Dossier

Reflexiones sobre la transición a la democracia: de la ciencia política a los lenguajes políticos

Reflections on the transition to democracy: from political science to political languages.

Martina Garategaray
CONICET, Argentina

Reflexiones sobre la transición a la democracia: de la ciencia política a los lenguajes políticos

Millcayac, vol. X, núm. 19, 2023

Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 02 Agosto 2023

Aprobación: 25 Octubre 2023

Resumen: El artículo propone una reflexión en torno a la transición a la democracia en Argentina a cuarenta años de su reposición como régimen político. En la línea de renovación de los trabajos sobre la transición, la democracia y los intelectuales, y desde una perspectiva que cruza la teoría política con la historia intelectual, ubicamos nuestra perspectiva sobre la transición democrática de los años ochenta. A partir de una revisión conceptual, nos interesa poner a la “transición a la democracia” en relación con los lenguajes políticos de cada contexto político-intelectual, e indagar cuánto de aquellos años transicionales y sus debates siguen vigentes hoy.

Palabras clave: Años ochenta, transición a la democracia, lenguajes políticos.

Abstract: The article proposes a reflection on the transition to democracy in Argentina, forty years after its replacement as a political regime. Following the trend of renewed research on transition, democracy and intellectuals, and from a perspective that crosses political theory with intellectual history, we place our perspective on the democratic transition of the eighties. Departing from a conceptual review, we are interested in placing the “transition to democracy” in relation with the political languages of each political-intellectual context; to finally inquire how much of those transitional years and its debates are still valid today.

Keywords: Eighties, Transition to democracy, Political languages.

El 30 de octubre de 1983 simbolizó el restablecimiento de la democracia. Ese regreso estuvo acompañado de ciertas imágenes que fijaron sentidos, como la lectura en campaña por parte de Alfonsín del preámbulo de la Constitución Argentina: símbolo de la soberanía popular, del carácter representativo de la democracia y de la vigencia de las instituciones; como también de su frase metafórica: con la democracia se come, se cura y se educa que reforzó la noción redentora de la etapa por venir. A 40 años de esos sucesos, a los balances se suman las deudas y legados que han signado el derrotero hasta nuestros días.

En estas páginas me interesa proponer una breve reflexión sobre esos años ochenta a partir de la categoría: “transición a la democracia”, y cómo la misma se relaciona con los lenguajes políticos. Para ello voy a presentar primero de qué hablamos cuando hablamos de la transición a la democracia y de los lenguajes políticos. Y, por último, cuánto de esos años transicionales, con sus debates inconclusos, insistencias y persistencias, siguen vigentes hoy en los pliegues del lenguaje democrático.

Los trabajos sobre la transición a la democracia

La transición a la democracia se convirtió en “la” categoría para explicar los procesos de cambio de régimen político que tuvieron lugar entre los años 70 y 90 en Europa Meridional y América Latina. Los primeros abordajes se publicaron bajo el nombre de Transiciones desde un gobierno autoritario, coordinado por Guillermo O’Donnell, Phillipe Schmitter y Laurence Whitehead. Estos cuatro tomos recuperaban los resultados del proyecto de investigación titulado “Los períodos de transición posteriores a los gobiernos autoritarios. Perspectivas para la democracia en América Latina y Europa Meridional”, patrocinado por el Woodrow Wilson Center entre 1979 y 1986.

Los trabajos reunidos entendían a la transición como ese pasaje que iba desde un régimen político (autoritario) hacia otro (deseablemente la democracia). En palabras de Guillermo O´Donnell, politólogo argentino, quien fuera uno de los principales referentes en el debate académico, la transición es “el intervalo que se extiende entre un régimen político y otro” (O´Donnell, Guillermo y Schmitter, Phillipe, 2010: 27). La transición democrática podría entonces ser definida, en términos generales, como el período delimitado “de un lado, por el comienzo del proceso de disolución del régimen autoritario, y del otro, por el establecimiento de alguna forma de democracia” (O´Donnell, Guillermo y Schmitter, Phillipe, 2010: 28). Es así que se identificaban puntos de partida, también llamados gobiernos burocrático-autoritarios, y puntos de llegada[1]. Pero también formas o modalidades de tránsitos. Así se habló por ejemplo de transiciones pactadas o por transacción, y transiciones no pactadas: por colapso o ruptura. También se caracterizó a los distintos regímenes intermedios en términos de dictablandas o democraduras, cuyo carácter de duro o blando aludía a la postura, más o menos flexible, que tuvieron las fuerzas armadas en cada caso y al rol de los militares en los procesos de negociación[2].

Y, en esta pretensión de generalizaciones explicativas de largo alcance, la ciencia política se centró en establecer comparaciones entre los procesos transicionales de los distintos países, lo cual hizo necesario estipular modelos y tipologías para explicar los casos nacionales. Ello redundó en la consolidación de un modelo normativo de democracia –la poliarquía acuñada por Robert Dahl (1989)– que funcionó como parámetro para medir el grado de democratización que iban alcanzando los países en tránsito. De este modo, los casos que no se ajustaban a dicho parámetro, fueron presentados como experiencias “débiles” o “incompletas”[3].

En otras latitudes como Europa y Norte América, los años ochenta significaron cambios en las perspectivas de análisis de las ciencias sociales y las humanidades, pero los mismos llegaron mucho más tarde a América Latina y a la Argentina. Podría pensarse que el contexto político -signado por un escenario de fuertes incertidumbres y temores a regresiones autoritarias- fue central para que la ciencia política reafirmara la vigencia de los modelos tendientes a simplificar la complejidad social en busca de cierta previsibilidad[4]. Es así que la democracia se presentaba como instancia de redención frente al pasado traumático de la última dictadura militar y abogaba por construir una cultura democrática que -al tiempo que llamaba a la transformación, al abandono de las prácticas autoritarias y violentas-, iba construyendo pinceladas de un Estado de derecho, reivindicando al consenso y a la tolerancia como modos de dirimir los conflictos.

Por el lado de la disciplina histórica, ideas como la de totalidad o determinación social abandonaron la centralidad que tenían como claves explicativas, dando lugar a una fragmentación de los estudios acorde al fin de los grandes relatos. Esto hizo que la misma asumiera varias de las preguntas de la ciencia política y la sociología, y sus énfasis, para dar lugar a la renovación que se conoció como la vuelta de la historia política. Los trabajos históricos se apropiaron del nuevo andamiaje conceptual y teórico de la politología y de la sociología política, asumiendo la centralidad de la política como clave explicativa de la crisis argentina (Spinelli, María Estela, 2008). Es así que en nuestro país, la ciencia política se convirtió en la disciplina que hegemonizó los trabajos sobre la transición en los primeros años.

Los cambios más significativos, en la historiografía europea y norteamericana con respecto a la historia política, incluyendo la de los conceptos, impactaron en décadas posteriores en la región (Sábato, Hilda, 2021). Y al hacerlo, desembarcaron con la fuerte impronta del giro lingüístico que enfatizaba, entre otras cuestiones, la importancia de las palabras de los actores y sus ideas, como de las condiciones de producción de las mismas. Estas transformaciones, en el modo de cómo mirar y analizar las ideas y el pensamiento de una época, ejercieron su influencia en la nueva historia política. Como sostiene Carlos Altamirano (2005), esta nueva historia política, conectada con la social y las significaciones –y que se dio por llamar historia intelectual- prestó especial atención a los lenguajes políticos.

La historia intelectual o nueva historia de las ideas vino a renovar los estudios sobre el pensamiento que llevaba a cabo la tradicional historia de las ideas. Influida por el giro lingüístico que ha destacado el papel del lenguaje en la elaboración de los discursos, la historia intelectual supuso una redefinición del objeto de estudio como de los modos de aproximarse al mismo. De ahí que no tome a las ideas, discursos y conceptos como meros registros de esa realidad sino como categorías que determinan los modos de ver esos objetos, es decir, qué podemos ver y cómo lo podemos ver. En esta renovación se pasó de los estudios preocupados por construir sistemas de pensamiento, modelos o tipos ideales que se definían de forma coherente y a priori, y que se relacionaban con lo empírico en una clave de desvíos -es decir cuánto se acercaban o apartaban del modelo-, a estudios que parten de la imposibilidad de definir las ideas de una vez para siempre y que cuestionan esta perspectiva de las ideas universales o perennes para la comprensión de la historia.

Los trabajos que se realizaron tanto desde la nueva historia política como desde la historia reciente, asumiendo estos cambios, cuestionaron la periodización, o la ruptura que suponía la transición proponiendo otros y nuevos recortes. Criticaron el excesivo institucionalismo o el énfasis en los partidos políticos, sosteniendo que el proceso involucraba diversos actores colectivos e individuales, y reafirmaron la importancia de los contextos en el despliegue de las ideas (Bohoslavsky, Ernesto, Franco, Marina, Iglesias, Mariana y Lvovich, Daniela, 2010). De algún modo todas ellas buscaban romper con una idea teleológica que estaba muy presente en la ciencia política y en su comparativismo, para identificar aquello que la misma no dejaba ver.

Los trabajos de Marina Franco han cuestionado los recortes y las periodizaciones de la transición criticando la ruptura total, inmediata y generalizada, rescatando su sentido contingente. Junto a Claudia Feld han afirmado que “esos primeros momentos de la llamada ‘transición a la democracia’ constituyeron un momento mucho más abierto, incierto, ambiguo y lleno de continuidades y dilemas cuya resolución no era obvia ni evidente” (Franco, Marina y Feld, Claudia, 2015: 11). Con respecto a la metodología de la transitología, otros trabajos se han propuesto rescatar la comparación y la productividad de la misma, pero no para la construcción de modelos sino para conectar historias regionales y sus conceptos, pero historizados (Lastra, Soledad, 2018). Es decir, enfatizando que muchas generalizaciones -propias de los estudios sobre la transición- perdían de vista las particularidades nacionales y la historia de esos conceptos y sus usos.

El trabajo pionero y más sugerente que asumió estos cambios en las disciplinas de las humanidades y las ciencias sociales fue Usos de la transición a la democracia de Cecilia Lesgart (2003). El libro parte del argumento que la transición a la democracia fue una gran idea que hegemonizó la discusión académica y política de los años ochenta en el Cono Sur de América Latina y se propone abordar cómo fue construida esta categoría, qué usos le dieron los intelectuales de izquierda. Entre los diversos usos se encuentran el de la transición como concepto sintetizador de la dicotomía Autoritarismo / Democracia, como una formula teórica que marca un cambio político, como metáfora espacio-temporal de movimiento y, por último, como lema sintetizador de un tiempo visto como época inaugural de la política.

Es así que el trabajo se inscribe entre aquellos que buscan cruzar las fronteras disciplinares entre la ciencia política, la teoría política y la historia, y que intenta rescatar algunos elementos importantes para el fortalecimiento de la teoría política. El primer elemento es el reconocimiento de que las ideas importan. El segundo es la relevancia que ha adquirido la historia para la ciencia política y el tercero, es el interés por “problematizar y someter a crítica la producción, utilización y significado de los conceptos, términos y categorías que se emplean en los análisis políticos” (Lesgart, Cecilia, 2003: 27). Y en este camino su investigación es clave para abordar en todas sus significaciones e implicancias a la transición a la democracia y su efectividad indiscutida “para pensar en contra de los golpes de estado, para convocar adeptos y modelar a los procesos políticos” (Lesgart, Cecilia, 2003: 241).

Otros trabajos han continuado, de algún modo, el camino abierto por Lesgart. En La reinvención de la democracia. Intelectuales e ideas políticas en la Argentina de los ochenta Nicolás Freibrun (2014) se centra en las estrategias de innovación teórica que realizan los intelectuales y que en un gesto skinneriano impulsan por un lado procesos de cambio conceptual y, por el otro, espacios para el surgimiento de nuevos lenguajes políticos. En La democracia como mandato, Adrián Velázquez Ramírez (2019) también recupera esos años pero haciendo foco en la democracia y el pluralismo más que en los intelectuales. En su perspectiva, la innovación semántica del proceso transicional fue que la democracia se pensó como un espacio político plural en el cual convergieron actores políticos con diferencias muy marcadas, pero con una misma legitimidad para participar en la dinámica representativa. Es así que aventura la hipótesis de que la innovación que supuso la democracia a partir de 1983 en Argentina fue que consolidó al pluralismo como el único medio legítimo para resolver el antagonismo político. Si la democracia signó todo el siglo XX, fue este valor el que le imprimió su marca a los años 80.

En esta línea de renovación de los trabajos sobre la transición, la democracia y los intelectuales, y desde una perspectiva que cruza la teoría política con la historia intelectual, ubicamos nuestro propio trabajo sobre la transición democrática de los años ochenta.

Transición, contexto y lenguajes

Hace varios años, junto a Ariana Reano, hemos desarrollado una perspectiva para analizar los años ochenta que se acercaba a aquellas preocupadas por la generación, circulación y resignificación de las ideas haciendo énfasis en el contexto político-intelectual. Desencantadas con las explicaciones de la ciencia política, disciplina en la que ambas nos formamos, avanzamos en pensar a la transición democrática como un proceso amplio de discusión de ideas que empieza antes y continúa después de la institucionalización formal de la democracia entendida como régimen político.

Varios trabajos ya apuntaron sobre los cambios que operaron en esa época: la revalorización de la democracia en su aspecto formal junto a sus instituciones, el paso de identidades monolíticas como el pueblo o la clase obrera a identidades más fragmentadas y diversas como la de sociedad civil o ciudadanía, y por último, el pasaje de lo político supeditado a una instancia trascendental a su autonomía; entonces nuestra apuesta descansaba en considerar que esos cambios eran parte de un cambio mayor que podía pensarse como un cambio en los lenguajes. Y esto nos llevaba a pensar de otro modo a la propia transición a la democracia como ese momento de transformaciones.

En La Transición democrática como contexto intelectual. Debates políticos en la Argentina de los años ochenta (2021) hemos pensado a la transición como un amplio proceso de discusión de ideas, como un proceso político e intelectual de debates y lecturas, y de debates con esas lecturas donde surgen y se revisan ideas tanto para (re)pensar el pasado como el presente y el futuro político. Esta definición entiende entonces a la transición democrática como un contexto intelectual constituido por disputas, controversias y debates político-intelectuales. Un contexto abierto y cambiante, signado por la pluralidad de voces que disputan sus sentidos y sus usos. Y son justamente esos debates los que estructuran el lenguaje político de aquella época.

Pero quizás vale la pena detenernos a explicar cómo entendemos al lenguaje político de una época determinada, cómo lo definimos. La nueva historia intelectual nos ha parecido una entrada por demás promisoria para comprender qué hacían los intelectuales al decir lo que estaban diciendo, en otras palabras no tan austinianas, qué sentidos y significaciones plurales se fueron construyendo en torno a los conceptos y vocablos puestos en circulación en una sociedad y en un tiempo determinado.

Es así que de la mano de Pocock entendemos al lenguaje como ese suelo argumental en el que se producen y engarzan los (múltiples) sentidos de la política. “Todo lo que se diga, escriba o imprima ha de hacerse en un lenguaje; es el lenguaje el que determina lo que se puede decir si bien, es transformado a su vez por lo que se dice desde él”. (Pocock, John, 1987: 102). Pero un lenguaje está también compuesto por sub-lenguajes, de ahí su carácter dinámico y polifónico, y en cuyo interior pueden eventualmente desplegarse ciertos acuerdos o antagonismos entre diversas ideologías, corrientes de pensamiento o tradiciones políticas que logran o no sedimentarse en ciertos conceptos o ideas. Pocock entiende a los sub-lenguajes como :“Idiomas, retóricas, formas de hablar sobre la política, juegos de lenguaje discernibles que pueden contar cada uno con un vocabulario, unas reglas, unas condiciones previas, unas implicaciones, un tono y un estilo propio” (Pocock, John, 1987: 103).

También recuperando a los historiadores de Cambridge, Elías Palti, cuya perspectiva, sin lugar a dudas, nos estimuló en nuestras reflexiones, va a plantear el pasaje de la vieja historia de las ideas a la historia intelectual entendida como historia de los lenguajes políticos.[5] Palti entiende que el lenguaje político es un modo característico de producir las ideas y los conceptos, ya que frente a un cambio, como la transición, las ideas pueden ser las mismas pero lo que cambia es el modo en el que están articuladas en cada discurso. Si la transición supone la pregunta por el cambio, entonces ¿cómo explicarlo? Y es aquí donde Palti nos ofrece pistas sugerentes que buscamos seguir:

…para hacer una historia de los lenguajes políticos no basta, como dijimos, con trascender la superficie textual de los discursos y acceder al aparato argumentativo que subyace a cada forma de discursividad política; para hacerlo debemos reconstruir contextos de debate. Lo que importa aquí no es observar cómo cambiaron las ideas, sino como se configura el sistema de sus posiciones relativas, los desplazamientos en las coordenadas que determinan los modos de su articulación pública. Y estos no pueden descubrirse sino en la muta oposición entre perspectivas antagónicas (Palti, Elías, 2005: 32)

En otras palabras, permite adentrarnos en esa matriz argumentativa en la que se constituyen los debates que posibilitaron y al mismo tiempo fueron el resultado de un proceso de construcción de sentido sobre la transición democrática entendida como contexto intelectual. Es así que si bien los lenguajes están habitados por polémicas o debates político-intelectuales que dan cuenta de las disputas por los significantes, también permiten cuestionar el propio lenguaje en el que los actores discuten.

La relación de los debates con el lenguaje de la transición es entonces doble. Por un lado esos debates sólo son posibles porque se montan en un suelo de sentidos compartidos, el lenguaje político de la democracia que, al articularse sobre el pluralismo, hace posible el diálogo reconociendo interlocutores válidos. Por el otro, en la discusión por dotar de sentido a los conceptos se muestran las fisuras de ese mismo lenguaje. En otras palabras, el lenguaje de la transición habilitó y restringió todo lo que podía ser dicho en él, regulando la disputa por los sentidos de la democracia. Y los debates fueron un índice de ello. Explorar estos debates y las batallas de ideas, fundamentalmente en revistas político culturales, fue la apuesta de nuestro trabajo.

Ahora bien, si criticamos la perspectiva politológica no descartamos la categoría, ¿por qué? Me animaría a decir que más allá de los inconvenientes y puntos ciegos que apuntamos, no ha sido “superada” por ningún otro vocablo. La “posdictadura” presentó problemas similares al chocar en su intento de “pos” con las continuidades, resabios y persistencias autoritarias en democracia, y la “democratización” pecó por un excesivo énfasis en el proceso institucional con sus índices y esquemas. Pero, más importante aún, no fue sustituida porque no buscamos encontrar otro concepto capaz de reemplazar al de transición, sino más bien de recuperar uno de sus sentidos y profundizarlo. Es así que pensar a la transición como un contexto intelectual, escenario de debates político-intelectuales y una entrada para explorar los lenguajes políticos de una época, estuvo en esa dirección.

¿La larga transición a la democracia?

Para cerrar estas reflexiones nos gustaría plantear una última cuestión que se desprende de la pregunta sobre ¿cuánto queda en 2023 de aquella transición a la democracia? ¿Cuánto de ese suelo argumental que llamamos lenguajes políticos y de sus debates se mantienen vigentes?

Como afirmamos más arriba, cuando se habla de un lenguaje político, comúnmente se lo asocia a una ideología o discurso identificable por una serie de temas, tópicos, problemas, conceptos o ideas compartidas, y entonces, desde estas premisas, se afirma que es posible hablar de un lenguaje marxista, liberal o conservador. Lo que intentamos desarrollar es que no es el contenido temático en sí mismo lo que define un lenguaje o lo que le otorga especificidad, sino que un lenguaje político es una forma particular en la que se traman sentidos en el uso de esos conceptos. Esto implica que su comprensión va más allá del rastreo de palabras recurrentes y se traslada a la reconstrucción del suelo argumental en el que se producen y engarzan sus (múltiples) sentidos. En el caso particular de los lenguajes políticos de la transición o de la transición democrática como lenguaje político, esto supone una doble operación. Por un lado, la de pensar a la democracia como un lenguaje habitado y hablado –y por ende compartido- por los actores de la época en tanto piso significativo. Por el otro, la de pensar a la democracia como un concepto fundamental –tal como nos enseña Reinhart Koselleck (2006)- que junto a otros conceptos tejieron una red semántica en un momento determinado y estuvieron sujetos al debate político-intelectual, a la batalla de ideas.

Dicho esto, por un lado, nos inclinaríamos a afirmar que algo del léxico de los ochenta todavía está vigente: con sus preguntas, y con la persistencia de muchos de los conceptos y debates de esos años. El renacer del debate sobre el populismo, los proyectos de refundación republicana y patriótica, y la necesidad de un nuevo pacto social son tópicos que lejos de desaparecer del discurso político actual, reaparecen periódicamente. Sin embargo, y por el otro lado, hay algo de esa estructura pluralista de los años ochenta que permitía la convivencia de fuerzas progresistas en esa lucha por el futuro de la democracia que ,si bien no desapareció, al menos ya no funciona dotando de sentido al lenguaje político; habría un fin de la efectividad del pluralismo como valor político. Y esto redunda en los modos en los que los conceptos, las tradiciones y los discursos se vinculan en la arena política. Puesto en otras palabras, si bien persisten ciertos conceptos, que de todos modos están sujetos a una nueva batalla simbólica y son resignificados -y por lo tanto no son los mismos pero recuperan como capas sedimentadas algunos viejos usos y significados-, ese suelo argumental en el que se engarzaron en los años ochenta ha cambiado en las últimas décadas.

Sin embargo, ¿por qué, en este contexto de aniversarios y nuevas elecciones hay una sensación de vigencia y persistencia? ¿Podemos hablar de una larga transición a la democracia pero desde la propuesta que ensayamos en estas páginas y no desde sus “falsas o incumplidas promesas”? ¿Seguimos habitando algo de ese suelo simbólico y semántico?

Las metáforas en la política moderna han recuperado un fuerte interés en los últimos tiempos, y si bien merecen un estudio más exhaustivo, vale la pena apuntar que gracias a su dimensión proyectiva han proliferado en momentos de cambios y de fuertes incertidumbres. Siguiendo a Javier Fernández Sebastián (2009), si la metáfora es la herramienta que tiene el hombre para colonizar “semánticamente” lo desconocido, en el contexto de fines de los años setenta y principios de los ochenta, la transición a la democracia funcionó como aquella metáfora que al paso que se refería a la democracia como una experiencia nueva y de realización del “bien común”, debía convertirse también en parte del terreno familiar y conocido al que la sociedad debía orientar sus acciones y su voluntad.

Entonces, si recuperamos el sentido metafórico de la transición a la democracia, como ese tránsito que evoca al cambio y al movimiento sujeto a la incertidumbre y a la contingencia, y que va proyectando el horizonte de realización de la democracia a un futuro “por venir” y valorado positivamente, algo de aquella transición, en algún espacio político, se mantiene vigente. Es así que en momentos -como el actual- en los que se avizora un futuro incierto coronado por las futuras elecciones, la metáfora de la democracia puede retornar con cierta nostalgia y esperanza.

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Notas

[1] En esta línea pueden mencionarse los trabajos de Cavarozzi (1997) y Garretón (1995).
[2] Hemos desarrollado estas modalidades en Reano y Garategaray (2020).
[3] A modo de balances de la transición democrática véase Vitullo (2001) y Mazzei (2011).
[4] Dice O’Donnell: “Recuerdo también nuestro sentido de compromiso moral y político, ya que buscamos maneras de ayudar a liberar al mundo de regímenes autoritarios que detestábamos con muy buenas razones.” (2011: 27).
[5] En su último trabajo, La arqueología de lo político, Palti abandona la perspectiva de los lenguajes políticos y se desplaza a la arqueología de los mismos, como antesala en la constitución de lo político. Afirma que si su libro marca la emergencia, transformación y disolución de lo político, encuentra en los años ochenta del siglo pasado el fin del ciclo de lo político que inició el barroco (Palti, Elías, 2018: 264).
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