DOSSIER

Llorando en el espejo. Poéticas y políticas sexuales de la belleza en el cine

Crying in front of the mirror. Sexual politics of beauty in cinema

Julia Kratje
Universidad de Buenos Aires. Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas., Argentina

Llorando en el espejo. Poéticas y políticas sexuales de la belleza en el cine

Millcayac, vol. IX, núm. 16, p. 36, 2022

Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 21 Diciembre 2021

Aprobación: 25 Febrero 2022

Resumen: Este artículo se propone indagar un conjunto de problemas en torno a la figuración de la belleza femenina en el cine argentino contemporáneo. Para ello, se toma en consideración la historia de los certámenes regionales, las condiciones de visibilidad de los cuerpos y la crítica de los parámetros estéticos convencionales. El objetivo es analizar comparativamente los documentales La Reina (2013), de Manuel Abramovich, y La más bella niña (2004), de Mariano Llinás, a la luz de diversas producciones fílmicas argentinas e internacionales que ponen en escena nuevas derivas para enfocar viejas preguntas alrededor de la política sexual de la belleza.

Palabras clave: Género, Cine argentino, Documental, Belleza, Feminismo.

Abstract: This article aims to study a set of problematics related to the representation of female beauty in contemporary Argentine cinema focusing on the history of regional beauty pageants, the way bodies are displayed, and the critique of conventional aesthetic parameters. The objective is to comparatively analyze the documentaries la Reina (2013), by Manuel Abramovich, and La más bella niña (2004), by Mariano Llinás, which demonstrate new approaches to old questions about the sexual politics of beauty.

Keywords: Gender, Argentine cinema, Documentary, Beauty, Feminism.



¿Y si la belleza fuera un canto de sirena que nos llama hacia una satisfacción nunca antes alcanzada y al que nuestros sentidos sólo se entregaran para que todo otro sonido y atractivo de la vida nos parezca, por comparación, banal y falso?

Fuente: Georg Simmel, “Más allá de la belleza”

Anita Ekberg fue electa Miss Suecia en 1950. Aunque no pudiese llegar a la cima del concurso para Miss Universo, se trasladó a los Estados Unidos contratada como modelo y, radicada en Hollywood, empezó a actuar para Universal Studios. Tiempo después, conoció a Federico Fellini, quien la convocó para el personaje de Sylvia en La dolce vita (1960). En “Las tentaciones del doctor Antonio”, el episodio de Boccaccio ‘70 (1962) dirigido por Fellini, Ekberg interpreta a una mujer hermosa, despampanante, cuya imagen invade un enorme cartel publicitario que invita por altavoz a tomar más leche (“bevetepiù latte”). Su magnética belleza se pone en abismo: el doctor Antonio, un moralista inflexible que en tiempos del destape sexual no puede tolerar sus curvas atrayentes, intenta resistir a la tentación, boicotear el cartel, ni siquiera mirarla. Pero pese a sus esfuerzos (o justamente a causa de ellos) no consigue sortear el delirio. Emulando la pose reclinada de la Venus dormida de Giorgione o de La Bacanal de Los Andrios de Tiziano, aunque con los ojos abiertos y la vista al frente queriendo traspasar la pantalla, la musa de Fellini se descuelga del cuadro y empieza a pasearse por las calles de Roma. Si el tema monumental de la pintura europea, el desnudo, reposa en una distribución desigual de la mirada, según afirma John Berger en Modos de ver,1 el gesto de Ekberg está al borde del exceso: su opulente desparpajo rebasa el retrato como si el encuadre no fuera capaz de contener la imagen fascinadora.

La cuestión en torno a la exposición del cuerpo constituye una preocupación mayor para la crítica de arte y para el activismo feminista. “¿Las mujeres deben desnudarse para poder entrar al Metropolitan Museum? Menos del 5% de los artistas en las secciones de Arte Moderno son mujeres, mientras que el 85% de los desnudos son femeninos”, alertaron las Guerrilla Girls en un aviso de 1989 basado en la intervención de una reproducción de la Gran Odalisca de Ingres, emblemática para la tradición iconográfica del desnudo. En la Argentina, en una dirección similar, un caso resonante ha sido el afiche titulado “Mujer colonizada” (2004) del colectivo gráfico Mujeres públicas, que retoma metafóricamente las tres carabelas de Cristóbal Colón: para el caso de “La pinta”, el dibujo muestra a una mujer cercada por los imperativos que le ordenan “sonreí”, “pintate las uñas”, “depilate”, “hacete las tetas”, “adelgazá”, “maquillate”, “teñite”. Como dice Jean-Luc Godard en un pasaje de sus Historia(s) del cine a propósito del film El desprecio (1963) que protagoniza Brigitte Bardot (“el sueño imposible de todo hombre casado”), la belleza es un asunto inseparable de la creación de imágenes:



en el fondo
el cine no forma parte
de la industria
de las comunicaciones
ni de la del espectáculo
sino de la industria de los cosméticos
de la industria de las máscaras
la que a su vez sólo es
una magra sucursal
de la industria de la memoria.

Fuente: (Godard, 2007: 82-83)

Hay algo fatal en la belleza. Según Virginie Despentes, “nunca antes una sociedad había exigido tantas pruebas de sumisión a las normas estéticas, tantas modificaciones corporales para feminizar un cuerpo” (2009: 19). En una de las primeras películas de Agnès Varda, Cleo de 5 a 7 (1962), la silueta multiplicada en el espejo hipnotiza al personaje encarnado por Corinne Marchand, una cantante joven y vanidosa que aguarda el resultado de un examen médico. “Muerte es fealdad. Mientras soy bella, estoy diez veces más viva que las otras”, especula ante el cristal que le devuelve una imagen silenciosa. Es que la experiencia cotidiana de examinarse, siguiendo a Nora Domínguez, “no es producto del azar sino de un plan determinado y preciso para controlar el estado del rostro, sus matices, sus minúsculas imperfecciones” (2021: 40). Figura incesante de un espacio íntimo que se exterioriza en el reflejo, a la manera en que se representa en La Toilette (1889) de Eduardo Schiaffino, el espejo también puede reunir a las mujeres cuando se arreglan y maquillan para salir, como sucede en Los labios (2010) de Santiago Loza e Iván Fund o en Viola (2012) de Matías Piñeiro.

Si el endiosamiento de la imagen acarrea la tiranía de la primera apariencia –en sociedades dominadas por pantallas y vidrieras, no hay duda de que la belleza se vuelve una presunción compulsiva–, ¿resulta posible, o acaso deseable, suprimir el placer visual, borrar de un plumazo la aspiración a la belleza, desterrarla del universo sensible que devuelve su letal encantamiento? Como se ve a partir de los ejemplos apuntados, la pregunta reaparece con insistencia pues está atravesada por disputas sexuales, diferencias culturales y desigualdades sociales. A pesar de la voluntad de visibilizar una multiplicidad de cuerpos –sacrificados, disidentes, opulentos, anoréxicos, subalternos– es difícil esquivar a la atracción que produce la puesta en escena de la belleza física: para el cine, los cuerpos se perciben, ante todo, por su pregnancia visual, ya que la vocación de espectáculo, como dice Roberto Rossellini, constituye su pecado original. ¿Existen imágenes capaces de sostener la mirada sobre el cuerpo sin que resuenen los ecos del embellecimiento o la inmediata evidencia de su falta?

En los últimos años, varias producciones audiovisuales independientes buscan politizar los modelos hegemónicos sobre el devenir-imagen del cuerpo, desde Guido Models (2015) de Julieta Sans, protagonizada por un inmigrante boliviano que en 2009 abrió una escuela de modelos en la Villa 31 de Retiro, a la crítica de los estereotipos de género encomiada desde una perspectiva de clase media-alta porteña en Las lindas (2016) de Melisa Liebenthal, o el cortometraje de Sofía Ungar Como me (2018), en el que la cineasta reconstruye, mediante fotografías de su infancia hilvanadas por un relato en primera persona, experiencias en torno a las costumbres que se asocian al florecimiento de la feminidad (depilación, dietas, primeras relaciones sexo-afectivas).

En esta línea, La Reina (2013) de Manuel Abramovich, documental que retrata los momentos previos a la exhibición de una niña como reina de la comparsa del carnaval de Monte Caseros (Provincia de Corrientes), y La más bella niña (2004) de Mariano Llinás, sobre el concurso de la Reina Nacional de la Manzana de la ciudad patagónica de General Roca (Provincia de Río Negro), introducen coordenadas audaces para pensar la cuestión. Con procedimientos formales diferentes y aun opuestos, problematizan el asunto de la belleza desde una exploración que permite también reflexionar sobre la poética del cine, en un contexto en que el activismo feminista ha venido debatiendo sobre las impugnaciones de los concursos de reinas y princesas.

Las páginas que siguen retoman algunas de estas discusiones. Con ese fin, se sugiere un recorrido por ciertos problemas en torno a la figuración de la belleza desde enfoques de género, que toma en consideración la historia de los certámenes regionales, las condiciones de visibilidad de los cuerpos y la crítica de los parámetros estéticos convencionales. Este trazado se intercala con el análisis comparativo de los documentales dirigidos por Abramovich y por Llinás, que a la luz de diversas producciones fílmicas argentinas e internacionales ponen en escena nuevas derivas para enfocar viejas preguntas alrededor de la política sexual de la belleza.2

Bin ich schön?: paisajes del cuerpo

Las elecciones de reinas de belleza tienen una larga trayectoria que se remonta a la Antigüedad y se prolonga en las fiestas campesinas y de la realeza en la Europa medieval. Algunos de estos eventos que encumbraban la apariencia del cuerpo estuvieron vinculados a cuestiones políticas nacionales, como la Revolución Francesa, que utilizó figuras femeninas a modo de alegorías de los principios fraternos de la República, o la visita de Lafayette a los Estados Unidos en 1826, donde una joven fue seleccionada por cada uno de los 24 estados para darle la bienvenida. En la Argentina, los concursos de belleza surgieron a principios del siglo XX y adquirieron durante el primer peronismo (especialmente en el período que va de 1948 a 1955) un perfil espectacular, estrechamente ligado al crecimiento de la cultura de masas: las reinas del trigo, del petróleo, de la vendimia, del trabajo reforzaban los imaginarios tradicionales de las mujeres puestas al servicio de la “dignificación” de las fuerzas laborales, al mismo tiempo que realzaron la figura de la mujer obrera.

Estas competencias, que contaban con una altísima adhesión popular, fueron decisivas en ceremonias, manifestaciones y rituales ligados a actividades productivas locales. Los concursos de belleza se desarrollaban durante festividades promovidas por productores rurales e industriales, comerciantes y gobiernos, que suspendían la cotidianeidad del trabajo para promocionar las mercancías de una determinada región. Como indica Mirta Lobato, desde los años 30, “la belleza femenina coronaba el éxito productivo de miles de personas a los que en el lenguaje de la época se identificaba con el universal masculino de trabajadores y empresarios. Las mujeres trabajadoras en cada una de esas actividades, sea las que intervenían directamente o garantizando la reproducción, formaban una galería cuyos rostros eran más heterogéneos que aquellos que podían difundir las imágenes estereotipadas de niñas angelicales” (2005: 11).

Los concursos de belleza interrumpían las actividades productivas y reproductivas, que estaban asentadas, desde luego, en un reparto sexual entre el mundo masculino del trabajo remunerado y el mundo femenino de las labores domésticas y los cuidados familiares y personales, incluyendo la atención a la imagen física, aunque substancialmente supeditada a la vida espiritual:3 ecuación que va a asistir a un progresivo viraje, como el caso siguiente permite apreciar.

En 1968 y en 1979, Jean Eustache filmó dos documentales llamados La Rosière de Pessac, a partir de la observación minuciosa de un fenómeno que surge a finales del siglo XIX en el pueblo natal del realizador. La ceremonia consiste en la elección de una muchacha joven a quien se premia por sus cualidades virtuosas y por su reputación moral. El ritual de 1968 incluye la deliberación de un jurado acerca de las características devotas y misericordiosas de cada candidata, el momento de la votación, el anuncio de la rosière del año, su desfile por las calles enfundada en un vestido blanco, la coronación con una cinta de rosas, la asistencia a misa, el encuentro con antiguas rosières y un agasajo comunitario. Diez años después, parecería que el protocolo es el mismo: un grupo de vecinos y vecinas mayores, integrado por señores pacatos y pálidas señoras de Pessac, se reúne para evaluar las dotes morales de quienes aspiran a ser galardonadas. Tras exponer los argumentos, colocan su voto en una suerte de cáliz transparente. La nueva rosière electa desfila, va a misa, es coronada, enaltecida, homenajeada. Pero, ¿se trata de dos versiones de un mismo acontecimiento? Sí y no. La costumbre provinciana parece girar en círculos con algunas pocas variaciones que el gesto lúdico de Eustache invita a encontrar.

Entre ellas, hay tres diferencias que vale la pena señalar. Primero: en lugar del peinado apenas decorado con una coronita de rosas blancas que deja escapar algún bucle, la rosière de 1979 lleva un pomposo tocado de peluquería, con un brushing arqueado en el flequillo y el pelo sofisticadamente enrollado y recogido (que si hoy nos parece no menos acartonado que la permanente de las señoras que integran el jurado es porque la tendencia cosmopolita prefiere el look distendido, jovial, esmeradamente natural). La imagen personal de esta segunda rosière es prioridad. El ramo de flores coloridas, que se destaca sobre el vestido (un vestido que, como la vez anterior, termina con un ceñido escote redondo, pero que adquiere nuevo volumen gracias a las hombreras, las mangas infladas con tules y las puntillas que ornamentan el torso), hace juego con la vincha de rosas blancas, amarillas y rojas que le colocan en la iglesia. En segundo lugar, el film de 1979 intercala vistas a las torres de los edificios durante la procesión por las calles de Pessac. El contrapunto entre los rituales aldeanos y los progresos demográficos, que se establece a partir de la arquitectura, resulta notable: la idea de un desfase, de cierto desajuste cronológico irrumpe entre la repetición de la tradición y un cambio de época que marcaría la hora de transformarla. En tercer lugar, diez años después de la versión original hay una puesta en abismo de la mirada sobre el acontecimiento: un sonidista, un camarógrafo y un asistente de filmación (posiblemente, periodistas de la emisora local) se interponen entre la muchacha y la cámara de Eustache.

Teniendo en cuenta estas variaciones, se podría conjeturar que La Rosière de Pessac (ni una después de otra, ni viceversa, sino el efecto de las dos películas concertadas) deja al descubierto las ambivalencias de la belleza en un período marcado por la diversificación de los regímenes escópicos, donde lo visual, poco a poco, va ganando terreno entre los discursos de una sociedad crecientemente mediatizada. La transición de un paradigma logocéntrico hacia uno más centrado en la imagen implica una paulatina secularización que, desde el punto de vista que aquí interesa, redunda en una glorificación de la belleza corporal. Las consecuencias de este proceso, hacia los años 60 y 70, resultan imprevisibles, tal como exponen los documentales de Eustache o los films de Fellini, de Godard y de Varda: desopilante, crítico, pionero, el cine moderno traza algunas derivas plausibles para narrar las vicisitudes de la belleza como un campo de fuerzas en conflicto.

Pretty woman: belleza y subordinación

Los concursos vuelven ostensible la consubstancialidad entre belleza, imagen y poder (tanto cultural como político y económico): un cuerpo bello está siempre definido en la intersección de diferencias de clase, de etnia, de género, de edad, que en un mundo patriarcal, capitalista, gordofóbico y racista se traducen en jerarquías sociales.

El potencial de la belleza como espectáculo altamente rentable no sólo se plasma en la carrera de modelos, sino también de periodistas y actrices convertidas en divas o en personajes mediáticos. Las imágenes de las revistas femeninas, de las publicidades, de los programas televisivos, de los videojuegos, del cine y de las redes sociales inundan varios planos de la vida cotidiana, como aquellos puestos laborales que exigen “buena presencia” (azafatas, mozas, secretarias) en tanto requisito para el desempeño profesional. Desde esta perspectiva, se diría que la belleza eleva el estatus de la mujer manteniéndola subordinada. Ciertamente, esta ha sido una de las principales críticas provenientes del feminismo al mundo de las apariencias, tal como Naomi Wolf expone en El mito de la belleza, una obra señera en la que se afirma que la belleza, cuyos componentes míticos residen en el hecho de enseñarse como una cualidad universal y objetiva, vino a ocupar el lugar de la mística de la domesticidad de la que muchas mujeres habían empezado a emanciparse.4 Pero, en vez de la vida hogareña y sedentaria, esta forma de mistificación valora el cuerpo esbelto, ejercitado, estilizado, flexible: “el mito de la belleza era sólo una de las varias ficciones sociales en auge que se hacían pasar por componentes naturales de la esfera femenina, con el fin de poder encerrar mejor a las mujeres dentro de sus confines” (1991: 19). Si bien el deseo de embellecerse forma parte de un impulso transcendental, vital, según reconoce la propia Wolf, su conclusión es que se vuelve imperioso redefinirlo para que no se convierta en otra manera eficaz de control social y sexual.5

Esta opinión está en sintonía con la concepción acerca del embellecimiento y la elegancia que Simone de Beauvoir plasma hacia 1949 en El segundo sexo, que ha tenido un impacto fuerte en el activismo de las décadas siguientes.6 Acusada de propiciar una nueva forma de esclavitud frente al espejo, para esta precursora de la segunda ola la única inquietud de la mujer coqueta, guiada por una “arrogancia superficial” (2005: 635), consiste en seducir al varón. En el pasaje dedicado a “La narcisista”, de Beauvoir señala que la belleza connota pasividad: “la mujer, que se sabe y se hace objeto, cree verdaderamente verse en el espejo: pasivo y dado, el reflejo es, como ella misma, una cosa; y como ella codicia la carne femenina, su carne, anima con su admiración y su deseo las virtudes inertes que percibe” (2005: 621). Como advierte Stella Bruzzi (1997), este enfoque descansa en la idea de que acentuar la feminidad es un modo de condescender a la fantasía masculina. Las polaridades parecerían agotar las discusiones que, hasta entrados los 90, presumen una incompatibilidad entre el movimiento de mujeres y la preocupación por la belleza.

Así, los certámenes escenifican de manera ejemplar los problemas provenientes de la crítica feminista con respecto a la presentación de imágenes femeninas –para decirlo sinópticamente: de la historia del arte a la publicidad, de las pin-up girls a la pornografía– como objetos que se entregan, pasivos, al deleite del voyeur. En efecto, los cánones de belleza están en la base de las detracciones feministas al cine de Hollywood. El argumento es conocido: la mujer queda limitada al estatuto de objeto de la mirada masculina (“malegaze”: un sistema compacto que articula las miradas del protagonista, de la cámara y del espectador) en tanto y en cuanto sea un cuerpo bello y cautivante para su contemplación, es decir, si bajo determinados parámetros resulta deseable. Para retomar la difundida expresión forjada hacia 1975 por Laura Mulvey en “Placer visual y cine narrativo”, se puede afirmar que no todos los cuerpos acceden por igual a la condición de ser mirados (“to-be-looked-at-ness”). En su trabajo sobre las figuras de la curiosidad (1996), la autora vuelve sobre esta perspectiva confiando en que el análisis de la belleza y del placer permite apuntar las armas de la crítica hacia su destrucción, y que esta destrucción sería beneficiosa para las mujeres.7 La proliferación de imágenes estereotipadas también ha guiado las primeras críticas a los medios de comunicación (revistas dirigidas a mujeres, programas y anuncios de televisión, películas comerciales) por reproducir la construcción cultural en torno a la mujer “ideal”: joven y bella, vestida a la moda, de acuerdo a los cánones vigentes.

“No somos hermosas, no somos feas, somos mujeres iracundas”: como enuncia este panfleto que circuló durante los 80,8 las competencias que sacralizan la belleza femenina fueron desde momentos tempranos impugnadas por activistas que consideraban las elecciones de reinas y princesas como injuriosas y degradantes. Cierta corriente del movimiento de mujeres radicalizó esta posición, denunciando la discriminación hacia quienes no encarnan los estándares biológicos y universales de belleza. Frente a ello, la respuesta de los organizadores de los concursos, según expone Mulvey en “The spectacle is vulnerable: Miss World, 1970”, fue acusar a las feministas que luchaban por la igualdad de actuar motivadas por el resentimiento: en pocas palabras, se las tildó de viejas y feas.9

En la Argentina, este camino ha adquirido nuevas resonancias. En el horizonte que recorta el fenómeno del “Ni Una Menos”,10 en distintos puntos del país fueron cayendo, uno tras otro, los certámenes de belleza que coronaban reinas y princesas en el contexto de las fiestas nacionales, regionales y provinciales o bajo el patrocinio de ciertas marcas (por ejemplo, “Miss Cola Reef”). Diferentes iniciativas feministas y legislativas han buscado terminar con este folklore discriminatorio,11 bajo la acusación de promover la violencia de género hacia niñas, adolescentes y adultas, tanto física como simbólica, por medio de competencias que reproducirían la cosificación de la mujer a la medida de los estereotipos mediáticos.

Si hoy por hoy impera la sanción por parte de diversos colectivos feministas a los cánones excluyentes de belleza, al mismo tiempo los concursos se han ido diversificando. En 1996, en Guaymallén (Provincia de Mendoza), se realizó la primera elección de la reina gay de la vendimia. En el marco de la Ley Nacional de Identidad de Género sancionada en 2012 –que permite a las personas trans inscribir sus documentos con el nombre y el género que elijan–, se creó “Miss Trans Argentina” con el objetivo de “dignificar su mirada”, en línea con otros concursos similares que pretenden ser una plataforma de empoderamiento LGBTTTIQ+, como “Miss Trans Star Internacional”, que va por su séptima edición. En estos casos, la belleza es reivindicada como un derecho en lugar de una forma de represión.12 De igual modo, el título de “Miss” ha sido objeto de apropiaciones lúdicas e irónicas, como sucede con Miss Tacuarembó (2004), la novela de Dani Umpi que fue llevada al cine por Martín Sastre en 2010, o el seudónimo artístico de la cantante Paz Ferreyra, “Miss Bolivia”, que llevaría implícito el cuestionamiento a los concursos de belleza (lo que le valió el enojo de algunas reinas bolivianas).

¿Abolir los concursos implica necesariamente un cambio cultural? Se puede retomar aquí una cuestión que, en muchas ocasiones, termina siendo relegada a los márgenes del debate (aun cuando se busquen recompensar otros parámetros físicos, como los llamados cuerpos “disidentes”): la visualidad −es decir, las condiciones de cómo miramos y producimos sentido a partir de lo que vemos−, que constituye una de las maneras principales por las que el género se inscribe culturalmente. ¿La consigna rescatista de “hacer visible lo invisible” –en este caso, visibilizar en un certamen cuerpos históricamente descartados de los cánones de belleza– constituye una acción en sí misma positiva o liberadora? Las políticas de afirmación a partir de la visibilización pueden correr el riesgo de replicar los mecanismos segregacionistas que se pretenden subvertir, calcando el sistema de premios, la estimación de las competencias, la exhibición ante un jurado, incluso las posturas del cuerpo oprimido y acusado de ser opresivo.

Carnaval tras bambalinas


Fotogramas de La Reina (Manuel Abramovich, 2013)

Durante los créditos de apertura de La Reina (Manuel Abramovich, 2013), se escuchan aplausos, ruidos y gritos festivos. En medio de la noche, un primer plano sostenido del rostro de una niña aparece iluminado por un torrente de flashes que destacan los brillos de su maquillaje. La cámara en mano enfoca de cerca su sonrisa congelada. Con el brazo en alto agitándose de un lado para el otro mecánicamente, la reina de la comparsa saluda con dos besos a quienes se acercan para felicitarla.

En las lecciones de tenis (“seguí, seguí, vení al medio”, le ordena la profesora), los entrenamientos de hockey (“fue también a todos lados a competir”, cuenta con orgullo la madre), las clases de natación, la hora de la siesta (en su empalagosa habitación pintada de rosa), las pruebas de vestuario, los peinados que le practican en la peluquería, el cuerpo de María Emilia Frocalassi, de 11 años, es modelado como si se tratara de un juguete viviente:13 una muñeca similar a una Barbie, en versión infantil, que entretiene a las personas que gravitan a su alrededor (la instructora, la madre, la tía, la abuela, la niñera, la modista, la peluquera, la maquilladora).

A lo largo de 18 minutos, el documental de Abramovich captura el universo eminentemente femenino (o feminizado) en torno a la preparación de la jovencísima reina del carnaval de Monte Caseros, por medio de una distribución original de los planos visuales y sonoros: casi todo el film muestra con primeros planos cerrados a la niña, que permanece callada, dócil, obediente, receptiva a las palabras que le dirigen las mujeres adultas, a quienes solamente escuchamos a través de voces en off. De esta manera, el linaje por vía materna ejerce una trama microfísica del poder sobre el cuerpo de la protagonista: tanto la abuela como después su madre fueron reinas del pueblo; por lo tanto, es ahora la niña quien carga con la misión de continuar el legado. “Esta es para la madre su doble y otra al mismo tiempo, y la madre la mima imperiosamente y le es hostil al mismo tiempo; la madre impone a la niña su propio destino, lo cual es un modo de reivindicar orgullosamente su feminidad, y también una manera de vengarse”, asevera de Beauvoir (2005: 221) en un dictamen que concuerda a la perfección con la situación narrada en el documental.

La madre de María Emilia explica:

El motivo de este año de la comparsa en la que ella está es la reina del chocolate. Y ella vendría a ser la reina del chocolate. El traje de ella tiene 250 plumas de faisán, el espaldar, y 200 plumas amazonas blancas. Y el traje representa a la reina del chocolate, entonces es blanco y marrón (chocolate blanco y marrón). Entonces todo el traje es un casco enorme, que pesa cuatro kilos y medio, el casco de ella, que es todo strass, cristales, cristales de roca, todo strass. Tiene más de 150 metros de strass. Un traje te puede salir veinte, treinta mil pesos (...). Todos los años hay un problemita así en las previas, pero se termina resolviendo. Pesa más el amor al carnaval y al pueblo que... que otros intereses.

“Memi, mirá un poquito para acá y sonreí un poquito, porque van a pensar que no tenés dientes”, le dicen. El primer plano muestra a la niña seria, teniendo que soportar el peso del arnés sobre su cabeza, que le rocían con un producto a base de xilocaína para anesteciarle el cuero cabelludo. “Dicen que después te duele, cuando pasa el efecto”, comenta una mujer. “Bueno, ahí le damos un somnífero”, resuelve la madre. Memi permanece inmóvil, con la mirada perdida.

El film se orienta a desarmar el proceso de construcción de la reina del carnaval, mediante la filmación del detrás de escena, que involucra un arsenal de actividades previas obligatorias para que la comunidad consiga producir esa belleza martirizada: verdadera educación física para alcanzar un final glamoroso, que el documental desanda a partir de la elaboración de una tensión progresiva que se inicia con las imágenes de los festejos del carnaval y se desarrolla a lo largo de los momentos previos. A diferencia de la circulación de imágenes mediáticas que sólo hacen foco en el producto acabado, la película de Abramovich sigue de muy cerca, muchas veces a menos de un metro de distancia, los avatares minúsculos de la explotación artesanal, de manufactura materna, de la que es objeto la niña.

Tras ser testigos de las presiones del entorno familiar y social, que tornan indecidible la distinción entre tradición y tortura que se cargan sobre el cuerpo de Memi, La Reina produce un estado de incomodidad, entre la intimidad de los preparativos de la fiesta y la aguda molestia de tener que apreciarlos casi pegados al sacrificio que implican las rutinas de belleza. Es así que el film pone de relieve la condición naturalizada de esa pequeña forma del calvario en la noche iluminada de serpentinas. Hacia el final se sabe ya que la niña del comienzo está sufriendo el peso de las plumas, de las piedras, del hierro aferrado con tanzas a su cabeza, mientras entrega su sonrisa petrificada al vecindario que se enciende con el desfile de las comparsas.

Carnavalización del documental


Fotogramas de La más bella niña (Mariano Llinás, 2004)

“En la tele, pasaban un documental sobre las reinas de belleza argentinas: la del pejerrey, la del tomate, la de la pera, la de Mar del Plata, la del Hombre Petrolero. Con los viajes se conocen, recorren este país juntas. Se llaman entre ellas ‘Damasco’, ‘Vendimia’, ‘Petróleo’, sin amistad, con el afecto frágil y frío de las mujeres hermosas”, relata el narrador de Bolivia construcciones. “Qué destino, vivir todo el día entre bellezas”, dice el Quispe. “Qué fotonovela todas las reinas en micro –acota Augusto–. O qué accidente para Crónica. O mejor para un diario paraguayo, reinas argentinas decapitadas, con titulares en guaraní, las capas, las bandas, las coronas manchadas con sangre”. Los personajes de la novela de Bruno Morales (2006) conversan alrededor del documental en blanco y negro de 32 minutos dirigido por Mariano Llinás (2004).

La más bella niña se articula a partir de una sucesión de fotografías fijas que retratan diferentes instancias del proceso de elección de la Reina Nacional de la Manzana. La película fue hecha por encargo de la Secretaría de Cultura de la Nación para el programa “Fotograma de una Fiesta” transmitido por el canal “Construir TV”.14 La primera imagen muestra la carta de acreditación del director para filmar el evento, en la que se enseña su nombre y su número de documento junto a un carnet de prensa con su foto. De este modo, se exponen desde el comienzo las condiciones de producción, dejando en claro que la realización responde a un encargo.

El ethos ampuloso y declamatorio del film es semejante al que el cineasta había desplegado en Balnearios (2002). Pero, entre otras diferencias, en lugar de la voz over, en La más bella niña se recurre a intertítulos que introducen apreciaciones idiosincráticas en primera persona. Si bien varias de estas placas refieren a las imágenes que preceden o que se exhiben a continuación, están enmarcadas por una modalidad expresiva, más que informativa, que se dirige a provocar una desautomatización de la mirada: a primera vista llaman la atención del espectador, puesto que ironizan sobre el recurso tantas veces usado por el documental expositivo con fines propagandísticos o didácticos, el de la voz en off, a partir de una reapropiación lúdica del cine silente de principios del siglo XX, que usaba carteles o subtítulos antes de contar con la posibilidad de sincronizar el sonido con la imagen. La música jazzística compuesta por Gabriel Chwojnik, tocada en piano, batería, bajo eléctrico y saxo, evoca las improvisaciones en directo hechas por un pianista o por un organista en los inicios del cine. La verborragia volcada por Llinás sobre los intertítulos redunda en la incorporación del director a la película en tanto personaje-enunciador con una marcada conciencia meta-narrativa.

Como si invocara a una especie de antropólogo que viene de alguna otra parte a registrar el evento, sin que su presencia sea percibida por las concursantes y por el jurado, desde una posición completamente ajena a las tradiciones locales, Llinás se dispone a narrar el folklore desde sus aspectos más pintorescos y excéntricos, que se le antojan como absurdos e inverosímiles. El sarcasmo y la ridiculización marcan el tono jactancioso de los comentarios que apuntan, por una parte, al objeto del film, la competencia de belleza, y, por la otra, al propio cine documental.15 Al mismo tiempo que caricaturiza el ritual popular, por considerarlo extravagante, adopta un punto de vista que explícitamente burla al documental, que contrapone a “una película de verdad”. Según se puede inferir, “una película de verdad” está hecha de ficción. En efecto, la ficción va saturando el film, manifiestamente indiferente al imperativo de veracidad o a las exigencias de autenticidad de lo narrado que definirían, por oposición, los registros del documental.

Después de sus largometrajes Historias extraordinarias (2008) y La flor (2018), es sabido que el autor tiene una inclinación por generar un dispositivo narrativo desmesurado que experimenta con tradiciones clásicas, modernas y posmodernas. Este rasgo también se puede apreciar (por supuesto que de manera mucho menos grandilocuente que en los otros films) en La más bella niña, cuando la irrupción de una mujer que llama la atención del narrador desencadena un flechazo que pone a rodar la ficción: “Y de repente... aparece la Reina Nacional del Lúpulo y ya nada será lo mismo. (...) Es distinta. Es realmente distinta”. A partir de esta deriva, se trama una historia de encantamiento por la muchacha, a quien el narrador empieza a seguir con el objetivo de su cámara escenificando la pose del voyeur, como si en medio de una realidad aburrida que está obligado a documentar encontrara un hilo del que tirar para fantasear un relato, para inventar una historia seductora allí donde no podría esperarse más que un grisáceo informe hecho por compromiso. La construcción ficcional colorea en un sentido literal el discurso documental: tanto la imagen que aparece antes del título de apertura como la última fotografía del film es un retrato a color de la reina del lúpulo.

“Pese a la extrema farsa de todo, pese a que todo es un juego evidente, ellas lo juegan con seriedad y convicción, como si fuera real, como si fueran reinas del Antiguo Egipto”, aparece escrito en uno de los carteles: frase que podría leerse como una forma bastante ajustada de comentar la propia empresa del cineasta. El mockumentary en todo momento exterioriza su condición ficcional, aunque se hagan intervenir estrategias de verificación del texto documental, como la información acerca del emplazamiento y los personajes. Este subgénero incorpora un claro giro hacia la parodia de los discursos informativos del documental más convencional sin ocultar el dispositivo ficcional de la obra.

Sobre el cuerpo fotografiado de las jóvenes se impone un ejercicio de fabulación que despliega un ethos del narrador centrado en sus rasgos masculinos, heterosexuales, que gozan de una indubitable superioridad sobre los personajes y las historias que le encomiendan filmar. Incluso, si se piensa en el título: “La más bella niña”, se podría conjeturar que la figura infantilizada le permite referirse con ternura (evidentemente paternalista) a la mujer que le causó fascinación, más que a la evocación del romance lírico que lleva ese título, escrito por Góngora en 1580, sobre el lamento de “la más bella niña / de nuestro lugar, / hoy viuda y sola, / y ayer por casar”.16

Contrastes y contrapuntos

“Mujer bonita es la que lucha”, proclama una de las consignas que se ha popularizado en el ámbito de las movilizaciones feministas durante los últimos años. El elogio de la insurrección podría ir de la mano de la sentencia de Rilke: “la belleza no es nada sino el principio de lo terrible. Una especie de terror apenas domesticado”.

Abramovich y Llinás exploran, cada uno a su modo, la potencialidad para transformar la mirada sobre la belleza con el artilugio del cine. En La Reina interviene la performance, en el sentido de actuación, puesta en escena, interpretación, dramatización, fundamentalmente distinto a lo que se podría ver si la cámara no estuviese ahí. La más bella niña es un documental que a partir del registro fotográfico dispone los elementos narrativos para inventar una historia que establece un vínculo lúdico y burlón con la tradición del cine silente y con la retórica del cine documental.

Asimismo, hay una conexión entre las dos películas respecto de la crítica de la mujer femenina, con sus gestos suaves y su coquetería, peinada con esmero, vestida con cautela, tal como se ve en La reina desde la preparación de una niña para la feminidad y en La más bella niña desde la consolidación de ese proceso en el cuerpo embellecido de la mujer adulta, en la que resuena la célebre frase con la que de Beauvoir abre sus disquisiciones sobre “La infancia” en El segundo sexo: “No se nace mujer: se llega a serlo” (2005: 207).

Si el film de Abramovich postula una intimidad feminizada, La más bella niña apuesta a una complicidad fraterna. El humor es aquí la clave para entender el estado de ánimo construido por el film de Llinás. A diferencia de la incomodidad física por la cercanía con la experiencia de la protagonista de La Reina (que no debería confundirse con una identificación con los personajes), el uso de la ironía, la parodia, la burla y la broma suponen, en La más bella niña, una proximidad con la posición del enunciador privilegiada por la perspectiva masculina del narrador omnisciente, omniparlante, cuya omnipresencia se estructura por encima de las escenas que se va ocupando de desacreditar. Este gesto es en parte posible por la presentación del concurso como un acto caprichoso, que hace a un lado su conexión con tradiciones locales. En contraste con la película de Abramovich, el film de Llinás no se dirige a cuestionar los fundamentos de la sacralización de la belleza femenina: se podría decir que el narrador va contagiándose del afán por ver a través del cristal donde rebota su propio reflejo quién es “la más bella”.

Material girl: belleza y poder

En un contexto en que valoración de la feminidad impregna diversos bienes de consumo y donde las mujeres somos acusadas de ser las principales víctimas de la industria de la moda, de la cosmética y de las cirugías estéticas, como si las mujeres tuviesen una inclinación natural a convertirse en adictas a las compras,17 el cine –referente indudable a la hora de mostrar tendencias y gustos populares–18 expresa y reelabora esos imaginarios y sensibilidades. ¿La imagen de la mujer bella implica simplemente su transformación en objeto de la mirada masculina?19 Si la feminidad es una forma velada de humillación, puesto que históricamente ha estado vinculada con el recato, con la delicadeza y con la sencillez tan caras a una rosière, el cine logra desplazar dichos marcos normativos: desde la exaltación del glamour hasta la experimentación moderna, se pueden encontrar algunos caminos hacia la crítica, más o menos manifiesta o elaborada, de la cadena significante que liga feminidad con belleza y subordinación, tal como es elucubrada por Godard en Dos o tres cosas que yo sé de ella (1967) o literalmente detonada por Chantal Akerman en su primera película, Saute ma ville (1968).

La moda de los años veinte reformuló las virtudes tradicionales: las heroínas que fuman, manejan, beben alcohol o disfrutan de la playa en trajes de baño exponían nuevas libertades y aspiraciones que se han ido desenvolviendo a lo largo del siglo. No se puede soslayar el poder de las estrellas que personifican a mujeres modernas, urbanas, aventureras, ambiciosas, desde momentos tempranos de la historia del cine, como Clara Bow en The plastic age (1925), Mantrap (1926) e It (1927), Louise Brooks en Pandora’s Box (1929), The canary murder case (1929) y Prix de Beauté .Miss Europe, 1930), Joan Crawford en Vírgenes modernas (1928) –quien, décadas después, irrumpe descollante en Johnny Guitar (1954) de Nicholas Ray–. Sin extender demasiado las enumeraciones: Greta Garbo, Marlene Dietrich, Myrna Loy, Bette Davis, Katharine Hepburn. Más allá de las clásicas heroínas sufrientes, cada época ha puesto sobre la pantalla imágenes de mujeres que toman distancia del lugar de víctimas. En la Argentina, habría que mencionar a María Duval, Tilda Thamar, Amelia Bence, Mecha Ortiz, Aída Luz, Olga Zubarry, Niní Marshall, Mirtha Legrand, Tita Merello, Ana María Lynch, y tantas más.

En River of no return (1954) de Otto Preminger, el personaje de Robert Mitchum conversa con su hijo sobre el personaje encarnado por Marilyn Monroe:

―She is beauty, isnt’t she?

―There’s an old saying, Mark, “it’s only skin-deep”.

―What is?

―Beauty.

―How deep should it be?

―Well, ask her, son. She looks like an expert.

Cuando el niño, obediente, se acerca a ella para preguntarle por el significado del refrán, Monroe le contesta dulcemente: “It’s an old saying by an old crow”. Sin lugar a dudas, aunque más no sea en algunos pasajes o en algunos gestos aislados, el cine da cuerpo a sensibilidades que desentonan con los aires predominantes (inclusive, en lo que respecta al mundo de la publicidad, según se puede ver en la estupenda serie “Women’s Tales”).20 En tal sentido, un par de antecedentes insoslayables en cuanto a la deconstrucción de la política sexual de la belleza en el cine argentino pueden verse en Las modelos, Sonia y Ana (1962) de Vlasta Lah, que comienza con la frase de Baudelaire: “Qué poeta se atrevería, ante el placer de la aparición de una belleza, separar a la mujer de su traje”, y en El mundo de la mujer (1972) de María Luisa Bemberg, mediometraje rodado en la exposición “Femimundo” que tuvo lugar en la Sociedad Rural de Palermo, graficada como “todo lo que interesa a la mujer: modas, belleza, peinados y artículos para el hogar”, donde se ironiza acerca del ceñimiento de las mujeres al orden de la reproducción y de la seducción.

Life goes on: sólo queda la belleza



Decir de un objeto que es bello es darle el valor de enigma.

Fuente: Paul Valery, La invención estética

Frente a la capitalización hollywoodense de la imagen, la expresión intensificada de la belleza testimonia “una vitalidad fundamental”, según Georges Didi-Huberman (2014: 202), que busca sobrevivir a la miseria que se multiplica a ambos lados de la pantalla y –pese a todo– subsiste detrás de lo banal, conjurando el mundo ordinario, como algo que se lleva dentro, “una sonrisa entre las lágrimas, impúdica por pasividad, indecente por obediencia”, que Pier Paolo Pasolini describe en su formidable pasaje de La rabia (1963) dedicado a Marilyn Monroe, acompañado por el Adagio de Albinoni.

En cierto modo, para el cine, la belleza es como el viento: hay que salir a su encuentro, perseguirla, esperarla, o simplemente dejarse llevar por sus fulgores en aquellos instantes de la vida que nos hacen sentir como si estuviésemos en un paraíso sobre la tierra, tal como Jonas Mekas documenta en En el camino, de cuando en cuando, vislumbré breves momentos de belleza (2000), una obra que, además de discurrir sobre la belleza de los pequeños hechos cotidianos, enseña la disposición del ánimo abierto a un orden azaroso, inesperado, que es también lo que permite disfrutar de los encantos del cine.

Teniendo en cuenta el trayecto preliminar, no caben dudas de que, en los tiempos que corren, la feminidad es una presunción que depende de la mirada de los otros, puesto que se construye como una superficie significante: consiste, sobre todo, en una imagen cristalizada. La división sexual sigue siendo categórica: de un lado, la inteligencia, el sentido del humor, la creatividad; del otro, el reino de las apariencias en función de parámetros excluyentes de belleza. Como señala Wolf, “una economía que depende de la esclavitud necesita promover la imagen de la esclava para ‘justificarse’ a sí misma. Para ello no hace falta una conspiración, sino simplemente una atmósfera. La economía contemporánea depende en este momento de la representación de la mujer dentro del mito de la belleza” (1991: 22-23, subrayado propio). Como se trata de cuestiones estéticas, de apariencias, de imágenes, los medios audiovisuales adquieren protagonismo a la hora de retratar o desplazar este imaginario. Y el cine, específicamente, brinda un panorama desafiante a la discusión sobre la belleza.

“Balanza implacable sobre la que día a día se pesa nuestra vida y se la encuentra demasiado liviana”, para retomar las palabras de Simmel (2007: 73), la belleza trae consigo una exigencia de plenitud; como ocurre con el deseo, o con el amor, no se puede hablar de una belleza a medias. El nexo indisoluble entre embellecimiento, poder y subordinación no debería eclipsar la cuestión de la belleza como una política cinematográfica. Muchas veces, precisamente, es un misterio que surge del intento desesperado del arte por crear lo perdurable con palabras, sonoridades e imágenes perecederas. Algo así como un lujo, o un don, que puede residir en lo bello, en el placer o en la exaltación ante lo sublime que produciría su reconocimiento por los sentidos y por el pensamiento.21

Hay, pues, otra cuestión que reverbera en los films: la relación entre belleza y erotismo, con sus afinidades electivas y sus implicancias embriagadoras. Audre Lorde realiza una defensa de lo erótico –retomando el origen griego del término, ligado a la creatividad y a la sensación de satisfacción, por oposición a la impotencia y a la mediocridad– como un recurso del que los sujetos pueden reapropiarse en tanto “fuente de poder”. Presentándose a sí misma como feminista negra y lesbiana, Lorde indica: “En la sociedad occidental, se nos ha enseñado a desconfiar de este recurso [el erotismo], envilecido, falseado y devaluado. Por un lado, se han fomentado los aspectos superficiales de lo erótico como signo de la interioridad femenina; y, por otro, se ha inducido a las mujeres a sufrir y a sentirse despreciables y sospechosas en virtud de la existencia de lo erótico” (2003: 37). Cuando lo erótico queda confinado al sexo (incluso, haciendo un juego de palabras: al “bello sexo”), su desaparición de otros ámbitos suele traducirse en desafecto.

Si una de las contradicciones culturales del capitalismo contemporáneo reposa en el contrapunto entre el ascetismo de la producción (la ética del trabajo) y el hedonismo de la circulación (la moral del consumo personal), que pondera el culto a la belleza estandarizada por los medios audiovisuales, reconocer el poder de lo erótico proporcionaría una energía necesaria para impulsar transformaciones sensibles, sociales y afectivas. La fuerza de resistencia de las imágenes cinematográficas en torno a los cánones de belleza se aprecia, justamente, en un distanciamiento apasionado respecto de los clichés que ahogan las posturas del cuerpo. Como el erotismo, la belleza es una atmósfera y un umbral.

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Notas

1 “Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se miran a sí mismas siendo miradas. Las mujeres se topan constantemente con miradas (glances) que actúan como espejos, recordándoles qué aspecto tienen o deberían tener”, señala Berger en el segundo episodio de la serie de televisión emitida por la BBC durante 1972.
2 Una versión anterior y abreviada de este trabajo fue publicada en inglés, en marzo de 2021, por Latin American Perspectives. A Journal on Capitalism and Socialism, de la Universidad de California, bajo el título “The Sexual Politics of Beauty: Reflections on Contemporary Argentine Cinema”. Disponible en: https://journals.sagepub.com/doi/10.1177/0094582X20988719
3 Esta distribución está condicionado por valores acerca del cuerpo bello y/o atractivo: por ejemplo, en las primeras elecciones de la reina de la vendimia, tal como afirma Lobato, la belleza se vinculaba a “la moderación, la mesura y la gracia, como sinónimo del trabajo productivo y como reflejo de la salud que proporcionaba (y proporciona) el consumo moderado de vino. Las mujeres sanas, sonrientes y rozagantes coronaban los carros del progreso y la modernidad, producto de la unión entre inmigrantes y criollos. Eran también la representación de una Argentina educada y disciplinada, de trabajadores esforzados laboriosos y unidos” (2005: 178).
4 Se retoma, en este punto, la influyente obra publicada por Betty Friedan en 1963, La mística de la feminidad.
5 En Female Desire (1984), Rosalind Coward sostiene que el escrutinio del aspecto de la mujer es una forma de control patriarcal que conlleva sensaciones de inseguridad, de baja autoestima y de ansiedad. Estos lineamientos críticos, en términos generales, también aparecen formulados en Beauty Secrets (1988) de Wendy Chapkis, Beauty Bound (1988) de Rita Freedman, Face Value (1984) de Robin Lakoff y Raquel Scherr, y Unbearable weight de Susan Bordo (1993).
6 En contraste con esta postura, diez años después de El segundo sexo, de Beauvoir publica en 1959 un ensayo sobre Brigitte Bardot, en el cual elogia el nuevo tipo de erotismo agresivo que encarna la actriz. Absolutamente fascinada con su imagen –“those lips are very kissable”, escribe (1972: 11)–, de Beauvoir reconoce en “BB” un despliegue sexual que confiere a las mujeres de autonomía, al margen de los moralistas que trataron de censurar sus películas por identificar la exhibición del cuerpo con el pecado y la perversión. Por cierto, la versión local del exitoso film de Roger Vadim, Et dieu... créa la femme (1956), que convirtió a Bardot en una estrella internacional, se titula: Y el demonio creó a los hombres (1960). Fue dirigida por Armando Bó y protagonizada por Isabel “La Coca” Sarli, quien inició su carrera como modelo publicitaria y en 1955 obtuvo el puesto “Miss Argentina”, que la llevó a conocer personalmente a Juan Domingo Perón.
7 Como punto de vista alternativo, se podría mencionar el análisis de la femme fatale realizado por Mary Ann Doane, cuya figura desplegaría una apropiación de la teoría forjada por Joan Rivière sobre la feminidad como “mascarada”: mujeres que aspiran a los poderes de lo masculino se ponen una máscara que exacerba lo femenino como si fuera una treta para alejar la ansiedad que su apariencia despertaría entre los hombres. Aunque esta aproximación también repose en dualidades de género, permite iluminar las posibilidades del vestuario, del maquillaje y del embellecimiento como maneras de poner en movimiento la fijeza de los cuerpos amoldados a determinados casilleros sexuales rígidos, por medio de performances que pueden tener alcances diversos, como es el caso del personaje que interpreta Tippi Hedren en Marnie (1964) de Alfred Hitchcock, a quien los hombres pasan de considerar “una pretty girl sin referencias” a una exponente acabada de “las hembras como depredadoras”.
8 Citado por Carol Dyhouse (2011: 154).
9 Dyhouse afirma: “Se ha generado una mitología en torno al ataque feminista del concurso Miss América en Atlantic City, en 1968, durante el cual supuestamente se quemaron corpiños o se los arrojó a un basurero de la libertad y se coronó una oveja viva como Miss América. Dos años después, las feministas en Londres irrumpieron en el concurso de Miss Mundo en el Albert Hall, arrojando bombas de humo, harina y panfletos al desafortunado presentador Bob Hope, antes de ser expulsadas por gorilas: cuatro de las mujeres arrestadas fueron llevadas a la prisión Holloway” (2011: 154).
10 Pienso, especialmente, en la primera movilización, realizada el 3 de junio de 2015 en distintos puntos del país, que abarcó diversas consignas alrededor de la misoginia involucrada en los cánones de belleza reproducidos por los medios de comunicación, que por citar un ejemplo llevaron a que Marcelo Tinelli, en su programa de televisión dedicado a los concursos de baile, suprimiera el corte de polleras: una práctica habitual en la que el conductor recortaba las polleras de las concursantes para mostrar su cola en primerísimos planos. Desde ya, esta concesión políticamente correcta no implica una disminución del machismo del conductor ni del programa, que desde su misma apertura expone a las bailarinas como figurantes en tanga para contrarrestar una coreografía insulsa.
11 “Acciones Feministas” y “Mujeres en Bandada” (de Bahía Blanca y de Monte Hermoso, respectivamente) son los colectivos más compenetrados en la causa. En 2014, Chivilcoy fue el municipio pionero en derogar esta forma de monarquía que se remonta a principios del siglo veinte. En 2016, Viedma se convirtió en la primera capital argentina en sustituir el concurso de reinas y princesas por “personas que en forma individual o colectiva se hayan destacado en actividades tendientes a mejorar la calidad de vida de la ciudad”; en esta misma dirección, la reina del turismo de Gualeguaychú fue reemplazada en noviembre de 2016 por un reconocimiento a dos ciudadanos o ciudadanas “que se destaquen por su trayectoria, por su sensibilidad social, por su cultura general y por el conocimiento de la ciudad”. Para mencionar un caso más de esta ola que abarca desde el más intransigente abolicionismo hasta una postura “inclusiva”, en agosto de 2016, en Neuquén, se solicitó que, en vez de concursos de belleza, se instalasen “concursos de jóvenes destacados en distintas disciplinas, como por ejemplo: arte, deportes, ciencias y demás cuestiones”. Los debates en torno a los desfiles de modelos, a los concursos de belleza y a las elecciones de reinas dieron lugar a posturas diversas, como la intervención de la diputada por ese entonces kirchnerista Gloria Bidegain en favor de la regulación de los concursos de belleza, para quien estos deberían seguir existiendo pero cambiando “los títulos monárquicos por figuras de los sistemas democráticos. Así, las reinas y princesas pasarían a llamarse ‘representantes’ de determinada fiesta nacional o provincial”.
12 Los certámenes alternativos o reivindicadores no son una novedad. En 1968, cuando las feministas irrumpieron en el concurso Miss América en Atlantic City, la Asociación Nacional para la Promoción de las Personas de Color llevó a cabo el primer concurso Miss América de mujeres negras contra el predominio de la raza blanca.
13 A este respecto, vale la pena mencionar la deconstrucción de los parámetros occidentales de belleza en relación con la crítica al universo de la pornografía en el mediometraje posporno de Albertina Carri, Barbie también puede eStar triste (2002): un delirante melodrama de animación sobre la vida de la famosa muñeca de la empresa californiana Mattel, cuyos días transcurren puertas adentro de su mansión, llorando porque su marido Ken la engaña con su secretaria, hasta que Tere, la empleada doméstica, que vive un romance con un carnicero y con una travesti, consigue rescatar a Barbie del contexto de violencia machista por medio del sexo y de la amistad.
14 Serie de documentales sobre doce fiestas populares argentinas, encargados por el Estado para un canal que se presenta a sí mismo como “dedicado a los trabajadores y al mundo del trabajo en general, con una mirada positiva, moderna e innovadora. Un canal único en su clase: sectorial, de contenido social y proyección internacional”. Los diferentes programas fueron dirigidos por Mariano Llinás, Eduardo Yedlin, Ulises Rosell, Cristian Pauls, Ignacio Masllorens, Sergio Wolf, Pablo Reyero, Marcos López, Oscar Mazú, Alejandro Fernández, Carmen Guarini y Sebastián Martínez.
15 Esta actitud está en las antípodas del ethos testimonial construido en las dos versiones del documental rodado por Eustache, comentado páginas atrás: “‘Tomo la tradición tal como es, y la filmo respetándola totalmente (...) Tal vez, adquiere una cierta mirada a pesar de sí misma, pero lo que puedo decir es que, en todo caso, en La Rosière de Pessac, no hay ninguna intención ni moral ni crítica’. Sin embargo, a la vez, son este respeto y esta lealtad hacia el evento los que lo vuelven profundamente incómodo. Nada se resiste a la cámara. Si el realizador no se permite ningún juicio sobre lo que filma es porque, al filmarlas, las cosas están obligadas a pronunciarse sobre sí mismas”, tal como señala David Oubiña (2009: 19).
16 Isabel Parra, hija de Violeta Parra, grabó en 1968 una versión cantada con acompañamiento en guitarra de este poema de Góngora, que había sido musicalizado por Paco Ibáñez. A partir de obras de teatro –tales como Cimarrón (2016) de Romina Paula y Extinción (2017) de Soledad Barruti y Agustina Muñoz– es conocido el gusto de este grupo de artistas, ligado a la productora El Pampero, por cantautoras latinoamericanas. Se podría pensar, tal vez, que el nombre del documental es un culturismo que recibe influencias del folklore latinoamericano evocando, a su vez, al poeta español. Como sea, lo que quiero señalar es que el narrador (ensoberbecido y consciente de este engrandecimiento de sí, y por lo tanto hiperbolizado en su autoconsciencia) desenvuelve un ejercicio de poder absoluto sobre los materiales que registra.
17 Esta orientación aparece extremada en las publicidades del banco “Galicia” que protagonizan los personajes de Claudia y Marcos, así como en otras que también recurren al sentido del humor, pero dirigiéndose a las mujeres como principales destinatarias desde un desplazamiento de las típicas bromas sexistas, como la campaña primavera-verano 2017/18 de la firma de ropa “Ver”, titulada “Te queremos ver”, la publicidad “Redefiniendo el rosa” de la marca de cremas corporales “Hinds” o la de las tinturas para el pelo “Issue”, llamada “Cuando te dicen #Señora por primera vez”. Estas tres campañas publicitarias forman parte de una renovación de las formas de dirigirse a las potenciales consumidoras de los productos de cosmética e indumentaria.
18 En su estudio sobre el papel del cine en la vida cotidiana durante los años treinta, Annette Kuhn (2002) señala que las mujeres copiaban peinados, maquillajes y vestimentas de los íconos de la moda proporcionados por la pantalla.
19 Silvia Bovenschen sostiene que, a lo largo de los siglos, “los diversos criterios de belleza, culturalmente distintos, han restablecido una y otra vez el estatus del cuerpo femenino como objeto. Por otra parte, la adoración de la belleza masculina, o de la belleza tal como se manifiesta en el cuerpo masculino, como la vemos en Miguel Ángel, era más escasa y con frecuencia estaba rodeada por el aura del deseo homosexual” (1986: 43).
20 La casa de modas italiana “Miu Miu”, fundada por “Prada”, invitó a cineastas reconocidas internacionalmente a que elaborasen visiones acerca de la feminidad a partir del uso de indumentarias de la colección de cada año. A lo largo de las diferentes ediciones, han participado Zoe Cassavetes, Lucrecia Martel, Agnès Varda, Giada Colagrande, Massy Tadjedin, Ava Du Vernay, Hiam Abbass, So Yong Kim, Miranda July, Alice Rohrwacher, Naomi Kawase, Crystal Moselle, Chloë Sevigny, Celia Rowlson-Hall y Dakota Fanning.
21 A este respecto, me interesa rescatar una concepción fluida en torno a las formas de lo bello y de lo sublime tal como ha sido forjada en los albores del siglo dieciocho, según indica Umberto Eco: “el universo del placer estético se divide en dos regiones, la de lo bello y la de lo sublime, aunque esas dos regiones no están completamente separadas (como pasa con la distribución entre bello y verdadero, bien y bueno, bello y útil, e incluso entre bello y feo), porque la experiencia de lo sublime adquiere muchas de las características atribuidas anteriormente a la experiencia de lo bello” (2010: 281-282).
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