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De Guanacache a la cordillera: la presencia del desierto en la narrativa mendocina
Sofía Criach
Sofía Criach
De Guanacache a la cordillera: la presencia del desierto en la narrativa mendocina
From Guanacache to the mountain range: the presence of the desert in the Mendoza narrative
Millcayac, vol. X, núm. 19, 2023
Universidad Nacional de Cuyo
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Resumen: Este trabajo recorre y analiza un conjunto de textos narrativos que, publicados en las décadas del 60 y 70 del siglo pasado por autores y autoras de Mendoza, localizan la escritura en las zonas desérticas que se despliegan en gran parte de la región cuyana. El corpus analizado se compone de cuentos y novelas de Antonio Di Benedetto, Alberto Rodríguez (h), Iverna Codina, Juan Draghi Lucero y Abelardo Arias. El objetivo es indagar cómo construyen escenarios e imaginarios diversos sobre el espacio de las travesías y sus habitantes, qué intenciones –políticas y poéticas– persiguen y qué sensibilidades forjan sobre el paisaje humano de la región. Aunque se observan diferencias compositivas y estéticas, los textos comparten la localización de las ficciones en el espacio del desierto para poner al descubierto los contrastes entre centro-periferia y el desencanto ante una modernización que no solo no llega a todas partes, sino que produce y profundiza desigualdades.

Palabras clave: narrativa, Mendoza, periferia, desierto, imaginarios.

Abstract: This paper reviews and analyzes a set of narrative texts that, published in the 60s and 70s of the last century by authors from Mendoza, locate the writing in the desert areas that are spread throughout a large part of “Cuyo” region. The analyzed corpus includes stories and novels by Antonio Di Benedetto, Alberto Rodríguez (h), Iverna Codina, Juan Draghi Lucero and Abelardo Arias. The aim is to investigate how they construct diverse scenarios and imaginaries about the space of “travesías” and its inhabitants, what intentions –political and poetic– they pursue and what sensitivities they forge on the human landscape of the region. Although compositional and aesthetic differences are observed, the texts have in common the location of the fictions in the desert space to reveal the contrasts between center-periphery and the disenchantment face of a modernization that not only does not reach everywhere, but also produces and deepens inequalities.

Keywords: narrative, Mendoza, periphery, desert, imaginaries..

Carátula del artículo

Estado y Movimientos Sociales en Nuestra América

De Guanacache a la cordillera: la presencia del desierto en la narrativa mendocina

From Guanacache to the mountain range: the presence of the desert in the Mendoza narrative

Sofía Criach
Facultad de Filosofía y Letras, Universidad Nacional de Cuyo - CONICET, Argentina
Millcayac, vol. X, núm. 19, 2023
Universidad Nacional de Cuyo

Recepción: 13 Febrero 2023

Aprobación: 24 Octubre 2023

Introducción: una provincia, muchas periferias

Mendoza es conocida por ser la provincia que le ganó al desierto. La “tierra del sol y del buen vino”, como reza su eslogan turístico, exhibe un arbolado envidiable que sombrea todas las calles de la ciudad capital, presume de grandes extensiones de viñedos y de frutales, y posee numerosos diques y embalses que se aprovechan también como balnearios. Sin embargo, como señala una de las principales investigadoras de la cultura de la provincia, Mendoza da cuenta de una “realidad bifronte”, y entonces, “junto al verdor del oasis”, encontramos extensos desiertos salitrosos, las “tierras de la sed” (Castellino, 2010: 19). Así, en una provincia periférica que dista mil kilómetros de la capital del país, encontramos otras periferias, más marginales, más profundas.

Los y las escritores de Mendoza, incluso aquellos con proyección internacional, han proporcionado con su producción literaria vivos testimonios de esos espacios marginales: de sus habitantes, de su flora y su fauna, de sus mitos y leyendas, de las problemáticas que los aquejan. En este trabajo, enmarcado en un proyecto mayor de recuperación y sistematización de la narrativa mendocina entre 1950 y 1976, proponemos recorrer algunos textos de quienes iniciaron su carrera literaria hacia mediados del siglo pasado, como Juan Draghi Lucero, Iverna Codina, Alberto Rodríguez (h), Abelardo Arias y el más que célebre Antonio Di Benedetto; grandes nombres de la literatura vernácula cuyas ficciones configuran un vívido testimonio de las geografías más desoladas de la provincia[1]: las grandes travesías.

Según el diccionario de la Real Academia Española, entre las muchas acepciones del término travesía, en Argentina tiene el significado de “región vasta, desierta y sin agua”. Así, históricamente en la zona de Cuyo[2] se le ha llamado travesías a los desiertos que necesariamente había que atravesar para alcanzar los oasis de Mendoza o San Juan: “La palabra es sugestiva y lleva implícito, aparte de su sentido de un territorio que se debe cruzar, el esfuerzo penoso y el espíritu de aventura que el viajero debe mantener durante su recorrido, ya que hasta hoy conservan, en muchas de sus partes, condiciones inhóspitas y el aislamiento característico de las duras condiciones de vida de los desiertos” (Roig et al, 2019: 119). Las travesías de Guanacache o del Tunuyán, que van desde el noreste de Mendoza y sur de San Juan, hasta el río Tunuyán al sur y el río Desaguadero al este, en los límites con San Luis, configuraron históricamente un territorio árido cuyo recorrido, sobre todo en épocas pasadas, cuando los viajes se hacían en carreta o a caballo, parecía infinito por su desolación. Como indicara Nicolás Dornheim, los viajeros europeos del siglo XIX ya notaban este contraste en “el destino geográfico de la ciudad de Mendoza como oasis verde y fértil entre la 'travesía' desértica desde el Este y el espanto del cruce de la Cordillera antes de la llegada del ferrocarril desde el oeste” (2001-2002: 77). Pero esta región nunca estuvo deshabitada: flora, animales y grupos humanos desarrollaron caracteres peculiares para adaptarse a ese rudo entorno, aún en la actualidad.

Desde el Éxodo del Antiguo Testamento hasta el desierto en el que el Principito encuentra su muerte, pasando por la espera infinita de los tártaros de Dino Buzzati y las ficciones argelinas de Albert Camus, hasta obras contemporáneas como Furia de Clyo Mendoza o Desierto sonoro de Valeria Luiselli, el desierto siempre ha prodigado visiones para la literatura, como fondo y como significante, como geografía, como parábola o como símbolo. En este trabajo nos interesa rescatar algunas de las voces narradoras que entramaron en sus escrituras la vida de los habitantes del desierto mendocino, cada una con su propia mirada, estilo e intención poética y política. Es que, tal como explica Mauricio Ostria González (2020), estudioso de la imaginería del desierto en la literatura chilena, no hay una concepción unívoca sobre este espacio; es, en cambio, “uno de esos signos, imágenes, territorios configuradores de mundos complejos y, por eso mismo, posible de ser entendido, imaginado, padecido o exaltado desde las más diversas perspectivas y encontrados sentires” (198). En el caso de los textos abordados en este trabajo, observaremos dos grandes tendencias: por un lado, una que emplea el desierto como espacio para plantear grandes conflictos humanos universales, difuminando el espacio por medio de un uso singular del lenguaje y de lo impropio de los personajes y situaciones que viven en él, en una especie de des-regionalización de la región que juega con la tensión entre reconocimiento/extrañamiento, individual/social, humano/universal. Por el otro, escritores que hacen de la ficción del desierto pintura de la experiencia de una comunidad, con sus dramas sociales (miseria, desigualdad, abandono), en línea con la literatura regionalista más tradicional. No obstante estas tendencias, todos dan importancia al anclaje espacial en las periferias de la provincia de Mendoza -las extensas áreas semidesérticas del nordeste y de la precordillera-, con las características de sus habitantes, su flora y su fauna. Es decir que la ficción no se escinde nunca de las especificidades de ese espacio marginal, poniendo en juego la pugna entre periferia y capital, común a las literaturas regionales de cualquier país y parte, también, de la discusión sobre el canon literario, siempre en tensión entre lo regional y lo nacional[3].

Para este trabajo se han escogido, de los autores antes mencionados, los siguientes textos: “Caballo en el salitral”, “El puma blanco” (1961), “Aballay” y “Pez” (1978), de Di Benedetto; Matar la tierra (1952) y Donde haya Dios (1955) de Rodríguez; La cabra de plata (1978), de Draghi Lucero; la novela Detrás del grito (1960) y los relatos de La enlutada (1966), de Codina; y La viña estéril (1968), de Arias.

1. Guanacache: el desierto que fue mar

La capilla, que se levanta sola encima del peladal en medio del monte bajo, sin viviendas ni construcción permanente que se le arrime, se abre para las fiestas de la Virgen, únicamente entonces tiene servicio de sacerdote, que llega de la ciudad, allá por la lejanía, de una parroquia de igual devoción.

Los peregrinos –y los mercaderes– arman campamento. Se van pasando los nueve días entre rezos y procesiones; las noches, atemperadas con costillares dorados, con guitarra, mate y carlón.

Aballay presenció un casorio, de laguneros, muchos bautizos de forasteros (Di Benedetto, 2004: 59).

Así comienza “Aballay”, uno de los relatos más conocidos de Antonio Di Benedetto[4], publicado en 1978 durante el exilio español del escritor, aunque se presume que fue compuesto antes del Golpe de Estado de 1976. A pesar de la recurrente vinculación, establecida por los críticos literarios, con la gauchesca y el espacio mítico de la pampa, el lector mendocino reconoce un espacio y un contexto mucho más cercanos: Guanacache y las multitudinarias festividades en honor a la Virgen del Rosario que se llevan adelante en octubre de cada año en la Capilla del Rosario (pequeña iglesia construida en el siglo XVIII y reconstruida luego del terremoto de 1861, en medio del desierto de Lavalle[5]). A solo 34 kilómetros de la capital, Lavalle es uno de los departamentos más antiguos de la provincia. Durante el siglo XIX constituyó una de las áreas agrícola-ganaderas más importantes de Cuyo, irrigada por las aguas del río Mendoza, que nutría las llamadas Lagunas de Guanacache o del Rosario, nombre este último dado por los colonizadores a una de ellas; de allí que a sus habitantes se los llame, hasta el día de hoy y tal como aparecen en el cuento de Di Benedetto, “laguneros”. A principios del siglo XX, durante la ola inmigratoria, comenzó a construirse una serie de diques y canales para irrigación agrícola, especialmente vitivinícola, que afectaron gravemente los ríos y cursos de agua que alimentaban el complejo lagunar, el cual, con el correr de los años, se secó casi por completo.

Los habitantes originarios de la zona eran los huarpes, un pueblo pacífico, laborioso, sedentario, que vivía principalmente de la agricultura y la pesca, y en menor medida, de la caza. La sequía de las lagunas, por tanto, convirtió su territorio en un crudo desierto que afectó profundamente su forma de vida y los sumió en la pobreza:

La paulatina declinación de la población huarpe, incluyendo su propia lengua y la disminución y dispersión territorial de su población, tuvo orígenes no solo en la reducción de esta etnia a condiciones de esclavitud por acción de los encomenderos desde tiempos de la colonia, sino también debido a procesos de expansión agrícola que requerían de cuantiosos recursos hídricos, ya castigados por ciclos naturales de disminución en las precipitaciones cordilleranas a finales del siglo XIX y principios del XX, y que aceleraron la desecación del sistema de pantanos y lagunas en la región de encuentro de los ríos Mendoza, San Juan y Bermejo, conocida como la depresión de Guanacache (Roig Juñent, 2019, p.13)[6].


Figura 1
Oleo "Partiendo para la pesca en la laguna del Toro"

Fidel Roig Matóns [7]

Roig et al (2019)

Es en la región de Guanacache donde el personaje del relato de Di Benedetto lleva adelante su insólita empresa ecuestre: no bajarse nunca de su caballo como medio para expiar las culpas por un asesinato cometido. Desde la capilla del Rosario, punto de partida, el itinerario de su peregrinaje puede localizarse en la extensa travesía que se extiende por el noreste de Mendoza, sureste de San Juan, sur de la Rioja, norte de San Luis, hasta llegar a la zona de Traslasierra en el oeste de Cuyo (Varela, 2016: 191). Para alejarse de las tropas que reclutan, Aballay se interna en la “bruta pampa”; más tarde, con el objetivo de cazar ñandúes, se traslada hasta la llanura central “menos árida”, y rumbea hacia el sur con cuidado pues esos confines son “odiosos por sus peligros, los de tener encimados los territorios de tribus no avenidas con el blanco” (Di Benedetto, 2009: 328). Tales geografías se observan claramente en el siguiente mapa del siglo XIX, donde se ha resaltado la zona de Guanacache:


Figura 2.
Recorte de “Carte des provinces de Cordova et San Luisˮ
David Rumsey Historical Map Collection[8]

La travesía de Guanacache fue desde los siglos XVI al XIX un espacio de tránsito, de pasaje, “puro vacío entre los oasis y las ciudades de Mendoza, San Juan y San Luis” (Lobos, 2004: 5). Ya Sarmiento, en su Facundo, señalaba lo inhóspito de estas geografías: “Media entre las provincias de Mendoza y San Juan un desierto que por su falta completa de agua recibe el nombre de 'travesía'. El aspecto de aquellas soledades es por lo general triste y desamparado, y el viajero que viene de oriente no pasa la última 'represa' o aljibe de campo, sin proveer sus 'chifles' de suficiente cantidad de agua” (1948: 55). Señala Fabiana Varela (2016) que la extensa región fue, desde el siglo XIX, refugio de indígenas de variadas etnias, de asesinos y malvivientes, y también de los restos de las montoneras vencidas por las tropas unitarias y luego liberales. Allí habitaron, también, caudillos populares como Santos Guayama (Escolar, 2018) y Martina Chapanay (Marín, 2001/2002). En síntesis, un desierto real y simbólico en el que se oponían el Estado y la barbarie, la dominación y la resistencia, la libertad y el trabajo con patrón, la riqueza y la pobreza.

En el relato de Di Benedetto, un personaje propio de la zona -el paisano del desierto- habita su espacio con un fin atípico -imitar la práctica de los estilitas de la antigüedad que se subían a una columna (que él cambia por un caballo) con el fin de permanecer alejados de las tentaciones y pecados mundanos. Así, un desierto concreto (aquel de las geografías de Cuyo) se fusiona con un desierto abstracto (concepción simbólica-teológica del territorio), des-regionalizando, valga el oxímoron, el espacio regional. Ahora bien, el escritor se asegura de que su zona, el espesor de lo local, no se diluya en una representación simbólica pura: así, mientras explora la dimensión universal del ser humano culpable y penitente en la figura de Aballay, las referencias a la flora, la fauna, los habitantes, las costumbres vernáculas, es constante. Espacio regional y desierto expiatorio se fusionan en la escritura y conforman un mismo escenario dramático.

Además de “Aballay”, nos interesa rescatar un cuento menos conocido del autor, “Pez”, publicado también en el volumen de relatos Absurdos de 1978. Narra la historia de Lumila, una mujer inválida que, postrada en la cama de un paupérrimo rancho, aguarda por la noche la llegada del marido. El hombre regresa y se arroja en la cama junto a ella, pero herido en el pecho, muere después de haber empleado sus últimos hálitos de vida para llegar hasta allí. La narración, entonces, se demora en ese transcurrir de Lumila junto al muerto, sufriendo por la urgencia de sus necesidades (que no puede afrontar sola), la desatención de los animales del rancho y la hostilidad de la naturaleza que la rodea, como el azote del Zonda[9]. Finalmente, logra ponerse de pie por sí sola, pero cae, se hiere y uno de sus perros, paradójicamente llamado Fiel, le lame la herida con voracidad ante el horror de la mujer, que intuye que será devorada por el can hambriento. Consecuente con el pudor que caracteriza la escritura de Di Benedetto, ese funesto final se sugiere pero no se narra.

El escritor vuelve a elegir como espacio literario las geografías de Guanacache. Lumila y su marido son puesteros del desierto, es decir, esos personajes anónimos que, en el relato anteriormente mencionado, ayudaban a Aballay en su travesía: familias pastoras de cabras que habitan humildes ranchos apartados unos de los otros. Como señala Nicolás Lobos (2004), el término puesto, en oposición a construcción, señala una instalación precaria y provisoria: “Aunque lleven cien años viviendo allí, están de paso, no son dueños de la tierra, tampoco la mejoran, son arrieros y no gauchos, como decía Draghi Lucero. Simplemente se han apeado y han desensillado por algunas décadas, por algunos siglos. Los puesteros del desierto de Lavalle son nómadas inmóviles” (13-14). Lumila y su esposo son ejemplos de esos pobladores condenados a una existencia de indigencia y soledad en un espacio hostil.

El relato refiere indirectamente la sequía de las lagunas de Guanacache y su consecuencia: un lecho lacustre de tierra salina e infértil. Igualmente, recupera la pervivencia de la memoria del agua, un pasado aún presente en sus habitantes bajo las formas de la superstición y de la nostalgia. Lumila recuerda una leyenda sobre un enorme pájaro con cuerpo de pez, que se posa en el agua que antes había “grande como el mar” (2009: 367). La mujer oye también los cascos del caballo de su marido, los cuales la arena acallaría si no fuera porque las herraduras del animal golpean sobre conchillas de moluscos que tapizan el suelo. En sueños, imagina que es joven y camina descalza por el arenal pisando conchitas de mar, mientras el agua le lame los pies y los cubre de espuma. Más tarde vuelve a soñar con la laguna o el mar, aunque esta vez se vuelve pesadilla: una tormenta azota las canoas de totora de los pescadores y el monstruoso pájaro-pez aparece.

El sufrimiento de Lumila no se debe solo al desamparo de su cuerpo inválido. Las lagunas representan ese paraíso imaginado pero nunca habitado, donde podría saciar la sed que le es imposible calmar mientras yace en el lecho azotada por la soledad y el viento. Así, el agua como elemento vital toma la forma del deseo, de las ansias de absoluto: Lumila, con sus sueños de agua en medio del desierto, no busca -solamente- algo que calme su sed, sino también algo que alivie su absurda existencia de invalidez. Y aquí se agrega un elemento nuevo: el de lo ominoso. Das unheimliche, traducido como “lo ominoso” o “lo siniestro”, es un fenómeno descripto por Sigmund Freud en un artículo de 1919 que lleva ese título. Lo ominoso se emplaza dentro del orden de lo terrorífico, de lo que excita angustia y horror, pero que es difícil de definir tajantemente. Se trata de un sentimiento contradictorio en el cual lo conocido se muestra extraño, lo espantoso afecta repentinamente a las cosas familiares: “lo ominoso es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo” (Freud, 1990: 220). Familiar es el pájaro y el pez, pero su fusión resuelta monstruosa y por eso la figura aterroriza a Lumila; familiar es Fiel, uno de los tantos perros del rancho, pero se torna espantoso cuando la mujer percibe que su sangre ha despertado el hambre del can, volviendo al animal doméstico en contra de su ama. En síntesis, lo siniestro emerge de constatar que el extrañamiento y el peligro pueden germinar en lo más íntimo, en lo más familiar.

Como en “Aballay” (y como en “Caballo en el salitral”, que se abordará más adelante), el desierto mendocino nuevamente se ensambla con una visión del mundo descorazonada y hostil. Así también, la intemperie –física y metafísica– que, según el escritor, aqueja a todos los seres humanos, no por universal invisibiliza la región. Por el contrario, vuelve a estar muy presente, tanto en las descripciones del espacio (el rancho y el desierto), como de sus habitantes (humanos y animales), de sus visitantes pasajeros, de sus costumbres:

Ha renacido, con el día, cuanto tiene vida en redor del puesto.

Los balidos, sin perder su natural humildad, solicitan con insistencia la libertad que niega el corral de retorcido palo a pique, impedimento del trote hacia el pasto ralo y los tallos tiernos que conceden la subsistencia a la magra majada.

Las gallinas y el pavo están en su rutina, afanado el pico en abatir insectos y deshebrar raíces.

Gandulean los perros […]

Los chivitos han acallado sus quejas (2009: 369-370).

Cuelga vacía del entramado de caña del corredor la fiambrera de alambre tejido (373).

La Inés toma ese rumbo únicamente de paso hacia el caserío, cuando se anoticia de que los remolques de Sanidad traerán al médico, a las cansadas. En cuanto a la recorrida de la partida policial, solo se arrima a los ranchos donde le halagan el paladar al comisario y más de cierto si lo despiden con lechón de regalo. Y el dentista, con su Ford de capota y el torno de pedal montado atrás… (373).

Unos segundos escucha la campanilla de don Casimir el puntillero; otros la deslumbra un destello de sol en la hojalata que forma el techo curvo de la carretela del achurero […] (374).

Lo que aúna a los personajes de Aballay y Lumila es el despojamiento. En tal sentido, el espacio del desierto escenifica ese gran vacío en el que están inmersos, la intemperie metafísica. No se trata de un desierto vacío de vida: hay animales, hay movimiento, hay otros seres humanos; la pintura del paisaje es cromática y sonora. El desierto es, más bien, un vacío de significación o de sentido. Después del trauma que es la muerte en todas sus formas (el asesinato ejecutado por Aballay, el cuerpo semimuerto de Lumila), estos personajes se encuentran en la indefensión de verse a sí mismos ante la nada de su propia consciencia, ante la “inmensidad íntima” de la que habla Bachelard cuando señala la correspondencia existente entre la inmensidad del espacio del mundo y la profundidad del espacio interior (2000: 180). El desierto hace eco del universo interior de los personajes, condenados a habitar ese desierto con la soledad con que se habita la propia conciencia.

Los mismos parajes desérticos configuran el espacio elegido por otro escritor mendocino, coetáneo a Di Benedetto: Alberto Rodríguez (h)[10], con su novela Donde haya Dios (1955). Esta obra recrea, con una mirada cruda y naturalista, las penurias vividas por lo que queda del pueblo huarpe habitante de las otrora lagunas. La historia se abre con la imagen de una parturienta colgada del techo, como era costumbre indígena, aunque retorcida de dolor y de sed. La vaca que agoniza en su búsqueda de agua, el entierro de un niño, el hambre, la violencia hacia las mujeres, el alcoholismo, la explotación por parte de los patrones, son algunas de las pinceladas de la pintura despiadada sobre el desierto y sus lugareños que lleva adelante Rodríguez, con un estilo plástico y dramático. La afanosa imitación de la lengua coloquial, que por momentos resulta casi ininteligible por su rusticidad, es también otro de sus rasgos sobresalientes. A diferencia de Di Benedetto, lo ominoso no es en esta escritura algo indefinible, sino explícito: el esposo que atenta contra la esposa o el hijo, los animales desprotegidos por sus propios dueños.

La novela tiene cuatro epígrafes: una descripción de El País de Cuyo, del doctor Nicanor Larraín, de 1906; una referencia sin fecha del ingeniero Gustavo André, profundo conocedor de las tierras lavallinas; y el fragmento de un informe técnico de la Comisión de Irrigación del Gobierno de Mendoza de 1929. Los dos primeros ilustran la abundancia de agua de las lagunas, en las que se podía pescar y navegar, mientras el tercero advierte, con indiferente tecnicidad, que las distintas obras hídricas que se están realizando traerán como consecuencia la gradual desecación de las lagunas. El cuarto epígrafe reza, como conclusión anticipada: “Y esto es lo que queda de la famosa tierra de los huarpes” (Rodríguez, 1955: 11).

Para ilustrar la forma de narrar de Rodríguez en su novela, se toma como ejemplo un fragmento del episodio de la Guagüicha[11], la vaca que agoniza de hambre y de sed en el desierto y es acosada por los jotes aun antes de morir:

Chapaleando su sombra venía la Guagüicha. Por el río. Tristemente. Y las sombras implacables de los jotes. El sol le arqueaba las costillas. Le chupaba el pellejo reseco y sarnoso, como garrapata. De a ratos, largos ratos, levantaba el testuz agobiado y venteaba la siesta sin aire, la desolación. Venteaba. Y cegada por el sol plañía como implorando al cielo.

Por el río sediento venía la sombra ventruda de cogote flaco, overa de moscas. Y ese dolor que la partía. Y los jotes.

La miraban los ojos vacíos de las osamentas…

El pozo estaba seco. Solo quedaba un socavón pandito. Una costra dura, pisoteada, deshecha por la desesperación sedienta de las bestias… Chapaleando su muerte venía la Guagüicha. Y su dolor. Y el hambre de los jotes.[…]

(Rodríguez, 1955: 28-29).

Por su parte, Juan Draghi Lucero[12], escritor y reconocido folklorista, dedicó gran parte de su vida a la recuperación y estudio de la cultura popular cuyana, incluida la de los habitantes del desierto. Marta Castellino, especialista en el tema, afirma que “es la entraña árida de la tierra cuyana la que alienta en toda la producción de Juan Draghi Lucero, desde sus primeros libros, en una continuidad de motivos pero por sobre todo, de actitud estética” (2022: parágrafo 4). La labor de Draghi como documentalista de paisajes y costumbres atraviesa toda su obra, tanto los estudios históricos como los textos literarios, narrativos y líricos. Varios son los volúmenes de relatos en los cuales aparece el desierto mendocino como fondo y a veces, por su incontestable presencia, como un personaje más. Aquí destacamos su primera novela,La cabra de plata (1978), en la que un profesor universitario recientemente jubilado decide abandonar la ciudad de Mendoza para irse a vivir a Guanacache como pastor de cabras. Lejos de la brutalidad figurada por Rodríguez en su novela, Draghi Lucero destaca las virtudes de la región y de sus habitantes, tales como la vida sencilla, las leyes consuetudinarias, la belleza del paisaje. Sin embargo, no deja de lado los acontecimientos históricos que marginaron y empobrecieron al pueblo huarpe. Explora, también, los rasgos psicológicos -a veces contradictorios-que desarrollaron, como la servidumbre y el orgullo, la laboriosidad y el abandono, la sensibilidad y la indolencia. Paisaje, costumbres, comidas, oficios, prácticas medicinales, flora y fauna: todo es cuidadosamente documentado por el autor para recrear de la forma más fiel posible una región que conocía profundamente.

Como Lumila en “Pez” de Di Benedetto, el narrador de esta novela tiene muy presente que el gentilicio de “laguneros”, con que se nombra a los habitantes de una región que hoy es un desierto, se debe a la abundancia de agua que caracterizara alguna vez a Guanacache: “¡Laguneros! El agua remansa­ da les ofrendaba la pesca en sus originales balsas de totora y de junquillo. En las vegas orilleras criaban vacas, caballos, mulas, as­nos, ovejas, cabras y otros animales ayudadores del hombre. Gran­des sembradíos de maíz y trigo orlaban las tierras humedecidas” (1978: 9). Este pasado contrasta con el espacio del presente de la novela: “El viejo paraíso indio y mestizo fue reduciéndose a im­presionante secadal, que bate y quema un sol implacable por haber­le abatido el hacha sus defensas arbóreas” (10)[13].

Según Fabiana Varela, esta novela “reconoce el valor inapre­ciable de la geografía como elemento sustentador del ser regional. El paisaje externo se transforma en espacio vital, en verdadero hábitatdel hombre de la zona. Hombre y espacio superan el aisla­miento para interrelacionarse en dinámica armonía; de esta unidad surge el respeto profundo hacia una tierra que acoge y provee como una madre” (1996: 77). El escritor recupera un desierto que precede a la división en provincias (y que hoy comparten entre Mendoza, San Juan y San Luis) y que, por tanto, representaría lo más esencial de Cuyo, del “Cuyum” que, como él mismo señala, significa “tierra arenosa” o en palabras más representativas, “tierra sedienta” (1938: CXVII).

2. El otro desierto: La Paz y las tierras de la sal

Antonio Di Benedetto aborda el desierto en otros textos, como en el caso de su célebre relato “Caballo en el salitral”, del volumen El cariño de los tontos (1961). Ya no Guanacache, algunas referencias del cuento, como Loma de los Sapos (que podría identificarse con Alto de los Sapos), la estación de tren y un dato argumental hacen posible localizar la acción en la semidesértica área que rodea la zona más antigua de otro departamento mendocino: La Paz. La extensa región que va desde Desaguadero, punto fronterizo entre Mendoza y San Luis, hasta los primeros oasis del centro, también forma parte de la gran travesía cuyana. En la época de la Colonia integraba la Ruta Real que unía Buenos Aires con la provincia, y su recorrido contaba con varias postas; la primera era Corocorto, actual villa de La Paz. Por allí pasaría también, desde fines del siglo XIX, el ferrocarril.

En el relato de Di Benedetto, el paisano Pedro Pascual curiosea por los andenes porque por allí desfilaría “el tren del rey”, en el que viene Humberto de Saboya. Efectivamente, en 1924 Humberto, príncipe de Piamonte y heredero al trono de Italia, recorrió Brasil, Uruguay, Argentina y Chile. Atravesó el país en el famoso tren conocido como “Buenos Aires al Pacífico”. En aquellos años, cuando pasaba por Mendoza, la red de Ferrocarriles General San Martín tenía dos ramales: uno que venía desde Retiro, en Buenos Aires, y tenía una estación en Desaguadero y en La Paz, antes de continuar hacia los centros urbanos de la provincia; y uno que partía de Justo Daract, en San Luis, bajaba hasta Beazley y cuando entraba en Mendoza, ascendía hasta la ciudad de La Paz, pasando primero por dos pequeñas estaciones situadas en medio del desierto: Maquinista Levet y Cadetes Chilenos[14]. En uno de aquellos parajes podría estar la estación en la que Pascual y una multitud esperan, en el cuento de Di Benedetto, el paso del príncipe. Seguramente en la de La Paz, ya que, dada la importancia del visitante (un heredero al trono), habría tomado el ramal principal desde la capital del país. Además, se sabe que antes visitó Santa Fe, Córdoba y San Luis, otras paradas de este importante trazado férreo[15].


Figura 3.
Estación La Paz (foto actual)
Archivo digital de INCIHUSA-CONICET (Grupo de Estudios Regionales Interdisciplinarios).

Retornando al relato, después de la repentina muerte de Pascual durante una tormenta, el caballo que montaba huye atado aún a su carro, cargado de fardos de pasto. El animal se interna en el monte, donde “la arena es blanda y blandas son las curvas de sus lomadas” (Di Benedetto, 2009: 237) y “el algarrobo, con sus espinas, le acuchilla los labios” (236). Allí se encuentra con una tenaz y variada fauna: pititorras, yaguarondíes, liebres, zorros, cuyis, jotes, torcazas, catitas y la amenazante figura del puma. El relato también refiere la vegetación vernácula, como atamisque, coirón, solupe, tomillo, burro, perlilla, tabaquillo; toda flora xerófila típica de suelos pedregosos y arenosos. La tormenta que causó la muerte de Pascual ha creado un bañado turbio que forma islas y que “morirá con tres soles” (237), al que acuden muchos animales a saciar su sed, en un lugar que es descripto como “ciénaga salitrosa” y “planicie blanca”, referencia a los crudos suelos salinos anticipados ya desde el título del relato. La crónica del caballo que muere de hambre enlazado a un carro rebosante de fardos de pasto, imagen del absurdo de la vida humana, tiene lugar entonces en aquellos parajes salitrosos de la travesía cuyana: nuevamente, en Di Benedetto, un drama existencial se desarrolla en un paisaje regional singular y distintivo.

El antes mencionado Alberto Rodríguez aborda en Matar la tierra (1952), su primera novela, la historia de Justo, un inmigrante español que intenta infructuosamente subyugar la tierra para cultivar la vid, y de Nahueiquintún, un viejo mapuche sobreviviente de la Campaña del Desierto que vive esperando, en vano, la remesa de alimentos y “vicios” que el gobierno solía enviarles para mantener tranquila a la población. Rodríguez muestra tanto la violencia del inmigrante que vino a “hacerse la América” y no pudo vencer la resistencia de las tierras secas, como también la extrema miseria en la que viven los habitantes originarios del desierto. Profusa en giros coloquiales y términos de origen araucano, la obra da cuenta de un profundo conocimiento de la lengua regional.

El epígrafe de la novela localiza con precisión la acción: “… y varias décadas después, allá por el noventa, aquella villa de La Paz plantada treinta leguas al naciente de Mendoza, seguía siendo Corocorto para los hijos de la tierra…” (Rodríguez, 2005: 11). Como se indicó más arriba, la antigua ciudad de La Paz se llamaba Villa de Corocorto por un famoso cacique huarpe, puesto que la zona también había formado parte del territorio de ese pueblo. Tal como explican sus habitantes actuales, “estos huarpes venían desde Lavalle llegando hacia el Río Desaguadero. Ahí empezaron a poblar nuestra parte del Desaguadero y también parte de lo que ahora son las costas del río Tunuyán, a la altura de Villa Antigua” (Ficcardi, 2020: 144). El pueblo era permanentemente azotado por malones de ranqueles que venían desde San Luis y La Pampa, cuya última invasión se produjo en 1880 (152)[16]. También, se señala el salitre de estas tierras, especialmente causado por la elevación de napas freáticas con altos niveles de salinidad (157).

Rodríguez representa los dos tipos sociales que, con la organización política de la región, se encontraron enfrentando a la par la vida difícil de las zonas áridas: los inmigrantes llegados de Europa y los descendientes de los pueblos originarios. Desde el punto de vista desplegado por el escritor en su novela, tantos los unos como los otros terminan convertidos en víctimas de una tierra hostil. Los primeros, representados por el español don Justo, son derrotados por su relación insana con la tierra, que rechazan al tiempo que codician. Los segundos se degradan por las pésimas condiciones de vida a las que los arroja un Estado ausente que solo los gratifica con dádivas esporádicas y una planificación socioeconómica que siempre los deja de lado. Así, se resignan a una vida caracterizada por la explotación del patrón, la pobreza y los momentos de ocio apesadumbrado:

Cuncuna no había vuelto a Corocorto. No se había vuelto a hacer patay en el rancho. Loncodeo y el hermano estaban recostados bajo el algarrobo para poder comer las vainas que había en el suelo, al alcance de sus manos.

Como todos los días.

Arena y sol. Arena caldeada. El chachareo de las vizcachas en la costa vecina del río seco. Y el balido lastimero de las cabras.

De balde plañía Cuchapil que lo dejaran tocar la trutruca.

Lejos, la silueta cada vez más lánguida del caballo enfermo (Rodríguez, 2005: 53).

Este es el tipo de escenas que abundan en Matar la tierra, las que, como pinturas, parecen querer dejar un testimonio crítico y crudo de la existencia de los habitantes de la travesía paceña.

3. Otra región inhóspita: la cordillera

Al oeste, en el otro extremo de la provincia de Mendoza, se levanta la Cordillera de los Andes, la otra periferia, quizás conocida principalmente por la odisea sanmartiniana del cruce hacia Chile. Por razones de extensión no nos abocaremos en profundidad a esta región, pero nos interesa mencionar que también es un espacio retomado por las distintas voces narrativas para encarnar historias y personajes. Encontramos, por ejemplo, el relato “El puma blanco”, de Di Benedetto. Versión de Moby Dick en clave regionalista, este cuento narra la búsqueda de un ejemplar albino de puma a través de tierras cordilleranas con la intención de capturarlo y hacer cruza. A pesar de la pintura del espacio regional y la presencia de sus personajes típicos, el lugar adquiere el espesor simbólico propio de la pluma de Di Benedetto. Así, el puma blanco deviene persecución de un objeto ideal, de una pureza siempre inalcanzable: vivo, el animal rehúye a sus perseguidores, y muerto, la piel blanca se mancilla por la herida y por la manipulación del cuerpo, perdiendo su valor. “Onagros y hombre con renos” y “Felino de Indias” son otros ejemplos de narraciones localizadas en estas geografías en la que siempre se integra la intemperie del espacio con la intemperie metafísica de sus protagonistas, el drama social con el drama existencial.

Abelardo Arias[17], escritor mendocino por adopción, quizás hoy no tan reconocido como lo fue en su época, escribió numerosas novelas y relatos de viajes. Entre las primeras, recordamos La viña estéril (1968), que elige el paisaje cordillerano como fondo para una historia de amor. Quizás a causa de su origen pudiente, Arias se centra en algo que no hacen sus coterráneos: la vida de la aristocracia bodeguera, que se debate entre la tradición y la renovación, transitando entre sus casonas junto a los viñedos y la aridez de la zona de la precordillera del sur de Mendoza, en San Rafael y Malargüe. Es decir, muestra el otro lado de la historia: la de quienes, a diferencia del don Justo de Alberto Rodríguez, le ganaron a la tierra y obtuvieron todas sus riquezas. Se trata de aquellos que, hasta el día de hoy, sostienen el estandarte de Mendoza como oasis y de los mendocinos como el pueblo que le ganó al desierto. No obstante esta benévola imagen turística, muchos fueron los que, desde los años de la Colonia a la actualidad, sobreviven a su suerte en la dura existencia de los puestos y ranchos que se desparraman por toda la geografía mendocina, afectados por sequías cada vez más inclementes y por políticas agroeconómicas que no los consideran, e incluso, que los perjudican.

Pero cuando pensamos en la cordillera, Iverna Codina[18] es la escritora a la cual asociamos ese espacio. Tanto con los relatos que componen el volumen La enlutada (1966), ganador del Primer Premio de la Municipalidad de Buenos Aires, como en su novela Detrás del grito (1960), que obtuvo el Premio Internacional Losada, la autora se obstina en denunciar la explotación y miseria en la que viven inmersos los habitantes de la zona cordillerana al sur de la provincia, en los límites con Chile. Puesteros, arrieros, mineros, cuatreros, contrabandistas: la sufrida vida de estos personajes encuentra eco en las inhóspitas y frías regiones montañosas, haciendo que el paisaje geográfico y el paisaje humano se ensamblen consumadamente. En cuanto al estilo de la narración, y al igual que Rodríguez, Codina recurre al coloquialismo para dar cabal cuenta de los modos de hablar de la región.

La escritora conocía muy bien todo aquello que plasma en sus narraciones: de forma indirecta, por los relatos que su padre le contaba de niña sobre la vida de los arrieros de la montaña; como observadora directa por formar parte, a mediados de los años cincuenta, de una comisión legislativa provincial que tuvo como misión investigar las condiciones de trabajo de los mineros en Malargüe[19]. Por ello, lejos de la idealización de la montaña, uno de los símbolos paisajísticos de Mendoza e incluso del carácter de sus habitantes, Codina pinta su geografía con desnudo realismo. La montaña es árida y arisca; no se deja domar. Así como brinda con sus arroyos de deshielo el agua más cristalina y el silencio más manso, también trastorna con sus nevadas, con el viento blanco y con una vegetación tenaz pero humilde. La época estival, más amena, que le permite a los arrieros llevar a pastar a sus ganados a valles más profundos y verdes, termina siempre con la llegada intempestiva de un invierno feroz y lleno de peligros:

Entre los altos paredones pizarrosos coronados de pestañas vegetales, el viento bramaba con fuerza enloquecedora. Por momentos azotaba el esmirriado arreo, empujándolo por la espalda. O emboscado en un murallón de roca, los golpeaba de frente cegando a hombres y bestias con la cellizca. Poco después de mediodía el viento pareció amainar. Fue solo una tregua para desencadenarse la nevazón. El techo de nubes del temporal pareció acercarse a la tierra deshecho en grandes hilachas blancas (Codina, 1994: 45).

Como se observa en el fragmento, y tal como ha señalado Cunietti (1999), “el espacio cordillerano se convierte en antagonista, e impone una lucha desigual a los personajes que deben enfrentarse a él” (34). Loncopué, Talca, Temuco, Valle Hermoso, Lonquimayo, Los Molles, Ranquil Norte, Pino Hachado, Rama Caída, Villa 25 de mayo: estos son los parajes en los que se desarrollan estos relatos, un espacio de frontera entre países (Chile y Argentina) y entre provincias (Neuquén y Mendoza). Los habitantes de esas zonas han construido su identidad en un contexto de límites indefinidos y de movilidad en el que prima el afán de supervivencia, y no el respeto a un ordenamiento territorial impuesto. Por ello, los personajes de La enlutada, por ejemplo, “no entendían por qué habían de pagar por la oveja que cruzaba una línea imaginaria que nadie conocía, ni se figuraba por dónde pasaba. La montaña era toda igual […]” (Codina, 1994: 8). Además de los arrieros, puesteros y cuatreros, el contrabando, nacido de la necesidad de evitar las tasas aduaneras, permite que irrumpa en estos relatos otro grupo de personajes, antagonistas de aquellos: los policías y los gendarmes.

Conclusiones

En los años 60 y 70, cuando publican los escritores y escritoras que abordamos en este estudio, son recurrentes en el campo intelectual argentino los debates acerca del ser americano/latinoamericano y el ser nacional. La polémica también tiene lugar en el campo literario de las provincias, como Mendoza, tal como patentizan tanto los ensayos y entrevistas de sus escritores como las propuestas estéticas de las producciones literarias. A partir de los textos analizados, podemos comprobar que algunas voces proponen una nueva sensibilidad en la representación del paisaje humano dentro del regionalismo imperante, mientras que otras, a partir de cuidadas elecciones compositivas y un arte de narrar que elude todo pintoresquismo y documentalismo, ponen en cuestión esta poética, provocando tensiones en el campo literario local y nacional. La narrativa mendocina da lugar, por un lado, a una literatura regionalista tradicional que rescata leyendas y modos de vida vernáculos como forma de componer las raíces de lo cuyano, como hace Draghi Lucero. Por otro lado, reconocemos una literatura comprometida y de denuncia social, en la cual el sujeto que importa es el sujeto social, colectivo y marginado, como en Codina y Rodríguez, quienes toman elementos de las principales líneas del realismo regionalista imperante (la recuperación del paisaje y los tipos humanos de la región, fundamentalmente de las zonas rurales), pero para elaborar relatos crudos y desgarradores, alejados de todo costumbrismo o pintoresquismo. Sin una mirada paternalista, sus historias manifiestan que quienes viven en la miseria no están allí por debilidad de carácter ni mucho menos, sino por un sistema que los ha explotado y excluido históricamente para que unos pocos acrecienten sus riquezas. Por eso predominan en ellos, como también en Draghi Lucero, los personajes colectivos o los tipos sociales: los huarpes, los mineros, los laguneros, los arrieros, los campesinos. Y tenemos, también, una literatura enfocada más bien en el drama humano, en su existencia individual y los problemas metafísicos que la aquejan, en la pluma de Di Benedetto y Arias. En esta última línea, suele enseñorearse en la escritura un fuerte protagonista, atípico y distinto, que tiñe el espacio de la región con sus desventuras. Asimismo, el espacio reconocible sufre un extrañamiento en virtud de una escritura precisa, en la que la forma y las elecciones compositivas cobran relevancia, aportando a la literatura mendocina nuevas técnicas y procedimientos del arte de narrar.

Sin embargo, las distinciones nunca son tajantes. A su manera, Di Benedetto también ha mostrado el lado más oscuro de su tierra, y difícilmente algún lector o lectora pueda acusarlo de frívolo o esteticista. Lo que es evidente es que la histórica oposición entre la capital y las provincias se replica al interior de Mendoza, donde reverberan los binomios ciudad-campo, americanismo-cosmopolitismo, centro-periferia. Con estilos muy distintos, las voces aquí recuperadas tienen en común la representación del espacio regional, y, especialmente, del desierto: la vida cotidiana de sus habitantes, caracterizada las más de las veces por la miseria, el abandono y el desamparo. El espacio no deja de ser marco geográfico, y las “señas” regionales (flora, fauna, localismos, formas dialectales, costumbres) están presentes en todas. Pero a esta pintura del paisaje se yuxtapone la esfera de lo simbólico, sea bajo la forma de la denuncia político-social, más local, sea como discurso existencialista de carácter universal. Ya se trate de las inhóspitas tierras del noreste, ya de la fría zona cordillerana al oeste, relatos y novelas construyen infaustas historias de la vida de provincia: escenarios e imaginarios diversos para expresar el desencanto compartido ante una modernización que no solo no llega a todas partes, sino que produce y profundiza desigualdades, sobre todo en las zonas marginales de las provincias, periferia de la periferia.

Material suplementario
Referencias bibliográficas
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Notas
Notas
[1] El recorte temporal elegido se corresponde con el de nuestra investigación (décadas del 50, 60 y 70), pero hacemos notar que hay interesantes obras de ficción de autores y autoras mendocinos contemporáneos que recuperan el espacio del desierto. Destacamos el caso de La hija de la cabra (2012), de Mercedes Araujo, novela ganadora del Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes.
[2] Cuyo es una de las siete regiones en que se divide la Argentina desde la perspectiva del desarrollo socioeconómico interprovincial. Localizada en el centro-oeste del país, incluye las provincias de Mendoza, San Juan y San Luis.
[3] Para conocer más sobre esta cuestión, consúltese Regionalismo literario: historia y crítica de un concepto problemático, de Hebe Molina y Fabiana Varela, que compendia los debates sobre el tema.
[4] Antonio Di Benedetto nació en Mendoza en 1922 y murió en Buenos Aires en 1986. Periodista de profesión, es considerado uno de los escritores más destacados de la literatura argentina y latinoamericana del siglo XX.
[5] Para profundizar en esta discusión sobre el espacio representado en el relato, véase el artículo de nuestra autoría "¿Es Aballay un gaucho?: Antonio Di Benedetto y la escritura de los márgenes" (2021), publicado en la revista CELEHIS (volumen 30, número 41, páginas 35 a 50).
[6] El antropólogo e investigador Diego Escolar ha estudiado por años y en profundidad la existencia del pueblo huarpe y la legitimidad de sus reclamos territoriales en Guanacache.
[7] El artista Fidel Roig Matóns es conocido tanto por sus numerosas pinturas sobre la región de Guanacache, así como por la serie que realizó sobre la gesta sanmartiniana en la Cordillera de los Andes. Nació en 1885 en Girona, España; llegó en 1908 a la Argentina y pronto se radicó en Mendoza. Desde temprano se interesó por la pintura de su entorno, de paisajes rurales, de ambientes hogareños. En 1931, se adentró por primera vez en el desierto de Lavalle para registrar la vida de las poblaciones huarpes. Durante años, vivió largas semanas en una sencilla piecita a orillas de la laguna La Balsita para poder pintar el paisaje y a sus habitantes. La cultura de la pesca y las balsas, que se perdió con la desecación de las lagunas, perdura en sus cuadros, que representan hoy un valioso documento histórico.
[8] Disponible en: https://www.davidrumsey.com/luna/servlet/detail/RUMSEY~8~1~20540~510066# (Consultado: febrero de 2023)
[9] Nombre de un intenso viento seco y caliente propio de la región cuyana, que genera mucho malestar en sus habitantes.
[10] Alberto Rodríguez h., hijo del folklorista del mismo nombre, nació y murió en Mendoza (1924-2013). Llevó una vida trashumante como escritor y periodista. Viajó por distintos países de América y se estableció una década en México, a donde se exilió a raíz del Golpe Militar de 1976. A lo largo de su carrera como periodista trabajó como corresponsal de Los Andes, Télam y Noticias Gráficas; dirigió el Diario de Sesiones del Senado y se destacó en radio.
[12] Juan Draghi Lucero nació en Santa Fe en 1895, pero se consideró mendocino por adopción; de hecho, fue inscripto en el registro civil de Luján de Cuyo en 1897. Autodidacta y profundamente interesado por la cultura cuyana, publicó numerosos estudios sobre la región y recopiló gran cantidad de saberes e historias populares.
[13] Afectó gravemente el ambiente la tala del algarrobo, árbol esencial de la vida de los laguneros: “De él se obtenía la leña, los palos para construir el rancho, el corral, el jagüel, el palenque, el mortero para majar los granos, la roldana del jagüel y, por último, la algarroba, con cuya harina fabricaba el patay. El algarrobo daba sombra a su rancho y alojaba en sus ramas los grandes nidos de catas, cuyo griterío era parte infaltable del asentamiento familiar” (Roig et al, 2019: 63).
[14] Los pobladores de La Paz aún recuerdan la prosperidad que traía a la zona el paso del tren, y la consecuente decadencia que supuso el desmembramiento de la red ferroviaria argentina: “Cuando levantaron el tren, se perdieron muchos pueblos, Morgonta, Pirquita, Levet. La rama del Beazley de acá a San Luis. Los otros pueblos, que eran pueblos ferroviarios también. Y otros tuvieron que emigrar. Se perdieron muchas fuentes de trabajo. Toda la gente de acá de Cadetes de Chile se vino a vivir acá, a San Luis y a otros lados. No quedó nadie ahí (Ficcardi, 2020: 160).
[15] Para conocer más sobre esta visita, consúltese el artículo de Camilla Cattarulla citado en la bibliografía.
[16] Draghi Lucero, en su segunda novela, titulada La cautiva de los pampas, ficcionaliza uno de los tantos malones que azotaron a Villa de La Paz. No se dice exactamente en qué año ocurren los acontecimientos novelados, pero algunos indicios lo ubican en los años posteriores a 1870 (Castellino, 1996: 39). Como bien muestra la investigadora, Draghi no se interesa por ajustarse a una fecha histórica concreta porque, en realidad, intenta recrear el clima de época, centrándose especialmente en la vida de los habitantes de la frontera, que viven “defendiendo la tierra de los ataques de los indios y ganándole leguas al desierto en esforzado la­boreo, dificultado al infinito por lo salitroso del terreno, por la fal­ta de agua y por la devastación de los malones” (40).
[17] Abelardo Arias nació en Córdoba en 1918 y murió en Buenos Aires en 1991. Vivió muchos años en Mendoza y solía decir, por el cariño que tenía a la provincia, que había nacido en San Rafael. Escribió gran cantidad de novelas y libros de viajes. También trabajó como editor y periodista. Viajó por todo el mundo y fue un apasionado admirador de la cultura helénica.
[18] Iverna Codina nació en Quillota, Chile, en 1912, y a muy corta edad vino a vivir a Mendoza. Durante la última dictadura se exilió en La Habana, donde formó parte del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas. Luego se trasladó a México y en 1986 retornó a la Argentina. Murió en Buenos Aires en 2010. Fue poeta y narradora.

Figura 1
Oleo "Partiendo para la pesca en la laguna del Toro"

Fidel Roig Matóns [7]

Roig et al (2019)

Figura 2.
Recorte de “Carte des provinces de Cordova et San Luisˮ
David Rumsey Historical Map Collection[8]

Figura 3.
Estación La Paz (foto actual)
Archivo digital de INCIHUSA-CONICET (Grupo de Estudios Regionales Interdisciplinarios).
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