Dossier Edición Especial: Producción de Conocimiento en el África Contemporánea y la Diáspora

Afrocentrando y emancipando la mirada de las mujeres negras: Yemayá, Oyá-Yansán y Ochún como referentes ancestrales de nuestras prácticas de liberación

O olhar afrocêntrico e emancipador da mulher negra: Yemayá, Oyá-Yansán e Ochún como referências ancestrais das nossas práticas de libertação

Afrocentring and Emancipating the Black Women's Gaze: Yemayá, Oyá-Yansán and Ochún as Ancestral Referents of our Liberation Practices

Aída Esther Bueno Sarduy
Universidad Complutense de Madrid, Spain

Afrocentrando y emancipando la mirada de las mujeres negras: Yemayá, Oyá-Yansán y Ochún como referentes ancestrales de nuestras prácticas de liberación

Revista História : Debates e Tendências (Online), vol. 22, núm. 4, pp. 13-38, 2022

Universidade de Passo Fundo, Instituto de Filosofia e Ciências Humanas, Programa de Pós-Graduação em História

Recepción: 28 Septiembre 2022

Aprobación: 31 Octubre 2022

Publicación: 30 Noviembre 2022

Resumen: A lo largo del tiempo, y en lugares diferentes, los seres humanos han tratado de explicar el origen del mundo y de la vida través de relatos prodigiosos que denominamos mitos fundadores. En este artículo se analizan diversos mitos protagonizados por Yemayá, Oyá-Yansán y Ochún, que han sido preservados en las religiones de origen yoruba en Cuba y Brasil, haciendo hincapié en la repercusión que ostentan estas narraciones de orden sagrado dentro del ámbito sociopolítico y, más específicamente, en el contexto de nuestros procesos de liberación como mujeres negras. Si admitimos la relevancia sociológica y ritual del mito como relato fundador y fuente de legitimación de creencias y prácticas colectivas, analizar qué nos narran los mitos de algunas de las divinidades más sobresalientes del panteón yoruba puede sernos útil para teorizar por dónde pueden discurrir, según las condiciones actuales, los itinerarios que conduzcan a la emancipación, autonomía y libertad de las mujeres afrodescendientes.

Palabras clave: Mito, Yemayá, Oyá-Yansán, Ochún, sexualidad.

Resumo: Ao longo dos tempos, e em diferentes lugares, os seres humanos têm tentado explicar a origem do mundo e da vida através de histórias prodigiosas a que chamamos mitos fundadores. Este artigo analisa vários mitos de Yemayá, Oyá-Yansán e Ochún, que foram preservados nas religiões iorubás em Cuba e no Brasil, enfatizando o impacto destas narrativas sagradas na esfera sócio-política e no contexto dos nossos processos de libertação como mulheres negras. Se admitirmos a relevância sociológica e ritual do mito como história fundadora e fonte de legitimação das crenças e práticas colectivas, analisando o que nos dizem os mitos de algumas das divindades mais notáveis do panteão iorubá pode ser útil para teorizar onde, de acordo com as condições actuais, os itinerários que levam à emancipação, autonomia e liberdade das mulheres afro-descendentes nos podem levar.

Palavras-chave: Mito, Yemayá, Oyá-Yansán, Ochún, Sexualidade.

Abstract: Throughout time and in different places, human beings have tried to explain the origin of the world and life through prodigious stories that we call founding myths. This article analyzes the myths of Yemayá, Oyá-Yansán and Ochún, preserved in the religions of Yoruba origin in Cuba and Brazil, focusing on the repercussion of these explanations of sacred order in the socio-political sphere and in our liberation processes, as black women. If we admit the sociological and ritual relevance of myth as a founding story and source of legitimization of collective beliefs and practices, analyzing what the myths of some of the most outstanding divinities of the Yoruba pantheon tell us may be useful to theorize where, according to current conditions, the itineraries leading to the emancipation, autonomy and freedom of Afro-descendant women may lead.

Key words: Myth, Yemayá, Oyá-Yansán, Ochún, Sexuality.

Tara colonial y ensimismamiento narcisista

La estrechez de miradas y la incapacidad del pensamiento occidental a la hora de considerar la validez de otras formas de entender el mundo se ha manifestado históricamente, no solo en la negación de la cualidad humana plena de las gentes y pueblos que cayeron bajo la compulsión civilizatoria, sino también en la impugnación de los contenidos de los sistemas culturales encontrados. Desde la perspectiva evolucionista, más temprano o más tarde, los complejos mito-simbólicos de los pueblos sometidos acabarían por desaparecer de manera casi natural, devorados por la racionalidad eurocéntrica. La imposición del cristianismo como norma moral y explicación del mundo, sumada a la violencia efectiva propia de los procesos de colonización, no solo redujeron físicamente a las poblaciones conquistadas, sino que, a través de siglos de dominación, exhibieron la capacidad de ir quebrantando, en un proceso de larga duración histórica, las filosofías y los saberes ancestrales.

Este proceso de devastación cultural continúa hasta nuestros días, y hoy se manifiesta, no solo en el desconocimiento del que adolecen muchos pueblos con relación a su propio pasado, sino además en la reducción del registro de la diversidad de formas en que la existencia puede ser concebida, así como en la noción de las relaciones que pueden ser establecidas con el entorno y con el ámbito sagrado, dos aspectos que otrora articulaban la convivencia y cimentaban los saberes comunitarios.

Además de las actuaciones de dominación, extracción de riquezas y acumulación, Edward W. Said nos recuerda que imperialismo y colonialismo se sustentan en una ideología que incluye - entre otras nociones - “[…] la convicción de que ciertos territorios y pueblos necesitan y ruegan ser dominados” (SAID, 1996, p. 44). Se considera, consecuentemente, inevitable y deseable para el otro que una cultura superior tome las riendas del destino histórico y cultural del pueblo sometido. En estrecha relación con esto, colonialismo e imperialismo libran una batalla en el terreno cultural: “[…] el poder para narrar o para impedir que otros relatos se formen y emerjan en su lugar es muy importante para la cultura y para el imperialismo” (SAID, 1996, p. 13).

Siguiendo a Said, el ejercicio de la dominación tiene mucho que ver con la seducción del oprimido, con el hecho de provocar en el sometido el deseo de ser dominado, al punto de que conciba como propio el proyecto de enajenación y liquidación cultural del que será objeto y tiene que ver además con el poder de impedir la construcción de narrativas propias. Esta entrega se produce cuando el dominador toma las riendas, diseña y extiende la imagen deformada y empobrecida del pueblo avasallado, una imagen que responde a la ficción colonial del grupo dominante y que está marcada por el desequilibrio y la asimetría. Una vez establecida la subordinación no solo socioeconómica, sino también y sobre todo cultural, los saberes y conocimientos nativos entran en un proceso de desmantelamiento paulatino. Sin estos saberes propios, sin la posibilidad de tomar iniciativas y protagonizar su propia historia, la dominación resultará más efectiva y letal.

La dominación cultural así ejercida actúa siguiendo la norma de invalidar todo lo que el otro tiene que decir sobre sí mismo y sobre su mundo. El espacio en el que se dan estas relaciones desiguales está cerrado a la escucha: el dominador habla, enseña, dictamina, es muy locuaz, pero no escucha. De tanto negarse a escuchar acaba sordo. He denominado a esta discapacidad “tara colonial”, concepto que trataría de plasmar una suerte de degeneración que se produce en el grupo hegemónico -no solo el ensimismamiento narcisista propio de la mentalidad colonial- sino además la irracionalidad de pensar o determinar que los “otros” no tienen voz, en vez de reconocer la propia sordera. Desde este posicionamiento, no es de extrañar que los pueblos conquistados fueran considerados carentes de historia, de racionalidad, de cultura y, consecuentemente, de humanidad plena.

Inmanencia, principio de armonía y unificabilidad en el pensamiento y las concepciones filosóficas africanas

En el caso de las poblaciones afrodescendientes, los relatos sagrados, sobre todo los mitos de los orichas, - divinidades a las cuales se rendía culto en África - fueron transmitidos oralmente de generación en generación por los hombres y mujeres esclavizados a sus descendientes, reelaborados en los diferentes lugares en los que fueron introducidos forzosamente, y preservados sobre todo en el ámbito religioso, constituyendo en la actualidad auténticos reservorios de conocimiento, espiritualidad y concepciones filosóficas que, de hecho, se abren a otras maneras de entender las relaciones humanas.

Los pioneros de la antropología vinculaban las sociedades llamadas “primitivas” al pensamiento “salvaje” anclado en la magia y en el mito, etapa que, según el paradigma evolucionista, las sociedades occidentales habrían superado. Ciertamente, conocer los relatos míticos en las sociedades que los primeros antropólogos estudiaron resultaba indispensable para desentrañar y comprender las costumbres y creencias de estas sociedades, tal y como reconocía Malinowski:

[…] El mito cumple en la cultura primitiva una función indispensable: expresa, exalta y codifica las creencias, custodia y legitima la moralidad; garantiza la eficiencia del ritual y contiene reglas prácticas para aleccionar al hombre. Resulta así un ingrediente vital de la civilización humana; no un simple relato, sino una fuerza activa tesoneramente lograda; no una explicación intelectual o una fantasía artística, sino una carta pragmática de fe primitiva y sabiduría moral. (MALINOWSKI, 1974, p. 36-37).

Sin embargo, el etnocentrismo y, más aún, la visera que obstruía el entendimiento de las potencias coloniales no era capaz de concebir que lo que ocurría en esas sociedades que los estudios antropológicos describían como “primitivas” o “salvajes” no se hallaba tan distante de lo que acontecía en las sociedades imperiales, algo que el eminente antropólogo sí supo ver con claridad:

Así, el mito es para el salvaje lo que para un cristiano de fe ciega es el relato bíblico de la Creación, la Caída, o la Redención de Cristo en la Cruz. Del mismo modo que nuestra historia sagrada está viva en el ritual y en nuestra moral, gobierna nuestra fe y controla nuestra conducta, del mismo modo funciona, para el salvaje, su mito. (MALINOWSKI, 1974, p. 36).

Hoy en día, este paralelismo que Malinowski apreció -tanto en las sociedades “primitivas” que estudió en Melanesia como en las occidentales- es más difícil de evaluar, si cabe, no solo por el etnocentrismo y la superioridad moral que exteriorizan las sociedades occidentales con relación a otros pueblos y culturas, sino, además, por el supuesto desplazamiento que la religión ha sufrido dentro de las sociedades denominadas avanzadas, con relación a la necesaria separación del Estado de la religión.

Sin embargo, las explicaciones de origen religioso continúan funcionando como patrones de lo que la vida humana debería ser, reglamentando los comportamientos individuales y colectivos, sancionando lo que es bueno o preferible e incluso interfiriendo en otros campos del conocimiento, como, por ejemplo, en el ámbito científico.

La dificultad que se aprecia en las sociedades que denominamos “occidentales” para reconocer cuán dependientes son de las explicaciones de orden religioso en la vida colectiva ensombrece la posibilidad de entender hasta qué punto la propia secularización es -en cierta forma- un relato para ocultar la injerencia de la religión en el Estado moderno que, por otra parte, le atribuimos en sociedades menos avanzadas. Este disimulo dificulta -tal y como correspondería- la impugnación de las injerencias de la religión en la regulación de la vida social. Si hablo de “la religión” y no de “las religiones” en plural, es porque, aunque el panorama religioso en las sociedades occidentales es actualmente más diverso que en ningún otro momento de la historia, solo a las religiones dominantes se les consiente esta impertinencia.

Con relación a los mitos de creación que sirven como fundamento e imagen del mundo a las sociedades occidentales de base judeocristiana, alma y cuerpo, vida y muerte, humanidad y divinidad se encuentran debidamente acotados de la misma manera que los distintos campos del saber. Esta manera de pensar se aleja de la imagen del mundo que apreciamos en los mitos de origen africano.

En la concepción “africana”, en los relatos sobre el origen del mundo, los conceptos de humanidad y divinidad están entrelazados de una manera inconcebible para el pensamiento dentro de la zona de influencia de la religión occidental. El principio de armonía y el requerimiento de la “unificabilidad”, que caracteriza al pensamiento yoruba y por extensión al pensamiento tradicional y las filosofías africanas, contravienen la lógica y el pensamiento occidental, que puede concebir de manera separada saberes y disciplinas. Como explica Janheinz Jahn, citando al pensador yoruba Adeboye Adesanya, entender el principio de armonía, presente en las culturas africanas, requeriría renunciar o suspender al menos temporalmente el sentido occidental de imagen del mundo en la que nosotros hemos sido introducidos, tal y como queda reflejado en la cita que sigue:

[…] La exigencia de una unificabilidad recíproca de todas las disciplinas elevada a sistema es el arma principal del pensamiento yoruba según el cual […] la filosofía, la teología, la política, la ciencia social, el derecho agrario, la medicina, la psicología, el nacimiento y la muerte se encuentran abarcados en un sistema lógico tan cerrado que la estructura total se paralizaría si se extrajera de él sólo una parte. (JHAN, 1963, p, 132).

Con relación a los marcos donde se inscriben las nociones de género dentro de estos mitos, sería acertado decir que desde ellos se concibe lo femenino y lo masculino como conceptos que pueden distanciarse o cohabitar, remitiéndose a nociones no binarias en las que el género no representa una cárcel para el cuerpo sino que, por el contrario, sugieren una lectura donde lo sensorial, lo emocional, lo gestual, lo sexual y lo identitario se entrelazan otorgando significado a unos atributos anatómicos que deben ser dilucidados. Veremos, por tanto, que toda esta riqueza de posibilidades se encuentra inscrita en los mitos de los orichas, quienes en su paso por la condición humana experimentaron un repertorio de vivencias y habilidades afectivas a cuyo conocimiento accedemos a través de la palabra mítica y de los diferentes sistemas de adivinación.

Si tomamos en consideración la complejidad y duración de los procesos históricos que acaban instaurando los consensos sociales, esas representaciones colectivas de las que nos hablara Durkheim y que tienen su epicentro en el campo religioso, esos depósitos de saberes ancestrales, de explicaciones del mundo, atesorados y transmitidos durante siglos en la forma de relatos fundacionales, de narrativas comunitarias, o, incluso, como adivinanzas o cuentos, una vez derogados y /o suplantados por otros, van desapareciendo paulatinamente de la memoria colectiva, como resultado de lo cual, en muchas ocasiones, su intento de recuperación se torna imposible, sobre todo en pueblos donde la transmisión de estos saberes se produce de manera oral.

Como estudiosa de las tradiciones religiosas de origen africano en Brasil y en Cuba, especialmente el liderazgo de las mujeres afrodescendientes en el Xangô de Recife y en la Santería cubana, aportaré información sobre algunos de los relatos sagrados -mitos- originados en las tradiciones religiosas de origen yoruba, a partir de los cuales exploraremos algunas nociones relativas al género, la sexualidad y la identidad que podrían iluminar nuestro camino, en una travesía que, como mujeres negras y afrodescendientes, venimos recorriendo tras la huella de nuestras antepasadas, sumando saberes y experiencias en la búsqueda de nuestra autonomía y liberación de la esclavitud en el pasado, del colonialismo -que se resiste a ser definitivamente depuesto-, del racismo y de todas las demás formas de violencia que enfrentamos hoy en día.

Para ello me serviré de algunos mitos sobre tres de las divinidades más sobresalientes del panteón yoruba: Yemayá, Oyá-Yansán y Ochún.

Oralidad versus escritura de la palabra mítica

A diferencia de los monoteísmos, que guardan en los textos sagrados los relatos míticos de forma escrita, fijando a través de la escritura una versión casi inamovible del mito, dentro de las tradiciones orales las variaciones sobre cada mito son abundantes, ya que el mito permanece vivo en cada uno de los emisores. Por eso, los acontecimientos que tienen lugar en sus historias suelen aparecer de muchas formas, e incluso en ocasiones, con versiones contradictorias. Más curioso aún: en muchos casos, los detalles de la historia que no quedaron resueltos en un determinado mito reaparecen en otro y es en éste donde conocemos el desenlace (LÉVI-STRAUSS, 1995).

Durante la década de 1930 la etnóloga autodidacta Lydia Cabrera recogió muchos de estos relatos de viva voz entre los supervivientes de la esclavitud y sus descendientes en Cuba. Eran gentes que no habían abandonado el culto a sus antepasados, mujeres y hombres que habían preservado estas narraciones por medio de la tradición oral.

Es importante señalar, con relación al contexto donde se originaron estos relatos míticos, que la tradición religiosa yoruba no contiene ningún principio que aluda a la trascendencia, porque forma parte de un amplio abanico de religiones de África occidental que no operan con este concepto. En su cosmovisión tampoco hay un solo Dios; existe un Creador Supremo, Olofi, pero se alejó hace mucho tiempo de los seres humanos, y no se sabe exactamente por qué.

Según cuentan mitos africanos a propósito de las relaciones entre Dios y los hombres:

[…] Dios vivía en otro tiempo con los hombres (o bien los hombres vivían en el cielo junto a Dios). Después, por culpa de los incidentes surgidos entre cohabitantes, Dios tomó la resolución de alejarse de los humanos. […] La separación del cielo y la tierra, la de Dios y los hombres, constituyen sin más, el término medio que permite al pensamiento captar la comunicación entre estas dos realidades. Para que se pueda establecer un diálogo entre ellas, la “distancia” se hace indispensable. (ZAHAN, 1980, p. 35).

Este distanciamiento de Dios, según la perspectiva de la espiritualidad africana, no guarda relación ni ninguna semejanza con “La Caída” o con “La Expulsión del Paraíso” que aparecen en las religiones de matriz judeocristiana, sino que en este alejamiento se fundamentan la religiosidad y la comunicación entre Dios y los seres humanos: la religiosidad de los humanos no procede del tiempo de convivencia directa con el Ser supremo sino a partir de que éste se deshumaniza y se aleja de aquellos.

Este aspecto resulta de extraordinaria relevancia para la comprensión de esta teología que nace, precisamente, de esta separación, que requerirá, en adelante, de la acción ritual para retornar a la comunión. Como he expuesto en mi tesis doctoral (BUENO SARDUY, 2014), es precisamente esta concepción de las relaciones entre las divinidades y los seres humanos la que determina el extraordinario potencial expresivo y comunicativo de las religiones africanas; por ello, el trance y las danzas de posesión son algunas de las manifestaciones más formales de este vínculo.

Dominique Zahan, especialista en Historia y religiones del África negra, nos explica que, a pesar de la enorme diversidad de formas en las que pueblos, etnias y culturas africanas expresan sus creencias religiosas, hay cierta unidad en torno a algunas ideas. Según el citado autor, si hay algo que marca la esencia de la espiritualidad africana, es su sentido terrenal y su referencia radical a este mundo. De aquí el hecho singular de que esta actitud de gran espiritualidad que manifiestan los africanos ante su Dios no responda a la intención de agradarle, sino que se transforma en un medio para acceder a su realización plena en el plano terrenal:

[…] Considerarse a la vez como imagen, modelo y parte integrante del mundo, en cuya vida cíclica se siente profunda y necesariamente inmerso […] No es para «agradar» a Dios o por amor a él por lo que el africano «reza», implora y hace sacrificios, sino para realizar su mismidad y el orden en el que se encuentra implicado. […] El hombre es la realidad suprema e irreductible; la propia divinidad entra en su juego a la manera de los seres con los que el hombre se codea y a los que utiliza. Equivale esto a afirmar la importancia del ser humano en el contexto religioso y, en consecuencia, la importancia del elemento tierra con relación al elemento espiritual. (ZAHAN, 1980, p. 15-16).

Estas precisiones son cruciales para poder entender que la acción ritual y todos los dispositivos de orden espiritual en estas tradiciones religiosas, -incluido el mito-, tienen la función de reconducir los desórdenes para que, finalmente, la vida de los seres humanos se desarrolle de la manera más plena y armoniosa en este mundo, porque no hay otro lugar, al margen de este mundo, en el que la vida humana sea plena. Por lo tanto, este mundo no solo es el mejor lugar, sino, el único.

Hay en este universo religioso un panteón de dioses que podríamos llamar “menores”, que han participado también en tareas que podríamos llamar de “mantenimiento” después de la creación. Es el que conforman los orichas, divinidades que en un pasado muy remoto fueron humanos. Son los que se mantienen en contacto íntimo con los hombres y mujeres que les rinden culto, ya que su existencia depende de esta relación, y de la acción ritual, sin la cual morirían. Los mitos suelen contar los sucesos y avatares por los que atravesaron estas divinidades en su paso por la tierra y explican, en el estilo que suelen hacerlo los mitos, el porqué de las cosas.

En la mitología yoruba las referencias a la vida sexual de las divinidades son continuas. La sexualidad es decisiva, ya que es la que garantiza la continuidad y realiza la condición humana. Por eso, en estos sistemas de creencias el celibato constituye una verdadera alteración, algo incomprensible, ya que no tiene ninguna utilidad, es decir, no sirve para nada ni en el orden social ni en el orden religioso. Por esta lógica el sexo, en su función reproductiva, está muy presente en los mitos de origen y en las relaciones entre los dioses y consecuentemente en los mitos de los orichas encontramos frecuentemente alusiones a la sexualidad generando la vida, al tiempo que en su función lúdica. Atendiendo a los mitos podemos afirmar que la vida sexual de los orichas -antepasados divinizados- ha sido intensa, compleja, atravesando prácticamente todo el abanico de posibilidades que puedan imaginarse.

En los relatos de la creación de las sociedades africanas, sexo, placer y sensualidad están muy presentes. El cuerpo no es concebido como lugar de pecado o de transgresión, sino como lugar de la acción religiosa y receptáculo de la divinidad. En consecuencia, los seres humanos en ocasiones son dioses.

Estos fundamentos del pensamiento filosófico que comparten muchos pueblos en amplias regiones de África occidental resultan de gran valor y extraordinaria inteligencia para percatarnos de lo que implica esta forma de pensar como alternativa a otros sistemas de creencias en los que el cuerpo ha sido concebido como lugar de la culpa, donde las expresiones de la sexualidad han sido constreñidas -incluso binarizadas- y donde el placer ha sido patologizado e, incluso, criminalizado. En otros sistemas de creencias donde encontramos mitos fundacionales como los que sirven de cimiento a las sociedades occidentales -algo que comparten los grandes monoteísmos- el mundo, devaluado por el pecado, se malogró y será inhabitable a lago plazo. Por lo tanto, la acción religiosa y los rituales tienen una clara finalidad: preparar a los creyentes para finalmente abandonar este mundo, arruinado y degradado.

Nos hallamos, pues, ante dos cosmovisiones antagónicas, no solo con relación al origen del mundo y de la humanidad, sino también respecto al presente y al futuro humano.

En los sistemas de creencias de origen africano los fallos humanos, las transgresiones, los errores, las culpabilidades, no implican degradación total, iniquidad total ni inmoralidad. Se reconoce que ha habido un desorden, desorden que puede y debe ser reparado a través de la acción ritual. Pero esta acción ritual nunca tiene como fin el exterminio, la destrucción o la inhabilitación de los seres humanos, sino la reintegración. Donde algunos sistemas religiosos conciben la aniquilación de los transgresores y la destrucción del mundo mismo como única salida, otros ofrecen la posibilidad de restaurar y reparar.

Yemayá, Ochún y Oyá-Yansán: Algunas precisiones

Con relación a Yemayá, Ochún y Oyá-Yansán, cabe señalar que arquetípicamente estas tres deidades abarcarían un espectro desde lo más femenino que pueda concebirse a lo más varonil de la categoría “iabás”, es decir, orichas femeninos, hallándose Ochún y Oyá-Yansán respectivamente en los extremos del continuo feminidad-masculinidad.

Ante la enorme cantidad de mitos que se conocen en el espacio de las religiones afro, elegiré un mito de cada una de ellas en el que pueda evidenciarse el modo en que se manifiestan, cómo se comportan ante determinadas situaciones y cómo esta forma de proceder se transforma en el campo religioso en una suerte de cartografía que sus hijos e hijas utilizarán para orientarse ante determinadas situaciones.

En estos relatos, las mujeres afrodescendientes podemos reconocernos y situarnos. Nuestros cuerpos, nuestras sexualidades, se han visto históricamente disciplinadas y constreñidas para que encajen en el molde de la compulsión moral cisheterodominante, molde impregnado por concepciones que nada tienen que ver con nuestra genealogía, con nuestra herencia espiritual ni con nuestras experiencias como mujeres negras, como mujeres afrodescendientes. Tenemos espejos propios en los que mirarnos y reconocernos como hijas de Yemayá, de Ochún y Oyá-Yansán.

La institución matrimonial desde los mitos de Yemayá

Ilustración: Juan Castellanos, 2019.
Ilustración: Juan Castellanos, 2019.

En el panteón yoruba Yemayá es oricha mayor. Hija de Obatalá y Odudua, Yemayá representa la gestación y la procreación y se le atribuye ser la madre de todos los orichas; nada menos que 15 orichas descienden de ella: Dadá, Xangô, Ogún, Olokun, Oloxá, Oyá, Oxum, Obá, Oricha-Oko, Okê, Xampañã, Orun (el sol), Oxupá (la luna) Oxóssi y Ajê Xalugá. Tanto en Brasil como en Cuba, es la Señora de las aguas saladas, lo que coloquialmente se le reconoce diciendo que es “dueña del mar”, aunque en realidad reina sobre todas las aguas, tanto dulces como saladas. Yemayá es también una reina sabia y poderosa. Precisamente su sabiduría le acarreará graves problemas con su marido, al punto de que el matrimonio con Orula, oricha mayor, se romperá. Este mito en diferentes versiones nos intenta explicar qué sucedió. Voy a presentar las versiones que recoge Lydia Cabrera de este episodio de forma sucinta (CABRERA, 1980, p. 42 y ss):

I

Yemayá fue mujer de Ifá2, pero esta unión duró muy poco. Yemayá sabía demasiado. Como le dijo Ifá a Olofi, al que elevó sus quejas y que anuló su matrimonio, “no quería mujer que supiese más que él”. La ruptura final, pues ya habían tenido muchos escarceos, ocurrió al volver Orula de un viaje y encontrar que su até (tablero utilizado para adivinar) y sus utensilios de adivinar no estaban como él los había dejado.

II

Orula regresa a su pueblo después de mucho tiempo ausente, y le llega la fama de una mujer que adivina y que hace milagros. Esta mujer, gracias a sus augurios infalibles está ganando una fortuna. Orula se disfraza y va a casa de la mujer, que se encuentra llena de gente. Espera su turno y paga el derecho (el precio de la consulta). Yemayá le dice: Aborí Bocha Abochiché. Eres mi okó -marido-, pero yo no me iba a morir de hambre. Orula la arroja de su casa, y es ella quien va a quejarse a Olofi.

III

Orula tuvo que asistir a una reunión de dieciséis awos que convocó Olofi. Ella quedó en casa y a cuantos iban a consultar a su marido, en vez de decirles que esperaran a su regreso, los hacía pasar y les adivinaba. Tuvieron tanto éxito sus vaticinios, tan buenos resultados sus ebós (ofrendas votivas) que la gente comenzó a decir que Yemayá era tan competente o más que Orula. De modo que al volver éste, todos le pedían que les mirase Yemayá, pero Orula les explicaba que las mujeres no pueden tirar Ifá3. Se marchaban y no volvían.

Un día que Yemayá se fue a buscar leña al monte, Orula se sentó en la estera para averiguar por qué ya nadie lo solicitaba, y sin embargo, ni el dinero ni la comida faltaban en su casa. De pronto vio asomar dos ojos por un agujero que había en el suelo. Se levantó y descubrió que aquellos ojos eran los del Conejo, y observó que éste parecía imitar con sus patitas lo que él hacía con sus ikis y su okpelé4. Lo hizo salir de su escondrijo y lo amenazó con castigarlo si no le explicaba qué significaban esos gestos. El Conejo le contó que copiaba a Yemayá, quien recibía a sus clientes, que la consultaban cuando él no estaba en casa5.

IV

Orula, que era el médico de todo un poblado, se fue a pescar a un río distante. Le encomendó a Yemayá el cuidado de su opon-ifá y le prohibió que lo tocase; ni ella ni nadie bajo ningún concepto podían manipularlo. Pero en ausencia del awó llegó un compadre de ambos preguntando por Orula y Yemayá le dijo que no estaba. El compadre comenzó a llorar y dijo ¡Ay Yemayá, mi hijo se me muere! Viendo que aquel pobre hombre iba a perder a su hijo, Yemayá se olvidó de la prohibición y dijo: No dejaré que esa criatura se muera estando yo aquí para salvarlo”. Bajó el até y comenzó a leer los signos de Ifá. Marcó el ebó correspondiente según el odu6 que salió, y le dijo al hombre que regresara junto a su hijo.

Volvió Orula. Yemayá sabía que había cometido una falta imperdonable pero no le dijo nada a su marido.

Pocos días después apareció el compadre, con la cara iluminada por una sonrisa. Orula lo saludó y le dijo, ¿Qué te trae por aquí? Y le respondió: He venido a darle las gracias a Yemayá porque le ha devuelto la vida a mi hijo, que está sano y salvo.

Orula montó en cólera, llamó a Yemayá que estaba en la cocina y a gritos le dijo: es increíble que te hayas atrevido a trabajar con mi tablero. Más que yo, Orula Agbamiregun no puede saber una mujer; aquí en esta casa no cabe más que un sabio y ése soy yo. ¡Lárgate de este pueblo inmediatamente!

Yemayá se marchó y durante algún tiempo vivió en el pueblo disfrazada, vendiendo frijoles de carita en el mercado.

Aquí tenemos varias versiones de por qué el matrimonio de Yemayá no duró mucho tiempo. Yemayá es adivina, pero por ser mujer no puede utilizar el tablero para adivinar. De manera que aquí encontramos, nuevamente, que el acceso de la mujer a la sabiduría es lo que desencadena la tragedia. Sin embargo, lo que sucede con Eva, en el mito de la caída es bastante diferente a lo que le ocurre a Yemayá.

Aunque Yemayá tiene que abandonar su casa e irse del pueblo, como pregunta Lydia Cabrera, ¿Cómo no ha de respetar el Babalawo a Yemaya? Incluso Ifá la admira y la respeta. Uno de los babalawos, informantes de Lydia Cabrera le explicó que es por eso por lo que “cuando habla Yemayá, Orula escucha y la deja hacer, no pone objeciones”. De manera que Olofi en presencia de Orula le dijo a Yemayá: la única que llevará Okule de Ifá serás tú, y todo lo que digas será ebó fi eboada, que quiere decir: sucederá lo que predices.

Por este motivo, tal y como recuerda la etnóloga cubana, los babalawos, cuando sale su Odu, cantan Mamá yoko da wa mí, tocan el tablero con la frente y lo besan, rindiendo homenaje a Yemayá.

En el caso de Yemayá, ésta finalmente malogra su matrimonio, es expulsada de su casa, y condenada a vivir fuera de su pueblo. La primera de las consecuencias no es tan grave porque a partir de ese momento la vida sexual de Yemayá, según cuentan otros mitos, floreció. Este mito insinúa, además, con relación al matrimonio, que la conyugalidad no está hecha para todas las mujeres, especialmente, no para aquellas que saben lo que quieren y lo realizan, asumiendo las consecuencias. El destierro, tercer castigo, es otra cosa, porque no es poca punición perder el lugar de donde uno es, pero, gracias a que pudo disfrazarse, Yemayá burló este castigo.

Está clara la infracción de Yemayá, ya que usurpa el lugar de Orula. Orula se queja a Olofi, y Yemayá tiene que dar explicaciones a Olofi sobre lo que sucedió y recibir su castigo, pero ese castigo no puede ser devastador 7, tiene que propiciar una solución viable para recomponer la vida y el orden entre los seres humanos. Tiene que ser un correctivo que, además, no inhabilite el mundo, porque este es irreemplazable, el único que existe, -y por tanto- el mejor de los lugares posibles para los seres humanos.

Olofi no cambió la determinación de que las mujeres no pueden utilizar Ifá, aunque reconoce que la única razón es “ser mujer”. Vemos, por tanto, que en estas tradiciones religiosas también hay preceptos discriminatorios que están vinculados a la anatomía y al sexo, pero no existen relacionados ni la culpa ni el arrepentimiento. Por otra parte, en estas sociedades, dado que lo que diferencia a una mujer de un hombre es, sobre todo, el hecho de menstruar y albergar dentro del cuerpo a otro ser, cuando estas circunstancias desaparecen, las mujeres pueden disputar a los hombres la habilitación para el ejercicio de funciones que como mujeres se les negó, una vez que no están comprometidas en la reproducción. Esta concepción temporal de la incapacidad de las mujeres para alcanzar determinadas funciones implica que, a lo largo de la vida, las mujeres pueden serlo todo, algo que no está contemplado en el caso de los hombres.

Yemayá hizo lo que tenía que hacer: se encumbró como adivina y ni el mismo Olofi le niega el poder de adivinar, aunque le objeta el uso de Ifá. Sin embargo, reconoce que es adivina, y la reintegra en el mundo de una manera hermosa: haciendo que cada vez que Yemayá vaticina, se cumpla, y que quienes sí tienen, por “ser hombres” el derecho de usar el tablero de Ifá, le ofrezcan una reverencia, besen y canten a la gran sabia y hechicera, cada vez que aparezca su Odu.

De la misma manera que aconteció con Yemayá, muchas mujeres afrodescendientes tuvieron que asumir como proveedoras de sus familias el lugar que socialmente estaba determinado a los varones. En ese lugar, como la gran adivina, no solo consigue el sustento, sino que manifiesta todo su potencial, se transforma en una figura pública y consigue el respeto de la comunidad. Esta es la realidad de millones de mujeres negras que tuvieron que salir a buscar el sustento. No tuvieron hombres proveedores ni protectores. Quizá por ello su transgresión no desencadena ninguna tragedia cósmica: Olofi comprende a Yemayá. Sin embargo, no todos los hombres pueden admitir la excelencia y señorío de Yemayá, y el precio es el fin del matrimonio. La institución matrimonial tiene como fundamento la sumisión y obediencia al marido y esto es inútil e inservible para Yemayá. De manera que a partir de esta disolución conyugal Yemayá comienza una nueva aventura, fuera de la órbita de su marido, caminos que la llevarán a descubrir nuevas experiencias afectivas y sexuales que hubieran sido inconcebibles dentro de su fallido matrimonio, pero eso es otro asunto.

Oyá, la mujer-búfalo que penetra a su marido

Ilustración: Juan Castellanos, 2022.
Ilustración: Juan Castellanos, 2022.

Según cuenta la mitología yoruba, Oyá, también llamada Yansán, en un tiempo pasado fue hombre. Es una guerrera que acompaña a su marido cuando sale a batallar. Changó, es su marido, un Rey y uno de los orichas no solo más masculinos sino también más seductores del panteón yoruba. Changó tiene tres esposas, pero en la guerra solo le acompaña Oyá. En la guerra Oyá es invencible. Oyá representaría dentro de las divinidades femeninas del panteón yoruba la frontera entre lo femenino y lo masculino, siendo propiamente la más masculina de los orichas femeninos, denominadas iabás.

Oyá-Yansán es muy impetuosa, como el viento, un elemento que domina y que la caracteriza, así cono los rayos y centellas. La etnóloga Lydia Cabrera, en su célebre obra “El Monte” relata que sus entrevistados le insistían con relación a Oyá en que era más impetuosa y feroz que Changó: “[…] Él es más escandaloso. Peleón. Si la aburre con tanto refunfuño, ella le larga un centellazo para que la deje tranquila. Él se asusta y se calla”. (CABRERA, 1966, p. 244).

Esta divinidad, cuyo culto se ubica en la región que ocupan hoy en día los Estados de Benin y Nigeria, rige sobre varios elementos de la naturaleza. Es la señora de los vientos y las tempestades y del rayo; echa fuego por la boca y también trae la brisa suave. Es humana y animal, porque es una mujer-búfalo. Es una de las divinidades del panteón yoruba más populares en Brasil, donde es conocida como Oyá-Iansã (Yansán en español). Es la encargada de acompañar a los espíritus en su tránsito después de la muerte.

Sobre las peculiaridades de esta divinidad y de sus hijos e hijas, Rita Segato recoge lo siguiente de sus informantes en el Xangô de Recife:

[…] Es un santo (oricha) extremadamente fuerte. Yansán es guerrera y vengativa. Es un santo de mucha responsabilidad: tiene fuerza, dominio y sus hijos son personas rectas. A pesar der una santa-mujer, Yansán no le pide a nadie consejo: es valiente y emprendedora. Ella es quien manda en la batalla y en situaciones de enfrentamiento. En las disputas ella gana y lidera. […] Los hijos de Yansán puede que tengan dificultades en todo y nada de lo que se proponen suele ser fácil para ellos; enfrentan la vida como una batalla permanente. (SEGATO, 1995, p. 204; traducción mía).

Oyá-Yansán también es una madre protectora; tiene nueve hijos, de ahí su título de “Iyá omo mesan” que significa: madre de nueve hijos.

Sobre su personalidad Passos la describe como sigue:

Oyá encarna la transgresión femenina. Su personalidad es austera y es, a la vez, dulce y complaciente. Administra su vida financiera, se sustenta con su trabajo y también sostiene a la familia. Es la protectora de los mercados al aire libre y patrona de las mujeres que trabajan y viven de estas ferias. Tiene cierta tendencia a la soledad y posee un temperamento severo, teniendo cualidades comunes al universo masculino. Sin embargo es una mujer, de sexualidad desenfrenada, alejada de cualquier tabú que le impida realizar su placer. Los colores que le son propios, especialmente el rojo y el marrón simbolizan la intensidad de su pasión. De acuerdo a sus mitos más conocidos, Oyá-Yansán es pura pasión. (PASSOS, 2008, p. 27; traducción mía).

Estas cualidades de Oyá-Yansán llevan al autor antes citado a afirmar lo siguiente: […] Existen en Oyá rasgos de lo que contemporáneamente podríamos llamar feminismo. Un feminismo descolocado de su temporalidad histórica. (PASSOS 2008, p. 27; traducción mía).

Con relación a esta afirmación, yo puntualizaría que más bien el feminismo académico, al ignorar la existencia de Oyá-Yansán planteará como novedosas vindicaciones cuya temporalidad histórica se ubican en el pasado remoto ancestral de grandes iabás como ella. Probablemente si la tara colonial no hubiera privado a las potencias coloniales de la posibilidad de escucha, la genealogía del feminismo académico tendría como referente y figura ancestral a Oyá-Yansán, ya que nadie como ella supo escapar del dominio masculino y a los controles sociales establecidos por los hombres. Con relación a la sexualidad, como veremos más adelante, también su repertorio de disposiciones afectivas, erotismo y sexualidad es absolutamente sorprendente y diverso.

Una de las características más fascinantes de esta divinidad, es la capacidad enorme de transformación que posee y que va desde la exhibición de barba y bigote cuando entra en guerra y comienza a cortar cabezas y a lanzar rayos y centellas, como la habilidad que posee de transformarse en búfalo y utilizar esa fortaleza descomunal para la guerra. Su valentía y audacia la hacen temible y se encara con los hombres que abusan y /o maltratan a las mujeres. Como cuentan los mitos, a los hombres que maltratan a las mujeres Oyá los desafía y no guerrea contra ellos, directamente les escupe a la cara, porque no merecen la honorabilidad de un combate con ella. Las mujeres que sufren cualquier tipo de abuso por parte de sus compañeros le piden a Oyá-Yansán protección.

Las hijas de Oyá-Yansán, o sea, las mujeres iniciadas en el culto cuya cabeza pertenece a esta divinidad, suelen ser en el aspecto sexual personas con un sentido erótico muy acentuado, ardientes y sin miedo. Aunque Oyá-Yansán posee una enorme capacidad de seducción y conquista con su erotismo, sus hijos e hijas no suelen tener suerte en el amor, porque muchas veces no consiguen el amor de quien se enamoran. Ante esta realidad suelen amar, aunque no sean correspondidas y aunque esto les hace padecer, no pierden la oportunidad de disfrutar de relaciones sexuales sin compromiso, porque disfrutan al máximo de la sexualidad.

Se dice en algunos mitos que Oyá-Yansán es la esposa preferida de Changó, el gran seductor. Las relaciones sexuales de Oyá y Changó son extremamente intensas. Ante ella, Changó adopta un rol pasivo, se deja penetrar por ella, y se torna bisexual, algo insólito en una divinidad que exhibe y ostenta virilidad y que se manifiesta heterosexual en la sexualidad con sus otras esposas como activo. Sin embargo, ante ella su marido Changó “Obá Kossô”, “Obá Oyó”, el rey de Kossô y Rey de Oyó, se abre a otro registro erótico, adopta otra posición y disfruta el hecho de ser dominado sexualmente por su esposa guerrera. En esa relación ambos parecen compartir la bisexualidad: Oyá-Yansán se manifiesta en el registro más masculino de su ser y Changó se feminiza.

Esporádicamente Changó se traviste. Se pone las ropas de Oyá-Yansán e incluso se pone trenzas como las que ella lleva. Este travestismo no guarda relación con la homosexualidad ni con deseos reprimidos que exprese a través de esta práctica. Es un enmascaramiento. Changó viste con las ropas de Oyá, su mujer para salir victorioso de ciertas emboscadas de las que solo ella sabría salir. Entonces simula ser ella y los enemigos se rinden creyendo que están ante Oyá-Yansán.

A diferencia de Changó, Oyá-Yansán no teme a los muertos, de hecho, es la jardinera del cementerio y se pasea entre los eguns (espíritus de difuntos) que causan terror a su marido.

El matrimonio entre Oyá-Yansán y Changó ejemplifica la fluidez de género, la ductilidad con relación a las posiciones que los cuerpos pueden adoptar en el espacio del erotismo y la sexualidad dependiendo de la relación que se establezca en cada momento, de esos acuerdos íntimos que dejan abiertas las compuertas de la imaginación para que el goce sexual sea pleno. Imaginar cómo el Gran Changó se deja poseer por su mujer-búfalo, diluyendo el contorno entre lo femenino y lo masculino en ambos, porque no es relevante ante la posibilidad de la experiencia carnal, ante el deseo de estar en el otro, sea cual sea la forma, es una lección de compenetración erótica, de libertad y una invitación a la transgresión.

Ochún, para que nadie muera

Ochún es una de las divinidades más conocidas del panteón yoruba, y tanto en Cuba como en Brasil es una de las divinidades más deseadas como oricha de cabeza u oricha de iniciación. Ser hijo o hija de Ochún significa -entre otras cosas- haber sido tocado con el don del amor, de la sensualidad y la gracia. ¿Quién no querría poseer estas cualidades?

Ilustración: Juan Castellanos, 2022.
Ilustración: Juan Castellanos, 2022.

Con relación a los mitos de Ochún, quizá el más conocido es el que relata cómo fue la única que consiguió sacar a Ogún del Monte para que la gente pudiera utilizar las herramientas de hierro, tan necesarias para la labranza de la tierra. Atrincherado en el monte, el dueño de la fundición de los metales hacía cuchillos y todo tipo de herramientas, pero nadie podía tener acceso a ellas porque cada vez que alguien iba a buscarlo moría de manera violenta o sufría un encontronazo con Ogún y salía huyendo. Ogún vive para la guerra, se manifiesta de manera violenta. Pero la gente padecía porque no tenían cuchillos ni herramientas, hasta que Ochún se ofreció para ir a sacarlo del monte y lo logró sin sufrir daño alguno. Lo sacó con su risa, su encanto, con el más hermoso de sus bailes y utilizando la miel de abejas (oñí), sustancia que el dueño del secreto de la fragua desconocía.

Aunque cuando se relata este mito se hace hincapié en la sensualidad de Ochún, y en cómo consiguió atraer a Ogún y sacarlo del ostracismo gracias a esa desbordante sensualidad, a ese baile que consiguió amansar a una criatura tan ruda como Ogún, un aspecto que se advierte en este mito y que será en el que centre mis consideraciones en los siguientes párrafos, es la capacidad de Ochún para ofrecer una solución evitando la violencia y la muerte. Ochún es la posibilidad de una salida sin víctimas, sin violencia; consigue lo imposible con gran audacia e inteligencia, esgrimiendo armas extraordinariamente poderosas, como son, la alegría, el amor y la generosidad.

Ochún, llamada “Yeyé”, que significa “madre” en yoruba, es la alegría y la dueña del amor. Los testimoniantes de Lydia Cabrera (1980) le contaron que Ochún fue también diosa de la muerte, pero sufría demasiado cuando veía los cuerpos inertes de los difuntos, especialmente si habían sido amantes suyos y por eso “traspasó las mayores responsabilidades de tan triste señorío a Oyá-Yansán” (CABRERA, 1980, p. 70).

Comparte con Yemayá el hecho ser una y múltiple. Esta versatilidad es tan grande que va desde la Ochún Yeyé Moró o Yeyé Keri, que se pasa la vida de fiesta en fiesta, alegre, gastadora, callejera, sensual, y que coquetea “hasta con los muertos”, como le dijera a Lydia Cabrera una de sus informantes, a Ochún Olodí, que vive en el fondo del río bordando. Está casi sorda y por ello hay que tocar bien fuerte el agogó cuando se le llama. En este avatar o camino, Ochún solo se ocupa de asuntos muy serios y ya no baila.

Yemayá adora a Ochún, que es su hermana pequeña. Yemayá la crió y la complace en todo. Ochún presume de joyas y ropas caras, pero en realidad no son suyas. Ochún no tiene dinero, sin embargo no se preocupa por lo que gasta. Todo es de Yemayá, quien es verdaderamente rica y ha puesto todo a disposición de su hermana pequeña, vividora, fiestera y gastadora.

Oyá-Yansán y Yemayá no se toleran, no se llevan bien, pero ambas tienen debilidad por Ochún, así que el amor y devoción que ambas profesan por la diosa del amor y de las aguas dulces las reconcilia. Eso es Ochún, la posibilidad de que lo imposible se realice.

Cuenta uno de los mitos de Ochún que recogió Lydia Cabrera de sus célebres informantes en la obra ya citada, que se desató una guerra infernal, en la cual estaban implicadas muchas naciones. Muchos hombres notables habían intentado ir a pedir clemencia a Olofi, -que sería equivalente a un Dios supremo-, para que pusiera fin a la muerte y desolación que estaba causando la guerra, que ya dejaba víctimas por todas partes, mujeres, niños y ancianos o morían violentamente o por hambre, ya que no había quien trabajase en los campos. Pero Olofi se había cansado de la violencia de los seres humanos y no quería saber de nada de ellos. Había decidido abandonarles a su suerte. Los soldados que custodiaban el palacio de Olofi no dejaban entrar a nadie, ni siquiera dejaban que nadie acercarse. Entonces Ochún decidió ir a verle. Todo el mundo le decía que no iba a poder entrar, que los soldados no le iban a dejar pasar y ella dijo “yo pasaré”.

Ochún preparó Akará Fulé, una comida que ya casi nadie sabe preparar, una delicia que a nadie deja indiferente. Ochún frió ciento y un bollos y los bañó con su miel de abejas, puso cinco carretes de hilo y agujas en su canasta y salió hacia el palacio de Olofi.

Se topó no muy lejos con el primero de los soldados, quien el dio el alto. Ochún se hizo la desentendida y le dijo “tienes la ropa ripiada”. Ochún bajó la canasta, le dio un bollo y le cosió la camisa. El soldado nunca había visto a una mujer tan bella, se comió el Akará Fulé y la dejó pasar. Así ocurrió una y otra vez durante el camino. Casi llegando todavía tendría que enfrentarse a veinticuatro soldados que custodiaban el palacio Olofi. Ochún tiró al suelo la canasta con los bollos que le quedaban y los soldados se precipitaron al suelo a coger los bollos y a comérselos (podemos imaginar que no habían visto semejante manjar en años). Mientras esto ocurría, Ochún entró y llegó hasta Olofi.

Al verla Olofi se alegró y le dijo “algo extraordinario ocurre cuando has venido”. Y Ochún le dijo “sí, Tata, algo horrible” y le contó de la destrucción, la muerte y la guerra. Olofi le dijo que podía irse tranquila, que restablecería la paz y el orden.

En conmemoración por esta intervención de Ochún, cuando en una consulta con el sistema adivinatorio conocido como dilogún (16 caracoles) sale el odú orí ochá oché, quien consulta tiene que sufragar una ofrenda (ebó) de bollos, miel de abejas, cinco carretes de hilo y agujas para conseguir lo que pretende, con la bendición y la ayuda de Ochún.

Hace falta alguien que gane batallas sin matar, sin violentar, sin damnificados. Las hijas de Ochún pueden hacerlo. Son las diplomáticas naturales del panteón yoruba. También hace falta quien consiga que quienes han decido no dialogar, quienes ya renunciaron a la posibilidad de una conciliación, tengan algo que aprecien, que no quieran perder y que esté por encima de esa negativa, de la misma manera que Yemayá y Oyá Yansán se unen a través del amor que ambas profesan a Ochún.

Consideraciones finales

Reivindicar desde las tradiciones afro este repertorio de posibilidades eróticas, de experiencias relacionadas con el placer y con la felicidad que han sido atesoradas en estos espacios donde material y simbólicamente los pueblos afrodescendientes tuvieron que reinventarse, resulta crucial. Todo ese bagaje cultural ancestral que permitió reconstruir comunidades y culturas que hoy son llamadas “de la negritud” o “afrodescendientes”, al margen de la moralidad impuesta, continúa disponible para ensanchar los horizontes en los que lo humano puede ser pensado en toda su complejidad. Es un legado que no nos sirve solo a nosotros en tanto seamos pueblos afrodescendientes, sino que puede iluminar también a personas ajenas a este parentesco étnico ancestral.

Si bien hoy en día desde el ámbito institucional se prescribe y legisla sobre el derecho de las mujeres a decidir sobre el propio cuerpo, las agresiones a las mujeres que se apartan de la ordenanza de sujeción y obediencia a la escena patriarcal primordial son frecuentes. La violencia contra las mujeres -y muy especialmente contra las mujeres negras, mujeres trans y contra los cuerpos no binarios racializados- se desata ante el más mínimo gesto de contestación, poniendo de manifiesto la brutalidad patriarcal cisheterodominante y racista que se expresa con frecuencia en crímenes tanto en el ámbito público como en la intimidad. Las experiencias eróticas sin finalidad reproductiva, sin marcajes morales, no acaban de ser asumidas por muchos ya bien entrados en el siglo XXI en un marco que presenta una enorme diversidad de formas y expresiones y donde lo carnal, lo sensorial y lo espiritual se articulan en la condición humana.

Esta narrativa primordial con relación a las divinidades femeninas del panteón yoruba nos provee de modelos propios desde los cuales repensar nuestra sexualidad, nuestros espacios comunitarios y nuestros espacios íntimos. En estas cosmovisiones compartidas por los pueblos de origen africano la sexualidad y el deseo no están relacionados con ningún pecado ni ninguna culpa. Al contrario, es el coito, el semen y el deseo carnal lo que marca el origen de la humanidad, ya que la vida misma surge de ese acto físico. En este sentido difieren de manera radical de los mitos fundadores de la tradición judeocristiana, relatos exentos de erotismo y de deseo carnal, donde la transgresión y la desobediencia al creador se manifiestan en la vergüenza al descubrir su desnudez de los primeros seres humanos, que no nacen ni se engendran, sino que son formados esculturalmente con barro y posteriormente insuflados por el espíritu de su creador.

Aunque los mitos no suelen aclarar ni ofrecer ningún dato con relación a la temporalidad en la que se dan los hechos, no parece haber transcurrido mucho tiempo entre el instante en que la primera pareja fue creada y el momento posterior en el que corren despavoridos por el más hermoso de los jardines buscando hojas con las cuales cubrir su sexo. Desde este hecho, que introduce en la civilización occidental la noción de pecado,transgresión-culpa-sexualidadestarán vinculados de manera trágica, comprometiendo la posibilidad de una sexualidad ejercida sin remordimiento, culpabilidad que recae primordialmente en la primera mujer creada por este Dios, el cual la sentencia con dos disposiciones aterrorizantes: la expropiación de su deseo erótico, entregándoselo a su marido, quien a partir de ese momento “se enseñoreará” de ella, y la condena dar a luz con dolor.

Siempre he considerado que este mito constituye una de las narraciones más violentas y desoladoras con relación al origen de la humanidad y con relación a la posición de las mujeres en la sociedad de la cual emana la narración. La lectura a nivel simbólico, ideológico e incluso material de este mito de creación no puede sino tener consecuencias letales para las mujeres, sobre todo, para aquellas que se atrevan a confrontar la voluntad divina expresada, y pretendan ser soberanas con relación a su propio cuerpo, su deseo y su sexualidad (BUENO SARDUY, 2019).

Probablemente por la proximidad de estas tradiciones religiosas de origen africano con el catolicismo, las divinidades femeninas del panteón yoruba han sufrido una especie de alteración con relación a sus iniciativas y disposiciones en el ámbito de lo sexual-erótico. Como reconoce Passos para los terreiros baianos, -y seguramente no es una excepción-, cada vez se habla menos de los avatares sexuales de las divinidades femeninas y se desconoce cada vez más sobre esta materia (PASSOS, 2008, p. 29). Por ejemplo, señala que la comprensión de Yansán y Changó como bisexuales en la actualidad prácticamente se ha perdido en los terreiros de Bahía, lugar emblemático con relación a las religiones afro.

Hoy en día Changó es tenido por mujeriego y símbolo absoluto de la virilidad, el hombre que resulta irresistible para las mujeres, y sus hijos intentan imitar este arquetipo que encaja y se ajusta a las fantasías machistas tan presentes en nuestras sociedades. En el caso de Oyá-Yansán, se presenta como la gran devoradora de hombres, la mujer que tiene sexo sin ataduras, en total libertad, sin aludir a su masculinidad ni a su bisexualidad. De hecho Oyá-Yansán, como reconoce Passos, es el oricha más venerado por el público homosexual que frecuenta los terreiros de candomblé y lo que se enfatiza es su libertad sexual. Probablemente también por esta proximidad y por el deseo de encontrar aceptación en la sociedad dominante, el espacio de los cultos afro, que debería ser el más abierto y diverso con relación a las formas y posibilidades de lo humano, se intenta acomodar a las narrativas sexistas, machistas, e incluso homofóbicas y transfóbicas de la sociedad dominante, algo que percibimos con gran estupor. Tenemos que reflexionar críticamente sobre esta realidad.

Con relación a las violencias que sufrimos hoy en día las mujeres -y específicamente las mujeres negras- los mitos de Oyá-Yansán nos dejan algo muy claro: o nos protegemos nosotras mismas, de la misma manera que Oya-Yansán defiende a las mujeres que trabajan en los mercados y enfrentamos a los hombres que abusan y violentan nuestros cuerpos con el mismo coraje y la misma determinación que ella lo hace, o estaremos desamparadas. No podemos ni debemos esperar ninguna protección por parte de los hombres mientras no sea desmantelada la estructura patriarcal que nos insta obedecer, que obstinadamente reclama que estemos sujetas a la autoridad de los varones, que desconfía de nuestra palabra cuando declaramos las violencias que sufrimos, que intenta explicar e incluso hacer inteligibles las agresiones que padecemos apuntando a cómo íbamos ataviadas, a cómo movíamos nuestro cuerpo, a qué horas y dónde estábamos, e incluso indagando qué comimos o bebimos antes de que nuestros cuerpos fueran torturados y asesinados, conminándonos a sujetarnos al orden patriarcal, machista y homicida que se niega a ser depuesto. Como mujeres negras, como mujeres afrodescendientes, no deberíamos confiar ni esperar esa protección.

Nosotras, como Oyá-Yansán, hemos acompañando a nuestros maridos, y por extensión a nuestros hermanos y a nuestros hijos en todas las guerras, en todas las contiendas, incluso en las que antaño nos obligaron a litigar para comprar nuestros cuerpos esclavizados, los de nuestros maridos e hijos. Tenemos una larga historia en la que hemos demostrado que con nosotras se puede contar, que nada nos intimida. Desafortunada y lamentablemente no hemos obtenido el mismo respaldo ni el mismo compromiso por parte de nuestros compañeros sexuales, ni de nuestros hermanos e incluso ni de nuestros hijos. En vez de mirarse en nosotras, en nuestras antepasadas y pelear a nuestro lado con el mismo coraje y valentía, han decidido -inexplicable, patética y trágicamente-, mirarse en otro espejo: la prelacía blanca, masculina.

Resulta verdaderamente lamentable que en la medida en la que el Estado ha ido reconociendo los derechos de las mujeres a ser sujetos plenos, a poseer el derecho a la sexualidad libremente elegida, cuando se legisla sobre el derecho a la identidad, y se establecen los cauces para poder tomar cualquier decisión con relación el propio cuerpo, constituyendo todos estos reclamos aspectos irrenunciables de las reivindicaciones feministas, los espacios afrorreligiosos, poseedores de las más hermosas historias con relación a esos caminos de autonomía, liberación y dignidad transitados por las mujeres negras, y transmitidos durante siglos a través de la mitología sobre las grandes iabás, expresadas en un panteón donde todo lo humano se encuentra representado en las divinidades, en vez de enorgullecerse de esta genealogía espiritual y diseminar este legado, mostrando que existen otras maneras de pensar el cuerpo, la sexualidad y la vida, hayan optado, consciente o inconscientemente, por esconder toda esta experiencia, silenciar toda esta sabiduría, realizando un camino a la inversa, es decir, encorsetando a las divinidades del panteón yoruba en los moldes de una existencia y una sexualidad limitada, moralizante y binaria, ajena a lo que los mitos nos han enseñado.

Es en este sentido en el que afirmo que nuestra emancipación auténtica ocurrirá primeramente a nivel simbólico, mental y espiritual, cuando final y felizmente rompamos las ataduras que todavía tenemos a las nociones culturales que nos han sido impuestas, y que han dañado nuestra imagen y nuestra autoestima como mujeres negras, y han menoscabado -de manera más amplia- nuestra historia como pueblos afrodescendientes. Seremos soberanas cuando vayamos desaprendiendo los significados que nos han sido endosados, cuando dejemos de recitar el credo colonial racista que nos obligaron a declamar mientras olvidábamos y nos avergonzábamos de nuestros saberes ancestrales y escondíamos debajo de nuestra ropa los collares iniciáticos.

Desaprender los saberes que nos fueron impuestos y que todavía residen en nuestras mentes y tomar la determinación de abrazar la sabiduría que aún se encuentra disponible en los cuentos bubis, en las adivinanzas del bosque fang, en los aforismos zulúes, en la memoria de nuestras abuelas, en la poesía de nuestras hermanas poetas kombilesas, en nuestros cantos ancestrales, en los mitos de Yemayá, Ochún, y Oyá-Yansán, salir al encuentro y a la escucha de otras experiencias, acuerparnos con otras mujeres que con sus saberes ancestrales y experiencia nos iluminen, no sólo es una prioridad, sino una obligación, si deseamos reparar en la medida de lo posible los destrozos psicológicos que han comprometido nuestra capacidad de mirarnos y reconocernos como mujeres negras, libres de toda ordenanza racial, colonial y patriarcal, creadoras y conocedoras del potencial de nuestros propios saberes.

Somos las arquitectas de nuestra casa ancestral, una casa que reformamos cada vez que observamos alguna grieta sin renunciar a los cimientos, a las columnas que fundamentaron nuestras predecesoras; decoramos esa casa y ponemos espejos y nos vemos hermosas, fuertes, temerosas, felices, desafiantes, distintas. Abrazamos todas esas posibilidades de nuestro ser y mientras quienes dispusieron que éramos “mujeres racializadas” siguen teorizando sobre la racialización y teorizando sobre nuestros “cuerpos racializados”, soltamos las ataduras teóricas que nos constriñen e impugnamos las conceptualizaciones que insisten en llenar de sentido común el delirio racista, en vez de declarar su inconsistencia y decrepitud y hacerlo detonar, como sugiere Gilroy (GILROY, 2008).

Como mujeres negras, nuestros cuerpos llevan grabada la historia de nuestra alegría, pero también la memoria de nuestro secuestro, nuestras travesías forzadas, nuestras luchas por emanciparnos, nuestra pericia en litigios para comprarnos tantas veces como fuera necesario exigiendo nuestro derecho a ser humanas en plenitud. Toda esa conciencia, esos saberes, no pueden disciplinarse para caber en la estrechez de un poder sordo, históricamente letal con relación a nuestras vidas, ni en los andamiajes teóricos de realidades libertarias ajenas que no pueden representarnos, porque venimos de otro lugar, y nos valemos nosotras mismas para presentarnos ante la historia de manera autónoma.

Vivimos en espacios cada vez más violentos, donde ha sido asumido que alguien tiene que ser derrotado intelectual o moralmente para que la otra parte se proclame vencedora. Por ello resulta habitual que incluso en los debates intelectuales se espere la capitulación absoluta del contrario, al punto de que no resulte necesario siquiera escucharle, ni seducirle, ni conciliar posturas. Matar al otro, silenciarle o derrotarle es lo que se espera que ocurra inevitablemente. Lo que nos dice Ochún es que hay victorias que no pasan por la contienda ni por la muerte. La diosa de las aguas dulces nos enseña que es posible intervenir y evitar la destrucción, que hay que sacar a Ogún del monte porque lo necesitamos, y lo necesitamos vivo, a pesar de su carácter, de su rudeza y asperezas, para que nos permita utilizar sus herramientas y continuar con las tareas que nos demanda la supervivencia, porque la vida es lo prioritario. Este reconocimiento de la necesidad radical del otro es, probablemente, la más hermosa y urgente de las lecciones que Ochún nos ofrenda en un mundo tan individualista y narcisista.

Con relación a las corrientes, olas y posturas más radicalizadas de los feminismos, que acaban convirtiéndose en trincheras desde las cuales desarmar, rendir o descalificar a la otra parte, en parapetos teóricos que, si bien no niegan la palabra, tampoco se abren a conceder la escucha sincera, acaso porque pudieran considerar que no necesitan de otros saberes, desde las tradiciones afroliberadoras las mujeres negras podemos aportar el legado, la sabiduría y la audacia de Iyá Ochún, Iyalorde, diplomática suprema del Panteón Yoruba.

Necesitamos hijas de Yemayá, que tomen las riendas de sus vidas, que no renuncien a querer saber, ni a hacer el bien, aunque acarree consecuencias y que se reinventen ante las adversidades. Necesitamos hijas de Oyá-Yansán, emprendedoras, luchadoras, que espada en mano salgan al campo de batalla confiando en que saldrán victoriosas y que enfrenten con rayos y centellazos a quienes violentan a las mujeres. Necesitamos más y más hijas de Ochún, mujeres que atraviesen los campos de batalla intelectuales, teóricos y políticos con una canasta de bollos bañados en miel de abejas en la cabeza, y que reparen los vestidos -ajados por las disputas, ripiados por las contiendas, con la alegría, la risa y la inteligencia de la diosa del amor y de la felicidad.

Como mujeres afrodescendientes podemos decir como Ochún “YO PASARÉ” cuando todo parezca infranqueable. Las agujas, los hilos, el baile, la alegría y el Akará Fulé forman parte de nuestro bagaje liberador ancestral.

Moforibale Yemayá

Moforibale Oyá-Yansán

Moforibale Ochún

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BUENO SARDUY, Aída Esther. El ocaso del liderazgo sacerdotal femenino en el Xangô de Recife: la ciudad de las mujeres que no será. 512f. Tesis. (Doctorado en Antropología social y cultural) - Departamento de Antropología social. Facultad de Ciencias políticas y sociología. Universidad Complutense de Madrid, 2014.

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Notas

2 Dios de la adivinación.
3 Sistema de adivinación. Su uso está reservado a los hombres.
4 Instrumentos de adivinar del babalawo, sacerdote que utiliza el sistema de adivinación conocido como Ifá.
5 Algunos informantes de Lydia Cabrera le rectificaron el mito diciendo que el animal no era un conejo, sino un mono. El mono era la mascota de Yemayá, e imitaba todo lo que hacía su dueña. En ese momento Orula sentenció que el mono debía vivir en el monte “porque el que imita, fracasa”.
6 Resultado del juego de adivinación.
7 Una de las características de toda la tradición africana en contraste con la judeo-cristiana, es que siempre hay que conceder oportunidad para la reparación. De hecho, las cárceles no existían en la mayor parte de África negra hasta la llegada de los europeos. En el mundo bantú, por ejemplo, la pena de muerte solo se aplicaba a los brujos por su capacidad para dañar el tejido social. Cualquier otro crimen se solucionaba sin el “ojo por ojo”.
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