París-no-París: Victoria Ocampo y Sergei Eisenstein, de Europa a Nueva York
Paris-not-Paris: Victoria Ocampo and Sergei Eisenstein, from Europe to New York
París-no-París: Victoria Ocampo y Sergei Eisenstein, de Europa a Nueva York
Millcayac, vol. XI, núm. 21, 2024
Universidad Nacional de Cuyo
Recepción: 22 Junio 2024
Aprobación: 26 Febrero 2025
Resumen: La escritora argentina Victoria Ocampo conoce al cineasta soviético Sergei Eisenstein en Nueva York, en 1930. Durante los meses previos, que ambos pasaron en Europa, han circulado por los mismos sitios y sin embargo nunca llegaron a cruzarse. Hubo que esperar a Nueva York para que el encuentro pudiera concretarse.En seguida se hacen amigos y ella lo invita a viajar a la Argentina para filmar “un poema documental sobre la pampa” que, finalmente, nunca se realizará.Este artículo se interroga sobre las circunstancias que permitieron esa improbable amistad entre la aristócrata y el bolchivique a comienzos de los años treinta. Sobre todo porque, hacia el final de esa misma década, las transformaciones geopolíticas volverán imposible un proyecto como ése.
Palabras clave: Victoria Ocampo, Sergei Eisenstein, poema documental, Que viva México!.
Abstract: Argentine writer Victoria Ocampo meets Soviet filmmaker Sergei Eisenstein in New York in 1930. During the previous months, both had spent time in Europe circulating in the same places, yet never got to cross their paths. It took until New York for their encounter to finally happen. They quickly become friends, and she invites him to travel to Argentina to film “a documentary poem about the pampas”, which ultimately never materializes. This article explores the circumstances that allowed for the unlikely friendship between the aristocrat and the Bolshevik in the early 1930s. Specially because, by the end of that same decade, geopolitical transformations would make such a project impossible.
Keywords: Victoria Ocampo, Sergei Eisenstein, documentary poem, Que viva México!.
Introducción
La escritora argentina Victoria Ocampo conoce al cineasta soviético Sergei Eisenstein en Nueva York, en 1930. Ella viene de Europa y regresa a su país, pero ha hecho esta escala en la ciudad norteamericana para encontrarse con su amigo Waldo Frank, con quien ha planeado discutir sobre una nueva revista cultural (que, como sabemos, comenzará a publicarse el año siguiente bajo el nombre de Sur y se convertirá, durante décadas, en la publicación más importante de Latinoamérica). Él también llega desde Europa y está de paso en la ciudad, antes de viajar a Hollywood, porque ha firmado un contrato con Paramount Pictures para realizar un film.
El encuentro entre la escritora y el cineasta se produce de manera casual, pero muy pronto traban amistad. En algún momento, ella lo invita a viajar a la Argentina para filmar “un poema documental sobre la pampa” y la propuesta parece entusiasmar al soviet. Luego de algunos intentos, finalmente la película sobre la pampa no se realizará; pero, por un momento, Ocampo se apasiona hasta tal punto que duda en abandonar el proyecto de la revista y dedicarse de lleno a la producción cinematográfica. Y en cuanto a Eisenstein, ese film imposible se presenta como un destino hasta que todo naufraga y, entonces, decide realizar Que viva México!
Observado retrospectivamente, el poema documental sobre la pampa era, desde el comienzo, un proyecto improbable. Tan improbable como esta extraña amistad entre la aristócrata y el bolchevique; pero, si bien es cierto que ya no se verán más, mantendrán una relación epistolar esporádica aunque sostenida en el tiempo. En 1930, cuando coinciden en una lancha, en medio del East River, lo que ninguno de ellos sabe es que, durante los meses previos que han pasado en Europa, han circulado por los mismos sitios y sin embargo nunca llegaron a cruzarse. Hubo que esperar a Nueva York para que el encuentro pudiera concretarse. Este artículo reconstruye ese doble itinerario europeo de Ocampo y de Eisenstein, antes de llegar a los Estados Unidos.
Modernistas y vanguardistas
A fines de agosto de 1929, Eisenstein (acompañado por su asistente Grigory Aexandrov y el camarógrafo Eduard Tissé) sale de la Unión Soviética en un tren rumbo a Berlín. Una vez allí, participan del estreno de Lo viejo y lo nuevo (Stároe i nóvoe, Eisenstein, 1929) y, poco después, parten a Suiza para asistir a un encuentro sobre cine de vanguardia celebrado en el castillo de La Sarraz, propiedad de la mecenas Madame Hélène de Mandrot. Allí, Eisenstein se reencuentra con Léon Moussinac (a quien había conocido en Moscú) y traba amistad con Ivor Montagu; pero además se relacionará con un verdadero dream team del cine más experimental: Walter Ruttmann, Hans Richter, Alberto Cavalcanti, Jacob Isaacs (fundador de la London Film Society), los críticos Jean-Georges Auriol y Jeanine Bouissounouse, el teórico Bela Balász, el historiador Robert Aron y unos “infinitamente amables, silenciosos y saludadores delegados del Japón” más o menos anónimos (Eisenstein, 1988: 312).
El realizador sostiene que los objetivos del congreso no eran muy claros, aunque parece evidente que se intentaba establecer una red de cineastas independientes para colaborar con la distribución de películas de arte. De hecho, Montagu afirma que ese encuentro en La Sarraz fue el precursor de todos los festivales de cine que surgirán pocos años después (el Festival de Venecia, el primero, en 1932, antes del esplendor cinéfilo que hará eclosión en la segunda posguerra). Durante las sesiones del congreso se proyectan La pasión de Juana de Arco (La Passion de Jeanne d’Arc, Carl Dreyer, 1928); Un perro andaluz (Un chien andalou, Luis Buñuel, 1929); Lo viejo y lo nuevo (Stároe i nóvoe, Eisenstein, 1929); Rien que les heures (1926), En rade (1927) y Le petit Chaperon Rouge (1929) de Alberto Cavalcanti; La estrella de mar (L’Étoile de mer, Man Ray, 1928); Inflation (1928), Vormittagsspuk (1928) y Études de formes de Hans Richter; Berlín, sinfonía de una ciudad (Berlín. Die Symphonie einer Grosstadt, Walter Ruttmann, 1927); Horizontal-vertikal-Messe (Viking Eggeling, 1919); El Puente (De Brug, 1928) y Lluvia (Regen, 1929) de Joris Ivens.
Los artistas e intelectuales reunidos en La Sarraz son el ala izquierda del cine, no tanto por sus inclinaciones políticas (aunque algunos de ellos simpatizan con las ideas socialistas) sino, sobre todo, porque apoyan un cine no convencional, alejado de la industria y del comercio. Para esos jóvenes cineastas experimentales e innovadores, Eisenstein ya es un personaje legendario y El acorazadoPotemkin (Bronenosets Potiomkin, Sergei Eisenstein, 1925) es, por supuesto, “un estandarte mundial de nuestro movimiento” (Montagu, 1969: p. 15). Todos esperan la llegada de los rusos y, cuando eso ocurre, las apacibles proyecciones de películas y las civilizadas discusiones entre las paredes del castillo medieval son arrasadas –como en un film de los Hermanos Marx– por un gozoso caos (ahora sí) verdaderamente vanguardista: Eisenstein protesta porque, entre tantos cineastas, a nadie se le ha ocurrido filmar una película y en seguida se pone manos a la obra con la ayuda de Moussinac y Richter, aprovechando la cámara de Tissé. Las armaduras, las espadas, las alabardas, los lujosos cortinados, los tapices invaluables, las ropas de época y todos los elementos que adornan los salones de la mansión se convierten en improvisados props del rodaje. Según los testimonios, el film sería una lunática alegoría sobre la lucha entre el Cine Comercial y el Cine Independiente interpretada por los propios asistentes al congreso. Al final, triunfan los “buenos” y uno de los japoneses no identificados, Samurai del Cine Comercial, se hace el harakiri correspondiente.[1]
Luego de La Sarraz, Eisenstein regresa a Berlín. En los próximos meses, se desplazará por Europa para presentar proyecciones de sus films, dictar conferencias en distintas ciudades (Hamburgo, Londres, Cambridge, París, Bruselas, Amberes, Lieja, Amsterdam, Rotterdam, La Haya) y conocer a otros artistas, escritores e intelectuales: Alfred Döblin, George Grosz, Erwin Piscator, Valeska Gert, Luigi Pirandello, John Grierson, Bernard Shaw, Abel Gance, Blaise Cendrars, Albert Einstein, Joris Ivens y James Ensor, entre otros. En esos mismos meses, Victoria Ocampo también visita a muchas de esas personalidades, pero nunca coincide con el cineasta. Quizás porque, a pesar de que pasan por las mismas ciudades, el viaje del vanguardista bolchevique tiene un vector diferente al del viaje moderno de la artistócrata y no estaban llamados a intersectarse.
El viaje de Eisenstein es un viaje de exploración y conquista; aunque busca conocer a otros artistas (así como ellos quieren encontrarse con él) es para someterse a examen: constantemente se mide con ellos, se compara con ellos, se pregunta por su talento. El viaje de Ocampo es un viaje de aprendizaje y recolección: toma nota de nombres, conoce personas, busca maestros. Practica una especie de antropología inversa. Ella tiene todos los prejuicios de su clase; pero posee una audacia y una intuición estética que hacen de ella alguien diferente. En busca de novedades para su revista y para su editorial, viajará por el mundo (es decir, viajará a Europa y, más tarde, a Estados Unidos):
"Su cosmopolitismo tiene siempre algo de provinciano, justamente por el énfasis. Aunque se mueve con naturalidad completa en Europa, no deja de ser una viajera que está pensando qué puede llevarse a su casa, cosas y personas. Pero tiene algo de expedicionaria en este mismo rasgo acumulativo: explora para importar, para encontrar algo que sirva en otra parte, en el lugar, Buenos Aires, al que siempre regresa y nunca pensó abandonar. Lleva y trae, de un lugar a otro." (Sarlo, 2000: 145)
Durante treinta años, ha visitado los mismos lugares que frecuentan los otros viajeros patricios y ha hecho lo mismo que ellos. Aunque lo que ve y, sobre todo, lo que hace con lo que ve es diferente. No teme ir más allá y, de hecho, parece deseosa de librarse de esas ataduras impuestas por la costumbre. Se mantiene atenta y abierta a lo nuevo aunque, muchas veces, debe hacer un esfuerzo de adaptación. ¿Cuáles son sus límites? Principalmente, las marcas de una educación familiar y una tradición aristocrática que nunca desaparecen del todo en la base de su aprendizaje moderno. Beatriz Sarlo afirma que las cartas que envía a su hermana Angélica, durante el viaje de 1930,
"...están escritas ya por la viajera moderna y libre pero que todavía no es una conocedora (…) El cambio entre 1929 y 1930 es extraordinario. Ocampo hizo un curso acelerado en arte moderno, acertando a veces y no entendiendo nada, otras. Pero cuando acierta y cuando no entiende, en todos los casos, está viajando de un modo diferente del que le habían enseñado en su infancia" (Sarlo, 2000: 132-133)[2]
Aunque por motivos diferentes, el tour de Eisenstein por las grandes capitales europeas también tiene mucho de viaje iniciático: como un pueblerino recién llegado a la ciudad, se deslumbra al confrontarse con todos los sitios y todas las personalidades que sólo conocía por sus lecturas. Su curiosidad es insaciable y sabe que no debe desaprovechar esta oportunidad única. Sin embargo, muy pronto sus planes se complican. La invitación que le había cursado Joseph Schenk, en nombre de Fairbanks / Pickford (y que había facilitado la salida de la Unión Soviética), queda sin efecto cuando se produce el Wall Street Crash, en octubre de 1929. El cineasta advierte que empiezan a desdibujarse sus posibilidades de ir a los Estados Unidos. Pero sabe que, si uno quiere ir a Hollywood, nunca debe mostrar que quiere ir a Hollywood; en cambio, hay que hacerse el desinteresado para despertar la curiosidad de los productores. Para poner en marcha esa estrategia, Montagu viajará a Los Ángeles, conseguirá trabajo en alguna productora y echará a correr el rumor de que Eisenstein tal vez aceptaría alguna propuesta para hacer un film en los Estados Unidos.
Desencuentros en París: Joyce, Cocteau, Bataille
A la espera de novedades, el cineasta prolonga su estancia en Europa intentando generar algunos ingresos mediante conferencias y pensando en nuevos proyectos. En algún momento, fantasea con hacer una película para perros. No sobre sino para. Es decir: para perros-espectadores. Si uno de los cementerios más pintorescos de París es el cementerio para perros de Auteuil, ¿Por qué Berlín (ya que hay tantos perros en la ciudad) no podría tener su propia sala de cine canino?[3]Más seriamente, piensa que le interesaría filmar El camino de Buenos Aires (1927), el libro del periodista Albert Londres sobre la trata de blancas. Y, sobre todo, lo obsesiona la idea –que nunca abandonará– de filmar El capital (1867), de Karl Marx. Convencido de que esta película debería aplicar los procedimientos de Ulises, se entrevista con James Joyce, en su departamento de París, el 30 de noviembre de 1929.[4]
Los dos hombres conversan sobre las posibilidades del monólogo interior en la literatura y en el cine. Eisenstein explica por qué cree que sus obras dialogan entre sí y por qué considera que Ulises es el modelo para el cine del futuro: su procedimiento de “des-anecdotización” promueve un tipo de representación que rompe completamente con las formas del relato clásico sin caer en el automatismo de los surrealistas. Joyce le hace escuchar un disco en el que ha recitado fragmentos de Anna Livia Plurabelle, mientras su invitado lee el texto impreso en unas hojas gigantes: son las pruebas de galera de ese pequeño libro, pero ampliadas de manera exagerada para que pudieran ser utilizadas por el escritor (cuya vista ya estaba notoriamente deteriorada) durante la grabación. Cuando se despiden, Joyce lo acompaña hasta la puerta del departamento y, según cuenta Eisenstein, “este hombre corpulento y algo encorvado, casi sin rostro –tan acusado es su perfil, con la piel colorada y el cabello grisáceo resplandeciente– cómicamente hace como si remara con sus manos en el vacío”. El cineasta se sorprende. ¿Qué sucede? “Su abrigo debe estar en algún sitio”, responde Joyce mientras tantea las paredes. Recién entonces, Eisenstein advierte la dimensión de su ceguera y se siente incómodo y avergonzado: él es el verdadero ciego porque, a pesar de que puede ver perfectamente, ha pasado toda la velada con un hombre que no ve nada y no lo había advertido (Eisenstein, 2022: 177). El encuentro no llevará a ninguna colaboración entre ambos, pero Joyce queda convencido de que el ruso es uno de los dos cineastas que podrían llevar su novela a la pantalla (el otro es Walter Ruttmann, el director de Berlín, sinfonía de una gran ciudad) y Eisenstein sale de la entrevista con la idea de que su película sobre El capital debería desplegar una “dramaturgia esferoidal”, es decir, un relato asociativo, no lineal, con múltiples entradas y desarrollos posibles.
A fin de año, el cineasta viaja a Londres para dictar unas conferencias y para presentar unas funciones privadas de Potemkin (que está prohibida) invitado por su amigo Montagu. Enero de 1930 lo encuentra de nuevo en París y allí se quedará hasta embarcarse hacia los Estados Unidos, en el mes de mayo. Jean Cocteau lo invita al segundo ensayo general de La voz humana (La Voix humaine, 1930) –abierto al público y con dos mil espectadores– en la Comédie Française. Es una ocasión importante para el artista: su regreso al teatro cuatro años después del fracaso de Orfeo (Orphée, 1926) Asistirán “la flor y la nata de la inteligencia y de la pederastía” anota Victoria Ocampo que también ha sido invitada a uno de los ensayos (Ortega y Gasset y Ocampo, 2023: 197). Eisenstein se cruza con Paul Éluard y lo arrastra al teatro. “Pero le advierto –dice Éluard– que armaré un escándalo” (Eisenstein, 1988: 235). Claro, los surrealistas desprecian a Cocteau: dandy, frívolo, homosexual, exitoso y, ahora, además con una obra en el solemne teatro oficial. Cocteau significa, para Breton, el aburguesamiento de la vanguardia.
A Eisenstein, en cambio, le divierte ese evento tan absurdamente glamoroso. “Pecheras y puños almidonados. Espejuelos de oro. Cuidadísimas barbas. Rigurosos vestidos femeninos. Una sociedad honorable hasta la náusea” (Eisenstein, 1988: 235). Mientras la actriz habla por teléfono con su amante del otro lado de la línea, el cineasta se aburre cada vez más. El monólogo le resulta interminable y solemne. Un entorno ideal (casi una provocación) para desatar el alboroto vanguardista. Eso es lo que sucede, en efecto: “De repente –dice Eisenstein– entre el escenario y yo se levanta la alta figura cuadrada de Éluard. Una voz penetrante: ‘¿A quién está llamando? ¿Al señor Desbordes…?’” (Eisenstein, 1988: 235). Desbordes era el más reciente amante de Cocteau y, obviamente, el grito quiere poner de manifiesto que la obra no es más que una trasposición apenas disimulada de la vida íntima del autor. La representación se interrumpe; todos voltean hacia el piso superior, buscando la fuente de ese vozarrón. La actriz intenta seguir, pero a los pocos segundos es interrumpida nuevamente. “¡Basta, basta! ¡Esto es obsceno! ¡Obsceno!”, grita Éluard: “Merde! Merde! Merde!”. Gran escándalo: aullidos, insultos, amenazas. Pero el revoltoso no se amilana. Se encienden las luces de la sala. Algunos corren al primer piso y, luego de una breve y desigual trifulca, el amotinado es reducido para que la obra pueda continuar.[5]
Victoria Ocampo no está ahí (ella ha ido el día anterior, al primer ensayo, en compañía de Gómez de la Serna y Delia del Carril) pero refiere el episodio a su hermana Angélica y a Ortega y Gasset, luego de que su amiga Marie-Louise Bousquet, que acaba de regresar del teatro, se lo comenta horrorizada, todavía temblando y al borde del llanto. Ocampo respeta a Cocteau y le tiene aprecio; pero todo esto le parece una exageración y por eso, al narrar el episodio a sus corresponsales, lo hace con ironía y malicia. Igual que a Eisenstein, la obra la ha aburrido y se burla del público “que derrama lágrimas de cocodrilo ante una obra bastante mediocre” (Ortega y Gasset y Ocampo, 2023: 198). Pero más allá de eso, La voz humana sirve como campo de batalla para una discusión con su nuevo amigo Jacques Lacan: “Me he peleado con Jacques L. –le cuenta a su hermana– a causa de Cocteau. Se dejó embaucar por el aspecto sentimental de la pieza y no se da cuenta de que es una prostitución del Corazón así como la carta a Maritain es una prostitución de la Fe. Cocteau vale en otro plano y por otros valores. ¡Desde luego! Cocteau no puede hacer nada que no esté desprovisto de elegancia y que no sea bonito. Puede seducir y entusiasmar; pero no se puede ni aprobarlo ni emocionarse de verdad” (Ocampo, 1997: 30-31).[6]
Eisenstein se siente un poco culpable por haber invitado al surrealista sedicioso; aunque, luego, no tanto, porque –tal como insinúa– la obra debe parte de su éxito al barullo que se ha armado a su alrededor. En cuanto a él, pronto tendrá su propio escándalo. El 17 de febrero, gracias a las gestiones de Moussinac, se organiza en la Sorbona una proyección de Lo viejo y lo nuevo seguida de una conferencia a cargo del cineasta titulada “Principios del nuevo cine ruso”. La convocatoria es un éxito y un impresionante gentío se amontona en las puertas del anfiteatro de la universidad. Pero a último momento, la policía impide la proyección y sólo autoriza la conferencia: Eisenstein deberá esmerarse para entretener a la multitud, entre frustrada y furiosa, por la cancelación del film. Según los testimonios, el cineasta se luce con su discurso en perfecto francés y todos quedan deslumbrados: es erudito, inteligente, agudo, gracioso, mordaz. En su exposición, aboga por un “cine intelectual” que logre fusionar los procesos emocionales y los procesos racionales, que consiga derivar las emociones de las formas, que pueda conferir a la ecuación científica la cualidad lírica de un poema:
"Tuvimos que crear una serie de imágenes compuestas de tal manera que provoquen un movimiento afectivo que, a su vez, despierte una serie de ideas. De la imagen al sentimiento, del sentimiento a la tesis [...] Nadie podría olvidar que el cine es el único arte concreto que es dinámico al mismo tiempo, lo cual puede desencadenar las operaciones del pensamiento" (Moussinac, 1970: 86)
Entre los asistentes al gran evento en la Sorbona está Victoria Ocampo. Poco después, le escribe a su amigo Ortega y Gasset:
"No sé si te conté que fui a una conferencia de Eisenstein sobre el cine ruso (se trata del director del Potemkin). Fue muy interesante y Eisenstein me parece terriblemente hábil en su forma de presentar los ‘sucesos’ rusos. Para ellos, el cine es únicamente una cuestión de propaganda (por otro lado, de algún modo [Eisenstein] lo reconoció) y la autenticidad o la veracidad no les preocupa " (Ortega y Gasset y Ocampo, 2023: 210-211)
Se entiende, entonces, por qué, cuando conozca al cineasta dirá que lo admira exclusivamente por lo que hace “en materia de films”. Es que la interpretación que hace Ocampo sobre la conferencia no es del todo inexacta pero está sesgada por el prejuicio. Eso que escucha viene filtrado por el prontuario bolchevique: una lectura sobredeterminada por la fama del personaje –alimentada por sus gestos provocadores y por la paranoia de la policía francesa– más que por los argumentos de su discurso.[8]Porque, aunque Eisenstein se presenta como un cineasta soviético, le interesan menos los efectos de la propaganda que reflexionar sobre la dimensión profunda de un arte intelectual y emotivo a la vez (esa voluntad por desentenderse de un cine con mensaje es, justamente, lo que han empezado a cuestionarle en la URSS acusándolo de formalismo).
Es cierto, de todos modos, que en esos días el clima político se ha tensado y que ha resurgido un sentimiento anticomunista en Europa: unas semanas antes, el General Koutepov (uno de los líderes contrarrevolucionarios del Movimiento Blanco que estaba exiliado en París) había sido secuestrado y se sospechaba de agentes soviéticos. El embajador soviético es acusado de espionaje y las relaciones diplomáticas entre los dos países quedan al borde de la ruptura. Eisenstein no hace nada por mitigar la agitación. Ironiza sobre la democracia occidental y sobre la declinación del espíritu de la revolución francesa. En la conferencia de la Sorbona, sus comentarios resultan tan alborotadores como desconcertantes. Cuando le preguntan por Chaplin, responde que no le gusta tanto por su comicidad y que lo prefiere como personaje trágico. Cuando le preguntan qué opina de Un Chien andalou, responde que los surrealistas le resultan poco interesantes en términos emocionales. Todavía no ha conocido a Chaplin, pero sí ha conocido a André Breton y al grupo de los surrealistas, a quienes considera unos “esnobs marxistoides de los salones” y entiende que dedicar tiempo a esa relación “es una ocupación muy poco atractiva” (Eisenstein, 1988: 233). En cambio, sí valora el contacto con los vanguardistas disidentes de la revista Documents, liderados por George Bataille: “un grupo de jóvenes más democrático” que carece de “la arrogancia, la presunción y el esnobismo de los ‘mayores’” (Eisenstein, 1988: 234).
Europa: lo viejo y lo nuevo
En esos días, la revista Documents publica un breve comentario de Georges Henri Rivière sobre la conferencia, criticando la intervención de la policía, y además una doble página con 30 fotogramas de Lo viejo y lo nuevo (“Una ilustración completamente inédita, elegida y puesta en página por el propio autor”) acompañada por una breve nota de Robert Desnos sobre el film (Rivière y Desnos, 1930: 217-221).[9]Sin embargo, ésa es una de las pocas menciones celebratorias que aparecen en los medios gráficos; porque a pesar del acontecimiento multitudinario y del escándalo ocasionado por la censura, los grandes diarios como Le Figaro o Le Monde ignoran la noticia, las revistas reaccionarias reclaman la expulsión del bolchevique y los sectores más conservadores de la cultura promueven un distraído boicot. En la Argentina, la revista Excelsior titula: “accidentada conferencia del regisseur ruso Eisenstein en la Sorbona” (Excelsior, 1930: 11). Al salir de la universidad, ante el gran número de policías que esperan en la calle, el cineasta anuncia con sarcasmo: “Estamos dejando el campo de batalla. No hay muertos ni heridos a la vista. No obstante, ha sido necesario 'usar la fuerza' para evitar que la gente se uniera a una multitud cada vez mayor. Nos vamos a culminar la noche en un bar llamado Le Bateau ivre, en homenaje al poema de Rimbaud” (Moussinac, 1970: 43).
Si por un lado, la figura del cineasta genera fuerte resistencia en ciertos sectores de la sociedad parisina, por otro lado, establece relaciones con una amplia red de intelectuales y artistas: Tristan Tzara, Paul Éluard, André Malraux, Robert Desnos, Louis Aragon, André Derain, Max Ernst, Jean Cocteau, Fernand Léger, André Kertesz, Germaine Krull. Kiki de Montparnasse le pinta un retrato, conoce a Colette, frecuenta a Jean Mitry, se hace amigo de Jean Painlevé y de Gertrude Stein, incluso –aunque con una mueca de desagrado– se toma una foto con Filippo Marinetti que ya en ese momento es una especie de embajador artístico de Mussolini. Entre toda esa gente que Eisenstein conoce, no está Victoria Ocampo. Es cierto que ella ha ido a escuchar su conferencia en la Sorbona, pero no han conversado porque nadie los presentó. Tampoco se cruzan en las calles del Quartier Latin aunque, curiosamente, durante esas mismas semanas (enero – febrero de 1930), ambos visitan con asiduidad las librerías de Adrienne Monnier y de Sylvia Beach.[10]Eisenstein describe el tranquilo clima familiar que se respira en la rue de l’Odéon:
"Ambas están paradas en el rectángulo de sus puertas, casi enfrente una de otra. Y, casi sin levantar la voz, hablan de la misma forma en que habla la gente que por un momento ha salido de sus cuartos al corredor común. Una de ellas es canosa. Viste un traje sastre azulado, con una falda corta. Sobre ella, un letrero. Extrañamente, la presencia del letrero no destruye la ilusión de interior. Tal vez porque el texto dibujado en él es inesperado: Shakespeare and Co. La otra mujer de gris suave. Falda hasta el suelo. Ella es Adrienne Monnier. La primera mujer: Sylvia Beach" (Eisenstein, 1988: 341)
Ocampo, por su parte, se ha hecho amiga de estas libreras por recomendación de Ricardo Güiraldes. Sabe, por supuesto, que Beach es la editora de Ulises. Unos años antes, Valery Larbaud le había escrito a la norteamericana para que le reservara tres copias del libro de Joyce: una para Güiraldes, otra para su esposa Adelina del Carril y otra para Victoria Ocampo. Ahora, luego de conocer a Beach, Ocampo se entusiasma con la idea de publicar Ulises en castellano y encargar la traducción a Borges.[11]Es que Shakespeare and Company y La Maison des amis des livres eran espacios de reunión, lugares de encuentro para lecturas o préstamos de libros, sitios donde se gestaban traducciones e incluso publicaciones. Sylvia Beach y Adrienne Monnier eran lectoras apasionadas. Ocampo encontró en ellas dos mujeres ejemplares que tendrían una notable influencia en su propia actividad de promoción cultural. Fue, justamente, a través de Beach que Eisenstein había podido concretar su encuentro con Joyce y es ella misma quien le recomienda a Ocampo que lea Una habitación propia y que conozca a Virginia Woolf cuando vaya a Londres (lo que sucederá más adelante, en otro viaje, en 1934).
Poco antes de dejar Europa, entre fines de marzo y comienzos de abril, Ocampo viaja a Cap Martin convocada de urgencia por su amigo Rabindranath Tagore.[12]El poeta quiere conversar con ella porque “se le ha dado por pintar. Y hace cosas muy decorativas y curiosas. Tiene ganas de exponer en París pero no quiere ‘make a fool of himself’. Quería consultarme a ese respecto y yo no sé qué decirle. No hay duda que también hubiera tenido talento para pintar y basta ver lo que hace para darse cuenta de ello” (Ocampo, 1997: 40). En realidad, lo que quiere es que Ocampo –the princess of good taste– lo ayude a montar la exposición. Son los últimos años de Tagore, que viaja por el mundo porque ya no le prestan mucha atención en su país. Según Romain Rolland, la causa de ese olvido es porque los jóvenes prefieren a Gandhi; según Rothi (el hijo del poeta), es porque están engañados con la propaganda comunista. Más tarde, Ocampo se enojará con Rolland porque ha escrito que Tagore pinta sólo para distraerse y, entonces, acepta los agasajos de grupos mundanos y frívolos “poco dignos de él”. Obviamente, Ocampo se siente interpelada por la acusación y siente que debe defenderse. Y para mostrar que el impulso pictórico del poeta no es el mero capricho de un anciano reblandecido, repone el itinerario que lo ha llevado hasta allí aportando pruebas que sólo ella conoce.
Lo que revela es que, cuando Tagore vivió en su casa de San Isidro, en 1924, ella pudo ver el cuaderno donde escribía sus poemas en bengalí:
"Ese cuaderno me sorprendió y fascinó. Se divertía en seguir con la pluma las borraduras, correcciones o simples borres, y en unirlos unos a otros. De esas especies de garabatos surgían de pronto caras, monstruos prehistóricos, pájaros, víboras, ¡qué sé yo! Los errores o las frases que cambiaba por otras, todas las palabras eliminadas de los poemas renacían en el mundo de las formas, nos sonreían con buen humor o hacían muecas irónicas o se presentaban bajo el aspecto amenazante de un animal desconocido […] Este cuaderno fue el principio de la etapa de Tagore-pintor. De su necesidad de trasladar al dibujo las palabras que le faltaban” (Ocampo, 1983: 78)
Para Ocampo los caracteres bengalíes son misteriosos y bellos. Una música, una pura cadencia, una composición abstracta. Como no entiende lo que dicen, su mirada acentúa el efecto plástico que conecta letras con imágenes. Los errores, las tachaduras, los pentimentos, las indecisiones y los descartes de la escritura llevan al poeta hacia el dibujo. Aquello que no funciona en un lado, puede ser aprovechado en otro. De modo que ese pasaje surge de una necesidad interior que reclama ser desarrollada. Y Ocampo se siente orgullosamente responsable de ese proceso: “Yo le fomentaba el doodling” (Ocampo, 1983: 79). En efecto, los doodles son esos dibujos aleatorios que se hacen distraídamente cuando se está pensando en otra cosa. Y precisamente porque no se presta atención al trazo, constituyen un gesto espontáneo que permite soltar la imaginación y entregarse a un ejercicio de creación libre. Ocampo insinúa, además, que ese proceso estuvo inspirado por el paisaje de su casa en San Isidro y por el didáctico afán con que ella se lo mostró para que el poeta aprendiera a apreciarlo:
"Era lo único que yo podía regalarle: el olor de la lluvia sobre el pasto de la barranca, la sombra de una tipa de flores amarillas, la inmensidad de ese río sin igual y jirones de nubes empujadas por el viento. Todo eso que se llama San Isidro. ‘Aquí están estas cosas para que usted las quiera. Se las señalo como los pasajes de un libro leído y releído. Le bastarán para comprender el texto íntegro’ " (Ocampo, 1984a: 294-295)
Ocampo pasa las imágenes a escritura y luego el poeta traducirá las palabras como dibujos. Lectura guiada, entonces, de ese libro de la naturaleza. La experiencia compartida es como una mayéutica. Es una obra en colaboración. “Cuidado –le decía yo en broma–, cuantos más defectos tienen sus poemas, más le divierten a usted sus dibujos. Acabará por escribir adrede malos poemas” (Ocampo, 1984a: 295). Y para completar su refutación a Romain Rolland, concluye: “Este juego, que él había inventado de puro aburrido, iba a apasionarlo en tal forma que en 1930 la pintura se convirtió en su violín de Ingres” (Ocampo, 1984a: 295). Como al pasar, la alusión a Man Ray, tan de moda entre los círculos cultos de París, exonera al poeta de las acusaciones por decrepitud y reblandecimiento para posicionarlo en el medio de una red de referencias modernas. En otra parte, Ocampo retoma la mención a los doodles para terminar de rebatir a Rolland: “Cuando seis años después de su estadía en San Isidro lo encontré en Francia, el doodling se había transformado en pintura” (Ocampo, 1983: 79).
La exposición de Tagore finalmente se concreta gracias a las gestiones de Ocampo, que contacta a su amigo Georges-Henri Rivière (el mismo que, en esos días, pasea con Eisenstein y lo lleva a conocer el Trocadèro Musée d’Ethnographie) y además consigue que la condesa de Noailles escriba el prefacio para el catálogo. Seguramente, en esos encuentros, Ocampo y Rivière conversan sobre la conferencia de Eisenstein en la Sorbona de la que habla le tout Paris. Quizás, incluso, el nombre del ruso se menciona en las charlas con la condesa; porque si bien él no ha tratado directamente con ella, ha mantenido relaciones con otros miembros de la familia. En efecto, a través de Cocteau, el vizconde de Noailles –sobrino de Anna– se ha presentado ante el cineasta porque quiere una película cuya única condición es que sólo pueda filmarse en Marsella: no una película sobre sino en Marsella (más tarde, Ocampo también le pedirá un film situado: en la pampa). El proyecto no pasa de unas pocas conversaciones preliminares, pero Eisenstein queda impresionado con la casa del vizconde que está atiborrada con ediciones de las obras de Sade: es que su esposa, Marie-Laure de Noailles, es descendiente directa del divino marqués.[13]El vizconde y la vizcondesa son grandes mecenas y coleccionistas de arte moderno. Además de financiar Los misterios del castillo de Dados (Les Mystères du Château de Dé, Man Ray, 1929) y La sangre de un poeta (Le Sang d’un Poète, Jean Cocteau, 1930), aportan el dinero para La edad de oro (L’Âge d’or, Luis Buñuel, 1930) que causa escándalo en la sociedad francesa.
Más tarde, el ejemplo de la vizcondesa resultará, sin duda, inspirador: si ella apoya una obra tan radical, ¿por qué Ocampo no podría hacer lo mismo con el “soviet”? De todos modos, eso será después, porque ahora la ocupa otro proyecto. Un proyecto menos extravagante pero que se le ha impuesto como un dulce desafío: debe ir a Nueva York para encontrarse con Waldo Frank en Nueva York y discutir sobre la revista.
Nueva York: la ciudad inverosímil
La exposición de Tagore se inaugura en la Galerie Pigalle el 2 de mayo, apenas unos días antes de que Ocampo deje París. El poeta le ha pedido que lo acompañe a Inglaterra, donde tiene que dictar unas conferencias, pero ella se ve obligada a rechazar la invitación porque ya se ha comprometido con Frank para hablar sobre la causa de América. Eso es lo que le explica:
"Waldo Frank ha experimentado en el norte lo que algunos de nosotros sentimos en el sur (...) Echamos de menos a Europa, terriblemente, los dos. Y sin embargo cuando vivimos en Europa, sentimos que no puede darnos la clase de alimento que necesitamos. Algo nos falta. Sentimos, en una palabra, que pertenecemos a América. América tosca, no sazonada, informe, caótica. América que significa padecimiento para nosotros, y privaciones, pero por la cual estamos dispuestos a sufrir, incluso vociferando contra ese sufrimiento. Proyectamos una revista bilingüe, que trate de los problemas americanos y que el mismo tiempo traiga a América lo mejor que se publica en Europa" (Ocampo, 1983: 96)
A pesar del deseo íntimo de permanecer en Europa con el maestro admirado, Ocampo elige aceptar esa misión cultural que siente que las Américas necesitan y le reclaman. Y aunque todavía no ha rubricado su decisión, ya no duda sobre el camino a seguir. Es que, como ella misma reconoce, en los últimos meses el proyecto de la revista se ha ido incubando en su ánimo de manera imperceptible, como una enfermedad que todavía no manifiesta sus síntomas pero que ya ha conquistado su voluntad.
Eisenstein, en cambio, sólo permanece en París como un pasajero en tránsito que espera su conexión hacia otro destino. Como un adelantado, su amigo Ivor Montagu está en Los Ángeles para explorar el terreno: luego de conseguir trabajo como guionista, intenta convencer a los productores de que sería una buena idea contratar al cineasta soviético. Por cábala, para llamar a la suerte, Eisenstein se ha instalado en el Hotel des Etats-Unis, en el Boulevard du Montparnasse. La policía lo hostiga: su permiso para permanecer en suelo francés está a punto de vencer y las autoridades se niegan a hacerle una extensión. Él accede al informe secreto que preparó Jean Chiappe, el prefecto de París: “El punto más fascinante de mi actividad subversiva (aunado al hecho de que todas las películas soviéticas han sido hechas por mí) era una frase acerca de que M. Eisenstein –par son charme personnel– recluta amigos para la Unión Soviética” (Eisenstein, 1988: 245). Cocteau lo cita en su casa, se disculpa en nombre de Francia y le ofrece ayuda: él conoce a Marie Marquet, actriz de la Comédie Française que es amante del primer ministro y que puede interceder a favor del cineasta. Eisenstein se regocija: “¡Mi asunto llegará hasta la cama del primer ministro!” (Eisenstein, 1988: 231). Finalmente, gracias a una solicitada de la Nouvelle Revue Française firmada por numerosos artistas, el Ministerio del Interior accede a extender el permiso de manera precaria mientras el cineasta espera noticias de los Estados Unidos.
En abril, cuando nuevamente la policía francesa está a punto de deportar a los tres soviéticos, Fairbanks decide viajar a Europa para negociar con Eisenstein. Pero llega tarde. El productor Jesse Lasky acaba de firmar un contrato con el cineasta por el cual éste se compromete a pasar seis meses en Estados Unidos realizando una película para Paramount Pictures. Decepcionado, según la leyenda, Fairbanks ni siquiera baja a tierra y emprende el regreso al día siguiente. Eisenstein llega a Nueva York el 12 de mayo de 1930, acompañado por su operador de cámara, Eduard Tissé. Poco después se les unirá Grigori Alexandrov. Se trata de un momento particularmente problemático para el país que, desde hace unos meses, viene sufriendo las consecuencias del Wall Street Crash (octubre de 1929). Años más tarde, el cineasta recordará: “La América de los años treinta era la América del antisovietismo, la América de la ‘ley seca’, la América imperialista de Hoover” (Eisenstein, 1988: 269).
Victoria Ocampo llega esa misma semana, a bordo del Aquitania, al puerto de Nueva York. Esta “nueva, inmensa, gran ciudad desconocida” empieza, para ella, con una módica decepción: “Una bruma espesa nos impidió ver bien la llegada a Nueva York, esa skyline de que me había hablado tanto Waldo Frank” (Ocampo, 1984b: 79). No esperaba mucho y no obtiene nada: ni siquiera esa pequeña postal de bienvenida. Al igual que Eisenstein, ha llegado hasta allí procedente de París. No obstante, las circunstancias que rodean a estos desembarcos son muy diferentes. El cineasta tenía que pasar necesariamente por Europa para llegar a los Estados Unidos; Ocampo, en cambio, hace escala en Nueva York de regreso a la Argentina. Se trata de una adenda a su viaje europeo, un agregado que no sigue una dirección forzosa y que, en un primer momento, se experimenta como una sobrecarga o una obligación. Hasta ahora, sus desplazamientos han respondido a los hábitos de la aristocracia argentina desde el siglo XIX: se viaja a Europa y nada más. Por eso, los Estados Unidos constituyen –para ella– una añadidura, con todos los inconvenientes y desarreglos que eso ocasiona en el itinerario tradicional.[14]
Ocampo no deseaba hacer este viaje y –como ella misma dice– ha tenido que “arrancarse” de París para subir al barco. Pero es cierto que ambos se hallan en Nueva York motivados por un proyecto: Eisenstein está de paso en su camino hacia Hollywood, donde planea estudiar la tecnología del cine sonoro, mientras que Ocampo se instala en Manhattan para conversar con Waldo Frank sobre el proyecto de la revista que debería poner en contacto a los escritores de América del Norte y América del Sur y que ha ocupado sus conversaciones en Buenos Aires el año anterior.
En Nueva York, el cineasta y la escritora son invitados a almorzar en la mansión que posee, en Long Island, el banquero y mecenas Otto Kahn. En la lancha que los lleva hasta allí se conocen. Y, a partir de ese día, se hacen amigos y se dedicarán a pasear por la ciudad que ninguno de los dos conocía. Durante esos paseos, a Ocampo se le ocurre invitar al director para que filme “un poema documental sobre la pampa”. Pero, luego de varias idas y vueltas, el proyecto no se concretará y Eisenstein cambiará de destino para filmar Que viva México!, aprovechando –quizás– algunas ideas del poema documental en la nueva película. Eso será otra historia. Lo que interesa señalar aquí es que el encuentro entre dos personalidades tan diferentes (cultural y políticamente) no podía tener lugar en Europa: en el viejo continente, las redes de contactos venían definidas de antemano. En los Estados Unidos, en cambio, todo resulta nuevo y abierto a los imprevistos.
Hasta ahora, cuando Ocampo viajaba, regresaba a los lugares que ya conocía y que, de alguna manera, le pertenecían. En este sentido, el cambio de ambiente era como pasar de una lengua a otra: las diferencias resultaban placenteras porque no eran percibidas como un obstáculo sino, al contrario, como una oportunidad para absorberlas e incorporarlas. Ella disfrutaba de estos desplazamientos entre espacios diferentes y sin embargo familiares, así como disfrutaba al combinar expresiones de varias lenguas en la misma oración. No había ensamblaje sino la ilusión de un pluriligüismo perfecto que celebraba la convivencia entre lo diferente y que favorecía el flujo de una lengua a otra sin solución de continuidad: no había escollos y no había necesidad de traducción. Antes de llegar a Nueva York, Ocampo ha habitado en una encrucijada invisible donde las diferencias no eran percibidas como contrastes sino como pliegues. En esa planicie amable del intercambio, la comunicación parecía ocurrir en condiciones ideales, sin asimetría y sin malentendido. Lo nuevo sorprendía pero no producía la violencia de lo que era completamente desconocido porque se dejaba integrar dentro del propio discurso. Producía el efecto de un dejà vu: no era algo que ocurría por primera vez sino que siempre estaba sostenido por un reconocimiento.
Por eso, la llegada a Nueva York es, al principio, un impacto difícil de procesar. Sylvia Molloy señala:
"Como Trac, aquel cocinero vietnamita de Gertrude Stein que al nombrar frutas y verduras, llamaba por ejemplo a la manzana ‘no una pera’ y a la frutilla ‘una guinda no guinda’, Ocampo construye Nueva York por aproximación y exclusión, acudiendo a lo familiar para obliterarlo pero no suprimirlo del todo" (Molloy, 2010: 17)
Para ella, Nueva York será “París-no-París”. Lo que percibe de entrada es que esa ciudad es indudablemente otra cosa. “OTRA COSA”: Ocampo lo escribe así, con mayúsculas, como si quisiera escenificar tipográficamente la medida de su asombro ante esta metrópoli fuera de toda escala.
"Nueva York –dice en su autobiografía– no era para mí más que una nueva inmensa gran ciudad desconocida. No me siento atraída sino por las ciudades jalonadas de recuerdos o de sueños personales. Y todavía no había soñado con Nueva York. Había conocido París, Londres, Roma desde mi infancia y jamás he hecho otra cosa que retornar a ellas (…) Nueva York era absolutamente nueva" (Ocampo, 1984b: 64)
Todavía no ha soñado con Nueva York. Pero en seguida advierte que la clave de la atracción está en otro lado. Porque, justamente, lo que sucede es que la ciudad no la dejará dormir. De eso se trata: la energía, los animales del Zoo, los ruidos de la calle, los bomberos, el vértigo. Nueva York la asombra y ella se deja cautivar por sus contrastes. Todo la fascina: desde un rascacielos hasta un griddle cake. Quiere probar todo, ver todo, experimentar todo. Manhattan exige ser observada con ojos nuevos porque no se parece a ninguna otra ciudad que Ocampo conozca. “Todo era inverosímil. Hasta mi encuentro con el cineasta soviético Eisenstein en el yacht de un multimillonario norteamericano amigo de Frank” (Ocampo, 1967: 28). Nueva York es ese lugar. El lugar donde ese cruce puede ocurrir.
Conclusión
Esa nueva amistad entre Ocampo y Eisenstein permitirá, por un momento, fantasear con la posibilidad de que el cineasta filme en la Argentina un “poema documental”. Pero, tal como queda dicho, el proyecto no llegará a concretarse y a medida que pasen los años, se irá volviendo cada vez más imposible. Si en un primer momento el americanismo de Ocampo podía admitir una alianza estratégica (una tolerancia estratégica) con el comunismo porque representaba una garantía contra el avance del nazismo, hacia el final de la década, ha desaparecido toda posible simpatía hacia la Unión Soviética. La ruptura de Ocampo y de Sur con Moscú recién se hará explícita en 1940 (con la nota “A los comunistas”); no obstante, a lo largo de los años treinta ese vínculo se irá deteriorando progresivamente.
En noviembre 1939, luego de firmarse el Pacto Ribbentrop-Mólotov, Sur acusa a la Unión Soviética por haberse apartado de ciertas reglas de juego que hacían que el comunismo fuera, si no deseable, al menos respetable. La invasión a Polonia y la inminente Guerra de Invierno contra Finlandia marcan un límite:
“Paulatinamente hemos visto a la URSS desentenderse del mundo, traicionar el comunismo, aburguesar la sociedad soviética, sustituir la dictadura del proletariado por la dictadura de una burocracia sobre el proletariado y, no satisfecha con prescindir de las virtudes que rescatan los abusos e imperfecciones de las democracias, imitar a los totalitarismos de derecha en sus costumbres más odiosas” (Redacción de Sur, 1939: 95)
Hasta ahora, bastante a regañadientes, las ideas de los comunistas eran toleradas; pero el pacto entre Hitler y Stalin demuestra que no había diferencias entre el totalitarismo de derecha y el de izquierda.
En 1940, cuando se estrena Alejandro Nevski (Aleksandr Nevski, Eisenstein, 1938) Ocampo considera que es “una rara obra maestra”, la más alta expresión del arte de Eisenstein, a pesar de su vocación de propaganda política (Ocampo, 1953: 84). Años antes, cuando había invitado al cineasta para que filmara en la Argentina, había pensado que era una buena solución para que las películas nacionales dejaran de parecerse a sí mismas. No le interesaba su teoría estético-política sino lo que podía aportar en términos concretos. Todavía ahora, a finales de la década, cuando Sur ya ha roto relaciones con los comunistas, Ocampo intenta soslayar las diferencias ideológicas para quedarse sólo con el talento artístico. Sin embargo, Iván el terrible (IvanGroznyy, Eisenstein, 1944) parece señalar un punto de no retorno: “Hasta el genio de un Eisenstein se deteriora si está sometido demasiado tiempo a las tiránicas exigencias de la propaganda. Iván el terrible lo prueba. El artista, para crear, no puede estar ligado por consignas” (Ocampo, 1953: 84-85). Se trata, para ella, de un film arruinado por las demandas de régimen totalitario.
Ocampo mantendrá hasta el final sus vínculos con Eisenstein. Y cuando él muere, ella escribe unas sentidas palabras en homenaje a esa amistad. Pero el proyecto cinematográfico, que los había unido alguna vez, hace tiempo que se ha vuelto imposible. Ya no importa si el cineasta fue obligado a cumplir con la línea oficial del Partido o si se operó en él una conversión política. No importan los acuerdos que pudiera haber entre el cineasta y la escritora. No importan los gustos compartidos. Porque ha dejado de ser una cuestión de afinidad personal. Ahora hay dos dimensiones geopolíticas que se han distanciado hasta volverse inconmensurables.
Y el frustrado proyecto del poema documental sobre la pampa se conserva como el déjà vu de un evento que nunca tuvo lugar.
Referencias bibliográficas
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Notas