Al margen

Mitoanálisis del dibujo

Hervé Fisher
Université du Québec à Montréal, Canadá

Mitoanálisis del dibujo

El Ornitorrinco Tachado. Revista de Artes Visuales, núm. 7, 2018

Universidad Autónoma del Estado de México

Christian Hernández, tinta s/papel
Naturaleza muerta III
Christian Hernández, tinta s/papel

El dibujo es un acto mágico. La mina de plomo del lápiz, la punta seca sobre el cobre del grabado, dan vida. Ellas dan vida al cuerpo, sentimientos a los ojos, a las manos, alma a un paisaje, a un árbol. Ellas abren las alas del pájaro que vuela en el cielo, dan la fuerza o la resignación al campesino que trabaja la tierra. Ellas también insuflan el tormento en la mirada del condenado, dan la muerte al moribundo, la aflicción al soldado que ellas mismas matan. Tienen el poder de remitirnos a El Pensador de Rodin, antes que el propio escultor, como Pigmaleón, lo encarna en la materia. En la Capilla Sixtina, es el dibujo de Miguel Ángel que otorga al dedo de Dios el poder de dar vida al primer hombre.

El artista es el creador hecho hombre. Extrae su poder en el mito original de la creación del mundo. El mito nos ha enseñado que Dios es el más grande de todos los artistas. La Biblia, las mitologías egipcia, griega o inca, todas las mitologías cuentan la creación del mundo y ponen en escena a lo más diverso de sus actores, benefactores o funestos. Es este mismo poder que se atribuye al dibujante. El mismo poder que acapara la pluma del escritor, la figura del bailarín, el blanco trazo en el cielo azul que dibuja el piloto con su avión.

El dibujo es el gesto mágico que pone en acto el mito fundamental, el mito original de todas nuestras creencias. Es el bisonte, el mamut, el caballo que el hombre prehistórico representaba con una exactitud ritual sobre las superficies de las grutas de Lascaux y de Chauvet hace 20 y 30 mil años. Es el signo cabalístico que traza el chamán intercesor con los espíritus de la naturaleza. Es el tatuaje o la escarificación de los primeros hombres, e incluso, de los de hoy. Está el ideograma que dibuja el mandarín al pincel para asegurar la administración del mundo. Está en las figuras del horóscopo reunidas en los astros del cielo que observamos. Es la firma que autentifica el mensaje, la carta de amor, el acuerdo de paz, la condena a muerte. Es la marca del propietario de ganado, el número de la credencial de identificación, el código de barras de todos nuestros objetos de consumo y hasta de cada uno de nosotros. Es el signo de la cruz del creyente, del sacerdote que bautiza al recién nacido. Es la belleza seductora del lápiz delineador con el cual la mujer remarca sus ojos y engalana su rostro. Es el motivo decorativo de nuestros objetos cotidianos. Es el lenguaje del cómic. Da vida a Tintín y a Nilou, al capitán Haddock, a los Dupont (d) y al profesor Tournesol, a los Schtroumpf, a Copetín y a la Familia Burrón, a Micky Mouse, a Batman, a Supermán, a Sandman. El dibujo critica duramente a los dictadores, a los políticos, a Mahoma, y condena a muerte a los caricaturistas de Charlie Hebdo bajo los disparos del Kalachinov de los terroristas islámicos. El dibujo es animado con un poder prodigioso en la ciencia ficción y los universos virtuales digitales creando quimeras que nadie hubiera podido imaginarse.

No hay nada más mágico que el dibujo de un ser, de un objeto, de un signo, de una palabra, de un número, de un logo comercial. Es de todos los rituales, de todos los poderes, de todos los negocios. Las religiones que han prohibido toda representación divina y humana lo saben bien, pero no pueden privarse de la escritura, de la caligrafía. Sólo la inconciencia más desinhibida puede ahí ignorar el poder escondido.

Su poder está sin una medida común, aun en el anonimato del más miserable de los seres, en la inocencia del niño, en el delirio del loco que dibuja. Desafortunado el que no se percata de esto. Y sin embargo, el dibujo no es un tanque, una bomba nuclear, un meteoro, un volcán en furia, un rascacielos golpeado por la dirección precisa del vuelo de un avión que se colapsa sobre sus ocupantes; no un monstruo ni un ángel. La magia del dibujo es abstracta, sin materia. Existe antes de la materia, es puro espíritu. Pero esta magia puede crear la forma, el volumen, la misma materia de expresión del espíritu que anima la materia. Ella encarna el poder absoluto, original, de la creación del mundo, el mito original en su poder ilimitado.

Es por eso que tenemos tanta admiración por la caligrafía china o árabe, por las estampas japonesas, por los dibujos de Miguel Angel, Delacroix, Rodin, Matisse. Tomo un solo ejemplo, que vale por todos, de la universalidad del poder creador del dibujo en todas las culturas, sociedades y épocas. Hablando de Matisse, el crítico de arte norteamericano J. Edgar Chamberlain, escribía en 1910:

Matisse es simplemente un hombre de una gran fuerza y un artista dotado quien, guiado por su inspiración, busca asir todos los datos esenciales y fundamentales de lo que se le ofrece a la vista. Si él dibuja un retrato se siente inmediatamente que ha representado no solamente el esqueleto y la carne que lo cubre y el brillo de la piel, sino también los trazos más característicos y representativos del modelo en carne y hueso. La magia del arte está aquí en la obra; su mirada, atravesando las apariencias, parece llegar al corazón mismo de las cosas y nosotros estamos, no se sabe cómo, convencidos de que él ha sacado a la luz su intimidad. Si él no busca la belleza, sus dibujos son a veces de una asombrosa belleza porque lo que él encuentra es la verdad, y la verdad, es por lo regular, la belleza misma (Chamberlain, 1910, citado por Seckel, 1977).[1]

He aquí lo que percibe una crítica de arte inclusive laica. Esta declina aquí dos atributos que reconocía Platón: dios es el hermoso, el verdadero, y el bien. Cuando lo que vemos es la obra de un artista, todavía tenemos en la memoria, en el espíritu, el mismo mito del idealismo griego, tal como lo ha retomado Plotino después del cristianismo. De esta trilogía, es verdad que nosotros hemos, regularmente, dejado caer el bien, poco propensos a condenar la inmortalidad del trazo de un dibujo, que no sería más que burgués y anecdótica a nuestros ojos de hoy. Pero este no era el caso antes de que Baudelaire publicara Las Flores del mal.

El poder del dibujo prevalece por lo tanto por las selecciones y las deformaciones expresivas que asume sobre la exacta verdad u objetividad de la fotografía. Por lo menos, de manera generalizada, porque el genio de los fotógrafos puede rivalizar con el de los grandes dibujantes, y eso por las mismas razones que le imponen las selecciones y deformaciones más verdaderas que sólo el registro mecánico. No importa que los artistas dibujen con una vara sobre la arena, con un carboncillo, un lápiz, un pincel, su cuerpo, un algoritmo, un rayo laser. El dibujo es un don que se cultiva hasta llegar a la perfección. Los artistas son los sacerdotes del misterio del universo y de la vida, más dionisiacos, más apolíneos, más cristianos, más hebreos, más diabólicos más angelicales, que los que sirven a todas las religiones; más cerca de los principios de todas las religiones. Ellos son el acto mismo de la creación, el dedo de Dios. Y puesto que Dios no existe, ellos son el “Hombre Creador” de todas las cosas. Nosotros creemos en el poder misterioso de los dibujante más que en el dios de los cristianos, de los judíos y los islámicos. El dibujo es un acto extremo, sagrado, que exige la perfección (es decir, en su sentido metafísico de la realización del ser), que no tolera la incompletud humana. Es divino.

Referencias

Seckel, H. (1977). Catálogo de la exposición Paris New York. París: Centre Pompidou.

Notas

[1] Chamberlain, J. E. (1910). The New York Mail. Camera Work, 30, p.51.
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