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Decadencia e incompetencia política: un círculo vicioso
Millcayac, vol. X, núm. 19, 2023
Universidad Nacional de Cuyo

Dossier


Recepción: 25 Octubre 2023

Aprobación: 25 Octubre 2023

Resumen: El ensayo explora la vinculación causal de dos lugares comunes, cristalizados entre las concepciones de la sociedad actual, la decadencia argentina y la incapacidad de su clase política. El análisis de su competencia en el largo plazo, en función de un conjunto de variables hipotéticas que garantizan un desarrollo político virtuoso, permite dar cuenta de la gravitación de los particulares contextos del siglo XX sobre la conformación de sus principales rasgos. La trayectoria ilumina el escenario político reciente, marcado por la antipolítica y la hiper representación.

Palabras clave: Clase política, Antipolítica, Hiper representación.

Abstract: This essay explores the casual link of two common places, crystallized between the conceptions of the society today, Argentine decadency and the incapacity of its political class. The analysis of the aptitude of the political class in the long term, based on a set of hypothetical variables that guarantee its virtuous development, allows us to account for the influence of XX century specific contexts on the making of its main features. The trajectory illuminates the current political scene, marked by antipolitics and hiper representation.

Keywords: Political class, Antipolitics, Hiper representation.

Dos lugares comunes se propagan hoy día por nuestra sociedad, llegan de manos dadas al cuadragésimo aniversario de nuestra democracia, y parecen muy difíciles de refutar. En verdad, la escena política en que revisamos estas notas parece confirmarlos: la decadencia argentina y la incompetencia de nuestros políticos. Es más, parece estar solidificando una creencia consistente en vincular causalmente – siempre en democracia – una cosa con la otra. Pero procedamos paso a paso.

La decadencia se daría en todos los órdenes, y las élites políticas son incapaces y predatorias. Se las considera, por tanto, y sin muchas vueltas, principales responsables de nuestro rumbo colectivo periclitante. Centremos aquí nuestra atención en ella, la clase política (la RAE me autoriza a usar el sustantivo con propiedad). Porque si fuera cierto, por ejemplo, que estamos ante la necesidad de un gobierno de coalición, ¿qué podemos esperar? No mucho, no sé de qué nos quejamos. Aquí sólo intentaré indagar sobre las causas de esta trayectoria tan enfadosa. Quizás ese paso sea una pequeña contribución para encontrar soluciones.

Bueno, en tren de hacer conjeturas, diré, siempre hipotéticamente, que el desarrollo político y la competencia virtuosa, la acción competente del político, son función de seis variables: talento individual, formación profesional, experiencia, elevados incentivos para la vida cívica, ambiente institucional adverso al despotismo, y muy bajos incentivos para la corrupción. Cada variable puede estar integrada por muchos componentes, pero mejor no entrar en eso.

Ahora, una mirada de la trayectoria histórica, tentativa, en arreglo a esas variables. El personal político de regímenes fuertemente elitistas presenta un rostro de Jano: por un lado, no es raro encontrar en ellos dirigentes brillantes secundados por equipos competentes; por otro lado, la presencia de dirigentes muy corruptos secundados por jaurías voraces es marcada. En lo que se refiere a ambas cosas la Argentina tradicional presenta en profusión panoramas ilustrativos, con personal político de elevada formación y personal político corrupto[1].

No es raro que las primeras oleadas de la democratización social, por eso, partan del aprovechamiento sincero, de buena fe, pero a veces cruel, de las oportunidades políticas que inevitablemente ofrecen los flancos más vulnerables del régimen oligárquico, exaltando, contra su falacidad y descreimiento, los valores de la virtud cívica, la honestidad, la regeneración, la abnegación, la entrega. El componente regenerativo es un rasgo saliente. En este caso, la apertura política del régimen, la inclusión, la democratización política, por un lado, y la reposición, o el establecimiento, de la virtud, por otro, son los pilares básicos del reclamo. Por oposición a la exclusión política (no hace al caso aquí su ambiguo contenido histórico) y a la corrupción – entendida en sentido amplio, abarcando tanto el fraude electoral como la conducta ilícita en la gestión pública.

Cuando se generaliza esta demanda, los tambores redoblan por el fin del viejo régimen: en Argentina, el ciclo 1880 – 1912 nos muestra cómo el camino de la democratización se recorre al compás de ese redoble. Las banderas son alzadas por figuras ya conspicuas, como Leandro Alem o Aristóbulo del Valle, o aún de trayectorias muy coloridas, como Bernardo de Irigoyen, y jóvenes imbuidos de romanticismo regenerador, como Francisco Barroetaveña, la chispa en la pradera de la Revolución del 90. Pero también, cosa llamativa, por parte de los mejores hombres del régimen “oligárquico” (las comillas significan que este es un término problemático); así, encontraremos entre los fundadores de lo que pronto sería la Unión Cívica Radical, a Bartolomé Mitre y esa puerta, en cambio, estaría cerrada para Juárez Celman (en el caso improbable de que tuviera algún interés de atravesarla). Y una figura brillante del viejo régimen (al que le esperaba una larga sobrevida), Lucio V. Mansilla, siempre díscolo y no excesivamente corrupto, no tendría cómo encontrarse en ese mundo nuevo, cuya retórica, al menos, carecía de lugar para dar albergue a su resonante cinismo.

Sin embargo, el desarrollo económico, la ampliación de la esfera pública, la democratización política y social (urbana especialmente), el florecimiento de la vida asociativa, la explosión de la participación electoral, no necesariamente son garantía de la generación de una clase política competente. La energía que proporciona el civismo se agota como cualquier otra. No se trata forzosamente de una declinación, pero al menos la línea de ascenso de la calidad de la clase política se ameseta.

Si tomamos en cuenta las variables hipotéticamente establecidas, se presenta un panorama desigual. El talento individual, con la apertura del juego político se vio favorecido. Al abrirse más el juego democrático, con toda seguridad menos talentos individuales quedaron sin acceso a la competencia política (como dijimos, en este hay quizás menos ruptura y más continuidad con el régimen “oligárquico”). La experiencia, en cambio, se vio perjudicada: demasiada gente aprendiendo de la experiencia al mismo tiempo. El aporte de la formación profesional tuvo luces y sombras: el supuesto de esta variable no está directamente relacionado a la aplicación de los saberes profesionales, sino a una más difusa pericia de gestión, autoridad y prestigio. La vasta entrada de letrados a la política no fue en sí misma una garantía de enriquecimiento del nivel de la clase política. La UCR fue vehículo de incorporación de una parte importante de los hijos de los inmigrantes, y la vida urbana brindó, con su oferta de educación formal más sistemática, unas raíces mejor alimentadas para la política que la que proporcionaban los trabajadores rurales, cuya pericia estaba más cerca del resero, el baquiano y el domador que de la tinta, la tiza, la palabra, la actividad simbólica, necesarias, en la política, tanto como la intuición.

En lo que se refiere al ambiente institucional, hubo un progreso significativo en el sentido de una mayor competencia de la clase política, básicamente porque el enorme incremento de la participación, tuvo lugar en cauces institucionales. Pero no sólo eso; si bien un rasgo de influencia negativa fue la intervención recurrente a los gobiernos provinciales por parte del Ejecutivo, el liderazgo carismático de Yrigoyen fue bastante pacífico, no cortó, con algunas excepciones, las alas de los políticos emergentes, y llevó a cabo una doble sucesión presidencial impecable, básicamente porque el jefe del radicalismo observó una conducta muy contenida durante la presidencia de Marcelo T. de Alvear. Por fin, los incentivos a la corrupción crecieron – era inevitable que eso ocurriera – pero lo hicieron discretamente, y no se repitieron ciclos de corrupción rampante como el de la crisis de 1890.

Considerando el período que se extiende desde 1930 hasta 1945, también hay claroscuros. La expansión del estado central – instituciones económicas, sobre todo – era una modernización indispensable; al mismo tiempo, aumentó los grados de arbitrariedad gubernamental y, aunque pudo valerse de cierta disponibilidad de equipos técnicos y existentes, no estuvo suficientemente acompañada de iniciativas de envergadura en la formación de nuevos cuadros especializados[2].

Otro tanto se percibe en los gobiernos provinciales: un crecimiento que no fue sustentado en los pilares básicos que garantizaran la preparación de personal competente. El gobierno de Fresco en la provincia de Buenos Aires es quizás el mejor ejemplo. De cualquier modo, diría que las élites provincialesas, durante esos tres lustros, consolidaron el aprendizaje de un modus operandi que no era ya nuevo (se remonta, como mínimo, a las gestiones de formación del régimen liberal-conservador), una suerte de extorsión de guante blanco: recursos por parte del fortalecido gobierno central a cambio de orden y votos. Pero lo peor de todo, ciertamente, como contraescuela de aprendizaje político, fue el fraude, cuyos efectos el tiempo demoraría mucho en borrar y nunca definitivamente. Este retroceso en la calidad de la competencia dejaría su marca, indicando que ningún progreso era en nuestra tierra definitivo.

Podríamos examinar con estas variables las diferentes etapas desde la consolidación del estado argentino, los 80 del siglo XIX, pero no tenemos espacio aquí para desplegar ese examen. Nos contentaremos con identificar someramente rasgos desde el nacimiento de la política argentina moderna, nacimiento que se puede establecer, para bien o para mal, en 1945. Sabemos que, en 1945-46, Perón rejuntó, después de octubre de 1945, social y políticamente, de donde pudo, todo le venía bien para asegurarse un triunfo que no estaba para nada garantizado. La suerte para él es que había mucho en disponibilidad, de todo pelo y marca. El resultado de la morfología política que quedó tras el triunfo del 24 de febrero fue muy aleatorio. Perón, desde 1946 consideró imperativo forjar una disciplina que consideraba indispensable. Para esto hizo varias cosas, algunas ilegales, otras ideológicas y doctrinarias (un sincretismo ilimitado, y sus convicciones nacional católicas, le vinieron como anillo al dedo), y la que más nos interesa aquí, que es la concepción y práctica de la lealtad, entendida como la más absoluta obediencia al líder por parte de todos sus seguidores (con el trasfondo mítico del pueblo libre, que por supuesto ningún dirigente intermedio debía tomar en serio – a los que lo hicieron en general no les fue bien). No hace al caso ahora analizar las complejidades de funcionamiento, o si el mecanismo fue efectivo – lo fue y mucho. Lo importante es que esto conllevó el predominio de un criterio de selección de dirigentes por encima de otros (¿era consciente el general de que las quejas que volcaba en el Manual de Conducción Política contra los dirigentes que denominaba “pancistas”, no se casaban bien con la obediencia ciega que exigía de ellos?). Basta recordar qué sucedió con Bramuglia, con Mercante, con Sampay, así como, más tempranamente aún, en el campo sindical, tanto para asegurarse obediencia como para obtener un control algo paranoico, con sindicalistas como Gay y Reyes. El partido era el reino de la obsecuencia y el aprovechamiento de oportunidades crematísticas. De este modo, la selección de arriba hacia abajo necesariamente tenía que ser una selección negativa.

Ya en 1953, Perón se quejaba de la legión de bienintencionados y malintencionados, de aduladores y alcahuetes, que golpeaban permanentemente su espíritu y afectaban su sistema nervioso. Y bueno. Pero desde 1955 pasaron otras cosas en la genealogía de la clase política argentina. En el peronismo tenemos tres sectores. Por un lado, los grupos de la Resistencia, franja de encuentro generacional y social, con cuadros muchos de ellos admirables, valientes, bravos, pero necesariamente recalcitrantes, que hacían gala de ser “duros”, y para los que cualquier negociación era una traición (estoy describiendo a grandes trazos), y que ya odiaban (con buenas razones) a la “partidocracia” peronista y antiperonista, y desconfiaban visceralmente de los políticos. Y eran extremadamente antiliberales y antirrepublicanos. Por otro, los sindicalistas, que cuando pudieron conectarse con la vida partidaria, a la que despreciaban tanto como a los mismos políticos, todo lo que esperaban era que estos últimos hicieran caso. Por fin, los propios políticos de partido, que después del 55 se volvieron aún más patéticos, parecían conformar una partidocracia sin partido y sin papá (el lamento de Cámpora en la cárcel de Ushuaia lo expresa todo: “peronista voy a seguir siendo, pero en política no me meto más”). Daniel Paladino, el mejor delegado que tuvo Perón exiliado en Madrid, un político capacísimo, no provenía del partido sino de la Resistencia. Es un ejemplo de cómo trataba Perón a los que parecían tener vuelo propio. Estos tres sectores tenían algo en común: la desconfianza. La confianza se hizo tribal: no pasaba de un pequeño anillo más allá del cual la suspicacia era reina. La minimización de los lazos de desconfianza tornó los lazos supérstites muy importantes, pero les dio un color más moral que político y no formó cuadros políticos acostumbrados a cooperar.

En lo tocante a los políticos no peronistas, se desenvolvieron bajo la impronta de tres factores que los empujaron a un proceso de selección negativa: el “juego imposible” reglado por la proscripción del peronismo que generaba sistemáticamente incentivos a la traición y la desconfianza entre ellos, la oposición insalvable entre peronismo y antiperonismo como el alfa y omega de la política argentina, y las dictaduras militares. Estos factores, que marcaban las experiencias personales, alimentaban el ambiente de incompetencia y corrupción en el que se formaban las generaciones que entraban a la política. No afirmo en modo alguno que esta caracterización sea de valor general, porque muchos otros factores contrapesaban los negativos. Los matices podían percibirse en las juventudes, sobre todo, menos expuestas a estas lacras, aunque más expuestas a otras, a veces más peligrosas. Pero la intermitencia de la política debido a la ruptura de los regímenes constitucionales, no significaba, como es obvio, que la política se interrumpiera. Se interrumpía para muchos, para otros se desviaba por cauces a la larga muy estériles o contraproducentes. Si bien se mira, la experiencia de las juventudes peronistas y de izquierda hasta 1976 constituyó una dilapidación descomunal, no solamente en lo que se refiere a la vida misma de muchos jóvenes sino también en lo tocante a socialización política y adquisición de capacidades. La cultura política tanto como el capital de competencias que esta singular experiencia histórica le legarían al cabo a la democracia fueron frutos muy amargos. Por otra parte, los partidos, tanto el peronista como los no peronistas, se desenvolvieron en un ambiente de fragmentación creciente, por la simple razón (aunque había otras) de que el peronismo proscripto o semi proscripto aparecía siempre como un coto de caza muy tentador.

El peronismo clásico, en resumidas cuentas, dejó, lo quisiera o no, una sociedad y una política facciosas que, por supuesto, fueron alimentadas y enriquecidas en sus rasgos negativos por lo que vino después. La construcción de autonomía estatal eficaz y responsable requería de la contribución con una visión de largo plazo de las partes, o de un liderazgo estatal con el interés de corto plazo, de invertir en el largo plazo. Cualquiera de estas alternativas era una quimera (los esfuerzos tragicómicos de Frondizi, fundando el Conicet y otras instituciones perdurables en medio de constantes conatos militares y conspiraciones ilustran este punto). Ya en ese entonces dominaba la desconfianza y por “buenas” razones. Un apropiado ejemplo de esto se puede encontrar en la ausencia de iniciativas de envergadura de formación de personal político y/o burocrático de alto nivel y calificación. No hubo nada de eso (sí lo hubo en Brasil). Predominó la desconfianza: mejor no tomar iniciativas que se pudieran escapar de las manos. A la larga sí hubo remedos como el Instituto Nacional de Administración Pública o los Administradores Gubernamentales. Gotas de agua en el mar de la política y la administración. ¿Pero radica aquí la explicación exactamente de qué? Algunos trazos pueden ser engañosos. Por ejemplo, positivamente la lista de los equipos económicos de gobierno está llena de economistas incompetentes. Pero también está llena de economistas y equipos sobresalientes, que fracasaron, y no diría que por falta de calidad profesional. La paradoja, que si se mira bien es obvia, es que los competentes no encontraron pista política para despegar, y los incompetentes la tuvieron de sobra. Economistas competentes técnicamente disponibles hay siempre, y lo mismo podría decirse en casi todos los campos. Los políticos que están al comando no los llaman, los dejan afuera, porque tienen incentivos para actuar solos y, por otro lado, el estado carece de autonomía (quizás eso quede muy claro en el caso del Banco Central), lo que permite selecciones particularizadas. La selección de “malos” economistas es reveladora, de por sí, de mala política más que de mala política económica.

Hay una relación entre desarrollo político y desarrollo económico; no es lineal, es complicada, pero parece claro que, si se presentan obstáculos al desarrollo económico, esos obstáculos repercuten en lo político (una vez más, se puede identificar un círculo vicioso). Uno de los aspectos de esto sí tiene que ver con las personas: es más fácil que se produzca una selección negativa general. La política pasa a ser vista simplemente como fuente de oportunidad material y social personal por muchos más. El estado se clienteliza más y asimismo lo hace la política de partidos. Se tornan más borrosos los límites entre lo legal y lo ilegal, se debilita el gobierno de la ley, se generaliza la “anomia boba”, en el marco de la cual se beneficia un grupo cada vez menor a un costo cada vez mayor. Naturalmente, todo esto tiene un impacto en la estructura del gasto y en la calidad de las políticas públicas. La lógica manda, y en este caso creo que acierta, que en países que experimentan una decadencia prolongada, decaiga pari passu la política porque principalmente decae el personal político. En ese marco mucha gente puede pensar casi en cualquier cosa, en un régimen autoritario, en una democracia directa, en un líder mesiánico, en la guerra civil o en los grandes acuerdos nacionales.

Por supuesto, llegados aquí, podemos quedarnos en este punto, enfatizar en una cuestión muy trillada: la desafección democrática, la defección y el retraimiento de los sectores, los individuos, que se entusiasmaron con ella. El primer baño de realidad sobrevino en los 80, en el ciclo político que culminó con la hiperinflación y el adelantamiento de la transmisión del mando; luego hubo otros, que se intercalaron con algunos episodios reconfortantes o extraordinarios, como el Juicio a las Juntas. Pero el balance es, para la gran mayoría, muy negativo: el espectro de la decadencia proyecta su sombra sobre el futuro. ¿Por qué, entonces, van a permanecer en el juego, junto a un puñado de buenos, o excelentes, políticos, otros jugadores además de los logreros de buena o mala madera, de las élites que cuidan su poder y sus negocios en los tres niveles del estado, de los pocos románticos y de los profesionales que quieren hacer carrera? Podríamos quedarnos aquí, pero creo que precisamos una explicación más completa, y más ligada al proceso político propiamente dicho.

Un primer punto de inflexión lo tenemos en 1983, con la recuperación de la democracia, cuando se sintieron muy rápidamente los amplísimos y muy negativos efectos de la dictadura. A los efectos más conocidos no me voy a referir aquí, pero quiero enfatizar el deterioro del gobierno de la ley, de los vínculos de autoridad y confianza, la reedición de la práctica del atajo como modo de elusión de los conflictos – con los consiguientes costos fiscales y las decepciones, porque por un lado esos atajos conducen a malos resultados y por otro permiten medrar a los agentes partidarios y burocráticos. Un marco en el que las variables que hemos mencionado – talento, formación profesional, experiencia, bajos incentivos para el despotismo, bajos incentivos para la corrupción, virtud cívica – calificaron mal y configuraron desfavorablemente el ambiente en el que se reproducen esos problemas y condicionaron la formación de la clase política. La reacción mayoritaria de esta fue volcarse sobre sí misma. Dialogando sobre el punto con un socio del Club Político Argentino, Eduardo Jacobs, descubrimos tener un recuerdo parecido de un mismo episodio, prácticamente insignificante, que tuvo lugar en el Centro de Estudio de Estado y Sociedad (CEDES), y en el que estuvo también presente, no casualmente, otro socio del club. Fue inmediatamente después de la crisis militar de Semana Santa de abril de 1987. En el Cedes se hizo una reunión a la que concurrieron varios políticos; todos los asistentes estábamos realmente conmovidos, si no asustados, por lo que había pasado. Uno de los presentes, diputado nacional, muy joven y muy inteligente, integrante de la Renovación Peronista, expresó: “hay que entender que nos están atacando en particular a nosotros, vienen por nosotros, es de vida o muerte, y nuestra prioridad tiene que ser cerrar filas en nuestra defensa, atendernos a nosotros mismos”. Quizás en ese momento no todos captamos el vasto significado que tenía esa frase. Pero no les costó demasiado alinearse con esa palabra de orden: ya lo estaban haciendo. Ahí estaba la entera estructura estatal dejada por la dictadura militar que les allanó el camino. No se trata apenas de corrupción: como sabemos, la arbitrariedad se puede ejercer selectivamente a favor del agente, del representante, sin violar la ley. Una vez más, es una cuestión de incentivos institucionales. El legado siniestro de la dictadura tiene este costado sombrío, poco visible, y muy apreciado por muchos miembros, ciertamente no todos, de la clase política.

Así, se fueron gestando y generalizando lentamente cinco tendencias: la desconfianza, las dificultades para la cooperación (la evaporación de la moneda es emblemática), la despartidización de los políticos, la antipolítica, y la hiper representación. Se acortaron los tiempos y plazos de la política y se redujo la calidad de los propios políticos y de los resultados de su acción. Recordando su gestión bajo la égida de Eduardo Duhalde, Remes Lenicov observa: “pudimos hacer nuestro programa porque contamos con la cooperación de los dos partidos mayoritarios, y fuimos a un shock necesario. Pero a los dos meses ya tenía a los gobernadores golpeándome la puerta” (comunicación oral, en el Club Político Argentino).

Claramente desde 2001 estamos en una nueva etapa, marcada por la institución del reino de la antipolítica y la hiper representación, las dos caras de una misma moneda que se viene acuñando desde lejos. La antipolítica no ha nacido, por cierto, en el seno de los partidos o grupos políticos; pero estos se desesperan y se sienten casi obligados a expresarla, buscando reconectarse con sus electorados (y los electorados que pierden sus competidores, claro) del modo que sea. Entra aquí la lógica de la hiper representación, tanto por la negativa como por la positiva: los políticos se prohíben a sí mismos decir cosas que suponen que el público no quiere oír, y lo adulan de viva voz, depositando en él la sabiduría y el conocimiento. La sanata, la ausencia de argumentaciones que combinen medios-fines, no es tanto resultado de esa tendencia universal en una Latinoamérica populista (según Cavarozzi, a quien cito de memoria), a disimular los costos de las medidas concesivas, como de esta combinación de antipolítica e hiper representación. “En lugar de ocuparse de los problemas de la gente, los políticos se la pasan discutiendo por sus candidaturas”. ¿Quién dijo esto, en pleno año electoral? Sería razonable esperarlo de parte de mi diariero, o mi dentista. Pero no. Lo escuchamos de un importantísimo dirigente político de Juntos por el Cambio. La mejor expresión de la moneda de la antipolítica y la hiper representación es Milei, porque ha establecido un coupling perfecto, frente al electorado, entre la antipolítica (“la casta”) y la hiper representación: la solución instantánea de la inflación por medio de la dolarización. Pero estos problemas tienen por telón de fondo la despartidización de los políticos, que les hace casi imposible cooperar, tal como lo hemos visto en estos tiempos. Tanto el proceso de selección negativa, como el de degradación de las capacidades, se agudizan en la medida en que la crisis del estado y los circuitos de especulación financiera a que dicha crisis da lugar, crean oportunidades de aprovechamiento rentístico, tanto más al alcance de la mano cuanto más insertado se está en las redes de la política estatal. La disposición asimétrica de información es de por sí un incentivo a la corrupción, probablemente inevitable en cualquier parte del mundo, pero allí donde – como en nuestro caso – la asimetría se propaga extensivamente y a la velocidad del deterioro fiscal e inflacionario, las oportunidades se incrementan. Del mismo modo, los amplios procesos de recuperación de una crisis, reformas estructurales, y cambios en la organización de los negocios, impactaron pesadamente en la clase política. Su participación en las tramas de privilegios y en las minorías de preferencias intensas necesariamente crece. No puede extrañar, por consiguiente, que un importante sustrato de la clase política esté afectado por tendencias y motivaciones muy conservadoras, y que a lo largo de su carrera desarrollen habilidades, pero no precisamente las necesarias.

Las recientes elecciones PASO (agosto 2023) aportaron muchos ejemplos, algunos de los cuales no son del todo novedosos, pero sí llamativos por su intensidad. En el conurbano de la provincia de Buenos Aires, hubo muchos vértices en los que convergieron el dinero, la política nacional y la local, y las redes preestablecidas que se activaron a disposición de las operaciones. En la Tercera Sección electoral, de crucial importancia cuantitativa, estos mecanismos pudieron ser muy bien observados, cuando intendentes peronistas beneficiaron la candidatura de Milei a cambio de asegurarse cargos locales.

Así, aunque formalmente los políticos actúan dentro de partidos, velan cada vez más por sus intereses particulares (sean o no legales); los partidos se atomizan, se reducen a sus mínimas expresiones, y estas son incapaces de actuar conjuntamente. Como esto es palpable, la atracción hacia la política de partidos por parte de personas genuinamente interesadas y capacitadas es menor. No es fácil salir de la trampa de la decadencia política. Entre otros motivos porque la separación entre la mal llamada casta y los ciudadanos comunes se profundiza y las vías para rehacer los vínculos parecen inaccesibles para lo que se mantiene en pie de la política de partidos. Surgen, así, incentivos a favor de la emergencia de líderes intemperantes, que nos ofrecen una ilusión de renovación política.

Notas

[1] Me permito sugerir la lectura de dos libros. Sobre la formación de la dirigencia política en la segunda mitad del siglo XIX, de Beatriz Bragoni, Eduardo Míguez y Gustavo L. Paz (editores): La dirigencia política argentina. De la Organización Nacional al Centenario (Edhasa, 2023); sobre corrupción a fines del mismo siglo, de Israel Lotersztain, Los bancos se roban con firmas. Corrupción y crisis en 1890 (Turmalina, 2010).
[2] Sobre este período se puede consultar de Mariano Plotkin y Eduardo Zimmerman (compiladores): Los Saberes del Estado (Edhasa, 2012) y Las prácticas del Estado (Edhasa, 2012).


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