicial, al pasado. Y así se designaron funcionarios a cargo de tres roles consistentes, básicamente, en proyectar el porvenir, administrar el día a día y juzgar lo ocurrido. La ciudadanía delegó de este modo, en esas tres instituciones básicas, la responsabilidad de gestionar la cosa pública, aquello que es de todos. Porque la gestión pública es, por naturaleza, una gestión en tres tiempos.
Vistos desde la perspectiva del ciudadano, los roles de sus mandatarios –legisladores, gobernantes y jueces- consisten, primero, en interpretar la voluntad colectiva respecto a las opciones de política que mejor consulten el interés general de la sociedad (el bien común, la felicidad pública, el buen vivir); segundo, en ejecutar las opciones que el legislador haya convertido en normas jurídicas; y tercero, juzgar si su aplicación ha respetado su espíritu y se ha ajustado a derecho, sancionando y puniendo su incumplimiento. Como mandante y beneficiario de estos servicios públicos, el ciudadano paga por ellos a través de sus impuestos.
Pero, además, en democracia, la ciudadanía conservó el derecho de elegir a sus agentes, sean legisladores o presidentes. No así a jueces y fiscales, salvo de manera indirecta. Y además mantuvo abierta -y en años recientes esto se ha vuelto una reivindicación creciente- la posibilidad de colegislar y de cogobernar; no tanto así la de cojuzgar, a menos que consideremos el juicio por jurados como una manifestación de este rol, bastante excepcional por cierto. Por eso, tal vez por esta mayor lejanía de la justicia, cuando la filosofía del open government comenzó a difundirse, sustentada en los pilares de la transparencia, la participación y la colaboración, nació como gobierno abierto, para dar paso luego al parlamento abierto y recién, finalmente, a la justicia abierta. No hay duda, en tal sentido, que los escasos avances que se han producido hasta ahora en esta novedosa filosofía de gestión pública, encuentra todavía progresos mucho más escasos con relación a la justicia.
Es significativo que la primera acepción que se le dio al término open government, se relacionó con la polémica suscitada en los Estados Unidos, hace más de medio siglo, cuando se discutía la ley de acceso a la información pública. La segunda acepción, años más tarde, se la vinculó con la idea de accountability, o rendición de cuentas. Ambos términos, derecho ciudadano a la información pública y derecho ciudadano a que los poderes públicos rindan cuenta, son el fundamento mismo de la relación Estado-Sociedad, es decir, del vínculo entre un agente de la ciudadanía, un mandatario, y la ciudadanía, su mandante. No hay duda de que en los dilemas de la relación Principal-Agente, y en las acciones de uno y otro, se juega la posibilidad cierta de llegar a establecer gobiernos, parlamentos y administraciones de justicia abiertos. O, en otros términos, sociedades y estados abiertos.
A partir del famoso Memorandum de Barack Obama y la posterior creación de la Alianza para el Gobierno Abierto, el término open government comenzó a adquirir mayor densidad y significados que hicieron cada vez más compleja su caracterización conceptual, aunque ciertamente, fueron los poderes ejecutivos, seguidos a cierta distancia por los parlamentos, los que comenzaron a adquirir compromisos y a desarrollar iniciativas que apuntaban en dirección de una mayor transparencia, participación ciudadana, colaboración público-privada y rendición de cuentas.
Aunque la institución judicial ha hecho menores avances, la conceptualización de Justicia Abierta suele relacionarse con procesos legales caracterizados por la apertura y la transparencia. Puede interpretarse como un derecho fundamental que fija lineamientos a seguir por los tribunales para lograr mayor visibilidad, lo cual supone permitir que el público vea y escuche los juicios mientras transcurren en tiempo real, o a través de la TV, o grabando en video su desarrollo para una vista posterior, o publicando el contenido y documentos de los archivos judiciales, proporcionando transcripciones de declaraciones, permitiendo que las decisiones pasadas estén disponibles para su revisión en un formato fácilmente accesible y dando a la prensa acceso abierto a los archivos y a los participantes, de modo que puedan transmitir qué ocurre. En definitiva, el principio de justicia abierta implica tratar de que lo que ocurre en los tribunales sea comprensible para el público y para los medios que transmiten esa información. Esta comprensión ciudadana supone, en cierto modo, dar respuesta a una pregunta formulada 20 siglos atrás por el poeta Juvenal: Quis custodiet ipsos custodes?, o sea, ¿quién vigilará a los vigiladores? O, ¿quién juzgará a los gobernantes? O, ¿quién nos protegerá de los gobernantes?
La pregunta también aparece en La República, de Platón. En esa obra, Sócrates dialoga con Platón acerca de la sociedad perfecta y en su diálogo se refieren a la clase gobernante como la encargada de proteger la ciudad (la ciudad-Estado griega). En cierto momento, Sócrates le pregunta “quién nos protegerá de los protectores” y Platón le responde que “ellos se cuidarán a sí mismos”. Porque para Platón, los guardianes de la sociedad deben convencerse de ser, como individuos, más virtuosos que aquellos a los que sirven, tener un comportamiento ejemplar. Debían sentir aversión por los privilegios y las prerrogativas, por lo que sólo llegarían a los más altos cargos quienes poseyeran un conocimiento de la función de gobierno fundado en la rectitud y la ecuanimidad, en el sentido más sublime de lo equitativo, con total desprendimiento de cualquier forma de ambición y codicia de poder. Por lo tanto, para personas con tales cualidades no haría falta un vigilante.
En definitiva, la esencia del debate se reduce, en última instancia, a quién tiene el poder y cómo lo usa. En este caso, el recurso de poder que está en juego es la información, ya que el ciudadano -la parte principal en la relación con su agente, el Estado-, no llega a conocer adecuadamente si ese agente cumple, efectivamente, con el mandato otorgado. La división de poderes, sus frenos y contrapesos, la vigilancia mutua entre ellos, ayudó pero no resolvió el dilema. Por lo tanto -adelanto mi conclusión-, al menos una de las llaves necesarias para abrir el Estado, y la justicia en particular, debe fabricarla la ciudadanía, ya que no bastará la disposición de algunos agentes “virtuosos” para someterse a las reglas de la transparencia, la corresponsabilidad y la rendición de cuentas.
El principal beneficio de una justicia abierta es asegurar que los tribunales funcionen apropiadamente. La apertura salvaguarda la debida administración de justicia. Es interesante que este principio, claramente inscripto en la filosofía del open government, fue planteado hace cerca de dos siglos atrás por el filósofo Jeremy Bentham, quien sostenía que:
“la publicidad es el alma de la justicia, no sólo porque es la más eficaz salvaguarda del testimonio, del que asegura, gracias al control del público, la veracidad, sino sobre todo porque favorece la probidad de los jueces al actuar como freno en el ejercicio de un poder del que es tan fácil abusar, permite la formación de un espíritu cívico y el desarrollo de una opinión pública, de otro modo muda e impotente ante los abusos de los jueces, funda la confianza del público y refuerza la independencia de los magistrados, acrecentando su responsabilidad social y neutralizando los vínculos jerárquicos y el espíritu de cuerpo.” Sin publicidad no hay justicia. Esto fue escrito en 1823.
Bentham también aludía al control difuso de las resoluciones y actuaciones judiciales, a través de la crítica pública. Este control exige que haya mecanismos que permitan al ciudadano contar con la información producida por los órganos judiciales, fundamentalmente conocer sus sentencias. Para Bentham, la publicidad ayuda a descubrir la verdad, en la medida en que si se amplía el alcance de diseminación de un testimonio, mayor es la probabilidad de descubrir su eventual falsedad. La publicidad también ayuda a la educación. Si los juicios son públicos, los jueces y abogados se sienten obligados a explicar las razones de sus acciones. El sentirse observados por el público incrementa la disciplina de los jueces. La transparencia es la máxima garantía contra la corrupción y la manipulación.
Bentham quería poner a los legisladores y a los jueces bajo el escrutinio público. Sugirió, incluso, que los edificios fuesen circulares, con la forma de un anfiteatro. Su modelo de panóptico también serviría para el diseño de cárceles donde los guardias no fueran vistos por los vigilados. Quería aumentar la audiencia facilitando el flujo de información a personas que no estuvieran físicamente presentes. Lo curioso es que muchos de los criterios de Bentham para un sistema judicial efectivo se cumplían en la Antigua Atenas, cuyas instituciones eran extremadamente efectivas en agregar información entre sus miembros y en realizar juicios colectivos. Esto era resultado de cumplir con tres condiciones: bajos costos de comunicación; un mecanismo para distinguir hechos verdaderos y falsos; e incentivos correctos para que los individuos compartieran lo que sabían.
Los tribunales populares de la Antigua Atenas tenían muchas características deseables para formar juicios de alta calidad epistémica. Los jurados se formaban por decenas o cientos de personas elegidas poco antes del juicio. Un pequeño jurado podía ser sobornado o amenazado. Pero era difícil sobornar o amenazar a un gran jurado. Al permitir la participación de grandes cantidades de personas, los griegos basaban su sistema judicial en la inteligencia colectiva (o lo que hoy llamamos crowdsourcing).
El conocimiento de que los juicios pasan a ser rutinariamente públicos, promovería una mayor asistencia del público a su desarrollo. La apertura, a su vez, podría conducir durante un juicio a decisiones más ajustadas, en tanto posibilitarían que se presenten nuevos testigos o que alguien presente nueva evidencia o dispute declaraciones dadas a publicidad. La apertura reduciría la posibilidad de un juicio erróneo y, más en general, beneficiaría a la democracia porque los ciudadanos podrían observar de qué modo, leyes particulares, afectan de manera particular a determinadas personas y, en consecuencia, estarían en mejor posición para opinar o presionar a los legisladores para que las modifiquen. El escrutinio público ayuda a una mayor confianza pública en el sistema decisorio jurídico y facilita la comparación de casos
Lamentablemente, estamos muy lejos de ese ideal y las estadísticas lo confirman. Según una encuesta sobre la percepción de la Justicia, realizada en Argentina en 2017 en el área metropolitana de Buenos Aires, el 78% de los consultados tenía una imagen negativa o muy negativa de la institución judicial. El desempeño institucional se considera negativo en áreas vinculadas a robos, homicidios, temas de corrupción y derechos humanos. Entre los problemas principales del sistema judicial se enumeraron la corrupción (32%), la intromisión del poder político (25%), la impunidad (15%), la lentitud 14%) y la falta de leyes más modernas (10%). En cuanto a los aspectos a mejorar, se priorizaron la honestidad de los miembros del Poder Judicial (35%), la idoneidad y profesionalidad del personal (21%), la necesidad de más poder para jueces y fiscales (19%) y la mejoría de edificios, salarios y tecnología (15%).
Al parecer, la percepción ciudadana no ha mejorado durante la pandemia. Según otro relevamiento realizado en 2020, casi el 88% de los encuestados confía poco o nada en la justicia, mientras que apenas11.5% confía mucho o bastante. Con pocos matices, la desconfianza es transversal por género, edad, nivel socioeconómico, lugar de residencia, voto anterior y postura ante el gobierno nacional.
Por supuesto, no se trata de un problema únicamente argentino. Las encuestas, en España y en muchos otros países de América Latina arrojan resultados similares. En España, la de juez es la profesión pública peor valorada. Y en nuestra región, según el Latinobarómetro, la confianza en el Poder Judicial, que en 2006 llegó a registrar, con el 36%, su valor más alto desde que se inició esta serie estadística, se redujo en 2017 al valor promedio del 25% para la región. Costa Rica con 43% de confianza, seguida de Uruguay con 41%, encabezan la tabla. Paraguay, con 15% y Perú, con 18%, cierran la lista con los índices más bajos de confianza. Todos los demás se encuentran por debajo del 30%.
Una justicia más cerrada y más cuestionada, que genera escasa confianza, es también señal de baja calidad democrática, lo cual también corroboran los reducidos índices de confianza en la democracia registrados en América Latina. Al igual que los otros poderes del Estado, la Justicia se ve amenazada por una creciente pérdida de legitimidad. Muchos ciudadanos se preguntan si, por ejemplo, es preciso renunciar a la cercanía o a la empatía para preservar la independencia judicial, si no es posible reducir la brecha entre la sociedad civil y el Derecho, si la incontable cantidad de datos encerrados en los armarios de las sedes o derechos encriptados en un lenguaje para expertos no es un desperdicio de recursos públicos o si los diagnósticos formulados por los propios operadores están exentos de intereses particulares o corporativos.
Hay buenas razones para la desconfianza ciudadana. Las instituciones de la justicia siguen siendo burocráticas, distantes y hasta deshumanizadas. Hoy su hermetismo, su lenguaje críptico, sus fórmulas vetustas resultan extemporáneas. Tal vez pasaron de moda las togas y las pelucas, al menos en América Latina, pero la venda de la justicia ya no simboliza la imparcialidad: es el equivalente, en el plano judicial, de la caja negra del Estado. La venda cubre los ojos del ciudadano, que no puede ver ni comprender cómo los jueces llegan a una decisión, cuáles son los reales fundamentos, por qué las supuestas garantías que otorga el proceso judicial, requiere un aparato institucional lento, pesado, con múltiples instancias, trampas y recovecos, destinados principalmente a preservar y reproducir los intereses corporativos de sus integrantes.
Para legitimarse, la justicia se ha rodeado de mitos que intentan avalar su pretendida ecuanimidad: “todos los ciudadanos son iguales ante la ley”; “nadie puede alegar ignorancia de las normas”. La justicia desconoce así las profundas diferencias sociales, los estigmas y prejuicios que anidan en sus instituciones, la brecha educativa existente en la población. El acceso a la justicia es desigual y no puede sino serlo en una sociedad intrínsecamente desigual. El acceso a la justicia es un espejo de la desigualdad.
Paradójicamente, en kaleidoscópica sucesión, se han diseñado y puesto en marcha innumerables instituciones supuestamente dedicadas a controlar, auditar y asegurar la rendición de cuentas, que no es otra cosa que la difusión de información, por parte de los distintos poderes estatales. Pero la asimetría de información y el reducido grado de transparencia de la gestión, tiende a desbaratar estos mecanismos de atribución de responsabilidades y de fijación de premios y castigos.
Es que los sistemas de información suelen ser el talón de Aquiles de la responsabilización. La principal dificultad radica, no tanto, en la tecnología requerida para la obtención, sistematización o difusión de los datos, sino en la disposición cultural de los funcionarios -políticos y de carrera- para someterse voluntariamente a la lógica implacable de un sistema que transparente la gestión.
La filosofía del Estado abierto multiplica hoy estas exigencias, en la medida en que los ciudadanos pasarían a cumplir un rol mucho más protagónico en todas las instancias de la gestión pública. Pero la cultura burocrática es mucho más reacia a aceptar que el desempeño quede expuesto de un modo tan objetivo y personalizado a la mirada inquisidora de quienes pueden demandar una rendición de cuentas por los resultados. Por eso, los cambios culturales han quedado a la zaga de las innovaciones tecnológicas en esta materia. Por eso, también, han tenido que multiplicarse los controles y exigencias de rendición de cuentas, en sucesivos intentos por compensar esa renuencia a lo que he llamado “respondibilidad”, es decir, la disposición de la conciencia a rendir cuentas antes de que esa rendición sea exigida.
Una condición esencial de una cultura responsable es la gradual decantación en la conciencia de valores que alienten esa disposición ética. Los valores compartidos en este sentido ético, seguirán marcando la diferencia entre sociedades que basan la responsabilidad en mecanismos institucionales de responsabilización y sociedades que tienden a fundarla en la respondibilidad. Sólo la tecnología, unida a una firme y persistente voluntad política, podría contribuir a modificar esa cultura y cerrar la brecha.
La información constituye un insumo crítico en la implementación participativa de políticas, propia de un Estado abierto. Al hacer referencia a información, corresponde distinguir entre datos, información y conocimiento: sólo la conversión de datos en información y de estos en conocimiento es capaz de generar los fundamentos técnicos y políticos para la elección de cursos de acción. Una característica típica de las fuentes de datos es que casi nunca sirven en forma directa para dar cuenta de un resultado o generar piezas de información relevantes. Esta restricción ha llevado a que, crecientemente, se desarrollaran técnicas de data mining (o minería de datos) e inteligencia artificial, mediante las cuales pueden explorarse grandes bases de datos, de manera automática o semiautomática, a fin de hallar configuraciones, patrones repetitivos, tendencias o reglas que expliquen el comportamiento de los mismos en un determinado contexto. Son tecnologías que intentan hacer inteligible un gran repositorio de datos, para lo cual emplean técnicas estadísticas, machine learning, data wharehousing, análisis de clusters y otros métodos que intersectan con la inteligencia artificial y las redes neuronales.
Las aplicaciones prácticas de estas técnicas son todavía incipientes y, por lo general, se han orientado a la bioinformática, la genética, la medicina, la educación o la ingeniería eléctrica; a la detección de preferencias de los consumidores o al descubrimiento de violaciones a los derechos humanos a partir de registros legales fraudulentos o inválidos en agencias gubernamentales (v.g., cárceles, tribunales de justicia). Por su carácter altamente especializado, son tecnologías costosas, requieren procesar enormes cantidades de datos y, por lo tanto, debe ser llevada a cabo por alguien (una universidad, un think tank, un medio de prensa, una empresa especializada, una agencia gubernamental, una ONG) con la capacidad técnica para ello, aunque no necesariamente sea la que produzca o demande los datos.
A menudo son verdaderos “intermediarios” que cumplen, precisamente, el rol de transformar datos en información e información en conocimiento. En tal sentido, pueden constituirse en aliados fundamentales de la ciudadanía, en la medida en que ésta no disponga de los medios técnicos o materiales necesarios para elaborar indicadores sobre logro de resultados, detectar patrones o efectuar mediciones. Sin embargo, la información que producen estos intermediarios no siempre es veraz u objetiva. Los medios de prensa pueden estar subordinados a grupos económicos o a partidos políticos de determinado signo, por lo que sus análisis e informes pueden ser tendenciosos o sesgados. Las fundaciones y tanques de cerebros pueden responder a determinados intereses político-ideológicos. Buen número de centros de estudios vinculados a organizaciones corporativas, empresariales o sindicales, son creados por estas instituciones para contrarrestar con estudios “propios”, propuestas legislativas o políticas públicas planteadas por organismos estatales. Inclusive, varios sistemas de minería de datos, destinados a combatir el terrorismo, debieron ser discontinuados en los Estados Unidos por violar la ética o la privacidad, aunque algunos continúan siendo financiados con otras denominaciones por distintas organizaciones.
Por ello, del lado de los ciudadanos de a pie, estas circunstancias crean mayor conciencia sobre el propósito de la recolección de datos y su minería, el uso que se le dará a los mismos, quién los procesará y utilizará, las condiciones de seguridad que rodea su acceso y, lo cual no es poco, de qué modo se actualizarán los datos. El terreno de la producción de información es, por lo tanto, un campo de lucha por la apropiación de conocimiento que resulte verosímil y pueda ganar legitimidad ante la ciudadanía como expresión objetiva de una situación real. En tal sentido, resulta destacable el papel que en principio, podrían jugar las instituciones universitarias en la producción de datos e investigaciones que, por desarrollarse en un contexto de mayor libertad académica y menores presiones externas, podrían garantizar una mayor objetividad, aun cuando su vinculación con la ciudadanía no haya sido hasta ahora muy relevante.
Si la información “no tiene dueño”, por así decir, puede perder valor como recurso de poder y, de este modo, puede reducir la asimetría en su posesión. Por eso, todo esfuerzo que se realice para aumentar o mejorar la calidad de la información debería servir a una mejor evaluación del cumplimiento del contrato de gestión entre principal y agente, entre ciudadanía y estado. El problema no es solamente descubrir quién tiene la llave para producir esa apertura. El problema real es que son muchas las cerraduras y cerrojos que requieren ser abiertos.
No existe una única llave ni un solo cerrajero. Todavía son pocos, más allá de la retórica, los que, desde el propio Poder Judicial, están dispuestos a romper los candados. Y desde la ciudadanía, salvo episódicas manifestaciones, no existe una vocación sostenida por desempeñar el legítimo rol que le cabe como custodio de los custodios. Por eso, queda por delante una larga y sostenida lucha para que, tanto en la sociedad como en el Estado, se multipliquen los cerrajeros dispuestos a abrir las puertas de la Justicia.