HISTORIA Y SOCIEDAD
Resumen: Perspectiva revisonista y comprehensiva del pasado colonial panameño basada en interpretaciones del autor a lo largo de su carrera, donde se analizan temas muy diversos, desde la economía, la cultura material, el urbanismo, la vida cotidiana, la arquitectura doméstica, la vida intelectual, las instituciones, las mentalidades, la guerra, las fortificaciones, la defensa, la participación de Panamá en los orígenes de la globalización, y las estrechas relaciones de unas con otras. Todo ello, a partir de la conexión existente entre el “descubrimiento intelectual del Istmo” por Colón, y el viaje de Magallanes, pasando por el Descubrimiento del Mar del Sur por Balboa, y culminando con la eclosión transitista en vísperas de la Independencia de 1821.
Palabras clave: Istmo de Panamá, Colón, Balboa, Magallanes, globalización, ferias, economía, relaciones hispano-indígenas, fundación de Panamá, urbanismo occidental, crisis del siglo XVII, cultura, prosperidad pre-independentista..
He escogido como tema Las Claves Históricas del Panamá Colonial, con objeto de destacar las de mayor relevancia para comprender ese periodo. Podría objetárseme, y con razón, que dejo otras por fuera pero, como es obvio, el espacio de que dispongo me impone limitaciones. Todas ellas las he ido desarrollando a lo largo de mis libros y artículos desde que inicié mi carrera. Pero como el conocimiento, la investigación y las reflexiones nunca se detienen, en ninguno de ellos he dicho mi última palabra. Los estudiosos familiarizados con mi trabajo advertirán nuevos enfoques, datos y matizaciones. Y como los años no pasan en vano, me temo que los más avezados hasta encuentren falencias o contradicciones entre lo que escribí antes y lo que ahora expongo. Así son los gajes del oficio.
Empezaré por la conexión entre el Cuarto Viejo de Colón y el Descubrimiento del Pacífico por Balboa. Según la historiografía tradicional el último viaje colombino no produjo mayores consecuencias y fue un fracaso. Sin embargo, desde 1967, en mi tesis doctoral, me aventuré a sostener que fue el más importante después del primero. Lo sostuve porque el objetivo de este viaje consistía en encontrar un pasaje de mar o de tierra que permitiera sortear la gran barrera que representaba la masa continental del Nuevo Mundo, tema este que era de la máxima prioridad para la Corona española. Y lo cierto es que Colón lo encontró.
Colón mismo tenía buena idea de por dónde buscar ese pasaje, ya que, como buen marino, se basaba en su observación de las corrientes marinas del Caribe y de las masas continentales que había encontrado en sus viajes anteriores, desde el golfo de Paria en Venezuela, al contorno de la ribera caribeña de la isla de Cuba. Por eso empezó desde el Cabo de Gracias a Dios, en Honduras, y sin perder la costa de vista, bajó lentamente en dirección a Panamá, donde se detuvo, recabó información y encontró oro. En Cariay, en la actual Costa Rica, los indígenas le informaron o dieron a entender que hacia el interior de Veragua, en su orilla opuesta y a solo nueve jornadas por tierra, se encontraba Ciguare, que Colón pensó sería Cochinchina; la distancia entre Veragua y Ciguare la compara con la de Tortosa respecto de Fuenterrabía, o la de Pisa respecto de Venecia No tenía dudas de que Veragua era un istmo. De ahí que desde entonces me atreviera a acuñar la expresión de que Colón fue el “descubridor intelectual del Istmo”, emulando un poco aquello de que Vespucio era el “descubridor intelectual de América”. Tan importante había sido para él este descubrimiento que, en un rapto de emotiva convicción, exclamó: “Veragua no es hijo para dar a criar a madrastra”.
Este viaje, sin embargo, tuvo un final trágico, ya que a su regreso Colón naufraga en Jamaica, donde algunos de sus hombres se rebelan y parecía que todo terminaba allí. No se conocen evidencias documentales de lo que Colón pudo informar a la Corona sobre lo que encontró y cómo reaccionó ésta, pero allí queda como prueba un célebre mapita de su hermano Bartolomé, que era cartógrafo, y conocido como Códice Zorzi, guardado en la Biblioteca Nacional Central de Florencia, donde aparece el subcontinente Indio al otro lado del Istmo y separado por un espacio marítimo no muy extenso. No era raro que Colón lo percibiera así, ya que desconocía la existencia del Pacífico y creía que “el mundo no es tan grande como dice el vulgo”, por lo que interpretó las palabras y gestos de los indios en el sentido de que a solo “diez jornadas” marítimas de las orillas de Ciguare, se encontraba el Ganges.
Pero Colón no cruzó el istmo, ni podía hacerlo, ya que su viaje era puramente exploratorio y apenas contaba con un puñado de marineros que difícilmente hubieran podido atravesar con éxito la serranía que se interpone entre Bocas del Toro y el Pacífico. Para entonces, además, Colón había caído en el descrédito, y no se sabe si lo que dijo sobre el istmo fue desechado por la Corona, o si, por el contrario, se tomó en cuenta. El hecho es que muy poco después se organizaron tres expediciones con objeto de confirmar la existencia del pasaje precisamente en torno al istmo: una estaría a cargo de Vicente Yáñez Pinzón y Juan Díaz de Solís, que continuarían la búsqueda al norte de Honduras, otra a cargo de Diego de Nicuesa, al que se nombre gobernador de Veragua para que busque el paso por esta zona, y la tercera se le encarga a Alonso de Ojeda, para que lo haga entre el Cabo de la Vela y el Golfo de Urabá.1
Las capitulaciones correspondientes son de 1508, y los resultados fueron desiguales. La de Pinzón-Solís no encontró nada y la de Diego de Nicuesa acabó en tragedia. Por su parte Ojeda, acosado por los indígenas de Urabá, abandona su gobernación y es reemplazado por Martín Fernández de Enciso, que a su vez es suplantado mediante una astuta treta legalista por un espadachín carismático llamado Vasco Núñez de Balboa. De esta manera es a Balboa al que le toca cruzar el Istmo a partir de Acla, y descubrir el Pacífico en septiembre de 1513. Se comprobaba así la sospecha de Cristóbal Colón de que el paso se encontraba en Panamá. Este descubrimiento era la culminación de un largo proceso que se inicia en 1492 y que había tardado en coronarse luego de 21 años de búsqueda. Y en ese momento, para la Corona española, no había ningún objetivo más importante en el Nuevo Mundo que encontrar un pasaje para llegar a la otra mar y catapultar desde sus orillas la ofensiva hacia Oriente, llegar a Cathay, a Cipango, a las Islas de la Especiería y apropiarse de sus riquezas.
Debemos recordar que el Nuevo Mundo no había sido hasta entonces ninguna ganga para España. Desde que llegaron las primeras noticias del Descubrimiento, las sucesivas campañas exploratorias habían drenado las arcas regias. Hasta el momento América había sido un gran fiasco financiero. Era un Continente virtualmente improductivo y un gran obstáculo que se interponía en el camino a Asia. El Nuevo Mundo no era lo que se esperaba encontrar. Era preciso acortar el paso, encontrar un pasaje para llegar a la otra mar y catapultar desde sus orillas la ofensiva hacia Oriente. Por eso no puede exagerarse la conmoción que produjo en España la noticia del descubrimiento del Pacífico y que este acontecimiento sea celebrado por la historiografía como uno de los momentos estelares de la Humanidad.
Con este descubrimiento se cerraba una página y se abría otra nueva, llena de expectativas. Un nuevo océano quedaba inscrito en la geografía y el istmo panameño revelaba su dimensión y potencialidades a escala mundial. Poco importan, pues, las estériles discusiones de si fue solo “avistamiento” y que los nativos conocieran ese mar desde siempre. El descubrimiento del Pacífico resultó en realidad un hito formidable en la Era de los Descubrimientos y de enorme trascendencia para la expansión del mundo moderno, ya que le despejaba a Europa la brecha que necesitaba para su ruta hacia Oriente, y creaba las condiciones para catapultar la primera globalización del planeta.2
La siguiente clave de mi exposición se refiere a la fundación de la ciudad de Panamá, el 15 de agosto de 1519, cuyos 500 años hemos estado celebrando con gran pompa, mucho ruido y pocas nueces, y que se deriva, directamente del Descubrimiento del Pacífico. Para comprender su enorme importancia hay que enfocar este hecho desde diversas perspectivas. Me he ocupado del tema desde hace décadas y este año he retomado el tema en varias publicaciones y conferencias, lo que me ha dado oportunidad para revisar y ampliar algunas de mis visiones originales.3
A través de libros, artículos y conferencias, no me he cansado de recordar que desde su fundación, la ciudad de Panamá fue el paradigma que inspiró el proceso fundacional que se multiplicó por toda América a lo largo del siglo XVI. Todo empezó aquí, ya que fue en nuestro país donde por primera vez se fundaron ciudades según un plan preestablecido y mediante una ceremonia formal debidamente notarizada en el acta correspondiente. Fue también el primer modelo fundacional para articular, con éxito, el territorio conquistado y fue aquí donde se prefiguró el gran salto a la primera globalización.
Su trazado en forma de retícula o parrilla y la ortogonalidad de su sistema callejero, la centralidad de su plaza mayor, rodeada de los edificios más emblemáticos, como la catedral, símbolo del poder espiritual, y el Cabildo, o la Audiencia, como símbolos del poder terrenal, y la orientación de la urbe hacia los cuatro puntos cardinales, todo ello era parte de un legado milenario que Panamá heredaba de la Civilización Occidental. Era un legado formal que recibía de España, de Roma y de la propia Grecia. Fue ese modelo el que se aplicó aquí y que luego se replicó por todo el Continente.
La fundación de ciudades tenía en España hondas raíces tanto políticas como institucionales, e incluso religiosas. De los romanos España había heredado los castros, o campamentos militares, que para Roma eran instrumentos clave para la penetración (y luego articulación) territorial. Roma había heredado de Grecia el modelo urbano reticular, que se remontaba a las ciudades de Esmirna y Mileto, en las costas egeas de la actual Turquía, y Olinto, situada en la propia Grecia. Pero Roma hace sus propias aportaciones, ya que en su caso las nuevas ciudades son parte del programa de conquistas que despliega por toda Europa, el norte de África y el Cercano Oriente. En cada ciudad que funda aplica el patrón reticular heredado de Grecia; pero aporta como propio la orientación de las ciudades hacia los cuatro puntos cardinales y su papel como instrumento de articulación del territorio.
Pero cuando Roma invadió la Península, ya Hispania tenía una experiencia urbana muy desarrollada. El territorio peninsular estaba ocupado por los celtas, los celtíberos y los iberos, que llevaban allí siglos y tenían numerosas ciudades, que los romanos llamaban oppidum, u oppida (en singular), o castros, construidas en elevaciones donde dominaban un extenso territorio. Estaban amuralladas y algunas, como la ibérica Sagunto, tenían también trazado reticular, sospecho que por la influencia cultural de Grecia, que había llegado a sus costas y fundado ciudades desde el siglo VI a.C.
Si bien, tras la ocupación romana los iberos y los celtíberos desaparecieron a partir del siglo II a.C., no se debe descartar que muchos de sus patrones culturales pudieron conservarse y por qué no pensar que con ellos también sobrevivieron las tradiciones urbanas, sumándose de esa manera a las que implanta Roma. Después de todo los iberos, los celtas y los celtíberos no habían sido ajenos al trazado urbano ortogonal, y a la concepción de la ciudad como instrumento de articulación del territorio. Eso ya lo hacían antes de que llegaran los romanos.
Aunque medir el aporte de unos u otros puede ser objeto de debate, el hecho es que este robusto legado urbano, ya sea el heredado tanto de los celtas y los iberos como de Roma, la profundizó y perfeccionó España durante la Reconquista a lo largo de los siglos XIII y XV, cuando se crearon varias ciudades, como Ciudad Real, Briviesca, o Puerto Real, y finalmente Santa Fe, en 1491, que se levanta para sitiar la ciudad de Granada, último bastión musulmán en la Península. Al igual que los castros, estas ciudades se orientan a los cuatro puntos cardinales, y reproducen el trazado hipodámico con sus dos calles principales que se cruzan: el cardo máximus y el decumanus máximus. El cardo se orientaba en línea recta norte-sur y el decumanus de este a oeste. El resto de las calles se desarrollaban en líneas paralelas a estas dos calles matriciales.
Pero además, España aporta un nuevo elemento formal, a saber, la centralidad de su plaza mayor, que era el resultado de la intersección del cardo y el decumanus máximo. Típicamente, esta plaza sería porticada y quedaría enmarcada por edificios cívicos y religiosos, como el Ayuntamiento, la Audiencia, o la iglesia mayor, según el caso.
Sin embargo, aunque la mayoría de los estudios sobre la ciudad hispanoamericana del periodo colonial se ha concentrado en el tema de la cuadrícula y otros aspectos morfológicos, a mi juicio la innovación más importante que introduce España durante la Reconquista va más allá del trazado reticular o de la orientación cardinal de las ciudades y es el papel que se le asigna a las ciudades como factores de penetración, conquista y articulación territorial. Y este modelo es el que replicará una y otra vez en el Nuevo Mundo, a una escala jamás conocida por el hombre, superando con creces a su modelo romano.
El hecho es que cuando Pedrarias llega a Panamá en 1514, ya se disponía de una amplia experiencia fundacional y de un nutrido arsenal legalista en la materia. Se sabía que cada fundación debía ser autorizada previamente, que el sitio escogido debía mostrar ventajas geográficas básicas, tanto higienistas como funcionales, ya sea que estas fuesen para el comercio, para la guerra, para la administración, para controlar una frontera, o para la explotación de minerales, o de un producto de alta cotización en el mercado. Pero que a la vez era de suma importancia levantar un acta formal para darle legitimidad y que acto seguido debían elegirse las autoridades que la regirían, es decir el Cabildo o Ayuntamiento. Cada fundación, además, debía ir acompañada de una ceremonia litúrgica a cargo de algún religioso (que raras veces faltaba), donde se santificaba la ciudad. Y es que para los tratadistas peninsulares, la ciudad era un medio para trasladar el orden social, político y económico del pensamiento político tradicional, inspirado en arraigados principios aristotélico-tomistas. No podemos ignorar, además, que un influyente tratadista catalán, Francesc Eiximenis, llegó a considerar a la ciudad, no sólo como el ámbito ideal para el desarrollo de la vida social y de la cultura, sino también como un “cuerpo místico”. Y es que la ciudad es una suerte de metáfora de la cristiandad: donde confluyen el cardo y el decumanus máximo se forma una gran cruz y se abre el espacio para la plaza mayor, que es el centro y por tanto “el alma” de la ciudad.
Por otra parte, debe tenerse en cuenta que Pedrarias tenía pleno conocimiento de cómo eran estas nuevas ciudades, ya que destacó como militar en la guerra contra los moros y estuvo en Santa Fe durante el sitio a Granada. Esto explica que en las instrucciones que le envió la Corona para que fundara ciudades en el Istmo, no se le indicara con precisión cómo hacerlo, ya que se daba por sentado que lo sabía.
Lo que sí se le exige con claridad es que funde ciudades terminales entre el Caribe y el Pacifico. Pero no la tuvo fácil. Sus primeros meses en Santa María la Antigua fueron un desastre. Los que llegaron con Pedrarias maltrataron de manera abusiva a los indígenas, que huyeron a los montes y abandonaron los cultivos, dejando a los colonos expuestos a pasar hambre. Y aunque se fundaron varios poblados, todos fracasaron, hasta que finalmente los exploradores encontraron un buen sitio para establecer la terminal en el Pacífico y allí se fundó la ciudad de Panamá.
El programa fundacional que estableció Pedrarias fue racional y coherente: en 1520 envió a Diego de Albítez a que fundara Nombre de Dios, situado casi en línea recta sobre la misma latitud de Panamá, para que ambas sirvieran como ciudades terminales del Istmo, y en 1522 funda Natá, como granero de la colonia. El Istmo quedaba así debidamente articulado para servir al gran esquema expansionista peninsular cuya meta final era el lejano Oriente. De esa manera se implantó una inexorable racionalidad al territorio panameño, prefigurando su inserción en una economía de mercado a grandes distancias, destinado a servir a los tránsitos entre España y los yacimientos argentíferos altoperuanos y a conectarse desde temprano con la naciente globalización del planeta.
Todavía entonces no se habían descubierto los grandes yacimientos de plata americanos y la globalización estaba apenas en su amanecer, por lo que Pedrarias no podía anticipar que este sería nuestro destino ineluctable, aunque este destino estaba muy próximo a hacerse realidad. Habría que esperar solo tres décadas para que empezara a tocar las puertas. Y lo cierto es que la función transístmica quedaba así establecida con carácter permanente y ha mantenido su vigencia hasta nuestros días. Así pues, el potencial geográfico de Panamá pudo ser anticipado desde temprano y de allí que se organizara precozmente. Pocos países, si alguno, tuvo en América comienzos tan premonitorios.
Ahora bien, en la abigarrada retahíla de charlas, entrevistas y conversatorios que se han escuchado durante las recientes celebraciones, se menciona a Pedrarias como si todo esto fuese iniciativa propia, o que esa grandiosa visión del futuro del Istmo fuese suya. La realidad es que Pedrarias fue solo el ejecutor de un gran proyecto de alta visión geopolítica de la Corona española en la cual la fundación de Panamá ocupaba un papel central.
Desde que al cruzar el istmo panameño, Balboa descubrió el Mar del Sur, debió resultar obvio para Fernando el Católico y sus consejeros, que el paso siguiente sería establecer ciudades terminales para, finalmente, poder organizar, a partir del Istmo, el avance hacia Oriente. El descubrimiento del Mar del Sur lo cambió todo. Y es que, obviamente, sin este descubrimiento no se habría podido planificar el viaje de Fernando de Magallanes, que se inicia, y no por casualidad, el mismo año en que se tenía prevista, si es que ya no programada la fundación de Panamá. ¿Y qué evidencia más clara de esta visión geopolítica y de la conexión de un hecho con otro, que el intento del navegante magallánico Gonzalo Gómez de Espinosa, a cargo de la nave Trinidad, de dirigirse a Panamá, para evitar hacerlo desde las Filipinas hacia Occidente, cruzando la línea del Tratado de Tordesillas y de esa manera sortear el riesgo de entrar en conflicto con los portugueses? Con ese objetivo, el 6.IV.1522, la Trinidad enrumba hacia el nordeste, llegando hasta el paralelo 40°, y casi alcanza la corriente de Kuro-Shivo (que no se descubre hasta 1665, durante la expedición Legazpi-Urdaneta), que le habría llevado a la ribera panameña. Con una valiosa carga de 900 quintales de clavo de olor, pero con serios daños en el casco, vientos contrarios, tempestades y muchas víctimas de escorbuto, la s26 Trinidad se ve forzada a regresar a Tidore, donde es apresada por los portugueses y así se frustra el viaje a Panamá.4 Lo que más me sorprende es que la relación entre estos hechos no haya merecido la atención de los historiadores, sobre todo este año en el que se han realizado tantos encuentros y debates académicos y no pocas celebraciones magallánicas.
Tras el descubrimiento de Pacífico y la fundación de las ciudades terminales en Panamá, por fin empezaba a despejarse para la Corona el potencial del Nuevo Mundo. Se trataba pues de un paso formidable. De esa manera, el istmo se convirtió durante los años inmediatamente posteriores a la fundación de Panamá, en el principal centro de operaciones de la presencia española en el Nuevo Mundo. Ese papel lo cedería luego a México, pero solo después de que Cortés consolidara su conquista.
Resulta providencial que para estos años se conserven intactos los registros fiscales de la administración de Pedrarias, es decir desde 1514 a 1526 y varios censos sobre la población indígena y el devastador impacto de la conquista, lo que nos da pie para pasar al siguiente punto. No hay la menor duda de que fueron años de terror indescriptible. La Corona había expedido en 1512 las llamadas Leyes de Burgos, con objeto de proteger a los nativos. Son las primeras que establecen un estatus jurídico al indígena, se les considera personas libres con derecho a la propiedad, se prioriza su evangelización, se prohíbe darles un tratamiento abusivo y someterles a esclavitud. Se introducía de esa manera una drástica y nueva política indigenista dirigida a protegerles y evitar que se siguieran cometiendo abusos contra ellos. La Corona reaccionaba así a las noticias que le enviaban de La Española (e incluso de Panamá) de que los indios morían por millares, sea por el mal trato, la guerra o las enfermedades, y necesitaba protegerlos, dado que los consideraba tan súbditos suyos como cualquier peninsular. Era una medida coherente y en principio humanitaria. Sin embargo, de muy poco sirvió y su espíritu fue por lo general ignorado, como se hizo cruelmente evidente en la aplicación del Requerimiento y sobre todo en el sistema de las encomiendas, que a la postre se prestó a los mayores abusos contra los nativos.
En Juicios de Residencia, así como en toda clase de informes independientes y por supuesto en los cronistas de la época, encontramos referencias a las atrocidades cometidas con los indios, sea durante las campañas de rapiña, donde luego de la farsa del Requerimiento, eran arrastrados como esclavos para hacerles trabajar en los conucos, en los lavaderos de oro o en otras cosas. Muchos murieron luchando, o de enfermedades como la viruela, o simplemente de hambre al huir a los montes. Las crónicas y documentos de archivo hacen también referencia a suicidios entre las mujeres cuando quedaban embarazadas de los negros o los conquistadores. El cronista Pascual de Andagoya dice que se llevaron 10,000 indios varones para Perú. La sangría demográfica fue terrible. El pueblo Cueva, que ocupaba la mitad oriental del Istmo, virtualmente se extinguió, y en poco tiempo apenas quedaban brazos disponibles, lo que hizo necesario importarlos de otras partes de América. Para las pesquerías de perlas se trajeron de Cubagua y Cabo de la Vela, en Venezuela. Esto fue necesario porque en nuestro Archipiélago de las Perlas ya no quedaban indios. También se trajeron a Panamá indígenas esclavos desde Nicoya, en Costa Rica, de México y de Perú.
El resultado pronto se reflejó en los censos de población de mediados del siglo XVI: en el área bajo control hispánico, solo un 27% de los nativos era originario de Panamá, los demás eran indios extranjeros. En mi libro Conquista, Evangelización y Resistencia se encuentra el análisis estadístico de estos datos por lo que sería ocioso entrar aquí en más detalles.5
Y todo esto tuvo consecuencias. Poco después se eliminaron las encomiendas en Panamá, y se inició un programa de poblamiento con indios libres, llamados pueblos de doctrina, o reducciones. Eran poblados satelitales en torno a pueblos de españoles; contaban con sus propias tierras de cultivo de varias leguas a la redonda, y para asegurar su fomento se les entregaban granos y animales de crianza, además de un técnico agrícola para orientales y por supuesto un cura para adoctrinarles en la verdadera Fe. Fue una de las primeras colonias americanas donde se aplicó esta política. El propósito último de estos pueblos de doctrina era insertar a los indígenas en el sistema colonial, y de esa manera asegurar su cristianización y aculturación, hasta convertirles en súbditos de provecho.
En el último tercio del siglo XVI se inició la conquista de Veragua, en la mitad occidental de Panamá. El gran foco de atracción eran las minas de oro situadas cerca de la costa caribeña, donde la población indígena ya había desaparecido y el oro tuvo que ser extraído por esclavos africanos: se contaban más de mil en el cénit de las explotaciones. Las actividades mineras se desarrollaron entre 1559 y 1589, cuando entran en crisis y las minas son abandonadas, iniciándose entonces la colonización del sur y occidente de la provincia, donde se fundaron los pueblos de La Filipinas, Montijo, Remedios y Alanje. Para estimular esta colonización, la Corona permitió que los indios de la zona fuesen repartidos en encomiendas. Los atropellos se replican: capitanes escogidos por los colonos entran sistemáticamente a las montañas para ranchear indios, llevarlos a los pueblos de españoles y repartirlos como esclavos. A los fugitivos que se capturaban se les sometía a crueles torturas, como romperles los dientes a martillazos. En consecuencia, la encomienda languideció y a poco simplemente dejó de existir por falta de indígenas. Se inició entonces un programa de poblamiento con los pocos supervivientes, creándose diversos pueblos de doctrina, siguiendo el mismo patrón que en la zona central del Istmo. Pero los abusos continuaron.6
Mientras los nativos estuviesen concentrados en pueblos de doctrina, era relativamente fácil aculturarles y cristianizarles. Pero la situación era muy distinta cuando se trataba de evangelizar a los llamados gentiles o neófitos, que había que ir a buscar en los montes, y capturarles por la fuerza, para concentrarles en poblados de doctrina. Esto se hacía con cuadrillas armadas de blancos y mulatos. Una vez reducidos en poblado entraban en acción los misioneros. En esta tarea participaron sobre todo los religiosos dominicos y franciscanos. Algunos fueron notables, como fray Adrián de Santo Tomás, o Adrián de Ufeldre, quien tuvo grandes logros, primero entre los guaymíes, y luego entre los cunas. Los textos que escribió junto con su compañero de orden, Antonio de la Rocha, sobre las culturas indígenas donde misionaron y el método misional que aplicaron, fueron publicados en Roma, al parecer para que sirvieran de modelo a otros misioneros. Pero este fue un caso excepcional. La corrupción y desidia de otros dominicos y la torpeza de los franciscanos acabó echando todo al traste. Al terminar la colonia, los franciscanos de Propaganda Fide cerraron su misión y el padre jesuita Jacobo Walburguer, que laboraba en Darien entre los cunas redactó un texto plañidero donde reconocía su rotundo fracaso. Los cunas permanecieron en permanente estado de rebeldía y los diversos grupos indígenas que se refugiaban en las montañas de Veraguas, Chiriquí y Bocas del Toro, continuaron resistiéndose a la labor misional hasta fines del periodo colonial. Esta situación llegó a extremos a fines de la década de 1780, cuando se alzaron los indios chánguinas de Bugaba, y al grito de “matar blancos, matar padres, quemar pueblo”, incendiaron varios pueblos y asesinaron cruelmente a varios misioneros. Esta situación recrudeció en los años siguientes y el último ataque de esta serie ocurrió en 1805, cuando los guaymíes, confederados con los mosquitos nicaragüenses, atacaron Santa Fe y lo destruyeron. Las misiones entre gentiles o neófitos habían resultado, un rotundo fracaso. Al finalizar la colonia solo una tercera parte del Istmo estaba bajo control hispánico; el resto era tierra de indios.
El complejo problema de las relaciones hispano-indígenas tenía lugar en las márgenes del espacio colonial, ya que, tras la Conquista, gran parte de la población indígena buscó refugio lo más lejos que pudo de la ocupación española. En los núcleos urbanos, y sobretodo en la zona de tránsito, que era donde se concentraba la mayor parte de la actividad económica, los dos grupos humanos que se relacionan son los blancos y los afrodescendientes.
Como la zona central del istmo quedó despoblada de indígenas, la casi totalidad de la mano de obra era esclava, o descendiente de esclavos africanos. Y como Panamá era una colonia rica, necesitaba mucha mano de obra. El istmo era, además, el punto de entrada de cientos de esclavos que cada año introducían los portugueses para distribuirlos por el Pacífico, y durante una década, a partir de 1660, la empresa de Grillo y Lomelin, estableció en Panamá su sede para la trata esclavista, convirtiéndose en una de los mayores centros esclavistas del continente. Después del Tratado de Utrecht, de 1713, la trata negrera quedó en manos inglesas, hasta la Guerra del Asiento, y al concluir esta pasó a manos de empresarios locales. No fue hasta la década de 1770 cuando el flujo de africanos esclavizados empezó a declinar. De esa manera la población de origen africano adquirió una presencia dominante en las ciudades terminales, en la zona de tránsito en torno al río Chagres y en el camino real que conectaba Panamá con Portobelo.8
Uno de los efectos colaterales de la nutrida presencia africana fue el cimarronaje, que constituyó un serio peligro para la estabilidad de la colonia hasta las décadas de 1570 y 1580, cuando los dos principales grupos (el de Antón Mandinga y de Luis de Mozambique) fueron pacificados y se les acomodó en poblados cerca de Panamá y Nombre de Dios y luego Portobelo. A cambio de su libertad se comprometían a combatir, como “mogollones”, a piratas y a los cunas rebeldes. Aunque el cimarronaje nunca desapareció, dejó de constituir una seria amenaza, gracias a los cuadrilleros del alcalde de la Santa Hermandad, que tenía funciones de policía rural y lo acosaban sin tregua. En los siglos XVII y XVIII se producían brotes aislados, pero sin mayores consecuencias. O eran pequeños grupos dedicados a asaltar pasajeros o a las recuas de mulas con plata y mercancías, o eran simples esclavos fugitivos que escapaban de sus amos para adquirir la libertad.
Hacia 1690, a los cimarrones que se encontraban en el poblado de Palenque, al este de Portobelo, se les concedió la libertad, a cambio de que constituyeran una barrera contra el avance de los indios cunas. Lo mismo se hizo a fines del siglo XVIII con negros libres procedentes de Haití, que habían participado en la gran rebelión de esclavos en la Isla y estuvieron al servicio de las armas españolas. Con ellos se fundó a orillas del Caribe el poblado de San Carlos de Punta Gorda, al oeste de Portobelo. En este caso para hacer frente a eventuales ataques de los indios mosquitos, que ya habían amenazado las cercanías del estratégico río Chagres. El recurso de poblados estratégicos para frenar invasiones de indios rebeles fue típico en el periodo colonial panameño y un reflejo lejano de las añejas prácticas de control territorial por los españoles.
Otro asunto muy distinto era el de la población de origen africano que había adquirido su libertad por medios legales y que convivía con los blancos en los centros urbanos o en las fincas rurales. Esta convivencia dio por resultado un intenso mestizaje, y como la legislación permitía que los esclavos adquiriesen la libertad por compra, cada vez había más esclavos libertos, más mestizos de blanco y negro, y un número creciente de afrodescendientes con moderados bienes de fortuna —y a veces no tan moderados—, y en proceso de ascensión social. Este fenómeno de ascensión social fue en parte posible, debido a que la legislación les permitía el acceso a cargos burocráticos, como las notarías y las escribanías, donde no pocos destacaron.9 Lo mismo sucedía con los plateros y los herreros, dos oficios muy necesarios en una sociedad próspera y en una época donde todo se producía artesanalmente. Otra opción de los afrodescendientes para escalar socialmente eran las milicias. El bozal, es decir el negro de primera generación que había llegado de África como esclavo pero que luego se liberaba, o el negro de segunda o tercera generación y el zambo o el mulato, encontraban muy atractivo ingresar a las fuerzas milicianas, donde además de recibir paga, a menudo ocupaban cargos en la oficialidad y se desempeñaban brillantemente en campañas militares, como he destacado en un libro reciente.10.
La función de tránsito del istmo panameño, prefigurada ya en tiempos de Pedrarias, no despega con fuerza y empieza a mostrar su verdadero potencial hasta mediados del siglo XVI, cuando se crean las ferias anuales en Nombre de Dios (y desde 1597 en Portobelo), y Panamá se convierte en la principal zona de paso de los metales preciosos del Nuevo Mundo. Era plata que pasaba por Panamá, se dirigía a España, se regaba por Europa y finalmente llegaba hasta China, su último destino. O la llevaban los portugueses directamente a Goa, al sur de la India, o a Macao, en China, donde tenían plazas comerciales. Gracias sus posesiones en África occidental, los portugueses controlaban la trata negrera y usaban a Panamá como centro de distribución de esclavos para las colonias del Pacífico. De esa manera Panamá participa directamente de ese vasto ciclo mercantil que hoy conocemos como la primera mundialización de la economía. Prueba de ello es que en 1619 había en Panamá una compañía de Venecia cuyo propósito era exportar perlas a China, o que, en la noche del 18.VIII.1585, naufragó el barco portugués Santiago, en un banco del Canal de Mozambique, que llevaba monedas acuñadas en la Ceca de Panamá, para llevarlas a Goa.11. En Nombre de Dios se ha encontrado la estatuilla de un mandarín de bronce y numerosos fragmentos de porcelana China de la dinastía Ming, es decir que llegaron allí en el siglo XVI, antes de que la ciudad fuese abandonada para poblar Portobelo. Todo esto es prueba rotunda de la vinculación de Panamá, en una fecha tan temprana, a la emergente globalización de la economía.
La plata se había convertido en el principal motor de la primera globalización y se ha estimado que el 60% de toda la que circulaba por el mundo pasaba entonces por Panamá, de modo que el istmo queda inserto en la vorágine globalizadora desde sus mismos comienzos, incluso ocupando un papel central.12.
Durante un periodo de unos 75 años, hasta 1630, en una feria típica, el intercambio de mercancías que traían galeones desde Sevilla, y la plata que estos llevaban de retorno, solía alcanzar hasta 40 millones de pesos. De ese monto, según mis cálculos, el 10% quedaba en manos de los comerciantes panameños, es decir unos 4 millones, suma enorme para la época. Y eso sin mencionar lo que quedaba por el alquiler de casas y almacenes, donde se cobraban cánones altísimos, o el transporte de la plata y mercancías a lomo de mulas o por bongos y chatas en el río Chagres, en la alimentación, o el embalaje, y multitud de otras actividades del sector terciario donde participaba cualquiera que podía.
La historiografía tradicional repite una y otra vez que las ferias duraban un mes, o a lo sumo dos. Pero esto es lo que duraba propiamente la feria en Nombre de Dios o en Portobelo, porque desde que se preparaban, hasta que concluía todo el trajín y salía la última mercancía por el Pacífico, transcurrían hasta seis meses, si no más. De esa manera, el efecto multiplicador de cada feria tenía un impacto económico mucho mayor que el mero hecho de celebrarse en Nombre de Dios o Portobelo durante uno o dos meses.
El periodo de mayor esplendor de estas ferias tuvo lugar entre fines del siglo XVI y primeras tres décadas del siglo XVII, cuando empezaron a decaer. Para 1640 ya el declive estaba declarado y a partir de entonces se celebran de manera cada vez más espaciada. Pero durante el largo período de prosperidad que gozaron, su impacto en la economía local fue enorme, ya que estimuló el transporte tanto terrestre como fluvial y marítimo, el alquiler de casas y almacenes, y muchas otras actividades del sector terciario que enriquecieron a los vecinos blancos y a no pocos de los sectores populares.
Uno de los factores críticos que explica la demora de hasta seis meses o más, hasta que concluyera el trajín ferial, era la diferencia entre el tonelaje de los barcos mercantes que llegaban a Portobelo desde España y el de los barcos que arriban por el Pacífico. Los galeones de la flota Atlántica solían ser de alto tonelaje, y llegaban todos juntos y de golpe a Portobelo, mientras que los barcos del Pacífico eran de mucho menor calado, e iban aportando a cuentagotas. Existía, pues, un claro desfase entre una descarga y otra, y el tiempo que debían permanecer las mercancías en Panamá hasta que navegaran hacia el Sur. La larga espera de las mercancías depositadas en almacenes, así como la de sus dueños, hasta que pudieran despacharlas, explica que se cobraran alquileres tan exorbitantes por espacio ocupado, ya no solo por uno o dos meses sino hasta por seis meses o más, de modo que en una o dos ferias el propietario del inmueble podía recuperar la totalidad de lo que había invertido en su construcción o su compra.12
Todo esto explica que en Panamá se acumularan grandes fortunas. Las había de 100 mil, 300 mil y hasta de 800 pesos. En 1570 y en 1607 se levantaron censos para conocer cuántos vecinos ricos había en Panamá. Resultó que uno de cada tres vecinos era rico o muy rico. Los más ricos construyeron mansiones a un costo de hasta 25,000 pesos, suma enorme para le época. Gracias a este ambiente de prosperidad, los vecinos ricos podían contar con importantes bibliotecas de cientos de libros y sus casas eran decoradas con abundantes pinturas. El presidente, gobernador y capitán general Sebastián Hurtado de Corcuera trajo consigo una colección de óleos de afamados pintores flamencos. Y a otro alto funcionario se le inventariaron hasta 50 pinturas colgadas en su casa. Realmente sorprende la palpitante vida cultural de la capital, donde sin llegar a superar los 8,000 habitantes, abundaban los abogados y los médicos, y había un cuerpo regular de ingenieros, pululaban los sacerdotes y religiosos, y no faltaban condes y marqueses. Con cualquier pretexto se montaba una obra de teatro de Calderón de la Barca, de Lope o de Tirso de Molina, ya que el teatro y las comedias eran entonces la gran fuente de diversión de la época. En 1601, cuando llegó a Panamá La Dragontea, el gran poema épico del célebre Lope de Vega, cuyo relato se inspiraba en el triunfo panameño sobre Drake, se compraron 94 ejemplares, lo que sugiere que una de cada tres familias de la élite adquirió el suyo. Se vivía con un lujo y comodidades comparables a las de Lima, México, o Sevilla. Y había en proporción más coches en Panamá que en la capital del virreinato. Nada de la cultura material que se encontraba en las principales ciudades del Imperio faltaba en Panamá. Y como he documentado ampliamente en uno de mis libros, hasta por lo menos mediados del siglo XVII, la dieta de la élite seguía siendo básicamente la misma que la de cualquier vecino acaudalado de Sevilla.13
Pero esta prosperidad también atrajo a la potencias enemigas, ya sea mediante el pillaje, como ocurrió con la piratería durante los siglos XVI y XVII, o mediante ataques con barcos de línea durante el siglo XVIII, cada vez que surgía un conflicto entre España y Gran Bretaña. Unas veces los ataques eran meros saqueos, como en el caso de Morgan y otros piratas menores. Otras, más ambiciosas, tenían el propósito de apropiarse del territorio, como ocurrió en el aparatoso fracaso escocés de fines del siglo XVII en las costa oriental de San Blas (hoy Cuna Yala), o los ataques de Vernon entre 1738 y 1742 y los amagos británicos con apoyo de los cunas durante la década de 1780.
A fines del siglo XVI el fenómeno de la piratería se había constituido en una seria amenaza para el comercio y las ferias, por lo que se envió a Panamá una misión militar de alto nivel con objeto de mudar Nombre de Dios a Portobelo, que tenía un puerto mucho mejor, más profundo y abrigado, y donde la configuración orográfica se prestaba idealmente para construir un sistema de defensas. Las tareas se iniciaron entre 1596 y 1597, justo en el momento en que Francis Drake vuelve a atacar el Istmo. Pero esta vez se encontró con dos formidables rivales: Alonso de Sotomayor, militar fogueado en las guerras de Flandes, y Bautista Antonelli, un ingeniero militar toscano de gran prestigio y capacidad. Sotomayor introdujo el primer cuerpo militar con tropa también fogueada en los teatros de guerra europeos, y Antonelli proyectó la construcción de un respetable sistema de defensas en Portobelo y un fuerte en la boca del río Chagres. Sotomayor, fue además el creador de las primeras fuerzas milicianas constituidas por el paisanaje.
La defensa organizada contra Drake fue aplastante. Se le detuvo en seco en el pasaje de Capirilla, en el camino de Nombre de Dios a Panamá, y no pudo poner un solo pie en Portobelo, cuyas fortificaciones ya empezaban a construirse. Con el apoyo de las milicias locales y la tropa veterana de Sotomayor, Drake fue totalmente derrotado y su cuerpo arrojado al mar cerca de Portobelo.
En sus comienzos las milicias locales estaban encabezadas solo por capitanes blancos sin formación castrense. Estos capitanes corrían con los gastos propios de los ejercicios militares, en las revistas o en las marchas durante las festividades y por supuesto cuando iban a campaña contra enemigos, donde a veces el costo era muy alto en armamentos, calzado y comida. Para estos capitanes blancos era sobre todo una cuestión de honor, aunque eventualmente lo emplearan como referencia para obtener algún favor real. Era parte del sistema de contraprestaciones de la época. Pero con el tiempo también los cuerpos milicianos fueron capitaneados por afrodescendientes, a los que sin embargo sí se les pagaba.
Las milicias locales tenían solo una mínima preparación militar y durante mucho tiempo se les consideró poco efectivas para el combate. Por lo general iban descalzas, o con cutarras, o alpargatas, y carecían de uniforme. Con frecuencia sus armas consistían solo en espadas y picas. Raras veces disponían de armas de fuego. Y si eran indios, como los que se reclutaban en Penonomé o en Cubita, solo peleaban con flechas, generalmente contra los indios cuna. Pero lo cierto es que desde sus mismos comienzos las milicias participaron en numerosos combates, donde no pocos soldados de color brillaron por su heroísmo y algunos fueron públicamente ensalzados, o se les concedió la libertad si eran esclavos, como Pedro Yalonga, aquel bozal que mató a un pariente cercano y muy querido de Francis Drake. O aquel capitán de milicianos bozales de Portobelo, de nombre Firi Firi, quien destacó por su bravura cuando William Kinghills atacó la ciudad en 1744, y fue elogiado por el propio gobernador, Dionisio de Alcedo y Herrera.
Luego de una extensa acumulación de experiencias en combate a lo largo del siglo XVII, se hizo evidente que las milicias ordinarias eran del todo fundamentales para la defensa y se les empezó a conceder más importancia que a las tropas regulares que llegaban de España. Después de todo era un recurso humano que estaba al alcance, y era mucho más numeroso y más barato. En las décadas de 1770 y 1780, como parte de una serie de importantes reformas militares en todo el Caribe, se les equipó con vistosos uniformes y mejor armamento. Fueron transformadas en milicias disciplinadas, es decir bajo un reglamento más estricto y mejor entrenamiento que las anteriores milicias ordinarias. El virrey del Perú quedó impresionado cuando las vio desfilar por las calles de Panamá y se propuso copiar este modelo en su virreinato.
Para esa época la mayor parte de las defensas recaía en estos cuerpos milicianos, mucho más que en la tropa pagada española. Y durante la guerra contra los cunas, que recibían apoyo de los británicos desde Jamaica y peleaban con armas de fuego, pagaron con su vida hasta un total de mil milicianos, aunque tal vez la mayoría murió víctima de la malaria, la disentería, u otras enfermedades.
Fueron estas milicias las que contribuyeron a que Morgan no pudiera cruzar el Istmo en 1668, cuando ocupó Portobelo. Se le detuvo en seco a las afueras del pueblo, a orillas del río Cascajal y, gracias a la resistencia que se le opuso, del rescate que originalmente pidió, de un millón de pesos a cambio de no destruir el pueblo, solo se le entregaron 100 mil. Demasiado poco para lo que esperaba y luego de sufrir no pocas bajas. También fueron estas milicias las que rechazaron el ataque del comodoro William Kinghills a Portobelo en 1744. Pretendía invadir el pueblo y avanzar hasta Panamá. Pero la metralla que le dispararon los milicias con los pocos cañones que tenían, le dañaron varios de sus barcos y lo obligaron a retirarse. Esta defensa fue la decisiva y no la que había quedado en manos de la tropa regular, que no se movió de donde estaba, a prudente distancia de Portobelo, y a orillas del Cascajal. Y también estas milicias jugaron un papel decisivo en 1742, al impedir que el vicealmirante Edward Vernon, luego de invadir Portobelo y destruir el fuerte de San Lorenzo, pudiera cumplir con su objetivo de avanzar por el Chagres y ocupar la ciudad Panamá.14
Durante el periodo colonial la guerra se había convertido en una suerte de segunda naturaleza y formaba parte de la cotidianidad. En los textos se repite una y otra vez que se vivía “con las armas en las manos”. Y es que no solo había ataques piráticos y de potencias enemigas, ya que también existían enemigos internos a los que hacer frente. El mayor de todos fue el peligro de los indígenas cuna, que nunca dieron tregua, y cuando firmaban paces, dejaban de honrarlas a la primera oportunidad. Cuando ya era evidente la imposibilidad de un arreglo en firme y de que los cunas constituían una verdadera amenaza para la colonia, dado que se habían aliado con los británicos, que tenían el ojo puesto en Darién, se decidió acabar con ellos a sangre y fuego. Para combatir a los cunas, ya se había construido en el siglo XVII un fuerte en Chepo, custodiado generalmente por indios coclés del oeste de Panamá. En la década de 1760 se construyó la casa-fuerte de Yaviza, en la confluencia de los ríos Chucunaque y Yaviza, para dificultar las comunicaciones entre los cunas. Y durante la guerra de la década de 1780, se construyeron tres fuertes en el arco de San Blas y otro más en el golfo de Urabá: respectivamente, de occidente a oriente, el San Rafael de Mandinga, el Carolina, el San Gabriel y el San Carlos de Caimán.
En el siglo XVIII surgió otro frente interno, debido a las incursiones episódicas de los indios mosquitos de Nicaragua. Para frenar a los invasores, se creo en Veraguas un tinglado de poblados en forma de gran flecha o red poligonal defensiva. Se fundaron los poblados de Cañazas y Calobre en la década de 1750, y al finalizar el siglo, se fundan los poblados de La Pintada, Santa Fe o Nueva Alcudia, y el ya mencionado de San Carlos de Punta Gorda, entre el Chagres y Portobelo, este último para que sirviera, como en el caso de los garífunas en Honduras, de barrera humana contra las incursiones mosquitas.15
Como resultado de todo esto los gastos militares fueron crónicamente enormes, no solo en la construcción y remodelaciones, sino también en las constantes reparaciones. Una vez se fundó la ciudad de Portobelo en 1597, Antonelli construyó los fuertes de Santiago de la Gloria, San Felipe de Todo Fierro y el pequeño fuerte de San Lorenzo del Chagres. A mediados del siglo XVII se construyó el reducto de San Jerónimo. Luego del ataque de Morgan a Panamá en 1671 se construyeron dos fuertes estratégicos armados con cañones en el curso medio del Chagres, luego modificados y mejorados. Uno de los mayores gastos fue la mudanza de la vieja ciudad a la nueva y la construcción de una sólida muralla para protegerla. A lo largo del siglo XVII se hicieron además cuantiosos gastos en el proyecto de mudanza de Portobelo a orillas del río Cascajal y en torno al cerro San Cristóbal, que fue una total pérdida de dineros y recursos. En la década de 1750 luego de que Vernon destruyera los fuertes de Portobelo y el San Lorenzo, se inició la construcción de un nuevo sistema defensivo basado en criterios constructivos más modernos llamados “a la Vauban”, y así se levantaron un nuevo San Jerónimo, otro Santiago y en el lugar del antiguo San Felipe de Todo Fierro, que custodiaba la entrada de la bahía, se construyó el complejo de San Fernando.
Había, pues, fortificaciones en Portobelo, en la boca y el curso medio del río Chagres, y en varios puntos del Darién; se levantó una gran muralla para proteger la capital, y a lo largo del siglo XVIII se hicieron numerosas propuestas para mejorar las fortificaciones o hacer otras nuevas. Para realizar todo esto existía un plantel permanente de ingenieros militares, donde destacaron, entre otros muchos, Cristóbal de Roda, Bernardo Ceballos y Arce, Fernando de Saavedra, Nicolás Rodríguez, Ignacio Sala o Manuel Hernández, que además de construir fuertes realizaban obras civiles, como la catedral, el cabildo, o la Contaduría (hoy presidencia de la República) en la capital, o diseñaban y construían hospitales, o hacían el trazado de calles y caminos, y dejaron utilísimos levantamientos cartográficos de las ciudades de Portobelo y Panamá y de todo el país. Algunos además participaron en combates, como Juan Bautista de Bea, que luchó contra los cunas.16
Con tantos gastos militares, sea en la construcción o reparación de fortalezas o en el mantenimiento de la tropa y las milicias, sobre todo cuando había guerra, se hizo evidente después del ataque de Morgan que los ingresos fiscales de Panamá eran del todo insuficientes. Fue entonces cuando se creó el situado, que era dinero contante y sonante enviado de Lima para cubrir estos gastos, y cabe especular si el establecimiento en Panamá de la sede de la trata negrera de la compañía de Grillo y Lomelín tuviese como objeto apuntalar su decadente economía, ya que una plaza estratégica tan capital como era el istmo, no podía abandonarse a su propia suerte. No fue casual que situado y trata negrera fuesen creados a la vez, a comienzos de la década de 1660.Pero volvamos nuevamente la mirada al panorama económico de la época. Entre 1620 y 1680 los tiempos de bonanza cesaron al contraerse el comercio entre América y Europa como consecuencia de la creciente autogestión de las colonias hispanoamericanas. Esta contracción se agravó a partir de 1640, al disminuir drásticamente la producción de las minas de plata, tanto en Japón como en América, entonces los dos mayores centros argentíferos del mundo. Se desató entonces una crisis global con graves implicaciones políticas, que afectaron a España, a media Europa y a China, que resultó uno de los países más afectados pues como consecuencia de la crisis cayó la dinastía Ming.
Como era inevitable, el impacto golpeó fuertemente en América. La crisis castigó muy duro a Panamá; de hecho, con mayor severidad que a otros países. Siendo su economía tan dependiente del comercio externo y de la plata que enviaba Perú, era inevitable que el impacto fuera devastador. Entre 1630 y 1640 se inició una irreversible decadencia económica y social que se reflejó en el deterioro urbano de la capital. La ciudad dejó de crecer; disminuyó sensiblemente la construcción de edificios de mampostería; el número de familias blancas de la élite se redujo a la mitad; se detuvo el comercio que se había estado realizando con China y el que se hacía con España periclitó al ir decayendo las ferias de Portobelo. Como consecuencia, dejaron de importarse porcelanas chinas y mayólica española de calidad. A partir de entonces fue necesario construir los primeros hornos para producir cerámica local, clara señal de que su comercio exterior se había contraído.
Durante esos años Panamá estuvo sometida a un encadenamiento de adversidades, la mayoría de ellas relacionadas de una u otra manera con la crisis internacional de intercambios y con la disminución del flujo de la plata altoperuana. Las ferias de Portobelo entran en crisis y, aunque continúan, dejan de celebrarse con regularidad y son cada vez más espaciadas. En 1635 quiebra el Banco de Lima, provocando la ruina de los vecinos panameños que tenían allí sus depósitos de dinero. En 1640 se suspende la trata esclavista al separarse Portugal de España, y dado que Portugal era entonces el único abastecedor de esclavos de las colonias hispanoamericanas, durante varios años dejan éstos de introducirse, lo que paraliza las actividades productivas que dependían de la mano de obra esclava, como la pesquería de perlas, los cultivos, la minería, la construcción y los transportes; es decir, virtualmente todas las actividades productivas del país.
Al suspenderse la introducción de esclavos a los valles peruanos, dejan de enviarse con regularidad alimentos a Panamá, donde a consecuencia de ello se padecen repetidas y graves carestías, que coinciden con devastadoras pandemias como las de 1645, 1651 y 1652, que acaban con gran parte de la población. Se trata de fenómenos concomitantes que reflejan la crisis global y que evidencian lo interconectado que estaba Panamá con el resto del mundo.17
La decadencia de las ferias a partir de la década de 1640 no impidió, sin embargo, que la ruta transístmica y el sector terciario continuaran dominando la economía local. Tres fueron los factores que contribuyeron a que la ruta panameña conservara su característica función de tránsito: por un lado, la intensificación de la trata negrera a partir de la década de 1660, gracias a la empresa de Grillo y Lomelín, que establece su sede en Panamá; por otro, la creación del situado, consistente en una gran suma de dinero que era enviada cada año desde las Cajas de Lima, primero para gastos militares y luego para cubrir también todos los gastos de la administración, y finalmente el contrabando que a fines de siglo adquiere proporciones antes desconocidas, y que continuó caracterizando el comercio de la ruta panameña hasta el final de la colonia. El situado jugó un papel decisivo, pues era dinero fresco que cada vez que llegaba vivificaba la economía, dispersándose por todo el país, y además atraía a los contrabandistas. Situado, trata esclavista y contrabando fueron, pues, los tres pilares que sostuvieron la economía terciaria desde entonces. En un plano menor, pero no poco importante, habría también que agregar el creciente trasiego por la ruta panameña de nuevos productos sudamericanos que se abren paso en el mercado europeo, como la cascarilla o quinina de Loja, la lana vicuña para la confección de sombreros de lujo, y el cacao de Guayaquil, de consumo creciente, y que también se exportaba a lugares como Campeche.
La historia convencional no se cansa de repetir que el colono llegaba a Panamá solo para hacer negocios, acumular fortuna y luego irse, que estaba siempre de paso y sin ánimo de echar raíces. Y aunque no fueron pocos los que efectivamente llegaban o siguieron llegando con la intención de dejar el país tan pronto hacían dinero, lo cierto es que esta falta de inclinación a permanecer empieza a ser cosa del pasado tal vez hacia 1570, cuando ya empezaban a acumularse grandes fortunas y se arraigan las primeras familias de colonos, tendencia que se fue afianzando hacia fines del siglo. Como ya mencioné, según un censo de ese año, uno de cada tres vecinos era considerado rico o muy rico. Siendo así, ¿qué sentido tenía abandonar un sitio donde prosperaban tanto? La siguiente generación ya había echado raíces en suelo panameño. Y para fines del siglo XVI, nuestra élite ya se encontraba consolidada.
Por otra parte, el propio sistema institucional existente propiciaba el arraigo. Un colono próspero podía adquirir un cargo público con carácter vitalicio siempre que tuviera con qué comprarlo y pudiera acreditar cualidades como la limpieza de sangre, ser hidalgo y cristiano viejo (y sin trazas de judío o de moro), y no tener serios problemas pendientes con la Justicia. Este cargo público adquirido por compra le daba derecho a heredarlo a sus hijos y estos a su vez a sus hijos o a sus nietos. Todo ello le comprometía a permanecer en el lugar por tiempo indefinido y tal vez para siempre, y de esa manera poder recuperar la inversión que, según el cargo, podía ser considerable. Este mecanismo institucional ya estaba plenamente establecido en Panamá para fines del siglo XVI, todo lo cual contribuyó a consolidar nuestra sociedad estamental.
Este sistema venal le convenía tanto a la Corona como a las élites, ya que se beneficiaban mutuamente. El Fisco recibía cuantiosas sumas por la venta de los oficios y el que pagaba por el cargo se convertía en flamante funcionario real. Y como tal funcionario debía ser fiel a la Corona, ya que dependía del favor real. Su condición de funcionario le confería numerosos privilegios y beneficios económicos, y elevaba o afianzaba su prestigio e influencia en la comunidad. Para la Corona era indispensable poder contar con aliados e interlocutores como estos ya que de esta guisa podía ejercer mayor control sobre sus lejanos dominios. Este sistema de contraprestaciones no lo creó España, sino Francia, de donde lo copió, y a nadie se le ocurría pensar que era incorrecto, inmoral o corrupto, sino por el contrario, muy conveniente.18
El hecho es que la venta de cargos públicos contribuyó de manera decisiva a que se asentara nuestra primera élite estable y explica que esta edificara sus viviendas como reflejo material de sus aspiraciones sociales. Una cosa iba de la mano con la otra.
Desde que empiezan a construirse las primeras casas que podemos considerar arquetípicas de la élite, se observa una clara definición de funciones en cada una de sus partes, con el cuerpo principal al frente, donde vive el propietario y su familia, y el llamado cañon, en la parte posterior de la vivienda, que se reserva para la servidumbre y los esclavos. Esta solución obviamente funcional y conveniente para el amo, convierte al cañón en otra expresión más de su percepción del mundo, y su casa en un manifiesto ideológico. La separación física entre amos y esclavos servía, así, para acentuar la estratificación social de la sociedad estamental. De esa manera la propia composición de la vivienda urbana constituye un microcosmos de la Sociedad.19
Pero donde estas pretensiones ideológicas de la élite local alcanzan su expresión más extrema es en 1673, cuando se traslada la vieja ciudad a la nueva, tras el ataque de Morgan. Panamá la Vieja era una ciudad abierta, extendida en forma de ceja y desprotegida, con una extensión de unas 60 hectáreas intramuros, en cuyo interior, al paso de los años, todos los estamentos sociales acabaron conviviendo en un mismo espacio de vivienda. No era raro que en una misma casa el rico propietario solo ocupara los altos, mientras que los entresuelos o la planta baja lo ocuparan blancos pobres, esclavos y afromestizos. Para un blanco de la élite esta situación debía ser intolerable, por lo que se explica que quisiera cambiarla radicalmente en la nueva sede capitalina, como en efecto lo hizo. En claro contraste con la vieja ciudad, la Nueva Panamá es un pequeño recinto sólidamente amurallado de apenas unas 20 hectáreas, donde solo había espacio para unos 300 solares, o poco más, y siendo que eran precisamente unas 300 las familias de la élite, estas se apropian para sí del nuevo recinto, cuya Puerta de Tierra se cierra al atardecer. Se reservan ese espacio con carácter exclusivo, deportando al extrarradio al resto de la población, que se acomoda como puede en el arrabal de Santa Ana, donde por razones de seguridad militar sólo se permiten bohíos o viviendas modestas de una sola planta. El carácter elitista de la nueva Panamá fue tal vez un caso único en América.20
Tal es mi visión del pasado colonial panameño en un pantallazo. Me hubiera gustado tratar dos puntos más. Por un lado, referirme a la prosperidad económica que se produjo en nuestro país entre 1808 y principios de 1819, al desviarse hacia Panamá las dos principales rutas de la plata del Continente americano: la que salía de las minas bolivianas por Buenos Aires y las que bajaban del norte de México para embarcarse en Veracruz. Ambas quedaron interrumpidas a consecuencia de los movimientos independentistas, y Panamá volvió a convertirse en el gran hub del movimiento argentífero y mercantil del Continente. Era plata que cruzaba el Istmo y seguía su curso hacia Baltimore y sobre todo a Jamaica, donde se compraban manufacturas que se enviaban a la ruta panameña para distribuirla por todo el Pacífico. Panamá disfrutó de un nuevo boom económico que duró 10 años y volvió a conectarse directamente con la economía mundial.21
El otro aspecto es el proceso que condujo a la independencia de 1821, que es mucho más rico y complejo de lo que sostiene la historiografía tradicional.22 Pero dado que ya me he excedido en el texto, dejaré estos dos temas para otra ocasión.
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Notas