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Mujeres jóvenes y construcción de imágenes sexuales. Fuentes de inspiración y espacios de regulación a la hora de practicar sexting
Valentina Arias
Valentina Arias
Mujeres jóvenes y construcción de imágenes sexuales. Fuentes de inspiración y espacios de regulación a la hora de practicar sexting
Young women and construction of sexual images. Sources of inspiration and regulatory spaces when practicing sexting.
Millcayac, vol. X, núm. 18, 2023
Universidad Nacional de Cuyo
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Resumen: El neologismo sexting designa la práctica, cada vez más extendida y naturalizada, de producir y luego compartir fotografías sexuales personales utilizando el teléfono celular. El artículo analiza, a través de testimonios de mujeres jóvenes mendocinas, el papel de las redes sociales y la pornografía no sólo como fuentes de inspiración para crear imágenes sexuales sino también como espacios y discursos reguladores. Allí, las jóvenes aprenden qué mostrar y cómo mostrarlo a fin de producir una imagen del cuerpo y la sexualidad que sea exitosa.

Palabras clave: sexting, redes sociales, pornografia, estudios visuales.

Abstract: The neologism sexting designates the increasingly widespread and naturalized practice of producing and then sharing personal sexual photographs using smartphones. This article analyzes, through the testimonies of young women from Mendoza, the role of social media and pornography not only as sources of inspiration for the creation of sexual images but also as regulatory spaces and discourses. In these spaces, young women learn what to show and how to show it in roder to produce a successful image of their body and sexuality.

Keywords: sexting, social media, pornography, visual studies.

Carátula del artículo

Dossier

Mujeres jóvenes y construcción de imágenes sexuales. Fuentes de inspiración y espacios de regulación a la hora de practicar sexting

Young women and construction of sexual images. Sources of inspiration and regulatory spaces when practicing sexting.

Valentina Arias
Universidad Nacional de Cuyo, Argentina
Millcayac, vol. X, núm. 18, 2023
Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 11 Noviembre 2022

Aprobación: 18 Enero 2023

Introducción

Si bien la producción de imágenes sexuales mediante algún dispositivo técnico está lejos de ser algo novedoso, en el último tiempo este tipo de prácticas se han extendido, diversificado y normalizado. Así, en la intersección entre sexo, imagen y tecnología encontramos un abanico de nuevos fenómenos, entre los cuales el sexting ha adquirido especial relevancia. Neologismo construido a partir de los vocablos en inglés sex y texting y reconocido como práctica alrededor del 2005 (Drouin, 2015), se trata de la producción y posterior puesta en circulación de imágenes sexuales propias utilizando un medio digital (usualmente, un teléfono inteligente, esto es, con cámara de fotos y conexión a Internet). En el ámbito mediático y social, suelen circular -a grandes rasgos- dos tipos de discursos acerca del sexting: por un lado, se lo presenta como una práctica de expresión sexual liberadora, especialmente para las mujeres. Así, aparece representado con una multiplicidad de sentidos positivos: es una forma de ejercer nuestra agencia sexual al decidir cómo nos damos a ver, una vía para explorar nuestra sexualidad y enriquecerla e incluso una manera de luchar contra formas de representación estereotipadas de la mujer, su cuerpo y su sexualidad. Por otro lado, y al mismo tiempo, encontramos discursos construidos desde el pánico moral y sexual (Elizalde, 2015), especialmente enérgico cuando la práctica proviene de niñas o adolescentes mujeres. Estos discursos vinculan de manera directa al sexting con prácticas ilegales (como el grooming o la sextorsión) o, sencillamente, con una serie de consecuencias indeseables que pueden terminar por arruinar la vida de la persona que sexteó.

Frente a este panorama, el objetivo de este artículo es examinar algunos aspectos del ejercicio del sexting en mujeres jóvenes, tomando distancia tanto de perspectivas moralizantes como de aquellas acríticamente celebrantes para poner el acento en un rasgo particular: el funcionamiento de las plataformas y la pornografía como fuentes de inspiración para la construcción de sus imágenes sexuales. A partir de testimonios recogidos en entrevistas individuales y grupales a mujeres mendocinas, analizaré específicamente el funcionamiento de las redes sociales y de la pornografía como espacios y discursos reguladores de la práctica del sexting en particular y del ejercicio de la sexualidad en general. Las jóvenes entrevistadas dan cuenta cómo, navegando en sus redes sociales y consumiendo pornografía, aprenden qué se puede y qué se debe mostrar en una imagen sexual y, al mismo tiempo, qué cosas deben evitar; la pornografía, además, aparece como una instancia de pedagogía sexual. De esta forma, las plataformas y el discurso pornográfico funcionan no solo como fuentes de inspiración sino también como espacios de normalización operantes al momento de producir las imágenes sexuales propias. Esta perspectiva de análisis permite complejizar el escenario: más que aplaudir o condenar sin más estos fenómenos, resulta más interesante preguntarse acerca del papel que las plataformas tienen en la configuración de este tipo de prácticas y en los márgenes de libertad y autonomía con los que cuentan las mujeres jóvenes al momento de decidir sus formas de autopresentación.

Sexting: definiciones y estado del arte

Antes de continuar, es fundamental definir qué entiendo por sexting y reseñar, aunque sea someramente, el estado del arte de este tema. El término sexting está presente en el diccionario inglés de Merriam-Webster desde 2012; por su parte, la Real Academia Española, si bien lo admitió como término en su diccionario jurídico, recomienda usar otras opciones en vez del anglicismo, como el sustantivo “sexteo” y el verbo “sextear”. Más allá de estas disquisiciones idiomáticas, la aceptación del neologismo en los diccionarios es un indicio de la extensión del fenómeno. Con “sexting” o “sexteo”, entonces, me refiero a la producción de imágenes sexuales del propio cuerpo que luego serán compartidas con otra u otras personas a través de un medio digital. En palabras de Richard Chalfen, el sexting es «la práctica de usar la cámara de fotos del celular para tomar y enviar fotos de desnudos (semidesnudos incluidos) a otros celulares o a sitios de Internet» (2009, p.258, traducción propia).

Luego de esta primera definición, de carácter amplio, es posible señalar una serie de variaciones posibles en su ejercicio: las imágenes compartidas pueden ser fotos o videos de corta duración; pueden ir acompañadas o no por texto, emojis o mensajes de audio; las personas que se fotografían pueden estar desnudas, semidesnudas o en ropa interior; pueden mantener oculta su identidad (generalmente, no mostrando su cara u otros elementos que puedan identificarla) o mostrarse abiertamente; se puede compartir de manera privada, por ejemplo a través de WhatsApp o postearlo de manera pública en una red social. Independientemente de estas variaciones, hay dos elementos que son centrales y, por lo tanto, imprescindibles: la imagen y el medio digital (esto es, el teléfono inteligente y la plataforma a través de la cual se comparte).

En el ámbito académico, una revisión del estado del arte permite detectar tres grandes líneas de abordaje del sexting y de las prácticas sexuales mediadas por medios digitales: una de las líneas más prolíficas proviene del campo de las ciencias jurídicas y el derecho, en la cual se pone el foco en los elementos criminales o abusivos del sexting; por ejemplo, la producción de imágenes sexualmente explícitas de menores de edad (Bradley, Gilea, Overton & O’Neill, 2020; Wolak, Finkelhor & Mitchell, 2012)[1]o las consecuencias legales de prácticas colaterales como la sextorsión o la pornovenganza (Iannello, & Veltani, 2018; Wittes, Poplin, Jerecic, & Spera, 2016). La segunda línea identificada se enmarca en la salud mental, trabaja con insumos teóricos provenientes de la psicología conductual o la psiquiatría y, en su mayoría, se trata de estudios que ponen en relación con el sexting otras variables, como el consumo de sustancias, la impulsividad y la depresión (Wachs, Wright, Gámez-Guadix, & Döring, 2021) o características de la personalidad como la autoestima y el apego emocional (Drouin, 2015; Weisskirch, & Delevi, 2011). Finalmente, en la tercera línea podemos ubicar a todas aquellas investigaciones que hacen pie en la teoría social para estudiar al sexting, ya sea la sociología (de Barros 2015), las ciencias de la comunicación (Andrade & Filho, 2017), los estudios visuales (Chalfen, 2009, 2014) o los estudios de género (Gill, 2003, 2009; Ringrose, Harvey, Gill, & Livingstone, 2012, 2013).

Sobre la metodología

Tanto las reflexiones teóricas como los testimonios presentados en este artículo se desprenden de mi tesis doctoral, titulada “…” (Autor, 2021). El objetivo de esta investigación fue interpretar la práctica del sexting en mujeres jóvenes, atendiendo a los regímenes visuales en los que se enmarca su ejercicio y a los discursos del cuerpo y la sexualidad en los que se inscribe. Trabajé con una metodología cualitativa y, entre 2017 y 2019, entrevisté a 25 jóvenes, 13 de ellas en el marco de entrevistas individuales (EI) y las 12 restantes en cuatro entrevistas grupales (EG). La muestra fue elegida de forma intencional basada en una serie de criterios excluyentes: mujeres de entre 18 y 25 años, que se reconozcan como practicantes de sexting y que estén dispuestas a hablar sobre sus experiencias en esta práctica. El recorte etario no obedece a otra razón que a la selección de mujeres jóvenes. El límite inferior (18 años) fue establecido para entrevistar solo a mujeres mayores de edad y así mantener el límite de la edad legal para prácticas consensuadas; el límite superior (25 años) fue más arbitrario y se apoyó en la voluntad de acotar la muestra a los primeros años posteriores a la mayoría de edad.

Es interesante señalar que, durante el reclutamiento de informantes, me limité a explicar que buscaba “mujeres”. El total de las jóvenes que finalmente participaron de la investigación se reconocieron como mujeres cisgénero y todas relataron historias que las vinculaban con varones. Así, en el marco de este trabajo, cada vez que haya una referencia a “mujeres” se debe entender con esta salvedad: se trata de mujeres cisgénero en el marco de relaciones heterosexuales.

Un objetivo de la selección de casos fue incluir perfiles lo más diversos posibles: se logró alcanzar esta heterogeneidad a partir de los rasgos demográficos de las jóvenes (diferentes edades, niveles educativos, lugares de residencia dentro del Gran Mendoza[2], ocupaciones y situaciones familiares) pero también, particularmente, en las formas de practicar sexting. De esta manera, se trata de un conjunto de mujeres con trayectorias familiares, educativas, laborales y afectivas dispares y también con formas muy diferentes de practicar y concebir al sexting. A lo largo de las entrevistas, las jóvenes describieron detalladamente no sólo cómo sextean, sus objetivos y los resultados esperados e inesperados de la práctica, sino también sus recuerdos, valoraciones, opiniones y los muy diversos afectos que les despierta su ejercicio.

El análisis de la información recabada se realizó en dos etapas. En un primer momento y utilizando el programa de análisis cualitativo de datos Atlas.ti, realicé actividades de organización y categorización de la información; en un segundo momento, el foco estuvo puesto en la interpretación de los datos, atendiendo a la recurrencia de respuestas, categorías, nociones, en tanto se entiende que tal recurrencia implica significados relevantes (Vasilachis, 2006). Sin embargo, al mismo tiempo también centré la atención en el análisis de los sentidos divergentes, las diferencias, los matices y las excepciones. Finalmente, vale aclarar que preservo la identidad de las entrevistadas a través del uso de seudónimos y de cambio de otros nombres propios o referencias geográficas explícitas mencionadas por ellas.

¿Hacer social la técnica o tecnificar lo social?

En La cultura de la conectividad (2016), la investigadora José van Dijck señala que, si bien es innegable que las plataformas permiten la conexión entre personas y la creación y/o el mantenimiento de verdaderas redes humanas, tienen una forma de funcionamiento que afectan los modos de hacer y de pensar de los sujetos. Los dueños de las plataformas apuntan a “hacer social la técnica”, o sea, utilizar los medios digitales como herramientas para llevar a cabo distintas actividades sociales, pero suele ocurrir lo inverso, esto es, se “tecnifica lo social”. Cuando las actividades cotidianas y anodinas que se solían realizar offline cruzan el umbral de las plataformas, se convierten automáticamente en datos, en «inscripciones formalizadas que, una vez que están incrustadas en la economía general de los grandes públicos, adquieren un valor distinto» (Van Dijck, 2016, p.22). Este “principio de mercantilización” (Van Dijck, Poell & De Waal, 2018) opera transformando los objetos, las actividades, las emociones y las ideas que los y las usuarias postean y comparten en mercancías comercializables. De esta manera, las plataformas buscan estimular las “conexiones” entre usuarios y usuarias, alegando una búsqueda de más y mejores relaciones entre las personas cuando en realidad lo que está en juego es la “conectividad” como un recurso de muy alto valor y lo que se persigue es una “comodatización” o mercantilización de las conexiones. Es importante señalar que hablar de “las plataformas” en general no implica pasar por alto el hecho de que existen variaciones importantes entre ellas, ya sea en cuanto a su envergadura y procedencia como en cuanto a su temática, funcionalidades e interfaz; sin embargo, para van Dijck, todas son compatibles en tanto las tecnologías que las estructuran funcionan sobre principios y normas sociales y culturales similares.

A su vez, las estructuras codificadas de las plataformas también alteran la naturaleza de la interacción humana, fomentando cierto tipo de interacciones y desalentado otras. Se trata de espacios donde se generan y se jerarquizan diferentes normas sociales las cuales, en el sentido foucaultiano, ejercen su poder gracias a la normalización y al control (Van Dijck, 2016). Esta normalización es gradual y mayoritariamente imperceptible pero afecta de manera decisiva los patrones de comportamiento en la socialidad offline. Por ejemplo, los botones “compartir” y “seguir” -que surgieron en primer lugar en Facebook y Twitter y luego se trasladaron a otras plataformas- aparecen como valores sociales, deseables y normativos, y que tienen efectos concretos en las prácticas culturales.

¿A qué te referís con que una foto “esté buena para subir”?

Qué sé yo, una foto que a vos te gustó, por ejemplo, estéticamente, alguna foto que saliste vos y saliste bien, o un momento que estaba bueno para compartir y decir “bueno, hoy estuve acá, hice esto, lo voy a compartir” y cosas así. No sé, hay algunas cosas que realmente las quiero compartir. Para los estados de WhatsApp utilizo el mismo criterio de Facebook, si la foto me gusta, está buena o creo que se puede compartir, qué sé yo, para que la vean todos … es como un morbo ahí, de que la gente vea que está todo bien o cosas así. (Cecilia, 25 años, EI)

En este extracto de la entrevista con Cecilia aparece con claridad cómo la noción de “compartir” se vuelve un valor deseable y normativo: cuando algo es lindo, “está bueno para compartir”. Tal como lo señala van Dijck, lo que solían ser actividades sociales informales que se realizaban en el ámbito privado (juntarse con amigos, intercambiar ideas e información, compartir cosas) se convierten en «interacciones algorítmicamente mediadas en el ámbito de la esfera corporativa» (van Dijck, 2016, p.109). Esta transformación, sin embargo, se invisibiliza por el uso de un lenguaje común: el significado de “compartir”, por ejemplo, ha sido reemplazado lentamente por el acto de compartir datos personales con otras personas a través de una plataforma corporativa.

Otro ejemplo muy claro que presenta van Dijck es el “principio de popularidad”: en las plataformas, mientras más contactos se consigan, más valioso se es. Conseguir seguidores, obtener muchos likes, que compartan y viralicen algo que posteaste, son todos indicadores -enteramente cuantitativos- de éxito, de mayor jerarquía, de “gustabilidad”. Pero, además, y este es un rasgo central de la cultura de la conectividad, toda la organización del intercambio social en las plataformas está estructurada por principios neoliberales como la competencia, la jerarquía, el crecimiento rápido, la acumulación de capital.

En Instagram subo muchas historias[3]. Fotos no subo tanto, no me llama la atención porque realmente no… no me hace bien. Yo tengo un problema con mi autoestima entonces por ahí subo algo, una foto cualquiera, pero, qué sé yo, por ahí digo: “Ay, no tengo tantos ‘me gusta’” y no me gustan esas cosas, me hacen sentir mal. Prefiero evitar eso. (Ornella, 19 años, EG3)

Todas las jóvenes entrevistadas en el marco de la investigación, al referirse a los resultados de sus fotos subidas a las redes, mencionaron la cantidad de “me gusta”, visualizaciones, comentarios, amigos y seguidores ganados, como resultados deseables. Algunas relataron la cantidad de “me gusta” que lograron en una foto como un indicador de lo lindas que aparecían en la imagen, del éxito que habían tenido haciendo tal pose o usando tal vestimenta. En esta instancia, se opta por presentar el testimonio de Ornella como un ejemplo “inverso”: ella elige no subir fotos en tanto su “índice de popularidad” es bajo y esto repercute en su autoestima. El “fracaso” de Ornella y el correspondiente ajuste de cómo usa las redes (esto es, limitarse a subir sólo “historias” en Instagram, una función que no admite “me gusta”) da cuenta también de cómo opera la normalización de conductas y valores en la cultura de la conectividad.

Las redes sociales como fuentes de inspiración y espacios de normalización

Al momento de producir sus propias imágenes sexuales, las jóvenes cuentan con un repertorio de imágenes mentales disponibles. ¿Cómo se construye este repertorio, cuáles son las fuentes de inspiración más comunes a la hora de producir las propias imágenes? Al preguntarles de dónde creen haber obtenido ideas para saber qué hacer con el cuerpo al momento de practicar sexting, aparecieron tres grandes fuentes de inspiración: los medios de comunicación tradicionales y algunas figuras mediáticas, las redes sociales y, más recurrentemente, la pornografía.

El primer caso, menos repetido que los demás, refiere al consumo de televisión (“algunas novelas”, dice Nadia, 24 años, EI) y de revistas (“quizás una foto, alguna propaganda, hoy está todo más sexualizado, no es complicado encontrar una foto sexy”, dice Abril, 22 años, EI). Las celebridades como Alexandra Rampolla o Silvina Luna fueron mencionadas por Ana (20 años, EI); Vanesa (25 años, EI) dice que le “encanta” ver en revistas los antes y después de las celebridades, “te ponen una foto re linda o sexy en una playa o haciendo una publicidad y cómo está ahora” y de esas imágenes ella toma prestado lo que le gusta: “empiezo a elegir: esto me gustaría, esto no, de las poses y también de la ropa”.

En este artículo, el foco está puesto en las redes sociales; específicamente, en su forma de funcionamiento como fuentes de inspiración, pero también como espacios donde se aprende lo que “está bien” y lo que “está mal” al momento de fotografiarse. En algunos casos, la inspiración aparece más indirecta o difusa, “quizás de las fotos que suben otras a Facebook” (Julia, 22 años, EG1), “tal vez una estética de lo que son las fotos eróticas, que había visto medio tangencialmente en las redes sociales de algún fotógrafo o algo así” (Milagros, 23 años, EI). En otros casos, las jóvenes identificaron rápidamente la fuente de inspiración y el objetivo de imitar eso específico que vieron:

Facebook sí lo uso mucho, estoy todo el tiempo viendo fotos de chicas, ahí yo veo qué onda, para ver cómo me puedo sacar fotos, las poses que más “me gusta” tienen (…) estás en el muro y estás viendo y te ponen: “personas que quizás conozcas”. Y bueno, ahí te salen unas 6 ponele y ahí digo, “bueno, esta chica se ve atractiva, qué se yo” y me pongo a ver sus fotos y las fotos que más “me gustan” tienen, bueno, después trato de hacer la misma foto, la misma pose. (Ana, 20 años, EI)

En este testimonio de Ana, las redes sociales aparecen como un espacio donde se aprende qué hacer, cómo posar y cómo mostrarse para que la foto tenga éxito. En este caso, ella tiene en cuenta la cantidad de “me gusta” de una foto para tomarla como modelo a reproducir y así obtener el mismo resultado positivo y alcanzar un mayor índice de “gustabilidad”, como una prueba de éxito en la cultura de la conectividad (van Dijck, 2016). Ahora bien, las plataformas también les enseñan a las jóvenes algunos criterios estéticos que hay que “cuidar” para evitar quedar en ridículo convirtiéndose en un blanco de burlas. Varias jóvenes señalaron que evitan hacer o mostrar ciertas cosas en las fotos por miedo a ser “escrachadas” en las redes sociales, generalmente a partir de la figura del meme. En estos casos, el miedo no surge necesariamente por la viralización de su foto erótica sino por las burlas que se pueden generar a partir de algo que “hicieron mal”:

Te das cuenta cuando algo desagrada cuando escuchás y leés mucho, ¿viste? Son bastante crueles, digamos: “Mirá, tiene la pared sin revocar” “Mirá, tiene humedad en no sé dónde”. Entonces es como que decís: “Ay, que no salga la humedad, que no salga la mancha”. Más o menos te fijás en todo, yo me fijo en todo. (Alicia, 23 años, EI)

He visto cada situación de chicas que le hacen el circulito, “primero ordená, o arreglá la pared”. No da que salga todo eso.

¿Dónde lo ves?

En las redes sociales, terminás siendo un meme. Así que no, tenés que acomodar todo. Hasta conocidas, hasta yo misma he dicho “todo muy lindo, salen re diosas pero ordená la cama”. Y le hago el circulito donde tiene todo el descajete (se ríe). O “acomodá la pared”, no sé, tienen terribles agujeros en la pared, “acomodá la pared”, ahí yo opino, de mala onda. (Leticia, 25 años, EG4)

En las redes sociales, terminás siendo un meme. Así que no, tenés que acomodar todo. Hasta conocidas, hasta yo misma he dicho “todo muy lindo, salen re diosas pero ordená la cama”. Y le hago el circulito donde tiene todo el descajete (se ríe). O “acomodá la pared”, no sé, tienen terribles agujeros en la pared, “acomodá la pared”, ahí yo opino, de mala onda. (Leticia, 25 años, EG4)

Estos dos testimonios reflejan un aprendizaje sobre la importancia de tener ordenado el espacio al fotografiarse y de evitar mostrar defectos de la vivienda (la pared con humedad, sin revocar o con agujeros) bajo la posibilidad de ser “castigadas” en las redes sociales. Alicia señala que no le gustaría ser objeto de burlas como ha visto en otras ocasiones; en el caso de Leticia, ella misma es la que se burla “de mala onda” porque le parece que “no da”. Otro “error” que se aprende a partir de las burlas y los escraches (esto es, poner en evidencia o delatar públicamente a alguien) en redes sociales es a mostrar una imagen demasiado retocada o distorsionada:

Angie: Hay muchas chicas que se sacan y después vos las ves y decís “¿y dónde está esa cola?” Siempre veo una chica que se saca fotos en tanga, yo la conozco y la ves en persona y decís: “¿dónde está todo eso que sale en Instagram?” No está. Patricia: Después hablan, toda la gente te critica ahora y con los famosos memes, imagínate (risas).Leticia: Claro, como te digo, han salido muchos memes ahora de que, como dice ella, “¿y dónde está la cola de Instagram? ¿y dónde están esas tetas?”. (Angie, 23 años; Patricia, 21 años; Leticia, 25 años, EG4)

Para mí está bien retocarte un poco pero tampoco tanto, porque así no estás mostrando lo que en verdad sos. He visto chicas que se ven, no sé, divinas y cuando las ves en persona no y queda feo porque… me encantan los memes a mí, me encantan todo eso de burlas y jodas y ahí sale, que es verdad, que vos la conocés por Facebook y es divina y cuando la ves en persona, te llegás a asustar. (Vanesa, 25 años, EI)

En estos extractos, vuelve a aparecer la figura del meme como un castigo, ahora cuando la foto está muy retocada. A partir del consumo de redes sociales, las jóvenes adquieren un saber sobre lo que “está bien” y lo que “está mal” en las fotografías, a partir de “premios” (por ejemplo, la cantidad de “me gusta” que obtiene una imagen) y “castigos” (principalmente, que usen la imagen para hacer un meme). En estos casos, se verifica la noción de las redes sociales como espacios de “co-individuación psíquica y colectiva” (Stiegler, 2012), a partir de la creación de sentidos compartidos. Pero, además, se convierten en instancias de control, en las cuales se sanciona lo que se consideran errores, irregularidades, desvíos. Si se tiene en cuenta que el intercambio social mediado por las plataformas se encuentra estructurado por principios neoliberales como la competencia, la jerarquía y la popularidad, se comprende mejor por qué las jóvenes evitan “convertirse en memes” y buscan por el contrario plegarse a parámetros estéticos ampliamente extendidos y aceptados. De esta forma, en estos testimonios, se comprueba el poder normalizador de las redes sociales, como espacios donde se generan y jerarquizan diferentes normas sociales que terminan afectando las formas de comportamiento en la socialidad offline.

El lugar central del discurso pornográfico

Ahora bien, la fuente de inspiración señalada de manera más extendida fue la pornografía. Es importante señalar que el consumo de pornografía impacta principalmente en sus relaciones sexuales y no exclusivamente en la práctica del sexting, pero fue mencionada espontáneamente por la mayoría de las entrevistadas. “Veo pornografía para aprender, de las actrices porno aprendés un montón y son las mejores (…) yo lo voy parando [al video] y voy viendo bien las cosas que hacen” (Constanza, 25 años, EG1), “veo porno y pienso, no sé, que me gustaría sacarme esa foto, como está la chica ahí y mandársela” (Vanesa, 25 años, EI), “quizás no sepas qué hacer o cómo, pero tratar de imaginar cómo lo haría una actriz porno, ayuda” (Silvina, 21 años, EI). Clara (18 años, EG4) cuenta que vio pornografía por primera vez a los 8 años y que, a los once cuando se sacó su primera foto, “creo que me habrá quedado como la imagen, no sé, porque cuando me saqué la foto me acuerdo de que salía como agarrándome las tetas o algo así. ¡Y ni tetas tenía!”. Leticia (25 años, EG4), por su parte, cuenta que tiene un grupo de WhatsApp con “amigas que son más loquitas” y que ahí comparten pornografía y “vamos opinando, tipo: ‘gorda, mirá lo que hizo ésta’ y ya sabemos que lo tenemos que probar y así vamos aprendiendo, vamos sacando tips y después alguien lo practica y cuenta cómo le fue”.

Por oposición a esto, algunas jóvenes se posicionaron de manera crítica frente a la pornografía desde discursos feministas: en algunas, esta postura crítica se traduce directamente en negarse a consumir pornografía; otras jóvenes admitieron consumirla, aunque con algunos matices. Milagros (23 años, EI), por ejemplo, prefiere la pornografía lésbica, ya que “el porno heterosexual es siempre violento e incluso el porno homosexual gay también es violento”. Durante la entrevista grupal 2, Nuria (25 años) señaló que consume pornografía con culpa porque sabe que el trasfondo de estos productos implica “la trata de personas y todo lo que está ligado a eso” y María (24 años) acordó con las críticas feministas a la pornografía, cree que “está llena de clichés” pero admite que “quizás involuntariamente lo que he hecho ha estado atravesado por lo que he consumido en la pornografía”. Finalmente, Laura (23 años) resumió la discusión diciendo que la pornografía “es como la Coca Cola, sabés que es una mierda pero, bueno, cada tanto te tomas una”.

En líneas generales, más allá del sexting, la pornografía funciona en muchas jóvenes como una verdadera pedagogía sexual, incluso entre quienes tienen una postura más crítica. Como se vio en los testimonios, algunas señalaron también que los discursos sexualizados aparecen naturalizados, “por todos lados”, ya sea en los medios de comunicación tradicionales, en las redes sociales o incluso en la música. La naturalización de los contenidos pornográficos ha llevado a que algunos pensadores y pensadoras califiquen a la cultura contemporánea como “cultura sexualizada”. Esta ampliación de la pornografía como un conjunto de valores, representaciones y prácticas, modifica las “visibilidades” (Dussel, 2010) que conforman el campo escópico: lejos de la censura u otros mecanismos que solían mantenerlas en la invisibilidad, hoy las imágenes pornográficas circulan públicamente sin encontrar mayores resistencias. De esta manera, pasan a formar parte del repertorio mental de imágenes que las jóvenes utilizan como fuente de inspiración para la producción de sus propias fotos. Sin embargo, si bien uno de los pilares del discurso pornográfico es la liberación y la lucha contra toda forma represiva de la sexualidad, lo cierto es que se trata de un discurso normativo sobre el sexo, al proponer determinadas escalas de valores, expectativas y representaciones respecto de, por ejemplo, qué es ser una mujer sensual o cómo debe ser una relación sexual satisfactoria (Marzano, 2006). Así, bajo el manto de la libertad y el disfrute, aparecen nuevos mandatos que ejercen una presión considerable sobre las jóvenes al momento de elegir cómo autopresentarse en sus imágenes sexuales.

La sexualización de la cultura y sus nuevos mandatos

La discusión acerca de la sexualización de la cultura occidental tiene algunos años ya, sus propios referentes e incluso sus debates internos. Hablar de “sexualización” de la cultura implica reconocer el aumento y la consiguiente normalización de la circulación de contenido explícitamente sexual en las sociedades occidentales contemporáneas. Tanto en el discurso mediático como en otros ámbitos de lo social, los significados sexuales se visibilizan y aparecen de manera vívida y explícita; en el mismo movimiento, aquellas normas y regulaciones que limitaban la exhibición de lo que era considerado obsceno se ven debilitadas (Attwood, 2006). Las redes sociales, por ejemplo, se han convertido en espacios donde los discursos hipersexualizados y pornificados (Ringrose, 2011) circulan cada vez más normalizados. En palabras de la investigadora Feona Attwood, en esta cultura «lo explícito se nos ha vuelto muy familiar y la trasgresión sexual algo muy convencional» (Attwood, 2006, p.79; traducción nuestra).

El diario británico The Guardian publicó en enero de 2019 una nota escrita por la cronista Moya Sarner donde aparece un ejemplo muy claro de la pregnancia de la pornografía como una narrativa social difundida. El artículo versa sobre el creciente fenómeno del cyberflashing[4] y la dificultad cultural que suscita el querer tipificarlo legalmente. Si bien actualmente en el Reino Unido el cyberflashing es considerado un delito, se trata de una legislación que acarrea dificultades porque en un enjuiciamiento se debería demostrar que «el propósito del remitente era causar angustia o ansiedad, o que la imagen era groseramente ofensiva o de carácter indecente, obsceno o amenazador» (Sarner, 2019, párr. 24, traducción propia). Para la cronista, las características culturales de nuestra época hacen que sea extremadamente difícil probar tal intención ya que la percepción colectiva acerca de qué es la indecencia sexual ha cambiado, elevándose el umbral de lo tolerable. Además, el envío de fotos de penes no solicitadas como forma de empezar una conversación digital con otra persona (generalmente, una mujer) o de “seducirla” es una práctica muy extendida. En este sentido, se presenta este extracto de una entrevista grupal, donde las jóvenes comentan qué sienten cuando reciben una foto de un pene en el marco del sexting:

Cuando les llega la foto de un pito, ¿qué les genera? ¿las excita?

C: Emm, sí pero la verdad que… no tanto, bah.

J: Yo creo que la foto sola no, pero si hay un juego sí. No pasa más que del momento igual, después se te pasa. Pero la foto en sí no, porque estás acostumbrada a ver eso, prendés el tele y está, entonces no te pasa nada.

C: Sí, la verdad que es algo como muy naturalizado, entonces ya no nos genera lo mismo. (Constanza, 25 años; Julia, 22 años, E.G.2)

Lo que aparece en estas líneas es la naturalización de este tipo de imágenes en la cultura sexualizada y cómo esto impacta en el umbral de lo que las jóvenes consideran excitante; una imagen del miembro masculino no les produce “nada” porque están “acostumbradas” a verlo en los medios de comunicación. El profesor e investigador Christian Ferrer describe lo que él considera una “curva pornográfica”: la pornografía aparece en la sociedad occidental «promoviendo una curvatura, haciendo presión sobre costumbres y expectativas sociales» (Ferrer, 2005, párr.15). Según este autor, la profusión de los contenidos abiertamente sexuales en la cultura contemporánea tiene su origen en efectos indeseados de las rebeliones de los 60, ya que una vez que los programas políticos fuertes que se exigían en ese entonces fueron absorbidos o minimizados, lo que se mantuvo firme fueron las demandas de cambio de costumbres, específicamente en términos de «libertad sexual, uso del cuerpo y placer cotidiano» (Ferrer, 2005, párr.12). Hoy, la pornografía se ha extendido, no sólo como un género audiovisual en continuo crecimiento, sino también como un conjunto de valores, representaciones, prácticas. Dietas, gimnasio, cirugías estéticas, lencería erótica, sex-toys, medicinas: la lista de objetos y servicios que ofrece el mercado para paliar deficiencias y maximizar el rendimiento es larga y conocida.

En definitiva, tanto en el ámbito académico como en el mediático, existe un sorprendente grado de consenso sobre la “sexualización de la cultura” como un fenómeno real y perceptible. Sin embargo, se encuentran diferentes opiniones frente al mismo fenómeno que la investigadora Rosalind Gill (2009) engloba en tres grandes posturas. La primera, calificada “de moral pública”, está conformada por quienes se alarman frente al avance de los significados sexuales, en tanto entienden que es un signo de la degradación de la cultura y la sociedad occidental. En el lado opuesto está la posición “del sexo democratizador” ocupada por quienes celebran el aire libertario de estos avances, a los que interpretan como índices de madurez cultural y apertura en relación con la sexualidad. La tercera vía sería la “posición feminista” cuyo enfoque no es homogéneo, aunque todas las investigadoras se preocupan por articular una respuesta feminista (Gill, 2009) al fenómeno de la sexualización de la cultura.

Estos posicionamientos dicotómicos (en referencia a las dos primeras posiciones detectadas por Gill) no dan cuenta de la complejidad del fenómeno, que no admite únicamente aplausos o detracciones. La sexualización de la cultura está lejos de ser un proceso homogéneo y se trata más bien de un fenómeno que opera atado a sesgos de género, orientación sexual y clase social y así, «diferentes personas son sexualizadas de diferentes maneras y con diferentes significados» (Gill, 2009, p.138, destacado en el original, traducción nuestra) y que la pretendida “democratización del deseo” deja un buen número de excluidos y excluidas. Por ejemplo, la imagen de una joven sexualizada ofrece diferentes lecturas según su pertenencia de clase social: una chica de sectores medios o altos que se muestre de forma erótica tiende a ser percibida como liberada de prescripciones morales y empoderada para mostrar su cuerpo libremente; por el contrario, si la joven pertenece a sectores populares, la lectura se torna alarmista y se la percibe como alguien moralmente reprochable o “en riesgo”, ya sea de contraer enfermedades, de embarazarse o de ejercer la prostitución (Elizalde, 2015). Por otro lado, el grado de adecuación del cuerpo exhibido a los parámetros de belleza hegemónica también produce lecturas contrapuestas, como describe una de las jóvenes entrevistadas:

A veces suele pasar que una chica con un cuerpo hegemónicamente lindo, sube una foto semi-desnuda a Instagram y tiene un montón de likes, de comentarios lindos, “qué linda sos”, “qué copada”, qué sé yo. Y después una chica con un cuerpo no tan bien visto, quizás un poco gorda o no sé, con celulitis, la matan, le dicen “ah, sos re trola, sos re puta”. (Clara, 18 años, EG3)

Dicho en términos foucaultianos, las representaciones y prácticas de la sexualización de la cultura están en relación estrecha con posiciones de poder, particularmente en términos de clase y relaciones de género. Anteriormente, se mencionó que algunas características de las fotos sexuales podían convertir a estas imágenes en foco de burlas y memes, como los defectos en la vivienda o el retoque digital de partes del cuerpo a fin de que se vean “más deseables”. Al volver a analizar esos testimonios a la luz de la sexualización de la cultura, se comprueba nuevamente que se trata de un fenómeno atado a sesgos de clase social o de estética hegemónica.

Es fundamental señalar que la curva pornográfica o la sexualización de la cultura trae consigo modos de ser, de aparecer (en término de apariencia, de cómo mostrarse a los demás) y de actuar específicos y normativos. El sexo queda vinculado a dos variables principales: la juventud y el consumo; y, tal como señala Attwood (2006), se articula en términos de una “terapéutica” que promueve un enfoque específico de la sexualidad ligada a la realización personal. Por ejemplo, el fenómeno de las confesiones sexuales de las famosas (surgido del seno los talk shows televisivos pero reeditado en nuevos formatos como las y los influencers sexuales) no sólo dan cuenta de la sociedad –en términos de Foucault- “singularmente confesante” que somos sino también de la relación que el filósofo establecía entre decirlo todo sobre el sexo y alcanzar un grado de plenitud y liberación (Foucault, 2008). En el caso de las confesiones sexuales mediatizadas se suma a la ecuación el entretenimiento, lo que lo vuelve un síntoma muy claro de una cultura en la que el sexo «significa tanto la verdad del yo como su performance; tanto autenticidad como artificio» (Attwood, 2006, p.85, traducción de la autora). Fuera de la arena mediática, en muchas de las chicas entrevistadas aparece como muy corriente la exhibición de una performance -en tanto auto representaciones sexualizadas- en las fotos que suben a sus redes sociales. La sexualidad queda formulada, en estos casos, en términos de identidad, hedonismo y espectáculo.

Uf, si te mostraba las fotos de mi otro Facebook, ahí sí salgo en una con unas tetas así (hace un gesto con las manos a la altura del pecho), me la saqué de arriba porque…es que (baja la voz) tenía dos corpiños para que se me vieran así (repite el gesto)… Uy, ¡para qué! Tuve 110 me gusta ¡Fue la foto que más “me gusta” tuvo!. (Ana, 20 años, EI)

La primera foto que subí mía fue una que estaba en la pileta yo, no me acuerdo si arriba de un flotador o una cosa así, con una tanga. No se me veía la cara y la descripción de la foto era “Estresándome”, una cosa así. Y a partir de ahí, como que empezaron a… bueno, no sé si vos tenés cuenta o sabés cómo funciona [Twitter], pero ¿viste que vas como de a poco con los seguidores? Los pocos seguidores que tenía fue como que dijeron: “Ahhh, se destapó” y me agregaron muchos seguidores más, muchos, muy rápido (…) Bueno, esa fue la primera vez y después, como vi que se formaba cierta gracia con el tema, como que a la gente le interesaba ver esas cosas o por lo menos la gente que a mí me seguía, empecé a probar, digamos, cada vez más fotos… cada vez un poco más jugadas. (Alicia, 23 años, EI)

Yo he subido una foto en corpiño y bombacha, frente a un espejo, o sea no… no siento que esté mal. (…) [Subo la foto] porque me gusta cómo me veo. Y me gusta que la gente me vea linda como yo me veo linda. O sea me gusta lucirme digamos. (…) Las subo a mi historia más que nada pero sí me suelen responder la historia bastante. Más que otras digamos.

¿Y eso cómo te hace sentir?

No, o sea, me da igual porque sé que si subo otra foto a lo mejor no pasa ¿entendés? Entonces, bueno, es por eso mismo, es porque la foto es más sugestiva pero obviamente ese tipo de cosas te alimentan tu ego. (Clara, 18 años, EG3)

Se seleccionaron estos tres testimonios porque dan cuenta de lo que señalado respecto de la sexualización de la cultura: la normalización de los contenidos de tinte erótico pero sobre todo la tendencia a mostrar una performance en redes sociales. Claramente, se trata de autopresentaciones con una carga variable de sexualización pero todas son sin dudas performáticas: en cada foto hay un grado de escenificación, ya sea ponerse dos corpiños, posar en una pileta con algún elemento o usar un espejo. La importancia que las jóvenes le dan a la repercusión de estas imágenes también da cuenta de este anudamiento entre sexualidad, hedonismo y espectáculo. En el caso de Alicia, esto aparece de manera muy explícita: subir una foto erótica le implicó conseguir más seguidores en Twitter y como vio que eso le “interesaba” a su público, empezó a subir la apuesta. Clara, por su parte, dice sin vueltas que sube fotos en ropa interior porque le gusta lucirse y que las respuestas halagadoras “alimentan su ego”.

Más allá de las diferencias entre ellas, todas las jóvenes entrevistadas mencionan haber compartido alguna vez una foto sugerente o erótica de sí misma en las redes sociales y casi la mitad dice haberlo hecho regularmente siendo más chica. Fotos en bikini, en pantalones muy cortos, con escotes pronunciados o sin corpiño, en poses o con expresiones faciales provocadoras, las razones para compartirlas siempre versan en torno a los mismos temas: salir bien, verse bien, salir con buen cuerpo, ver qué efecto tiene la foto en general o para alguien en particular. Las reacciones suelen ser las esperadas, cuantificables en cantidad de “me gusta”, comentarios halagadores, cantidad de seguidores conseguidos: todas formas que les permitieron alcanzar un buen resultado en el anhelado “índice de popularidad” de las redes sociales.

A modo de conclusión

Las imágenes personales son formas de socialización y de autopresentación que implican un modo de proyectar nuestra imagen al mundo, lo que exige un «autoposicionamiento en el campo estético» (Groys, 2014, p.39): estamos sujetos y sujetas a una evaluación estética, somos responsables por nuestra apariencia frente al mundo y dirigimos nuestros esfuerzos a construir una imagen propia que sea, al menos, aceptable. Por lo general, no compartimos fotos nuestras que no nos gusten: las imágenes que subimos en redes sociales o que enviamos a los demás pasan por un proceso, aunque sea mínimo, de curaduría. Hay una especie de intención publicitaria (Fontcuberta, 2016) detrás de las imágenes propias que damos a ver al mundo, se trata de una práctica en la cual buscamos presentarnos deseables, vendernos, conquistar al receptor. Además, como se mencionó anteriormente, estas exigencias suelen tener más peso en el caso de las mujeres

Ahora bien, en el caso del sexting, aquello que está sujeto a un diseño y a una presentación “vendible” es el cuerpo y la sexualidad y entonces entran en juego algunos estándares estéticos particulares que habría que alcanzar (aparecer delgadas, sin celulitis, voluptuosas, armónicas); pero también opera un modelo actitudinal que es necesario mostrar, un modelo que privilegia una feminidad osada, experimentada y provocativa, lejos de cualquier representación aniñada o inocente. En este contexto, las redes sociales se constituyen en importantes espacios de aprendizaje, ya sea como fuentes de inspiración para la construcción de las propias imágenes o como sitios donde se aprende lo que está “bien” y lo que está “mal” en las fotografías. Algunos rasgos de la “cultura de la conectividad” (van Dijck, 2016) se verifican en el ejercicio del sexting: el principio de popularidad o el índice de gustabilidad operan como vectores que condicionan las imágenes que se producen. Así, una imagen en Facebook o Instagram que tiene muchos “me gusta” es una imagen para imitar y una fotografía que se convirtió en un meme (esto es, objeto de burlas y descalificaciones) es algo a evitar. De esta manera, las redes sociales contribuyen a la normalización de una estética particular en la producción de imágenes sexuales.

Además, en el marco de una cultura sexualizada, el discurso pornográfico también opera como una importante fuente de inspiración: todas las mujeres entrevistadas indicaron haber estado expuestas a imágenes pornográficas, algunas de ellas siendo todavía niñas, y tenerlas en mente al momento de producir sus propias imágenes. Así, si bien la sexualización de la cultura se cristaliza en un grado de revelación y exhibicionismo sexual sin precedentes, ya Foucault advertía que la revolución sexual iniciada en los ‘60 implicaba un nuevo modo de inversión del poder sobre el cuerpo, que se presenta más tolerable en tanto no controla por represión sino por estimulación (Foucault en Gordon, 1980). De esta manera, la sexualización de la cultura trae consigo modos de ser, de aparecer y de actuar específicos y normativos, en los cuales siguen en funcionamiento instancias de control del cuerpo y la sexualidad, ahora más flexibles, pero igualmente coactivas.

Como se mencionó al comienzo, los discursos mediáticos y sociales sobre el sexting suelen pendular entre dos polos: por un lado, tomarla como una práctica testigo de la liberación sexual y celebrar sus bondades; por el otro, condenarla como una práctica peligrosa y sostener cualquier crítica desde el pánico moral. A lo largo de este trabajo, asumiendo que se trata de una práctica extendida y cada vez más naturalizada, la intención ha sido alejarse de posiciones dicotómicas y presentar otras preguntas y preocupaciones; en este caso en particular, en torno al peso que las plataformas tienen en la configuración de este tipo de prácticas y los consecuentes márgenes de libertad que las jóvenes disponen al momento de producir sus propias imágenes. En una práctica que aparece cada vez más automatizada, ¿hay espacios para la emergencia de lo singular? En este sentido, se considera que cualquier discurso sobre el sexting debe contemplar este tipo de interrogantes y tener en cuenta otros aspectos de su ejercicio: no sólo la disyuntiva entre automatismos y libertades sino también las prácticas de cuidado posibles, los dilemas en torno a la objetivación del cuerpo o la concepción de la sexualidad como un capital (Illouz & Kaplan, 2020) por nombrar sólo algunos. De esta manera, evitando tanto la promulgación como la demonización de la práctica, los debates en torno a un fenómeno complejo como el sexting pueden ser ampliados y enriquecidos.

Material suplementario
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Notas
Notas
[1] A lo largo de este recorrido por el estado del arte sólo mencionaré uno o dos ejemplos de cada tipo de investigación, con el fin de no convertir el apartado en una larga lista de citas de autores y años de publicación. Dejo señalado que los trabajos correspondientes a cada tema o línea de investigación de ninguna manera se agotan en los aquí consignados.
[2] El Gran Mendoza hace referencia a la aglomeración urbana que incluye la capital de la provincia y los cinco departamentos limítrofes (Godoy Cruz, Guaymallén, Luján de Cuyo, Maipú y Las Heras).
[3] Se refiere a las “historias” de Instagram, una función de la plataforma que permite subir fotos o videos cortos que duran sólo 24 horas y después se borran. Se diferencia del “feed” en el cual las imágenes posteadas no se borran a menos que lo decida el usuario/a. Además, los comentarios y reacciones que suscitan las historias sólo son accesibles al usuario/a.
[4] Neologismo que podría traducirse como “ciber-exhibicionismo”. Se trata de una práctica consistente en enviar fotos obscenas a destinatarios que no las solicitaron utilizando el teléfono celular y servicios de transferencia online de archivos como AirDrop o Bluetooth. Generalmente, se trata de hombres que envían fotos de sus penes a mujeres desconocidas, pero con las cuales comparten momentáneamente un espacio público, como un medio de transporte o un parque.
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