Cultura y genética: facturas de su desencuentro evolutivo
Cultura y genética: facturas de su desencuentro evolutivo
Cuicuilco. Revista de Ciencias Antropológicas, vol. 23, núm. 67, 2016
Instituto Nacional de Antropología e Historia
Agustí, J., Bufill E. y
Mosquera M.
El precio de la
inteligencia.
La evolución de la
mente y sus consecuencias.
Fuente: Crítica. Barcelona.
2012.
Una frase de uso común para reconvenir acerca de una decisión desacertada con efectos poco o nada agradables es “todo tiene su precio”, su equivalente: “nada es gratuito”, o en plan de advertencia: “atente a las consecuencias”, vienen bien al caso cuando se trata de mirarnos y pensar en lo que se ha ganado o perdido a lo largo de millones de años de evolución homínida. La interrogante “¿cuál es el precio que hemos pagado por nuestra hominización, nuestra humanización y, de forma particular, nuestra inteligencia?”, es la columna vertebral de un texto ensayístico, bien documentado y erudito que produjeron una prehistoriadora (Marina Mosquera), un neurocientífico interesado en la evolución de la mente y el cerebro humano (Enric Bufill) y un paleoecólogo enfocado a la evolución social (Jordi Agustí): El precio de la inteligencia. La evolución de la mente y sus consecuencias.
Contestar esa pregunta que, por cierto, cualquier evolucionista pudo haberse hecho, no es tarea fácil: el hombre, como reza el título de una reflexión antropofilosófica de Mijaíl Malishev [2003], es “un ser multifacético”. Si partiéramos del manido argumento de que el hombre es un ser biopsicosocial, de inicio habría que realizar las indagaciones mediante una investigación con actitud transdisciplinaria, es decir, con la confluencia de diversas disciplinas para encontrar respuestas o indicios sobre un mismo problema de estudio. En el caso que nos ocupa, los autores optaron por esta estrategia con el fin de producir un ensayo científico iconoclasta y, por ello, polémico.
El dilema planteado es aún más complicado de lo que parece porque el trabajo se focaliza en un objeto que no se fosiliza y cuyas evidencias —hasta donde nos dicta el desarrollo de las ciencias— se tornan menos perceptibles y explicativas en tanto más se viaja retrospectivamente en el tiempo. Sin embargo, en el ensayo todo es posible.
La terna de investigadores se propuso acopiar evidencias osteológicas, instrumentos y herramientas líticas, esculturas, modelos e hipótesis en torno de la hominización, estudios de paleogenética, indagaciones neurofisiológicas, desarrollos de la psicología evolutiva y, entre todos, el evolucionismo como columna vertebral del libro. El recorrido efectuado para resolver la interrogante es de un pasmoso didactismo que se propone contestar hasta el final, incluso, coqueteando a medio trayecto con posibles respuestas, como jugando con el lector para provocarlo a realizar inferencias y deducciones cuya validez sólo producirá una aproximación parcial. Así, el libro es una larga cadena de retos por entre cuyos intersticios se asoma tímidamente la respuesta final.
La solución al problema de investigación está estrechamente vinculada con el cerebro como soporte material de la mente y, consecuentemente, de la inteligencia. La evolución del cerebro, en tamaño y complejidad, es la constante indagada, pero su búsqueda no va en el sendero que tomó Philip Valentin Tobias, aunque coinciden con él en dos ideas: cerebros más grandes y complejos fueron la respuesta a las presiones de la selección natural, y cerebros complejos están relacionados estrechamente con la cultura.[1] Sin embargo, proponen un sesgo: el cerebro y la cultura coevolucionaron, aunque asimétricamente.
En efecto, los genes, cuya misión fue la estructuración neuronal y el funcionamiento que devinieron en inteligencia (“evolucionamos para ser inteligentes”, afirman los autores), en procesos de simbolización, lenguaje, aprendizaje y transmisión de la experiencia, mostraron sus ventajas ante otros que se perdieron en el camino. En otras palabras, los genes destinados a la cultura devinieron ventajosos y seleccionables para su transmisión. Sin embargo, su evolución no corrió al mismo ritmo que la cultura: de allí el precio.
La coevolución, originalmente observada en la biología,[2] devino útil para el estudio de un animal cuya forma de vida, supervivencia, competencia y adaptación dependen de la cultura. La coevolución genes-cultura, no obstante, muestra que los genes varían más lentamente que la cultura produciendo un retraso genómico. En efecto, nuestros genes, sostienen los autores, se quedaron —evolutivamente hablando— mucho antes de la revolución industrial y, en el más extremo de los casos, antes de la tercera revolución neolítica.[3] La prueba de ello es que el desfasamiento ha producido una crónica vulnerabilidad cerebral que ha conducido a neurotranstornos como esquizofrenia, Alzheimer, demencia senil, demencia frontotemporal, alteraciones emocionales, estrés y comportamientos bipolares que en ningún otro primate se han presentado, como proponen en el capítulo 9. Pero, ¿cómo fue posible?
La evolución del humano, en su condición de homínido, no se desenvolvió por las mismas vías que el resto de los de su género, aunque algunos grupos de su especie o afines en el tiempo estuvieron sujetos a disímiles circunstancias climáticas (no necesariamente en los mismos biomas). Sin embargo, las presiones medioambientales, combinadas con las mutaciones genéticas, no favorecieron a todos los primates bípedos: algunos “se quedaron en el camino”, “se extraviaron” y no pudieron garantizar descendencia. Estos procesos de pérdida de especies permitieron a los autores establecer al menos tres humanidades, unas sucediendo a las otras y todas a la que somos hoy los humanos, el único homínido sobreviviente. Cada humanidad, por cierto, ha merecido una reflexión que la ensambla con las evidencias osteológicas, líticas, pictográficas, en una perspectiva evolucionista, aunque multilineal, que acusa un gradualismo casi imperceptible.
Es menester reconocer que comunicar la evolución en sus propios conceptos, categorías y procesos, no es fácil, lo más común es transmitirla en términos lamarckianos, y pocos escapamos al encanto de tomar a la evidencia-resultado por la causa; los autores, en más de una ocasión lo hacen, como puede leerse, a guisa de ejemplo, en el capítulo 1, cuando escriben, literalmente, que “en la medida en que el cerebro se sitúa por encima de la columna vertebral y es sostenido por ella, se abre la posibilidad teórica de un aumento del volumen de este órgano sin las constricciones que impone en un vertebrado cuadrúpedo el desplazar el centro de gravedad hacia adelante al aumentar el peso de la cabeza” (p. 23).
Lo que nos presentan o es una exaptación [Eldredge-Tattersall 1986: passim] o una argumentación lamarckiana, sin embargo, nos inclinamos por la segunda porque la categoría exaptación no está presente en el texto. Ese estilo de argumentación aparece con frecuencia proporcionando la sensación de que el fenotipo provee de los insumos para la producción genotípica, y no es que no haya relación alguna entre ellas y que el fenotipo coadyuve a la selección genotípica, como lo propone Ambrosio García [2013]. El asunto es cómo se expresa.
ALGUNOS COQUETEOS VACILANTES
En un ensayo sobre hominización que se jacte de estar bien documentado, no pueden faltar “los modelos clásicos” de los cuales se toma lo que se considera relevante y útil para ensayar. Uno de ellos es el de Owen Lovejoy que desde los años setenta propuso que el bipedalismo, al liberar las manos, colocó a los homínidos en la posibilidad de acarrear alimentos “suplementarios con los que mantener a las hembras y a sus críos”. Esto lo colocó — agregan los autores— en condiciones de una reproducción más frecuente y segura, es decir, de alcanzar la eficacia reproductiva; aunque parcialmente cierto, uno no puede menos que observar que el sesgo tomado los conduce por una línea divergente: la reproducción homínida depende de óvulos y espermatozoides fértiles disponibles y, entre otros ingredientes, de producción de progesterona, pero una madre que amamante, merced a la prolactina, puede experimentar una disminución en la producción de esta hormona.
Una reproducción más frecuente depende de un dispositivo eficiente. En los seres humanos la producción de óvulos en intervalos breves es parte de él; otra es la recompensa por la cópula, el placer. La idea de Lovejoy, que más tarde apoyarían otros ensayistas como Pepe Rodríguez [2002], de que los machos que proveen de alimentos a hembras y críos obtienen cópulas a discreción (en otro sentido: las hembras intercambian sexo por alimentos) [Johanson-Edey 1993: 354-376] debe reflexionarse nuevamente a la luz de las aportaciones de Adovasio-Sofer [2008]: las hembras no son totalmente inútiles durante el embarazo, porque pueden recolectar o carroñear o destazar animales muertos (por vejez o enfermedad) hasta momentos antes del parto. Complementariamente, el cuidado y alimentación de críos es más posible en un colectivo de homínidos que comparten alimentos (la tolerancia a la intromisión y la neotenia también lo hacen factible), las cópulas preferentes estarían relacionadas con el placer y el apego que con el intercambio de sexo por provisiones.
Otro modelo que se asoma con frecuencia es el de retroalimentación autocatalítica positiva propuesto por Philip Valentin Tobias. En efecto, los autores en más de una ocasión coquetean con la idea de que cerebros más grandes son cerebros más inteligentes, aunque al llegar a cierto tamaño (rubicón cerebral) (55) y complejidad, los genes que posibilitaron la multiplicidad de interconexiones neuronales fueron los que sobrevivieron a la presión evolutiva.
Otro fantasma que aparece en la obra que nos ocupa es el de Dart-Ardrey y su hipótesis del cazador, ese homínido que creó instrumentos para matar y sobrevivir, porque no podía ser de otra manera. La evidencia arqueológica nos ha sido presentada así: la prueba de nuestra hominidad/humanidad es un inmenso arsenal de objetos creados para dar muerte, una hipótesis que no se sostiene a la luz de las dimensiones en muchas tradiciones líticas, como las de lascas arrancadas a núcleos con la finalidad de aprovechar despojos. Ninguna protobiface de Omo, Koobi Fora o Melka Kulturé, por citar sólo unos ejemplos, parece una arma para matar. Esto no anula su potencial como evidencia de ser productos de una mente inteligente. Pero la inteligencia, aunque se puede vislumbrar en utensilios habilitados para obtener insumos para la supervivencia, no crea necesariamente herramientas, como lo esbozaremos en el siguiente apartado.
PROTOCULTURA Y CULTURA
Cualquier antropólogo cultural, social o sociocultural que se asome al texto tendrá buenos motivos para iniciar una discusión en torno del concepto de cultura utilizado por la tripleta Agustí-Bufill-Mosquera. Polémico, sin duda, porque aunque coloca el acento en los símbolos y prácticas, cuando se traslada retrospectivamente en el tiempo, los símbolos —existentes o no— se tornan ubicuos y las prácticas y los instrumentos producidos, en tanto tales, no son necesariamente evidencia de cultura. Tratando de salvar la difuminación mientras avanza la retrospectiva, recurrieron a otro término controvertible: protocultura.
Jordi Sabater Pí [1992] avanzó un excelente trecho en la búsqueda no de la inteligencia en los primates contemporáneos más cercanos al ser humano, sino de la cristalización (plasmación) de la inteligencia. Los chimpancés y su creatividad le dieron excelentes pistas para considerar como actos inteligentes “cazar” termitas con una ramita deshojada con los dientes, romper cortezas duras de alimentos para extraer su pulpa o defenderse lanzando piedras u otros objetos contra sus agresores. Esto, según el primatólogo, no podía sino evidenciar inteligencia y ser la prueba clara de una producción protocultural, pero si esto es así, ¿cómo identificar la cultura en el proceso de hominización? ¿A partir de juegos de inteligencia, por ejemplo, con ejercicios de teoría de la mente, como propone R. Dunbar [2007], si no existe ningún I.Q. fosilizado?
Diez propone algo más tangible y perdurable: la producción lítica y los complejos procesos inteligentes requeridos para producir artefactos, una idea con la cual estoy de acuerdo plenamente desde que la propuse hace casi una década [Topete 2006, 2008, 2008a]. En efecto, cuando Sabater Pí afirma que las complejas operaciones de un chimpancé que utiliza elementos de la naturaleza y los modifica para satisfacer necesidades, sólo alcanzan para generar protocultura, hace gala de una precaución epistemológica al proponer que la “industria” de lascas olduvayenses atribuida a H. habilis consta de una operación simple: selección de un núcleo y un percutor, un golpe en el lugar preciso y ya. Entre esto y la preparación de una rama sin hojas para atrapar termitas, o el uso de un “yunque” y un “martillo”, por la nutria de California, no hay mucha distancia en tanto que estas expresiones, a las que prefiero llamar “protoculturales”, son sólo utensilios y no herramientas. Asimismo, y como corolario, los australopitecinos y H. Habilis, al parecer, “se conformaron” —por más de 2 000 000 de años— con un olduvayense que dice poco en favor de una inteligencia compleja y una cultura diversificada.
Los autores de El precio de la inteligencia presentan como primer hombre y creador de cultura a los autores del achelense. Sin embargo, pienso que bien vale la pena recordar que aunque el achelense es la evidencia de un pequeño salto (de la utilización de lascas para carroñear más que del núcleo protobiface, al evidente uso de la biface para tajar y cortar con impacto, quizá “con intenciones” de caza), no sufrió modificaciones significativas por más de 500 000 de años, a pesar de las diversas especies de homínidos a las que se encuentra asociada esa industria lítica.
La verdadera explosión de los fuegos de la mente parece más manifiesta en el musteriense, en el chatelperroniense, en el solutrense, sobre todo en éste, que evidencia no sólo la diversidad de formas, técnicas y materiales, sino porque produce la certeza de algo más: el uso de dos elementos tomados de la naturaleza para crear un tercero, como son los objetos enmangables o arrojadizos, es decir, que confirman no la confección de utensilios, sino de herramientas, de un lado y de otro, está asociado con la elaboración de objetos con un evidente significado (diversificación de instrumentos líticos musterienses, denticulación; pendientes, navajas, cuchillas y hachuelas chatelperronienses; avalorios, pinturas y objetos enmangables solutrenses) y, adicionalmente, evolucionaron en tiempos muy breves, en relación con las industrias líticas que les sucedieron.
LA CASA DEL JABONERO
Es un libro tan pródigamente documentado y generoso en sus datos y reflexiones que cualquiera pueda pasar por alto que se haga mención a la presencia —desde hace 18 000 años— del Homo sapiens en los cinco continentes, incluidos “los dos continentes americanos” (59) y, casi en el mismo orden de ideas, aislamiento de los amerindios del resto del mundo, se afirma que la “variante del gen ASPM, también relacionado con el aumento del tamaño cerebral… apareció hace unos 5 800 años… coincidiendo con el inicio de la construcción de las primeras ciudades” (85), y los colocan ante una variante que no pudo alcanzarlos, sino hasta el siglo XVI, porque para aquella temporalidad ya estaban aislados —los amerindios— en su continente merced a la retracción de los glaciares. Ergo, ese gen sólo pudo ser generalizado en América hasta la llegada de los europeos (y en algunas etnias aún no impacta), y eso es una afirmación que contradicen —indirectamente— los estudios arqueológicos y etnohistóricos realizados en mesoamérica y en el área andina. En efecto, su desarrollo cultural nunca desmereció del resto del mundo; ergo, o los amerindios no sufrieron modificaciones sustantivas en su cerebro o las ventajas que proporcionó a la especie no tuvieron trascendencia, o los amerindios no completaron su evolución sino hasta el siglo XVI, con el proceso de mestizaje (algunos todavía no), o habrá que seguir indagando en torno de las consecuencias de esa mutación.
E pour si muove!, dijo Galileo al tribunal inquisitorial que lo obligó a abjurar de su teoría heliocéntrica. Del libro de Agustí-Bufil-Mosquera habrá que decir lo mismo, y luego de la sentencia aquella de “nada es perfecto... aunque todo es perfectible”, saludemos la erudición, la apertura de nuevas líneas de búsqueda y reflexión, la prodigalidad de información, la osadía y la calidad en su El precio de la inteligencia. La evolución de la mente y sus consecuencias que ya suma esfuerzos para ayudar en la comprensión de El fenómeno humano [Chardín 1965] que somos.
Referencias
Adovasio, J. M. et al., 2008 El sexo invisible. Una nueva mirada a la historia de las mujeres. Lumen. México.
Chardin, Pierre Teilhard de, 1965 El fenómeno humano. Taurus. Madrid.
Dunbar, Robin, 2007 La odisea de la humanidad. Una nueva historia de la evolución del hombre. Crítica. Barcelona.
Eldredge, Niles e Ian Tattersall, 1986 Los mitos de la evolución humana. Fondo de Cultura Económica. México.
García Leal, Ambrosio, 2013 El azar creador. La evolución de la vida compleja y de la inteligencia. Tusquets. México.
Malíshev, Mijaíl, 2003 El hombre: un ser multifacético: Antología de antropología filosófica. UAEM. Toluca.
Johanson, Donald y Maitland Edey, 1983 El primer antepasado del hombre. RBA Editores, Barcelona.
Rodríguez, Pepe, 2002 Dios nació mujer. Ediciones BSA/ Punto de Lectura. Madrid.
Sabater Pí, Jordi, 1992 El chimpancé y los orígenes de la cultura. Anthropos. Barcelona.
Topete Lara, Hilario, 2006 Protocultura en el traspatio (ponencia), en las Terceras Jornadas de Evolución y Cultura. ENAH. México.
Topete Lara, Hilario, 2008 Hominización, humanización, cultura. Contribuciones desde Coatepec (15), julio-diciembre: 127-155.
Topete Lara, Hilario, 2008a Túneles del instinto y hominización. Ciencia ergo sum, (15), noviembrefebrero: 333-343.
Notas