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Tláloc: género e identidad
Tlaloc: gender and identity
Cuicuilco. Revista de ciencias antropológicas, vol. 31, no. 90, pp. 55-78, 2024
Instituto Nacional de Antropología e Historia

Miscelánea


Received: 04 March 2024

Accepted: 20 April 2024

Resumen: Este ensayo presenta una revisión historiográfica y antropológica general de la representación denominada Tlaloc, en tres centros ceremoniales mesoamericanos (Teotihuacan, Tula y Tenochtitlan). Su finalidad es realzar los problemas que conlleva el uso de las crónicas coloniales de evangelización en la interpretación del México prehispánico y localizar el significado y la función de Tláloc conforme las lógicas mesoamericanas, basadas en la noción de tiempo cíclico, la concepción integral del mundo humano, animal y vegetal, así como el papel central del agua, la fertilidad y la reproducción en el culto a la serpiente.

Palabras clave: Tláloc, culto a la serpiente, fertilidad, tiempo cíclico, mundo integrado.

Abstract: This essay deals with a general historiographical and anthropological review of the representation called Tlaloc, in three Mesoamerican ceremonial centers (Teotihuacan, Tula and Tenochtitlan). Its purpose is to highlight the problems that come with the use of colonial chronicles of evangelization in the interpretation of pre-Hispanic Mexico, and to locate the meaning and function of Tlaloc according to Mesoamerican logic, based on the notion of cyclical time, the integral conception of the human, animal, and plant worlds, as well as the central role of water, fertility, and reproduction in the cult of the snake.

Keywords: Tlaloc, cult of the snake, fertility, cyclical time, integral conception of world.

INTRODUCCIÓN

Los frailes que en el siglo xvi escribieron las crónicas de evangelización reprodujeron la información proporcionada por los conquistadores y por algunos indígenas cristianizados. Unos copiaron o retomaron afirmaciones de otros, algo común en aquellos tiempos, ya que la autoría individual se reconocía sólo parcialmente. Pocos de estos trabajos recibieron el permiso para ser publicados en su momento porque las autoridades españolas consideraron que contravenían el proceso de dominación y la conversión indígena al catolicismo. El sistema de relaciones sociales y con la naturaleza, a partir del cual las etnias americanas pensaban y explicaban el mundo, no podía coincidir con las ideas cristiano-medievales españolas porque las experiencias acumuladas, por unos y otros, eran marcadamente distintas. Como subraya el historiador norteamericano George Kubler, el uso de las fuentes coloniales para conocer el pasado prehispánico es como el empleo de los escritos de los historiadores musulmanes para explicar el antiguo Egipto [Kubler 1970: 127-144].

La mayor parte de la historiografía ha valorado las crónicas de evangelización como fuentes de primera mano, sin tomar suficientemente en cuenta los prejuicios europeos y la distancia que las separa del mundo mesoamericano [véase Batres 1903: 5-11]. Esto puede constatarse, entre otras cosas, en la invención de panteones de dioses y diosas personificadas bajo el modelo bíblico y grecorromano, así como en la atribución a los indígenas de esquemas patriarcales y conductas pecaminosas relacionadas con la sexualidad desviada y las costumbres bárbaras, en especial, con la práctica de la sodomía, los sacrificios humanos y la antropofagia [Pastor 2021]. Estos prejuicios se encuentran enmarcados en la idea del tiempo lineal evolutivo hacia lo superior, y en la disgregación de los campos del conocimiento: por un lado, lo material, civil, militar y político; por otro lado, lo espiritual y religioso.

TLÁLOC EN LAS CRÓNICAS

Las primeras noticias escritas sobre Tláloc las encontramos en los Memoriales “supuestamente” elaborados por el fraile franciscano Toribio de Benavente (Motolinía) a partir de 1528. Escribo “supuestamente” porque los originales de sus textos se extraviaron y la revisión efectuada hasta el momento es parcial; aun tomando en cuenta El Libro Perdido, es decir, el ensayo de reconstrucción de Edmundo O’Gorman y su Seminario de Historiografía. Motolinía tomó en cuenta los trabajos perdidos de sus compañeros de orden, sobre todo los de Andrés de Olmos. Así, dio inició el proceso de colectivización de los relatos franciscanos acerca del pasado de los nativos, cuya meta principal fue concluir su evangelización de la manera más eficaz en el menor tiempo posible.

En los Memoriales, Motolinía expone el proceder de los franciscanos para descifrar el extraño mundo descubierto y recomienda tener siempre presente lo viejo conocido de los paganos y lo que, según él, es común a la naturaleza humana y a los designios de Dios. Bajo este esquema, identifica a Tláloc con un demonio que regía “en toda la Tierra” y era considerado un “dios principal” [Motolinía 1903: 81-82]: el dios del agua que daba la lluvia y tenía su templo más importante —uno de los más altos y mayores— en Texcoco, junto con otros dioses de México. Con pocas variantes repite lo mismo en la Historia de los Indios de Nueva España, una obra atribuida a él también.

Según Motolinía, las fiestas en honor de Tláloc correspondían a las sequías y las fases de crecimiento del maíz. En unas se sacrificaban niños y niñas, en otras jóvenes, esclavos o parejas recién casadas para ser después ahogadas o encerradas en un silo o en una cueva. Tomaban a un esclavo y una esclava y los hacían “morar juntos como casados”. Al esclavo lo vestían “con las ropas del Tlaluc y a la esclava con las ropas e insignias de su mujer Chalchihuauye”. Bailaban hasta que, a media noche, los sacrificaban. En esta parte del escrito Motolinía se refiere a una sola deidad femenina, pero en otra parte menciona que los dioses del agua eran un hombre y dos mujeres: Tláloc, Matlalcueye y Xochiquetzal [1903: 66-67, 81-82]. Resulta extraño que este franciscano, al igual que sus sucesores, no detalle el papel que jugaban ciertas plantas y animales en estos rituales y se concentre en los sacrificios humanos.

Motolinía ordenó a Bernardino de Sahagún reunir materiales sobre el pasado indígena. Sahagún, con base en lo conversado con 10 o 12 sabios ancianos, redactó largas notas sueltas que calificó de minuta o memoria. Después, algunos jóvenes cristianizados, educados en el Colegio de Tlatelolco, corrigieron a aquellos ancianos. Al igual que Olmos y Motolinía, este fraile pensó que los dioses indígenas eran “diablos mentirosos y engañadores” [Sahagún 1975: 189].

Cuando nos acercamos al Códice Florentino —la principal obra de Sahagún— para conocer los atributos, poderes y funciones de Tláloc, debemos saltar de un libro a otro y aceptar numerosas repeticiones, quizá porque en su confección intervinieron varios revisores y glosadores que alteraron su contenido [Cruz 2010]. Este franciscano afirma que “era el dios de las lluvias” —y de los mantenimientos, agrega más adelante— y enviaba las lluvias, el granizo, los relámpagos, los rayos y las tempestades, esto es, “los peligros de los ríos y de la mar” [Sahagún 1975: 32]. Conforme el calendario ritual indígena, que es, según Sahagún, el calendario lunar, o sea, el calendario relacionado con la gestación de 260 días y el menstruo, casi todos los meses, hasta que empezaba a llover, la gente realizaba fiestas en honor a Tláloc y sus compañeros “sátrapas o tlaloques”. Antes Mendieta había hablado de estos tlaloques, al igual que de Tlalocan, lugar sagrado habitado por los dioses que proporcionaban el agua. [Mendieta 1980: 96-97].

De acuerdo con Sahagún, en aquellas fiestas “sacrificaban innumerables niños”, cautivos, esclavos y a veces una doncella. [Sahagún 1975:79- 80;119-120] Realizaban penitencias y sacrificios para que viniera el agua y ofrecían a Tláloc maíz, flores, fuego y cautivos en la guerra. En una de estas celebraciones, “absteníanse los hombres de las mujeres y las mujeres de los hombres” [Sahagún 1975:91], es decir, al igual que los cristianos, practicaban el ayuno sexual. Según este religioso, en las oraciones que brindaban a Tláloc, pidiéndole agua, decían que él era el dador de “las verduras, las yerbas olorosas y frescuras, lo oloroso y florido y del incienso o copal” [Sahagún 1975: 32-33, 700].

En otra parte, este franciscano asegura que Tláloc era el señor y rey del paraíso terrenal (Tlalocan), donde brotaban las aguas, junto con los tlaloques, sus dioses sujetos que habitaban en las cuatro partes del mundo (oriente, occidente, septentrión y austral). Con base en su idea salvacionista, asegura que aquí llegaban las ánimas de los muertos y los muertos por rayos, ahogados, leprosos, bubosos, sarnosos, gotosos e hidrópicos [Sahagún 1975: 207]; sostiene que Tláloc vivía con su hermana, Chicomecóatl, “la diosa Ceres” o diosa de los mantenimientos y del chile o ají; menciona una fiesta móvil en su honor como diosa del agua e introduce los sacramentos católicos (bautizo, matrimonio, confesión, entre otros sacramentos) [Sahagún 1975: 97-98, 249]. Nuevamente, no hay alguna alusión a los animales y plantas que intervenían en los rituales.

Varias décadas después de la caída de Tenochtitlan, en la segunda mitad del siglo XVI, el fraile Diego Durán también dice haber recogido información de los conquistadores y de fuentes indígenas para mostrar las idolatrías y los pecados de los indios, desterrarlos y colocar en su lugar la verdadera religión [Durán 1984, I: 92]. Este dominico presenta el Templo Mayor como el lugar de Tláloc y Huitzilopochtli, los dos grandes dioses equivalentes a quienes los señores, los principales y la gente común veneraban “en toda la tierra”, manifestándolo con muchas ceremonias y sacrificios de animales. Si bien lo identifica como el Júpiter de los romanos, un dios masculino de los aguaceros, los rayos, los truenos, los relámpagos y todo tipo de tempestades [Durán 1984, I: 173], también lo asocia con diosas de la fertilidad y la reproducción [1984, I: 291], es decir, introduce algunas dudas acerca de su género.

Es probable que Durán describiera los rasgos básicos de Tláloc a partir de la observación de piezas de cerámica y esculturas. Dice que su representación en piedra labrada es la “efigie de un espantoso monstruo, la cara muy fea, a manera de sierpe, con unos colmillos muy grandes, muy encendida y colorada”. En la cabeza porta un gran plumaje, “hecho a manera de corona, todo de plumas verdes y relumbrantes, muy vistosas y ricas”. Al cuello una sarta de piedras verdes (jades) “con un joyel en medio, de una esmeralda, engastada en oro”. En las orejas unas piedras de “hijada” (jade) de las cuales colgaban zarcillos de plata; en las muñecas y en las “gargantas de los pies” (sic) otras piedras preciosas. Afirma que no había ídolo más adornado de joyas porque los principales se las ofrecían por temor a que les cayese un rayo [Durán 1984, I: 81-82], pero no menciona el papel que las serpientes, las plumas y otros elementos jugaban en este ritual. De este modo, Durán confirma la personificación de Tláloc ofrecida por conquistadores y franciscanos, pero por momentos habla de su posible feminidad: una mujer vestida de hombre que poseía en su mano “un palo labrado, a manera de relámpago” [Durán 1984, I: 298]; más adelante asegura que las diosas hembras tomaban la denominación de sierras o cuevas oscuras, como Iztaccíhuatl o “Mujer Blanca” [1984: 125]. Indica que su fiesta era la misma solemnidad que se hacía a Tláloc, el “dios de los rayos y lluvias” [1984, I: 159], algo extraño porque, si la diosa y el dios compartían la misma fiesta, tal vez se trataba de un desdoblamiento o una representación ambivalente, híbrida o sin género: “Tláloc-Chalchiuhtlicue”.

Según Durán, mucha gente vivía alrededor de los montes y los volcanes debido a sus minerales, aguas, fuentes, ríos y tierras fértiles para el maíz. En el patio de Tlalocan, “el lugar de Tláloc”, en lo alto de una montaña, se fraguaban las tempestades. [Durán 1984, I:82] Ahí se hallaba sentado este ídolo y a su alrededor se encontraban otros cerros acompañándole. En esta parte, Durán parece referirse a la gran zona arqueológica del Monte Tláloc donde se extrajo el monolito de basalto de 167 toneladas, atribuido al dios Tláloc —cerca de una cueva y del pueblo de Coatlinchán, Texcoco— para colocarlo en posición vertical frente del Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México y no en la posición horizontal, en diálogo con el Iztaccíhuatl, como había sido esculpida por los pueblos prehispánicos, probablemente en el siglo III de nuestra era.

Resulta de especial interés que en 1964 los habitantes de la región se opusieran a su traslado y lo llamaran la Señora del Agua o Chalchiuhtlicue, como había afirmado Alfredo Chavero en tiempos porfirianos. Pero aquel año, el arquitecto Pedro Ramírez Vázquez y los funcionarios del gobierno lo identificaron como dios y no como la diosa de la lluvia, los montes y la fertilidad. [Rozental et al. 2013]. En la actualidad todavía se advierte su símil con el colosal monolito con máscara y elementos acuáticos de la llamada diosa Chalchiuhtlicue o “diosa del agua”, encontrada cerca de la pirámide de la Luna de Teotihuacan.





Figura 1.
Monolitos de Chalchihuitlicue o “diosa del agua” y Tláloc o “dios del agua” en el Museo de Antropología de la Ciudad de México.
Fuente: Museo Nacional de Antropología.

Los evangelizadores interpretaron la lógica de los pueblos mesoamericanos con base en la escolástica aristotélico-tomista y la teoría de los humores estudiadas en la Universidad de Salamanca en la segunda mitad del siglo XVI; además, encontraron analogías entre la religiosidad indígena y otras religiosidades paganas para probar la revelación universal del Dios cristiano y proceder a la inculturación de su fe. La idea de fondo fue comprobar que los indígenas eran “cristianos en potencia”, pues en su mitología se podían observar tanto su lucha contra el demonio, sobre todo por la presencia de Topiltzin-Quetzalcóatl, un dios prefiguración de Cristo, como las profecías del fin del Demonio con la caída de Jerusalén-Tenochtitlan [Rozat 2002].

A finales del siglo XVI, las autoridades franciscanas encomendaron a Juan de Torquemada escribir la versión de las versiones, esto es, una especie de discurso oficial definitivo sobre el pasado prehispánico y la conquista de México [Gurría 1975: 60, 67]; esta obra, titulada Monarquía Indiana, sí obtuvo licencia para ser publicada en 1609. Torquemada retomó documentos de sus predecesores, compañeros de orden (Olmos, Motolinía, Mendieta y Sahagún), del jesuita Joseph de Acosta, de cronistas afines a los conquistadores (López de Gómara, Herrera y Tordesillas y Muñoz Camargo) y de la Apologética historia sumaria de las Casas, pero omitió el trabajo de Diego Durán.

En lugar de “examinar de nuevo la verdad”, como promete, Torquemada sintetiza lo obtenido en el siglo XVI bajo dudosos procedimientos. Para aproximar lo prehispánico a lo universal cristiano, inserta referencias bíblicas, creencias, mitos de autores clásicos griegos y latinos, así como máximas de teólogos medievales [Frost 1975: 73]. De este modo resuelve que Neptuno/Poseidón, el dios griego de los mares, fue a distintos lugares, entre otros, a estas Indias Occidentales, donde fue llamado Tláloc o Tlálocatecuhtli [Torquemada 1975, I: 77]. Repite los atributos y las fiestas a Tláloc inicialmente descritas por Motolinía, pero trata de resolver el problema de la existencia de dos deidades del agua (una masculina y otra femenina) al decir que en Tlaxcala tenían por diosa a Chalchihuitlycue o Matlalcueye, por armarse en su sierra todos los aguaceros que riegan sus comarcas, pero en Texcoco y México veneraban al dios Tláloc.

En el siglo XVIII el jesuita Francisco Javier Clavijero copió a Torquemada casi textualmente [Clavijero 1826: 262-263] y, en adelante, cuando los antropólogos e historiadores se refieren a Tláloc, mezclan a conveniencia crónicas coloniales con testimonios orales y restos materiales, es decir, usan las fuentes producidas en distintos contextos para organizar sus descripciones. Más aún, interpretan y a veces adaptan la arqueología (los monolitos, la cerámica y las pinturas murales) a los escritos de los frailes. De este modo, aunque los restos materiales muestren otra cosa, el género y la identidad de Tláloc corresponden a un dios masculino del agua, la tierra, las lluvias, las tormentas y los rayos, muy poderoso, presente, con uno u otro nombre, en toda Mesoamérica.

TLÁLOC EN TEOTIHUACAN

Desde mi punto de vista, el estudio de las representaciones de Tláloc en los restos prehispánicos nos podría aproximar mejor a las complejas lógicas mesoamericanas. Los arqueólogos ubican las más antiguas en Teotihuacan (100 a. C-650 d. C.), un gran centro ceremonial rodeado de departamentos, del cual se sabe muy poco [Cowgill 1993: 117-125.] Se afirma que ahí existió un Estado poderoso, militarista, dominado por fuerzas masculinas; en esta área, Tláloc —considerado dios del agua y las tormentas y en algunos pocos casos diosa o figura bisexual o híbrida— es una de las representaciones que más se encuentra. Sin embargo, creo que no se puede hablar de ella como una deidad personificada sino como una máscara o imagen glífica intercambiable, distinta de las máscaras rígidas de piedra descubiertas en el mismo sitio.

Teotihuacan vivió distintas etapas constructivas y en sus departamentos se localizan recintos sagrados donde pudieron habitar sacerdotes, comerciantes y artesanos de distintos oficios. Es probable que fuera un centro pluriétnico porque la mayoría de los restos encontrados proceden de Oaxaca, Veracruz y el resto del Valle de México, en especial de Cuicuilco, tras su destrucción por la erupción volcánica del Xitle. Se puede pensar como un espacio para la producción y el intercambio de objetos suntuarios de culto (obsidiana, jade, cacao, pieles de animales), lo cual supuso el simultáneo intercambio de ritos y saberes. No obstante, uno de los mayores problemas para imaginar sus actividades cotidianas y extraordinarias es que, hasta ahora, la descripción de ellas y de los artefactos empleados no se acompaña de explicaciones suficientes por falta de información acerca de sus ecosistemas, guerras, epidemias, códigos morales, reglas del parentesco, costumbres sexuales, etcétera [Manzanilla 1993: 95].

Al parecer, el hallazgo de enterramientos al interior del Templo de la Serpiente Emplumada ha influido en ver en el exterior elementos relacionados con la guerra y el poder, sin embargo, son el agua, la fertilidad y la reproducción de la vida y la muerte los más relevantes: la serpiente emplumada se desliza por un medio acuático, ondulante del cual emerge. Como en otras representaciones, de su cuerpo surge otra cabeza —¿de cocodrilo o serpiente de fuego? — o una máscara con los signos de Tláloc, consistentes en un par de anillos en el penacho, bajo los cuales dos piezas de obsidiana incrustadas parecen ojos; sus colmillos cuelgan de una sola quijada [Kubler 1982: 93-115]. Esta figura, posiblemente una cabeza de jaguar-serpiente-pájaro (fauces, lengua bífida y plumas), descansa sobre otras grandes serpientes, también rodeadas de conchas y caracolas que invocan el mar. Además, los balaustres del edificio son serpientes que se deslizan hasta el basamento, alzando la cabeza [Pasztory 1997: 73, 110].


Figura 2.
Pirámide de la Serpiente Emplumada, Teotihuacan.
Fuente: De jschmeling-originally posted to Flickr as Teotihaucan-3035, CC BY 2.0<https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=3949344>.

La asociación del llamado Tláloc con las serpientes y otros símbolos relacionados con el agua, la fertilidad y la reproducción (cuevas, flores, mariposas, conchas, caracolas y cocodrilos) también se observan en numerosas estatuillas, vasijas en forma de útero e incensarios teotihuacanos.

Las serpientes probablemente destacan porque habitaban en forma masiva en toda Mesoamérica y fueron objeto de culto por proteger los sembradíos de plagas de insectos, roedores y otros animales, por anunciar la llegada de las lluvias y por beneficiar el paso del agua por los canales trazados por ellas mismas; es posible que fueran sacralizadas por sus envidiables poderes de reproducción, metamorfosis y larga vida. Con base en otras representaciones es posible asociarlas con el fuego, lo seco, lo estéril y lo muerto, en consonancia con los ciclos, los círculos y su capacidad de morir y renacer al cambiar periódicamente la piel. Así, grecas onduladas alusivas a estos ofidios en posiciones y formas variadas se encuentran grabadas en los anillos de los juegos de pelota de casi todos los centros ceremoniales mesoamericanos, marcando por dónde debe introducirse la pelota, algo que puede remitir simultáneamente a los ciclos astronómicos, la concepción cíclica del tiempo, la copulación, la vida y la muerte. En el caso de los cuerpos entrelazados que aparecen en muchos juegos de pelota y en la nariz y la boca de Tláloc, es posible que hablen del apareamiento colectivo o en parejas que acostumbran realizar estos ofidios. Una evidencia son los marcos de las pinturas murales de Tepantitla (100-750 d. C.), uno de los departamentos contiguos al gran centro ceremonial de Teotihuacan. [Pasztory 1993: 56]. De las serpientes entrelazadas emergen las cabezas de las serpientes, como en el Templo de la Serpiente Emplumada, indicando que el alimento esencial es producto de su actividad. En el primero destaca la figura que Pasztory y otros historiadores han identificado como la “gran diosa”, la diosa del agua, es decir, la deidad suprema de Teotihuacan que coexiste con el Dios de las Tormentas (Tláloc), sin embargo, justo la supuesta diosa presenta los signos de esa máscara o imagen glífica híbrida a la que hemos denominado Tláloc. En este mural la figura está asentada sobre una base con la representación de olas o ríos sobre montañas, debajo se ubica una franja de serpientes onduladas y entrelazadas sobre fondo rojo. La profusión de serpientes y cabezas de serpientes parece evidenciar la relación de este animal con los humanos y el medio ambiente. El tema, sus símbolos acuáticos y su ubicación hacen que el mural remita al culto al agua, la sexualidad, la fertilidad y la reproducción, al igual que a la metamorfosis y los ciclos del nacimiento, la muerte y el renacimiento [Kubler 1967, Pasztory 1994: 43-63].





Figura 3.
Mural de Tepantitla, Teotihuacan.
Fuente: Museo Nacional de Antropología.

Por supuesto, para una explicación más completa y profunda son imprescindibles el conocimiento de las condiciones medio ambientales, del comportamiento de los animales que habitaban, la creencia en las metamorfosis de humanos-animales [Lupo 1999] y los trabajos agrícolas que se realizaban en la región en cada estación del año. La referencia a la abundancia es clara, pero vincularla al paraíso terrenal, como hizo Alfonso Caso, es forzar la imagen para remitirla al jardín cristiano del Edén y al Más Allá. [Pasztory 1997: 73]

Las figuras humanizadas que se encuentran en el mural de Tetitla, otro departamento aledaño al gran centro ceremonial de Teotihuacan, se han interpretado como mujeres por portar quesquémil[Furst 1974: 194] y como tlaloques o desdoblamientos del mismo Tláloc. Los penachos en forma de serpientes emplumadas que portan estas figuras son muy similares al de la figura de Tepantitla, al igual que la máscara con ojos y fauces de serpiente- felino, sus colmillos verdes y la emergencia del agua de sus manos. Difícil atribuirle un género porque lo que se observa es una máscara o imagen glífica compuesta por serpientes que forman anteojeras las cuales, al aparearse, dan lugar a la nariz. Estos ofidios también forman los labios.


Figura 4.
Mural de Tetitla, Teotihuacan.
Fuente: <Tetitla_Teotihuacan_Great_Goddess_mural_(Abracapocus).jpg Wikipedia Commons>.

En suma, el conjunto de signos cambiantes pero frecuentes, los cuales realzan penacho, ojos, nariz, boca y orejas, en sintonía con el llamado al agua, la sexualidad, la fertilidad y la reproducción, es lo que, desde mi punto de vista, podemos denominar Tláloc, es decir, una máscara o imagen glífica carente de género, la cual se puede asignar a diversas representaciones como un poderoso recurso de invocación y protección sagrados, reconocible a lo largo del tiempo y la geografía, desde el norte mesoamericano hasta la zona maya.


Figura 5.
Tlaloc-Tlaltecutli INAH, Museo de Sitio del Templo Mayor Archivo.jpg

TLÁLOC EN TULA

Ver el mundo mesoamericano a la luz de lo que la historiografía colonial hispanocristiana atribuyó a los mexicas resulta etnocéntrico porque ignora la lógica cultural de las diferentes etnias como respuesta a sus propias experiencias: épocas de abundancia y natalidad y épocas de sequía, desastres naturales (erupciones volcánicas, terremotos, pestes, epidemias, inundaciones, sequías), guerras interétnicas, migraciones, etcétera.

Se dice que los emigrantes teotihuacanos llevaron a Tula —la sede el imperio tolteca fundada por Quetzalcóatl (Ce Acatl Topilzin)— a Tláloc, donde también fue adorado pero representado de forma distinta: como una deidad guerrera que porta una diadema real, un peto triangular sobre su pecho y espalda, un escudo en su mano izquierda y una lanza en la derecha. Es decir, es un “dios varón” principal y personificado, no identificado con la fertilidad sino con la guerra. Pero, al observarlo saltan dos preguntas: ¿es Tláloc vestido de guerrero? ¿o es un guerrero que porta la máscara de Tláloc?, como algunas esculturas de Chac-Mool [Kubler 1982 :92-115].


Figura 6.
Pieza encontrada en 1942 durante las excavaciones del Juego de pelota en Tula.
Fuente: Museo Nacional de Antropología. Archivo Digital.

Motolinía fue el primero en asignar a los mexicas el mito del Quinto Sol sobre la base de las “edades del mundo” de la sabiduría greco-medieval (oro, plata, bronce y hierro) relacionadas con los elementos primordiales (agua, tierra, aire, fuego) [1910: 345-349]. Según él, el mito afirma haber ocurrido la lucha de los soles para crear a los hombres hasta el advenimiento del Quinto Sol y el imperio de Huitzilopochtli, la serpiente de fuego (o Satanás), condenada a morir por el retorno de Quetzalcóatl. El cronista aclara que los mexicas se apropiaron de este mito, perteneciente a los toltecas, para buscar descender de ellos. Una parte de la actual historiografía sigue intentando entender las representaciones teotihuacanas y toltecas con el “calendario azteca” o Piedra del Sol, sin tomar en cuenta que lo mexica se ha usado ex post facto, es decir, con información correspondiente a los mexicas, se han visto Teotihuacan y Tula, a pesar de los siglos que separan los tres centros ceremoniales [Kubler 1970: 127-144].

Según la mitología mexica, elaborada por los frailes, Quetzalcóatl, quien prefigura a Jesucristo por apartarse de la lascivia y la embriaguez —entre otras cosas— y Tezcatlipoca, a quien identifican como dios de la guerra y los sacrificios humanos, pelearon continuamente hasta que los toltecas se vieron obligados a emigrar al Golfo de México y la zona maya, donde fundaron Chichén Itzá. Los intercambios entre toltecas y mayas son evidentes. En Tula, al igual que en Chichén Itzá, Mayapán y Tulum, se alzan columnas que simbolizan guerreros y serpientes de cascabel. En lo alto de las pirámides, en los aros de las plazas de los juegos de pelota, en las jambas que conducen al interior de los recintos sagrados y en las alfardas de las escaleras destacan las serpientes. Han sido colocadas conforme cálculos calendáricos relacionados con la siembra, la lluvia y la cosecha del maíz. [Kubler 1982: 92-115], también, en el área tolteca-chichimeca de Tenayuca, las serpientes brotan de las pirámides con fauces abiertas y sirven de basamento o las flanquean. Son la reiteración de la conexión del cielo y la tierra, del culto al agua, la sexualidad, la fertilidad y la reproducción.

Mesoamérica se caracterizó por continuos e intensos intercambios y donaciones mágico-religiosas de un lugar a otro: de Monte Albán y Cholula a Teotihuacan, de Teotihuacan a las zonas toltecas y mayas, de Tula a Tenochtitlan, entre otras rutas. Con base en el hallazgo de cerámica huasteca, maya y mixteca y de restos nonoalcas, se piensa que Tula, en su fase Tollan (950-1150 d. C.), al igual que Teotihuacan, fue un centro ceremonial pluriétnico. Los cronistas españoles afirman que los mexicas escarbaron en él y se apropiaron de sus figuras y símbolos religiosos; una estrategia de dominación para legitimar su presencia en la tierra que habían invadido dos siglos atrás [Matos 2023: 128]. Pero los múltiples objetos procedentes de diversas regiones mesoamericanas, hallados en las excavaciones del Templo Mayor, hacen pensar que también Tenochtitlan fue un centro ceremonial pluriétnico y que dichos objetos pudieron haber sido ofrendados, donados o intercambiados, dada la importancia de la invocación a la protección sagrada. ¿Es seguro que este sitio fue la sede de un imperio despótico tributario como afirman las primeras historias de la Conquista y se repite hasta hoy? Si el imperio mexica hubiera conquistado una vasta región de Mesoamérica antes de la llegada de los españoles, ¿dónde andaban los numerosos guerreros y funcionarios requeridos por su extenso y bien organizado sistema de administración de tributos cuando arribaron y atacaron las huestes de Cortés?

TLÁLOC EN EL TEMPLO MAYOR

Las crónicas coloniales que dan cuenta de los “emperadores” mexicas, sus dinastías, reformas políticas, alianzas y guerras para capturar y sacrificar cautivos distorsionan la lectura de los restos arqueológicos [Velázquez et al. 2017: 61-78]. Si prescindimos de esta “historia imperial”, podemos pensar que las relaciones de un poder mayor con etnias oprimidas o sojuzgadas eran distintas de las narradas por los frailes, sobre todo porque, a pesar de las similitudes entre unas y otras, los mexicas no impusieron una lengua franca ni una sola manera de interpretar las cosas, como se advierte en los restos materiales.

¿En su peregrinación del norte al sur del continente americano, los mexicas, de origen yuto-azteca, modificaron sus creencias y prácticas religiosas?, ¿conservaron, como los indios hopi (otros yuto-aztecas) el culto central a la serpiente como “hacedora de lluvia”?, ¿Tenochtitlan se apropió de la historia y la religión cultivadas en otros centros ceremoniales?, como repiten los arqueólogos encargados de las excavaciones del Templo Mayor o bien, en los lugares que ocuparon, los mexicas continuaron sus propias tradiciones con transformaciones y adaptaciones [Matos et al. 1993: 158-159].

Los frailes describen el Templo Mayor de Tenochtitlan como el mayor sitio destinado al culto de una dualidad: el ancestral Tláloc, dios del agua, la lluvia, los rayos y las tormentas, y el tribal Huitzilopochtli, dios de la guerra, gestado milagrosamente —como Jesucristo, pero en su antítesis satánica— con vocación a la violencia, los sacrificios y el derramamiento de sangre. Sin embargo, pocos vestigios encontrados en el Templo Mayor remiten a Huitzilopochtli. ¿Fue una adaptación o invención hispana, como tantas otras? Si atendemos a las pruebas materiales, es difícil asumir que este edificio estuviera destinado a dos grandes deidades masculinas como afirman los frailes. En cambio, observamos numerosas ofrendas o tributos, así como monolitos y estelas que se corresponden con representaciones femeninas que aluden a la concepción, el parto, el nacimiento, la sangre, la muerte y, por supuesto, a las serpientes: Coyolxauhqui, Coatlicue, Yolotlicue y Tlaltecuhtli. Las alfardas de las escaleras que conducen a ambos adoratorios en la cúspide y que empiezan o terminan en cabezas de serpientes son altamente significativas.

A diferencia de Huitzilopochtli, la máscara o imagen glífica de Tlaloc está profusamente presente en el Templo Mayor en vasijas y ollas en forma de útero, urnas, braseros, estelas y “almenas”: los ojos de obsidiana blanca recuerdan el cambio de piel ocular de las serpientes, la nariz su forma de aparearse, la boca semeja una serpiente circular con escamas de las cuales emergen colmillos de serpiente y el penacho presenta plumas de ave de colores (rojo, azul y blanco). Al igual que en Teotihuacan los signos de la máscara de Tláloc representan el agua, la sexualidad, la fertilidad y la reproducción.





Figuras 7 y 8.
La máscara o imagen glífica de Tlaloc.
Fuente: Museo del Templo Mayor. Sala 5. Tlaloc.

Estas representaciones, junto con las “diosas madre”, la caracola gigante y los fósiles encontrados en los enterramientos (conchas, caracolas, corales, fragmentos de cartílago rostral de peces, cuentas de piedra verde y copal) pueden interpretarse como metáforas de la vida, la sangre menstrual, el agua, el líquido amniótico, el cordón umbilical y la muerte [López Lujan 1997: 93-95].

CONCLUSIONES

Si atendemos a los signos comunes referentes a los cultos al agua, la sexualidad, la fertilidad y la reproducción, éstos están presentes en toda Mesoamérica, en variedad de formas y figuras entre las cuales la máscara o imagen glífica de Tlaloc, compuesta de serpientes —animales sagrados que se honran en todas las regiones del mundo donde existen serpientes— es tal vez una de las más comunes desde tiempos lejanos. Creo que guarda relación con construcciones circulares, de serpientes enroscadas o que emergen de los muros y las pirámides remitiendo al agua, la montaña, la cueva y la tierra (Cuicuilco, Xochitécatl, Mixcoac, Tenayuca, Cacaxtla, Tecoaque, Totimehuacan, Cempoala, Calixtlahuaca, Manilalco, El Corral, Tlatelolco, etcétera).

¿Es Tláloc la personificación de un dios, una diosa o una deidad híbrida?, ¿debe, por fuerza, poseer un género? [Bonifaz 1986: 29]. Por lo planteado antes, considero que es una máscara o imagen glífica cuyos signos cambiantes nos remiten a los comportamientos ordenados y caóticos de las fuerzas naturales de producción y reproducción del mundo. Esta imagen sería adoptada por distintas etnias para referirse a diferentes momentos de la metamorfosis de la vida y la muerte (los coitos, el embarazo, el nacimiento, el agua, la lluvia, los truenos, la tierra) en el entendido que el mundo humano, animal y vegetal estaban integrados [Zolla 2018 :109]. Por presión o conveniencia, por medios persuasivos o violentos, es plasible que distintas etnias se acercaran y tributaran a los grandes centros ceremoniales entre los cuales encontramos Teotihuacan, Tula y Tenochtitlan; que las experiencias comunes motivaran que en toda Mesoamérica se produjeran representaciones posteriormente denominadas Tláloc, con elementos similares y a veces muy distantes (Chac, Cocijo, Tzahui, Tajin), pero, para que los antiguos sacerdotes de las distintas comunidades hayan adoptado los mismos cultos, ritos y representaciones, se habría requerido una iglesia instituida en toda Mesoamérica, lo cual hubiera supuesto el socavamiento de la identidad étnica y lingüística de sus numerosos pueblos. De la frecuente representación de Tláloc (Teotihuacan, Tula, Tenochtitlan) puedo proponer dejar de verla como una personificación divina masculina, femenina o híbrida, en cambio, como una máscara o imagen glífica propia de sociedades agrícolas, cuyos signos se encuentran estrechamente vinculados con fertilidad y la reproducción, por consiguiente, con el agua, las serpientes, la labranza y las fases lunares que gobiernan las mareas y determinan los ciclos. Queda pendiente ahondar en el sacrificio y la sacralización de las serpientes que conducían a la cohesión grupal por considerarlas seres superiores, dados sus poderes de metamorfosis, reproducción y supervivencia [Kurnitzky 2020]. Para aproximarnos con mayor certeza a sus representaciones sería importante conocer el comportamiento de estos animales que muestran gran diversidad biológica (colores, tamaños y funciones) y múltiples capacidades y funciones para la vida y la muerte — entre ellas la magia y la curandería— superando su identificación cristiana con la naturaleza libidinosa de las mujeres, el demonio, el mal, el desorden y el infierno. La mejor comprensión y explicación de la máscara o imagen glífica Tláloc nos permitiría profundizar en las complejas lógicas de las etnias mesoamericanas.

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