Género y Derechos Humanos

El estigma de la prostituta: un análisis de género al proceso de constitución de sujetos sociales femeninos estigmatizados

The prostitute stigma: a gender analysis of the process of constituting stigmatized female social subjects

María Falconí Abad
Facultad de Humanidades, Universidad Autónoma del Estado de México, México

El estigma de la prostituta: un análisis de género al proceso de constitución de sujetos sociales femeninos estigmatizados

Millcayac, vol. IX, núm. 16, p. 174, 2022

Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 07 Noviembre 2021

Aprobación: 21 Diciembre 2021

Resumen: El objetivo del presente artículo es analizar desde una perspectiva de género, el proceso de construcción del estigma social de la prostituta en la ciudad de Cuenca-Ecuador, sus efectos diferenciados en la vida de las mujeres y los mecanismos de resistencia utilizados por ellas para aminorarlo o contrarrestarlo. El estudio, el primero que aborda el tema de la prostitución en la ciudad desde una perspectiva de género, se desarrolló durante dos años y utilizó un método etnográfico y un enfoque cualitativo, siendo la entrevista a profundidad a las mujeres que ejercían la prostitución en Cuenca, la técnica privilegiada de recopilación de información. Sus resultados evidencian que el estigma de la prostituta se crea a través de la construcción de imaginarios, la producción de discursos, la delimitación y generización de los espacios así como el control sobre los cuerpos de las mujeres y el ejercicio de su sexualidad, por lo cual, el estigma se convierte en un ordenador social.

Palabras clave: Estigma, Prostitución, Género, Identidades estigmatizadas, Cuenca, Ecuador.

Abstract: The objective of this article is to analyze, from a gender perspective, the construction process of the social stigma of the prostitute in the city of Cuenca-Ecuador, its differentiated effects on the lives of women and the resistance mechanisms used by them to lessen or counteract it. The study, the first to address the issue of prostitution in the city from a gender perspective, was carried out over two years and used an ethnographic method and a qualitative approach. The preferred technique for gathering information was in-depth interviews with the women who practiced prostitution in Cuenca. The results show that the stigma of the prostitute is created through the construction of imaginaries, the production of discourses, the delimitation and the gendering of spaces as well as the control over women's bodies and the exercise of their sexuality, whereby stigma becomes a social regulator.

Keywords: Stigma, Prostitution, Gender, Stigmatized identities, Cuenca, Ecuador.

Introducción

La prostitución es una compleja institución histórica, social y cultural cuya conceptualización y expresiones se han modificado a lo largo del tiempo. La prostitución expresa además las concepciones de género y la moral sexual presente en las diferentes sociedades, pues:

la prostitución existe no solo porque existe pobreza o porque existen estratificaciones socio-económicas, la prostitución existe porque las asimetrías también se dan entre los géneros y en la base de estas asimetrías está la construcción social del cuerpo femenino como objeto, objeto-reproductor y objeto placer (Cordero, 1995:27).

Para ampliar esta premisa básica que sitúa el trasfondo de la existencia de la prostitución en las construcciones sociales de género en relación a los cuerpos y la sexualidad, desde el feminismo materialista, Paola Tabet (2018) concibe a la prostitución como una más de las múltiples expresiones de enajenación de la sexualidad femenina, condición que denomina el continuum de intercambios económico-sexuales,es decir, para la autora, la sociedad patriarcal que históricamente ha generado un acceso diferencial y limitado de las mujeres a los recursos y al conocimiento y, ha ejercido sobre ellas diferentes tipos de violencia, las ha conminado al desarrollo de diversas formas de servicios sexuales a cambio de bienes, beneficios o dinero, por ello, la sexualidad se ha convertido para muchas mujeres en un capital, a veces en su única posesión para negociar. Los intercambios económico-sexuales, como una estrategia usada por las mujeres para obtener recursos para su sobrevivencia y seguridad (y de las personas a su cargo), han tenido lugar en diferentes espacios como el matrimonio, el noviazgo, las relaciones de pareja, de concubinato, hasta llegar a la prostitución, por esta razón, Tabet habla de la existencia de un continuo de intercambio de servicios sexuales por recursos. Por tanto, la prostitución no debe interpretarse como un fenómeno por sí solo, sino dentro de un contexto más amplio y complejo que Tabet denomina “la gestión social de la sexualidad y de la reproducción” (2018:56) y que expresa las limitaciones estructurales y la violencia a las que se ven sometidas las mujeres en las sociedades patriarcales signadas por posiciones de género, clase y etnia.

Uno de los elementos centrales para entender la prostitución, y sus connotaciones para las mujeres que la ejercen, es el estigma que acompaña permanentemente a esta actividad y deja marcas profundas en la vida actual y futura de dichas mujeres. A fin de analizar el proceso de construcción del estigma de la prostituta,1 sus consecuencias y el repertorio de estrategias que ellas crean y utilizan como una forma de protección pero también de resistencia ante el sistema y el poder que se ejerce sobre sus cuerpos, este artículo presenta algunos resultados de una investigación etnográfica de tipo cualitativo, realizada en la ciudad de Cuenca2-Ecuador3 por el lapso de dos años con mujeres que ejercían la prostitución en dicha ciudad. A través de sus voces y la interpretación que ellas dieron a su experiencia, el artículo analiza la configuración, introyección y transformación del estigma de la prostituta o puta y su significado a nivel de género no solo para quienes ejercen la prostitución sino para las mujeres en general, pues, a decir de Gail Pheterson, “todas las mujeres tenemos en común ser vulnerables al estigma de puta desde el momento en que transgredimos los códigos de género” (Andrades, 2015, s/p), debido a que “las relaciones sexuales, más allá del encuentro entre dos cuerpos, evidencian las concepciones morales y la organización jerárquica de una sociedad que estigmatiza ciertas prácticas o conductas y por tanto a las personas inmersas en ellas” (Lamas, 2016:19).

Con estas premisas, el presente artículo intenta aportar a la temática abordada en tanto devela e interpreta el fenómeno de la estigmatización social de las mujeres que se dedican a la prostitución en un espacio local concreto: la ciudad andina de Cuenca, teniendo presente además que la investigación realizada fue la primera que abordó este fenómeno en Cuenca desde una mirada de género. En este contexto, es importante resaltar que la problemática se presenta e interpreta a partir de las memorias y en palabras de las propias mujeres, quienes dotaron de significación a sus vivencias en una ciudad que las estigmatiza tanto por ser prostitutas cuanto por su procedencia popular y migrante, debido al marcado regionalismo existente en el Ecuador entre la costa y la sierra. Adicionalmente, a través de la experiencia por ellas narrada, se pueden visibilizar los estereotipos sexuales y de género de una ciudad mediana, convencional, profundamente religiosa y orgullosa de ser Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Proceso metodológico:

En función del objeto de estudio, el método elegido para el desarrollo de la investigación fue el etnográfico debido a que la etnografía “es una concepción y práctica de conocimiento que busca comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros (entendidos como “actores”, “agentes” o “sujetos sociales”)” (Guber, 2001:11), es decir, se los concibe como personas cuya subjetividad y experiencia vital son fuentes de conocimiento y posibilitan el entendimiento de un determinado fenómeno y contexto social. Por esta razón, la etnografía ha mostrado su utilidad para recuperar y valorar la experiencia de los sujetos excluidos y subalternos. La investigación buscó además, incorporar una perspectiva feminista al método etnográfico, entendiendo a la etnografía feminista como una “descripción orientada teóricamente por un andamiaje conceptual feminista en el que la experiencia de las mujeres, junto con la develación de lo femenino, está en el centro de la reflexión…” (Castañeda, 2012:221). De igual manera, dentro de los principios feministas que acompañaron al proceso de investigación se procuró: analizar las relaciones de poder presentes en la prostitución desde una mirada de género, valorizar la palabra de las mujeres y su contribución a la comprensión del fenómeno de la prostitución en un espacio social concreto, promover relaciones de horizontalidad entre investigadoras-investigadas y desarrollar un compromiso político con el grupo humano objeto de estudio.

Por la naturaleza del tema, se usó un enfoque cualitativo y la técnica privilegiada fue la entrevista a profundidad; se realizaron 14 entrevistas a mujeres de diversas edades (entre 18 y 46 años), procedencia geográfica (costa y sierra ecuatoriana y Colombia), tiempo de ejercicio de la prostitución (entre 2 meses y 9 años) y pertenencia a los espacios destinados a esta actividad (locales con permiso de funcionamiento, sitios clandestinos sin permisos y, lugares públicos como calles o plazas), quienes fueron entrevistadas entre los años 2004 y 2005 y tuvieron un seguimiento posterior. En general las mujeres son personas de sectores populares -a los cuales pertenece la mayoría de población que se dedica a esta actividad en la ciudad- y en su casi totalidad (13 de 14) provienen de fuera de la ciudad. Para la construcción e identificación de la muestra cualitativa, se elaboró una clasificación de la prostitución en la ciudad de Cuenca de acuerdo a las modalidades en las cuales se ejerce (formal, semiformal e informal) para posteriormente “mapear” todos los lugares conocidos donde se ubicaban las mujeres. Un factor muy importante que permitió el acceso a ellas fue que el proyecto de investigación estuvo impulsado por la Municipalidad de Cuenca -ente que regula el uso del espacio en el cantón- y por la Universidad de Cuenca; el respaldo institucional abrió el acceso a los locales y a las mujeres y, facilitó el trabajo del equipo de investigadoras que debieron involucrarse en ambientes poco conocidos para ellas. Adicionalmente, se realizaron 2 grupos focales y observación directa en los distintos espacios, lo que posibilitó la interlocución con aproximadamente 40 mujeres. Un criterio de selección fue que las mujeres sean mayores de edad (18 años), por lo cual este trabajo no aborda casos de explotación sexual u otros como la trata y tráfico, que requieren un tratamiento distinto.

La identidad estigmatizada

La palabra estigma viene del griego stigmatos y fue creada por los antiguos griegos para designar a aquellas marcas o signos que se infringían en el cuerpo de las personas en lugares visibles con la finalidad de mostrar que dicha persona había cometido algo catalogado como socialmente inaceptable, razón por la cual debía evadírsela sobre todo en el espacio público. A través de estas marcas, las personas o grupos sociales eran señalados, avergonzados y castigados mediante el discrimen y rechazo social. Con el paso del tiempo, el significado del estigma se ha modificado en sus manifestaciones pero ha conservado su concepto primigenio, es decir, se usa para referirse a personas que poseen algún tipo de atributo especial que las transforma en seres diferentes del resto y que las inhabilita para ser aceptadas plenamente por la sociedad. Según Goffman, actualmente el estigma “designa preferentemente al mal en sí mismo y no a sus manifestaciones corporales” (2006: 11), teniendo presente que lo que se cataloga como “mal” depende de la jerarquía de valores de cada grupo humano de acuerdo a sus concepciones sociales, culturales e históricas.

En este contexto, el estigma debe ser pensado más que como un atributo negativo y desacreditador, como “una clase especial de relación entre atributo y estereotipo” (Goffman, 2006: 14), pues los mismos atributos pueden ser considerados como buenos o malos dependiendo de las sociedades y las coyunturas. El estigma es entonces una noción relacional que, dentro de una determinada interacción social, se convierte en la principal característica de una persona, opacando sus restantes cualidades y reduciéndola en última instancia a esta identidad desacreditada, es decir, el estigma termina definiendo el ser total de la persona. Este atributo opera además como un clasificador de los seres humanos en dos categorías opuestas: los “normales” y los diferentes. Para legitimar esta concepción se han creado una serie de teorías, explicaciones científicas, ideologías y preceptos morales que intentan explicar y justificar la inferioridad de dichas personas, sin embargo, este comportamiento parece ser mas bien la respuesta de una sociedad que no puede asimilar la existencia del otro, del quien interpela al modelo normativo vigente y es precisamente ese temor a lo desconocido lo que hace que la sociedad busque la anulación del diferente. Para esto sirve el estigma.

Aquellas personas catalogadas como “normales” nunca considerarán a un ser estigmatizado como igual a ellas y aunque no lo expresen, no lo aceptarán y generarán tratos discriminatorios basados en procesos de naturalización de los atributos considerados negativos (González, 2012). Por su parte, la persona estigmatizada, al ser un producto social, termina considerándose diferente a las otras y sobre todo inferior a ellas en algún sentido, razón por la cual tampoco se autoacepta. Esta autoimagen genera en quienes han sido estigmatizadas inseguridad, ansiedad, rechazo a sí mismas y vergüenza, por lo cual, quien porta un estigma crea una barrera protectora conformada por una serie de mecanismos de defensa, evasión, encubrimiento, agresividad u hostilidad, que dificultan aún más la vida de la persona estigmatizada y su adaptación (o aceptación) a la sociedad. A la par, muchas personas o grupos estigmatizados han desarrollado formas de resistencia que comprenden un juego de estrategias para enfrentar al poder que los inferioriza. En esta misma línea y, confirmando la respuesta de las personas estigmatizadas ante el rotulamiento social, la teoría de la desviación de Howard Becker analiza a aquellos sujetos y grupos sociales que al apartarse de las normas creadas por una sociedad determinada son etiquetados como desviados, muchas veces no tanto por la acción que comenten cuanto por la reacción que la sociedad tiene frente a conductas que ha clasificado como delictivas o inmorales. Para Becker, dichos grupos forman una subcultura que se organiza en función de la actividad considerada socialmente desviada, lo que hace que los sujetos catalogados con esta identidad sientan que comparten un destino común y que, por tanto, tienen que enfrentar los mismos problemas y aprender a lidiar con ellos (2009: 56). Una de las estrategias que estas personas desarrollan para combatir la etiqueta de desviados es racionalizar y justificar su accionar, para lo cual, según el autor, la mayoría de tales grupos cuenta con alguna lógica de autojustificación, de tal suerte que, si bien “esa lógica opera para neutralizar los sentimientos que los desviados puedan sentir contra sí mismos, también cumple otra función: le brinda al individuo los argumentos para continuar la línea de acción que ha tomado” (2009: 57).

Si bien el proceso de estigmatización es social, hay también una identidad personal y una aproximación al yo que determina el manejo que cada persona da al estigma, lo que denota la importancia de la experiencia individual en la vivencia de este fenómeno (Goffman, 2006), de ahí que el estigma puede motivar al autoconocimiento, al desarrollo de otras capacidades, a la autoafirmación y, si bien estos casos son los menos, su existencia muestra cómo de los conflictos humanos pueden emerger procesos potenciadores.

El estigma de la prostituta

Entre los sujetos femeninos socialmente estigmatizados, las prostitutas están a la cabeza porque no hay estigma más profundo y desacreditador para las mujeres dentro de una sociedad patriarcal, que aquel relacionado con el ejercicio de una sexualidad que contraviene los cánones de valores dominantes. Al ser el estigma un clasificador social que permite diferenciar a las personas “normales” de las “anormales” o, en otras palabras, a las “buenas” de las “malas” se convierte en el sustento para otorgar un sitial a las mujeres que ejercen la prostitución y justificar su discriminación. Según algunas autoras feministas (Freixas y Juliano, 2008; Juliano, 2001, 2002; Lamas, 2014, 2016; Pheterson, 2000), el estigma es uno de los elementos centrales -si no el más importante- para definir y entender a la prostitución dentro de la sociedad porque devela la comprensión que esta hace de dicho fenómeno y sobre todo de las personas inmersas en él. Por esta razón, el término prostituta contiene y expresa a la vez el estigma social, de tal suerte que, según Lorena Nencel, “Una vez que ha sido marcada como prostituta, todo lo que una mujer hace y piensa es filtrado a través de este lente, transformado su manera de ganarse la vida en su identidad de género” (2000: 83).

El movimiento de mujeres y el pensamiento feminista han enriquecido la comprensión del fenómeno de la prostitución y han develado la matriz patriarcal que lo sustenta. Sin embargo, al interior del feminismo existen también posiciones encontradas fundamentalmente entre las abolicionistas y las reglamentaristas. Las posturas abolicionistas conciben a la prostitución como la expresión más descarnada de la opresión masculina ya que su existencia legitima la violencia y el control sobre las mujeres en diferentes ámbitos razón por lo cual no puede ser considerada como un trabajo. En consecuencia, la prostitución consagraría la dominación masculina, la esclavitud sexual y la explotación de los cuerpos de las mujeres que son vistos como mercancías. Por lo tanto, desde esta perspectiva el único camino posible es abolir la prostitución (a esta postura suscriben feministas como Marcela Lagarde, Carole Pateman, Kate Millet, Cecilia Lypszic, Kathleen Barry, Catharine MacKinnon, entre otras). Las regulacionistas por el contrario, abogan por la legalización de la prostitución, su reconocimiento como un trabajo más y el acceso de las mujeres que la ejercen a todos los derechos laborales y socioeconómicos que permitan su seguridad y bienestar. Las regulacionistas critican a las primeras por considerar que su demanda de abolición inmediata es irreal porque la prostitución es una problemática estructural cuya erradicación requiere cambios profundos en el sistema; porque homogenizan la situación de las mujeres y porque hablan por ellas sin tomar en cuenta los diversos puntos de vista de quienes se dedican la prostitución. Consideran, por tanto, que el enfoque abolicionista contribuye a la estigmatización de las prostitutas ya que las victimiza y las mira como seres sin capacidad para decidir, sin autonomía y dependientes (entre quienes defienden esta postura están Marta Lamas, Gail Pheterson, Anna Freixas, Dolores Juliano, Raquel Osborne, Kamala Kempadoo, Than-Dam Troung). La polémica continúa irresuelta hasta la actualidad, sin embargo, el enfoque preponderante al momento entre los movimientos feministas y la academia es el abolicionista.

En lo que coinciden diferentes vertientes del pensamiento feminista es que el orden patriarcal ha creado la identidad de la prostituta como una más de las identidades de las mujeres con la clara intención de controlar la sexualidad femenina. Por esta razón, para Dolores Juliano (2002), la denominación de prostituta está más relacionada con la transgresión de las mujeres de los códigos discriminatorios de género que con la actividad que efectivamente realizan y para Paola Tabet, en la medida que las definiciones de puta o prostituta tienen una función normativa, son en realidad definiciones políticas (2018: 55). Los códigos mencionados por Juliano se refieren a la posibilidad de que las mujeres adquieran autonomía de cualquier tipo y específicamente libertad en el control de su cuerpo y sexualidad, por ello son estigmatizadas también todas las mujeres que transgreden los mandatos sociales referentes a la sexualidad femenina, como las lesbianas, las transexuales, las sexualmente muy activas, las polígamas, etc. En consecuencia, la denominación de puta no sólo se aplica a las mujeres que trabajan en la prostitución sino a todas las contraventoras de la norma.

Otro elemento a considerar es que, para la mayoría de las mujeres en la prostitución, el estigma no es nuevo, por lo general ya lo han experimentado de alguna manera antes de entrar en ella pues muchas pertenecen a sectores sociales socialmente excluidos; de ahí que “la estigmatización y el rechazo social más fuerte, va hacia aquellas con mayores necesidades económicas, más aún si a su condición de pobres se agregan otros elementos tales como pertenecer a alguna minoría étnica, tener piel oscura, o ser inmigrante” (Juliano, 2005:86). Paradójicamente, varias mujeres de estos sectores recurren a la prostitución para aliviar los efectos de su situación primigenia y, en su lugar, potencian y profundizan el estigma.

El fenómeno de la estigmatización evidencia además las construcciones sociales de género presentes en la prostitución ya que “Lo que provoca el estigma, y muchas de las dificultades y discriminaciones que enfrentan las trabajadoras derivadas de él, es justamente la doble moral: la sexualidad de las mujeres es valo­rada de manera distinta de la de los hombres” (Lamas, 2014: 57). En consecuencia, en el caso de la otra parte, del cliente, el estigma opera de manera diferente ya que, en la medida que la sociedad concibe su accionar como una situación ocasional y pasajera, ser cliente no llega a convertirse nunca en una identidad (Juliano, 2002: 95) e incluso puede ser bien visto en ciertos círculos específicos porque, dentro de los cánones de formación de la masculinidad, ser cliente se convierte en una demostración de “virilidad”, tranquilizadora de la homofobia. Sin embargo, desde la década del 2000, los clientes o consumidores de sexo comercial han sido visibilizados de manera crítica por movimientos de mujeres, organizaciones feministas, grupos anti-trata y otros, que han rechazado y condenado a quienes, valiéndose de su posición de poder, consumen servicios sexuales (al respecto es emblemático el caso de Suecia que, desde una mirada abolicionista, a partir del año 1999 penaliza al cliente y no a la mujer, considerándolo como un sujeto prostituyente y, por lo tanto, como el cometedor de un delito), lo cual “nos permite pensar en un incipiente proceso de estigmatización de los varones que pagan por sexo” (Morcillo, Martynowskyj y De Stéfano, 2021: 25) porque, en este contexto, pueden convertirse en personas socialmente desacreditadas en el sentido esbozado por Goffman. Por tanto, algunas denominaciones que se han creado públicamente para designar a los clientes de la prostitución, tales como putero, “gatero” o varón prostituyente dan cuenta de una estigmatización emergente ya que “Desde el feminismo radical-abolicionista, el ´prostituyente´ se considera no solo una persona portadora de una sexualidad repudiable, sino también sujeto de la expresión y (re) producción de la dominación masculina” (Martynowskyj, 2021: 79 y 80), por lo que también son criticados por colectivos de varones que trabajan en la construcción de nuevas masculinidades no hegemónicas. Otros hombres relacionados con la prostitución que también son portadores de un estigma son los proxenetas o “chulos”,4 cuya existencia generalmente es rechazada no solo por ejercer un control normalmente violento sobre las mujeres, sino también porque rompen con uno de los estereotipos de la masculinidad dominante: la idea del hombre proveedor, pues en esta relación él es mantenido por una mujer. Sin embargo, en materia de estigmatización social, el estigma que genera el ejercicio de la prostitución y sus consecuencias negativas, siguen afectando fundamentalmente en las mujeres.

Las connotaciones diferenciadas del proceso de estigmatización para hombres y mujeres nos recuerdan que el estigma es un mecanismo para la mantención del status quo dentro un sistema que ha negado a las mujeres su derecho a la autonomía y al ejercicio de la libertad en materia sexual. En este sentido el estigma posee una clara función social: controlar el cuerpo y sexualidad no sólo de las mujeres en la prostitución sino de todas aquellas que intenten subvertir la norma, de ahí que, parte de la socialización de las mujeres a lo largo de su vida se realiza en referencia a la imagen de la puta como la antítesis del “deber ser”. Así, según Juliano:

la desvalorización socialmente construida y la indefensión ante todo tipo de agresiones, que afecta a las sexo-servidoras, es el espejo que se pone ante las mujeres insertas en el sistema para mostrarles el precio que pueden pagar ante cualquier atisbo de rebeldía (2002: 52).

El estigma es entonces una de las herramientas más efectivas de control por su capacidad para infiltrarse y legitimarse en todos los segmentos de la sociedad debido a su facilidad para pasar desapercibido. Al desacreditar a las prostitutas, el estigma las deslegitima, las aísla, las silencia y evita que sean un modelo a imitar por otras mujeres. Además, el estigma tiene la función de enfrentar a las mujeres entre sí, a aquellas consideradas “buenas” con las “malas”, generando jeraquizaciones, con lo cual se convierte en un elemento que impide la solidaridad de género y el diálogo entre mujeres frente al tema de la prostitución.

Las prostitutas, a diferencia de otros estigmatizados, adquieren el estigma cuando ingresan al mundo de la prostitución. Este punto de partida es importante porque quienes no han nacido con un atributo que los desacredita sino que lo han recibido en el transcurso de su vida “son individuos que han realizado un aprendizaje de lo normal y lo estigmatizado mucho tiempo antes de considerarse a sí mismo como tales” (Goffman, 2006: 48). En consecuencia, debido a su proceso de socialización, las mujeres que se dedican a la prostitución han incorporado en su ser los estereotipos discriminadores hacia las putas, lo cual genera que el estigma les afecte también desde dentro (Juliano, entrevistada por Daich, 2012: 98). En palabras de Marcela Lagarde:

Como todas, las prostitutas han interiorizado una concepción de la moral y de la ética que las acusa, las señala y las considera pecadoras y delincuentes… y genera en las prostitutas conflictos de identidad, en particular de aceptación. (2005: 606)

A la par, dichas concepciones y valoraciones influencian en su forma de mirar a las otras mujeres que se dedican esta actividad lo que les genera conflictos de identificación con ellas; esto explicaría el por qué normalmente expresan desagrado frente a la performatividad de otras mujeres que ejercen la prostitución y construyen discursos que las diferencian de ellas y del estereotipo dominante de la prostituta.

Finalmente, no existe una forma única de ser prostituta pues hay una diversidad de mujeres que se dedican a la prostitución; de ahí que es necesario cuestionar la idea de universalidad, homogeneidad y uniformidad presentes en las representaciones de la prostituta y considerar el contexto socio-económico, cultural y político específico en el cual realizan su actividad. La experiencia de las mujeres que se dedican a la prostitución está determinada por condiciones externas de exclusión/inclusión que les son comunes en algunos ámbitos y particulares a la vez debido a su historia de vida, su subjetividad y la auto representación que ellas construyen de su actividad y de sí mismas.

Hablan las prostitutas: con el estigma en la piel

A través de los testimonios de las mujeres que ejercen la prostitución en la ciudad de Cuenca, a continuación se analiza su experiencia en relación al estigma que esta actividad genera. Las preguntas que guiaron el análisis son varias: ¿cómo se construye el estigma de la prostituta en esta sociedad?, ¿en qué se diferencia de otros sujetos sociales estigmatizados?, ¿cuáles son los efectos del estigma en sus vidas? y, ¿qué hacen ellas para procesar y neutralizar dichos efectos?

Existen muchos tipos de estigmas e igual número de sujetos estigmatizados que, a pesar de compartir elementos comunes se configuran de diferente manera dependiendo de los factores personales y socio-culturales que rodean sus vidas. Cada sociedad define los parámetros de la sexualidad permitida y prohibida pero también las sanciones que se infringen a las personas que se apartan de ellos, por esta razón, entender la prostitución es también una entrada para analizar cómo funcionan las construcciones de género a nivel local, en este caso, en la sociedad ecuatoriana5 y específicamente, cuencana, cuyo conservadurismo en materia sexual aumenta la situación de inseguridad e indefensión de las mujeres que se dedican a la prostitución. Adicionalmente, en la ciudad de Cuenca la construcción del estigma de la prostituta se soporta en otros atributos desvalorizados en esta ciudad, producto de prejuicios clasistas y regionalistas por la tradicional rivalidad entre la región costa y la sierra del país, aspectos que dan cuenta del carácter interseccional del proceso de estimatización6 Por su parte, las mujeres cuencanas tratan de alejarse con su conducta, vestimenta y performatividad de las prostitutas por temor a la confusión y la consecuente desvalorización social. En este sentido, la función del estigma referida al control y autocontrol de las mujeres, demuestra su efectividad.

El lenguaje crea los sujetos estigmatizados

Michel Foucault (1980, 1999) demostró que los sujetos sociales son producidos a través del discurso y que el poder es una fuente de creación en tanto construye estos discursos. En consecuencia, el sujeto prostituta es obra de quienes detentan el poder, de aquellos que pueden elaborar discursos hegemónicos que normalizan o discriminan a las personas y cuya repetición los legitima. En una línea confluyente, Derrida (citado en Preciado, 2003) sostuvo que la repetición regulada de un enunciado y la performatividad que posee el lenguaje crean la realidad/verdad lo cual es posible porque existe un contexto previo de autoridad. En consecuencia, el lenguaje es también una fuente y expresión de poder, lenguaje concebido como una institución humana, un sistema de signos que expresan ideas, valores y significaciones (Zecchetto, 2013).

El estigma se crea y se fija a través del lenguaje, pero de la palabra transformada en “injuria”. Según Didier Eribon (2001), las injurias juegan un papel fundamental para la creación del estigma, del ser estigmatizado, porque a través de ellas se le hace saber a una persona que no es normal. Las injurias “Son agresiones verbales que dejan huella en la conciencia. Son traumatismos más o menos violentos que se experimentan en el instante, pero que se inscriben en la memoria y en el cuerpo” (Eribon, 2001: 29), por lo cual se convierten en la principal forma de referirse socialmente a las personas estigmatizadas, influyendo así en la formación de su personalidad, su subjetividad y su ser. Los otros y otras, aquellos considerados “normales” tienen el poder de mirar, escrutar, nombrar y designar a quienes portan un estigma debido a que se asumen superiores a ellos y esta posición de poder les da la capacidad de subalternizarlos y silenciarlos.

La injuria es entonces “un acto de lenguaje -o una serie repetida de actos- mediante el cual se asigna a su destinatario un lugar determinado en el mundo” (Eribon, 2001: 31). Las injurias, vistas como agresiones verbales dejan marcas profundas en los cuerpos y mentes de las mujeres en la prostitución y demuestran que quienes las lanzan, tienen poder sobre esta persona, el poder de nombrarla, de herirla, de agredirla y hacerla avergonzarse de sí misma, con lo cual el poder de la palabra supera la estética del lenguaje y su significado originario:

a veces pasan dos hombres jóvenes que no sé si tienen algo contra las mujeres que trabajamos, nos gritan cosas feas... zorras, prostitutas... me afecta pero me hago la indiferente porque si agacho la cabeza es peor (“Rosa”, 46 años, comunicación personal, 11 de octubre de 2004).7

nos decían: zorras, hijas de su madre ¡retírense de aquí!, si no... (“Lucy”, 39 años, comunicación personal, 9 de diciembre de 2004).

hay clientes que vienen y dicen: ¡ay que puta tapada! (“Fernanda”, 22 años, comunicación personal, 12 de febrero de 2005).

un vocabulario denigrante que verdaderamente ahí sí le hace sentir a la mujer la peor basura, lo peor. Porque imagínese decirle que no vale como mujer... palabras pero horrorosas (“Yadira”, 37 años, comunicación personal, 20 de marzo de 2005).

Las palabras para referirse a las mujeres, nombrarlas y denominarlas son adjetivos calificativos cargados de una fuerte desvalorización que, como se evidencia en los testimonios, produce en ellas un efecto inmediato de vergüenza, dolor, rabia y un efecto a mediano plazo de autodesvalorización, pues la repetición constante de la adjetivación negativa reafirma la identidad socialmente asignada. Al respecto, vale resaltar la connotación de puta, término que a decir de Marcela Lagarde “es un concepto genérico que designa a las mujeres definidas por el erotismo, en una cultura que lo ha construido como tabú para ellas” (2005: 279), por lo tanto puta es, según la autora, una categoría patriarcal creada para satanizar el erotismo femenino. Otros términos usados para referirse a las mujeres en la prostitución las asemejan con hembras animales: zorras, perras, lobas, coyotes, que las identifican con seres más instintivos que racionales. Al respecto y abonando a esta reflexión, Rafael González sostiene que “el proceso de naturalización [del estigma] consiste habitualmente en deshumanizarde manera global e irreversible al contrincante, animanizándolo, es decir, considerándole como una bestia” (2012: 53).

Por su parte, la ausencia de poder explica por qué las mujeres que se dedican a esta actividad no pueden auto designarse, crearse y recrearse a sí mismas como un sujeto social. Conscientes de esta situación, en la década de 1970 el movimiento por los derechos de las prostitutas y colectivos organizados de mujeres que ejercían la prostitución, crearon el término “trabajadoras sexuales”, reivindicación que fue apoyada también por varias pensadoras feministas; a la par, entre 1975 y 1985 empezaron a surgir organizaciones de trabajadoras sexuales en Estados Unidos y Europa (Francia, España, Alemania, Holanda, Reino Unido, Suecia) casi siempre vinculadas a las feministas (Lamas, 2016: 20), y en la década del 80 pasó lo propio en América Latina (Brasil, Chile, Uruguay, Argentina y Ecuador8). Desde estos espacios y como una forma de combatir el estigma, se ha intentado posicionar la denominación de trabajadoras sexuales y también el uso de otros términos como: trabajadoras del sexo, sexo servidoras o más contemporáneamente, la identificación de “putas feministas”. Sin embargo, estas denominaciones no han logrado penetrar en los discursos hegemónicos porque el estigma actúa como un silenciador.

Los espacios del estigma

El espacio es un elemento simbólico formado por una serie de construcciones físicas, sociales, culturales, históricas, emocionales y afectivas; es el medio y soporte para la relación con los otros y otras, es en definitiva un “espacio vivido”. Por ello, la distribución, uso y apropiación de los espacios también tiene que ver con las jerarquías sociales y de género que establece cada sociedad; en este sentido, la división simbólica entre el espacio público y el privado es otro de los elementos que determinan la construcción del estigma de la prostituta. Debido a que el espacio público ha estado históricamente vedado para las mujeres, el que las prostitutas lo ocupen, se apropien de él o lo transformen, está considerado como una subversión del orden. Esta situación evidencia que el estigma está relacionado también con la marginación de las mujeres de los espacios públicos lo que explica por qué el grupo más estigmatizado, perseguido y violentado es el de las que se sitúan en las calles para ofrecer sus servicios pues ellas además cometen el “pecado” de sacar un tema considerado privado (la sexualidad) a lo público. Esto sucede además porque, como sostiene Leticia Sabsay (2011), en la medida que el espacio público es un espacio moral y visual, se convierte en un campo de batalla entre los y las vecinas y otros grupos -considerados como “indeseables” por la vecindad- que se disputan el derecho a su ocupación, uso y apropiación, ya que dichos grupos (entre ellos las mujeres que ejercen la prostitución) se configuran como “el otro social” de una comunidad imaginaria que se considera homogénea (2011: 152 y 153). Adicionalmente, cuando las prostitutas se hacen visibles, nos recuerdan no solo su existencia sino también la de un sistema socio económico y político incapaz de generar inclusión social:

la policía antes sí molestaba bastante, nos llevaban presas, nos tenían hasta por ocho días por deambular por la calle... ahora a veces llegan y nos dicen: ¡retírense!, nosotros les decimos: ¿por qué si no estamos haciendo nada malo?, nosotros trabajamos en el hotel, no aquí en la calle (“Rosa”, 46 años, comunicación personal, 11 de octubre de 2004).

habían mandado solicitudes a la policía pidiéndoles que nos vengan a desalojar, pero han sido los moradores de por aquí, de los almacenes, todos, han mandado con firmas a la policía (“Vanessa”, 30 años, comunicación personal, 15 de enero de 2005).

Al respecto, a decir de Leticia Sabsay, más que su presencia y el uso del espacio público, el fondo del conflicto radica en que socialmente la oferta de sexo es considerada obscena, es decir:

No se trata de que la oferta de sexo se realice de forma obscena o no, sino que habría algo de obsceno en la misma oferta de sexo, y es este plus visual el que aparentemente disturba el paisaje visual-moral que imaginan los vecinos para su espacio urbano (2011: 130).

Como respuesta, el sistema busca ubicar a las mujeres que ejercen la prostitución en los prostíbulos o las denominadas “zonas de tolerancia” intentando hacer de estas ghetos aislados, lugares donde no sean visibles y donde controlarlas sea factible. Al respecto, siguiendo a Leticia Sabsay, si bien estas regulaciones tienen poco que ver con lo que en realidad sucede en las calles de las ciudades, sirven para marcar simbólicamente “el lugar que el trabajo sexual debería tener de acuerdo con los ideales de cierto imaginario sexual hegemónico” (2011: 144). Por otro lado, la asociación prostitución-delincuencia hace que se culpe a la sola presencia de las prostitutas de los actos ilícitos que ocurren en los espacios urbanos por donde ellas transitan; este es, en el caso de la ciudad de Cuenca, el argumento más fuerte de la ciudadanía, medios de comunicación y policía para intentar desalojar a las mujeres de los espacios públicos o de las viviendas donde habitan, así como solicitar el traslado de los locales dedicados al ejercicio de la prostitución, porque debido a la fuerza del estigma, dichos espacios se convierten también en zonas estigmatizadas. A esta situación se suma el discurso de que ellas constituyen una “mala imagen” para una ciudad que se siente orgullosa de ser Patrimonio Cultural de la Humanidad9. Las mujeres que transitan por espacios como el terminal terrestre o los mercados, lo expresaron así:

- ¿Por qué les piden que se retiren del lugar? - Porque llegan turistas, turistas extranjeros y lo primero que nos ven es a nosotras, entonces ¡tan feo! dicen, pero verá que nosotras no estamos vestidas deshonestamente, estamos vestidas honestamente (“Vanessa”, 30 años, comunicación personal, 15 de enero de 2005).

Por su parte, dentro del mundo de la prostitución la calle significa degradación porque quienes están generalmente en las calles son aquellas que no logran ser admitidas en los locales debido a que su apariencia no se ajusta al modelo de belleza imperante y, sobre todo, porque no están en el rango de edad para ejercer en un local cerrado10. Al respecto, Freixas y Juliano sostienen que en la prostitución la edad “es un elemento básico, en la medida en que se trabaja con el cuerpo como instrumento laboral en un mercado en el que hay una gran competencia con mujeres jóvenes” (2008: 97).

En la ciudad existen también sectorizaciones que evidencian jerarquías en la distribución y uso del espacio en el sentido que las mujeres mayores y “menos atractivas” están en los mercados que son ámbitos frecuentados por estratos sociales populares, mientras que las más jóvenes se encuentran en la zona del Terminal Terrestre y el Aeropuerto, lugares transitados por viajeros y turistas. Si bien estas últimas podrían acceder a los prostíbulos, de acuerdo a sus testimonios, su presencia en la calle se debe a que son mujeres que buscan mayor autonomía. Un alto porcentaje de ellas mantiene relaciones con “chulos” lo cual es otra explicación del porqué de su presencia en las calles (en algunos prostíbulos de Cuenca no están permitidos los “chulos”). A pesar de estas diferencias, dentro del imaginario de la prostitución “las de la calle” son más estigmatizadas, incluso por sus propias compañeras:

¿Las mujeres de la calle? son más dañadas (“Jennifer”, 18 años, comunicación personal, 14 de abril de 2005).

Tengo pavor a trabajar en la calle. - ¿Por qué? - Me parece más denigrante… el día que me toque trabajar en la calle, me voy a lavar baños a Colombia (“Nataly”, 37 años, comunicación personal, 21 de febrero de 2005).

Desde el otro lado, el considerado espacio privado, la familia, existen también varias fuentes de reforzamiento del estigma. Si bien la mayoría de las mujeres no han contado a sus familiares sobre su trabajo, hay otras que sí lo han hecho o cuyas familias se enteraron por diferentes medios, en este caso las mujeres se ven sujetas a un sinnúmero de reproches, discursos desvalorizadores y acciones que las hieren:

lo que mi mamá más decía era que nunca en su familia había habido nada de eso; me dijo: ¿aquí cuándo tú has visto algún caso inmoral?... aquí todas así vivan como vivan, así no tengan que comer, no están en pendejadas (“Fernanda”, 22 años, comunicación personal, 12 de febrero de 2005).

Un hermano no me habló como dos años, me dijo que yo había muerto para él (“Rosa”, 46 años, comunicación personal, 11 de octubre de 2004).

Por su parte, aquellas que lo ocultan a sus familias, manifiestan sufrir frente a las concepciones y expresiones de sus seres más cercanos sobre las mujeres que se prostituyen, lo que las lastima y las obliga a recluirse en la doble vida:

Mi hermano decía: esas mujeres que no se quieren que se acuestan con el uno y con el otro... yo no sé qué piensan las mujeres que trabajan en eso, qué ha de ser bonito que uno y otro hombre le vea el cuerpo, entonces chuta, yo me sentía mal… Y mi papá decía: ¡ay! la hija de tal vecino trabaja en esto, ¡que vergüenza de familia! Yo me moría... ¡Dios mío!, ese rato era trágame tierra (“Fernanda”, 22 años, comunicación personal, 12 de febrero de 2005).

Si “cada situación es un encuentro entre lo privado y lo público” como sostenía Chantal Mouffe (1997: 22), es precisamente la fuerza de esta confluencia la que determinará el alcance del estigma sobre la vida de las mujeres. Finalmente, la presencia de ellas contribuye también a transformar los espacios de la ciudad, su uso y significado, convirtiéndolos en un “no lugar”, concepto elaborado por Marc Augé (1998) para designar a aquellos espacios transitorios y efímeros como las calles, parques, plazas, mercados, terminales de buses, intersecciones o “puntos de encuentro” que también crean una ciudad.

El estigma tiene cuerpo

Según Focault (2000), en la sociedad capitalista occidental los cuerpos son formados, educados y domesticados a fin de que puedan ser convertidos en objetos que posibiliten su dominación, por tanto, la finalidad del sistema es crear “cuerpos dóciles”, es decir, cuerpos estudiados y vueltos inteligibles desde las diversas ciencias y, cuerpos manipulados a través de mecanismos disciplinarios que los conviertan en útiles para la sociedad capitalista y el mantenimiento del status quo, sobre todo en el ámbito sexual. Para este autor, “el cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido” (2000: 33), de tal forma que los cuerpos de las mujeres que ejercen la prostitución son productivos en cuanto posibilitan con su trabajo la acumulación de capital y, a la vez, requieren ser disciplinados pues su sexualidad transgresora los convierte en peligrosos por lo que deben ser observados, controlados, vigilados, normados.

El afán social de dominación sobre el cuerpo de las mujeres en la prostitución se vale de la serie de políticas, leyes, normas y reglas existentes, las cuales en última instancia se inscriben en él. El espacio primero, más privado, más íntimo y más propio de las personas es su cuerpo, pero en la prostitución la integralidad del cuerpo se presenta fragmentada pues se lo ve como un objeto erótico, que tiene por sobre todo esa función. Según Marcela Lagarde:

El cuerpo de las prostitutas es el espacio del sacrilegio, de la transgresión, del tabú. El cuerpo de la prostituta es el espacio material y subjetivo de la realización del pecado, y es el espacio de la afrenta de los seres humanos a la divinidad (2005: 567).

Es entonces el lugar de realización y objetivación del estigma. Cuando las mujeres que ejercen la prostitución son indagadas en relación a su cuerpo, las respuestas son complejas, un condicionante para ello es la edad, el tiempo que llevan en la prostitución, las experiencias vividas y el nivel de “profesionalización” alcanzado. Así, las más jóvenes en edad y trayectoria mostraron una mayor interiorización del estigma social en relación a su cuerpo:

a veces cuando me estoy bañando, tengo que bañarme bien, tengo que enjabonarme bien para... como que estuviera más sucio (“Jennifer”, 18 años, comunicación personal, 14 de abril de 2005).

¡Dios mío!... lo que estoy haciendo por plata, la mayoría de veces me siento sucia, mi cuerpo me lo están gastando de tanta cogedera, de tanto manoseo (“Estefany”, 19 años, comunicación personal, 5 de noviembre de 2004).

Esa plata era sucia porque tocaban mi cuerpo (“Wendy”, 18 años, comunicación personal, 17 de enero de 2005).

El estigma se crea desde la idea de lo sucio, el cuerpo se ensucia, lo ensucian, ellas se sienten sucias. La idea de suciedad moral es un resultado de los aprendizajes sociales, familiares y religiosos sobre nuestros cuerpos que exigen a las mujeres “limpieza”, pureza, castidad. Concomitantemente, en los testimonios también se evidencia que en esta actividad entran mucho en juego los sentidos: visual, táctil, auditivo, olfativo de tal suerte que el olor del hombre y la huella que deja en los cuerpos de las mujeres es una de las sensaciones que más incomoda (según algunas es lo peor de la prostitución):

él se va... y después tú estás que te echas alcohol... te sientes mal porque tú te sientes como si tu apestaras a él, como que te dejó el olor... te coge asco, te coge no sé qué, tú comienzas a limpiarte (“Fernanda”, 22 años, comunicación personal, 12 de febrero de 2005)

A veces me siento sucia porque lo cogen muchos hombres, a pesar de que una no quiera lo cogen, una quisiera bañarse, echarse perfume, que no le quede como huella, que no sienta una el olor del hombre (“Estefany”, 19 años, comunicación personal, 5 de noviembre de 2004).

Si bien las mujeres han desarrollado la capacidad de separar el cuerpo de la afectividad en el ejercicio de la prostitución, este cuerpo no deja de estar atravesado por su subjetividad. Por tanto, el grado de afectación que la prostitución les genera, dependerá de la experiencia y de lo que las mujeres se permitan o no vivir. Así como el cuerpo es uno de los espacios del estigma es también un lugar para el autoconocimiento y la autoafirmación; en efecto, en algunos casos, la experiencia de las mujeres en la prostitución también les ha permitido establecer una nueva relación con su cuerpo porque les ha mostrado que poseen un cuerpo deseable y envidiado. Para Tatiana Cordero, el cuerpo es “un lenguaje que opera entre la norma y la transgresión” (2003: 29). Esta es la contradicción presente en el cuerpo de las mujeres en la prostitución.

-¿Sientes diferente a tu cuerpo de cómo era antes de ejercer este trabajo?

- Sí, se cambia... a mí me gusta más mi cuerpo ahora (“Nataly”, 37 años, comunicación personal, 21 de febrero de 2005).

a veces me pongo a pensar que a mí los clientes me buscan porque me ven linda y me halaga... me siento bella yo (“Miriam”, 19 años, comunicación personal, 1 de junio de 2005).

La experiencia del cuerpo en la prostitución está entonces cargada de conflictos y contradicciones, la mayor libertad con el cuerpo comprende descubrimientos, transformaciones, vergüenzas, dolores, rechazos y a veces también, autoafirmaciones.

La vida del payaso

Según Goffman “El rasgo central que caracteriza la situación vital del individuo estigmatizado está referido a lo que a menudo se denomina ´aceptación´” (2006: 19), en consecuencia, lo que otras personas dicen acerca de alguien ejerce enorme importancia en ella e influencia en la formación de su identidad. Debido a que el lenguaje, los espacios y el control social sobre los cuerpos van configurando la identidad estigmatizada de la prostituta, ellas desarrollaron diversos mecanismos para intentar ser aceptadas y para protegerse a sí mismas y sus afectos, procesos que fueron estudiados con detenimiento por Goffman (2006), quien los denominó encubrimiento, enmascaramiento u ocultamiento, dependiendo del estigma y del tipo de relación social que se establezca.

La primera forma de protegerse (encubrirse) es manteniendo en secreto la vida privada, la actividad que se realiza y los términos de la misma. Para ello hay varios mecanismos: el cambio de residencia, de nombre, la transformación corporal y la doble vida. Un ritual fundamental es el cambio de nombre, Juana o María se transforman en Jennifer, Nayeli, Jessica o Nataly. Si bien este hecho es sencillo, tiene connotaciones profundas, los nombres no se escogen al azar, pertenecen a un imaginario que las identifica con el ambiente artístico (ellas lo denominan como “mi nombre artístico”) lo que da cuenta de la performance que supone esta actividad y del intento por esconder sus rasgos estigmatizantes. El rebautizo de las mujeres supone también un quiebre con uno de los elementos más íntimos de nuestro ser: nuestro nombre propio. Así, “siempre que una ocupación lleve implícito un cambio de nombre, registrado o no, podemos estar seguros de que existe una importante fractura entre el individuo y su mundo anterior” (Goffman, 2006: 75). Una de las funciones del encubrimiento y el enmascaramiento es impedir por un lado que la familia se entere y por otro, proteger a la misma familia porque, siguiendo a Goffman, una de las características del estigma es su tendencia a difundirse desde la persona estigmatizada hacia sus relaciones más cercanas que se ven obligadas a compartir parte del descrédito (2006: 44). Esta es la razón por la que ellas evitan que su familia y núcleo social se entere de su actividad, ocultan su identidad, se vuelven seres migrantes y clandestinos y generan una “doble vida”. Muchas familias que lo saben por su parte, intentan filtrar la información, con lo cual comparten las estrategias de encubrimiento propias de los sujetos estigmatizados:

La gente le pregunta a mi mamá: ¿qué pasa haciendo su hija? -Ahí pasa trabajando en una casa... Cuando voy me dice: cuidado mija que te vea alguien que vaya a decirle a tú papá... porque ella tiene miedo de mi papá (“Fernanda”, 22 años, comunicación personal, 12 de febrero de 2005).

La posibilidad de esta doble vida, a la que Juliano (2002) denomina “compartimentación” (separación de algunos ámbitos de la vida cotidiana de la actividad considerada vergonzosa) permite a las mujeres afrontar mejor el estigma sin destruirse. Sin embargo, la posibilidad de ser descubiertas genera en ellas un estado de ansiedad permanente ya que siempre serán seres “desacreditables”11:

y la vi... era una cara conocida pero no recordaba exactamente de dónde y eso es terrible en este trabajo; siempre tienes miedo que sea una conocida de tu papá, de tu mamá, de tu familia (“Nayeli”, 27 años comunicación personal, 12 de junio de 2005).

A diferencia de otros estigmatizados, las prostitutas deben ocultarse y ser visibles a la vez, es decir, deben procurar que sus potenciales clientes las miren (sobre todo las que se ubican en espacios públicos) e intentar pasar desapercibidas frente al resto de personas. Esta necesidad es el punto de partida para otro fenómeno importante en la prostitución, la performance, que consiste en una representación, una puesta en escena que, a través de la repetición regulada de actos, crea una imagen y un imaginario (Preciado, Halberstan y Boucier, 2003). Los actos preformativos van formando las identificaciones sociales de las personas, de ahí que su sentido no solo es estético sino también político.

Las mujeres utilizan numerosos actos performativos para tener éxito en su trabajo pero también para salvaguardar su yo, que se expresan en una serie de códigos gestuales, vestimentarios, cromáticos, verbales, auditivos y espaciales que responden a referencias culturales. Todos estos códigos implican para las mujeres un proceso de aprendizaje y están pensados en función del cliente y de la exacerbación de lo femenino, en consecuencia, ellas actúan de acuerdo a un guion prefabricado por la industria cultural dominante que contribuye a reafirmar estereotipos de género:

una puede estar muy triste por dentro, tener muchos problemas, pero en ese local una tiene que reírse, como la vida del payaso (“Jéssica”, 25 años, 23 de marzo de 2005).

le toca a uno fingir, todo lo que uno siente finge (“Estefany”, 19 años, comunicación personal, 5 de noviembre de 2004).

Tienes que estar siempre a la defensiva, siempre muy analizadora. Aún con tus mismas compañeras de trabajo, entonces no te permite ser cien por ciento tu misma. Siempre estás ahí como una imagen, como una persona actuando (“Nataly” 37 años, comunicación personal, 21 de febrero de 2005).

Esta noción de performance se complementa y enriquece con la concepción de “performatividad de género”, propuesta por Judith Butler (2001). Para esta autora, el sexo es una norma cultural que sirve de base para materializar un determinado género en el cuerpo, por lo tanto, el género no es más que un estilo corporal, un acto performativo. La vestimenta, gestos y acciones son actuaciones repetidas y ritualizadas que crean la idea de un género con base en un modelo impuesto socialmente, todo ello “con el fin de reglamentar la sexualidad dentro del marco obligatorio de la heterosexualidad reproductiva” (Butler, 2001: 168). Desde este punto de vista, las mujeres también interpretan o parodian muchas veces un género con el cual no se identifican completamente:

Trabajan en el local sin mentirte unas 12 colombianas y la mayoría de las 12 son lesbianas

- ¿Es difícil para una lesbiana tener relaciones con hombres?

- Claro, pero ¿y?… la situación económica (“Jéssica”, 25 años, 23 de marzo de 2005).

Es decir, la performance y la performatividad son actos que no sólo consagran los modelos imperantes sobre lo femenino y lo masculino, también legitiman la heterosexualidad como norma a través de la institución de la prostitución. En efecto, la performance o puesta en escena en la prostitución usualmente reafirma estereotipos de género, por cuanto, volver al orden genérico, aunque sea a través de actos performativos, permite a las mujeres protegerse y procurar cierta aceptación social (Falconí, 2018: 14).

En donde más duele

Toda acción estigmatizante produce un efecto inmediato en quien la recibe y, en la medida que es permanente, se vive como un suplicio. A más de sus efectos actuales, el estigma posee efectos potenciales futuros pues, a diferencia de otros casos, el estigma de la prostituta nunca muere del todo. Por tanto, esta marca genera una vida de “no posibilidades” porque les coarta o limita las oportunidades de empleo, de matrimonio, de acceso a ciertos círculos sociales, de ejercicio de derechos, de participación ciudadana y política, entre otras:

Si saben que trabajamos en esto en ninguna parte nos abren las puertas, en ningún trabajo que sea decente (“Rosa”, 46 años, comunicación personal, 11 de octubre de 2004).

Yo sé que esto me va a marcar para toda la vida, todo lo que yo estoy haciendo... yo si llego a unos 70 años sé que estuve en esto, que fui puta (“Estefany”, 19 años, comunicación personal, 5 de noviembre de 2004).

La dificultad de conseguir pareja duradera es otra de las consecuencias, de ahí que Freixas y Juliano al abordar el mundo de los vínculos afectivos de las mujeres en la prostitución sostienen que “la mayoría de nuestras informantes hace hincapié en la dificultad encontrada para tener una pareja estable, que sea capaz de superar el estigma del trabajo sexual o que las quiera por sí mismas sin ánimo de lucro” (2008: 97):

Algún día que verdaderamente me quiera enamorar de alguien no creo que pueda ser feliz porque va a estar ahí el que tú fuiste prostituta (“Fernanda”, 22 años, comunicación personal, 12 de febrero de 2005).

Si bien como se ha evidenciado desde sus testimonios, las mujeres que ejercen la prostitución utilizan un sinnúmero de estrategias para distanciarse del estigma, para aminorar o amortiguar sus efectos negativos, no lo cuestionan desde el fondo, pues ellas normalmente también leen su actividad a través del discurso dominante y, cuando no es el caso, no tienen en la sociedad ecuatoriana y cuencana, el poder y las posibilidades de subvertir el discurso, la norma o el imaginario público y aportar a la destrucción o deconstrucción del estigma que pesa sobre ellas.

A Modo de Conclusión

La investigación realizada evidencia que el estigma es uno de los elementos centrales de la experiencia de la prostitución y que su fuerza contribuye a la creación del sujeto social prostituta o puta, que se ha impuesto como una de las múltiples identidades de las mujeres. Este estigma es producto de las construcciones sociales y culturales de género que elabora cada sociedad para sancionar la ruptura de las normas en relación al ejercicio de la sexualidad femenina, de tal suerte que, el estigma de la prostituta no solo marca y castiga a las mujeres que ejercen esta actividad sino que tiene el poder de convertirse en una amenaza para todas aquellas que rompen con los parámetros de conducta esperados en materia sexual. En consecuencia, el estigma es a la vez, una situación negativa actual y un riesgo potencial que evidencia además la doble moral de una sociedad que pone la carga y la culpa en las mujeres. El estigma de la prostituta tiene entonces la clara función de apoyar al control de la sexualidad y el cuerpo de las mujeres tanto en la prostitución como fuera de ella.

En el caso de la prostitución, el estigma se crea a partir de varios factores: i) el lenguaje y los discursos (científicos, institucionales, sociales, de los medios de comunicación y del mercado) que construyen el sujeto prostituta; ii) la división y el uso del espacio por parte de las mujeres y, iii) la percepción e imaginarios sobre el cuerpo de las mujeres que ejercen la prostitución, visto como el lugar de objetivación del estigma. A esto se suma, desde una mirada interseccional, el hecho de que este estigma se introduce y legitima más fácilmente porque las prostitutas pertenecen por lo general a grupos sociales pauperizados que ya poseen un nivel de subordinación social (de género, clase, etnia, región, etc.) (Falconí, 2018: 14).

A pesar de todos los repertorios desplegados es evidente, sin embargo, que el estigma deja huellas significativas en las mujeres y sus subjetividades, porque el estigma se ha objetivado como una forma de violencia sobre ellas y sus cuerpos y, porque al haber sido socializadas con los parámetros morales de una sociedad como la ecuatoriana, no dejan de sentirse “sucias” y de afectarse por las connotaciones actuales y las consecuencias futuras que su actividad genera en su vida y la de sus familias.

Las mujeres que ejercen la prostitución son la expresión de un conjunto de limitaciones y exclusiones que el sistema capitalista-patriarcal impone a las mujeres, el cual, a la par que ha objetivizado sus cuerpos como un espacio para el placer masculino -factible de ser poseído y comercializado-, les ha negado el acceso a la educación, al empleo y a un sinnúmero de derechos. Paradójicamente este mismo sistema las castiga con el estigma de la prostituta y se vale de él para realizar un ejercicio “pedagógico” para todas las mujeres. Esto no significa, sin embargo, que debamos mirarlas como víctimas pasivas, ellas son sujetos sociales complejos, cruzados por múltiples identidades y por las contradicciones vitales que su actividad les genera. Desestigmatizar a las mujeres en la prostitución se vuelve entonces un ejercicio de resistencia al poder y por lo tanto, una acción política indispensable.

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Notas

1 En el presente artículo la palabra prostituta irá siempre en cursiva a fin de remarcar el carácter estigmatizante con que se usa normalmente el término para referirse a las mujeres que se dedican a la prostitución.
2 La ciudad de Cuenca se encuentra ubicada en el sur del Ecuador, tiene 410.474 habitantes (INEC, 2020); es una ciudad universitaria, artesanal, industrial, comercial y de servicios. Es un espacio muy influenciado por la religión católica que expresa las contradicciones entre una población tradicional con nuevos segmentos, fundamentalmente jóvenes, que intentan romper el conservadurismo, sobre todo en materia sexual.
3 Ecuador, país localizado al noroccidente América del Sur, tiene 17´882.909 habitantes, 80% católicos (INEC, 2022). En materia sexual, el país posee una sociedad mayormente conservadora lo que se expresa en parámetros morales tales como: fuerte oposición desde el Estado y la sociedad civil a la legalización del aborto incluso en casos de violación; resistencia a una educación sexual que aborde con libertad la capacidad de decisión de las personas sobre sus cuerpos, identidades y prácticas sexuales; políticas estatales que promueven la abstinencia en la juventud por sobre la enseñanza y uso de métodos anticonceptivos; oposición al matrimonio homosexual; doble moral en relación a la existencia y ejercicio de la prostitución, entre otras.
4 En Ecuador se denominan “chulos” a los hombres que viven del trabajo de las mujeres que se dedican a la prostitución a cambio de ofrecerles protección. Muchas veces estos hombres obligan a las mujeres a prostituirse y se convierten en sus explotadores sexuales.
5 En Ecuador el ejercicio de la prostitución está permitido, siempre y cuando se observe la normativa para su desarrollo, es decir, se requiere ser mayor de edad, laborar en locales destinados para este fin que posean los permisos de funcionamiento y realizarse los chequeos de salud periódicos para demostrar que no se es portadora de ninguna enfermedad de transmisión sexual. La mayoría de estos parámetros están pensados en la seguridad de los clientes más que en la de las mujeres.
6 El 70% de mujeres que ejercen la prostitución en Cuenca provienen de la Costa ecuatoriana (Maestría en Género, Ciudadanía y Desarrollo Local, 2005). Debido a los prejuicios regionalistas existentes entre costa y sierra en el país, las costeñas son catalogadas en el imaginario local como mujeres voluptuosas, coquetas, “fáciles” y poco preparadas.
7 Los nombres verdaderos de las mujeres entrevistadas están protegidos mediante seudónimos. En los testimonios se visibiliza la edad de ellas porque es una variable importante a considerar en relación con su percepción sobre la actividad que realizan y los efectos del estigma en sus vidas.
8 En el año 1982 surgió en Ecuador, en la provincia costanera de El Oro, la Asociación de Mujeres Trabajadoras Autónomas de Ecuador, que aglutinó por primera vez a las mujeres que ejercían la prostitución en el territorio con el fin de defender sus derechos.
9 La ciudad de Cuenca-Ecuador fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad en el año de 1999 por la UNESCO, por su centro histórico colonial.
10 Según los testimonios de las mujeres entrevistadas, la edad para trabajar en un prostíbulo o Night Club oscila entre los 18 y 30 años, debido fundamentalmente a la lógica de la demanda masculina.
11 Utilizo esta denominación en el sentido de Goffman (2006), una persona desacreditable es aquella que posee un estigma desconocido por la sociedad porque no se evidencia a simple vista, pero que puede volverse visible cualquier momento, con lo cual pasaría de desacreditable a desacreditada.

Notas de autor

María Falconí Abad es socióloga y magíster en Género, Ciudadanía y Desarrollo Local por la Universidad de Cuenca-Ecuador. Estudiante del Doctorado en Humanidades-Estudios Latinoamericanos (2019-2022) de la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM). Ha sido docente e investigadora de la Universidad de Cuenca en las Carreras de Sociología; Género y Desarrollo y Orientación Familiar. Forma parte del Programa de transversalización del enfoque de género en los currículums educativos de la Universidad de Cuenca en coordinación con la Universidad de Konstanz-Alemania. Sus temas de investigación versan sobre feminismos, género, identidades de género, cuerpos, participación y desarrollo. Ha colaborado en varias investigaciones y publicaciones colectivas referidas a temas de género. Publicación última: La política no tiene rostro de mujer: claves para entender al sujeto político femenino (2019), http://148.215.9.2/espaciospublicos/eppdfs/N56-9.pdf
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