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La acción política como performance social: el caso de las imágenes de las protestas contra Nicolás Maduro

Pedro Alberto Cruz Sánchez
Universidad de Murcia, España

La acción política como performance social: el caso de las imágenes de las protestas contra Nicolás Maduro

El Ornitorrinco Tachado. Revista de Artes Visuales, núm. 6, pp. 55-66, 2017

Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 20 Septiembre 2017

Aprobación: 10 Noviembre 2017

Resumen: Este artículo vincula dos campos de conocimiento escasamente relacionados: los Estudios Visuales y los Estudios de la Performance. El caso de análisis seleccionado ha sido el ingente número de imágenes que, sobre las manifestaciones acontecidas en Venezuela contra el gobierno de Nicolás Maduro, ha sido distribuido por medios de comunicación y redes sociales desde principios de 2017. Los aspectos tratados con especial atención han sido: 1) la definición de performance social, como una articulación expresiva adoptada por el levantamiento civil desde comienzos del siglo xxi; 2) la diferencia entre “habla” y “escritura” como modos de identificación del lenguaje del poder y el lenguaje de la protesta; y 3) la idea de “estereotipo estético”, encarnada en aquellos cuerpos singulares que se han convertido en iconos globales de las revueltas contra Maduro.

Palabras clave: Venezuela, Nicolás Maduro, protesta, performance social, habla, escritura, cuerpo.

Abstract: This paper links two fields of research scarcely connected: Visual Studies and Performance Studies. The chosen case to analyze has been the enormous amount of images on the demonstrations against the government of Nicolas Maduro, which have been distributed through mass media and social media from the beginning of 2017. Three aspects in particular have been analyzed: 1) the definition of social performance as a way of acting adopted by the civil uprisings throughout the twenty-one century; 2) the difference between “speech” and “writing” as modes of representation of the authority language and the protest language; and 3) the idea of “visual stereotype”, incarnated in those specific bodies that have become global icons of the protests against Maduro.

Keywords: Venezuela, Nicolas Maduro, protest, social performance. speech, writing, body.

Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, en Nueva York, la estructura de la iconosfera contemporánea ha experimentado profundas transformaciones, dirigidas principalmente al incremento de las transferencias entre dos esferas a priori alejadas entre sí como son la de la “imagen estética” y la de la “imagen informativa”. Las célebres manifestaciones del músico Stockhausen y del artista visual Damien Hirst con las que se referían al colapso del World Trade Center como la “obra de arte total”, determinan un punto de estetización máxima de lo real, que ya no distingue entre realidad y ficción. La multiplicación de este tipo de opiniones conllevará que cualquier imagen termine por recibir un tratamiento estético. Incluso la estremecedora visión del cuerpo del pequeño sirio Aylan Kurdi, muerto sobre una playa turca, fue rápidamente absorbida por la omniabarcadora mirada estética, desde la cual la imagen fue escrutada como una resonancia de varias iconografías cruzadas de la historia del arte. La pulsión estetizadora de la actualidad no respeta ninguna región de lo real —tampoco la muerte—. Parece como si la realidad ya no inspirase nuevas imágenes, sino que ésta fuera un mero “sucedáneo” de documentos visuales preexistentes. Lo “extraordinario” se presenta como un eco de imágenes ya vistas e interiorizadas. De ahí que, en cualquier caso, el presente se defina por una política temporal en virtud de la cual la realidad siempre llega tarde con respecto a la imagen. La primera vez de la realidad constituye, sin excepción, la segunda vez de las imágenes. Y, en este sentido, existe una clara tentación de calificar cualquier imagen de la realidad como “monstruosa”, ya que, como apunta Marie–Helene Huet (1983: 78), “lo original no es el producto de la naturaleza, sino del arte”.

En esta compactación sin fisuras de lo real bajo criterios estéticos, las numerosas movilizaciones sociales que se han sucedido a lo largo del joven siglo xxi han acabado sedimentándose en el imaginario colectivo como “movimientos estéticos”. El 15-M, en Madrid, o la Primavera Árabe suponen ejemplos máximos de una “estética política” que desborda, con mucho, la lógica del levantamiento y de la revuelta: la reunión de personas que establecen una “incuestionable presencia pública, física o virtual” (Butler, 2004: 25; Didi-Huberman, 2017). Toda revuelta se articula a través de códigos visuales que se transfieren de un caso a otro. De hecho, se ha llegado al extremo de que la eficacia política de tales manifestaciones se mida en términos de “potencia de imagen”. La capacidad de un levantamiento para transformar un determinado status quo político-social depende de su habilidad para activar ciertos registros estéticos que la sociedad identifica con la idea de “revolución”. De manera que, paradójicamente, en la actualidad, un estallido revolucionario se reconoce no tanto por lo que subvierte como por aquello a lo que se ajusta. En tanto que experiencia visual, la insurrección funciona como un “género estético”. Y, como tal, gran parte de su éxito reside en su capacidad para reproducir las normas reconocibles de dicho género. Como subraya Kathryn Hochstetler (2006: 404), las protestas callejeras emplean procedimientos que se encuentran codificados de manera estandarizada. Pero, en contra de lo que se pudiera pensar, la codificación de tales procesos no se produce solo en un nivel organizativo y estratégico, sino también visual. La principal contienda no se libra en la geografía de la ciudad, en la realidad del territorio, antes bien, ninguna revolución logrará un éxito efectivo si no conquista el imaginario social. Las imágenes han dejado de ser el medio a través del cual transmitir un determinado relato de sucesos para convertirse en el auténtico acto de levantamiento en sí. “No existe acción política fuera del dominio de la estética”. La legitimidad que se persigue mediante la insurrección es principalmente de orden visual; lo que quiere decir que la ocupación simbólica que busca la experiencia revolucionaria no es tanto la del territorio cuanto la de los canales de distribución mediática que construyen el referido imaginario social.

La cámara determina el lugar de la revolución de la misma manera que la cámara ha indicado desde la primera Guerra de Irak el lugar de la guerra. Conviene recordar, en este sentido, la reflexión que realiza Ariella Azoulay cuando afirma que “hoy la economía de la violencia se conduce, de modo progresivo, más en conexión con la economía fotográfica que con la economía de la guerra tradicional. “La cámara designa el lugar de la guerra”. Es hoy uno de los agentes más distintivos de la guerra (…) Donde quiera que la cámara se encuentre presente, enmarca la arena en la que la guerra tiene lugar” (Azoulay, 2001: 7). Si los atentados contra el World Trade Center elevaron a la condición de género visual global lo que Frank Lentricchia y Jody McAuliffe (2003: 7), denominaron como terrorism for the camera, en la actualidad parece adecuado reformular este concepto en los términos de un “levantamiento para la câmara”. La insurrección no se torna real cuando se escenifica en las calles, sino cuando se inscribe en la imagen. La estetización del alzamiento, lejos de suponer una merma de su potencial subversivo, constituye, al contrario, su única posibilidad de éxito: estetizar ya no implica, en el actual régimen escópico, la degradación de una realidad específica a un nivel inferior de inoperancia y desactivación política. Entrar en la esfera estética supone la principal vía de acceso al imaginario colectivo y, por tanto, la mayor garantía de éxito del alzamiento. Y es que no existe mayor espacio simbólico de poder, cuya conquista urja más para cualquier contestación social, que la “imaginación del espectador”.

Una prueba fehaciente de este proceso de estetización de la protesta la proporcionan las manifestaciones generalizadas contra el gobierno de Nicolás Maduro que, desde principios de 2017, protagonizan la vida diaria de las principales ciudades de Venezuela. Dentro del contexto sudamericano, resulta especialmente significativo el hecho de que, desde que en los años 70 y 80 numerosos países volvieran a ser regidos por gobiernos civiles, el 23% de los presidentes electos hayan sido forzados a dejar sus cargos antes de la finalización de su mandato (Hochstetler, 2006: 401). Durante los últimos treinta años, los mayores desafíos a la figura del gobernante han procedido de los actores civiles,1 los cuales han engrosado todas aquellas protestas callejeras que, en sus estadios finales, han sido las principales culpables de las diferentes caídas presidenciales (Hochstetler, 2006: 401 y 403). A tenor de este background histórico, es dable pensar que cualquier episodio de levantamiento que se produzca en un país sudamericano posee una memoria amplia y profunda que determina la acción emprendida. Además, sucede que este “relato” de protestas callejeras ha proporcionado algunas de las imágenes más impactantes e indelebles de la cultura audiovisual sudamericana de finales de siglo xx. Las cadenas de televisión han realizado un seguimiento amplio de estos conflictos, instalando en el imaginario social sudamericano todo un caudal de imágenes de masas ocupando avenidas y plazas (Hochstetler, 2006: 411). Se colige, por tanto, que, ante el fulgor de imágenes irradiado por el levantamiento venezolano, sea necesario pensar en la activación de una serie de códigos visuales previamente testados y definidos. Si la insurrección necesita de una reunión suficiente y cohesionada de individuos, es indudable que, en el momento presente, “es la imagen la que se encarga de organizar a la multitud a partir de estándares visuales socialmente interiorizados”. Decir “multitud” a secas resulta inexacto por incompleto; la expresión correcta sería “multitud estética”, en la medida en que la masa no genera una autoconciencia de sí misma si no es a través de su propia representación.La multitud solo sabe representarse; de ahí extrae su energía y capacidad de presión sobre las estructuras de poder. Y como la masa únicamente es “en” el acto mismo de representarse, hay que convenir con Toni Negri que “el levantamiento es lingüístico, performativo” (Negri citado por Didi-Huberman, 2017). En su opinión, “el levantamiento produce performances que van bajando y subiendo, de la expresión de un contrapoder constituyente al más diminuto ‘no’ dicho contra el orden”. La protesta se ha convertido en una práctica performativa más, en un género con particularidades propias y que requiere de la continua asunción, por parte de sus integrantes, de un conjunto de códigos que la tornan verosímil y eficaz.

1. La performance social

“El movimiento social —indica Ron Eyerman— es una forma de actuar en público, una performance que implica una representación en un modo dramático” (Eyerman citado por Alexander, Glessen, Mast, et al. 2006). La manera en que esta aserción de Eyerman completa la anterior de Toni Negri permite encuadrar la experiencia del levantamiento dentro de los Performance Studies: ya no se trata solamente de subrayar que la insurrección constituye una “proposición lingüística”, sino que, además, ésta es desarrollada por unos “actores” que, como tales, interpretan “dramáticamente” su papel. En cierto sentido, este concepto de “performance social” no dista mucho de lo que, en el terreno artístico, Claire Bishop (2012: 219), ha identificado como “performance delegada”: un tipo de práctica cuya hallmark consiste en el empleo de performers no-profesionales, aunque dirigidos por un artista profesional y con una finalidad claramente institucional. En el caso de Venezuela, por ejemplo, estas conexiones entre la “performance social” y la “performance delegada” resultan evidentes: los “actores no-profesionales”, el pueblo, no salen a la calle espontáneamente ni bajo sus propios criterios, sino organizados por la oposición a Maduro, que, evidentemente, se mueve con el propósito de desalojar de las instituciones a sus actuales inquilinos. Es cierto que entre la sociedad civil y las organizaciones institucionales (los partidos políticos), existe una serie de ideales compartidos y de demandas comunes que convierten en “natural” su fusión. Pero, aun reconociendo este extremo, no se debe olvidar que la agenda de movilizaciones viene marcada por el cronograma diseñado por la oposición, y que, en este sentido, resulta inevitable establecer una diferenciación entre dos dimensiones del levantamiento: la oficial o institucional y la civil.

El concepto de “performance social”, pese a que hasta ahora se ha empleado de manera aproblemática, exhibe una serie de aristas y complejidades cuyo abordaje no debe demorarse por más tiempo. De hecho, dos preguntas elementales surgen de su simple construcción semántica: ¿qué hay que entender por “performance”? Y ¿en qué sentido se puede interpretar la noción de “social”? Para responder a la primera de estas interrogantes, conviene remitirse a la misma etimología de performance, que, como explica Victor Turner, se remonta al término medieval inglés parfournen, el cual más tarde se transformaría en parfourmen. Esta expresión, a su vez, proviene del francés parfournir, resultado de la unión de “par” (completamente), y de “fournir” (proveer, suministrar). Como precisa Turner (1979: 82), lo que diferencia a la performance de cualquier otra modalidad de expresión es que no se limita a mostrar una forma o a realizar un simple hecho o acto, sino que posee, más bien, el sentido procesual de “completar algo”. El paradigma estático de la forma acabada y lista para consumir es sustituido por otro dinámico, desde el cual lo prioritario es el proceso en sí, el desarrollo, el conjunto de la trayectoria recorrida hasta “suministrar completamente” una experiencia. Pero, entiéndase bien, esta idea de la “provisión total” de algo que reside en la etimología de la performance no debe conducir a pensar que la finalidad de cualquier experiencia performativa es obtener un producto finalizado, perfecto en sí mismo. El éxito de la performance no se mide por los logros que se puedan derivar del proceso seguido, sino por la misma realización del proceso. “Suministrar completamente” equivale a proveer la entera visualización de una trayectoria que se desarrolla entre dos puntos temporales, pero de la que necesariamente no ha de obtenerse un resultado concreto o aprovechable. La “eficiencia”, en este sentido, no es la cualidad más perseguida por los procesos performativos. Si, durante el último medio siglo, la performance ha operado como la catalizadora de las principales transformaciones artísticas es debido, precisamente, a ese carácter excesivo que la define. Y el “exceso”, no se olvide, es todo aquello que el Sistema no puede digerir y tornar en fuerza productiva. No es casualidad, a este respecto, que Negri califique el acontecimiento colectivo como el gesto que proporciona un “exceso de ser”. En tanto que performativo, el levantamiento es excesivo. De modo que su mismo desarrollo ya es su éxito. Con independencia de que, en Venezuela, los manifestantes alcancen su objetivo de convocar nuevas elecciones y detener el proceso constituyente, la singularidad de la protesta es que se legitima en su propio acontecer, como un exceso que el Sistema no puede absorber y que, por tanto, siempre considera como un “exterior” inasimilable. Esta “exterioridad insobornable” del levantamiento es la que asegura su preservación, en todo momento, como una experiencia antagonista del poder, como un “afuera” que el Sistema no puede metabolizar y convertir en un elemento más de su organismo. Eyerman dibuja perfectamente el sentido de esta “exterioridad” cuando señala que la identidad colectiva se forja mediante un proceso que necesariamente marca los límites que separan el “dentro” y el “afuera”, y que, por ende, determina un “Otro” contra el que el movimiento civil se dirige.

El carácter “incontrolable” de la performance —aquello que la singulariza como un evento que desestabiliza la estructura normativa— viene dado por su “carácter periférico” dentro del esquema de la dramaturgia. Richard Schechner (1973: 8), en efecto, diferencia cuatro círculos concéntricos en función de su grado de inmovilidad: 1) el menor y más interno es el “drama” —esto es, es el texto escrito en el que aparece fijado el plan, las instrucciones—; 2) a continuación se encuentra el “script” o guión —que puede ser llevado de un espacio-tiempo a otro—; 3) más amplitud que éste posee el “teatro” —entendido como el evento representado por un grupo específico de actores y distinguido por su concreción e inmediatez—; y 4), en último lugar, la performance —el círculo más amplio de todos, que sobresale por su indefinición y que engloba toda esa constelación de eventos a menudo desapercibidos que sucede en el espacio de interacción creado entre los actores y el público—. El interés de esta clasificación establecida por Schechner es doble: en primer lugar, la performance se constata como esa “variable” que, en cada representación, se añade como un “suplemento” a la fijeza del texto. Su dimensión política radica precisamente en que acontece en la realidad como la “levedad accidental” que desborda la palabra escrita, que no forma parte de su estructura y que es el resultado de un site specific. Desde el posestructuralismo, se le ha conferido a la performance la capacidad de “desmantelar la autoridad textual” (Worthen, 1998: 1093). Contra el gesto performativo no caben estrategias de defensa ni de anticipación en tanto en cuanto constituye el “margen no-programado” del drama, el exceso que surge de la acción intersubjetiva. La razón por la que el evento performativo hace tambalearse las arquitecturas normativas no descansa en su escala macro, en la naturaleza monumental que, con frecuencia, los medios de comunicación pretenden ofrecer —las multitudes a vista de pájaro, ocupando amplias extensiones de espacio y que parecen construir una “superestructura popular”—. Por el contrario, el verdadero potencial subversivo de la performance social radica en las “situaciones moleculares”, en aquello que justamente pudiera pasar desapercibido y pertenece casi al plano de lo invisible. De ahí que, a la hora de esbozar las bases para un abordaje de la performance social desde el campo de los Estudios Visuales, uno de los primeros aspectos que haya que considerar sea la focalización en los “suplementos invisibles” del levantamiento. Lo “mínimo” es la escala de mayor densidad política de la protesta. Y así sucede porque implica el elemento de “exterioridad” y, por tanto, de autonomía que lo separa del paisaje normativo. Explica Turner (1979: 83), a este respecto, que, “en la medida en que los dramas sociales suspenden la actuación cotidiana normalizada, interrumpen el flujo de la vida social y fuerzan a un grupo a reconocer su comportamiento en relación a sus propios valores”. Quiere esto decir que en el punto de ruptura del continuo social es en donde cabe localizar la fuerza subversiva y transformadora de una protesta; y que este “punto de ruptura” se sitúa en los niveles performativos moleculares, en ese “mínimo diferencial denominador” en el que cualquier levantamiento se sustrae a la fuerza fagocitadora de los sistemas de poder.

La segunda de las ideas de alcance que se derivan del esquema de círculos concéntricos establecido por Schechner es la cualidad irrenunciable de la performance de la necesaria presencia de un espectador. Erving Goffman (1956: 13), enuncia esta particularidad de un modo meridiano: hay que reservar el término de performance para referirse “a cualquier actividad de un individuo que sucede durante un periodo marcado por la continua presencia ante un conjunto de observadores, los cuales son a su vez influidos”. Otras definiciones, como la de Jane Tumas-Serna (1992: 141), reducen las condiciones para que suceda el evento performativo y amplían, por tanto, todavía más su incidencia: la teoría de la performance conceptualiza toda interacción como performativa. Ahora bien, aunque efectivamente la condición sine qua non de la performance sea el campo significativo abierto por la interacción entre actor y espectador, hay un aspecto en esta comunicación que corrige la observación de Goffman, a saber: que no solamente el observador es afectado por la acción del performer, sino que éste también es alcanzado por la reacción del espectador. Se trata de “una afección en doble sentido”, en la que ya no existe una hegemonía emocional de ninguna de las partes. Deleuze calificó a esta capacidad de los seres para afectar y ser afectados como ethología; una disciplina nueva que estudiaría la “mutualidad emocional” que rige la relación entre las cosas y que prioriza el sentido de sociabilidad y comunidad sobre el de la captura o utilización (Deleuze citado por Fraser y Greco, 2005). El levantamiento, desde este punto de vista, opera a través de su performatividad para derrocar, en primer lugar, un determinado régimen afectivo de configuración vertical: el poder (actor) gobierna sobre el pueblo (espectador), sin que éste último posea capacidad alguna de afectar la acción política del primero. Restablecer un sistema de “mutualidad emocional” constituye el primer objetivo de la protesta, en la medida en que tener capacidad de afectar implica tener capacidad subjetiva y, en consecuencia, hallarse en disposición de participar en la construcción del imaginario visual colectivo. La diferencia esencial entre las imágenes del poder y las imágenes del levantamiento es que las primeras se elaboran unilateralmente, mientras que las segundas son la consecuencia de una afección colectiva y diseminada. El poder separa nítidamente los actos de ver y de ser visto, de manera que entre ellos no pueda haber ningún episodio de contaminación; por el contrario, en el levantamiento cada individuo se establece como un nódulo experiencial resultado de la convergencia del ver y del ser visto. Para ilustrar este comportamiento ambivalente de la visualidad revolucionaria, conviene diferenciar los tres tipos de espectador que se advierten en el caudal de imágenes que han sido distribuidas de las manifestaciones de Venezuela: el “espectador interno”; el “espectador externo”; y el “espectador anticipado”.

El espectador interno

En el interior de una multitud, ningún individuo está solo. Lejos de constituir una perogrullada, una obviedad sin más, esta afirmación posee el suficiente alcance como para delimitar un primer anillo de experiencia espectatorial: los manifestantes se miran entre sí, actúan cada uno como un espectador inmediato para el otro, interno a la acción política, al levantamiento. Dentro de la masa, cualquier sujeto se siente ya como un actor ante aquéllos que le rodean. Y es que, como anota Goffman, los individuos “adoptan empáticamente la actitud de los otros presentes, con independencia del fin con el que ellos emplean la información adquirida” (Goffman, 1956: 83; Fraser y Greco, 2005). Es evidente, a tal respecto, que este tipo de “comportamiento reflejo” se explica porque, ante todo, los diferentes elementos individuales que conforman una multitud transmiten una “información incorporada” —esto es, un mensaje a través del cuerpo, profundamente encarnado— (Goffman, 1956: 82). La protesta es un asunto “entre” cuerpos; cuerpos que deben ser entendidos como lugares sensibles de expresión, que reaccionan ante cualquier mínimo movimiento que suceda en derredor suyo. Únicamente así se entiende que la acción de cualquier individuo produzca un significado por medio de las reacciones de los otros presentes y que, de este modo, los movimientos, las palabras, las apariencias terminen por convertirse en “símbolos significantes” para la totalidad de los participantes (Burke y Reitzes, 1981: 84). La vinculación entre identidad y performance solo se entiende a partir de estos “significados comunes” (Burke y Reitzes, 1981: 85), que nacen de la relación intersubjetiva actor/espectador entre los miembros de una multitud.

El espectador externo

Un segundo nivel de estetización de la protesta es el que se genera como consecuencia de la diseminación de sus imágenes a través de los diferentes canales de distribución —medios de comunicación y redes sociales, principalmente—. El éxito de un levantamiento no pasa ya por afectar a los cuerpos inmediatos que nutren la multitud, sino en lograr la “construcción de un espectador externo que otorgue una escala global a cualquier comunicación simbólica”. Sin este “espectador externo”, la acción política carecerá de efecto alguno y fracasará en su intento de transformar un determinado orden de las cosas. Como explica Seth F. Kreimer (2001: 122), el cambio del siglo xx al xxi ha permitido romper el monopolio de las estructuras de diseminación comunicativa que, hasta no hace mucho, amenazaban con excluir a los outsiders, a aquellos que no disponían de un respaldo económico suficiente como para hacerse visibles ante la audiencia. El desarrollo de Internet ha desafiado el control de los oligopolios comunicativos, aminorando significativamente los costes de los procesos de diseminación de los contenidos simbólicos y, por tanto, del capital requerido para entablar un diálogo con el público (Kreimer, 2001: 124). El principal logro de las protestas de Venezuela ha sido, en este sentido, hacer de su “espectador externo” un “espectador global” que deslocalice el debate sobre la erosión democrática denunciada por los opositores a Maduro. De hecho, ningún levantamiento acontecido en la época del 2.0 tendrá sentido si no se garantiza un “efecto de contagio” por el que la subjetividad del “espectador interno” se traslada al “espectador externo”. La característica principal de este segundo anillo de visión es que, en efecto, el espectador que contempla las imágenes de la protesta desde cualquier lugar del mundo no se considera un mero receptor de información, sino que, en diferente grado, asume también la condición de actor y de activista. Entre ambos niveles de visión (el interno y el externo), no existe, por consiguiente, una relación “finalizada”, cerrada y sin posibilidad de ulteriores derivaciones, sino que la comunicación simbólica adquiere en todo momento un funcionamiento interactivo por el que sendas esferas se retroalimentan.

El espectador anticipado

Tal y como ya se ha reflejado con anterioridad, el de Venezuela es un caso paradigmático de “levantamiento para la cámara”. Y “actuar”, en este caso, ante el objetivo no implica solamente cuestiones estratégicas que repercuten en el necesario alcance público de la protesta, sino que se articula como el elemento determinante principal de la experiencia insurrecta. Advierte Goffman que cualquier individuo es capaz de “ver” que es, a su vez, visto (Goffman citado por Fraser y Greco). Pero entiéndase bien el matiz: no se trata de describir el “ver como ser visto” al modo de una expectativa, de un hecho que se producirá tarde o temprano por parte de un espectador interno o externo. Aquello que sugiere Goffman es que en el mismo acto de mirar ya está interiorizada la experiencia de ser mirado, de suerte que, en la performance social, cada participante hace del acto de ver un ser visto. El participante en cualquiera de los levantamientos contemporáneos se articula escópicamente como un “espectador anticipado”, en la medida en que en la raíz de su acción, de cada uno de los gestos y situaciones que componen su desenvolvimiento, se halla la conciencia de un “ser ya mirado”. Es más, hoy en día no se puede hablar de acción política si no es a partir esta condición por la que un individuo se subleva “desde la mirada del otro”. La cámara, ciertamente, no procura solo un alto grado de exposición y visibilidad, sino que “exterioriza el interior de la mirada política”, la ofrece como ya asumida por la colectividad, como ya cosida por los ojos de los otros. Desde esta perspectiva, la estetización del levantamiento va mucho más allá de un supuesto “efecto pictórico”: estetizar es, en este sentido, implicar “originalmente” las miradas de los otros, su pluralidad y diferencia irreductible. Ahora bien, si, como se ha comentado, la figura del “espectador interno” surge de la interacción entre cuerpos individuales, la experiencia del “espectador anticipado” solo es localizable en el ámbito de lo que se puede dar en llamar el “cuerpo colectivo” o el “cuerpo de la multitud”. Efectivamente, la protesta no anticipa la mirada de los otros desde el ejemplo de las corporeidades particulares, sino desde los “significados comunes” que la “unión ethológica” de aquéllos produce. La otredad solo está en la génesis de esa mirada constituida como sujeto colectivo. Tan solo la multitud se abre al mundo como “espectador anticipado”. Mirar colectivamente es mirar desde la alteridad; la identidad de la multitud siempre asume en su esencia la vasta exterioridad de lo otro.

2. El poder del habla frente a la insurrección de la escritura

Uno de los aspectos que más llaman la atención de las imágenes distribuidas de las manifestaciones de Venezuela es la extrema polarización que ha surgido de las codificaciones visuales del poder y del levantamiento. Mientras que Nicolás Maduro suele mostrarse, en casi la totalidad de las ocasiones, en plano frontal y ante un micrófono, durante alguna de sus frecuentes alocuciones televisivas a la nación, los manifestantes mantienen una vinculación con el lenguaje a través de la pancarta, de la proclama o la demanda escrita sobre un soporte desplegable y fácilmente visible. La reiteración de ambos tipos de imágenes da lugar a un esquema binario no exento de cierto maniqueísmo: de un lado, el eje habla-poder; de otro, el eje escritura-levantamiento.

Inevitablemente, esta oposición del habla y de la escritura –la primera identificada con el autoritarismo y el abuso de las estructuras institucionales, y la segunda con la insurgencia y la resintauración de unas mínimas garantías democráticas- reenvía a la ya clásica deconstrucción del logocentrismo que Derrida realizó en su De la gramatología. En este texto,2 el filósofo francés desnuda la estrategia desarrollada por la cultura occidental, consistente en relegar a un papel subalterno y de secundariedad a la escritura con respecto al habla. Derrida (2005: 13), ejemplifica esta deriva histórica con alusiones a Aristóteles —la voz mantiene una relación de proximidad esencial e inmediata con el alma y es productora del primer significante— y a Rousseau —la escritura es suplemento del habla—, entre otros. En sus propias palabras,

(…) el privilegio de la phoné (…) responde a un momento de la economía (…) El sistema del “oírse-hablar” a través de la sustancia fónica –que se ofrece como significante no-exterior, no-mundano, por lo tanto no-empírico o no-contingente- ha debido dominar durante toda una época la historia del mundo, ha producido incluso la idea del mundo, la idea del origen del mundo a partir de la diferencia entre lo mundano y lo no-mundano, el afuera y el adentro, lo trascendental y lo empírico, etcétera (Derrida: 2005: 13).

La necesidad de reproducir esta extensa cita de Derrida se explica por el hecho de que en ella aparece expresada nítidamente una de las ideas que las imágenes de las alocuciones de Maduro pretenden reforzar: es él quien posee la capacidad del habla, de la phoné. Y, a través de este privilegio, su voz se articula como la expresión del Estado más próxima a la verdad. Las referencias a Dios y a la Religión con las que Maduro salpica muchos de sus discursos contribuyen a otorgar a su voz esa aura trascendental que le permitiría separar infaliblemente el orden del caos, lo esencial de lo accidental, lo interior de lo exterior. Si, con anterioridad, se ha abundado en el modo en que la configuración estética de la multitud asume en su origen, en su mismo gesto de constituirse y levantarse, la exterioridad del resto de miradas, en el caso de las imágenes de Maduro el efecto obrado es completamente diferente: de lo que se trata mediante su voz es de separar en términos absolutos el “adentro” —el Estado y la democracia encarnados en su propia persona— del afuera —la oposición, las manifestaciones, las demandas de una auténtica democracia—. Por medio del micrófono —encargado de visualizar metonímicamente su voz—, Maduro deslegitima las otras formas de expresión lingüística –la de la palabra escrita sobre telas, cartones o cualquier tipo de soporte. No es de extrañar que, pese a su pequeño tamaño y carácter artesanal, la pancarta sea contemplada en cualquier sistema político como una amenaza mayor a la estabilidad institucional. Su escritura “al margen” del habla del poder, fuera de los límites del “adentro” trazados por la voz del gobernante, la convierte en una forma de escritura combatida y despreciada. La pancarta rompe la condición subalterna de la escritura con respecto al habla, y establece así una relación horizontal con el discurso del poder que perturba a los gobernantes. Por medios de los mensajes concisos y directos que exhibe, la “escritura de pancarta” se introduce como una cuña en la relación de intimidad que la voz mantiene con la verdad: allí donde ambas, voz y verdad, conformaban un único cuerpo inseparable, la pancarta despieza la unidad y abre una distancia entre ambas realidades que permite la emergencia de sus muchas contradicciones.

Frente a la naturaleza trascendental, inmanente, de la voz de Maduro, las pancartas de los manifestantes ejercen un uso performativo del lenguaje. Y aunque, como señala Hossein Razi (1987: 462), las nociones de “legitimidad” y de “performance” suelen ser hasta cierto punto independientes, ambas generan una relación de necesidad entre sí cuando se aborda la cuestión del carácter relacional-situacional del poder político. Si, en este sentido, “autoridad quiere decir algo más que detentar una cierta situación de poder” (Razi, 1987: 463), entonces no es complicado colegir que la performatividad de la escritura de los manifestantes arrebata la legitimidad a la voz de Maduro. La trascendencia otorgada a su habla la transforma en una realidad invariable, fijada a una serie de factores perpetuos que no reaccionan ante las necesidades del pueblo. Mediante la exclusión de toda la realidad contingente, performativa, exterior a su voz, Maduro desplaza su discurso desde la performatividad hasta la inmanencia, vaciando de legitimidad el ejercicio de un habla ensimismada e inalterable por su posición de cercanía a la verdad.

3. Los cuerpos de la multitud

La multitud —representada habitualmente como una masa uniforme, compacta y anónima— también tiene sus cuerpos específicos y con rostro que ayudan a individualizarla y a otorgarle situaciones segregadas y de un elevado valor icónico. A pesar de que conforme el tamaño de un grupo incrementa, los individuos tienden a difuminar su responsabilidad en beneficio de la acción colectiva (Zaccaro, Peterson y Walker, 1987: 257), en las protestas de Venezuela, es posible extraer una serie de imágenes de cuerpos que, en contra de este paradigma de comportamiento, se han arrogado una responsabilidad concreta e individual que no han delegado en el desenvolvimiento multitudinario. Los casos enumerables se han convertido en emblemas globales del levantamiento contra el gobierno de Maduro: Caterina Ciarcelluti, la “mujer maravilla”, capturada por la cámara en el momento de arrojar piedras contra los militares el 1 de mayo en la principal autovía de Caracas; Víctor Salazar, el “hombre en llamas”, convertido en una bola de fuego tras el estallido de un tanque militar durante las protestas del 3 de mayo; Hans Wuerich, el “hombre desnudo”, que trepó desnudo, con una biblia en la mano, a un vehículo antimotines el 20 de abril en Caracas; María José Castro, que, con una bandera venezolana sobre la espalda, bloqueó el avance de una tanqueta durante los incidentes del 19 de abril; o Wuilly Arteaga —conocido como “el violinista”—, quien, en medio de una nube de gases, caminó hacia los militares mientras tocaba el violín, en un intento de lanzar un mensaje de paz.

Cada uno de estos cuerpos funciona como una “sinécdoque visual” del levantamiento, por la que la multitud adquiere si cabe mayor presencia y dimensión performativa. La afirmación de Guattari (2009: 48), de que no existe frase o gesto que no se inscriba en una red de significación mayor, adquiere en estas imágenes una especial relevancia. De hecho, la principal cualidad de tales documentos es otorgar al espectador asideros visuales de una enorme significación y fácilmente reconocibles, cuya experiencia se extrapola automáticamente al conjunto de los actores anónimos participantes. La razón de este alto grado de “legibilidad” reside en dos motivos fundamentales: en primer lugar, permite imaginar el carácter “disimétrico” de la confrontación. Frente al “acompañamiento armamentístico” del que se vale la voz y el habla del poder, el levantamiento civil solo dispone de la “escritura” de cuerpos frágiles, provistos de su exclusiva capacidad performativa. Cabe recordar, en este sentido, la idea sostenida por Judith Butler (2004: 27), de que cualquier individuo alcanza su conciencia de máxima vulnerabilidad cuando se percata de que su cuerpo no es solamente para sí mismo, sino también para el otro. La exposición a la otredad, a ese horizonte de contingencia que puede invadir y violentar en cualquier momento su corporeidad, es precisamente lo que trasmiten los protagonistas de estas imágenes, cuyo poder reside precisamente en radicalizar su precariedad ante el poder militar. A mayor exposición y apertura de sus cuerpos a la violencia, mayor su carácter performativo y, por ende, el alcance ético y ejemplar de sus acciones.

En segundo lugar, la “legibilidad” de estas imágenes se ve acrecentada por su adhesión a una amplia iconografía artística y social, plenamente sedimentada en el imaginario colectivo. Desde el tipo de manifestación pacífica ideada por Allen Ginsberg en los 60 —y que supuso la génesis del celebérrimo Flower Power— hasta las decenas de performances artísticas que han empleado la desnudez del cuerpo como expresión de autenticidad frente a las onerosas estructuras del poder —véanse, por ejemplo, y por su mayor proximidad en el tiempo, la de artistas chinos como Ma Liuming, Zhang Huan o He Yunchang—, estos iconos de las protestas contra Maduro incorporan un amplio background visual, cuyas connotaciones significativas resultan fácilmente identificables para el espectador. En estos casos, el hecho de que cada una de las imágenes funcione como un “estereotipo” universalmente reconocible no solo no le resta efectividad y potencial político, sino que se revela como un valor añadido que fortalece su facultad concienciadora. Al fin y al cabo, el objetivo último de cualquier performance social es articularse como un “estereotipo estético” que aglutine el mayor número posible de apoyos.

Conclusiones

El estudio del caudal imágenes que, desde principios de 2017, se ha distribuido a escala global sobre las situaciones de protesta civil y callejera contra el gobierno de Nicolás Maduro arroja varias conclusiones determinantes:

“No existe acción política fuera del dominio de la estética”. La legitimidad que se persigue mediante la insurrección es principalmente de orden visual; lo que quiere decir que la ocupación simbólica que busca la experiencia revolucionaria no es tanto la del territorio cuanto la de los canales de distribución mediática que construyen el referido imaginario social.

Las protestas diarias desarrolladas en Venezuela cabrían ser incluidas dentro del concepto relativamente reciente de“performance social”, deudor tanto del background teórico gestado en el ámbito de la dramaturgia como de las dinámicas de “gestión del cuerpo” identificables en el campo artístico desde los 60. El levantamiento, desde este punto de vista, opera a través de su performatividad para derrocar, en primer lugar, un determinado régimen afectivo de configuración vertical: el poder (actor) gobierna sobre el pueblo (espectador), sin que éste último posea capacidad alguna de afectar la acción política del primero. Restablecer un sistema de “mutualidad emocional” constituye el primer objetivo de la protesta, en la medida en que tener capacidad de afectar implica tener capacidad subjetiva y, en consecuencia, hallarse en disposición de participar en la construcción del imaginario visual colectivo. La diferencia esencial entre las imágenes del poder y las imágenes del levantamiento es que las primeras se elaboran unilateralmente, mientras que las segundas son la consecuencia de una afección colectiva y diseminada.

El análisis del presente corpus de imágenes hace emerger una dicotomía explícita entre los conceptos de “habla” y de “escritura”. Esta oposición del habla y de la escritura —la primera identificada con el autoritarismo y el abuso de las estructuras institucionales, y la segunda con la insurgencia y la resintauración de unas mínimas garantías democráticas— reenvía a la ya clásica deconstrucción del logocentrismo que Derrida realizó en su De la gramatología.

El imaginario visual construido por la perseverancia en el tiempo de la protesta social resalta una serie de “cuerpos específicos” que funcionan como “sinécdoques” de la multitud, y que se intercalan en esta cadena de producción icónica como “asideros simbólicos”, los cuales aumentan la eficacia y magnitud del discurso transmitido.

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Notas

1 Precisamente, el marco de expresión configurado por la protesta confiere al concepto abstracto de “comunidad” de un valor tangible determinante. En su gesto de levantamiento, las comunidades se convierten en esos “actores políticos” que demandaba Steve Herbert (2006: 16).
2 Richard Rorty (1978: 143), encuadra lúcidamente la defensa de la escritura desplegada por Derrida cuando diferencia dos orígenes distintos para la actual filosofía: de un lado, el kantiano, que implicaría la aplicación de un esquema que relacionaría verticalmente la representación con lo representado; y, de otro, el hegeliano-derridiano, que priorizaría un conocimiento horizontal de la verdad, basado en reinterpretaciones de reinterpretaciones precedentes.
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