ECONOMIA

LAS ASOCIACIONES PÚBLICO- PRIVADAS (APP)

Richard Morales

LAS ASOCIACIONES PÚBLICO- PRIVADAS (APP)

Tareas, núm. 167, pp. 81-84, 2021

Centro de Estudios Latinoamericanos "Justo Arosemena"

Las Asociaciones Público-Privadas (APP) son el más reciente intento por privatizar al Estado panameño con un esquema fraudulento de gestión privada de bienes y servicios públicos que disfraza el endeudamiento, aumenta los costos y riesgos, agudiza los impactos sociales y ambientales, reduce la transparencia, y finalmente desvía los recursos para la inversión social hacia superfluas, pero lucrativas, mega obras. En otras palabras: se despoja a los panameños de los bienes públicos para entregárselo a unos cuantos oligarcas para que acumulen riqueza a costa de nuestro patrimonio. Privatizar no resuelve necesidades, hace negocios con ellas.

La novedad es viejísima. Desde 1994, el Banco Mundial contabiliza 88 contratos por más de 9 mil millones de dólares entre el Estado y empresas privadas, respaldados por garantías gubernamentales, donde el sector privado financia y construye obras de infraestructura y gestiona servicios tradicionalmente provistos por el Estado, desde el agua hasta la recolección de impuestos. Son una variante de las privatizaciones, con la única diferencia que la propiedad del bien no se traspasa permanentemente a la empresa, sino que se concesiona temporalmente. En 2011 Cambio Democrático, en alianza con el Panameñismo, intentó aprobar la ley de las APP. Ahora, el Partido Revolucionario Democrático revive la ley, no por iniciativa propia, sino por mandato de las Instituciones Financieras Internacionales. Buscan darle certeza a los capitales que sus ganancias estarán garantizadas por ley.

Las APP son corrupción legalizada. Los estudios realizados por la Internacional de Servicios Públicos y Eurodad, entre otros, que analizaron centenares de casos durante los últimos 30 años, demuestran lo que no dicen sus promotores oficiales: que son una estafa por ser un modelo de gestión costoso, opaco, empobrecedor y entreguista. Los proyectos tendrían en promedio un costo por obra superior al 25 por ciento, sin incluir los sobornos que son la norma en las APP. Son más costosas porque debe pagarse la obra, las ganancias abultadas, el financiamiento privado, los gastos de la negociación y supervisión de los contratos complejos, y en la mayoría de los casos, las adendas encarecedoras. Las APP nunca reducen el costo para el país, solo lo fraccionan, desplazando los pagos hacia el futuro y entre la población. Son buenos negocios para los accionistas de las empresas, no tanto para los ciudadanos.

La promesa de dinero fácil y mayores inversiones termina siendo una trampa. Abundan los ejemplos internacionales de proyectos que triplicaron y cuadriplicaron sus costos iniciales como el Hospital de San Bartolomé en Reino Unido y el Aeropuerto de Berlín en Alemania. Los ejemplos de despilfarro local los conocemos bien, como la Ciudad Hospitalaria y el Aeropuerto de Tocumen. Las obras de infraestructura con este esquema usan financiamiento privado, encareciendo el crédito, ya que el capital es más costoso para las empresas que para el Estado. Cínicamente, a pesar de que usan la austeridad como justificación, acaban empeorando la situación fiscal de los gobiernos. Sin embargo, les son funcionales como estrategia contable para maquillar las finanzas públicas, ocultando el endeudamiento temporalmente, al contabilizarlo como deuda privada. Una artimaña contable para construir en exceso durante un periodo sin sobrepasar el déficit fiscal.

Los contratos están protegidos por cláusulas de confidencialidad que obstaculizan la fiscalización y la rendición de cuentas. Con ello sostienen la opacidad como con los puertos en Panamá y la impunidad empresarial como en el caso Blue Apple. Además, limitan la capacidad de los gobiernos de legislar o regular en defensa de los derechos sociales y ambientales, congelando por décadas las condiciones contractuales favorables a la empresa. Bajo este blindaje extraen la máxima ganancia posible a costa de la población, como las comunidades desplazadas y biodiversidad devastada por las hidroeléctricas y los habitantes perjudicados por la especulación energética. Lo peor es que cualquier conflicto se soluciona mediante arbitraje internacional, exponiendo a los Estados a demandas multimillonarias. El riesgo recae sobre el Estado, quien asume los costos cuando una empresa quiebra o abandona la obra.

Las APP crean un incentivo perverso para desviar el presupuesto hacia los proyectos más rentables para las empresas, distorsionando las prioridades de los países, que ya no se guían por el interés general de la sociedad, sino el afán de lucro. En vez de priorizar la urgente inversión social para el desarrollo humano, quedamos atrapados en una vorágine de mega obras innecesarias como la Cinta Costera. Además, los estudios demuestran que fomentan la corrupción, dado lo lucrativo de los contratos y concesiones, proliferando los sobornos y sobrecostos. Representan una trama entre corruptores y corrompidos que erige monopolios privados con ganancias subsidiadas, aislados de la competencia y la presión ciudadana.

Una de las disposiciones más nefastas de las APP es que permiten la financiarización de los bienes públicos, dado que los derechos de la concesión pueden revenderse, convirtiéndolos en un valor para la especulación en las bolsas y una renta para el dueño del contrato. Las juntas comunales, alcaldías, entidades autónomas y semiautónomas y el Gobierno Central podrán hipotecar los bienes bajo su control por periodos de hasta 40 años. Los recursos indispensables para el desarrollo estarían a merced de los caprichos de los mercados de valores, exponiendo al país a niveles de vulnerabilidad peligrosos.

¿Cuándo nos dejamos convencer de que no podíamos construir una carretera sin Odebrecht o recaudar impuestos sin Cobranzas del Istmo? ¿Cuándo olvidamos nuestra historia de proyectos públicos como el Instituto Nacional o el Hospital Santo Tomás? ¿Cuándo desconocimos que lo público es sagrado para entregárselo al mejor postor? Todo esto a pesar de innumerables investigaciones internacionales que no encuentran evidencia de una mayor eficiencia en la gestión privada de los bienes públicos. La eficiencia depende del nivel de organización, capacidad humana, recursos financieros, y, sobre todo, del compromiso con la sociedad, como atestiguan empresas públicas exitosas como el Canal de Panamá o los puertos en Singapur. En el fondo, las APP no son más que la receta tecnocrática del momento para enriquecer a quienes más tienen, a costa de empobrecer al resto de la sociedad.

El futuro no es la privatización o burocratización, ni la fe ciega en el mercado o el Estado. Es la democratización de lo público; otorgar poder a la sociedad y a las comunidades sobre el uso de los recursos que nos pertenecen a todos, para ponerlos al servicio de nuestras necesidades en equilibrio con la naturaleza. Debemos constituir modelos de gestión participativos, cooperativos e innovadores, de propiedad social y administración democrática, que usen el conocimiento para planificar el acceso universal a servicios públicos de calidad que sean garantes de los derechos humanos. Pongamos el bienestar humano, y no el egoísmo de los oligarcas, en el centro de las políticas públicas.

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