DIANA MORÁN EN LA SANGRE Y EN EL TIEMPO*
DIANA MORÁN EN LA SANGRE Y EN EL TIEMPO*
Tareas, núm. 152, pp. 132-143, 2016
Centro de Estudios Latinoamericanos "Justo Arosemena"
Hace veinticinco años, un mes y diecisiete días, en la muy noble y leal (y legendaria) ciudad de México-Tenochtitlan, a los cincuenta y seis años de su edad, salió de los días la panameña Diana Morán Garay, mujer y poetisa de nacimiento; educadora y hermana por amor; patriota por dignidad; revolucionaria por convicción. Los designios de los manes dispusieron que ella naciera en este suelo y muriera en la tierra de Juana Inés de Asbaje y Ramírez de Santillana, mejor conocida como sor Juana Inés de la Cruz, tal vez la pluma femenina más alta que ha dado Hispanoamérica y una de las más ilustres en el mundo. Ahora, un cuarto de siglo después, se dedica a su memoria este X Encuentro Internacional de Escritoras Panamá 2012. Mujer y escritura en Diana Morán, con asistencia de centenares de autoras de todo el continente.
A propósito, no deja de ser una coincidencia curiosa que este cónclave tenga lugar en este pedacito de América, sobre el cual el Libertador Simón Bolívar, en su célebre Carta de Jamaica, decía: “¡Qué bello sería que el istmo de Panamá fuese para nosotros lo que el de Corinto para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto Congreso de los representantes de las repúblicas, reinos e imperios a tratar y discutir sobre los altos intereses de la paz y de la guerra, con las naciones de las otras tres partes del mundo”. Y hoy este encuentro se celebra precisamente aquí, pero no para tratar de las arduas y complejas cuestiones de la paz y de la guerra, sino para intercambiar experiencias y opiniones sobre los delicados asuntos de la creación literaria, de la solidaridad y del espíritu; y más halagüeño aún resulta que sus concurrentes no sean diplomáticos impasibles y jefes de Estado hieráticos, sino sensibles mujeres de talento entregadas a las ideas, a las sensaciones, a las imágenes; abiertas a los goces del entendimiento y a la magia inagotable de la vida.
Como nativo y morador de este suelo, como compatriota y compañero fraternal de la autora homenajeada, debo expresar (y también lo hago en nombre de los familiares, amigos y admiradores de Diana) profundo y sincero agradecimiento a las gestoras del Encuentro, a los organizadores y patrocinadores y a ustedes, escritoras y estudiosas de la literatura, por haber venido desde tan lejos a compartir estas jornadas de reflexión y, simultáneamente, de homenaje a quien, a lo largo de una vida limpia, supo conciliar y encarnar en su persona y en su quehacer los más nobles sentimientos humanos, las preocupaciones sociales, los afanes solidarios y los más acendrados principios éticos.
Así, como panameño les digo: Bienvenidas, escritoras, a la tierra de Diana Morán; tierra que, pese a haber atravesado etapas de oscuridad y tiempos nefastos, siempre ha sido noble y generosa.
I. Un mundo convulso y dividido
El del siglo veinte fue un mundo convulso y dividido. Recordemos, siquiera someramente, a manera de simple ilustración, lo que significaron la Revolución Mexicana de 1910, la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa de 1917 y, sobre todo, la Segunda Guerra Mundial y lo que ésta representó en términos políticos, económicos y tecnológicos. Y consideremos, además, cómo los cambios experimentados afectaron de modo profundo las condiciones de la vida cotidiana de los individuos y la convivencia de las naciones.
Formas, modelos y esquemas de relación y de dominio agotados o en crisis, fueron arrollados por la dinámica histórica y surgieron nuevas formas de relación y de convivencia, aunque, en términos generales, se mantuvo el predominio de las minorías y de las castas privilegiadas sobre el resto de la sociedad, con proyecciones planetarias, como se ha visto a lo largo del tiempo, en virtud de los conflictos bélicos, de la expansión económica, de las manipulaciones políticas y de los avances tecnológicos.
Concluida la Segunda Guerra Mundial con los ominosos y escalofriantes holocaustos de Hiroshima y Nagasaki, hubo un reacomodo de hegemonías y de fuerzas en el mundo. Los viejos imperios coloniales, debilitados y sacudidos por la conflagración global, perdieron capacidad de sujeción, como fue el caso de Italia, Inglaterra y Francia. Las colonias, en tanto, pugnaron por convertirse en países independientes.
Así, aquí y allá afloraron movimientos y proyectos orientados a la consecución de cambios sociopolíticos que condujeran, en última instancia, a la conquista de metas patrióticas y a procesos de liberación nacional, principalmente en vastas regiones de Asia y de África, y en algunos puntos de América Latina. Tales transformaciones se dieron de modos distintos: unas veces tuvieron ribetes pacíficos y otras llegaron a la violencia y la sangre.
Simultáneamente, tras el triunfo sobre el eje nazi-fascista, el frente aliado se fracturó, por diferencias de ideologías y de regímenes económico-políticos, y el panorama quedó dividido en dos bandos. Se considera que el 5 de marzo de 1946 — con un discurso pronunciado en el Westminster College, de Fulton, Missouri, donde le conferían el grado de Doctor Honoris Causa—, Winston Churchill, ex primer ministro de Inglaterra, abrió, en la práctica, una larga etapa histórica de tensiones, conflictos solapados y amenazas de hecatombe nuclear. Ese periodo se conoció como el de la Guerra Fría, con dos polos de poder claramente localizados en Washington y en Moscú, capitales respectivas de los llamados mundo capitalista occidental y campo socialista oriental.
En ese marco global, caracterizado por los antagonismos de la bipolaridad, para los pueblos de nuestra América —sometidos a siglos de sucesivos vasallajes, por parte de metrópolis diversas y, en ocasiones, también por castas oligárquicas internas; y que aún hoy, en gran medida, están sujetos a distintas formas de neocolonialismo cultural, político y económico—, la identificación de la esencia y las raíces propias, es decir, la búsqueda y afirmación de la propia identidad, ha sido (y continúa siéndolo, sin duda) tarea ineludible y permanente. En realidad, ese afán o imperativo se gestó desde el momento en que comenzamos a ser lo que hoy somos, con el sincretismo étnico y cultural surgido a consecuencia de la llegada de los europeos a este continente.
Desde finales del siglo XVIII (sobre todo, a partir de mediados del XIX), los latinoamericanos hicieron visibles esfuerzos para comprender qué significaba ser . estar en esta parte del mundo. Pensadores de orígenes y territorios diversos coincidieron en la formulación de interrogantes esenciales: ¿quiénes y qué somos?, ¿qué queremos hacer?, ¿a dónde nos pro- ponemos llegar?
En esa línea de pensamiento y de acción, pensadores y dirigentes latinoamericanos tan disímiles como Simón Bolívar, Eugenio María de Hostos, Ignacio Ramírez, Benito Juárez, Domingo Faustino Sarmiento, Andrés Bello, José Victorino Lastarria, Francisco Morazán, Justo Arosemena, José Martí, Juan Bautista Alberdi, José Ingenieros, José Enrique Rodó, Lisandro de la Torre, Emiliano Zapata, Lázaro Cárdenas, Víctor Raúl Haya de la Torre, José Carlos Mariátegui, Aníbal Ponce, César Augusto Sandino, Luis Carlos Prestes, Francisco Juliao, Vicente Lombardo Toledano, Jorge Eliécer Gaitán, Pedro Albizu Campos, Juan José Arévalo, Salvador Allende, Juan Bosch, Leopoldo Zea, Guillermo Toriello, Ernesto Sábato, Fidel Castro, Ernesto Guevara, Ricaurte Soler, Gerard Pierre Charles, Jorge Turner y, hasta nuestros días, Margit Frenk, Roberto Fernández Retamar, Carlos Fuentes, Eduardo Galeano, María Rosa Palazón, Gabriel Vargas Lozano, Alfredo Castillero Calvo, Marco Gandásegui y Pedro Rivera, entre muchos otros, han echado luz y dado aportes para fijar el rumbo histórico de nuestros pueblos y desbrozar el camino hacia la utopía.
II. Un país de mares sin orillas, pero con soberanía limitada
Como se sabe, en nuestro país está el Canal de Panamá, extraordinaria obra de ingeniería —considerada una de las maravillas del mundo moderno— que comunica los océanos Atlántico y Pacífico y es ruta clave del comercio mundial. Pero lo que mucha gente ignora es cuántos sacrificios ha representado para los panameños la existencia de esa vía marítima, actualmente en proceso de ampliación. Según la frase Pro mundi beneficio, que es el lema que ostenta nuestro escudo nacional, el Istmo abrió sus entrañas para que navíos de todas las banderas unieran las rutas del mundo. Y durante un siglo, en la guerra y en la paz, el Canal ha estado al servicio de todos.
Sin embargo, hasta hace relativamente pocos años, los beneficios derivados del comercio y de la actividad naviera eran mayormente para otros, no para Panamá. Además, había algo aún más oneroso: En virtud del Tratado Hay-Bunau Varilla, de 1903, existía un territorio de casi mil quinientos kilómetros cuadrados, denominado Zona del Canal, donde había bases y contingentes militares estadounidenses y no ondeaba la bandera panameña, sino la de EEUU de América. También había prácticas laborales y salariales discriminatorias —estaban el gold roll, para los estadounidenses blancos, y el silver roll, para los negros y para todos los no estadounidenses— y segregación racial en sitios y actividades específicos, más o menos como en Alabama y Sudáfrica. En realidad, pese a contar con lugares vistosos y agradables, la Zona del Canal, donde EEUU actuaba como si fuese soberano, era un baldón en la conciencia de todo panameño bien nacido.
Esa situación de soberanía menoscabada provocó el rechazo de los patriotas panameños, desde las primeras décadas del siglo, y el sentimiento patrio afloró con fuerza al concluir la segunda guerra. En 1947, EU pretendía la renovación de un convenio sobre más de un centenar de bases y puestos militares instalados, con motivo del reciente conflicto bélico, en todo el territorio nacional. Sin embargo, la conciencia patriótica de la juventud panameña, con la Federación de Estudiantes de Panamá a la cabeza y con la participación del Frente Patriótico de la Juventud, mostró su rechazo a la pretensión de Washington, y el Convenio Filós-Hines, sobre sitios de defensa, finalmente no fue ratificado por la Asamblea Nacional. Posteriormente, del 9 al 12 de enero de 1964, la conciencia patriótica del pueblo panameño —una vez más con la juventud estudiantil como vanguardia— vivió su hora más alta y demostró, ante los demás pueblos de nuestra América y ante la faz del mundo, que no aceptaba que el territorio de la República de Panamá siguiera bajo dos banderas. Esa luminosa jornada patriótica, marcada por el coraje y el heroísmo mostrados por nuestro pueblo desarmado frente a efectivos militares estadounidenses fuertemente pertrechados, dejó un saldo de 22 patriotas panameños muertos y más de 500 heridos. El gobierno de Panamá, encabezado por el presidente Roberto F. Chiari, rompió relaciones con Washington y acusó a Estados Unidos de agresión no provocada ante los foros internacionales. Posteriormente, los vínculos diplomáticos fueron restablecidos y se iniciaron las negociaciones que finalmente culminarían en los llamados Tratados Torrijos-Carter. Éstos son el Tratado del Canal de Panamá y el Tratado Concerniente a la Neutralidad Permanente del Canal y al Funcionamiento del Canal de Panamá.
En estos documentos se definieron y pautaron el desmantelamiento de las bases y el retiro de todos los efectivos militares estadounidenses acantonados en el Istmo; también, la reincorporación de la Zona del Canal a la jurisdicción panameña, y el traspaso completo de la propiedad y el manejo de la vía interoceánica a la República de Panamá. Esto último se realizó, según lo pactado, el 31 de diciembre de 1999.
III. Literatura social y poesía de combate
En el marco de la Guerra Fría mencionada antes, en la década del 50 Panamá vivió la experiencia de la cacería de brujas desatada por el macartismo, dentro y fuera de Estados Unidos. Un anticomunismo importado y delirante veía moros, espantajos y demonios por todas partes. Una simple postura nacionalista, reivindicadora o de preocupación social era motejada de “roja”, “comunista” y “subversiva”; y su defensor era señalado como “agente de Moscú” y “propagador de ideas exóticas y disolventes”.
Maestros, profesores, estudiantes, empleados públicos, dirigentes sindicales, catedráticos de la Universidad de Panamá e incluso profesionales independientes sufrieron hostigamientos y persecuciones con tales pretextos. Algunos hasta fueron llevados a la cárcel. En resumen, la vida de los ciudadanos transcurría en una atmósfera de temor y desconfianza.
A Diana Morán le tocó respirar ese aire, en sus inicios como escritora. Y ella —de origen humilde, vinculada desde pequeña a las incertidumbres, limitaciones, sueños, esperanzas, fracasos y sinsabores de la vida cotidiana en los barrios populares de la capital del país— comprendió pronto que, en un mundo plagado de antagonismos, desigualdades e injusticias, el conformismo y la resignación eran signos de debilidad, de renuncia a la razón, a la libertad, a la justicia y, en última instancia, a la existencia.
Así, desde muy temprano —primero por impulso y emoción, después por convicciones, lecturas y razones— Diana rechazó toda forma de explotación, expolio, engaño o injusticia, ya fuese en el plano económico, en el social o en el político, sobre todo si el perjuicio de la acción negativa recaía en los más débiles, en la gente humilde.
Mediante la vinculación a las luchas estudiantiles, cívicas y gremiales, pasó del idealismo juvenil a la conciencia de clase y a la militancia política razonada, hasta convertirse en destacada dirigente de la Asociación de Profesores de Panamá y luego, ya en el exilio, del Movimiento de Liberación Nacional 29 de Noviembre (MLN 29-11). Precisamente, en calidad de dirigente de los educadores fue apresada e incomunicada por la dictadura cuartelera instaurada en 1968 y, luego de mes y medio en prisión, expulsada del país.
Así llegó a la tierra hermana y hospitalaria de México, donde recibió asilo y afecto y donde, además de ampliar sus horizontes literarios y culturales, se mantuvo ejemplarmente fiel a sus ensueños de patria y a sus principios, convicciones e idea- les éticos y políticos, hasta el último día.
En cuanto a la literatura, el primer conjunto de poemas de Diana —edición en coautoría con su gran amiga Ligia Alcázar— se intituló Eva definida y vio la luz en 1959. Libro experimental, en él ambas poetisas reflejan las búsquedas y preocupaciones estético-sociales del momento, que son herencia de los movimientos de vanguardia y de las tendencias revolucionarias que marcaban rumbos al pensamiento y a la praxis política en diversas latitudes.
Bajo la influencia de poetas de la generación española del 27, de Vallejo, de Neruda, de Maiakovski y de otros maestros, ambas autoras intentaban expresar su angustia existencial, por una parte, y sus visiones de futuro, por otra, para manifestar su desacuerdo con la realidad sociopolítica inmediata y proponer transformaciones profundas de la sociedad y del individuo.
Esas preocupaciones estéticas, políticas y existenciales (entre las cuales figuraban, como algo natural, el amor y la muerte) se mantendrían, con matices y redefiniciones, en el quehacer literario de Diana hasta el final. Esto es perceptible a lo largo de creaciones como Soberana presencia de la patria, Gaviotas de cruz abierta, Mi buena madre, madera de inviernos, En el nombre del hijo, Reflexiones junto a tu piel y otras. En ocasiones, el tono era lírico, íntimo, como en el poema “Presentimiento de la carnal corola dilatada”:
Afluente puro, caudaloso, libre, del río nupcial en mis entrañas…
Pero otras veces su voz enérgica fustigaba a los enemigos de la patria y del pueblo, a los responsables de las agresiones al país y a los causantes de las injusticias y los males sociales. Entonces su verso era denuncia, invectiva y lapidación. Esto puede apreciarse en fragmentos de “Soberana presencia de la patria”:
¡No! El sol no despierta para ustedes, usureros del aire.
Ese disfraz de oveja, hermano lobo,
ya no engaña el candor de las violetas.
.....
La viudez de estos cuartos no se vende en coca cola.
El salitre escapado de la herida en desvelo no es negocio de chicles o zapatos.
…..
Yo tengo que gritar
—Oh, prendida garganta de mis muertos con su polen de incendio—,
yo tengo que gritar
en los cuatro puntos de la rosa del aire donde soltó la UPI sus vampiros.
¿Qué palabra,
qué palabra por más sucia que sea no resulta flor para escupir el rostro de búfalo en conserva?
¡Qué adjetivo no es ángel para pintarte buitre, si por cada paloma que la mano te ofrece asesinas la mano, la sal y la paloma!
…..
Yo tengo que gritar:
mis muertos son vivas sembraduras, ataúdes que nutren la esperanza con el ritmo ascendente de la lucha.
…..
Escuchen lo que digo, hoy nueve de enero, a ustedes, tragalunas del mundo,
a ustedes que asesinan los dedos sembradores de olivo: Del hijo acribillado retoñan muchos hijos,
del obrero en el polvo mil obreros regresan, del semen inmolado toda cuna germina.
¡Las tumbas pregonan! ¡Se desclavan las cruces!
¡De la cal del pueblo, el pueblo resucita!
Lo anterior se explica, precisamente, porque su literatura buscaba expresar una visión revolucionaria del mundo, en la que confluían (y se integraban) amor, estética, conciencia de patria, ética y política.
IV. La patria del exilio y la muerte sin terruño
Diana llegó exiliada a México en 1969. Allá, en la misma condición, estaba, desde hacía poco, su compañero Jorge Turner. Después llegaron otros patriotas panameños, como los poetas Ramón Oviero y José Manuel Bayard Lerma, y los combatientes políticos Federico Britton, Evaristo Vásquez (luego, veterano de la lucha sandinista, caído en defensa del pueblo de Nicaragua), Bolívar Crespo, Ubaldino Lezcano (hombre sencillo y honesto, que había sido degradado y echado de la Policía por tener conciencia cívica), y quien les habla. Y entre todos se integró (también con otros latinoamericanos) una comunidad de patria en el destierro.
En esa hora sombría de nuestra América, signada por las dictaduras del llamado fascismo de la dependencia, México brindó hospitalidad y abrigo a exiliados y perseguidos de todo el continente. En la capital azteca, cotidianamente se encontraban argentinos, chilenos, bolivianos, uruguayos, ecuatorianos, brasileños, nicaragüenses, salvadoreños, guatemaltecos, dominicanos, panameños y haitianos, que habían sido obligados a salir de su tierra. Eran ciudadanos de la Patria Grande, la patria de los pueblos, que predicaban Manuel Ugarte y otros latinoamericanistas, a comienzos del siglo XX.
Por ese tiempo se creó el Comité Latinoamericano de Solidaridad, en el que dirigentes y personalidades políticas e intelectuales del exilio y de México cohesionaron inquietudes y criterios para fortalecer las luchas y los afanes de nuestros pueblos. Diana y los panameños estuvieron vinculados a las actividades del Comité de Solidaridad, del que Turner era uno de los dirigentes.
Simultáneamente, los afanes literarios no cesaban. Cada cual, a su modo, desde su perspectiva y en su propio tono, intentaba, como se dice, expresar su mundo y su tiempo, su ser y su estar en cada momento de cada uno de los días. Y en 1971 apareció, editado por Siglo XXI Editores, el volumen Poesía joven de Panamá, con trabajos de Diana Morán, Ramón Oviero, Dimas Lidio Pitty, Bertalicia Peralta y Agustín del Rosario.
Diana, que había realizado estudios de lengua y literatura en Panamá y había publicado un Manual de iniciación literaria, retomó estas inquietudes y se inscribió en el reputado Colegio de México, donde obtuvo el doctorado en Literatura Hispanoamericana. Su trabajo final de grado fue Cien años de soledad. Novela de la desmitificación, publicado después por la Universidad Autónoma Metropolitana de México, donde era catedrática. Antes, en colaboración con Ivette Jiménez de Báez y Edith Negrín, había trabajado en Ficción e historia. La narrativa de José Emilio Pacheco; y en Personajes femeninos en la litera- tura mexicana, con Ana Rosa Domenella y Edith Negrín.
Paralelamente, pero fruto de los mismos afanes compartidos, se publicó el volumen colectivo Exilio!, con prólogo de Gabriel García Márquez y epílogo del insigne filósofo hispano-mexicano Adolfo Sánchez Vásquez, que recogió cuentos de escritores latinoamericanos exiliados en México. Los autores incluidos fueron Lizandro Chávez Alfaro, de Nicaragua, Poli Délano, de Chile, Miguel Donoso Pareja, de Ecuador, José Luis González, de Puerto Rico, Pedro Orgambide, de Argentina, y D. L. Pitty, de Panamá.
Como algo propio de los tiempos, García Márquez señalaba en el prólogo que: “Para muchos latinoamericanos tal vez el exilio ya sea la patria. Sobrevivientes del genocidio, la tortura o la cárcel, vagabundos en París o Nueva York, peones golondrinas, militares políticos, becarios conspiradores, compañeros efímeros que uno encuentra en Suecia o en México; obreros, escritores, estudiantes, forman –formamos– una legión errante que se identifica por ciertos rostros de desdicha o de furia fecunda…”
Y, en el epílogo, el maestro Sánchez Vásquez (exiliado él mismo de su España entrañable, a raíz de la Guerra Civil, en 1939, y muerto en México en 2011) decía: “El exilio es un desgarrón que no acaba de desgarrarse, una herida que no cicatriza, una puerta que parece abrirse y nunca se abre.”
En el caso de nuestra Diana, después de dieciocho largos años de espera y de angustia, finalmente la puerta se abrió, pero no para que ella regresara a su patria, sino para que entrara en la dimensión insondable de la eternidad y del silencio.
V. El abrazo final
Cuando Diana regresó a la patria, el 14 de febrero de 1987, ya no era una mujer, sino un cadáver. Pero quienes la queríamos fuimos a recibirla como si aún estuviera viva, quizás con la ilusión de tener una vez más, en los oídos y en la piel, la sensación de su voz y el contacto de su afecto.
En el Paraninfo de la Universidad de Panamá, su alma mater, se realizó un acto de homenaje y allí familiares, amigos, compañeros de luchas, profesionales, estudiantes, obreros, campesinos y políticos exteriorizaron sentimientos de tristeza, porque todos comprendían que la muerte de Diana Morán representaba una pérdida realmente sensible para la intelectualidad, para las letras y para la conciencia patriótica de Panamá.
Posteriormente, el 9 de enero de 2004, a casi diecisiete años de la muerte de Diana y a cuarenta de la gesta popular que nos dejó decenas de mártires y una inmarcesible conciencia de patria, el aire y las aguas de la entrada del Canal, en el Pacífico, acogieron las cenizas de Diana. Se cumplió así el deseo expresado a su compañero en el poema “Cuando muera…”:
Cuando
digan hasta luego
las luciérnagas finales que me verdilumbran, devuélveme a la lengua
de la llama primera que me trajo y allí
junto a las aguas
que los barcos dividen lanza este polen
a la boca del aire.
En esa ceremonia se dijo:
“Al esparcir esta mañana las cenizas de la poetisa, patriota y hermana Diana Morán, clausuramos la última etapa de su existencia material y abrimos otra: la del recuerdo, el balance y la veneración permanentes. Esto es porque Diana fue uno de esos seres singulares cuya presencia no concluye con su extinción física, sino que proyectan un halo de humanidad que se extiende, enriquece y magnifica en la memoria de quienes los conocieron. Y en el caso específico de Diana, su existencia y su quehacer son ejemplo y legado, tanto para quienes hoy la recordamos cuanto para los que mañana leerán sus poemas, transidos de fe en el hombre, amor a la vida y confianza en el porvenir.”
Ahora, la congregación de esta ilustre asamblea de corazones y de mentes —provenientes de nuestra patria y del resto de América—, recuerda y evidencia que Diana Morán (la mujer, la poetisa, la maestra, la hermana, la combatiente inclaudicable y comprometida con las causas más nobles) está aquí. Y algunos estamos convencidos de que, como dice en un poema suyo, estará con nosotros “¡hoy, mañana, siempre!”
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